Capítulo 2
Al verla acostada sobre la enorme cama, parpadeando, con las pestañas mojadas por las lágrimas y tratando de recuperar su control, Carl desvió la mirada del rostro al cuerpo de la joven. Repentinamente se dio cuenta de que la forma en que la volvió hizo que la mayor parte del camisón quedara recogida debajo de ella y el resto del material tan ceñido a su esbelta figura que parecía estar desnuda. Pero a pesar de que para ella, la forma en que la escudriñaba era casi tan íntima como si fueran sus manos y no sólo sus ojos los que la acariciaban del cuello a las rodillas, él no alteró la dureza de su expresión.
—¿Quién es Paco?
Antonia se sentó y se secó las mejillas con los dedos.
—Está muerto —contestó en un susurro—. Yo lo amaba y él a mí, pero nunca fuimos novios. Mi familia no lo consideraba una persona adecuada.
Su marido no dijo nada, se apartó de ella abruptamente y cruzó el cuarto hacia una cómoda. Un momento más tarde regresó con uno de sus pañuelos de lino que le puso en la mano. Luego recogió la bata de la joven y la arrojó sobre la cama a su lado.
—Será mejor que te vuelvas a poner eso.
Mientras lo hacía, él se dirigió a la sala y a través de la puerta abierta lo vio acercarse al bar. Cuando regresó al dormitorio llevaba un vaso pequeño y uno grande. Puso el primero a su lado sobre la mesa de noche.
—Brandy. Tal vez no te guste, pero te tranquilizará.
Su vaso contenía un líquido más pálido que el de ella. Imaginó que era brandy con soda y pedazos de hielo.
Carl regresó a cerrar la puerta del dormitorio y luego volvió al sillón donde estaba sentado cuando ella salió del baño.
—Parece que di por sentadas muchas cosas —dijo en tono sardónico.
—¿Q… qué quieres decir?
—Asumí que eras una virgen que aprenderías de tu esposo lo que es el amor, como generalmente hacen las mujeres. Pero parece que también en España… —terminó la frase encogiendo los hombros.
Ella confesó en voz baja:
—Soy virgen. Paco jamás me hizo el amor —ojalá lo hubiera hecho, fue un pensamiento que guardó para sí.
—Pero lo amabas… ¿y todavía?
Ella asintió apretando los dientes para detener el repentino temblor de sus labios.
—¿No crees que debiste mencionar el hecho?
—No pareció tener importancia. Si hubieras dicho que me amabas, entonces sí, te lo hubiese comentado, pero nunca dijiste eso, ni siquiera hoy… en el día de nuestra boda.
Él bebió un poco de su licor, luego, se puso de pie y comenzó a pasear por la habitación. Tenía las manos metidas en los bolsillos de la bata.
—No, estoy de acuerdo. Jamás te dije que te amaba. No estoy seguro de saber lo que es el amor. Es un término que se usa con frecuencia y a menudo parece no significar demasiado.
Se detuvo y la miró detenidamente.
—Sé que quiero hacerte el amor como jamás tuve deseos de hacerlo. Cuando te conocí, sentí que había encontrado una muchacha inteligente, bella, educada, que gastaría mi dinero con buen gusto e inculcaría buenos modales a mis hijos. A cambio de eso, estaba preparado para ser un esposo fiel y un padre atento. Eso me parecía una base firme para un matrimonio feliz y duradero. Ahora, tal vez te gustaría explicar tus razones para casarte conmigo.
Estaba demasiado acongojada para pensar que no debería contar algunas de sus razones.
—M… me simpatizaste. Sentí y también mi madre, que yo sería más feliz con un inglés. Quería mi propio hogar… lejos de mi tía.
Lo vio enfadarse, pero mantuvo tranquila la voz al decir:
—Más vale malo conocido que bueno por conocer. Tal vez me encuentres más duro que tu tía Ángela.
—Estoy segura de que no —contestó ella. De pronto, como él le dijo que sucedería, el brandy la calmó.
Olvidando por un momento su propia infelicidad, se dio cuenta de que si durante su compromiso estaba tan desesperado por hacerle el amor, lo que había sucedido hacía un rato debió haber sido un amargo desengaño. Con un repentino arranque de valor, vio que sólo había un camino para salvar la situación. Se deslizó de la cama y se le acercó.
—Lo siento, Carl. Ha sido un día agotador y estaba cansada y nerviosa. Ahora me siento mejor. Perdóname, por favor.
Le puso las manos sobre el pecho y se paró en la punta de los pies para acercar sus labios a los suyos.
Él sacó las manos de los bolsillos, pero no para tomarle la cintura y acercarla. Mantuvo los labios apretados. La tomó de los codos y la alejó de sí con firmeza.
—Me temo que por lo que a mí se refiere, eso de cerrar los ojos y pensar en otra cosa, no servirá, Antonia. Yo quiero una compañera dispuesta, no sólo una que cumpla con su obligación.
—Pero yo estoy dispuesta.
—Dispuesta fue la palabra equivocada. Debí decir, entusiasta, y no puedes pretender que lo eres.
—De ti depende entusiasmarme. No puedo estarlo por algo que jamás he experimentado. Tú mismo dijiste hace un rato, que asumiste que era yo virgen y que de mi esposo aprendería lo que es el amor.
—Sí y en otras circunstancias te enseñaría, pero no mientras sigas enamorada de otro hombre. Me sentiría muy mal al sospechar que mientras te hacía el amor, pensabas en él y tratabas de pretender que era él quien te tenía en sus brazos.
Antes que pudiera responder, prosiguió:
—Esta noche, me acostaré en uno de los sofás de la sala. Acuéstate y trata de dormir. Pensaremos mejor por la mañana. Como dijiste, éste ha sido un día largo.
Pasó a su lado, se acercó a la cama y cogió una almohada y el edredón. Luego, con un «buenas noches», desapareció por la puerta y la cerró a sus espaldas.
* * *
A la mañana siguiente la despertó con un movimiento gentil de los hombros.
—Pedí que nos trajeran el desayuno dentro de quince minutos.
Ya no llevaba puesta la bata, sino los pantalones del pijama. Cuando se volvió para dirigirse al baño, ella vio por primera vez su espalda desnuda y musculosa y se preguntó cómo haría para mantenerse en forma cuando la mayor parte de su vida tenía que pasarla sentado en aviones y en salas de sesiones.
Se deslizó de la cama y se acercó al armario para descolgar de un gancho una bata de seda rosada, menos reveladora. En el baño se cepilló los dientes y refrescó su cara con agua fría, dejando su normal rutina de aseo para después del desayuno. Regresó al dormitorio a peinarse y se entretuvo en el tocador hasta que oyó el ruido de la mesita del desayuno que el camarero colocaba en el otro cuarto.
Carl ordenó para los dos, un completo desayuno inglés. Comieron en silencio y Antonia mantuvo la mirada fija en el plato, pero de vez en cuando, sentía que la observaba y se preguntó si notaría que sus párpados todavía estaban ligeramente hinchados por las lágrimas que derramó cuando se quedó sola en la oscuridad, acostada en la cama que debió haber sido su lecho de bodas.
Se quedó inquieta y despierta hasta la madrugada porque se arrepentía amargamente de su falta de autodisciplina que la hizo librarse de los brazos de Carl. Si se hubiera controlado, habría evitado esa horrible dificultad entre ellos. En vez de estar sentados en ese tenso silencio, comiendo huevos con tocino que no le apetecían, pero que él parecía disfrutar, Carl estaría satisfecho y de buen humor y ella habría sobrepasado el primer y más difícil obstáculo para ajustarse a la vida matrimonial. Pero debido a su tonta falta de valor, en vez de eso hizo un lío de su matrimonio antes que comenzara.
Como si le leyera el pensamiento, le dijo de pronto:
—Creo que será mejor que me cuentes algo más de ese joven Paco. Dices que está muerto, ¿qué le pasó?
—Murió en un accidente de automóvil.
—¿Cuánto tiempo hacía que lo conocías?
—No mucho, como seis meses.
Impulsada por las preguntas de Carl, le contó de mala gana la forma en que ella y Paco se conocieron y todo lo que siguió hasta que murió.
—Y… yo iba con él en el auto. Huiríamos juntos con la esperanza de que eso haría que mi madre se diera cuenta de lo mucho que nos amábamos. Paco era inteligente y trabajador. Hubiera sido fácil que mi tío le consiguiera un trabajo mejor.
—Ya veo. Bueno, no quiero que creas que menosprecio la fuerza de tus sentimientos por el muchacho. El primer amor es una emoción violenta y no hay nada como la oposición de la familia para hacerla parecer más poderosa. No espero que me creas, pero pienso que si tu madre y tu tía hubieran tenido el sentido común de dejar que vieras a Paco libremente, tus sentimientos por él hubieran disminuido —dejó a un lado los cubiertos y se recostó en la silla—. Como sucederá ahora… con el tiempo. Cuando nos conozcamos mejor, encontrarás que el pasado pierde fuerza y mientras tanto, tienes mi palabra que no te tocaré hasta que quieras. Seguiremos como si todavía estuviéramos comprometidos.
De pronto, su mirada que la noche anterior parecía tan fría, volvió a asumir la calidez que ella estaba acostumbrada a ver en ella.
—Un compromiso a la antigua, como en realidad fue el nuestro. Ahora sírveme otra taza de café y prueba esta espesa mermelada.
Su paciencia y buen humor la llenaron de alivio porque sólo esperaba verlo cortés.
Pasaron el día haciendo compras y visitando lugares de interés. A la una y media tomaron un ligero almuerzo en una taberna. Cuando regresaron al hotel, Antonia había visto entre otras cosas, el estandarte de la reina ondeando sobre el Palacio de Buckingham y visitado la galería Burlington.
Como la noche anterior en Knightsbridge, Carl caminaba pacientemente a su lado mientras ella miraba las antigüedades y los exquisitos linos que se exhibían en las tiendas de la galería.
Por la noche, la llevó al Teatro National y después, a uno de sus restaurantes favoritos donde la hizo conocer una pasta turca con menta, queso y espinaca llamada burek, seguida de pichones asados y un delicioso helado de miel y coñac, para el postre.
Cuando regresaron al hotel y subían en el ascensor, Antonia comentó:
—Carl, por favor déjame dormir en el sofá esta noche. Soy más baja que tú y no es justo que tengas todas las incomodidades.
—Es un sofá largo no duermo incómodo.
—De todas maneras eso me haría sentir mejor.
—¿Te sientes mal?
—Por supuesto, esta situación es culpa mía.
—No del todo. Recapacitando un poco, me doy cuenta de que había un fuerte indicio de que el campo no estaba libre para mí. Desgraciadamente no lo noté.
—¿Qué indicio?
—¿Recuerdas que la primera vez que nos conocimos, te dije que alguien te había descrito y más tarde hice el comentario de que no habías preguntado quién fue? Debí saber que cuando una mujer no está interesada en que la admiren es sólo porque tiene la mente ocupada en otro hombre.
Las puertas del ascensor se abrieron y salieron al corredor alfombrado para caminar hacia la puerta de la suite.
Mientras Carl abría, ella ordenó:
—Dime ahora quién fue.
Se hizo a un lado para dejarla pasar al pasillo. La luz de la sala, la proporcionaba una lámpara de mesa, que dejaba a la lujosa habitación en un estado de suave penumbra. Durante su ausencia, una de las camareras cerró las cortinas y el cuarto estaba tan caliente, que en cuanto Antonia entró, decidió quitarse el abrigo de piel. Cuando comenzó a hacerlo, sintió que Carl la ayudaba.
—Fue un francés… Alain Roget. El año pasado, durante una conferencia en Valencia, te conoció y también a tu padre.
—No lo recuerdo.
—Él se acordaba de ti muy bien —arrojó el abrigo sobre un sillón y tomándola ligeramente de los hombros, la volvió hacia sí—. Tenía razón acerca de tus ojos. Omitió mencionar que tienes una boca bellísima, encantadoras orejas y un hermoso cuello largo. Yo los veía en el teatro.
Estaba de espaldas a la lámpara y Antonia no pudo ver su expresión en la penumbra, pero sus palabras, aunque más bien su tono, la hizo estremecer.
Le dijo tratando de sonar indiferente:
—Dijiste que disfrutaste la obra.
—Así fue, pero hubo ocasiones en que me pareció más interesante observarte —retiró sus manos de los hombros, pero no se echó para atrás, seguía muy cerca—. Prometí que no te haría el amor físicamente, pero no incluí hacértelo verbalmente. Intento hacerlo tan a menudo como sea posible, con la esperanza de que no pasará mucho tiempo antes que las palabras no sean suficientes para ti. Cuando llegue ese momento, me bañaré y rasuraré por la noche. Mientras tanto, seguiré con mi costumbre de bañarme por la mañana. Dame diez minutos y el dormitorio será todo tuyo.
Ella estaba en su baño, quitándose el maquillaje de los ojos, cuando él le dijo:
—Buenas noches, Antonia.
—Buenas noches —le contestó y pronto oyó cerrarse la puerta.
Le llevó algún tiempo dormirse, pero cuando lo hizo, durmió bien y despertó descansada. Se levantó y al no oír ningún ruido en el otro cuarto, abrió la puerta con sigilo.
Carl seguía dormido. Estaba boca abajo con los brazos doblados bajo la almohada y la cabeza de lado, por lo que pudo ver su cara. Dormido daba una impresión de ternura que no era la que se veía en su rostro cuando estaba despierto.
Eran más de las ocho y pensó que probablemente querría que lo despertara. Se inclinó y cerca del oído le dijo en voz baja:
—Carl, es hora de levantarse… Carl… Carl —la tercera vez que pronunció su nombre se movió e hizo un sonido ahogado como si no tuviera deseos de despertar.
—Son más de las ocho.
Se volvió de lado pero no abrió los ojos y adormilado ordenó:
—Mujer, regresa a la cama y cállate —y extendió un brazo, que le hubiera rodeado la cintura si él hubiera estado en la cama y ella sentada en la orilla. En vez de eso, como se acababa de enderezar, la hizo perder el equilibrio y caer encima de él.
Él refunfuñó al sentir el impacto de su cuerpo sobre el suyo, pero aun entonces se resistió a despertar y con un murmullo de placer, restregó la cara contra la suavidad debajo del fruncido canesú de su camisón. Al mismo tiempo, su mano derecha se movió sobre el suave contorno de su cadera, acariciando la línea del muslo hasta que al llegar al dobladillo de la corta prenda de dormir, se metió debajo.
Ella luchó para librarse.
—Carl… soy yo, Antonia.
Abrió los ojos al oírla. Aflojó el brazo permitiéndole ponerse de pie de un brinco y regresar a toda prisa al dormitorio.
Cuando terminó de bañarse y arreglarse la cara, Carl también se había bañado y rasurado y el camarero acababa de llevarles el desayuno.
Cuando salió del dormitorio, Carl se levantó de su lugar en la mesa y apartó la otra silla para ella.
—Buenos días —le dijo como si ése fuera su primer encuentro, pero sus ojos tenían cierto brillo divertido que la hizo sonrojarse al responder.
Él había pedido un periódico y lo dividió dándole a la joven la página de modas. Normalmente, Antonia hubiera leído con interés el artículo sobre los diseñadores británicos, pero esa mañana, se le dificultó concentrarse. ¿Estaba en realidad su esposo tan absorto en las noticias como parecía? Mientras ella lo observaba, él levantó la vista sobre el borde del periódico y la sorprendió.
—¿Cómo te parecen estas sardinas?
—Están deliciosas. Ya las había comido, pero estaban congeladas y estas creo que no, ¿verdad?
—Eso pienso —volvió a concentrarse en el periódico.
De pronto, ella se sintió obligada a preguntar:
—¿Quién creíste que era cuando despertaste?
Carl bajó el periódico y le dirigió una mirada inescrutable antes de decir:
—¿Es que suponías que un hombre de mi edad no había tenido relaciones con otras mujeres?
—No es eso, sino que parecía como si la hubieras amado…
—No, no la amé. Por algún tiempo disfrutamos uno del otro, pero no tienes razón de tener celos. En mi pasado no ha habido nadie que haya significado más, o tanto como tú, mi vida.
Después del desayuno, le dijo que debía hacer algunas llamadas telefónicas y sugirió que ella pasara la mañana en Harrods.
Antonia había pensado que El Corte Inglés en Valencia era un almacén impresionante, pero comparado con Harrods, era pequeño. Carl le dio algunas libras y le dijo, que antes que pasara mucho tiempo, pensaba abrirle cuentas en todos los almacenes importantes.
Pero ella se compró sólo un par de medias. La idea de gastar su dinero cuando no era realmente su esposa en el sentido en que debía serlo, la hacía sentirse incómoda.
—Esperaba verte llegar con un montón de paquetes —le dijo cuando regresó a la suite.
—No hay nada que necesite.
En el restaurante durante el almuerzo, le dijo:
—Mira, siento abandonarte, ¿pero crees que podrías divertirte esta tarde? Surgió un pequeño problema y me gustaría darle mi atención personal.
—Por supuesto: iré a Marks & Spencer. Dicen que ése es el lugar para comprar en Londres.
—A cierto nivel, sí.
Compartieron un taxi hasta la sucursal de Marble Arch y acordaron encontrarse a las cinco y media en un hotel no lejos de la calle Bond.
—Tal vez te sea difícil encontrar un taxi a esa hora del día —comentó Carl.
—¿No podría usar el subterráneo?
—Preferiría que no lo hicieras. No está demasiado limpio y hay gente no recomendable por los alrededores.
—No soy una criatura, Carl y hablo el idioma.
—De todas maneras, preferiría que no bajaras. Ya llegamos —cuando el taxi se acercó a la acera, él saltó fuera para ayudarla a bajar.
—Te veré más tarde. No te canses —le besó la mano y volvió a subirse al taxi que pronto se perdió de vista entre el tránsito de la calle Oxford.
Lentamente, Antonia se dirigió hacia la planta baja de la famosa cadena de tiendas inglesas, pero al principio sus pensamientos estaban con Carl.
De pronto, escuchó parte de una conversación en español. La hizo sentir nostalgia, no de la casa gobernada por su tía, sino por los lugares en Valencia, donde ella y Paco tenían sus encuentros. ¿Se esfumaría su amor por él, como Carl había pronosticado? ¿Llegaría un momento en que su recuerdo no le causaría dolor?
* * *
Esa misma tarde exploró otra enorme tienda, Selfridges, y luego, en el lado opuesto de la bulliciosa calle Oxford, encontró una más silenciosa, sin tránsito, que tenía las tiendas pequeñas y elegantes que le gustaban y que la llevaron a la calle Bond y a Fenwicks, una tienda que Laura le recomendó como nada cara y con ropa de última moda.
Para entonces, comenzó a sentirse cansada. Sus zapatos negros de charol no eran ideales para caminar tanto. Le dio gusto descubrir que la tienda tenía una cafetería donde pudo sentarse por media hora.
Al principio pasó el rato observando discretamente a las otras compradoras que descansaban, pero después, volvió a pensar en su matrimonio y en las mujeres que la precedieron en la vida de su marido.
Cómo sería a la que cuando estaba medio dormido le murmuró: «mujer, regresa a la cama y cállate».
—No se preocupe tanto, querida. Todo se quitará con la lavada.
Antonia se dio cuenta de que ese comentario le había sido dirigido a ella por la persona que compartía su mesa, una pequeña mujer que parecía haber hecho una serie de compras, a juzgar por el número de paquetes que tenía en la tercera silla.
Estaba ansiosa de conversar y rápido Antonia se enteró de la historia de su vida.
* * *
-Tienes una cara compasiva —le dijo Carl, cuando ella le contó acerca de su encuentro mientras tomaban el té en el lugar que se citaron.
—¿Arreglaste el problema? —le preguntó y se percató de que debió haber preguntado antes…
—¿El problema? —repitió él, con la ceja levantada y la mirada perdida. Luego contesto—: Oh, sí… sí, ya se resolvió. ¿Te gustaría otro emparedado?
—No, gracias.
Se le ocurrió que tal vez el problema nunca existió, sino que fue una excusa para tener unas horas para sí. Tal vez pasó la tarde con otra mujer… la que según confesó había sido su amante.
Era raro que una recién casada pensara así de su marido al tercer día de la boda, pero el suyo no era un matrimonio normal. Antonia también había crecido en una sociedad donde la castidad todavía era, aunque tal vez ya no por mucho tiempo… la norma entre las solteras. Pero no era una sociedad en que los hombres también tenían que ser castos.
En una ocasión, mientras su madre conversaba con una amiga, oyó que comentó, que si la esposa se mostraba fría con el marido, era de esperarse que buscara su placer en otra parte. Sin embargo, aunque tal vez no tenía derecho a sentir repulsión por un acto que no había consumado, la idea de que mientras ella andaba de compras, Carl estuviera en la cama con otra mujer, le repugnaba.
—¿Por qué tienes esa mirada?
—¿Como qué?
—Tenías la expresión como alguien que de pronto olfatea algo muy desagradable.
—¡Qué curioso! P… pensaba en un vestido que vi en Fenwicks.
—¿Por qué no lo compraste si te gustó?
—No era mi tipo, era como para Amparo.
* * *
Esa noche fueron a otro teatro y esta vez, fue Antonia la que miraba de reojo el perfil del hombre a su lado, mientras él, estaba interesado en la obra.
Una vez la sorprendió observándolo y le sonrió tomándole una de las manos y sosteniéndola entre las suyas. Después de un rato, Comenzó a mover el pulgar de un lado a otro sobre los nudillos del dedo meñique y el anular. Aparentemente, toda su atención estaba en los actores y actrices en el escenario y ella pensó que no estaba consciente del suave movimiento de su pulgar. Sabía que era una tontería que una caricia tan sin importancia la distrajera de la obra y sin embargo, así era. De pronto, se dio cuenta de la fuerza muscular del brazo cerca del suyo, de la forma masculina de la rodilla, la que si movía un poco, presionaría la suya más pequeña y redondeada.
Él separó el pulgar de los nudillos de Antonia y ésta sintió la punta de un dedo, de Carl, trazando círculos en su palma. Para sorpresa y confusión, volvió a sentir el estremecimiento de la noche anterior. En ese momento supo que Carl sabía lo que hacía y cómo le afectaría a ella.
Hubiera tratado de librar su mano, pero de repente bajó el telón porque finalizaba el segundo acto y él apartó su mano para aplaudir.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó cuando se encendieron las luces.
—No. Ve tú.
—Yo tampoco tengo ganas —hizo una pausa—. ¿Lo disfrutaste?
Ella sabía a qué se refería. No a la obra, porque de ser así hubiera dicho: ¿Te está gustando?
Lo interpretó mal, deliberadamente.
—¿Es una obra divertida, verdad? —Pretendió leer el programa, contenta de que las luces del teatro no fueran muy intensas como para revelar su rubor.
Después, casi ni se acordó de lo que sucedió en el tercer acto porque tenía mucho miedo de que repitiera él con la punta de uno de sus dedos esa acción tan perturbadora. Antonia no se había dado cuenta que la palma de su mano podía ser una zona erógena y salió del teatro sintiéndose completamente indefensa contra el mayor conocimiento y experiencia de Carl. Le disgustaba saber que aunque no estaba enamorada de él, le podía causar sensaciones que a menos que fueran parte del amor total, la avergonzaban.
Recordó cómo, cuando esperaban a su padre y hermana en el aeropuerto de Valencia, él le preguntó si había fuego debajo de la nieve, y en esa ocasión, ella pensó que él, nunca prendería la llama que Paco encendió en ella.
Recordó que Carl dijo que había pocas mujeres frígidas, sólo amantes poco diestros y comenzaba a sospechar que su esposo era hábil. Pero el pensamiento no le agradó, sintió repulsión. No quería encontrar su corazón y mente traicionados por los sentidos.
Cuando después de cenar, su taxi se detuvo afuera del hotel, había una pareja que esperaba tomarlo. Era un hombre de edad mediana y una muchacha de cabello rubio cenizo y vestida en forma llamativa.
Cuando Carl se bajó, el hombre lo reconoció.
—¡Carl Barnard! ¿Cómo estás? Llegué hoy, iba a llamarte mañana.
—¡Hola, Irving! Ésta es una sorpresa agradable. No sabía que ibas a venir —le dijo Carl, mientras se estrechaban las manos.
—Bueno, es que fue de improviso. Ésta es Liza.
—¡Hola, Carl! —Cuando la muchacha le dio la mano, su brazalete y anillos brillaron bajo la luz de la entrada al edificio.
—Hola, Liza —se volvió hacia Antonia quien se había bajado del taxi y estaba parada cerca de su codo—. Querida, éste es Irving Harper, un viejo amigo de Estados Unidos. Antonia y yo nos casamos en España anteayer, Irving.
—¡Casado! —exclamó el americano—. Nunca pensé que dejarías tu libertad, Carl. Pero señora Barnard, al mirarla, sé por qué lo hizo —usó las dos manos para estrechar las de ella—. Felicidades a los dos. Iba a sugerir que fueran con nosotros. Vamos a un centro nocturno. Pero si se casaron anteayer, a Carl no le gustará la idea —rió y la rubia también.
—¿Pero qué les parece si tomamos algo rápido y concertamos una cita para cuando regrese de París y Milán?
Carl estuvo de acuerdo y los cuatro entraron en el bar del hotel, donde Liza se quitó el abrigo de piel, dejando ver la parte de arriba de su traje de noche. Llevaba unas botas plateadas, que le llegaban al tobillo, de tacón alto y un bolso de noche que hacía juego. Su figura era atractiva y los delgados tirantes de su vestido, parecían a punto de reventarse en cualquier momento.
—¿De qué parte de España eres, Antonia? —le preguntó cuando los dos hombres comenzaron a discutir los acontecimientos del mundo financiero.
—De Valencia. ¿Conoces España?
—Valencia no. He estado en Marbella y Torremolinos. Me parecieron lugares fabulosos. Me encanta su forma de vida… todo el día descansando al sol, comiendo tarde y los centros nocturnos al aire libre que tienen.
Irving se puso un cigarrillo extra largo en la boca, recordó la presencia de las dos muchachas y ofreció la cajetilla a Antonia.
—No gracias, no fumo.
Liza tomó un cigarrillo y Carl se lo encendió.
—Gracias —cuando exhaló el humo, le dirigió, lo que a Antonia le pareció, una asombrosa mirada de valoración. Era obvio lo que tenía en mente y la joven pensó que era extraordinario que mirara a un hombre con ese abierto mensaje en los ojos, delante de su esposa.
Carl debió haber notado la mirada, pero cuando la devolvió, no había más que cortés indiferencia en su expresión. Luego, miró a Antonia y sonrió y por un momento, ella creyó leer en sus ojos un mensaje diciéndole que la encontraba infinitamente más atractiva que a esa rubia.
Poco rato después, Irving Harper se dirigió a Liza y le dijo:
—Creo que debemos irnos. Antonia, espero que no le haya importado interrumpir su luna de miel por media hora.
—Oh, por supuesto que no —contestó sonriente—. No conozco Londres y su hija me recomendó varias tiendas que no habría encontrado yo sola.
La cara de Irving adquirió durante unos segundos una expresión que la asombró. Luego, respondió:
—Bien, creo que ustedes las mujeres tienen eso de las compras en común. ¿Estás lista, cariño? Adiós por ahora, Antonia. El mes entrante nos conoceremos mejor. Felicidades de nuevo, Carl. Eres un tipo con suerte. Sí señor… un tipo con mucha suerte.
—¿Por qué sonríes? —le preguntó Antonia cuando poco tiempo después, subían en el ascensor.
—Recordaba la expresión de Irving cuando te referiste a esa rubia como a su hija.
—¿Quieres decir que es su esposa? ¡Oh, lo siento, Carl!
—No, tampoco es su esposa. Dudo que la haya visto antes de esta noche. Ése no era un genuino acento americano. Es probable que algunos de sus clientes sean americanos y cuando está con ellos utiliza sus trucos de lenguaje y su entonación, pero yo diría que es londinense de nacimiento.
—¿Quieres decir que es una acompañante pagada?
—Si no lo es, viste para dar esa impresión.
—¿Es casado el señor Harper?
—Ha estado casados dos veces. Ambos matrimonios terminaron en divorcio.
—Pero si dijo que acababa de llegar ¿en dónde pudo encontrar una muchacha así? ¿En el bar de aquí?
—No, en Inglaterra se desaprueba a muchachas como ella de merodear por los bares de los hoteles, pero aún en los establecimientos más respetables, el portero es quien generalmente proporciona compañía a los viajeros solitarios, si se le pide. No hablo por experiencia, sino porque eso se sabe.
—No se me hubiera ocurrido pensar otra cosa.
—¿No? ¿Y por qué no?
—Porque tu amigo el señor Harper no es atractivo y tú, sí. Tú, no necesitarías contratar a una acompañante. Aunque a juzgar por la forma en que te miró, podías haber conseguido gratis los servicios de Liza.
—Eso lo dudo. Nunca había visto a una chica de aspecto más mercenario. Pero gracias por tu opinión. Hace cuarenta y ocho horas, tuve la impresión de que no me encontrabas nada atractivo. Las cosas están mejorando.
Para entonces, llegaron a la puerta de su suite. Antonia hubiera cruzado directamente la sala para ir al dormitorio, pero Carl la llamó. Le quitó el abrigo de los hombros y lo echó a un lado.
—Se acostumbra que las parejas que están comprometidas se den el beso de buenas noches.
Le tomó una mano y se dirigió al sofá, halándola a su lado. Le deslizó un brazo por los hombros.
La besó con suavidad, como siempre lo hacía, excepto durante un momento de la noche de su boda. Pero el temor de que cualquier respuesta de su parte lo enardeciera más, la mantuvo quieta y rígida en sus brazos.
—¿No puedo hacer que tu corazón lata un poco más deprisa? —le preguntó con la boca cerca de la oreja y al hacerle la pregunta, deslizó la mano hacia el pecho para cerciorarse de si su corazón latía a ritmo normal.
Antes del matrimonio, jamás intentó desvestirla, o tocarla de otra manera que lo que permitiría alguien de mente tan estrecha como su tía. La repentina calidez de su palma en la curva del seno, hizo que su corazón diera un vuelco. No se dio cuenta de que le estaba desabotonando la blusa porque estaba distraída por los suaves besos sobre sus mejillas y párpados.
Cuando se percató de que tenía la blusa abierta hasta la cintura, la boca de él, cubrió la suya con un beso mucho más cálido que los anteriores y al mismo tiempo bajó la mano para tocar el encaje del transparente sostén.
Al imaginar el siguiente paso, se echó para atrás contra los cojines y exclamó:
—¡Por favor, Carl!
La soltó de inmediato.
—Sí, tal vez me propasé un poco, según lo acordado —dijo secamente cuando la observó abotonarse la blusa con torpeza.
Por la expresión de sus ojos, ella supo que él pensaba que no pasaría mucho tiempo antes de verla rendida.
—Vete entonces. Buenas noches, querida —la miró con cierta ternura antes de levantarse y dirigirse al bien provisto bar a servirse una copa, mientras ella entraba en la habitación.
El incidente hizo que Antonia se diera cuenta, hasta qué grado permitió que su ansiedad por librarse de la vigilancia de su tía, nublara su mente para excluir otros asuntos importantes, hasta el mismo día de la boda. Si hubieran tenido un compromiso más largo o si Carl, hubiera sido menos formal, tal vez ella hubiese visto todo con anterioridad.
Ahora se sentía desgarrada entre dos sentimientos: si sería mejor aceptar su matrimonio y tomarlo de la mejor manera posible o si el dar su cuerpo a un hombre, aunque fuera su marido, sin quererlo y amando todavía a otro, sería casi tan degradante como las relaciones a sangre fría de Liza con los hombres.
* * *
A la mañana siguiente durante el desayuno, él le dijo:
—Creo que hoy iremos a ver algunos apartamentos amueblados, donde podremos vivir durante unos meses mientras organizamos nuestro hogar permanente.
Para la hora del almuerzo, habían visto tres, ninguno de los cuales le satisfizo. Después, el agente los llevó a ver dos casas y la segunda en Campden Hill, con un bonito jardín en la parte de atrás, le gustó a Carl y decidió arrendarla.
—Quiero cambiarme mañana, ¿se puede arreglar? —le preguntó al agente.
Esa noche, la última en el hotel, le comentó a Antonia:
—Vamos a necesitar sirvientes. Me gustaría encontrar una pareja española. Creo que por el momento te sentirías mejor con una mujer española en la cocina y no con una inglesa, ¿no es así?
—Sí, me imagino qué sí, pero eso significaría comer comida española. ¿No preferirías tú platillos ingleses?
—Españoles, ingleses, franceses… tengo un paladar universal, y acepto todo siempre y cuando lo que me pongan enfrente sea bueno.
Mientras hablaba, levantó el auricular y marcó un número. Luego, le dio el aparato.
Ella lo tomó un poco incierta.
—¿A quién le voy a hablar?
—A tu madre si está en casa.
Antonia estuvo presente algunas veces cuando su padre llamaba a otro país, pero ella, jamás había tenido una conversación internacional y se sintió encantada al descubrir lo claro que se oía. Su madre estaba en casa y sólo tuvo que cerrar los ojos para encontrarse transportada al saloncito íntimo de doña Elena en el primer piso.
Carl le dijo que a él también le gustaría intercambiar unas palabras con su suegra, y después ella conversó otro rato. Cuando se despidió y colocó el auricular en su lugar, expresó:
—Fue un pensamiento amable de tu parte, Carl. Gracias.
—Debí pensarlo la primera noche que llegamos. Seguramente a tu madre le hubiera gustado saber que llegamos bien, pero me imagino que comprendió que las parejas de recién casados sólo se preocupan de sí mismas, excluyendo a los demás.
—Sí, estoy segura de que sí.
Durante la mayor parte del día se sintió bastante cómoda con él. Hubo ciertos momentos de inquietud, cuando el agente les mostró algunas de las habitaciones principales en los diferentes lugares que visitaron; pero en general, fue un día tranquilo hasta ese momento en que a Carl se le ocurrió recordarle la anormalidad de sus relaciones.
* * *
Durante la segunda semana de su supuesta luna de miel, el clima era agradable y la llevó a visitar varios lugares que pensó le interesarían.
Un día, fueron en auto a Kent, visitaron Chartwell, antiguamente la casa de Sir Winston Churchill y más tarde regresaron a Londres por el camino de Cobham, para que Antonia pudiera ver la posada Leather Bottle con su frente de madera y su colección de excelentes grabados de Dickens. Otro día, fueron al norte de la capital a Hatfield Hall, donde se fascinó al ver un par de medias y sombrero de la Reina Elizabeth I.
Era mayo y por todas partes se veían árboles con hojas nuevas.
—En mayo, cuando el tiempo está bueno, vale la pena ver este país —comentó Carl—. Claro que el impacto es mayor, debido a nuestro largo invierno.
El más memorable de sus paseos, por más de una razón, fue el día que fueron a Brighton a ver las cúpulas en forma de cebollas y el fantástico interior chino del palacio del Príncipe Regente, a la orilla del mar, el Pabellón Real. Carl le dijo que llevara consigo ropa de noche, porque irían a Glyndebourne donde era obligatorio vestir de etiqueta. Para ella, el nombre no significaba nada y no fue sino hasta más tarde, cuando le explicó que Glyndebourne era el invento de John Christie, un maestro de ciencias en Eton, cuya pasión por la música lo llevó a construir un teatro de ópera en esa casa ancestral. Cada verano de mayo hasta agosto, durante cincuenta años, los más famosos cantantes y directores habían actuado allí, haciendo el lugar famoso en el mundo entre los amantes a la música.
Antonia disfrutó muchísimo de su primera ópera… una fantástica representación de «Las Bodas de Fígaro», y se sintió igualmente encantada por los maravillosos jardines que rodeaban el Teatro de la Opera, donde ella y Carl pasearon por un rato antes de regresar a cenar al restaurante.
A media cena, Antonia sintió que una mujer en otra mesa la miraba con interés más que accidental. Sus miradas se encontraron varias veces y la mujer pretendió mirar a todos dentro del alcance de su vista, pero Antonia estaba segura de que la miraba a ella. Tal vez algo en Antonia se le hizo familiar y pensó equivocada, que se conocían. Antonia sabía que no, porque no hubiera olvidado esa cara llamativa. La mujer iba vestida de negro, con un traje de cuello alto y mangas largas. Estaba en una mesa con varias personas, pero daba la impresión de aburrirse con la conversación de sus amigos.
De pronto, casi al final de la cena, Antonia la vio acercarse a ellos.
—Buenas noches, Carl —su voz tenía un timbre poco común, baja y ronca, cosa que podía ser natural o el resultado de demasiadas copas y cigarrillos.
Se le acercó por la espalda. Él se puso de pie.
—¡Hola, Diana! ¿Cómo estás?
—Yo bien, como siempre, ¿y tú?
—Muy bien, gracias. Antonia, ésta es Diana Webster, cuyo nombre reconocerías si hubieras estado aquí más tiempo. Es el cerebro de varias series de televisión ganadoras de premios.
Antes que pudiera completar la presentación, la otra mujer dijo:
—¿Cómo está? ¿Eso quiere decir que vino del extranjero?
—¿Cómo está? Sí, de España.
—¿Qué la trae a Inglaterra?
—Yo la traje —intervino Carl—. Antonia no tiene una profesión como tú, Diana. Es mi esposa.
Los ojos de la mujer se agrandaron. Eran grises, con los párpados hábilmente maquillados.
—¿Es cierto? ¿Cuándo sucedió eso? No salió nada en los periódicos, ¿o sí?
—Nos casamos en España y no pareció haber necesidad de anunciar aquí el hecho.
—Excepto el darle a tus amigos y conocidos la alegría de discutir tan sorprendente acontecimiento —replicó sonriéndole. Volvió a dirigirse a Antonia—. Lo único que los sorprendería más, sería oír que yo me casé. Debo reunirme con mi grupo, pero espero que volvamos a encontrarnos de nuevo antes de mucho tiempo. Mientras tanto, felicidades a los dos.
Cuando se fue, Carl se sentó y Antonia esperó que le dijera algo más de la otra mujer: cuánto tiempo hacía que la conocía, dónde se conocieron y cosas por el estilo, como la mayoría de las personas haría después de un encuentro así.
Pero no le dijo nada hasta que ella preguntó:
—¿Por qué se sorprendería la gente de saber que la señorita Webster se casó? Me sorprendió que fuera soltera. ¿O acaso está divorciada?
—No, Diana no es ni señorita ni señora. Prefiere ser Diana a secas. Es una forma que introdujeron las que proponen la igualdad de sexos, porque desaprueban que se catalogue a las mujeres como solteras o esposas, cuando a los hombres se les dice señores, sea cual fuere su estado civil. Diana es amiga de mi hermana, otra que cree en la igualdad… lo que es parte de la razón por la que su matrimonio fracasó.
Para entonces, el intermedio llegaba a su fin y no había tiempo de descubrir por qué se separaron Laura y su esposo. Antonia contuvo la curiosidad hasta que iban de regreso a Londres.
—Tenía un trabajo en televisión que requería lo hiciera de noche —explicó Carl—. Bill se fastidió de cenas recalentadas y veladas solitarias. Una noche, ella regresó a casa y lo encontró agasajando a una atractiva viuda francesa de uno de los otros apartamentos. Bill negó que la relación hubiera ido más allá de unos cuantos besos, pero Laura estaba furiosa. Rehusó ver y todavía lo hace, que lo sucedido fue en gran parte fue culpa suya. Si una pareja tiene horas de trabajo incompatibles, entonces uno de ellos tiene que adaptarse a la conveniencia del otro. No siempre tiene que ser la mujer, pero en ese caso, era lógico que Laura hiciera las adaptaciones.
—Debe ser muy duro para una mujer, tener que prescindir de un trabajo interesante, que disfruta, sólo porque está casada.
—Por supuesto que es duro. Pero la vida es un asunto de prioridades. Laura debió enfrentarse al problema antes. Si tanto significaba para ella su trabajo, debió darse cuenta de que sólo podría tener un buen matrimonio si encontraba a un hombre que trabajara a las mismas horas.
* * *
Tenían dos semanas de ser marido y mujer cuando Carl dijo:
—Creo que ya podemos salir ahora de nuestro aislamiento. Llamaré a, algunas de mis amistades y les daré nuestro teléfono. Cuando nos inviten a cenar, entonces podrás jugar a la anfitriona.
Esa afirmación la hubiera intimidado, de no ser por el hecho de que ahora contaba con una cocinera española llamada Rocío y su esposo Marcos, quien era el asistente personal de Carl y hacía algunos de los quehaceres domésticos. También había una persona que venía a ayudar todas las mañanas y un jardinero. Una agencia consiguió a los cuatro y Carl los entrevistó. Pero después dejó que Antonia estableciera la rutina de la casa.
Para ella fue una sensación agradable y extraña el ser ama de su hogar, en libertad de ir y venir como gustara, sin que nadie le preguntara dónde estuvo y con quién.
Ocupaba el dormitorio principal y Carl tenía otro más pequeño en el mismo piso. No se imaginaba qué cosa pensaban Rocío y Marcos de ese arreglo.
Ella y Carl ya no desayunaban juntos. Aparentemente tenía la costumbre, en el curso ordinario de su vida, de levantarse a las cinco de la mañana, prepararse el desayuno y de seis a ocho, trabajar en la casa antes de llegar a la oficina no más tarde que las nueve y una hora antes que muchos de sus empleados.
«Nunca he necesitado dormir mucho. Seis horas son suficientes para mí y con cuatro tengo», le dijo a ella.
En España, el día de Antonia terminaba a media noche o más tarde y comenzaba a las diez, con una bandeja de desayuno que le llevaban a la cama. Sintió que en Inglaterra tenía que cambiar ese hábito y pidió que le subieran a las ocho la bandeja y se bañaba a las ocho y treinta.
Su única experiencia en cocinar, fue cuando ayudaba a su padre con el asado en la finca, pero tenía pensado inscribirse en un curso de alta cocina, para que el día de descanso de Rocío, pudiera hacerse cargo de la cocina.
Aunque creció en un país donde las esposas e hijas de los hombres ricos no tenían necesidad de poseer habilidades domésticas, porque hasta el momento no había suficientes trabajos más atractivos que tentaran a la fuerza femenina trabajadora para alejarla del servicio doméstico, desde hacía mucho sentía deseos de aprender a hacer esas cosas que fueron hechas para ella en el pasado.
Una tarde, estaba en el jardín escribiéndole a su madre una carta, cuando Laura llegó a visitarla.
Mientras le mostraba la casa a su cuñada, Antonia mencionó que se encontraron con una amiga suya en Glyndebourne.
—Diana debió sentir una sacudida cuando se enteró de quién eras.
—¿Y por qué? —inquirió Antonia.
Laura se encogió de hombros. Ése era su gesto más frecuente y característico.
—Todos tenemos en nosotros un rasgo muy posesivo, ¿no crees? A pesar de que Diana rechazó a Carl, probablemente sintió una punzada al darse cuenta de que ya no era la única mujer con la que se quiso casar.