LA BESTIA QUE GRITABA AMOR EN EL CORAZÓN DEL UNIVERSO

HARLAN ELLISON

A los 13 años, Ellison se escapó de su casa en Ohio (Estados Unidos), para unirse a unos feriantes. A los 15 conducía un camión de dinamita. A los 19 lo expulsaron de la escuela y a los 21 había vendido su primera novela. Hoy tiene 36 y está considerado como uno de los mejores guionistas de Hollywood. Una carrera normal para un escritor. En cambio, sus cuentos ya no son tan normales, como podrán comprobar si se atreven a leer el siguiente, Premio Hugo 1969 al Mejor Relato Corto.

ilustrado por JOSÉ M.ª BEÁ

Tras una conversación intrascendente con el empleado de desinsectación que venía una vez por mes para rociar los alrededores de su casa en la sección de Ruxton, en Baltimore, William Sterog le robó del camión una lata de Malathion, un mortífero insecticida venenoso, y salió temprano una mañana, siguiendo la ruta del lechero del barrio, echando a cucharadas cantidades medianas o grandes en cada botella colocada en la puerta trasera de setenta hogares. A las seis horas de la acción de Bill Sterog, doscientos hombres, mujeres y niños murieron en convulsiva agonía.

Al enterarse de que una tía que vivía en Buffalo estaba muriéndose de cáncer de las glándulas linfáticas, William Sterog ayudó apresuradamente a su madre a llenar tres maletas y la llevó al Aeropuerto Friendship, metiéndola en un reactor de la Eastern Airlines con una simple pero eficiente bomba de relojería, hecha con un despertador Westclox Travalarm y cuatro cartuchos de dinamita, en su equipaje. El reactor estalló en algún punto sobre Harrisburg, Pennsylvania. Noventa y tres personas, incluida la madre de Bill Sterog, murieron en la explosión, y los restos ardientes añadieron siete víctimas más al total al caer sobre una piscina pública.

En un domingo de noviembre, William Sterog se dirigió a la Plaza Babe Ruth en la Calle 33 en donde se convirtió en uno de los 54.000 aficionados que atestaban el Memorial Stadium para ver a los Baltimore Colts jugando contra los Green Bay Packers. Estaba bien abrigado con unos pantalones de pana gris, un polo de cuello alto azul marino y un grueso jersey irlandés, de lana tejido a mano, bajo su parka. Cuando faltaban por jugar tres minutos trece segundos del último cuarto, con el Baltimore diecisiete a dieciséis en la línea de las dieciocho yardas del Green Bay, Bill Sterog se abrió camino hasta el descansillo de la salida sobre los asientos del entresuelo y extrajo de debajo de su parka el subfusil M-3 excedente del Ejército de los Estados Unidos que había comprado por 49,95 dólares al tratante en armas por correspondencia de Alexandria, Virginia. Mientras los 53.999 aficionados saltaban en pie, agrandando así su campo de tiro, al ser lanzada la pelota a uno de los jugadores zagueros mejor colocados para poder chutar a gol, Bill Sterog abrió fuego sobre las apiñadas espaldas de los aficionados situados debajo de él. Antes de que la masa pudiera dominarlo, había matado a cuarenta y cuatro personas.


Cuando la primera fuerza expedicionaria a la galaxia elíptica del Escultor descendió en el segundo planeta de una estrella de cuarta magnitud, que la fuerza había designado Flammarion Theta, se encontraron con una escultura de doce metros y medio de altura, esculpida en una substancia blancoazulada hasta entonces desconocida, que no era piedra y se parecía algo al metal, con la forma de un hombre. La figura estaba descalza, iba ataviada con un ropaje que se parecía vagamente a una toga, la cabeza cubierta por un gorro apretado, y llevaba en la mano un peculiar artefacto de anillos y bolas de otro material totalmente distinto. El rostro de la estatua era curiosamente beatífico. Tenía mejillas prominentes, ojos hundidos, una boca pequeña, casi no humana, y una amplia nariz de anchas aletas. La estatua se alzaba enorme sobre las destruidas y derruidas estructuras curvilíneas de algún olvidado arquitecto. Los miembros de la fuerza expedicionaria comentaron la expresión peculiar que cada uno de ellos apreciaba en el rostro de la estatua. Ninguno de aquellos hombres, de pie bajo una brillante luna de bronce que compartía el cielo del atardecer con un sol en el ocaso bastante diferente en colorido al que ahora brillaba casi apagado en una Tierra inimaginablemente lejana en el tiempo y el espacio, habían oído jamás hablar de William Sterog. Y, por consiguiente, ninguno de ellos podía decir que la expresión de la estatua era la misma que Bill Sterog había mostrado mientras le decía al juez de última instancia que estaba a punto de sentenciarle a muerte en la cámara de gas:

—Amo a todo el mundo. Lo amo. ¡Por Dios bendito, os amo, os amo a todos! —gritaba.


Cuandosección, a través de intersticios del pensamiento llamados tiempo, a través de imágenes reflexivas llamadas espacio; otro entonces, otro ahora. Este lugar, por allí. Más allá de los conceptos, la transubstanciación de la simplicidad etiquetada finalmente si… Cuarenta y más pasos hacia el lado, pero luego, muy luego, Allí en aquel centro último, desde el que todo irradia hacia afuera, convirtiéndose en infinitamente más complejo, el enigma de la simetría, armonía, prorrateo cantando con un orden cuidadosamente afinado en este lugar, donde todo comenzó, comienza y siempre comenzará. El centro: Cuandosección.

O: un centenar de millones de años en el futuro. Y: un centenar de millones de parsecs más allá del borde extremo del espacio mesurable. Y: distorsiones homólogas innumerables a través de universos de existencias paralelas. Finalmente: una infinitud de saltos mentales más allá del pensamiento humano.

Allí: Cuandosección.


En el nivel malva, acurrucado en las coloraciones magenta oscuras que mimetizaban su forma encorvada, el maníaco esperaba. Era un dragón, grueso y redondo de torso, con la estrecha cola lanceolada recogida bajo el cuerpo; los pequeños y gruesos escudos óseos alzándose perpendicularmente sobre la espalda arqueada, llegando hasta el extremo de la cola, con las puntas hacia arriba; los cortos brazos acabados en garras cruzados sobre su amplio pecho. Tenía las siete cabezas de perro de un antiguo cancerbero. Cada cabeza vigilaba, esperando, hambrienta, demente.

Vio la brillante cuña amarilla de luz mientras se movía en un rastrillado al azar a través del malva, siempre acercándose. Sabía que no podía correr: el movimiento lo traicionaría, la luz-espectro lo hallaría al instante. El miedo ahogaba al maníaco. El espectro lo había perseguido a través de la inocencia y la humildad y las nueve otras ofuscaciones emocionales que había intentado usar. Tenía que hacer algo, lograr que perdieran el rastro; pero estaba solo en aquel nivel. Había sido cerrado hacía algún tiempo, para purgarlo de emociones residuales. Si no hubiera estado tan confuso tras los asesinatos, si no se hubiera estado ahogando en su desorientación, nunca se hubiera atrapado él mismo en un nivel cerrado.

Ahora que estaba allí, no había lugar alguno en que ocultarse, parte alguna a la que escapar de la luz-espectro que lo perseguiría sistemáticamente. Luego lo purgarían.

El maníaco hizo un último intento: cerró su mente, los siete cerebros a la vez, de la misma manera que estaba cerrado el nivel malva. Cortó todo pensamiento, apagó los fuegos de la emoción, interrumpió los circuitos neurales que suministraban energía a su mente. Como una gran máquina que va parándose tras haber estado en plena actividad, sus pensamientos se relajaron y empalidecieron y agostaron. Entonces hubo un hueco en donde había estado. Siete cabezas de perro durmieron.

El dragón había dejado de existir en términos de pensamiento, y la luz-espectro pasó de largo, no encontrando allí nada que tomar como blanco. Pero aquellos que buscaban al maníaco eran cuerdos y no estaban locos como él; su cordura seguía un orden y, ordenadamente, consideraban cada exigencia. La luz-espectro era seguida por haces buscadores de calor, por sensores de masa, por sabuesos que podían husmear la pista de materia extraña a un nivel cerrado.

Localizaron al maníaco. Encerrado en sí mismo como un sol apagado, lo encontraron, y lo transfirieron; no se daba cuenta del movimiento; estaba encarcelado en sus propios cráneos silentes.

Mas cuando eligió abrir de nuevo sus pensamientos, en la desorientación atemporal que sigue a un cierre total, se encontró atrapado en estasis en una sala de drenaje en el tercer nivel rojo activo. Entonces, con sus siete gargantas, chilló.

Por supuesto, el sonido se disipó en los silenciadores traqueales que le habían implantado antes de que se abriese. La vacuidad del sonido le aterrorizó aún más.

Estaba sumergido en una substancia ámbar que le ceñía confortablemente; si hubiera estado en una era mucho más primitiva, en otro mundo, o en otro continuo, simplemente se hubiera hallado atado a un lecho de hospital. Pero el dragón estaba atrapado en éstasis en un nivel rojo, cuandosección. Su lecho de hospital era antigravitatorio, sin peso, totalmente relajante, y le suministraba líquidos nutritivos a través de su coriácea piel, junto con calmantes y tonificantes. Estaba esperando para ser drenado.

Linah se impulsó a la sala, seguido por Semph. Semph, el descubridor del drenaje. Y su más elocuente némesis, Linah, que buscaba la Pública Elevación al cargo de Procurador. Se impulsaron a lo largo de las hileras de pacientes sumergidos en ámbar: los sapos, los cubos de cristal, los poseedores de exoesqueleto, los cambiadores de pseudópodos, y el dragón de siete cabezas. Se detuvieron directamente enfrente y por encima del maníaco. Éste podía mirar hacia arriba y verlos, imágenes siete veces contempladas; pero era incapaz de emitir sonidos.

—Si necesitase una razón concluyente, aquí hay una de las mejores —dijo Linah, inclinando su cabeza hacia el maníaco.

Semph sumergió una varilla de análisis en la substancia ámbar, la extrajo e hizo una rápida lectura de la condición del paciente.

—Si necesitases una advertencia mayor —le contestó suavemente—, ésta sería una de las mejores.

—La Ciencia se inclina ante la voluntad de las masas —dijo Linah.

—No me gustaría creer eso —le atajó rápidamente Semph. Había un tono indefinible en su voz, que subrayaba la agresividad de sus palabras.

—Voy a hacer que eso sea cierto, Semph… créalo. Voy a conseguir que la Concordia apruebe la resolución.

—Linah, ¿cuánto hace que nos conocemos?

—Desde su tercer flujo. El segundo mío.

—Exactamente. ¿Le he dicho alguna mentira, le he pedido alguna vez que hiciera algo que pudiera ir en su contra?

—No. No que yo recuerde.

—Entonces, ¿por qué no quiere escucharme esta vez?

—Porque creo que está equivocado. No soy un fanático, Semph. Ni utilizo esto como palanca política. Estoy realmente convencido de que es la mejor oportunidad que jamás hayamos tenido.

—No es sino el desastre para todos y para los demás lugares, a través de los tiempos pasados, y sólo Dios sabe en qué extensión a lo largo del paralelaje. Limpiaremos nuestro nido echando la suciedad a todos los otros nidos que jamás hayan existido.

Linah extendió sus manos en gesto de impotencia:

—Es el instinto de supervivencia.

Semph agitó lentamente la cabeza, con un cansancio que también se reflejaba en su expresión:

—Desearía poder drenar también eso.

—¿No puede?

Semph se alzó de hombros.

—Puedo drenar cualquier cosa; pero quizá no valiese la pena vivir por lo que quedase.

La sustancia ámbar cambió de tonalidad. Brillaba con una coloración azulada en lo profundo de sí misma.

—El paciente está dispuesto —dijo Semph—. Linah, por última vez: se lo suplicaré si es preciso. Por favor. Deténgalo hasta la siguiente sesión. La Concordia no tiene por qué utilizarlo ahora. Déjeme hacer algunos experimentos más… déjeme ver hasta qué distancia se dispersa esta basura, cuánto daño puede causar. Déjeme preparar algunos informes.

Linah se mantuvo firme. Negó con la cabeza, definitivamente.

—¿Puedo ver el drenado con usted?

Semph exhaló un largo suspiro. Estaba derrotado y lo sabía.

—Sí, de acuerdo.

La substancia ámbar comenzó a alzarse, transportando su silenciosa carga. Llegó al nivel de los dos hombres, y se deslizó suavemente por el aire, entre ellos. Se impulsaron tras el recipiente que contenía al dragón de cabezas de perro, y pareció que Semph desease decir algo; pero no había nada que decir.

La cristaloide cuna ámbar se difuminó y desapareció, y los hombres se desvanecieron y ya no estuvieron allí. Reaparecieron todos en la cámara de drenado. La plataforma de irradiación estaba vacía. La cuna ámbar descendió sobre ella silenciosamente, y la sustancia flotó alejándose, desapareciendo tras depositar al dragón.

El maníaco intentó desesperadamente moverse, alzarse. Siete cabezas se estremecieron fútilmente. Su locura se impuso a los calmantes y se consumió en furia, frenesí, odio desenfrenado; pero no podía moverse. Tan sólo era capaz de mantener su forma.

Semph giró la banda de su muñeca izquierda. Brillaba con un fulgor interior, dorado obscuro. El sonido del aire que corre a llenar un vacío atronó en la cámara. La plataforma de irradiación estaba iluminada por una luz plateada que parecía surgir del mismo aire, de una fuente desconocida. El dragón estaba bañado por aquella luz y las siete grandes bocas se abrieron una sola vez, exponiendo hileras de colmillos. Luego, los párpados dobles de sus ojos se cerraron.

El dolor en el interior de sus cabezas era monstruoso. Un terrible tirón que se convirtió en el sorber de un millón de bocas. Su cerebro fue arrancado, estrujado, comprimido y purgado.

Semph y Linah apartaron la vista del cuerpo del dragón, llevándola al tanque de drenado, al otro lado de la cámara. Mientras miraban, se estaba llenando desde abajo: llenando con una nube torbellina, casi incolora, de humo punteado de chispazos.

—Ahí está —dijo innecesariamente Semph.

Linah apartó con esfuerzo sus ojos del tanque. El dragón con las siete cabezas de perro estaba agitándose. Como si se le viese a través de agua poco profunda, el maníaco estaba comenzando a alterar su forma. A medida que el tanque se llenaba, al maníaco le iba resultando cada vez más difícil mantener su forma. Cuanto más densa se hacía la nube de materia chisporroteante en el tanque, menos constante era la forma de la criatura en la plataforma de irradiación.

Finalmente, le resultó imposible; y el maníaco abandonó. El tanque se llenó con más rapidez, y la forma se estremeció y alteró y disminuyó de tamaño y entonces se vio sobrepuesta la forma de un hombre a la del dragón. Y cuando el tanque estuvo lleno en sus tres cuartas partes, el dragón no fue más que una sombra recortada, un rastro, una mera sugestión de lo que había sido cuando comenzó el drenaje. Ahora, la forma humana se estaba haciendo dominante por momentos.

Por fin, el tanque estuvo lleno, y un hombre normal yació en la plataforma de irradiación, respirando ruidosamente, con los ojos cerrados, con los músculos estremeciéndose involuntariamente.

—Está drenado —dijo Semph.

—¿Está toda en el tanque? —preguntó suavemente Linah.

—No, no hay nada.

—Entonces…

—Esto es tan sólo el residuo. Inofensivo. Los reagentes purgados de un grupo de sensitivos lo neutralizarán. Las esencias peligrosas, las líneas de fuerza degeneradas que componen el campo… ésas han desaparecido. Ya han sido drenadas.

Linah pareció preocupado por primera vez.

—¿Dónde fueron?

—Dígame, ¿ama a su prójimo?

—¡Por favor, Semph! Le he preguntado dónde ha ido… a cuándo fue.

—Y yo le he preguntado si le importaba alguien más que usted.

—Ya conoce la respuesta… ¡ya me conoce! Quiero saberlo, dígamelo; al menos dígame lo que sepa. ¿Dónde… cuándo…?

—Entonces me perdonará, Linah, porque yo también amo a mi prójimo, sea quien sea, esté donde esté. Tengo que hacerlo porque trabajo en un campo inhumano, y debo aferrarme a algo. Así que me perdonará…

—¿Qué es lo que va a…?

 

En Indonesia tienen una frase para definirla: Djam Karet, la hora que se alarga.

 

En la Estancia de Heliodoro del Vaticano, la segunda de las grandes salas que diseñó para el Papa Julio II, Rafael pintó (y sus discípulos completaron) un magnífico fresco del histórico encuentro entre el Papa León I y Atila, Rey de los Hunos, en el año 452.

En esta pintura se plasma la creencia de los cristianos de todo el mundo de que la autoridad espiritual de Roma la protegió en aquella hora desesperada, cuando los hunos llegaron a saquear e incendiar la Ciudad Santa. Rafael ha pintado a San Pedro y San Pablo bajando del cielo para reforzar la intervención del Papa León. Su interpretación es un embellecimiento de la leyenda original, en la que tan sólo se menciona al apóstol Pedro, alzándose junto a León con una espada desenvainada. Y la leyenda era una concocción de los pocos datos que habían sido transmitidos desde la antigüedad relativamente inalterados: León no tenía a su lado cardenales y, desde luego, ningún apóstol airado. Era uno de los tres miembros de la delegación. Los otros dos eran dignatarios seculares del estado romano. La reunión no tuvo lugar, como la leyenda quisiera hacernos creer, junto a las puertas de las murallas de Roma, sino al norte de Italia, no muy lejos de lo que hoy en día es Peschiera.

No se conoce nada más de la confrontación. Lo cierto es que Atila, que nunca había sido detenido, no arrasó Roma. Se retiró.

Djam Karet. El campo de la línea de fuerza originado en un centro de paralelaje cuandosección, un campo que pulsó a través del tiempo y del espacio y las mentes de los hombres por el doble de diez mil años. Luego se interrumpió repentina e inexplicablemente, y Atila el Huno se llevó las manos a la cabeza, con su mente enrrollándose como una cuerda en el interior de su cerebro. Sus ojos se vidriaron, luego se aclararon e inhaló desde lo más hondo de su pecho. Después señaló retirada a su ejército. León el Grande dio gracias a Dios y a la memoria bendita de Cristo Salvador. La leyenda añadió a San Pedro y Rafael a San Pablo.

El doble de diez mil años: Djam Karet; el campo que pulsaba, y por un breve momento que podía haber sido instante o años o milenios, quedó interrumpido.

La leyenda no cuenta la verdad. Más específicamente, no cuenta toda la verdad: cuarenta años antes de que Atila asolase Italia, Roma había sido tomada y saqueada por Alarico el Godo. Djam Karet. Tres años después de la retirada de Atila, Roma fue tomada y saqueada una vez más por Gaiserico, Rey de todos los Vándalos.

Había una razón por la que los desechos de locura hubieran dejado de fluir a todo lugar y a todo tiempo desde la drenada mente de un dragón de siete cabezas…


Semph, traidor a su raza, flotaba ante la Concordia. Su amigo, el hombre que ahora buscaba su flujo final, Linah, era el procurador de la audiencia. Hablaba en voz baja, pero elocuentemente, de lo que había hecho el gran científico.

—El tanque estaba en drenaje. Me dijo: «Me perdonará, Linah, porque yo también amo a mi prójimo, sea quien sea, esté donde esté. Tengo que hacerlo porque trabajo en un campo inhumano, y debo aferrarme a algo. Así que me perdonará». Entonces, se interpuso.

Los sesenta miembros de la Concordia, un representante por cada raza que existía en el centro: seres con forma de pájaro y cosas azules y hombres de grandes cabezas y aromas naranjas con trémulos cilios, miraron a Semph, que flotaba. Su cuerpo y cabeza estaban agrupados como una bolsa de papel marrón. Había perdido todo su cabello. Sus ojos estaban apagados y acuosos. Desnudo, ondulante, se deslizó hacia un lado; luego una brisa errante por la cámara sin paredes lo devolvió a su sitio. Se había drenado a sí mismo.

—Pido a esta Concordia que condene a último flujo a este hombre. Aunque su interposición duró tan sólo unos segundos, no tenemos modo en que saber que daño o innaturalidad haya causado a cuandosección. Yo le acuso de que su intento era sobrecargar el drenaje y dejarlo así inoperante. Este acto, el acto de una bestia que no dudaba en condenar a las sesenta razas del centro a un futuro en el que la locura siguiese prevaleciendo, es algo que tan sólo puede ser castigado con la terminación.

La Concordia cerró sus mentes y meditó. Una atemporalidad más tarde, unieron de nuevo sus mentes, y se aceptaron las acusaciones del Procurador; se estuvo de acuerdo en su demanda de sentencia.

En las silentes orillas de un pensamiento, el hombre de papiro era llevado en brazos por su amigo, el verdugo, el Procurador. Allí, en la polvorienta quietud de la noche cercana, Linah dejó a Semph sobre la sombra de un suspiro.

—¿Por qué me detuvo? —preguntó la arruga con boca.

Linah miró a lo lejos, más allá de la galopante oscuridad.

—¿Por qué?

—Porque aquí, en el centro, hay una posibilidad.

—¿Y para ellos, para todos ellos de ahí fuera… jamás habrá oportunidad?

Linah se sentó despacio, hundiendo sus manos en la niebla dorada, dejándola deslizarse por sus muñecas, de vuelta a la expectante carne del mundo.

—Si podemos comenzar aquí, si podemos agrandar nuestras fronteras hacia fuera, entonces quizá un día, alguna vez, podamos llegar hasta el fin de los tiempos con esa pequeña posibilidad. Hasta entonces, es mejor tener un centro en el que no hay locura.

Semph apresuró sus palabras, el fin estaba corriendo hacia él.

—Los habéis condenado a todos. La locura es un vapor vivo. Una fuerza. Puede ser embotellada. El más potente genio en la botella más fácil de abrir. Y los habéis condenado a vivir siempre con ella. En el nombre del amor.

Linah emitió un sonido que no llegaba a ser una palabra, pero lo tragó de nuevo. Semph tocó su muñeca con un temblor que había sido una mano. Dedos que delicuescían a suavidad y calor.

—Lo siento por usted, Linah. Su cruz es ser un verdadero hombre. El mundo está hecho para los luchadores, y usted nunca aprendió a luchar.

Linah no replicó. Tan sólo pensaba en el drenaje que ahora era eterno. Puesto en marcha y mantenido en marcha por su misma necesidad.

—¿Edificará un mausoleo a mi memoria? —preguntó Semph.

Linah asintió.

—Es tradicional.

Semph sonrió suavemente.

—Entonces hágaselo a la de ellos, no a la mía. Yo soy quien diseñó el instrumento de su muerte, y no necesito mausoleo. Escojan a uno de ellos, uno que no sea muy importante, pero que represente algo para ellos si lo encuentran y lo comprenden. ¿Lo hará?

Linah asintió.

—¿Lo hará? —preguntó Semph. Sus ojos estaban cerrados y no podía ver el signo de asentimiento.

—Sí, lo haré —respondió Linah; pero Semph no podía oírle. El flujo comenzó y terminó, y Linah se halló solo en el cóncavo silencio de la soledad.

La estatua fue colocada en un lejano planeta de una lejana estrella en un tiempo que era antiguo aunque realmente nunca había comenzado. Existía en las mentes de los hombres que vendrían luego. O nunca.

Pero, si venían, sabrían qué infierno se albergaba en su interior, que había un Cielo al que los hombres llamaban Cielo, y que en él había un centro del que fluía toda locura; y que una vez dentro de aquel centro, había paz.


Entre los restos de un destruido edificio que había sido una fábrica de camisas, en lo que otrora fue Sttutgart, Friedrich Drucker encontró una caja de muchos colores. Enloquecido por el hambre y por el recuerdo de haber comido carne humana durante semanas, el hombre arañó el borde de la caja con los sangrientos muñones de sus dedos. Mientras la caja se abría, soplaron ciclones alrededor del aterrorizado rostro de Friedrich Drucker. Ciclones y formas negras, aladas, sin rostro, que se desparramaron por la noche, seguidas por una última bocanada de humo que olía fuertemente a gardenias mustias.

Pero Friedrich Drucker tuvo poco tiempo para recapacitar sobre el significado de la humareda púrpura, porque, al día siguiente estalló la Cuarta Guerra Mundial.

Título original:

THE BEAST THAT SHOUTED LOVE AT THE HEART OF THE WORLD

© 1968 by Harlan Ellison

Traducción de Luis Vigil