John Lewisohn pensó que si otra puerta golpeaba o si sonaba otro timbre, o si alguna otra voz le preguntaba si se encontraba bien, le explotaría la cabeza. Dejó su laboratorio y caminó sobre el alfombrado pasillo hacia el ascensor, que se abrió para admitirle en su interior sin ruido; bajó lentamente dos pisos y salió a un lugar donde había más pasillos alfombrados. Sobre la puerta que abrió había un enorme letrero: «ESTUDIO DE AUDICIÓN.» Una vez dentro fue conducido por la sala de recepción por tres señoritas que sabían perfectamente que no debían hablar antes de que él lo hiciera. Estaban sorprendidas de verle; era su primera visita después de siete u ocho meses. La habitación interior donde se detuvo estaba oscura y a primera vista parecía vacía. No vio a su ocupante hasta que sus ojos se acostumbraron a aquella penumbra.

John se sentó en la silla que había junto a la de Herb Javits, sin haber pronunciado todavía una sola palabra. Herb tenía puesto el casco y contemplaba una gran pantalla que no era otra cosa que un panel de cristal unidireccional que le permitía controlar la audición que se estaba desarrollando en la habitación contigua. John se puso también un casco en la cabeza. Se lo acopló e inmediatamente el aparato entró en contacto con los ocho puntos escogidos en su cerebro. Tan pronto como lo puso en funcionamiento, el propio casco quedó olvidado.

En la otra habitación había entrado una chica. Era una rubia adorable, de largas piernas, ojos verdes y piel de melocotón. La habitación estaba decorada como si fuera un salón con dos sofás, algunas sillas, unas mesas y una mesita de café, todo muy elegante pero sin vida, como sacado de una revista de muebles. La joven se detuvo en la entrada y John notó su indecisión debida a los nervios y al miedo. Aparentemente, su actitud era de duda y expectación, y su suave rostro no delataba emoción alguna. Dio un paso vacilante hacia el sofá, y descubrió que llevaba un cable arrastrando tras ella. Estaba conectado a su cabeza. En ese momento se abrió otra puerta. Un hombre joven entró corriendo por ella, cerrándola ruidosamente tras él; parecía encolerizado, fuera de sí. La chica mostró una actitud de sorpresa y se acentuó su nerviosismo. Retrocedió buscando el picaporte de la puerta, lo asió e intentó abrirlo. Estaba cerrado. John no podía oír nada de lo que se decía en la habitación; sólo sentía la reacción de la chica ante aquella inesperada interrupción. El hombre de los ojos furiosos se le aproximaba, moviendo con excitación las manos en el aire. Bruscamente atrajo hacia sí a la joven, besándola en la cara y en el cuello con violencia. Ella pareció paralizada por el miedo durante unos segundos, pero luego le surgió dentro otro sentimiento, uno que acompaña a veces al aburrimiento, o a la completa seguridad en sí mismo. Mientras las manos del hombre manipulaban en la parte posterior de su blusa para despojarla de ella, la joven le echó los brazos al cuello, mientras en su rostro aparecía una pasión que no quedaba registrada ni en su mente ni en su sangre.

—¡Corten! —dijo Herb Javits con voz sosegada.

El hombre se separó de la chica sin una palabra. Ella miraba de forma inexpresiva, con la blusa desgarrada colgándole sobre las caderas; una de las mangas había desaparecido. Era muy hermosa. El director de audición entró, seguido de uno de los encargados del vestuario, el cual le echó una manta sobre los hombros. Parecía perpleja; oleadas de furor se apoderaron de ella mientras era empujada fuera de la habitación. Los dos espectadores se quitaron los cascos.

—Es la cuarta hoy —gruñó Herb—. Ayer dieciséis; anteayer veinte…, y para nada. —Echó una mirada de curiosidad a John—. ¿Qué es lo que te ha hecho salir de tu laboratorio?

—Esta vez se trata de Anne —respondió John—. Ha estado al teléfono toda la noche y toda la mañana.

—¿Qué ha sucedido ahora?

—¡Esos malditos tiburones! Te dije que ya era demasiado con el asunto del avión que se estrelló la semana pasada. Ella no puede sacar mucho más de eso.

—Espera un minuto, Johnny —dijo Herb—. Deja que termine con las tres chicas siguientes y luego hablamos. —Presionó un botón que había en uno de los brazos de su asiento y la habitación que había al otro lado de la pantalla absorbió su atención de nuevo.

Esta vez la chica era sensiblemente menos bella y más baja; una morenita de sonrientes ojos azules y nariz respingona. A John le gustó. Se colocó el casco y sintió con ella.

Estaba excitada; la audición siempre las excitaba. Había algo de miedo y de nerviosismo, pero no mucho. Lo más probable era que sintiera curiosidad por saber de qué forma se iba a desarrollar la audición. El colérico joven penetró en la habitación y su rostro palideció. Pero ése fue el único cambio. Su nerviosismo se incrementó, pero no de forma molesta. Cuando él la agarró, la única emoción que registró fue nerviosismo.

—¡Corten! —dijo Herb.

La siguiente era morena, de piernas generosamente largas. Era muy fría, una auténtica profesional. Su cambiante rostro expresó toda la gama de emociones que se esperarían en un caso así mientras se desarrollaba la escena, pero en su interior nada cambió. Estaba a millones de kilómetros de allí.

La siguiente cogió a John por sorpresa. Entró en la habitación lentamente, mirando con curiosidad y nerviosa, como todas. Era más joven que las otras chicas, menos segura. Llevaba el pelo rubio claro, complicadamente peinado con ondas en la parte superior de la cabeza. Tenía los ojos castaños y la piel agradablemente bronceada. Cuando el hombre entró, su estado de ánimo cambió rápidamente, mostrando primero miedo y luego terror. John no sabía en qué momento cerró los ojos. Él era la chica, sumida en un horror indescriptible; su corazón se aceleró y bombeó adrenalina en su organismo; deseaba gritar, pero no podía. De las oscuras profundidades de su psique surgió algo más, a oleadas, tan mezclado con el terror que ambos se hicieron una sola emoción que palpitaba, vibraba, exigía. Sobresaltado, abrió los ojos y miró la pantalla. La chica había sido arrastrada a uno de los sofás y el hombre estaba de rodillas en el suelo junto a ella, mientras sus manos se movían por su cuerpo desnudo y oprimía la cara contra su piel.

—¡Corten! —dijo Herb con la voz alterada—. Contrátenla.

El hombre se levantó, miró a la chica, que ahora estaba llorando, y luego se inclinó rápidamente y la besó en una mejilla. Lloró más fuerte. Su cabello dorado estaba caído, enmarcándole la cara; parecía una niña. John se quitó el casco. Estaba sudando.

Herb se levantó, encendió las luces de la habitación y la pantalla se oscureció, confundiéndose con la pared y haciéndose invisible. No miró a John. Cuando se limpió la cara, la mano le temblaba. Se la metió en un bolsillo.

—¿Cuándo comenzaste a hacer audiciones como ésa? —le preguntó John tras un momento de silencio.

—Hace un par de meses. Ya te hablé de ello. Demonios, tengo que hacerlo, Johnny. ¡Esta es la chica seiscientos diecinueve a quien hemos hecho la prueba! ¡Seiscientos diecinueve! ¡Todas inservibles excepto una! ¿Tienes idea del tiempo que nos costaría encontrarla? Horas con cada una. Así es cuestión de minutos.

John Lewisohn asintió. Lo sabía. En realidad, él mismo se lo había sugerido cuando le dijo:

—Consigue una situación de ansiedad básica para la prueba. —Y no había deseado saber qué era lo que Herb estaba llevando a cabo.

—Bueno, pero ésta no es más que una niña. ¿Qué pasará con sus padres, con los derechos legales, con todo eso?

—Ya lo hemos solucionado. No te preocupes. ¿Qué pasa con Anne?

—Me ha llamado cinco veces desde ayer. Los tiburones han sido demasiado. Quiere vernos a los dos esta tarde.

—¡Estás loco! ¡No puedo abandonar esto ahora!

—No. No estoy loco. Dice que no hará nada si no aparecemos. Va a tomar píldoras para dormir hasta que lleguemos allí.

—¡Dios mío! ¡No se atreverá!

—Ya he sacado los billetes. Despegamos a las doce treinta y cinco. —Se miraron el uno al otro en silencio durante un momento y luego Herb se encogió de hombros. Era un hombre bajo, sólido sin ser pesado. John era alto, musculoso, con un temperamento que sabía tenía que controlar. Había quien sospechaba que si se alteraba, habría cadáveres por el suelo. Pero él se controlaba.

Hubo un tiempo en que había de ser un acto físico, un esfuerzo del cuerpo y de la voluntad el que dominara ese temperamento; ahora lo hacía tan automáticamente que no podía recordar ninguna ocasión en que hubiera estado a punto de estallar.

—Mira, Johnny. Cuando veamos a Anne déjame actuar a mí. ¿De acuerdo? —dijo Herb—. Así abreviaremos.

—¿Qué vas a hacer?

—Darle una bofetada. Si comienza a buscarme las cosquillas voy a abofetearla tan fuerte que va a estar brincando durante una semana. —Hizo una mueca de felicidad—. Ha venido comportándose así siempre. Sabía que no podíamos reemplazarla. Pero deja que siga haciéndolo ahora. Anda, déjala. —Herb se paseaba arriba y abajo con pasos rápidos.

John se dio cuenta con sorpresa de que odiaba a aquel hombre de cara rojiza. El sentimiento era nuevo. Era como si probara el odio que sentía y el sabor le resultara desconocido y agradable.

Herb dejó de caminar y le miró unos instantes.

—¿Por qué te ha llamado? ¿Por qué quiere que vayas tú también? Ella sabe que no estás mezclado en esto.

—Pero sabe que soy un compañero en todos los aspectos.

—Sí, ya, pero no se trata de eso. —El rostro de Herb se contrajo en una mueca—. Piensa que todavía estás caliente con ella, ¿no es verdad? Sabe que te sucedió una vez, al principio, cuando trabajabas en su caso. —Su sonrisa no reflejaba humor en absoluto—. ¿Está en lo cierto, Johnny, pequeño? ¿Se trata de eso?

—Hicimos un trato —dijo John fríamente—. Tú te ocupas de tus asuntos y yo de los míos. Ella quiere que vaya porque no confía en ti, ni cree ya nada de lo que tú puedes decirle. Necesita un testigo.

—Claro, Johnny. Pero seguro que recuerdas nuestro trato. —Súbitamente, Herb se echó a reír—. ¿Sabes lo que parecía veros a ella y a ti, Johnny? Una llama intentando prender en un carámbano.

A las tres treinta se encontraban en la habitación de Anne del hotel Skyline de Grand Bahama. Herb tenía una reserva para regresar a Nueva York en el vuelo de las seis de la tarde. Anne no llegaría hasta las cuatro, de modo que se acomodaron en sus habitaciones y esperaron. Herb abrió su pantalla y ofreció un casco a John, que lo rechazó con un movimiento de cabeza, y ambos se sentaron. John estuvo mirando la pantalla durante algunos minutos; luego se puso él también un casco.

Anne estaba mirando las olas en aquella parte distante del mar en donde tenían una forma alargada, ondulante y eran intensamente verdes; luego desvió la mirada y se quedó observando las rápidas aguas azul-verdosas más cercanas, para finalmente posarla sobre la arena. Estaba tranquila, meciéndose con el movimiento del barco, mientras el cálido sol le caía sobre la espalda, y sujetaba con firmeza la caña de pescar entre las manos. Parecía un animal indolente en paz con el mundo, cuya morada era el mundo, y que se había hecho una con él. Al cabo de unos segundos dejó a un lado la caña y se volvió para mirar a un hombre alto y sonriente que iba en traje de baño. Él le tendió la mano y ella se la estrechó. Entraron en la cabina del barco, donde les esperaban, ya preparadas, unas bebidas. Su aspecto sereno y feliz se truncó súbitamente, reemplazado por una expresión de incredulidad y el principio de una sensación de miedo.

—¿Qué diablos…? —murmuró John, ajustándose el audífono; apenas se necesitaba cuando era Anne la que estaba en la pantalla.

—… el capitán Brothers tuvo que dejar que se fueran. Después de todo, todavía no habían hecho nada… —le estaba diciendo el hombre.

—Pero ¿por qué piensas que intentarán robarme?

—¿Quién más hay aquí con una fortuna en joyas de un millón de dólares?

John lo desconectó y le dijo a Herb:

—¡Estás loco! ¡No puedes llevar adelante una cosa así!

Herb se levantó y cruzó la habitación hacia una ventana abierta al océano azul y las brillantes y blancas playas.

—¿Sabes lo que quieren todas las mujeres? Tener algo que sea digno de ser robado. —Emitió una carcajada gangosa—. Entre otras cosas. Quieren que las molesten una o dos veces y que las obliguen a arrodillarse… Nuestro nuevo psicólogo es muy bueno, ¿sabes? Hasta el momento no nos ha decepcionado. Puede que Anne dé unas cuantas patadas, pero resultará bien.

—Ella no querrá representar un robo real. —Luego añadió, recalcando la frase—: Yo me opongo a esto.

—Todo lo que necesitamos, Johnny —dijo Herb—, es soltar la idea; lo demás vendrá rodado.

John se dio la vuelta. Deseaba creerlo. Necesitaba creerlo. Su voz no mostraba el menor asomo de emoción cuando dijo:

—No comenzó así, Herb. ¿Qué ha pasado?

Herb se volvió a su vez. Su cara era una mancha oscura sobre la mancha de luz que había tras él.

—Está bien, Johnny, no comenzó así. Pero las cosas se aceleran, eso es todo. Tú lo pensaste para atraer la atención, y de la forma que lo planeamos tenía la apariencia de ser algo grande, pero no funcionaría siempre. Les proporcionamos la sensación de estar jugando, de aprender a esquiar, de realizar carreras automovilísticas, de todo aquello con lo que podíamos soñar; pero no era suficiente… ¿Cuántas veces puedes dar el primer salto de esquí en tu vida? ¿Cuánto tardas en desear nuevas emociones? Para ti todo ha ido bien, ¿no es cierto? Te compraste un espléndido laboratorio nuevo. Has conseguido tener tiempo y equipo, y cuando las cosas no van bien, lo echas todo a rodar y comienzas de nuevo, sin que nadie te pida explicaciones. ¡Pero piensa en lo que representa para mí! He puesto en marcha algo nuevo que hará saltar a Anne y, con ella, a toda esa gentecilla que no viven si no están conectados. ¿Crees que ha sido fácil? Anne era una chica que todavía estaba verde. Para ella todo era nuevo y excitante; pero eso se acabó ya, muchacho. Es mejor que admitas que ahora ya no es así. ¿Sabes lo que me dijo ella el mes pasado? Que está cansada, harta de los hombres. ¡Annie, nuestra pequeña cajita caliente! ¡Cansada de los hombres…!

John se dirigió hacia él y le obligó a darse la vuelta.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—¿Para qué, Johnny? ¿Qué habrías hecho tú que no hubiera hecho yo ya? Estuve buscando afanosamente un chico que le conviniera. ¿Qué nuevas emociones le buscaste tú? Desde el principio me dijiste que te dejara en paz. Pues bien, así lo hice. ¿Pero acaso te lees, al menos, los memorándums que te envío? Tu nombre también aparece en ellos. Ambos hemos firmado todo lo que se ha hecho. No me vengas ahora con eso de que por qué no te lo he dicho. ¡No hubiera servido de nada! —su cara se había vuelto de un rojo desagradable y una vena se destacaba en su cuello. John se preguntó si tendría la tensión alta, si iría a morir durante uno de sus accesos de rabia.

John se separó de él. Había leído los memorándums. Y Herb sabía que así era. Herb tenía razón; todo lo que había deseado era que le dejaran en paz. Había sido idea suya. Tras doce meses de trabajo en un laboratorio de prototipos, él le había mostrado su… objeto atractivo… a Herb Javits. Entonces, Herb era uno de los mayores productores de televisión; ahora era el mayor productor del mundo.

El objeto atractivo era sumamente simple. Una persona a la que se habían acoplado electrodos en el cerebro podía transmitir sus emociones, emociones que podían ser emitidas y captadas por los cascos y así ser sentidas por el auditorio. No había palabras ni pensamientos, solamente emociones básicas…, miedo, amor, cólera, odio… Esto unido a una cámara que mostraba lo que la persona veía y una voz que hacía que cada uno fuera la persona que tenía la experiencia, con una diferencia importante: uno podía desconectarlo si lo que sucedía resultaba excesivo de soportar. El «actor» no podía. Era una simple máquina de generar sensaciones. En realidad, no se necesitaba la cámara ni el sonido. Muchos de los que utilizaban el sistema no los conectaban, limitándose a dejar que fuera su imaginación la que se adecuara a lo recibido emocionalmente.

Los cascos no se vendían. Se alquilaban tras una breve y sencilla sesión de acoplamiento. Cada mes se recogía un alquiler de un dólar, y había unos treinta y siete millones de suscriptores. Herb había comprado su propio estudio a los dos meses de comenzada la experiencia. Había comenzado con una hora a la semana, para progresar luego una hora todas las noches, hasta llegar a estar en el aire durante ocho horas de programa en directo y otras ocho de grabación.

Lo que había comenzado como UN DÍA EN LA VIDA DE ANNE BEAUMONT era ahora una vida en la vida de Anne Beaumont, y el auditorio era insaciable.

En aquel momento entró Anne rodeada de la multitud de mantenedores que la atendían a diario: peluqueros, masajistas, scripts… Parecía cansada. Mandó fuera a aquel enjambre cuando vio que John y Herb estaban allí.

—Hola, John —saludó—. Herb.

—¡Anne, pequeña, tienes un aspecto magnífico! —dijo Herb. La abrazó y la besó con firmeza. Ella permaneció inmóvil, con los brazos caídos a lo largo de sus costados.

Era alta, muy delgada, con el cabello trigueño y los ojos grises. Sus pómulos eran anchos y elevados, su boca firme y casi demasiado grande. Contra su intenso bronceado, los dientes parecían más blancos de lo que John recordara. Aunque demasiado firme y fuerte, era una mujer muy bella. Cuando Herb la dejó, se volvió hacia John, dudó un momento y luego le tendió una mano fina y bronceada. La del hombre estaba fría y seca.

—¿Cómo estás, John? Hace tanto tiempo que no te veía.

Él quedó muy complacido de que no le hubiera besado ni llamado cariño. Sonrió ligeramente y luego retiró la mano. John se dirigió al bar mientras la joven se volvía hacia Herb.

—Estoy muy preocupada, Herb —dijo ella. Su voz era demasiado tranquila. Aceptó el whisky que le tendía John sin dejar de mirar a Herb.

—¿Qué sucede, cariño? Acabo de ver tu programa, nena. Has estado magnífica, como siempre. Todo va como siempre.

—¿Qué hay acerca de ese robo? Debes de estar trastornado…

—Ah, eso. Escucha, Anne, pequeña, te prometo que no sé nada de ello. Ya sabes que estamos de acuerdo en que pases tranquila el resto de la semana, ¿recuerdas? Eso también interesa, pequeña. Cuando tú pasas un buen rato y te relajas, treinta y siete millones de personas disfrutan de la vida y se relajan. Eso es bueno. No pueden estar siendo estimuladas todo el tiempo. Les gusta la variedad… —Sin decir una palabra, John le tendió un vaso de whisky escocés con agua. Herb lo cogió sin mirar.

Ann le estaba mirando fríamente. De repente se echó a reír. Fue una carcajada cínica y amarga.

—No eres un maldito loco, Herb. De modo que no trates de actuar como si lo fueras. —Dio un sorbo de su bebida, sin dejar de mirarle por encima del vaso—. Te prevengo. Si alguien aparece aquí para robarme voy a tratarle como si fuera un auténtico ladrón. He comprado una pistola, y ya cuando tenía nueve o diez años sabía cómo utilizarla. Y todavía me acuerdo. Le mataré, Herb, quienquiera que sea.

—Pequeña —comenzó a decir Herb, pero ella le cortó en seco.

—Y ésta es mi última semana. El sábado me voy.

—No puedes hacer eso, Anne —dijo Herb. John le miró atentamente, intentando descubrir algún signo de debilidad, algo; pero no vio nada. Herb exudaba confianza—. Mira a tu alrededor, Anne, mira esta habitación, tus vestidos, todo… Eres la mujer más rica del mundo, tienes todo el tiempo libre, puedes ir a donde quieras, hacer lo que quieras…

—Y mientras tanto todo el mundo me mira…

—¿Y eso qué? Eso no te impide hacer nada, ¿no? —Herb comenzó a ir de un lado a otro, con pasos rápidos y torcidos—. Ya lo sabías cuando firmaste el contrato. Eres una chica excepcional, Anne, bella, emotiva, inteligente. Piensa en todas esas mujeres que no son nada sin ti. Si tú las dejas, ¿qué van a hacer? ¿Morir? Sabes que es posible que así sea. Por primera vez en su vida son capaces de sentir que están viviendo. Tú les proporcionas lo que no habían hecho nunca antes, lo que sólo sucedía en los libros y las viejas películas de antaño. De pronto experimentan lo que se siente frente a la excitación, experimentan el amor, se sienten contentas y en paz. Piensa en ellas, Anne, vacías, sin nada en sus vidas excepto tú y aquello que tú seas capaz de proporcionarles. Treinta y siete millones de vidas monótonas, Anne, que nunca han sentido nada más que aburrimiento y frustración hasta que llegaste tú y les diste vida. ¿Qué es lo que tienen? Trabajo, niños, facturas. ¡Tú les estás dando el mundo, pequeña! Sin ti ellas ya no querrían ni siquiera seguir viviendo.

Ella no le escuchaba. Negligentemente, le dijo:

—He hablado con mis abogados, Herb, y el contrato no tiene valor. Tú ya lo has roto incontables veces insistiendo en añadir cosas al acuerdo original. Acepté aprender un montón de cosas nuevas para que ellos pudieran sentirlas conmigo. Y lo hice. ¡Dios mío! Escalé montañas, cacé leones, aprendí esquí sobre nieve y esquí acuático; pero ahora quieres que yo muera un poco cada semana…, ese accidente de avión, no demasiado grave, lo justo para atemorizarme. Luego los tiburones. Creí de verdad que había tiburones a mi alrededor cuando estaba esquiando, Herb. Ya ves, vas a matarme. Sucederá, y no serás capaz de impedirlo, Herb.

Hubo un silencio tenso tras sus palabras. «¡No!», se dijo John, sin que la palabra saliera de sus labios. Estaba mirando a Herb. Había dejado de andar cuando ella comenzó a hablar. Había algo revoloteando en su cara, sorpresa, miedo, algo difícil de identificar. Luego su rostro se volvió totalmente impenetrable, levantó su vaso y apuró su whisky escocés con agua, dejando el vaso en el bar. Cuando se volvió de nuevo, sonreía con incredulidad.

—¿Qué es lo que te sucede realmente, Anne? Ha habido peligros antes, ya lo sabes. Los leones no eran imaginarios. Y la avalancha la originó alguien. ¿Qué es lo que te sucede en realidad?

—Estoy enamorada, Herb. Quiero salir de todo esto antes de que logres matarme.

Herb movió la mano con impaciencia.

—¿Has visto alguna vez tu programa, Anne? —Ella movió negativamente la cabeza—. Ya lo suponía. De modo que no sabes la expansión que ha adquirido en la última semana después de que insertáramos ese nuevo transmisor en tu cabeza. Este chico, Johnny, ha estado muy atareado, Anne. Ya sabes cómo son estos científicos, nunca están satisfechos, siempre están intentando mejorar las cosas, cambiándolas. ¿Dónde está la cámara, Anne? ¿Has sabido alguna vez dónde estaba? ¿Has visto alguna cámara en las últimas dos semanas, o alguna grabadora de cualquier tipo? No las has visto, ni las verás ya nunca más. Ahora están dentro de ti, querida. —Su voz había bajado el volumen y sonaba totalmente divertida—. De hecho, el único tiempo en que no estás conectada es cuando duermes. Sé que estás enamorada; y sé de quién; y sé cómo hace que te sientas. Sé incluso cuánto dinero gana a la semana. Tengo que saberlo, Anne, querida, porque soy yo quien le paga.

Se había ido aproximando a ella con cada palabra, y ahora no estaba más que a unos pocos centímetros de su cara. No tuvo tiempo de esquivar la bofetada que hizo que su cabeza girara, y antes de que ninguno de los dos fuera consciente de ella, la había golpeado a ella a su vez. Anne cayó de espaldas en un silla, demasiado aturdida como para poder hablar.

El silencio que siguió se convirtió en algo desagradable y opresivo, como si las palabras hubieran nacido y muerto sin posibilidad de permanencia por ser demasiado brutales para que el espíritu humano pudiera soportarlas. Había una mancha de sangre en la boca de Herb en el lugar en que el anillo de diamante de la mujer le había producido un corte. Se lo tocó y luego se miró el dedo.

—Está siendo todo registrado, pequeña, incluso esto —dijo. Y luego le dio la espalda y se dirigió al bar.

En la mejilla de Anne había una gran mancha roja. Sus ojos grises se habían vuelto negros por la rabia; no apartaba la mirada de él.

—Cariño, relájate —dijo Herb al cabo de un momento. Su voz era suave y fluida de nuevo—. No significa nada para ti, con respecto a lo que haces. Sabes que no podemos utilizar la mayor parte del material, pero proporciona a los editores una mayor variedad donde elegir. Comenzaba a suceder que lo más interesante estaba contenido en los momentos en que no estabas actuando. Como el asunto de la compra de la pistola. Hay un magnífico material ahí, Pequeña. Se está convirtiendo en oro puro. —Acabó de hablar mientras se preparaba otra bebida, la probaba y la ingería casi por completo—. ¿Cuántas mujeres han de salir a comprarse una pistola para protegerse? Piensa en todas ellas, sintiendo las cosas que sentías tú cuando la cogías, cuando la mirabas…

—¿Cuánto tiempo has estado grabando constantemente? —preguntó ella. John sintió que un escalofrío le recorría la espalda, un temblor de excitación. Sabía que el transmisor en miniatura estaba registrando todas las emociones de la mujer, de las cuales sólo parte le asomaban a la cara. Su tormento interior estaba siendo registrado por completo. La tranquilidad de su voz y de su cuerpo eran una mentira; pero los registros nunca mentían.

Herb también sentía que tras su tranquilidad se ocultaba la tormenta. Dejó el vaso y se dirigió hacia ella, arrodillándose junto a su silla y tomando una de sus manos entre las suyas.

—Anne, por favor, no te enfades conmigo. Estaba desesperado buscando nuevo material. Cuando Johnny inventó ese último artefacto tuvimos que probarlo, y no hubiera resultado bien la prueba si tú hubieras tenido conocimiento de ello. Así no se puede probar nada…

—¿Hace cuánto tiempo?

—Menos de un mes.

—¿Y Stuart? ¿Es uno de tus hombres? ¿También él está transmitiendo? ¿Le has contratado para…, para que hiciera el amor conmigo? ¿Es eso?

Herb asintió con la cabeza. Ella se cubrió la cara con su mano libre para no verle más. Entonces, él se levantó y se dirigió a la ventana.

—¿Pero qué diferencia hay en ello? —gritó—. Si os hubiera presentado en una fiesta no os hubiera importado. ¿Qué diferencia existe con esta forma de hacerlo? Yo sabía que ambos os gustaríais. Él es brillante como tú, le gustan el mismo tipo de cosas que a ti. Procede de una familia humilde, como tú… Todo indicaba que os entenderíais…

—Oh, sí —dijo ella casi ausente—. Nos entendíamos… —Sus dedos buscaban entre su cabello las cicatrices.

—Ya está todo cicatrizado —dijo John. Ella le miró como si hubiera olvidado que estaba allí.

—Voy a buscar un cirujano —dijo ella, levantándose, con los dedos blancos de tanto apretar el vaso—. Un cirujano del cerebro…

—Se trata de un procedimiento nuevo —dijo John, lentamente—. Sería peligroso tocarlo…

Ella le miró durante un buen rato.

—¿Peligroso?

Él asintió.

—Tú podrías quitármelo…

Él recordó los primeros momentos, cuando había tenido que calmar su miedo a los electrodos y a los cables. Su miedo era el que siente un niño ante lo desconocido. Con el tiempo logró demostrarle que podía confiar en él, que no le mentiría. Entonces no le había mentido. Había la misma confianza en sus ojos, la misma fe inquebrantable. Ella le creería. Aceptaría sin cuestionarlo todo lo que le dijera. Herb le había llamado carámbano, pero estaba equivocado. Un carámbano se habría derretido en la fogosidad de la mujer. Era más bien una estalactita, formada a lo largo de los siglos; capa a capa, él se había ido formando, hasta que había olvidado cómo doblarse, hasta que había olvidado cómo aliviar los escalofríos que sentía de vez en cuando en su espalda, rígido caparazón de sí mismo. Ella lo había intentado, y, frustrada, se había apartado de él, herida, pero incapaz de desconfiar de aquel a quien había amado. Ahora estaba esperando. Podía dejarla, perderla esta vez irrevocablemente. O retenerla mientras viviera.

Sus adorables ojos grises se habían ensombrecido por el miedo y por la confianza que él le había dado. Lentamente, John movió, la cabeza.

—No puedo —dijo—. Nadie puede hacerlo.

—Ya comprendo —murmuró ella, mientras sus ojos se oscurecían totalmente—. Voy a morir, ¿verdad? Vais a obtener una adorable secuencia, ¿no es cierto, Herb? —Se dio la vuelta, apartándose de John—. Claro está que tendréis que acabar toda la trama de la historia, pero no importa, sois muy buenos en eso. Un accidente en el que se necesite una operación cerebral, y todo lo que yo sienta lo recibirán esas pobres desgraciadas que nunca habrán de sufrir una operación del cerebro. Es muy bueno —dijo con admiración. Sus ojos eran muy negros—. De hecho, todo lo que yo haga de ahora en adelante será utilizado, ¿no es cierto? Si te mato, eso será simplemente material para tus editores. Juicio, prisión, muy dramático… Por otra parte, si me suicido…

John sintió que se le helaba la sangre; era como si le oprimiera un peso enorme. Herb se echó a reír.

—La trama será más o menos así —dijo—. Anne se enamora de un extraño profunda, sinceramente. Todos saben lo profundo que es este amor; todos lo están sintiendo, ya lo sabes. Ella le encuentra violando a una niña, una adorable adolescente. Stuart le dice que han terminado, que ama a la pequeña ninfa. En un arrebato de pasión ella se suicida. Tú estás emitiendo ahora una auténtica tormenta de pasión, ¿no es cierto? No importa, cuando llegue esa escena, estaremos emitiéndola. —Ella le arrojó su vaso; cubos de hielo y trozos de naranja dejaron un rastro por la habitación. Herb bajó la cabeza, riendo.

—Eso ha sido terriblemente bueno, querida. Bastante manoseado, pero, después de todo, ellos no pueden hacerlo muchas veces, ¿verdad? Les gustará después de que se repongan del golpe de perderte. Y se repondrán, tú lo sabes. Siempre lo hacen. ¿Te imaginas lo que sentirán experimentando una auténtica muerte violenta? —Anne se mordió los labios y se sentó de nuevo, lentamente, con los ojos fuertemente cerrados. Herb la miró durante un momento y luego le dijo, incluso más cariñosamente—: Tenemos preparada a la niña. Si se les da una muerte, luego hay que darles una nueva vida. Una termina con una explosión. La otra comienza con una explosión. La llamaremos Cindy, una auténtica historia de Cinderella. La querrán a ella también.

Anne abrió los ojos, ahora de un negro intenso. Estaba tan rígida por la tensión que John sintió que sus propios músculos se contraían y se tensaban. Se preguntaba si sería capaz de conservar la cinta que ella estaba transmitiendo. Le invadió una oleada de excitación y se dio cuenta de que la pasaría toda entera, la sentiría toda, toda aquella increíble rabia contenida, el miedo, el horror de ofrecerles una muerte para su deleite y, finalmente, la angustia. Conocería todas aquellas sensaciones. Mirando a Anne, hubiera deseado que ella se desmoronara, con él allí. No lo hizo. Se mantuvo en pie, con la espalda recta y los músculos de la barbilla apretados. Su voz no tenía acento cuando dijo:

—Stuart estará aquí en media hora. Tengo que vestirme. —Y se fue sin mirarles.

Herb le hizo un guiño a John y se dirigió a la puerta.

—¿Quieres llevarme al avión, muchacho? —En el taxi dijo—: Vigílala durante un par de días, Johnny. Puede producirse una reacción incluso mayor más tarde, cuando comprenda plenamente lo atrapada que está. —Soltó una fea carcajada—. ¡Dios! ¡Es estupendo que ella confíe tanto en ti, Johnny!

Mientras esperaban en la terminal, John dijo:

—¿Crees que hará algo bueno después de esto?

—No podrá evitar el desenlace. Su vida está demasiado orientada para escoger deliberadamente la muerte. Por dentro es como la selva virgen, áspera, salvaje, sin contaminación alguna de la civilización que muestra en su exterior. Es muy vulnerable, realmente vulnerable. Va a luchar para mantenerse con vida. Se hará más desconfiada, más alerta al peligro, más excitada y excitante… Va a desmoronarse cuando él la toque esta noche. Le espera algo realmente bueno. —Su voz sonaba muy feliz—. Él la afecta en su parte más vital, y ella reacciona. Una auténtica salvaje. Ella lo es; la nueva chica lo es; Stuart… Son escasos, Johnny. Nuestra tarea es encontrarlos. Necesitaremos todos los que podamos conseguir. —Quedó pensativo—. Sabes, realmente no ha sido una mala idea lo de la violación y la chica. ¿Quién hubiera soñado que lograríamos que reaccionase así? —Tuvo que correr para coger el avión.

John regresó a toda prisa al hotel para estar cerca de Anne si le necesitaba. Esperaba que le dejara solo. Sus dedos temblaban cuando encendió la pantalla; súbitamente le vino a la memoria aquella niña que había llorado y deseó que Stuart hiriera a Anne un poco. El temblor de sus dedos aumentó; Stuart estaría en la pantalla desde las seis hasta las doce, y ya se había perdido casi una hora de la representación. Se colocó el casco y se recostó en una cómoda silla. No conectó el audífono, dejando que fueran sus propias palabras las que se adecuaran a la imagen, sus propios pensamientos los que llenaran el espacio.

Anne estaba inclinada sobre él, llevándose una copa de champán a los labios; sus ojos eran grandes y suaves. Estaba hablando, hablándole a él, John, llamándole por su nombre. Sintió un hormigueo muy dentro de él, y bajó la mirada para posarla en la mano de la mujer, una mano bronceada que descansaba sobre la de aquel hombre, enviando corrientes eléctricas a sus nervios. Su mano tembló cuando él le cosquilleó la palma, ascendiendo hacia la muñeca, donde se marcaba una vena azul. Su corazón comenzó a palpitar fuertemente, y cuando la miró de nuevo a los ojos vio que eran muy oscuros y muy profundos. Bailaron, y John sintió su cuerpo contra el suyo, tembloroso, suplicante. La habitación se oscureció y ella se convirtió en una silueta contra la ventana, con la bata flotando a su alrededor. La oscuridad se hizo más densa, o quizá fue que él cerró los ojos, y aquella vez, cuando el cuerpo de ella se apretó contra el de él, no había nada entre ellos.

En su silla, con el casco en la cabeza, las manos de John se abrían, se cerraban, se abrían y se cerraban de nuevo.