Ocurrió en la ciudad de Calcuta, cuando el pasado siglo escapaba, tambaleándose como ebrio, de una conflictiva adolescencia que, para ruina de nuestra profesión, acabaría por transformarlo en un anciano insospechadamente tedioso. A mí me refirió el caso mi viejo amigo, el burgomaestre Nitín Kapoor, a quien el curioso episodio que voy a reproducir aquí había sorprendido en los inicios de su carrera como oficial de la policía hindú, mucho antes de ser reclutado por nuestra Organización.
Nitín y yo habíamos coincidido, después de casi veinte años sin vernos ni tener noticia el uno del otro, en una convención secreta de antiguos agentes que se celebraba en el barrio parisino del Marais, concretamente en un hotel enclavado entre la Place des Vosgues y la iglesia de Saint Paul (cuyas catacumbas habían albergado en otro tiempo, dicho sea de paso, una de nuestras más sofisticadas bases de operaciones). En homenaje a pasados camuflajes, nos habíamos inscrito como veteranos de las Brigadas Internacionales que celebraban su reunión quinquenal, y por tal cosa nos tomaban todos en el hotel. Pero se hacía evidente que la tapadera resultaba en este caso demasiado parecida a la realidad. A ninguno de los concurrentes se le escapaba que no éramos ya más que eso: un puñado de momias obsoletas en un mundo que había renunciado hacía tiempo a nuestros métodos, y que renegaba incluso de nuestra memoria. En consecuencia, el ambiente de la reunión pronto se volvió lúgubre y deprimente, de manera que Nitín y yo nos apresuramos a escabullirnos a la primera oportunidad.
Nuestro restaurante de siempre, al que llamaremos La Roulette des Désirs, seguía abierto todavía en una estrecha pero concurrida callejuela paralela al Sena cuyo verdadero nombre prefiero también reservarme. Excepto el sumiller —un viejecito de sonrosada nariz que no nos reconoció, pues jamás había llegado a vernos sin alguno de nuestros disfraces de faena—todo el servicio había sido renovado desde los años en que operábamos en la ciudad, lo mismo que el propietario y la decoración. Aun así, encontramos un acogedor reservado junto a la ventana y tomamos asiento en él, sin poder reprimir mientras nos servían la comida esa actitud de furtiva vigilancia que, como el insomnio y el lumbago, hacía tiempo que se nos había vuelto crónica.
Era una cálida tarde de primavera y la calle hervía de animación, pues nuestra visita había coincidido con la festividad del primero de Mayo. Las aceras acogían una cosmopolita muchedumbre que caminaba apresurada, todos portando un ramo de rosas o algún solitario pimpollo, como es costumbre francesa regalar en tal festividad. El espectáculo nos trajo a ambos a la memoria nuestra larga rivalidad con la Logia de los Rosapúas, temible banda de botánicos envenenadores, y el encarnizado tiroteo en las alcantarillas de Praga que precedió a la detención de El Gran Crisantemo, su pérfido maestre.
A partir de ahí la conversación derivó inevitablemente hacia los casos más insólitos en los que nos había sido dado colaborar a lo largo de nuestros muchos años en la Organización. Reímos de nuevo a mandíbula batiente al revivir las desventuras de Cliford Van Kloos, el Asesino del Clavicordio, el psicópata más contumaz y más frustrado de toda la historia de la criminología secreta, pues nunca fue capaz de consumar un homicidio con su infernal instrumento, si bien no dejó de desvelar con sus serenatas insufribles a más de un probo ciudadano. Discutimos horrorizados la patología del tristemente famoso Coleccionista de Baberos, y elucubramos largamente sobre el posible paradero de Trístan Muschnick, alias Pequeño Atlas, el único desvalijador abarognósico del que se conserva memoria (Nitín todavía retenía como un tesoro la última imagen que dijo tener de él antes de que se nos escapara para siempre: un diminuto hombrecillo saltando a la luz de la luna sobre los tejados de Bucarest, con dos toneladas de lingotes sobre sus hombros, mientras entonaba a pleno pulmón un olvidado peán helénico).
Recuerdo que, llegados al licor y a los cigarros, nos vimos silenciados por un par de miradas burlonas de los camareros, si bien es poco probable que, aun habiéndonos escuchado estos, hubieran prestado algún crédito a nuestros desvaríos. Al cabo, solo éramos dos ancianos rememorando viejas batallas frente a una opulenta mesa, y para eso, que no para otra cosa, la Organización seguía pagándonos un sueldo a esas alturas de nuestras respectivas carreras: para mantenernos vivos, sanos y cuerdos durante el mayor tiempo posible; y para no olvidar nada de lo vivido durante ese proceso. Para recordar riendo, en definitiva, que es el único medio que conozco de salvaguardar a un tiempo la memoria y la cordura.
De cualquier modo, debo confesar que el revivir todas aquellas aventuras de juventud me había sumido en un sombrío estado de ánimo. Me sentía invadido por una profunda melancolía, y la nostalgia por aquellos tiempos gloriosos se confundía en mi mente, a la vista de los cabales y despreocupados parisinos, con una creciente sensación de irrealidad. Haciendo míos los prejuicios de los camareros, yo mismo habría dudado incluso de si alguna vez fuimos lo que creíamos ser, si eso no supusiera reconocer que todos los ancianos que se hospedaban en el Mayfair —incluido el bueno de Nitín—, estaban tan locos como debía de estarlo yo, y que nuestros prolijos recuerdos no enmascaraban sino una gigantesca alucinación senil. Llevaba pues un buen rato callado, contemplando taciturno el interminable desfile de floristas, cuando Nitín, que se había percatado de mi pesadumbre, retomó inopinadamente la conversación. Para mi sorpresa, no vino a rescatar en esta ocasión otra de nuestras pasadas aventuras, sino una anécdota desconocida que bautizó solemnemente como «El caso del Carrusel de Calcuta». Se trataba de una nueva versión de la caza del hombre, como tantas otras que habíamos protagonizado en conchabanza, pero lo primero que captó mi interés de su relato fue el delito por el que el hombre en cuestión era perseguido, y que resultaba cuanto menos peculiar en los albores del siglo XXI: aporrear a una vaca sagrada.
—La investigación resultaba harto peliaguda —decía Nitín—. El incidente había tenido lugar en una calle tan extraordinariamente concurrida, aun para la ciudad de Calcuta, que nadie había sido capaz de ver más allá de la espalda de su prójimo. En relación con el culpable solo disponíamos de los siguientes indicios: el primero, que se trataba indudablemente de un varón, puesto que todos los habitantes de Calcuta éramos varones en aquella época, circunstancia que, cosa curiosa, no frenaba en absoluto el desproporcionado crecimiento demográfico de nuestra ciudad. El segundo, que dicho individuo de género masculino lucía una tupida mata de pelo moreno y un espeso bigote negro bajo la nariz, en razón de que, en la Calcuta de aquellos años, todos los hombres lucíamos una tupida mata de pelo moreno y un espeso bigote negro bajo la nariz. Y el tercero, que dicho individuo de genero masculino, con tupida mata de pelo moreno y espeso bigote negro bajo la nariz, tenía que ser joven, y no precisamente por el vigor con el que las heridas fueron infligidas, sino en razón de que, en la Calcuta de aquellos años, eran tan miserables las condiciones de vida que nadie vivía lo suficiente para llegar a viejo, ya fuere para maltratar a las vacas sagradas o para cometer cualquier otra tropelía de senectud…
—¡Todos erais sospechosos! —observé yo con una carcajada, pues ya había deducido de los derroteros de su historia las intenciones de mi amigo—. ¡Todos deberíais haber acabado en prisión preventiva!
Nitín propinó a su cigarro una bizarra calada y exhaló una voluminosa fumarola, con la que fracasó no obstante en su intento por camuflar su sonrisa.
—Has hecho la definición más acertada posible de lo que era Calcuta en aquellos años: una inmensa y bituminosa mazmorra en la que nadie era completamente inocente de nada. Sin embargo, arremeter contra una vaca sagrada seguía siendo un delito grave, y más aún en aquellos tiempos locos de afirmación nacional. No, el asunto no era para tomárselo a chanza —concluyó con un guiño.
Nitín pasó seguidamente a exponerme el método de investigación adoptado por la policía de Calcuta, y que derivaba, ni más ni menos, que de una aplicación estricta del protocolo habitual para casos similares. Habida cuenta de que no existía arma agresiva (pues el atacante había acometido únicamente a la vaca a base de puñetazos, coscorrones y puntapiés) ni cuerpo alguno del delito con los que iniciar una investigación pericial, y puesto que el único testigo de cargo disponible era la misma víctima de la agresión, al joven teniente Nitín Kapoor y al resto de los detectives asignados al caso no les quedo más remedio que recurrir a la vieja práctica, todavía en uso con excelentes resultados, de la rueda de reconocimiento.
—Se condujo a la vaca —prosiguió Nitín, siempre en el mismo tono de afectada circunspección—, cuyas leves magulladuras habían sido ya convenientemente tratadas por un veterinario, hasta el patio interior de la comisaría, donde había una tarima de tablazones que antaño había servido como patíbulo para las ejecuciones sumarias pero que, a falta de otra dependencia a propósito, prestaba perfectamente su servicio como sala de identificación. Después se la amarró con una soga al antiguo poste de los fusilamientos, con objeto de que los escasos y ralos matojos de hierba que asomaban por entre los encastres de las losetas no la distrajeran de su deber cívico. Hecho esto, solo nos restaba ya convocar a los sospechosos para que desfilaran delante del testigo. Y no nos resultó nada fácil, puedes creerme. Ni siquiera cuando perseguíamos al alegre Lasalle, El Pirómano de las Circulares, recuerdo haber manipulado tantos sobres —suspiró—. Hubo que distribuir miles de octavillas, organizar las colas, repartir citaciones y números de…
—¡No puedo creerlo! —le interrumpí estupefacto—¿Me estás diciendo que todos los habitantes de Calcuta debieron someterse a la rueda de reconocimiento? ¿Que todos debieron pasar frente a la vaca sagrada?
—¡No! —exclamó Nitín—¡No solo pasar, amigo mío! Como en cualquier rueda de reconocimiento que se precie, cada sospechoso debía adelantarse un paso y detenerse unos segundos delante del testigo… —los ojos de Nitín reflejaron aquí una pícara alegría—Claro que, considerando que las vacas adolecen de una agudeza visual bastante precaria, el sospechoso debía además pintar en su rostro una mueca furiosa y amenazadora, tal como la que lógicamente se suponía que tuvo el agresor al golpearla, con la esperanza de refrescar así la memoria del desdichado animal.
Huelga decir que, al llegar a este punto, estallé en potentes carcajadas. La imagen de una inagotable collera de hombres adultos con mostacho desfilando frente a una vaca lisiada —quizá con la cornamenta escayolada y una pata en cabestrillo—, con el único propósito de dedicarle una serie de muecas grotescas fue demasiado para mí.
—¡Inaudito! ¡Inaudito pero delicioso! —exclamé complacido—Pero, dime: ¿Cómo terminó la cosa? ¿Se pronuncio finalmente la vaca? ¿Arrestasteis a alguien?
Nitín se mojó apenas los labios en los últimos restos de brandy que quedaban en su copa y, entornando los párpados con picardía, respondió:
—No, la vaca jamás se pronunció, y nunca arrestamos a nadie, pero… ¿Qué te hace suponer que la cosa ha terminado? Al cabo de un año de investigación, todos los habitantes de Calcuta habíamos pasado ya por delante de la vaca, sin que esta diera mayores muestras de reconocimiento que algún meneo ocasional de su rabo, destinado más que nada a espantar a los enjambres de moscas que acudían a alimentarse de los humores de sus heridas. No obstante, durante el año transcurrido desde la agresión, la población de Calcuta casi se había duplicado y, por consiguiente, también el número de hombres con bigote susceptibles de ser reconocidos. Además, todo testigo merece una segunda oportunidad de pronunciarse. Se decretó así una segunda ronda de identificación que resultó igualmente infructífera, pero que fue, con todo y con eso, seguida de una tercera, y luego de una cuarta… —Nitín desplegó las manos en un fatigado ademán teatral—Y el resto creo que puedes imaginártelo…
—¿No irás a decirme que…? ¡De ninguna manera! ¿Intentas a caso sugerir…?
—Pues sí, querido amigo —confirmó con una gran sonrisa, como si me estuviera ofreciendo un hermoso regalo—. Aún hoy en día, transcurrida toda una vida desde el delito original, la rueda de reconocimiento sigue girando en Calcuta. Y puedo asegurarte que no tiene visos de detenerse en un futuro próximo. A este paso, seguirá probablemente girando y girando hasta que la víctima se pronuncie sobre la identidad de su agresor, o hasta que la misma ciudad quede convertida en un mogote de lodo pestífero, o sea engullida finalmente por las ciénagas insalubres del Delta del Ganges, cosa que, créeme, puede todavía ocurrir el día menos pensado…
—Pero, pero… ¿Y la vaca? —musité, patidifuso—No puedo creer que la vaca…
—¡Oh, sí! ¡La vaca! ¡La dichosa vaca! La vaca pereció hace más de medio siglo, desde luego; no por cierto a causa de sus lesiones, sino simplemente de vejez o inanición… O quizá incluso de aburrimiento… ¡Quién sabe! ¿A quién le importa, si me apuras? Ahora es solo un viejo esqueleto amarillo cubierto de algunos jirones de pellejo y de los acartonados apósitos de sus heridas, que han sido ya mil veces roídos por legiones y legiones de polillas famélicas. De hecho, la misma comisaría que acogía el dial de la rueda fue trasladada a un moderno edificio al otro lado del Hugli, en el sector europeo, y donde antes se alzaba la antigua sede ahora existe solo un solar vacío y ruinoso, cubierto de despojos y deyecciones humanas y animales, en cuyo centro todavía resiste no obstante, aunque carcomida por el tiempo y la humedad, la antigua tarima de tablones que deben recorrer los sospechosos, justo frente al poste del que cuelga la soga que ciñe todavía la quijada del testigo.
Recuerdo que, a estas alturas de la narración, mis cejas habían viajado ya hasta la mitad de mi frente, y que me costaba un esfuerzo consciente mantener cerradas mis mandíbulas. Para ser sincero, no sabía cómo tomarme la historia de Nitín: si como una patraña deliberada de mi amigo o como la prueba definitiva de nuestra demencia común. Lo único que puedo afirmar con seguridad es que mi melancolía se había desvanecido como por ensalmo y que un naciente vigor recorría mis miembros, restituyéndoles una excitación que creía ya perdida para siempre.
—Por supuesto, me estás mintiendo —dije gravemente, mientras trataba de ignorar los frenéticos latidos de mi corazón.
Los labios de Nitín dibujaron una enigmática sonrisa.
—Hace ya algunos años —continuó imperturbable—, cuando mi bigote y mis cabellos se volvieron tan blancos como ves ahora, me vi definitivamente exento de acudir a la rueda, y supongo que debería sentirme satisfecho por ello. Pero ¿qué quieres que te diga…? Como tú bien sabes, han pasado ya más de treinta años desde nuestra última misión y, durante todo ese tiempo, el mundo ha cambiado tanto que, en ocasiones, me cuesta creer que hayamos existido. Ya no se persigue a los criminales en desaforados botes de vapor por las aguas del Támesis, ni a través de la jungla bengalí, montados a lomos de un elefante venerable, sino que, sin levantarse uno del sillón, se les acosa y captura a través de una pantalla titilante. Tampoco nos batimos a florete, en precario equilibrio sobre los aguilones de los tejados, con embozados espadachines, ni cazamos a los voraces licántropos en las noches de luna llena. La organizaciones de dinamiteros ya no quieren ser secretas y hasta el más bruto e insignificante de los rateros cree poseer una justificación ética o filosófica, por lo que ya no existen verdaderos villanos como El Gran Crisantemo.
Recuerdo que Nitín se recostó entonces en su asiento, entrelazó los dedos sobre su turgente barriga y cerró muy lentamente los párpados, como si estos quisieran saborear la dulzura de sus pupilas. Un peculiar espasmo de su nuez y sus mandíbulas me sugirió que acababa de reconducir civilizadamente hacia sus entrañas un eructo telúrico, o quizá un bostezo de similar magnitud.
—Sólo tú podrías comprender lo que voy a decirte ahora —declaró confidencialmente, con una voz en la que se empezaba a percibir ciertos indicios de torpor—, aun así, jamás te lo diría si no supiera que esta es, probablemente, la última vez que nos vemos… A veces creo que lo echo de menos. El unirme a esa absurda rueda de reconocimiento, digo. En ocasiones me pregunto todavía, como supongo que se habrán preguntado alguna vez todos los hombres de Calcuta, qué habría ocurrido si, al detenerme yo frente a aquella vieja osamenta bovina, esta hubiera reaccionado de alguna manera… No sé, que hubiera castañeteado sus romas muelas, o emitido un ronco mugido de ultratumba, por ejemplo. Ya fuere por azar, por capricho, por simple aburrimiento o porque, después de tantos años, nos hubiera reconocido finalmente el mérito de nuestros esfuerzos por hacerle justicia. El motivo es lo de menos. Simplemente imagino que eso ocurre, pero no veo en tal imagen nada desagradable ni grotesco. Incluso es probable que disfrutara sinceramente con ello. Sería como descubrir, después de estos últimos años de aburrimiento y ostracismo, que algo de lo que hicimos sigue vivo, que en el mundo sigue existiendo un lugar regido por las viejas leyes de la alegría, de la magia, de la camaradería y del absurdo…
Dicho esto, el burgomaestre cerró los ojos y se sumió en un hermético silencio. Al poco rato, su respiración se volvió regular y ligeramente rocosa, y con la misma certeza con que supe que se había dormido, supe también que envidiaba su secreto para poder hacerlo con tal facilidad. Por supuesto, ni siquiera esperé a que se despertara. Pagué la cuenta, salí apresuradamente del restaurante y, después de reservar desde un teléfono público —con un acento bengalí bastante aceptable— un billete de avión para aquella misma noche, me dirigí con el corazón acelerado hacia la iglesia de Saint Paul. La nave del templo estaba desierta, y el mecanismo que abría la losa tras el altar seguía respondiendo a la última contraseña, así que accedí, sin otra dificultad que apartar de mi camino las espesas telarañas, a nuestra antigua base de operaciones. Un febril estremecimiento de olvidado entusiasmo me impelía al caminar entre las polvorientas centralitas, los planos de las alcantarillas de medio mundo, los vetustos archivadores y las anacrónicas espadas que colgaban de las paredes. Trístan Muchsnick, Van Kloos, el Alegre Lasalle, El Gran Crisantemo, todos mis pasados adversarios, me observaban desde sus retratos robot y, de alguna manera, presentí que envidiaban el lugar al que me dirigía, y la decisión que había tomado, y que compartían conmigo desde sus gélidos nichos aquella última esperanza que, de prestar crédito a las palabras de Nitín, seguía brillando como un mortecino candil en los tejados y subsuelos del mundo.
En nuestro querido vestidor encontré finalmente todo lo que precisaba para mi viaje: una peluca y un bigote negros, un recipiente con maquillaje oscuro y una respetable cantidad de rupias.