Ángel se bajó del autobús con una mochila a la espalda y con cara de pues aquí estoy, de vuelta hasta que todo se aclare. A Guadalbézar. Aquel municipio tan pegajoso.

El hermano menor saludó al mayor a su manera. Con los ojos apuntando a las ruedas del autobús y al tubo de escape, que expulsó una nube de humo tan oscura como el pelo del chico y como sus ojos y casi su piel.

—Vamos, Salvador —fue lo que dijo Ángel tras bajarse del autobús, como bienvenida.

No añadió más. Así era el menor. Boca tapada y frases cortas. Pocos vocablos, muy pocos y mal contados. Suficientes. Mensajes que se clavaban dentro. Si fueran más de unas palabras, pocos habrían soportado una conversación con él.

—¿Cómo está?

—Ahora la verás.

—Pero ¿tan mal está?

—Claro. Si no, no te habría metido prisa. Oye, ¿has arreglado lo del trabajo?

—Sí.

—Pues menos mal, porque casi no nos queda dinero.

—Ya da lo mismo.

—¿Cómo va a dar lo mismo?

—Si no come, ¿qué más da?

—Bueno. Visto así.

—Salvador, ¿has hablado de esto con alguien?

—No.

—¿Seguro?

—Claro que seguro.

—Salvador, quiero que me lo prometas.

—¿El qué?

—Ni siquiera hablarás de esto con tu sombra.

—Ni siquiera con mi sombra —repitió el mayor.

Ambos echaron a andar hacia la casa.

Salvador intentó coger la mochila de Ángel, pero el menor le apartó la mano. Siguieron caminando en silencio.

La mayoría miraba a Ángel sin disimulo. Algunos se detenían y se cruzaban de brazos o los ponían en jarras o señalaba a los dos hermanos con el dedo.

Ángel ya lo sabía. Aunque lo conocían, siempre lo marcaban. Como con un extraño. Uno de fuera. Así los llamaban, uno de fuera, o si eran varios decían esos de fuera. Como si el mundo estuviera dividido por una franja que separaba Guadalbézar de todo lo demás.

Ángel siguió como si nada fuera con él.

Una de las que más lo miró fue su prima Gema. Lo hizo como si ella no fuera a casarse en un par de meses y buscara a alguien para llevarlo al altar. Ella no se atrevió a decir hola y el joven también la ignoró.

Salvador decidió que ya estaba bien de silencio.

—Fíjate, Ángel. El noventa por ciento de nuestro cerebro está sin aprovechar. Piénsalo. Cuántas posibilidades abiertas. Telequinesia, telepatía, teletransportación, teleindicador mental.

—Telepizza.

Ángel lo dijo sin reírse.

Salvador no le hizo caso y siguió con lo suyo.

—Como si nuestro cerebro estuviera lleno de habitaciones sin explorar. Lo de las habitaciones sin explorar es una metáfora.

Ángel meneó la cabeza y siguió con la mirada perdida en lo que tenía delante.

—Eso es muy interesante, Salvador —dijo con palabras monocordes, como si todas le aburrieran, unas y otras, tanto que no merecía la pena llevarle la contraria a Salvador, ni tampoco asentir con algo de entusiasmo.

Llegaron a casa.

Salvador entró en la habitación en la que estaba acostada la madre.

Ángel solo se asomó. Echó una ojeada apoyado en el marco de la puerta.

—Joder —dijo el menor.

—Mamá tiene razón. Te pareces al amigote de Robert de Niro que siempre dice joder —dijo Salvador.

—Joder, lo que faltaba. Tú precisamente. El que está siempre con el claro y dijo y dije y con cara de.

Ese día tenían motivos para decir joder.

Ángel se alejó del dormitorio. Entró en el salón y se sentó en el sofá del salón comedor.

Salvador llegó detrás de él. Ángel desvió los ojos al suelo. Luego los levantó y volvió a mirar a su hermano.

—Está muy mal.

—Claro, por eso te he llamado.

—¿La ha visto el médico?

—Claro, le ha puesto un nuevo tratamiento.

—Se va a morir si no come.

—Le han puesto un tratamiento que llaman paliativo.

—No se va a morir. Ya está muerta.

—Claro, por eso te llamé.

—Deja de repetir claro, claro, claro.

Ángel miró hacia la ventana. Estaba furioso.

—Cada vez que lo intento con los batidos de la farmacia, vomita —explicó Salvador—. Y luego hay que limpiar las sábanas y el colchón. También tengo que colocarle un parche de morfina. Y cambiarle tres veces al día los pañales. Y está lo de darle vueltas. Girarle el cuerpo para que no le salgan úlceras.

—Vale ya, Salvador.

—¿Qué pasa?

—Ni se te ocurra jugar conmigo a eso.

—¿Jugar a qué?

—Al hijo bueno y al hijo malo. Y no me mires con cara de a qué esperas para hacerlo. Nadie más se ocupa de lo malo.

—Yo no he dicho nada.

—Si no quiere comer, que se muera de hambre.

—Bueno, no podemos obligarla.

—¿Por qué no?

—Eso ya lo probaste. Te dijo que nunca más te atrevieras. Y luego vomitó metiéndose los dedos.

—Pues ya me dirás.

—Casi me dan ataques de risa cada vez que lo pienso. Sería muy sencillo. Dos ampollas de cloruro potásico y una jeringa con una aguja intravenosa. Solo habría que cargar la jeringa con un poco de potasio y buscar una vena. Cualquiera valdría.

—¿Cómo es que sabes tanto acerca del potasio?

—He estado estudiando.

La madre tenía los ojos cerrados y era probable que no les oyera, aunque ninguno de los dos hermanos lo podía asegurar. Si los oía, cualquiera podía apostar a que no se enteraba de nada.

—¿Has vuelto a ver o a hablar con alguno de esos?

—No.

—¿Seguro?

—Seguro.

—¿Te pones la inyección?

—Perfenazina. Una ampolla de un mililitro con veinticinco miligramos cada mes.

—¿Y las pastillas?

—Hace tiempo que no veo personas que no existen. No te preocupes.

Ángel debió dar por buena la contestación, porque se calló, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

—Vaya dos hijos que le han salido a mamá —dijo.

—¿En serio?

Ángel miró a su hermano y se echó a reír y meneó la cabeza.

—Voy a salir. Necesito que me dé el aire.

—Te acompaño.

—Alguien debe quedarse con mamá. Y yo quiero estar un rato a solas. Necesito pensar.

—Acabas de llegar.

Ángel no replicó. Se levantó y tiró de la puerta, sin darle tiempo a Salvador para rumiarlo.

El hermano mayor miró la puerta cerrada en silencio durante varios segundos. Luego fue a preparar las cosas para lavar a su madre.

Cuando lo tuvo todo listo, la desnudó sin sacarla de la cama. Cogió una esponja con jabón incorporado y la pasó por la piel de los senos. Luego siguió por el resto del cuerpo.

Cuando terminó, la secó y la vistió de nuevo. Colocó sábanas limpias echándole el cuerpo primero a un lado de la cama y luego al otro y la dejó descansar.

Sonó el teléfono. Lo descolgó enseguida, para evitar que el timbre la despertara.

—¿Diga?

—¿Salvador?

—Sí, soy yo.

—¿Salvador, eres tú? —volvió a preguntar una voz de hombre.

—Sí, soy yo.

—¿Salvador?

—Sí, soy Salvador. ¿Quién eres?

—Te oigo muy mal. ¿Puedes hablar más alto?

Salvador fue hasta la cocina y cerró la puerta. También cerró la del salón. Luego elevó el tono de voz.

—¿Y ahora?

—Ahora te oigo mejor.

—¿Quién eres?

—Julián Caballero.

—¿Quién?

—Julián Caballero.

Salvador esperó en silencio a que el otro añadiera algo más o a que su memoria descubriera una imagen con ese nombre y le enviara un rostro.

—Soy el director de la sucursal bancaria.

—Ah.

—Me recuerdas, ¿no?

—Sí, me acuerdo —mintió.

En Guadalbézar solo había dos sucursales bancarias. Una con dos empleados y otra con tres. Salvador, con aquel hombre, había mantenido dos o tres conversaciones como mucho en su vida. Cuando Salvador iba al banco, quien lo atendía era una tal Clara.

—Salvador —dijo el tal Julián—, ¿cómo está tu madre?

—Vamos tirando.

—La pobre está pachucha.

—Sí.

—Me han dicho que lo vomita todo. Y que lo que le meten por sonda o por vena tampoco le vale.

—Eso parece.

—¿Qué raro, no?

—Sí que es raro, sí.

—¿Y no saben qué más hacer?

—Pues no.

—¿La tuvieron ingresada en el hospital?

—No, eso no. Ella no quiso y nosotros tampoco.

—Haberla llevado, hombre. A ver si daban con la tecla.

—Bueno.

—Será un cáncer, ¿no?

—Será.

—Parece que se acerca el final.

—Eso parece.

—Lo que es la vida.

—Sí.

Después de un largo silencio, Julián dijo:

—Oye, Salvador, está aquí tu hermano.

—Ah.

—Quiere sacar dinero de la cuenta de tu madre.

—Entiendo.

—La cuenta es de tu madre. Vuestro tío tiene autorización para sacar dinero. Y tú también. Pero él no.

—Ah.

—Como eres tú el que viene a primeros de mes y tu hermano ni aparece, me ha extrañado que quiera sacar dinero. Pero es que de todas formas no puedo dárselo.

—Ya.

—No es por molestar. Es que él no tiene autorización. Mira, yo lo mando de vuelta a casa con una autorización. Tú o tu tío la firmáis y que se pase antes de las dos. ¿Me sigues?

—Te sigo.

—Entiéndeme. Es tu hermano. Pero tú sabes lo que a veces ocurre con estas cosas.

—Ya.

—Supongo que necesitaréis el dinero para el entierro. Para cuando llegue el momento, digo, y Dios se la lleve.

—Supongo que sí.

—Pues lo habláis y que tu hermano vuelva con la autorización.

—De acuerdo.

—Tu hermano trae el papel firmado y yo os doy lo que os haga falta. Porque lo habéis hablado, ¿no? Quiero decir que no es cosa de él.

—Sí. O no. Quiero decir que sí. Ángel es mi hermano. No me dijo lo que pensaba hacer antes de salir. Pero es mi hermano. Y es más listo. Lo habrá pensado todo mejor que yo. Esperaré en casa, a ver qué dice.

Se despidieron.

Salvador colgó el teléfono. Salió de la cocina y abrió la puerta del salón. Creyó ver una sombra que cruzaba el pasillo. Pero no había nadie.

Dieron las dos. El banco cerró. La madre seguía dormida. Salvador estaba sentado en el sofá. Miraba la televisión apagada.

Ángel no volvió. Se había marchado sin despedirse.

Ángel abrió la puerta de la sucursal bancaria y salió. Guardó un sobre vacío en el bolsillo delantero derecho de sus pantalones. En él solo destacaba el logotipo del banco. Arrugó los ojos cuando el sol le cruzó el rostro. Se puso unas gafas de sol y atravesó la calle.

Justo enfrente de la oficina que acababa de abandonar, había un puesto en el que vendían chucherías y refrescos.

—Agua —pidió.

Una mujer rolliza vestida de negro, de unos sesenta años, le preguntó:

—¿La quieres fresca?

—Lo más fría posible.

La mujer utilizó la mano izquierda para defenderse de la luz. Miró al joven de arriba abajo.

—¿De cuánto?

—¿De cuánto qué?

—Las hay de litro, de medio litro…

—De medio litro.

La mujer no hizo ademán de buscar las bebidas en la nevera que tenía a su lado. El quinto dedo se separó de los otros, alzados en visera, y con él apuntó al joven.

—¿Cómo está tu madre?

Ángel no respondió.

Dieron tiempo al tiempo.

—¿Cómo está tu madre? —repitió la vendedora.

—Muerta. Deme dos botellas de agua.

La mano de la mujer se hundió, como los párpados y la boca, encajada en un rostro desprevenido.

—Pero ¿cuándo se ha muerto?

Ángel resopló y miró hacia lo alto.

El sol de media mañana, sin sombras, castigaba los adoquines y las aceras estrechas. Laceraba los patios. Quemaba la corteza transparente de los ojos.

La mujer esperaba una contestación, inmóvil.

—Joder —dijo el joven, y se alejó del tenderete sin el agua.

Cruzó la autovía que separaba las últimas casas del pueblo del restaurante de carretera en el que se apostaban remolques, autobuses y camiones. Los primeros vehículos en aparecer descansaban desde poco después de las doce. Algunos lo hacían hasta media tarde. Aún era pronto. Solo había dos camiones aparcados en los alrededores del establecimiento.

Abrió la puerta y entró en el bar. Le acogió el olor a cerveza y vino blanco pegado a la barra y los taburetes.

Una máquina tragaperras entonaba una canción muy conocida. Anunciaba cada nota con indiferencia. Al chip de una invisible tarjeta de sonido se unió la voz reverberante del televisor.

Desde donde estaba, miró hacia el comedor. Las puertas estaban cerradas. Distinguió un par de figuras a través de los cristales velados.

—¿Qué desea? —preguntó un camarero desde detrás de la barra.

—¿Está abierto el comedor? —dijo Ángel.

—Pase, si quiere.

Ángel empujó las hojas de las puertas batientes y entró en la sala. Dos hombres almorzaban, cada uno en una mesa. No había nadie más. Ciento dieciocho sillas libres en las que sentarse.

A través de una puerta que comunicaba con la cocina entró el mismo camarero de antes, que señaló las mesas libres.

—Siéntese donde quiera.

Ángel se quitó las gafas de sol y miró a los dos hombres que almorzaban. Ninguno de ellos se había molestado en apartar la cabeza del plato.

Se arrimó al que tenía más cerca. El camarero esperó.

Ángel se situó delante de la mesa del hombre que comía a su izquierda, el cual mantuvo la cuchara en el aire, llena de sopa de picadillo, y levantó la mirada del plato.

—¿Es usted camionero?

—¿Quieres algo?

—¿Puede llevarme?

—No.

—No sabe en qué dirección voy.

—Voy en otra.

—Pero no le he dicho dónde quiero ir.

—Voy en otra.

El camarero intervino entonces, dirigiéndose a Ángel.

—Señor, ¿va a almorzar?

Ángel insistió.

—Me da lo mismo que vaya en un sentido o en otro.

—Ya.

—¿Entonces?

—No voy allí.

El camarero dio un paso hacia delante.

—Señor, está molestando a nuestro cliente.

El otro comensal intervino entonces.

—¿Dónde vas, hijo?

El joven dio media vuelta y se acercó a la mesa ocupada por el hombre que se había dirigido a él.

—Donde quiera llevarme.

—El chico no me molesta —dijo el otro dirigiéndose al camarero, el cual miró enfurecido a Ángel mientras este se sentaba en la mesa del segundo cliente que almorzaba en el restaurante—. ¿Tienes hambre? —le preguntó, y antes de que Ángel respondiera, le dijo al camarero—: Trae otra sopa de picadillo.

—No, señor, no tengo hambre.

—Señor —rió el otro—. No conozco a nadie de tu edad que hoy en día diga señor. ¿Quieres comer alguna otra cosa? ¿Un filete? ¿Patatas?

—No, señor, gracias. Lo que quiero es irme de aquí. —Miró la jarra llena de agua que había encima de la mesa y añadió, señalándola—: ¿Puedo servirme?

—Sírvete la que quieras.

El camarero desapareció del comedor casi vacío. Enseguida volvió y se instaló en el marco de la puerta, como si se hubiera acoplado a ella.

El primer camionero sorbía ruidosamente de la cuchara, con la cabeza metida en el plato de sopa.

El que le había invitado a sentarse con él le preguntó:

—¿Acaso has robado un banco?

—No, señor.

—Ya lo imagino. Tienes pinta de buena persona. Y yo no suelo equivocarme.

—El siguiente autobús no sale hasta mañana —explicó Ángel.

—Entiendo —dijo el otro. Le tendió la mano libre, con la que no comía—. Me llamo Luis.

—Ángel —dijo el joven, devolviéndole el saludo.

Se apretaron las manos.

—¿En qué dirección vas?

—Me da lo mismo, con tal de alejarme de Guadalbézar.

—¿Eres de aquí?

—No.

—¿No eres el hijo menor de Luisa, la de la Calle del Espino? —preguntó el camarero, que seguía apoyado en una de las puertas batientes que comunicaba el salón comedor con la cocina.

—Sí —respondió Ángel sin turbarse.

—¿Y no sois de aquí?

—Yo, como si no lo fuera.

Luis dejó caer la cuchara en el plato. Se limpió la boca con la servilleta. Señaló el plato vacío sin apartar la vista del joven que tenía sentado enfrente.

—Puedes llevártelo y traer el segundo.

El camarero colocó el mango de la cuchara hacia la derecha y se llevó el plato sin decir más.

Ángel clavó los ojos en el espacio de mantel desnudo que había entre el tenedor y el cuchillo de mesa.

—¿Va hacia el norte o hacia el sur?

—Por encima de Despeñaperros. A Puertollano. ¿Te va bien?

—Me va bien.

Cuando el camionero se terminó de comer el almuerzo, el chico y él salieron del restaurante.

La autovía se arqueaba hacia derecha e izquierda. Lentas órbitas que los párpados medio caídos de Ángel medían en falso.

El calor arrobaba. Excesivo, seco, espinoso, de flores azules como cardos. Las nubes huían de él y la carretera arrojaba vapor. Los pensamientos se disolvían.

Luis conducía con los ojos fijos en las líneas discontinuas que separaban los carriles.

El chico, torcido en el asiento de al lado, con las piernas dobladas, dibujaba una lánguida ese. Trataba de acomodar el tronco en el asiento de cuero sin encontrar la postura que le permitiría relajarse y dormir.

Un verano amarillo, y también inútil, y estancado, y anémico. Acopiaba tantos adjetivos como litros de combustible. Los coches lo atravesaban a esas horas por encima del límite de velocidad permitido. Adelantaban al camión por la izquierda y volvían al desnudo carril de la derecha.

Ángel se desdobló e incorporó para colocarse tal y como exigía la forma anatómica del asiento.

El aire acondicionado devolvía el aire a través de las rejillas, vendiéndolo como si fuera diferente. Impactaba en el rostro y regalaba una imaginaria sensación de frescura. Endurecía el interior de la cabina, recalentada por el sol. Oxidaba las moléculas que respiraban. Embotaba la cabeza.

El joven se fijó en el crucifijo que se mecía hacia delante y hacia atrás, colgado del espejo retrovisor. Luego miró una estampa de una virgen, colocada encima del cuentakilómetros. A continuación se fijó en el reflejo que grababa en el cristal un calendario y en los fines de semana que había marcados con un círculo azul.

—No hablas mucho —dijo el conductor.

La carretera. Pétalos lisos e iguales puestos en fila por algún acomodador con mucho tiempo libre.

—Yo, cuando tenía tu edad, era de los que pasaba la noche en blanco. Beber, fumar, pasarlo bien. Vivir el momento —contó Luis.

La voz del hombre se acopló al tic tac que marcaban las líneas. Segundos de tiempo, dibujados entre los dos carriles.

Ángel no apartaba la mirada de la autovía y seguía mudo.

—Una vez me escapé de casa. Discutí con mi padre y me escondí en el piso de un amigo, en su habitación, durante tres días. Hasta que los padres de mi amigo se dieron cuenta y llamaron a los míos. Pensé que me iba a ganar un buen repaso.

No las habían pintado para separar en dos el sentido de la calzada. Suspendían todo lo que había alrededor. Emparejaban los kilómetros. Congelaban la temperatura. Fijaban en el pensamiento de los que la cruzaban la impresión de que no existía un después ni tampoco un antes.

La voz del hombre era una canción de cuna. Las palabras empezaron a entrecortarse, como las rayas discontinuas de la carretera.

»…Callado durante dos horas y cuando por fin…

»…Nunca lo vi tan tranquilo. Mi viejo se sentó, me obligó a mirarle a la cara y…

»…¿Te lo puedes creer?…

»…De algo sirvió, eso fue lo que aprendí…

Ángel cerró los ojos. Las sombras le persiguieron. Rectangulares, en forma de i mayúscula, fosforescentes, rodeadas de oscuridad.

Después de una hora de viaje, el camionero tomó una salida que los condujo a otro bar de carretera.

—Necesito un café —explicó mientras aparcaba el camión en la parte trasera del local, en una amplia zona descubierta reservada para los vehículos pesados.

Ángel se desperezó dentro de la cabina. Luego salió y se estiró con mayor libertad. Los dos entraron en el bar de carretera.

Había una chica sola, sentada en una de las mesas, y tres jóvenes que jugaban al billar, y dos viejos que lo miraban todo con cara de aburrimiento, y un camionero en la barra que charlaba con el dueño.

El camionero se giró cuando entraron los dos hombres. Reconoció a Luis y le tendió la mano.

—Compadre —dijo.

Luis se acercó a él y se la apretó.

—¿Cómo vamos?

—Aquí. Ya ves. ¿Dónde vas?

—A Puertollano. ¿Y tú?

—A Cádiz.

—A la tacita.

—A la tacita de plata, sí señor. ¿Y ese? —dijo señalando a Ángel.

—Uno que viaja conmigo.

—Juan para los amigos —dijo el otro camionero mientras le ofrecía la mano a Ángel.

El joven devolvió el saludo.

—Ángel —dijo.

—¿Qué va a ser? —preguntó el camarero.

—Dos cafés —dijo Luis.

Ángel miró hacia la ventana. El exterior, muy pajizo, seco, ardiente, se veía como un espejismo deforme a través del cristal.

El chico dejó de oír a los dos camioneros. Se concentró en el halo caliente y brillante que ascendía de la carretera, sin pensar en otra cosa. Se levantó del taburete y se acercó a la ventana. Pegó la frente en el vidrio y cerró los ojos.

—¿Por qué haces eso?

Ángel abrió los ojos y miró a su izquierda. Le hablaba la chica que estaba sentada en una de las mesas, justo la que había junto a la ventana a la que el joven se había acercado. Tenía aspecto de no haber cumplido más de dieciséis. El pelo, rubio, corto y lacio, caía hacia delante de una manera que parecía accidental. Tras él se escondían las córneas, nerviosas, y el iris, azul. Vestía una camiseta sin mangas con un dibujo basado en algún personaje del animé, la braga de un bikini de color rosa y unas chancletas con tiras de varios colores.

Ángel la miró de arriba abajo durante unos segundos antes de responder.

—Echo un vistazo a lo que hay fuera.

—Conmigo no tienes que mentir.

—No lo hago.

Ella se cogió un mechón de pelo. Se lo llevó a la boca y lo mordió.

—Me estabas comiendo.

—¿Qué?

—Con la mirada.

Ángel meneó la cabeza.

—Lo que tú digas.

—¿Cuántos años tienes?

—Más que tú, seguro.

Ella se echó a reír. Apoyó la cabeza en la mesa y preguntó:

—¿Veinticinco?

—No —dijo él sin despegar los ojos del asfalto.

La calzada quemaba el aire. Se podían freír allí huevos y patatas, no había que encender algún hornillo.

—Veinticuatro —dijo la chica. Ángel no respondió, y ella lo animó a hablar—. Venga, no será un secreto.

—Veintidós.

—Veintidós —repitió la chica—. Nos llevamos cuatro. Yo, dieciocho.

Por primera vez ese día, Ángel sonrió.

—Sí, supongo que alguna vez los cumplirás.

Ella se enfadó.

—No soy una cría.

—Yo no he dicho eso.

Los jóvenes seguían jugando al billar. Los dos viejos miraban en silencio las piernas de la chica, como si les hubieran atado los ojos a esas extremidades morenas.

Ángel se giró, miró a los dos camioneros, que hablaban con el dueño local.

—¿Dónde está el servicio?

—Ahí detrás —señaló el dueño, apuntando hacia su espalda. Detrás de él lo que había era un muro con licores en estanterías.

—¿Fuera? —preguntó Ángel.

—Sí, fuera.

—Joder.

Cuando terminó, tiró de la cisterna. Probó a abrir la puerta del retrete, pero no pudo. Lo intentó con las dos manos, también sin conseguirlo. Luego se puso de pie y empujó con un hombro.

—Está atrancada —dijo la chica desde el exterior.

—¿Me has encerrado?

—A veces cuesta abrirla.

—No tiene gracia. Haz el favor de dejarme salir.

—No me eches la culpa. Empuja otra vez.

Ángel cargó de nuevo, pero la puerta siguió cerrada. Sudaba a chorro, como si se estuviera desangrando después de que un matarife le hubiera abierto en canal.

De repente, estalló.

—¡Joder, y joder, con la puta de los cojones!

—¿Qué me has llamado?

—¡Abre de una vez!

—Ahí te quedas.

Oyó ruido de pasos que se alejaban.

Pateó la puerta. Le pareció que allí detrás había algo que la atrancaba, tal vez un bidón, o algo parecido. Estampó de nuevo su pie contra el armazón de madera, que crujió y se partió. El agujero que hizo en la puerta era pequeño. Resultaba imposible asomar la mano por ahí. Miró a través de él, pero solo vio un campo amarillo, despoblado, sin carretera, sin casas, también sin cultivar, de briznas secas y matojos.

Se sentó en la taza del váter. Pasó entonces las manos por la frente y limpió el sudor, que había superado las cejas y caía en los ojos. El picor le llevó a cerrarlos con fuerza y luego a parpadear. Suspiró y se mordió los labios.

Pasaron unos minutos. Oyó el ruido que hacía un camión al arrancar y se levantó. Empujó de nuevo la puerta con las manos. No logró moverla. Se sentó como antes, en la taza. Apoyó la espalda en la pared y los pies en la puerta del aseo. Dobló entonces las rodillas, para tomar impulso. Los pies impactaron violentamente en la madera, que crujió. Repitió el movimiento tres veces más, hasta que logró partir la cerradura. Se levantó y empujó entonces la puerta con un hombro. Logró salir, corrió hacia la parte delantera y miró hacia los aparcamientos. Los dos camiones acababan de marcharse, cada uno en una dirección.

La chica estaba sentada en el suelo, a la sombra.

—Le dije que habías cambiado de opinión, que preferías quedarte conmigo —dijo ella.

—¿Por qué le has contado eso? —preguntó Ángel jadeando.

—Porque es la verdad.

—¿Y te creyó?

—Sí. Antes de irse le dijo al otro camionero: si vuelvo a ver a ese chico, te juro que le regalaré una brújula.

—Joder —repitió Ángel mientras negaba con la cabeza.

—A mí, en cambio, me gustas así. Como eres.

—No tienes ni puta idea de cómo soy.

Ángel se alejó de la chica y entró en el bar.

Los dos viejos mantenían la misma postura. Contemplaban la silla ahora vacía en la que ella estaba antes sentada, como si las piernas delgadas de la joven los hubiera hipnotizado.

El dueño del local fregaba unos vasos. Miró a Ángel.

—¿Qué hacías ahí detrás? ¿Qué era ese ruido?

En lugar de responder, Ángel se acercó a la mesa en la que los tres jóvenes jugaban al billar.

—¿Habéis venido en coche?

Respondió el más alto y fuerte, mientras golpeaba con el taco la bola blanca.

—Lárgate.

La blanca impactó contra una de las lisas e hizo que entrara en un agujero.

La chica entró en el bar. Llorando. El que acababa de meter la bola levantó los ojos de la mesa, miró a la chica y señaló a Ángel con el taco.

—Serás cabrón. ¿Qué le has hecho a mi hermana?

Ángel giró la cabeza. La chica hipaba desconsoladamente. Ella señaló a Ángel y lloró con más fuerza.

—Yo no le he hecho nada —dijo Ángel. Abrió las manos, enseñó las palmas desnudas y dio un paso atrás.

—¿Por eso te quieres ir de aquí, gitano de mierda?

Sin soltar el palo de billar, el otro rodeó la mesa de juego. Los otros dos jóvenes también se acercaron a Ángel.

—No soy gitano. Y tampoco le he tocado un pelo a tu hermana. Ha sido ella la que…

—¿Qué ha sido ella? ¿Tienes huevos para decir que la culpa es de mi hermana? —interrumpió.

En apenas un segundo, el palo de billar se alzó y cayó sobre la cabeza de Ángel. Luego se acercaron los otros dos chicos, cada uno con su taco.

Le despertó el calor. Estaba tumbado boca arriba en el asfalto hirviente de la carretera. Se llevó las manos a la cabeza. Le dolía. Palpó algo caliente y espeso. Se miró los dedos, manchados de rojo.

—¿Ya te has despertado? —le preguntó el que le había golpeado con el taco en primer lugar. Estaba de pie, a apenas un par de metros de donde Ángel yacía—. Hijoputa, eres un hijoputa, eso es lo que eres, y ahora vas a saber lo que hago yo con los hijoputas.

Ángel se fijó entonces en la cuerda que tenía atada a los pies. El otro extremo estaba anudado a una Goes 250 de color naranja.

El hermano de la chica se subió a la moto y arrancó. La cuerda se estiró y Ángel sintió cómo ese hilo tiraba de su cuerpo.

Antes de llegar a Guadalbézar y bajarse del autobús, antes de decirle hola a su hermano, antes, también, de ver a su madre, de tratar de conseguir algo de dinero de la cuenta corriente y de salir huyendo de aquel pueblo con el primer tipo que quiso llevarle, a Ángel le habían ofertado un puesto de trabajo en la isla de Realarocha, la más pequeña de un archipiélago situado en el Atlántico, frente a la costa africana, y había dicho que sí. Disponía de cuatro semanas y luego tendría que coger un avión.

Arrastrado por las matas, con hojas resecas y amarillas restregadas por su cuerpo, untado por espigas, entallado por briznas y por tierra sucia, intoxicado por el humo de la motocicleta, Ángel pensó en aquel destino, en Realarocha, y llegó incluso a dibujar lo que parecía una sonrisa.

Su cuerpo, remolcado como una lata oxidada, quemado, sacudido por las piedras, se negó a viajar con él. Pero él sí lo hizo.

La sangre: gotas condensadas al amanecer en los brotes erectos y amarillos que crecen de las yemas, y en las hojas verdes, alargadas y de punta aguda, y en las escamas rojizas, y en el corcho impermeable, espeso y antiguo, y en los conos atrancados, y en los piñones sin partir.

Los huesos: edificios volcánicos apoyados en la hundida corteza continental, desgastados por el viento, y derrubios en las quebradas, despeñados desde los filos, los que anidan luego en las depresiones, y escalones cortados a plomo en una costa mordida e irregular.

El pelo: la hierba, y los cardones de espinas robustas como candelabros, y el verode rollizo, ahusado, de flores marfileñas y blancas, y los cardoncillos áridos y venenosos de la tierra gruesa y suelta.

El hermano de la chica dio tres vueltas en el descampado con la Goes 250 de color naranja. Luego se detuvo, cortó la cuerda y dejó allí a Ángel, tirado en el suelo. Luego la recogió a ella. Los otros dos esperaban subidos a una segunda moto. Dijeron algo y luego los cuatro se marcharon de allí.

Ángel recuperó el conocimiento. Pasó cerca de una hora en la misma posición, mirando hacia lo alto. Cuando pudo levantarse, fue trastabillando hasta el aseo que había en la parte de atrás del bar de carretera.

La puerta que él había roto estaba atada con un trozo de cuerda de cáñamo. Deshizo el nudo y entró. Abrió el grifo del lavabo, se lavó las manos y luego la cara. Bebió agua en gran cantidad. Se quitó la ropa, echa jirones, menos los calzoncillos. La sacudió, luego la apretó y puso debajo del grifo, hasta que pudo aclararla un poco. Así, echa un trapo y mojada, la utilizó para aplicarla sobre las heridas del cuerpo, hasta que el dolor le impidió seguir. Entonces dio media vuelta, se agachó y vomitó en la taza del váter.

Se sentó y permaneció así un tiempo, hasta que apareció el dueño del local.

—Había oído un ruido —dijo el otro a modo de explicación. Miraba a Ángel como si el chico fuera un perro rabioso.

El joven no hizo comentario alguno. Respiraba con agitación. Las babas le colgaban de la boca.

—Me debes una puerta, que lo sepas —dijo el dueño del bar. Antes de dar media vuelta y regresar al mostrador, añadió—: Llamaré a los del ambulatorio.

Veinte minutos después lo llevaron en una ambulancia al dispensario de una pequeña localidad de la que nunca supo el nombre. Le administraron un analgésico intramuscular y le vacunaron contra el tétanos. Limpiaron las heridas y quemaduras, las curaron y las cubrieron con vendajes. También le dieron cuatro puntos de sutura en la frente y le administraron 500 ml intravenosos de suero fisiológico.

Le propusieron trasladarlo a un hospital, pero se negó. También le recomendaron poner una denuncia, pero el joven también rechazó la idea. Preguntó si podía llamar por teléfono y le dijeron que sí.

Habló con su hermano.

—¿Cómo está?

—Ángel. Qué sorpresa. Te fuiste sin avisar y yo no sabía…

—Salvador, ¿cómo está? —interrumpió Ángel.

—Igual.

—¿Ha comido?

—No sé si debemos darle algo o no, aunque sea machacado. Ella dijo que no lo hiciéramos. Y no se despierta.

Ángel colgó.

Antes de marcharse del ambulatorio, preguntó dónde estaba su mochila. Allí no sabían nada de mochilas. Recordó entonces que la había dejado en el bar, en concreto en el mostrador, cuando llegó con Luis.

El viaje en ambulancia había sido corto. La distancia que separaba el pueblo del bar de carretera era de entre cuatro y cinco kilómetros.

Ángel se cubrió con la media sábana que le habían proporcionado, lo único que tenía aparte de los calzoncillos y las zapatillas. Cogió la botella de agua y los analgésicos que le habían dado y echó a andar hacia las afueras.

Cuando llegó al bar, era de noche. Entró como iba. Disfrazado de anacoreta. Apenas había allí más de cinco o seis clientes. Todos se callaron. Lo siguieron con la mirada mientras él se acercaba al mostrador.

—No quiero problemas —anunció el dueño del local.

—Vengo a por mi mochila —el otro dudó y Ángel aprovechó para añadir—: Ahí llevo una muda de ropa y mi documentación. No tengo dinero. Dentro no hay nada de valor. Le agradecería que me la devolviera.

—Ya sé que no tienes con qué pagar. Un euro con cuarenta y tres céntimos, eso llevas. Miré para coger lo que es mío. Me sigues debiendo una puerta —dijo el dueño.

Aquel tipo se agachó, sacó la mochila de debajo del mostrador y se la lanzó al joven. Ángel la cogió al vuelo.

—¿Me permite cambiarme en la parte de atrás?

—Haz lo que quieras.

Ángel se vistió en el aseo y volvió al bar a los cinco minutos. Se acercó a la barra y preguntó:

—¿Necesita a alguien para trabajar? Sólo un par de días. Hasta que me recupere.

—¿Estás de broma, chico? No te contrataría ni aunque lo hicieras gratis.

—Puedo limpiar.

—Lárgate. Eres de los que traen los problemas como la mierda a las moscas.

—Atraen.

—¿Qué?

—Atraen los problemas, no traen.

—Vete a tomar por culo. ¿O es que en lugar de vete se dice avete?

Los parroquianos se echaron a reír. Ángel se giró, dio unos pasos y salió del bar.

Desde fuera, el chico se fijó en cómo alrededor de la luz del televisor crecía la oscuridad, reducida por las secuencias más brillantes del programa que emitían.

Miró hacia las luces del municipio en el que le habían curado, a cinco kilómetros de allí, desperdigas y casi ahogadas por una noche sin luna. Se quedó de pie. Junto a la carretera. Contemplando el exterior.

El contorno de las nubes se suavizaba al caer de pie en un horizonte perfilado con una extraña raya ambarina. La línea clara horizontal y la vertical del cielo dibujaban una cruz como si el exterior también se acordara de la madre del joven.

Ángel caminó unos cuatrocientos metros, hasta un lugar en el que las rocas formaban casi una circunferencia. Entre ellas se creaba un espacio en el que la naturaleza simulaba una habitación salvaje.

Estaba cansado. Bebió agua de la botella hasta acabarla. Luego se tumbó boca arriba. Se quedó dormido a los pocos minutos.

Despertó por la mañana, cuando el sol aún no había salido. Las luces del bar aún estaban encendidas y las sombras seguían grabadas en las paredes.

Ángel volvió a casa a los tres días después de haberse marchado. El hermano mayor abrió la puerta cuando llamaron y se lo encontró.

—Ángel. Qué sorpresa.

—¿Cómo sigue?

—Igual. ¿Dónde te habías metido?

—He estado por ahí.

—Te fuiste sin dinero. Oye, traes mala cara.

—Necesito dormir.

—Parece que te haya pasado un camión por encima.

—Algo así.

—Me llamaron del banco.

—Ya lo sé. Yo no tenía autorización para sacar dinero de la cuenta.

—Haber vuelto a casa.

—Vamos a dejarlo.

Y lo dejaron.

Pero ahí no acabó la cosa. Ángel le preguntó a Salvador. A su modo. Sin miramientos. Como si lo tuviera más que decidido.

—¿Dónde está la jeringa?

—¿Qué jeringa?

—La jeringa de la que hablaste.

—¿Qué jeringa?

—La de potasio.

—Pero ¿qué jeringa dices?

—Joder.

—Es que no sé de qué hablas.

—Dame la puta jeringa.

—La tiré.

—Y una mierda.

—Ángel, quizá deberíamos sentarnos y hablar.

—¿Dónde está el cajón de las medicinas?

—Allí no está la jeringa.

—Entonces, ¿dónde?

—Yo creo que es muy precipitado, Ángel. Podríamos preguntarle antes al médico. Y también al tío.

—Y a la zorra de tu prima.

—Bueno, si quieres se lo podemos preguntar también a la prima Gema.

Ángel se rió y volvió a ponerse serio enseguida.

—¿Te das cuenta, Salvador?

—¿Que si me doy cuenta de qué?

—De lo zumbado que estás. Todo te lo tomas al pie de la letra.

—Es que lo de las palabras es muy complicado. Significan lo que significan. Pero a veces, según el contexto, parecen otra cosa. Dame algo de tiempo. Ahora, por ejemplo, creo que ya te he entendido. Soy lento, pero al final lo pillo. Era una broma. Lo de decírselo a la prima. Lo que tú me habías dicho es eso que llaman una ironía, que consiste en decir lo contrario de lo que parece que has dicho.

—Sé lo que es una ironía.

—Pues qué bien. Los dos lo sabemos. Eso está bien. Muy bien.

—Salvador.

—¿Qué?

—Salvador.

—¿Qué quieres?

—Salvador, dame la jeringa.

Entraron en la habitación en la que la madre yacía acostada, como si ya estuviera muerta. No parecía respirar.

Ángel llevaba en la mano derecha la jeringa cargada con cloruro potásico. Se acercó a la cama. Sin echarle un vistazo. Sin dirigirle siquiera una mirada de refilón.

La cogió del brazo izquierdo. Sostuvo esa extremidad en el aire mientras examinaba la vía intravenosa que su madre tenía cogida en el antebrazo.

—¿Qué tengo que hacer? —le preguntó a Salvador.

—Gira la palometa.

Ángel señaló la palometa.

—¿Esto es la palometa?

—Sí, pero antes introduce la jeringa en la llave de tres vías.

Ángel señaló la llave de tres vías.

—¿Aquí?

—Sí, ahí.

—¿Sin aguja?

—Claro que sin aguja. No seas burro.

Ángel introdujo la jeringa en el sitio correcto. Luego giró la palometa.

—¿Y ahora?

—Empuja el émbolo de la jeringa.

Ángel lo hizo.

—¿Y ahora?

—Ya está.

—¿Ya está?

—Sí. Ya está.

—Pensé que sería más complicado.

—¿Más complicado?

—Que habría que hacer otra cosa.

—¿Cortarle la cabeza o algo así?

—Algo así.

—Pues no. Ya está.

Lo siguiente pasó muy deprisa. La visita del médico. El parte de defunción. El desfile de familiares y amigos. La misa de difuntos. Un crédito pendiente que había que liquidar. Los gastos de la incineración.

El tío propuso que había que ingresar a Salvador. Buscarle una residencia, siempre que fuera a cargo del estado. Ángel debía entender que él no estaba para gastos ni tenía obligación de cargar con el esquizofrénico de la familia.

De Ángel no había que preocuparse porque el hermano menor iba a su aire y era mayor de edad y siempre supo buscarse la vida y a partir de aquel momento no iba a ser diferente. Además, por lo que el tío tenía entendido, Ángel había firmado un contrato para empezar trabajar fuera de la península, en la isla de Realarocha.

El crápula de la familia. A ver si enderezaba un poco el rumbo y se convertía en un hombre de provecho. Si el servicio militar fuera obligatorio, como antes, a Ángel se le iban a acabar las tonterías. Allí lo habrían hecho un hombre. Pero un hombre de los de antes. Un tiarrón de la cabeza a los pies. En fin. Las cosas estaban como estaban y los viejos tiempos no iban a resucitar.

Salvador fue al banco a cerrar la cuenta de ahorros. Volvió a casa con el dinero que les quedaba después de saldar todo lo pendiente. 478,5 euros.

—Mañana nos vamos —dijo Ángel.

—Yo no puedo. En Realarocha no permiten acompañantes, ni familiares, ni novias. Tú lo dijiste. Así que imagínate. Si apareces conmigo, te echarán. El tío lo tiene todo arreglado. Me ha dicho que voy a estar la mar de bien.

—Haz la maleta.

—¿Vas a hacer de Robert?

—¿Qué Robert?

—Robert de Niro.

—No, voy a hacer de Robert de Niro.

—¿A Realarocha? ¿Los dos?

—Nos vamos a la playa de La Vilanova. Donde trabajó mamá.

—Ángel, si te digo una cosa, ¿te enfadas?

—Depende.

—No suena bien.

—Prepara lo tuyo.

Ángel tiró de la puerta y no regresó hasta la noche.

Esa madrugada, los dos hermanos cogieron un autobús. Luego un tren. Por la mañana, a eso de las doce, estaban en la isla.

Así de fácil. Como si todo fuera un truco de magia en el que de repente estás en un sitio y antes de que te des cuenta apareces en otro. Como si estás con alguien y, cha—chán, ya no estás con ese alguien, y luego, cha—chán, vuelves a estar.

Ángel se acercó a un vehículo aparcado, en cuyo lateral podían leerse las dos siglas que identificaban a La Fundación. Inclinó el tronco hacia la ventanilla bajada y le preguntó al conductor.

—¿No sabrá dónde puedo alojar por aquí cerca a mi hermano?

El otro, un tipo corpulento con una cara que parecía un ladrillo, negó con la cabeza. Señaló en dirección a la casa, situada a dos kilómetros del puerto.

—Allí es donde tienes que ir.

—¿Alquilan apartamentos?

—Sí, hombre, para la temporada. Como casi no quedan turistas en estas fechas, encontrarás muchos apartamentos vacíos —ironizó.

—Buscaba algo barato. Solo para él —dijo Ángel señalando a su hermano.

El otro se echó a reír.

—Pero chico, ¿sabes dónde estás? En esta isla no hay nada, salvo La Fundación.

—Gracias de todos modos.

Se despidieron.

Los dos hermanos caminaron hacia el microbús que recogía a los pasajeros del ferry.

—Tenía cara de estáis molestando —dijo Salvador.

—No tenía cara de eso. Conduce un coche, ya está —replicó Ángel. Luego le ordenó a su hermano, señalando al microbús—: Sube.

—No puedo.

—Joder.

—No hables así, Ángel. A mamá no le gustaría.

—¿Por qué no puedes?

—No soy personal cualificado.

—¿Que no eres qué?

—Es un vehículo para personal contratado por la empresa. Por lo tanto, no puedo subir.

—Salvador, ahora no.

—Te dije que no era una buena idea. No debería haberte acompañado.

—¿Piensas subir de una vez o vas a ir andando?

Salvador se calló, agachó la cabeza y subió al vehículo.

Cuando llegaron, se bajaron y contemplaron el edificio. Una fachada sencilla, blanca, con arcos como dientes en hilera en uno de los laterales. Por encima y detrás de ella, asomaban las ramas altas y las copas de los árboles del jardín.

Ángel cargó con su mochila y Salvador arrastró su maleta de viaje con una mano. Fueron hacia la entrada. Una veinteañera con uniforme se dirigió a ellos en cuanto los vio abrir la puerta.

—Buenos días.

—Buenos días —respondió Ángel.

—¿Vienen juntos?

—¿Perdón?

—Le pregunto si comparten habitación o si les han asignado una individual a cada uno.

—Bueno, no vengo solo.

—Ya lo veo, por eso le pregunto —dijo ella sin dejar de sonreír.

—Supongo que preferiría que estuviéramos juntos.

—Pero ¿no le han dicho dónde se van a alojar?

—Bueno, él… —señaló a Salvador, que en ese momento se metía un dedo en la nariz mientras miraba hacia el techo del vestíbulo de la casa—. Él es mi hermano mayor.

—Y no tiene contrato —dijo ella. Había mudado el semblante, por uno que parecía una tabla de planchar.

—Yo sí. Pero él no. De eso quería hablar con alguien.

—No se permiten acompañantes.

—¿Con quién puedo hablar? —insistió Ángel.

Ella suspiró. Dirigió a ambos una mirada recriminatoria y luego dijo, muy seca, antes de dar media vuelta y salir:

—Veré qué puedo hacer.

Salvador se alejó del mostrador de recepción. Entró en un patio situado a la derecha de dónde Ángel esperaba.

Se había levantado una ventisca que movía las hojas de las palmeras. Los cúmulos densos del cielo se arrastraron para agruparse en una única y extensa nube algodonosa, cada vez más sucia.

Palpó su pequeña suma. Les quedaban poco más de doscientos euros. Aunque el trabajo de Ángel estaba bien. Lo pagaban bien.

La sala en la que entró parecía un museo. Salvador desconocía que aquella habitación homenajeaba a Sebastián Jimeno, propietario de La Fundación.

La luz que se filtraba a través de los cristales opacos se desvaneció. Se oyó el primer trueno, distante.

Cambió de habitación. Entró en un salón en el que a cualquiera le gustaría vivir. La cuidada composición de los muebles otorgaba a la sala cierto resplandor. Un aparador de madera, apretado contra una pared blanca. Estanterías con platos de porcelana y vasijas que dejaban suficiente espacio para respirar. Una gran mesa cuadrada en el centro. Sillas de madera alrededor. Paredes cubiertas por fotografías de la isla, enmarcadas en tonos claros. Una puerta abierta conducía a una terraza con vistas al mar. La sensación era de calma, a pesar de las nubes.

Salvador volvió a recepción. Allí seguía su hermano. Hablaba con un encargado. Se fijó con detenimiento en la joven que le había saludado al entrar en el edificio. Le miró el cuello. Se detuvo en los lunares y en el color de la goma elástica con la que ella se sujetaba una coleta. Luego en el contorno de sus ojos, en el rosa del lápiz de labios, en los senos pequeños y en el dibujo de encaje del sujetador, que se adivinaba a través de los dos botones superiores abiertos de una camisa estampada en cachemira.

—Me ha gustado la casa —le dijo Salvador.

La joven le miró. Dibujó una sonrisa obligada y siguió escuchando la conversación que tenía lugar entre su hermano y aquel hombre de la empresa. Salvador no prestaba atención a lo que decían, como si aquella discusión no fuera con él.

—Me ha gustado mucho, es muy acogedora, quiero decir —insistió.

Ella, esa vez, ni siquiera giró la cabeza para darse por enterada.

Salvador miró hacia el exterior. La tormenta se acercaba a la isla.

—Viviría en ella de lo acogedora que parece. Porque lo parece. Acogedora, quiero decir. Mucho. Muy acogedora. Y muy limpia también —continuó.

—Salvador, ahora no —ordenó Ángel.

El hermano mayor pareció despertar de algún encantamiento. Se calló y siguió la conversación de Ángel con aquel encargado.

—Tal vez te interese lo de Fran, porque no se me ocurre otra manera de solucionarlo.

—Lo que sea —dijo Ángel—. Si él se tiene que ir, yo también me marcharé.

—Es una opción —siguió el otro, haciendo oídos sordos a la advertencia que acababa de oír—. Fran es un hombre mayor, casi ciego, que está en una silla de ruedas. Vive a un kilómetro de aquí. Les puede ofrecer alojamiento y comida a cambio de que le ayuden en las tareas cotidianas y le cuiden. Siempre hay alguien que quiere ahorrarse la comida. Como ya sabrá, la empresa no la incluye en la dieta. Su hermano tendría que dormir todas las noches en la casa. Es un tipo raro, aunque nadie se queja de él. Antes le cuidaba un sueco o un noruego, pero ese chico volvió a su país. Creo que ahora se aloja allí un cubano que trabaja en la cocina, así que puede que la habitación no esté disponible. No pierdes nada por probar. Si allí no hay sitio para tu hermano, él tendrá que irse. La Fundación no es un hotel.

El espesor del cielo llegó al límite de lo soportable. Las nubes apelmazadas parecían haberse llenado de arena. Latidos que desgranaban un aire casi reducido a un esqueleto. Un letargo nada tranquilo bajo una cubierta borrascosa. Anunciaba una violencia inútil, quizá imposible de contener.

Salvador miraba hacia lo alto mientras caminaba al lado de Ángel. Arrastraba la maleta con la derecha a través de un camino medio tomado por la vegetación. Tropezó un par de veces, pero no llegó a perder el equilibrio. Tampoco retuvo el paso ligero de su hermano.

Llegaron a la casa. Las ventanas estaban abiertas. A través de ellas, salían los acordes de unos trombones. Salvador los reconoció. Parsifal. Del bosque a Monsalvat. Un lugar en el que el tiempo se hacía espacio.

Ángel buscó un timbre, pero no lo encontró. Llamó a la puerta con los nudillos.

—Está abierta —dijo una voz ronca.

Ángel la empujó con una mano y entró en la habitación principal, un salón entarimado con dos ventanas.

—¿Es usted Fran?

—¿Y tú?

—Me llamo Ángel.

—¿Qué quieres?

—Necesito una habitación. Para mi hermano.

El que fuera Señor de Negro estaba sentado en una silla de ruedas, cerca de una ventana que daba al mar. Tenía el pelo enmarañado y la mirada perdida. Soltó un bufido.

—¿Te parece esto un hotel?

—Me han dicho que necesita usted a alguien.

—¿Quién dice eso?

—Acabamos de llegar. Busco algo para mi hermano. Pregunté y me dijeron que usted necesitaba a alguien que le ayudase, y que a cambio estaría dispuesto a ofrecer alojamiento.

El hombre alargó un brazo hacia la mesa situada junto a la silla de ruedas. Cogió el mando a distancia del reproductor de cedés, bajó el volumen y volvió a preguntar.

—¿Quién te ha hablado de mí?

—Alguien que trabaja en La Fundación —dijo Ángel. Luego añadió—: Soy mecánico. Tengo un contrato. Pero mi hermano no.

Unas gafas grandes y oscuras ocultaban los ojos de Fran. La boca le colgaba, como si alguien tirara de ella hacia el suelo y durante esa caída hubiera labrado dos surcos profundos que le impedían sonreír.

—¿Y dónde está tu hermano?

—Soy yo —dijo Salvador, dando un par de pasos hacia delante. Entró en la cabaña del viejo.

—¿Por qué no trabajas?

—No estoy cualificado.

—¿Qué sabes hacer?

—Creo que nada.

—¿Crees que nada? ¿Y entonces por qué iba a dejar que te quedaras aquí?

—Bueno, yo le dije a mi hermano que no era una buena idea. No he firmado algún contrato, pero Ángel dijo que lo solucionaríamos.

—Salvador —dijo Ángel.

El hermano mayor siguió hablando.

—Ángel puso cara de yo puedo solucionar las cosas, Salvador. Luego dijo que encontraríamos algo que yo pudiera hacer. ¿Y sabe qué? Pues que Ángel tenía razón. Porque hay una cosa que sé hacer muy bien, y es cuidar a las personas. Aunque no tengo un título universitario, puedo hacerme cargo de alguien que lo necesite. Pero con eso no quiero decir que usted tenga cara de enfermo.

—Salvador, ahora no —interrumpió Ángel.

—No lo estoy teniendo a menos porque esté sentado en una silla de ruedas. Jamás se me ocurriría. Tiene que creerme. Pero es que he estado cuidando de mamá durante mucho tiempo, hasta que ella…

—Mi hermano es medio enfermero —cortó Ángel.

—¿Sólo medio? —preguntó Fran con humor.

—Sabe cuidar a la gente.

Se oyó un ruido de pasos. Fran miró por la ventana. Ángel y Salvador hicieron lo mismo. Unos segundos después, un quinceañero de aspecto recio se asomó por ella. Traía una bolsa llena de fruta.

—Para ti, viejito. No son burros, pero te van a encantar.

El recién llegado mostró media docena de plátanos grandes, amarillos, con pintas, y sonrió.

Una hilera de dientes impresionante. Cuello de búfalo encajado en hombros de búfalo. Y la piel también casi de bisonte, marrón oscura. Ojos de rapaz, perspicaces, fuertes.

Le cambió el rostro cuando vio a Salvador.

—¿Quién es este ganso? —le preguntó al hombre en silla de ruedas.

—Quiere quedarse —respondió Fran.

—Se le ve reyoyo, ¿no, viejito? ¿Le has dicho ya que no puede?

—Díselo tú.

Yovani desapareció de la ventana y se plantó delante de la puerta. Tropezó con Ángel, que seguía allí de pie y no se apartó.

Fran empujó hacia atrás la silla de ruedas con las manos y se perdió en las sombras de la habitación, sin decir nada. Parecía divertirle aquello.

Yovani empujó a Ángel, cruzó la habitación y soltó la bolsa con fruta que llevaba en la cocina. Luego volvió al salón.

Se encaró con Salvador.

—Pendejín, ¿no oíste al viejo? Sidoso pinche mierda, largo de aquí.

—Sé cuidar muy bien a las personas, tiene que creerme. Se lo puedo contar más despacio. Lo de mi experiencia, quiero decir. En cuanto tengamos confianza el uno con el otro —dijo Salvador dirigiéndose a Fran.

—Puto perro hijo de tu cerda madre, ¿qué fue lo que dijiste? ¿Con quién hablas? —interrumpió Yovani.

—Aunque si la habitación está ocupada, dígamelo y me iré. Sin rencores. Yo no he venido a molestar. De eso puede estar completamente seguro —dijo Salvador, ignorando otra vez a Yovani.

—Mira qué bien habla el cabrón hijo de papá. ¿No me oíste, pendejito?

—¿Quieres hablar conmigo? —dijo Ángel, interponiéndose entre Yovani y Salvador.

—Ya basta —cortó Fran.

El viejo giró la silla de ruedas y se acercó de nuevo a la ventana. El cielo había taponado cualquier rayo de luz que pretendiera escapar de lo alto y tocar el suelo de la habitación. En aquella penumbra, medio oculto y con las grandes gafas de sol todavía puestas, apenas se adivinaba algún gesto. Fran parecía aún más abandonado, una sombra inanimada en silla de ruedas.

—Prometiste arreglar el ventilador. Hazlo ahora. Yo hablaré con ellos —le dijo Fran a Yovani.

El chico caminó despacio hacia atrás. Miraba fijamente a Ángel. Esquivó la silla de ruedas sin despegar los ojos del otro muchacho. Luego se perdió de vista en la oscuridad del pasillo.

Se oyó el sonido de unos pasos fuertes cuando Yovani empezó a subir la escalera que conducía a la planta de arriba.

—La casa es muy pequeña. Hay una habitación de invitados y está ocupada —explicó Fran—. Yovani vive aquí desde hace unos días. Estoy contento con él. Es un buen chico.

Movió la silla con pericia. Llegó a un pequeño mueble bar del que sacó una botella de vino. Se sirvió un vaso. Se bebió el contenido de un sorbo.

Luego le preguntó a Salvador.

—¿Por qué quieres vivir en esta casa?

—Tiene que dormir en alguna parte —respondió Ángel.

—Le preguntaba a él —el viejo volvió a dirigirse a Salvador—: ¿De verdad quieres vivir aquí?

Salvador guardó silencio.

Fran señaló el reproductor de cedés.

—¿Te gusta la música?

—La escena de la transformación del primer acto —respondió Salvador.

—Eso es lo que escuchaba cuando entrasteis. ¿Te parezco un intelectual?

—Pues no, señor, la verdad es que no lo parece. Pero no se apure, porque yo tampoco lo soy. No entiendo de música. Solo la escucho por la radio. Sé que unas me gustan y otras no. Esa de Wagner, la de Parsifal, es de la que me gustan. Me refiero a sentirla. Eso quiero decir. No sé si me comprende. Tener una intuición al escuchar una música para mí es suficiente. No crea que soy un intelectual de esos que se hacen la picha un lío. Tampoco quiero molestar a los que entienden y han estudiado y se esfuerzan, pero esos, muchas veces, para hacer algo tienen que darle antes ochenta vueltas a las cosas y luego o escogen la peor opción o siguen sin ir a ninguna parte.

—Esos que lo analizan todo y siempre están tristes.

—Sí, señor, a esos me refiero.

El viejo conectó el equipo de música. Volvió el coral de los trombones, el que recibió a los dos hermanos cuando llegaron a la cabaña.

—¿De dónde venís?

—De Guadalbézar. Estábamos hartos de aquello, Ángel más que yo —dijo Salvador.

—¿Mi hermano puede quedarse con usted? —insistió Ángel.

—Arriba, junto a la habitación de Yovani, hay otra que uso de trastero. Amontonad los cachivaches que guardo en uno de los rincones y acondicionarlo para vivir, si es que podéis.

—Gracias, muchas gracias —dijo Ángel.

Salvador secundó a su hermano con un torpe movimiento afirmativo con la cabeza.

Ángel arrinconó unas cajas cerradas de cartón, una mecedora, un perchero, una montaña de discos de vinilo y varios cajones llenos de chismes. Miró el espacio que quedaba. Muy justo para extender en el suelo un colchón, lo único que se podía aprovechar de todo lo que había guardado en el trastero.

Apoyó la maleta de Salvador en la única esquina que quedaba libre, junto a la ventana. En aquel dormitorio improvisado, Salvador podría dormir, pero poco más, salvo leer tumbado en el colchón.

Yovani asomó la cabeza en la minúscula habitación, sonriente.

—¿Sabéis? Hoy recién hablé con mi madre. Ando loco pensando cómo mandarle algo de cash. Tengo que ayudarla y convencerla de que tiene que salir de Cuba. Aquí me siento feliz. Yo no volveré a la isla del Kagandante.

—¿Qué es eso del Kagandante? —preguntó Salvador.

—¿Quién va a ser? Fidel. No nos hemos presentado.

Yovani entró en la habitación. Le tendió la mano a Salvador y pronunció su nombre.

Su perfecta hilera de dientes blancos, confiada, desprendida, esperaba el mismo gesto de bienvenida, al que Salvador correspondió. Luego, Yovani le tendió la mano a Ángel, que devolvió el saludo sin mirarle ni cambiar la seriedad de su rostro.

—Perdonad el berrinche de antes. ¿Hermanos? Venga. Ahora somos hermanos.

Ángel parecía reacio a incluirlo en su nómina de amigos. Salvador dijo que sí con la cabeza.

Yovani cambió de tema.

—He recibido una llamada muy importante, de un amigo fantástico. No hablo con todos los de allí. Con algunos, desde que me marché, nada. Eso es algo duro. Por eso la llamada de un amigo de verdad me ha hecho muy feliz. Me gusta compartir la felicidad y también la tristeza con ustedes —sin perder la sonrisa le dijo a Salvador—: Te camelaste al viejito, ¿eh?

Ángel esperó a que Yovani se cansara de hablar.

Cuando se despidieron del chico cubano, Salvador abrió su maleta y empezó a sacar la ropa que traía. La apiló encima de una caja de cartón.

Salvador extendía el mantel en la mesa del salón. Luego llevó los platos y los cubiertos.

Yovani terminaba de preparar la comida. Arroz con carne de cerdo.

—Después de todo, no va a llover —dijo Fran, como si ahorrarse una tormenta fuera un inconveniente. Miró a Salvador—. Cuando terminemos de comer, me gustaría dar un paseo por la playa. ¿Te importa acompañarme?

—No, claro que no me importa. Quiero decir que iré con mucho gusto. La playa me encanta. Y oler el mar. Y fijarme en las gaviotas.

Azul ruidoso y graznidos que volaban bajo. Un horizonte fúnebre desde que las nubes decidieron estancarse.

La lluvia ausente. Un gris desencajado. Cúmulos desviados por un viento que aclaraba la respiración y anunciaba un final más apacible.

El viejo se alejó de la ventana, empujó la silla de ruedas y ocupó su lugar en la mesa. Le quitó un pico a la barra de pan y se lo llevó a la boca.

Yovani les avisó.

—Al arroz le falta darle solo un punto.

Las tripas de Salvador gruñeron. Había desayunado una magdalena y un vaso de leche a las siete y media, nada más. Su estómago se lo recordaba.

Fran le dio otro pellizco al pan, mayor que el anterior.

—Te vas a chupar los dedos, pendejín —le dijo Yovani a Salvador.

Unos minutos más tarde, Yovani entró en el salón con la cazuela de arroz entre las manos, metidas en guantes de paño.

—¿Sabes cocinar? —le preguntó el viejo a Salvador.

—Puedo preparar huevos fritos. Y tortilla. Y ensalada.

—María Cristina me quiere gobernar… —dijo Yovani cantando—. ¿Oíste lo que dijo? El huevón sabe preparar huevos. ¿Quieres la raspa, viejito? —Fran negó con la cabeza y Yovani se dirigió entonces a Salvador—. Y el pinche de cinco tenedores, ¿la quiere?

—No.

—Pero ¿sabes lo que es la raspa?

—Sé lo que es una raspa. Aunque no sé a qué llamas tú una raspa. Puede que sea lo mismo. El esqueleto del pescado.

—Te pregunto si quieres la costra de arroz que se queda pegada al cazo.

—No, gracias.

—Entonces, para mí. Si te parece bien, viejito, será mejor que mañana también me ocupe yo de cocinar. El pinche fregará los platos y limpiará la casa.

Terminaron de comer.

—Te toca hacerte cargo esta noche del viejito —dijo Yovani mientras se dirigía hacia la puerta.

—Quería salir esta noche. Dar una vuelta con mi hermano —dijo Salvador.

—Le ronca la malanga lo de este caballero —dijo Yovani, riéndose. Abrió la puerta y añadió—: Tu turno, huevón. Ni siquiera empezaste tu parte.

—¿Qué parte?

—Los platos. Los tienes que lavar. Y fregar el suelo de la cocina.

—Puedo hacerlo mañana.

Yovani se dirigió entonces a Fran.

—¿Has oído al comemierda? —antes de despedirse, señaló con el dedo a Salvador y dijo—: No soy un esclavo, hijo de tu puta y asquerosa madre. Más te vale que la cocina esté reluciente cuando vuelva.

Yovani dio un portazo. El golpe llenó la habitación y produjo un eco que no se marchó del todo.

Salvador empujó la silla de ruedas de Fran en dirección a la playa. Allí pasó algo extraño. El hermano mayor se fijó en una mujer sentada en la arena, lejos de ellos, que miraba hacia el mar. Creyó que era su madre.

La imagen oscilaba. En algunos momentos la veía borrosa. En otros, nítida. Cuando no aguantó más, Salvador habló.

—Me parece que aquella mujer que está sentada en la orilla es mi madre. Lo que no puede ser. Porque mi madre no vino en el ferry con nosotros. Con mi hermano y conmigo, quiero decir. Pero es que aunque hubiéramos decidido que viajara con nosotros, no podríamos haberle sacado un billete. Habría resultado imposible. Del todo imposible.

Fran miró a Salvador.

—No es tu madre.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Pero tú no puedes verla. O casi no puedes.

Se hizo el silencio.

Breve. Salvador no era de los que se estaban callados.

—He leído en alguna parte que el cosmos es una persona. Tan pequeño como un hombre. El sol y la luna son los ojos de un cuerpo. El aire, entonces, tiene que ser el pecho. Y la tierra, el abdomen. Las piernas serían el mar. Y los pies, incluidos los dedos, las raíces de las plantas. La naturaleza se parece a alguien con brazos y piernas. Eso he leído. ¿Estás seguro de que no es mi madre? No me gustaría que se levantara de entre los muertos.

—¿Crees en fantasmas?

—No.

—Haces bien.

—¿Estás seguro de que no es mi madre?

—¿Puede ser tu madre?

—La verdad es que no.

—Pues ya está.

—Si no es un muerto que ha resucitado ni un fantasma, ¿qué es entonces?

—Materia. Moléculas. Átomos. Como el pinar o el mar. Como tú o yo.

—¿Y algo así lo podemos tocar?

—Lo sabremos si se acerca.

—Te lo pregunto porque tengo un problema. Es una enfermedad. A veces veo personas que no existen. Para eso tomo medicinas. No me gustaría estar viendo a alguien que en realidad no está ahí.

—Es lo que te digo. Si se acerca, podemos hablar con ella, a ver qué sucede.

—Es una buena idea.

—Yo apostaría a que es una chica que tiene algo de Kafka.

—¿Kafka?

—Sí. Kafka. El escritor.

—¿Por qué Kafka?

—Creo que le gusta mucho leer. Ella habría querido poder escribir tan bien como lo hacía Kafka.

—¿Te puedo preguntar algo?

—Sí, claro.

—¿Tomas medicinas? Como las mías, quiero decir.

—No.

—Ah. Vale. ¿Y la conoces de algo?

—De algo.

—¿Crees que vendrá hacia aquí?

—Cuando acabe su metamorfosis.

—No te entiendo.

—Bueno. Yo tampoco lo entiendo muy bien.

—¿Debería contárselo a Ángel?

—¿Por qué no?

—No quiero que me suban la dosis.

—Yo en tu lugar estaría tranquilo.

—Vale. Te haré caso —Salvador se calló, pero el silencio apenas duró unos segundos—. ¿Sabes? Ángel es la mejor persona que conozco.

—¿Se lo has dicho?

—Le dije que era el mejor hermano que tenía y se echó a reír. Claro, como no tienes otro, me soltó. Esta mañana, antes de que se fuera a trabajar, le he dicho otra cosa.

—¿El qué?

—Que yo aquí estaría bien. Y que no me importaría quedarme. Me refiero a luego. Cuando él se tenga que marchar.

—Yo también lo creo. Aquí estarás bien.

—Tú y yo. Cuidaríamos el uno del otro.

—Genial.

—¿Y sabes?

—¿Qué?

—Le dije otra cosa. Que él y yo ahora somos pájaros.

—¿Y tu hermano qué opina de eso?

—Sonrió un momento. Luego repitió esa palabra. Pájaros. Me pareció que puso de cara de sí, de que ahora lo somos. Pero no dijo otra cosa. Como es Ángel. Es decir, lo que hizo fue quedarse callado, mirar hacia el agua y ya está.

A Salvador le debió parecer entonces, como a Ángel cuando lo arrastraron atado por los pies, que la sangre era agua y el agua era sangre. No solo la del mar. También la esporádica, encauzada a través de los barrancos, infiltrada en la agujereada roca volcánica, reunida en hendeduras y en lagos subterráneos, enfriada en manantiales y en pozos.

Alrededor de la luz que quedaba se organizaron las sombras. La noche cayó como se cierran unos párpados.