Homenaje

Mariano Antolín Rato

Hace menos tiempo del que me parece aprendí algo importante de un ciclista profesional. Se llamaba Federico Jiménez y solía llegar el último, o de los últimos, en casi todas las carreras; y sobre todo en las grandes vueltas por etapas. Muy pocas veces se retiraba. Posteriormente quedó completamente olvidado, o eso creí yo durante años.

Supe de su existencia por la prensa. Un periodista y poeta amigo, Pablo Calvo, lo mencionaba en uno de los artículos que publicaba en las páginas dedicadas al Tour de Francia de aquel verano. Calvo no se ocupaba de los campeones, los que daban espectáculo. De hecho, sus artículos ni siquiera trataban de cuestiones estrictamente deportivas, sino de lo que en su periódico llamaban los aspectos humanos del ciclismo, según él mismo me diría. En aquella ocasión escribía sobre el último de la clasificación general; y sobre el último de todos, no solo de los españoles. Federico Jiménez llevaba ocupando ese puesto desde la tercera etapa cuando un fuerte viento que soplaba de costado produjo abanicos y cortes importantes. Quedaron descolgados algunos ciclistas, contaba Calvo en su artículo, y uno de ellos fue Jiménez. Estuvo a punto de llegar fuera de control.

Nacido en La Mancha, añadía mi amigo poeta y colaborador ocasional en las páginas deportivas del diario en cuya sección cultural trabajaba, Jiménez nunca había ganado ninguna carrera importante, marchaba mal contrarreloj y no le iba mejor en las etapas llanas. Además, por mucho que su nombre recordara el de dos gloriosos escaladores, El Águila de Toledo y El Relojero de Ávila, tampoco destacaba especialmente cuando se empinaba la carretera. Supuse que sería un sacrificado gregario, pero me equivocaba. En la etapa reina, transmitida íntegramente por televisión, no se le vio desfondarse mientras tiraba del líder de su equipo en los primeros puertos puntuables. Y por un diario deportivo me enteré de que había estado a punto de llegar nuevamente fuera de control. Al parecer, en el último puerto, uno de los míticos y más duros, incluso perdió rueda del grupo de los velocistas y lanzadores que pasaban las etapas de montaña como podían en espera de las finales, de trazado menos duro, donde tendrían posibilidades de ganar al sprint.

Días después hablé por teléfono con Calvo. Mi amigo no sabía mucho más de aquel ciclista, contestó al preguntarle yo por Federico Jiménez. En realidad, se le había ocurrido ocuparse del último de la carrera, y resultó que era él. Luego, Pablo Calvo se refirió a la extrañeza que siempre le producía que algunos corredores participaran en una prueba sabiendo de antemano que nunca podrían ganar. Hacían tantos esfuerzos como los primeros, los famosos, y sin embargo pasaban desapercibidos. Algunos no tienen las cosas demasiado fáciles para ganarse la vida. Por cierto, continuó Calvo, a lo mejor yo no sabía que Jiménez se había visto implicado en una caída sin consecuencias de la etapa anterior. Y recordó a Alex Zulle, que no hacía mucho perdió una vuelta a España porque se cayó en el descenso de un puerto asturiano. También mencionó mi amigo a Ocaña entre risas maliciosas. Hay ciclistas importantes, dijo, que ni siquiera saben andar bien en bici. Colgó enseguida porque, devorado por la complejidad de las cosas, le estaba dando vueltas a un poema. Ya había ganado premios con otros. En el siguiente artículo, al hablar de intenso calor de la etapa pirenaica, se refirió a las cigarras que derraman sus penas al verano que también se iría. Poeta al fin.

Entonces yo no era tan aficionado al ciclismo como ahora, cuando debería venir alguien y dar marcha atrás a mi reloj. Sí mucho más competitivo. Pretendía hacerlo todo con intensidad, como si fuera la última vez que lo hacía, y lo supiera al hacerlo. Poeta todavía inédito, estaba dispuesto a llevarme por delante a lo que se interpusiera entre mí y las ambiciones de ese yo empeñado en respirar el aire de las alturas. Jamás podría aceptar que mi lucha por correrme más cerca del borde de la realidad quedara integrada en un proceso general del que todos participaban y del que yo no era sino un elemento más. Si pasaba eso, si como aquel ciclista, Federico Jiménez, nunca conseguía ocupar los puestos de cabeza y me veía obligado a desempeñar un papel muy secundario, se originaría un cataclismo de dimensiones cósmicas. La propia expansión del universo quedaría afectada, sin duda, reflejando así la magnitud de mi fallido intento. Ni más ni menos.

Algunos de los ratos que aquel mes de julio me dejaba libre semejante empresa titánica —es decir, casi todos—, los dediqué a seguir el Tour por la prensa, la tele, y menos por la radio. Nadie, tampoco Pablo Calvo, empeñado en su cruzada tan mal vista en favor de establecer dos clasificaciones, la de los que no usaban productos para mejorar su rendimiento y la de quienes recurrían al doping, volvió a mencionar a Federico Jiménez. Lo único que pude saber de él era que continuaba el último de la general, aunque al terminar el Tour su nombre ni siquiera aparecía detrás del número del puesto que ocupaba con el añadido de «y último». En las etapas finales, imaginé, había arañado, por lo que fuera, algo de tiempo y, en la clasificación definitiva, debajo de «F. Jiménez» venían otros dos ciclistas. No quedaría, pues, en el recuerdo de los aficionados como último clasificado de la vuelta ciclista de Francia de aquel año. Hasta ese mínimo honor se le negaba.

Una noche del invierno siguiente Calvo me invitó a cenar. Un libro de poemas suyo acababa de ganar un premio. A juzgar por la chaqueta y la corbata que llevaba puestas parecía que, si no existiera el mal gusto, no tendría gusto, decidí yo volviendo a preguntarle por Federico Jiménez. También había ocupado los últimos puestos de dos vueltas de una semana del mes de septiembre. Seguía sin entender que hubiera alguien capaz de conformarse con un destino tan ingrato, insistí yo. ¿Qué sentía un ser humano al saber que el agujero del anonimato iba a ser su residencia permanente? ¿Cómo no se rebelaba, retirándose, por ejemplo?, fueron algunas preguntas que hice, o me hice.

Todos perdemos, dijo más o menos Pablo Calvo. Se trataba de mantener la calma incluso cuando semejante idea se vuelve insoportable. Porque ningún consuelo, de nadie, vale. Las cosas son así, y peor hubiera sido nacer en Etiopía. Ya me enteraría yo que también iba dejando de ser joven y perdía esa habilidad especial que uno tiene en la adolescencia para imaginar que el final del mundo debía acompañar al propio descontento por cómo eran las cosas del mundo.

En cualquier caso, continuó mi amigo, aquel ciclista no merecía tanto interés. Estaba seguro de que sus respuestas a las cuestiones que yo planteaba serían, o se parecerían mucho a: Soy un profesional, el ciclismo es una rueda que gira y siempre hay uno más fuerte que los demás. Los corredores hacemos nuestro trabajo lo mejor que podemos.

No sé, Pablo, dije yo. ¿Qué no sabes? —preguntó él—. No sé, Pablo.

Ten en cuenta, prosiguió él, que las cosas nunca son lo que parecen, pero tampoco son de otra manera. Ganar es mejor que perder, claro, pero el objetivo es correr. Perder no es lo peor. Retirarse, muchas veces, sí.

Después, Pablo Calvo afirmó que los últimos clasificados en las grandes carreras también tienen su lugar en la historia del ciclismo. Casi al comienzo de todo estaba la gesta de un tal Marangoni. Durante el Giro de 1913 llegó el último a la meta de Milán, después de una etapa en la que la lluvia produjo inundaciones y cortó la carretera en varios puntos. Ya eran más de las doce de la noche, y tuvo que recorrer varios hoteles en busca de los comisarios de la carrera que al final accedieron a incluirlo en la clasificación. Otro último famoso, o última porque era mujer, recordaba Calvo, se llamaba Alfonsina Strada. En el Giro de 1923 terminó a más de doce horas del ganador.

En el pasado Tour, el primero no le había sacado tanto tiempo a Federico Jiménez —alrededor de las cuatro horas, calculaba mi amigo—, por lo que no establecería un récord. Y ni siquiera pasaría a la historia como último clasificado de aquella vuelta. Terminada la temporada, quizá nunca se volviera a oír de él, ¿por qué mi empeño en recordarlo?

No fui capaz de explicar lo que para mí significaba aquel corredor. En primer lugar, no lo sabía, por mucho que me inquietase su mera existencia. Y, además, Pablo Calvo no me escuchaba porque de su boca de ogro de cuento infantil salían anécdotas de perdedores famosos. Robert Millar, por ejemplo, que debido a un error táctico del director deportivo de su equipo se quedó sin una Vuelta Ciclista a España que tenía prácticamente ganada. Fue una que ganó Perico Delgado en la escapada de la etapa con final en Destilerías DYC, continuaba Calvo, tomando su segundo whisky de después de la cena.

Pero mientras se pasaba la mano por la barba, enseguida estaba hablando del asunto que más le interesaba: él mismo. Varios poemas suyos figuraban en una antología que, a su juicio, no incluía a quienes debiera.

Sometió luego a una dura crítica el proceso de selección empleado, y yo lo envidiaba. De haberme atrevido a expresar unas opiniones parecidas, cualquiera que me oyese consideraría mis palabras fruto del resentimiento, porque, claro, mi nombre ni siquiera brillaba por su ausencia en las páginas de aquel tomo dedicado a la poesía española más reciente.

Años después, cuando mis poemas ya figuraban en algunas antologías —no en todas las importantes, ni mucho menos—, y de mi vida se podría decir cualquier cosa excepto que fuera bien, di una lectura de poemas en una ciudad de La Mancha de cuyo nombre me acuerdo perfectamente. En el centro cultural donde yo intervenía —con otros poetas locales, y también de segunda fila—, un cartel anunciaba un homenaje a Federico Jiménez. Tendría lugar hora y media después, y en la misma sala del recital. Durante el acto impondrían al ciclista retirado la insignia de honor de la peña local que llevaba su nombre.

Terminó la lectura de poemas, tan anodina como casi todas, y conseguí librarme de los organizadores. Volví a entrar. Y allí tenía al hombre que durante parte de un verano, cuando yo todavía ignoraba los límites y las condiciones en que se juega la partida de la vida con el destino, representó para mí la confluencia de los senderos mentales que llevan al fracaso. Ajeno, claro está, a que finalmente yo había tenido que aceptar que para cualquier historia de hoy solo puede haber comienzos malos, Federico Jiménez estaba de pie con un grupo de rezagados. El breve acto había finalizado y lo rodeaban tres o cuatro hombres de cuya existencia autónoma, aparte de la estadística, la que tienen los sujetos considerados en un sondeo, nunca había sospechado. Al acercarme me miraron como a un curioso ejemplar procedente del espacio exterior, de otra ciudad, de otro ambiente, de una dimensión sin ningún contacto con el mundo de momentos repetidos donde ellos, como todos, iban arrastrando la nada de sus vidas.

El ciclismo solo tiene sonido en directo, estaba diciendo uno de ellos. En la televisión se pierde el roce de los tubulares contra el asfalto, el chasquido de las cadenas, la estridencia de los frenazos del grupo. Los altavoces y las motos.

Federico Jiménez, más grueso que en la foto de los periódicos donde apareció con los otros componentes de su equipo, primero en París de aquel Tour, lo miraba sin ninguna expresión, a menos que la falta de expresión sea una expresión. Se volvió hacia mí y no era precisamente el bello Cipollini. Al fin le conozco personalmente, le acababa de decir yo. Añadí algo más sobre el placer que eso suponía después de tantos años. Había seguido su carrera con atención, continué más o menos, en especial aquel Tour que ganó su equipo.

Pues no entiendo por qué, dijo él, y sus palabras surgieron como si llevaran mucho tiempo prisioneras en su boca. Dio un paso atrás. También a mí me hubiera costado sentirme cómodo con una persona como yo. Por fuera parecía segura de sí misma y, sin embargo, era de una fragilidad extrema después de años de falta de atención hacia sus intentos por dominar las artes del abismo que se elevaba y hundía prohibiéndole (prohibiéndome, la verdad) alcanzar el borde del otro lado donde habitaría segura.

Federico Jiménez clavó sus ojos en mí y tuve la impresión de que al nacer se había quedado perplejo ante la complejidad del mundo y su mirada lo seguía reflejando.

Estos amigos todavía se acuerdan de mí, continuó enseguida, abarcando con un torpe gesto muy tenso a los que tenía allí cerca. Pero usted no es de aquí. Y en aquel Tour, como casi siempre, terminé en uno de los últimos puestos.

Precisamente por eso mismo, estuve a punto de decir yo. Me contuve, y no solo porque, si el tiempo es lo que evita que todo ocurra a la vez, no funcionaba muy bien en aquel momento y aparecían juntos acontecimientos que yo sabía muy separados. Además, la intensa mirada de Federico Jiménez me envolvía como una red cuando, después de preguntarle imprudentemente por qué creía que nunca había ganado, dijo: Sería el peor de todos. Pero he sido ciclista.

Al día siguiente un periódico local dio noticia de los dos actos celebrados en el centro cultural.