El sprint final
Ignacio Martínez de Pisón
Durante la temporada de caza solían venir los domingos por la mañana. El primero en llegar era siempre Menéndez, el más gordo de los dos. A eso de las siete oíamos el ruido inconfundible de su coche, un Renault 5 Turbo con llantas de aleación y alerón aerodinámico. También con un gran adhesivo en la luna trasera que decía: «RALLY». Lo oíamos acercarse a toda velocidad por la carretera del hostal y luego frenar con brusquedad ante la entrada del restaurante. Entonces Menéndez pisaba aún dos veces el acelerador y el motor le respondía con sendos bramidos: brruum, brruum. Y él empezaba a gritar:
—¡Arriba, señores, que ya va siendo hora! ¡Venga, venga!
Sus gritos iban indefectiblemente acompañados de sonoros bocinazos, que solo cesarían cuando alguno de nosotros, desde el interior del hostal, diera señales de vida. Era esa su manera de recordarnos que ahora todo le pertenecía: el edificio de tres pisos con la fachada de ladrillo visto, el rótulo de neón que decía «Hostal Los Pinos Restaurant», el pequeño jardín con un olivo y cinco pinos piñoneros, el espacioso aparcamiento. Ahora todo eso era suyo, suyo y de su socio, y Menéndez seguía dando bocinazos para que las cosas estuvieran claras desde el principio: el que acababa de aparcar el coche era el propietario, y no un viajero despistado que buscara un sitio donde desayunar.
—Ya está aquí ese hijo de… —solía murmurar Juan mientras subía la persiana de nuestra habitación hasta media altura.
Uno de esos domingos, Rafa y yo asomamos la cabeza por el hueco que quedaba libre, y luego también la asomó Juan, que subió por fin la persiana hasta arriba. Estábamos, claro, en pijama, y miramos a Menéndez con expresión torva y desafiante. Él, de pie junto al Renault, volvió a aporrear el claxon a través de la ventanilla. Gritó:
—¡No tengo todo el día! ¡Decidle a vuestro padre que lo estoy esperando!
—¡Eres un hijo de puta! ¡Y un ladrón! —le contestó Juan, también a gritos.
Menéndez se agachó, cogió una piedra del tamaño de un puño y se dispuso a lanzarla contra nuestra ventana. Antes de que llegara a hacerlo, se alzó la persiana de la habitación contigua y nuestra madre se apresuró a intervenir:
—¡Espere un momento! Ahora mismo sale mi marido.
Menéndez sostuvo la piedra en la palma de la mano y cabeceó con rencor.
—¿Así es como educan a sus hijos? ¿Permitiéndoles que insulten a la gente? En mi época, si un joven utilizaba un lenguaje así, se le lavaba la boca con jabón…
—¡Ladrón, que eres un ladrón! —volvió a gritar Juan.
La piedra se estrelló contra el marco de la ventana en el mismo instante en que nuestras cabezas desaparecían momentáneamente de su vista. Cuando volví a mirar, Menéndez tenía otra piedra en la mano y parecía dispuesto a intentarlo de nuevo. Al final, sin embargo, no se decidió. Hizo un gesto en dirección a la ventana de mis padres.
—Mire, señora —dijo Menéndez, y yo me imaginé a mi madre, en bata y camisón, sacando de algún lado un pañuelo y sonándose los mocos—. Comprendo que para ustedes tiene que ser un mal trago, pero ¿qué se cree?, también para mí lo es. Entre todos podemos hacer que esto no resulte demasiado desagradable, ¿no le parece?
Oí a mi madre sofocar un sollozo. Para entonces mi padre estaba ya abriendo la puerta. Salió al aparcamiento abrochándose los últimos botones de la chaqueta. Se notaba que había saltado de la cama y que se había vestido precipitadamente. Menéndez lo miró con dureza. Luego se volvió hacia la antigua gasolinera, inactiva ya y de apariencia casi fantasmal, y lanzó la piedra por encima del tejadillo.
—¿Lo ha oído? ¿Ha oído cómo me han llamado sus hijos? —le preguntó—. Ahora usted me saldrá con la murga de siempre: necesito más tiempo, deme unos días más de plazo… ¿Me equivoco o no?
—Solo hasta fin de mes. Para entonces ya habremos encontrado algo.
—Pero ¿cómo se atreve a pedirme nada después de lo que he tenido que oír? Le dije que le daba de tiempo hasta el miércoles. Se lo repito: hasta el miércoles. ¡Y ni un solo día más!
—Disculpe a mis hijos —mi padre humilló la cabeza—. Están nerviosos. Toda su vida la han pasado aquí y es lógico que…
Mis dos hermanos y yo lo seguíamos todo desde nuestra ventana. Menéndez nos señaló con el dedo y volvió a gritar:
—¿Veis lo que habéis hecho? ¿Os dais cuenta del favor que estáis haciendo a vuestro padre? ¡Mientras él me pide ayuda, vosotros os dedicáis a insultarme! ¿Cómo queréis que alguien sea generoso en esas circunstancias?
Hizo una pausa, como esperando una respuesta que nunca llegó, y lo que entonces oí fue un nuevo sollozo de mi madre en la ventana de al lado.
—¡Vuestro padre es un buen hombre! —prosiguió Menéndez—. ¡Un hombre honrado y cabal! ¡Y se avergüenza de vosotros! ¿Verdad que sí?
Mi padre notó que Menéndez lo miraba y asintió vagamente.
—Se lo ruego —dijo—. Solo hasta fin de mes…
—¡Y solo porque vuestro padre es un buen hombre no os echo ahora mismo de mi propiedad!
En ese momento, un todoterreno azul oscuro pasó por delante del hostal y se paró unos cincuenta metros más allá. Menéndez lo siguió con la mirada. Del automóvil salió Clemente, su socio, y tal vez el hecho de que este se detuviera a observarlo desde la distancia influyera en su repentino cambio de actitud. El caso es que agarró a mi padre por la chaqueta de lana y lo zarandeó.
—¡No quiero volverte a oír! —le gritó—. ¿No te das cuenta de que te podría echar ahora mismo y me quedaría tan ancho?
Lo soltó dándole un empujón que a punto estuvo de derribarlo. Luego, sin molestarse siquiera en dedicarle un último vistazo, se metió en su Renault 5 y arrancó. Unos segundos después frenaba junto al todoterreno de Clemente. Este, a través de una de las ventanillas traseras, acariciaba a sus dos perros cazadores, que no paraban de ladrar. Si el atuendo de Menéndez apenas delataba la actividad a la que iba a consagrar la mañana, el de Clemente podría considerarse un equipo completo de cazador: recias botas de piel, chaleco con cartuchera y hasta un sombrerito de fieltro, cuya pretendida elegancia contrastaba con lo grosero de sus facciones y la brutalidad de sus modales. Abrió la puerta trasera del todoterreno y los perros saltaron afuera y echaron a correr de un lado para otro.
—¡Buenos bichos, buenos bichos! —repetía Clemente con satisfacción. Desde el hostal podíamos sin dificultades oír sus palabras, y tampoco ellos se molestaban en bajar la voz. De hecho, parecía que todo lo que se decían el uno al otro se lo decían solo para que nosotros lo oyéramos.
—¿Qué? ¿Se van o no se van? —preguntó el recién llegado.
—El miércoles, te dije que el miércoles.
—¡Pero, coño, Menéndez! ¿Por qué el miércoles? ¿No es nuestro? ¿No lo hemos pagado? El juzgado les dio un mes de plazo para que abandonaran el hostal y llegas tú y aún les das unos días más… ¡Míralos, mira a esos cabrones disfrutando de lo que no es suyo!
Nosotros, inmóviles, seguíamos pendientes de lo que esos dos hombres pudieran hacer.
—Qué quieres que te diga —oímos decir a Menéndez—. Me dan lástima.
—Con lástima no se llega a ninguna parte.
—Es un pobre hombre acabado, con mujer y tres hijos. Unos muertos de hambre… —dijo aquel, y yo pensé que con sus palabras, en lugar de defender a mi padre, solo buscaba humillarlo un poco más.
Vi a Clemente meter medio cuerpo dentro del vehículo, alargar la mano hacia su escopeta y montarla con gestos rápidos y precisos.
—Lo peor que hay: las mosquitas muertas —comentaba mientras tanto—. ¿Quién te dice que no aprovecharán estos días para hacer algún destrozo?
—¿Qué haces? —preguntó Menéndez al ver el arma, pero sus palabras no sirvieron para frenar a su socio, que se apoyó la escopeta en el hombro y apuntó hacia el tejado del hostal.
—¡Al suelo! —exclamé yo, y desde el suelo oímos el ruido del disparo y las posteriores palabras de Clemente:
—¡Esto, para que se vayan enterando!
Cuando volvimos a asomar la cabeza, el eco de la detonación permanecía todavía en el aire. Los perros, excitados, corrían en torno a los coches y ladraban. Menéndez nos señalaba con una mano.
—Pero ¿estás loco? ¡Podrías haber matado a alguien!
Clemente esbozó una sonrisa feliz, casi infantil. Habló en voz bien alta, para asegurarse de que le oíamos por encima de los ladridos de los perros:
—Un accidente de caza. Esas cosas pasan.
—¡Estás loco! ¡Estás completamente loco!
—Tampoco es para tanto, hombre —le reprendió Clemente, tratando de contener una carcajada—. No te pongas así.
—¿Que no me ponga cómo? —replicó Menéndez, enrabietado—. ¿Eh? ¿Cómo? ¡Venga, dime! ¿Que no me ponga cómo?
—No sé… Así. No te pongas así…
—Pero así, ¿cómo? ¿Cómo? ¿Me lo vas a decir?
El otro volvió a encogerse de hombros. El tono de sus voces era cada vez más áspero, y nosotros presenciábamos aquella discusión con más inquietud que curiosidad.
—¡Que me lo digas! —gritaba Menéndez—. ¿Me estás escuchando? ¡Venga, dímelo de una puta vez!
—¿Qué quieres que te diga?
—¡No te lo repetiré más! ¿Me lo vas a decir o no?
—Pero ¿qué es lo que te tengo que decir? ¡Es que ya no me acuerdo!
Menéndez, sin pensárselo un instante, le arrebató la escopeta, se volvió hacia el hostal y disparó un tiro. Nosotros nos agachamos, los perros ladraron con más fuerza. Cuando volvimos a mirar, Menéndez y Clemente, desafiantes, se observaban en silencio. ¿Qué podía ocurrir? Aquellos hombres se comportaban como dos insensatos, y lo peor de todo era que tenían armas. Yo interrogué a mis hermanos con la mirada, consultándoles lo que debíamos hacer, si teníamos o no que llamar a la policía. Pero no hubo tiempo de nada. De repente, Menéndez soltó una carcajada rotunda, poderosa, y enseguida Clemente se sumó a sus risotadas. Solo al cabo de bastantes segundos los vimos serenarse y reunir las fuerzas necesarias para explicar aquel ataque de risa.
—¡Yo tampoco me acuerdo! —exclamó entonces Menéndez—. ¡Yo tampoco me acuerdo de lo que me tienes que decir!
Mi padre consiguió, de todos modos, unas semanas más de plazo, y visitas como aquella se repitieron los domingos siguientes. El último de esos domingos aquellos dos hombres habían dicho que vendrían solo para vernos marchar, y a primera hora de la mañana habíamos ya formado un montón de cajas, bolsas y maletas junto a nuestra vieja Ford, una pequeña furgoneta que tenía el nombre del hostal en las puertas delanteras y que desde hacía tiempo utilizábamos como vehículo familiar.
—Es raro que no hayan llegado… —dije yo, echando un vistazo a la carretera.
Mi padre se encogió de hombros, abrió la puerta trasera de la Ford y empezó a cargar bultos. Las cajas abajo, las bolsas y maletas encima, cuidando de dejar un espacio para dos de nosotros. El tercero viajaría delante, con nuestros padres, y así quedaría un poco más de sitio para el equipaje. Al fin y al cabo, en aquella pequeña furgoneta teníamos que llevárnoslo todo: nuestras pertenencias de los últimos quince años, nuestra casa, nuestros recuerdos. ¿Podían tantas cosas caber en un lugar tan pequeño como la trasera de una furgoneta? Mi padre terminó de cargar, cerró de un portazo y dijo:
—Ya estamos. Ahora solo faltan las bicis.
Colocamos nuestras bicicletas sobre la baca y las sujetamos con varios pulpos.
—Ahora sí que estamos —dijo entonces mi padre.
Luego se volvió a mirar la fachada del hostal, y yo supe que la suya era una mirada de despedida.
—Son las once y esa gente sigue sin venir —dije.
—Pues mientras no lleguen no nos podemos ir —dijo mi madre—. Tenemos que entregarles las llaves.
Los demás asentimos en silencio, pero todos sabíamos que eso no era más que un pretexto: podíamos dejarles las llaves en cualquier lado y largarnos tranquilamente.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó mí padre.
—Está claro que esperar —contestó ella.
Volvimos a asentir. Lo que ninguno de nosotros quería era dar el paso decisivo: entrar en la Ford y decir adiós a todo lo anterior, coger la autovía y viajar hacia un lugar llamado Vicálvaro, acudir en busca de ayuda a unos parientes que poco o nada podían hacer por nosotros.
A la una y media, ni Menéndez ni su socio habían dado señales de vida y nosotros seguíamos esperando.
—Tengo hambre —dijo Juan.
—Yo también —dijo Rafa.
Nuestra madre abrió una de las puertas de la Ford y sacó la bolsa con la comida que había preparado para el viaje; bocadillos, empanada gallega y fruta. Nos lo comimos todo y luego seguimos como hasta entonces, esperando, pero estoy seguro de que ahora varios de nosotros nos hacíamos la misma pregunta: ¿y si no venían? Dejé pasar un rato más, exactamente hasta las dos, y dije:
—¿Qué hacemos? ¿Nos quedamos? Para marcharnos siempre estamos a tiempo…
Mi padre se acarició la barbilla pensativo e hizo un gesto en dirección al edificio:
—Voy a llamar a Vicálvaro.
Sus palabras fueron como una orden para nosotros. Corrimos a la furgoneta y abrimos la puerta de atrás, y me atrevería a decir que no tardamos ni diez minutos en sacarlo todo y devolverlo a su anterior emplazamiento en el hostal: mucho menos tiempo en todo caso del que a mi padre le había costado meterlo en el interior del vehículo. No sabíamos si sería por unas semanas, unos días o solo unas horas, pero el caso es que de momento volvíamos a nuestra anterior vida, nuestra vida de siempre.
No aparecieron por la tarde ni tampoco al día siguiente ni al siguiente, y de algún modo dábamos por supuesto que esa situación solo podría alargarse hasta el domingo, pero llegó el domingo y, aunque hubo varios momentos en que creímos oír en la distancia el ruido del Renault 5 de Menéndez, lo cierto es que este nunca apareció y que tampoco lo hizo el otro vehículo, el todoterreno de Clemente.
En el pueblo decían que los habían metido en la cárcel, pero nadie se ponía de acuerdo en el motivo: unos aseguraban que era cosa de drogas y otros que de estafas, aunque también había quien decía saber de muy buena tinta que los habían cogido por dedicarse a la compra-venta de joyas robadas. Lo único en lo que todos estaban de acuerdo era en que se trataba de gente sin escrúpulos, malas personas, verdaderos delincuentes que en muy pocos años y gracias a las mafias de las subastas judiciales se habían convertido en dos de los mayores propietarios de la comarca, y nadie se compadecía de su suerte, si es que de verdad les habían metido en la cárcel.
Los días, mientras tanto, seguían pasando y nosotros seguíamos sin tener noticias de ellos, y poco a poco fuimos despreocupándonos del asunto hasta que llegó un momento en que prácticamente lo olvidamos por completo, como si todo se hubiera arreglado de una forma tan oportuna como milagrosa.
Todo esto ocurría el año en el que mi hermano Juan se preparaba para ser ciclista. Quería ser un buen ciclista, acaso un ciclista profesional. Se lo había tomado muy en serio, y todas las mañanas, mientras los demás seguíamos durmiendo, él cogía su vieja Orbea, despintada y con el manillar forrado de cinta aislante, y hacía treinta o treinta y cinco kilómetros por las carreteras cercanas al pueblo. Después regresaba al hostal y se duchaba, y por la tarde, a la vuelta del instituto, se ponía otra vez la camiseta de Reynolds y el culotte negro y salía a la antigua general para seguir entrenando. Pero entonces no estaba solo. Entonces Rafa y yo le ayudábamos.
—Uno, dos, tres…, ya —susurraba yo, consultando mi reloj de la mano izquierda y poniendo en marcha el cronómetro con la derecha.
Mi sitio estaba junto al talud de la autovía, al final de aquellos cinco kilómetros de carretera muerta. Habíamos pintado una raya blanca en el asfalto y sincronizado los segunderos de nuestros relojes. Al cabo de un par de minutos empezaba a distinguir sus figuras, tan pequeñas desde esa distancia como un acento en un folio en blanco, y tenía que pasar otro par de minutos para que los identificara, primero Rafa delante y Juan detrás y luego al revés, Rafa echándose a un lado de la carretera y dejando de pedalear y Juan adelantándolo y apurando todas sus reservas de energía en aquellos treinta o cuarenta últimos metros. En el instante en que su rueda delantera cruzaba la línea blanca yo pulsaba el botón del cronómetro y retenía en mi interior una visión global de su cuerpo volcado sobre el manillar, su rostro contraído por el esfuerzo, su boca abierta, sus dientes.
—¿Qué tal? —me preguntaban, sudorosos.
—No está mal. Dos segundos menos que ayer.
Al principio, Rafa y yo nos habíamos turnado para llevar a Juan hasta la meta y lanzar su sprint, pero una simple comparación de los tiempos logrados con uno y otro me bastó para renunciar a la bicicleta y optar por el cronómetro. Rafa era, sin duda, bastante más rápido que yo.
—Hay que rebajarlo en otros veinte segundos —añadí.
—Veinte, no —corrigió Rafa—. Por lo menos treinta.
—Pues solo queda un mes hasta la carrera…
—Suficiente —intervino Juan, jadeando aún—. Diez minutos de descanso y lo volvemos a intentar.
Todos los años, para primeros de mayo, se disputaba una carrera de aficionados entre los pueblos de la comarca. El último año se había corrido en la carretera de la presa de Nalón y los anteriores en la subida al castillo de Viance y los alrededores de Villar de Santa Águeda. Aquel año tocaba correr en nuestro pueblo, y esa era una de las razones que habían animado a Juan a prepararse para la prueba. La otra razón eran los premios. Había pequeñas piezas de cerámica local para todos los participantes y diplomas y medallas para los diez primeros clasificados. El ganador, además, se llevaría una bicicleta. Una bicicleta de competición, igual a la de Perico Delgado. Llevaba meses expuesta en una de las salas del ayuntamiento, y mi hermano acudía de vez en cuando a echarle un vistazo y le acariciaba la barra y el sillín como quien acaricia un caballo de su propiedad. ¡Esa bici tenía que ser suya! Dado que se había propuesto participar en pruebas más importantes, era de justicia que así fuera. La necesitaba. Necesitaba esa bici, y para conseguirla solo tenía que ganar una carrera, una simple carrera, y precisamente en su pueblo. ¿Volvería alguna vez a presentársele una oportunidad así? El propio Juan sabía que no, y por eso se había tomado tan a pecho lo de su preparación.
—¿Qué tal? —preguntaron mis hermanos después de aquella segunda intentona,
—Seguimos mejorando —dije—. Habéis arañado otro segundo.
Llegó el gran día, y para entonces Juan había situado su marca personal muy por debajo de la que varios meses antes, cuando comenzó a entrenarse, habíamos considerado óptima.
—Animo —le dije—, ¿qué tiene que pasar para que no ganes?
—Muy optimista te veo —replicaba mi hermano, pero yo sabía que él era quien más creía en su propia victoria.
La carrera debía iniciarse delante del ayuntamiento, completar un sinuoso circuito dentro y fuera del pueblo y luego, tras pasar por delante del Caserón del Muerto, proseguir hacia el hostal, para concluir en la antigua carretera general, la misma en la que Juan había estado entrenándose durante el invierno. En total, un recorrido de poco más de una hora, y si nosotros confiábamos en el triunfo era no solo por el lógico conocimiento del terreno, sino también porque, en una competición de esas características, todo debía decidirse en los últimos metros. Es verdad que entre los ciclistas de la comarca había algunos muy buenos, pero estos eran o grandes rodadores, hombres sacrificados y silenciosos, proclives al antiguo heroísmo de las largas escapadas en solitario, o recios escaladores, curtidos en la resistencia contra el desfallecimiento, acostumbrados a dejarse el alma en las mortales cuestas del Pico de la Serena. Lo que no había era ciclistas como mi hermano, sprinters de técnica depurada, velocistas de aérea ligereza, capaces de expulsar en cuatro pedaladas toda la fuerza que han ido acumulando en las decenas de kilómetros anteriores.
En un recorrido como el de aquel día, era fundamental que el pelotón permaneciera unido la mayor parte del tiempo. Un corte inoportuno podía ser fatal para un ciclista como Juan. Por eso, no debía en ningún momento perder de vista a los cuatro o cinco mejores, aquellos que, en el caso de que tal corte llegara a producirse, estarían sin duda en el grupo de cabeza. Tampoco Rafa, por otro lado, podía distraerse, ya que su colaboración era indispensable en la preparación de ese sprint tantas veces ensayado. Estas instrucciones y una cuantas más eran las que yo repetía a mis hermanos en la plaza del ayuntamiento cuando apenas faltaba una hora para el comienzo de la prueba.
El pueblo entero se había congregado en ese sitio, y tampoco eran escasos los aficionados llegados de otros lugares. Como en las fiestas, colgaban guirnaldas y banderitas de colores de todos los balcones, y en unas casetas con anuncios de Crees, Kas y Festina unas chicas con pantalones muy cortos y gorrita amarilla regalaban viseras de cartulina y llaveros con propaganda. Con aire satisfecho, el alcalde paseaba de un lado para otro del brazo de Odalys, su mujer, una mulata guapetona a la que había conocido durante unas vacaciones en Cuba y que dentro de un rato tendría el honor de cortar la cinta de salida. Por la megafonía del ayuntamiento sonaban desde primera hora de la mañana canciones que habían estado de moda tres o cuatro años atrás. Luego la música cesó y desde la camioneta de la organización un hombre con un altavoz empezó a leer la lista de los participantes y sus localidades de procedencia. Cada vez que aquel hombre citaba nuestro pueblo, el aplauso era tan ruidoso y prolongado que impedía escuchar bien los dos o tres nombres siguientes. Les llegó el turno a mis hermanos, y todos los que se encontraban a su lado se acercaron a animarlos y darles palmadas en la espalda.
—¡Venga, chavales! ¡A ver si nos dejáis en buen lugar!
Estaban ya a punto de cerrar al tráfico las calles del pueblo cuando me despedí. No dije nada: me limité a hacer con los dedos la señal de la victoria. Luego monté en mi bici y corrí a buscar sitio junto a la meta, situada al final de la antigua carretera, a unos quinientos metros del talud de la autovía. Allí la expectación era inferior. Había un coche de la Cruz Roja, otro de la organización y una furgoneta que vendía botellines de agua fresca y bocadillos de jamón y queso. Por los alrededores, un grupo de niños celebraba su particular carrera ciclista mientras los adultos, no más de treinta, aprovechaban para tomar el sol sobre la hierba crecida.
—¿Han salido con puntualidad?
Las únicas noticias que allí se podían obtener sobre el desarrollo de la carrera eran las que de vez en cuando proporcionaban los empleados de la organización, que se comunicaban con sus colegas de la plaza por medio de walkie-talkies.
—A su hora —me contestó uno de ellos.
Tampoco me pareció, sin embargo, que aquellos hombres tuvieran muchas ganas de hablar, de modo que decidí limitarme a esperar, calculando mentalmente el tiempo que faltaba hasta ver aparecer a los primeros ciclistas al final de aquella recta larguísima. ¿Y cómo sería ese momento? ¿Distinguiría a un grupito de escapados entre los que sin duda no estarían mis hermanos o, por el contrario, se adivinaría en la lejanía la masa compacta y oscura del pelotón? Cuando faltaba poco más de un cuarto de hora para la conclusión de la prueba, el número de espectadores había crecido de forma considerable. Casi todos procedían de las casas nuevas del otro lado de la autovía. De los que antes habían estado en la plaza no creo que hubiera muchos: las calles seguían cerradas al tráfico, y el pueblo estaba demasiado lejos para venir a pie.
Pasaron unos minutos, y los empleados de la organización, repartidos por diferentes puntos a lo largo de las vallas, disuadían a los espectadores que trataban de traspasarlas. El final de la carrera se intuía inminente y la excitación crecía entre el público. De vez en cuando alguien creía percibir algún signo de movimiento en la distancia y anunciaba: «¡Ya están aquí!». Yo sabía que era todavía demasiado pronto, y solo cuando hubieron transcurrido sesenta minutos desde el inicio empecé a otear el horizonte. Otra voz volvió a exclamar «¡ya están aquí!» y, esta vez sí, vimos a lo lejos una sombra delgada e incierta que no podía ser sino la cabeza del pelotón. Tardé unos segundos en confirmar la buena noticia: ¡venían todos juntos! No habían sido, por tanto, tan descabelladas nuestras previsiones. Ahora solo faltaba que Rafa supiera situarse entre los que iban delante y que Juan, a su rueda, alcanzara la aceleración necesaria para lanzarse en solitario hacia la meta.
Yo temblaba de emoción. Todo habría acabado en un par de minutos, y para entonces mi hermano Juan tal vez habría obtenido su primera gran victoria. Los ciclistas estaban ahora mucho más cerca y, desde donde yo me encontraba, podía ya distinguir a los dos motoristas que los precedían. Con los ojos entornados traté de identificar la figura de Rafa, que a esas alturas tendría que asomar ya entre los que encabezaban el grupo. No le vi por ningún sitio y, por supuesto, tampoco vi a Juan, y los otros corredores estaban ya iniciando el sprint. Se destacó un grupito de seis, que fueron los que primero cruzaron la meta, y luego llegó el pelotón, alargado y cansino, como si todos al final se hubieran quedado sin fuerzas, y yo busqué a mis hermanos, pero los ciclistas fueron pasando ante mis ojos y entre ellos no estaban ni Rafa ni Juan. ¿Qué había ocurrido?
Detrás de los coches que cerraban la carrera iban también algunas motos, y entre esas motos estaba la Vespa de Manolo, el policía del pueblo, que frenó a mi lado y me dijo:
—Coge tu bici y sígueme. Vamos al dispensario.
—¿Qué ha pasado? —pregunté—. ¿Un accidente?
—Tú haz lo que te digo.
El médico estaba terminando de vendar la muñeca izquierda de Juan. Mi padre tenía a mi madre cogida por los hombros y le decía que no se preocupara, que podía haber sido peor y tenían que dar gracias a Dios. Rafa se volvió al oírme llegar.
—Menéndez —dijo—. Menéndez y su socio. Han vuelto.
De lo que entre unos y otros me contaron deduje que los dos hombres habían visto a Rafa y a Juan montados en sus bicis y que uno de ellos, Clemente, el socio de Menéndez, les había dicho: «¡A ver, valientes! ¡A que ahora no os atrevéis a llamarme ladrón!» «¡¿Que no?! ¡Pues eso es lo que eres! ¡Un ladrón!», le había gritado Juan, que en la riña posterior se había llevado la peor parte: una muñeca dislocada y varios rasponazos.
—Nada grave —añadió Juan—. Lo justo para que no pudiera tomar la salida.
—Lo peor es que mañana tenemos que dejar el hostal —intervino mi padre—. Y esta vez sí que no hay vuelta de hoja.
—¡Ladrones, hijos de…! —exclamó Rafa.
—¡Esa lengua! —protestó mi madre.
Manolo, que se había entretenido a la entrada, llegó en ese momento y preguntó a mi padre si pensaba poner una denuncia.
—¿De qué serviría? Peleas como esta las hay todos los días.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—Cogeremos nuestras cosas y nos marcharemos. El hostal es suyo.
El dispensario estaba cerca del ayuntamiento. Pasamos por la plaza justo cuando se estaba realizando la entrega de premios: las piezas de cerámica, los diplomas, las medallas y, por supuesto, la bicicleta. Una bicicleta igual a la de Perico Delgado. Nos detuvimos un instante a mirar cómo, entre aplausos, el vencedor de la carrera daba dos besos a Odalys y luego se dejaba fotografiar montado en la bicicleta.
—Una lástima —dijo Juan, echándole un último vistazo—. Una verdadera lástima.
Al día siguiente, a primera hora de la mañana, teníamos la furgoneta lista para la mudanza. De hecho, cuando llegaron Menéndez y su socio, solo nos faltaba colocar las bicis en la baca. Llegaron en el todoterreno de Clemente, aparcaron junto a la antigua gasolinera y se sentaron a esperar. Luego vi que uno de ellos se levantaba y sacaba algo de la parte de atrás del vehículo. Era un cartel de madera y decía: «Edificio adquirido para sede de la Sociedad de Amigos de la Caza Menor. Rótulo provisional». Así que para eso querían el hostal, para convertirlo en un club de cazadores. Posiblemente era lo único que se podía hacer con él, la única manera de garantizar su supervivencia. No solo eso sino que me pareció una buena idea, y lo que me dolía era darme cuenta de que esa era la clase de ideas que jamás se nos habrían ocurrido a nosotros: a mis padres, a mis hermanos, a mí.
Cargamos, pues, las bicis y cuando ya nos disponíamos a marcharnos vimos venir a algunos de los chicos del pueblo. Serían unos doce o trece, y se pararon al otro lado de la carretera, a unos treinta metros de nosotros y a otros tantos del todoterreno.
—Hemos venido a deciros adiós —dijo el Chato, que era un poco el jefe del grupo.
—Y a desearos buena suerte —añadió Rebeca, la guapa oficial, aunque a nosotros nos parecía una hortera.
—Gracias —dijimos.
Su actitud no dejaba de sorprendernos, porque nuestras relaciones con muchos de esos chicos siempre habían sido tirantes.
—¿Y esos? —oí decir a mi padre.
Por la carretera del pueblo llegaban más chicos y más chicas, y también varios adultos, algunos de ellos amigos de mis padres, otros no tanto.
—También ellos quieren despedirse —dijo Rebeca.
Mi padre asintió con la cabeza y echó a andar hacia Menéndez y su socio. Luego sacó del bolsillo un manojo de llaves y se lo tendió. Menéndez lo cogió sin decir nada y mi padre volvió a la furgoneta.
—Todos adentro —dijo—. Ahora sí que nos vamos.
La furgoneta arrancó y el Chato, Rebeca y los otros nos dijeron adiós con la mano. Con ellos había ahora otros quince o veinte chicos, que también nos saludaban, y cuando salimos a la carretera nos encontramos con unos cuantos más, parados aquí y allá, que hacían exactamente lo mismo. Yo supuse que la noticia de lo ocurrido el día anterior se había extendido por el pueblo y que eso debía de haber provocado una ola de simpatía hacia nosotros. Un poco antes de la entrada a la autovía, junto a una hilera de chopos, vimos aún un grupito de hombres y mujeres que estaban ahí como esperando para vernos pasar y hacernos un gesto de despedida. Entre ellos estaban Manolo, el alcalde, su mujer, y también el médico, el mismo médico que el día anterior le había vendado la muñeca a Juan.
—Adiós, adiós… —repetía mi padre como para sí.
Salimos por fin a la autovía. La Ford, cargada como iba, avanzaba despacio en aquel tráfico endiablado, y los camiones que nos seguían nos lanzaban ráfagas con los faros para meternos prisa o directamente nos adelantaban.
—Vicálvaro —dijo mi madre—. El nombre es bonito.
Sí, el nombre podía ser bonito, pero ninguno de nosotros sentía un interés especial por instalarse en un sitio así, del que muy poco o nada sabíamos.
—Vicálvaro… —volvió a decir.
Cuando apenas llevábamos recorridos veinte o veinticinco kilómetros, dos policías motorizados nos alcanzaron y por señas ordenaron a mi padre que detuviera el vehículo en el arcén. Yo pensé: «Ahora estos nos dirán que a esta velocidad no se puede circular por la autovía». Seguramente también mis padres y mis hermanos lo pensaron, pero lo que el policía nos dijo a través de la ventanilla fue:
—¿Familia Bravo? Tienes ustedes que volver inmediatamente a su domicilio.
—¿Para qué?
—Eso no lo sabemos. A nosotros nos han dicho que los localizáramos y se lo dijéramos.
Fuimos hasta la siguiente salida y allí cogimos la autovía en sentido inverso. Volvíamos a nuestra casa y no sabíamos por qué. En cuanto salimos a la antigua carretera general vimos a lo lejos la pequeña humareda. El hostal estaba ardiendo.
—¡Dios Santo! —exclamaron a la vez mi padre y mi madre.
De las ventanas del edificio salían gruesas columnas de humo. Donde antes habían estado el Chato y los otros había ahora unas cincuenta personas. No hacían nada, solo mirar. Menéndez y su socio, furiosos, iban de un lado para otro, y tan pronto trataban de apagar el incendio como se volvían hacia la gente del pueblo y los acusaban. Cuando nos vieron llegar a bordo de la furgoneta, Clemente nos señaló con el dedo y gritó a Manolo:
—¡Deténgalos! ¡Seguro que han tenido algo que ver!
—Imposible. Ya se habían ido cuando ha empezado el fuego.
—¡Entonces a ellos! —intervino el otro, mirando al nutrido grupo de curiosos—. ¡Han sido ellos!
—¿Ellos? ¿Quiénes? No pretenderá que detenga a todo el pueblo…
—¡Alguien habrá sido! Nosotros estábamos en la parte de atrás y…
—También podría tratarse de un incendio fortuito.
Los del pueblo asistían a la escena con mal disimulada complacencia. Se veía que disfrutaban, que les gustaba estar así, en aquella inmovilidad burlona y casi ostentosa, sin expresar el menor signo de solidaridad o de auxilio. También a mí, como a ellos, ver a aquellos dos hombres afanarse inútilmente y reclamar a gritos la presencia de los bomberos me producía un placer poderoso, irresistible, que tenía algo de perverso y algo de justiciero. Dentro de un rato, del hostal solo quedarían unas ruinas chamuscadas. Eso era todo lo que esos dos hombres iban a tener, y me importaba bien poco quién había provocado el fuego y por qué motivo.
—¡Esos bomberos! —gritaban los dos hombres.
—Están avisados —decía Manolo—. No pueden tardar.
Las llamas iban devorando el interior del edificio pero la estructura todavía se sostenía en pie, y había una zona, la de las habitaciones, que aún no había sido dañada. De golpe una gran llamarada escapó por una de las ventanas superiores y parte del tejado se vino abajo, arrastrando consigo uno de los soportes del viejo rótulo de neón. Fue entonces cuando comprendí que mi padre no podría aguantar esa visión. Le busqué con la mirada, y justo en ese momento echó a andar hacia el lugar en el que en otro tiempo había proyectado poner la piscina. Sacó una manguera del cobertizo de las herramientas, la conectó a una boca de riego y apuntó con ella hacia la fachada del hostal. Sin duda, nadie pensó que mi padre pudiera reaccionar así, y aquello hizo que todo cambiara de repente. Menéndez y el otro, que hasta ese instante no habían dejado de gritar, se callaron de golpe y observaron a mi padre con tanta sorpresa como admiración. La gente del pueblo empezó a removerse con nerviosismo, y en menos de un segundo se desvaneció la expresión satisfecha que había iluminado sus rostros. Tres o cuatro chicos corrieron a la gasolinera y enchufaron sus viejas mangueras, y hubo otros que sacaron todas las que quedaban en el cobertizo. Mis hermanos y yo fuimos indicando a unos y a otros dónde estaban las bocas de riego, y todos los que antes habían permanecido inmóviles se aprestaban ahora a colaborar.
Cuando por fin llegaron los bomberos, el incendio había sido sofocado. Los dos hombres, silenciosos y torvos, descansaban junto al todoterreno y de vez en cuando se pasaban la mano por la frente tiznada. Mi padre, antes de volver a la furgoneta, echó una última mirada al edificio. El rótulo de neón colgaba sobre la fachada, pero todavía podía leerse: «Hostal Los Pinos Restaurant». Mi madre dijo Vicálvaro, mi padre arrancó y entonces sí que nos marchamos. Y ya nunca volvimos por allí.