El oso y los transitólogos
Ignacio Vidal-Folch
Empieza esta historia la noche del 23 de febrero de 1999. Seis extranjeros —cinco hombres y una mujer— están bebiendo con avidez en el cabaret subterráneo del hotel Cosmos. Botellas y vasos sobre la mesa, el camarero va y viene servicial, y todo a media luz, pero al día siguiente tienen que abandonar el país por mandato expreso del ministro de Asuntos Exteriores; no recuerdo su nombre; sé que la presencia de testigos occidentales le estorbaba para cometer alguna tropelía, y que al final de aquel mismo año cayó en desgracia, fue juzgado y condenado e ingresó en la cárcel para una estancia de diez años, de los que cumpliría seis. Y el ministro, precisamente cuando la prisión lo ha convertido en ser humano, cuando ha aprendido la humildad y cuando podría servir de algo a alguien, sale de la historia y se pierde en la niebla del no ser, en el limbo que rodea la literatura.
Aquellos hombres y mujeres estaban unidos, entre sí y a otros ausentes, por lazos más estrechos que la amistad. Aunque ninguno de ellos lo supiera, y cuando algunos lo supieron, otros ya habían muerto, como Sebastián (que no estaba allí esa noche), y se espera para uno de estos meses la noticia de la muerte de Federico, y los demás se comunican solo por chrismas lacónicos, con frases de forzado entusiasmo, por alguna llamada intempestiva de Alonso el errabundo a Jorge:
—Estoy aquí en Madrid —farfulla, y a Jorge le parece que por el cable del teléfono llega a su dormitorio el humo del cigarrillo turco, el aliento ácido impregnado en alcohol—, anda, toma un taxi y nos encontramos en el Lima-Lima.
JORGE. —¿Y para qué?
ALONSO. —¡Joder, no seas así! Joder.
JORGE. —Pero oye, ¿tú sabes qué hora es?
ALONSO. —Las… espera, hombre…, las dos… no, las tres de la mañana. ¡No me vas a decir que estás durmiendo!
JORGE. —¿De dónde vienes? ¿De dónde has llegado? En España son las cuatro.
ALONSO. —¿Eh?
JORGE. —Las cuatro de la mañana y cuarenta y tres años.
ALONSO. —¡Pero si nosotros siempre tendremos catorce!
JORGE. ―¿Qué?
ALONSO. —Pero si siempre tendremos catorce años.
Tienen de los adolescentes los pensamientos perezosos y vagabundos, el blasón secreto de la tristeza, la tendencia al solipsismo. Jorge se ha librado de la peligrosa compañía de un Alonso rayado, pero se siente insatisfecho, egoísta, mezquino. Soy un solitario en el peor sentido de la palabra, se dice. No tengo amigos de verdad. No soy capaz de alegría, de espontaneidad, estoy perdido.
Con Alonso, Federico, Pascual, Andjela y un tal Gonzalo, estaba la noche del 23 de febrero de 1990 a la media luz del cabaret del Cosmos, donde una orquesta de falsos zíngaros, disfrazados con chalecos de fantasía y camisas abullonadas, y peinados por un barbero delirante, destrozaban el folclor de los Balcanes para una audiencia constituida solo por la mesa en la que Jorge se aburría de firme escuchando cómo sus compañeros abominaban del régimen, del clima, de la comida infecta, del carácter de los lugareños… y de tener que irse.
Hasta hacía pocos meses, se cruzaba con aquellos hombres y mujeres en recepciones de embajada, en los vestíbulos y escaleras automáticas de los aeropuertos, intercambiaban saludos y sonrisas, unas tarjetas de visita, luego se separaban y Jorge se quedaba un instante pensando, y a veces se daba la vuelta para verlo alejarse, una silueta de espaldas elevándose o hundiéndose en la escalera mecánica.
De repente el Telón de Acero se rasgó de parte a parte y ellos empezaron a aparecer en los mismos hoteles de las mismas capitales al mismo tiempo, y a pasar juntos las primeras horas de la madrugada. Aunque en aquellas tarjetas figurasen las profesiones de profesor, periodista, historiador, ingeniero y delegado comercial, ahora trabajaban como ojeadores de los transitólogos. Pero aquí quizá debería recordar qué fueron los transitólogos.
En los años ochenta y noventa fue tal el prestigio mundial de la pacífica conversión de la dictadura española en una democracia, que una docena de diputados españoles recorría las capitales de Europa del Este pronunciando conferencias para explicar los secretos del proceso constituyente a las elites políticas que deseaban imitar el ejemplo español y evitar un baño de sangre. Con feliz ironía, Jordi Solé Tura, que fue uno de ellos, los bautizó como «transitólogos».
De manera menos conspicua, también fatigaban esos países los representantes de unos cuantos partidos políticos de Alemania, Francia y otras potencias occidentales para establecer contactos con partidos políticos hermanos, y ejecutivos de grandes empresas oteando el lugar ideal para establecer la sede de una nueva planta con mano de obra barata. A estos supuestos conocedores del secreto de la prosperidad y los trucos del capitalismo se les escuchaba como a oráculos; ellos ejercían gustosamente de transitólogos.
Como la situación en esos países era convulsa, fluida, incierta, impredecible, antes de viajar a una ciudad contactaban o enviaban por delante a algún experto que les preparase el viaje y la estancia, redactase dossieres, estudiase las condiciones de seguridad en el aeropuerto, el hotel, la sala de conferencias, remitiese informes sobre las personalidades que les recibirían. Estos eran también transitólogos, aunque de tercera fila.
Aquella noche en el Cosmos se habían reunido Alonso, con base en la avenida Louise de Bmselas (más adelante, base en Túnez, y más tarde aún, una granja de cría de avestruces en la provincia de Madrid), y Andjela, que vivía en Belgrado y años después, exiliada en Hudson, NY, USA, se compraría un televisor de pantalla panorámica para contemplar en éxtasis masoquista los bombardeos sobre su ciudad, y Pascual, que vivía en Sofía y tenía una alta estima de sí mismo porque en todo conflicto pensaba en favor de los más débiles —¡aunque fuesen turcos o gitanos!—, y un tal Gonzalo, que vivía en Barcelona y era algo borroso, pero que con los años tendría el raro privilegio de asistir a los incendios de dos teatros de la Ópera: La Fenice y el Liceo, y, más tarde aún, a un tercer privilegio, aunque no tan raro, el de caminar sobre muertos.
En el estrado los músicos se impacientaban, no vale la pena tocar para público tan escaso y desatento, ya se lo dijo Beethoven a aquellos aristócratas que se atrevieron a charlar durante su concierto, cerrando de golpe el piano: «Yo no toco para cerdos». En la mesa de los transitólogos la conversación giraba y volvía sobre la insoportable situación política, lo desagradable que es que te echen de un país por orden gubernamental, la eventualidad de que siguiera nevando durante toda la noche, con lo cual por la mañana el aeropuerto estaría impracticable y tendrían que quedarse, y, en tal caso, cuáles eran sus posibilidades de ser detenidos hacia el mediodía.
—¿Habéis visto el monumento al soldado desconocido?
—La lámpara votiva está apagada.
—Es la nieve, que cae en huracán.
—No, es que se han quedado sin combustible.
El vino caliente y azucarado que bebían sumió a Jorge en un estado soñador y por su conciencia desfilaban otras alusiones a la nieve, desde la canción en que Bing Crosby sueña con unas Navidades Blancas para sí mismo y también para Jorge, hasta los versos de ese otro Jorge, Jiri Orten, al que le fascinaba su blancura:
¡Siempre nieve! Cae silenciosa,
es como una mano que escribe,
¡cuántas cosas debe recubrir!
Abriéndose camino en la nieve, su espíritu se evadió de la ajada taberna del Cosmos y salió a la plaza de Skanderberg, y pasó ante la nevada estatua al Soldado Desconocido, y junto a la nevada estatua del Príncipe Feliz de Wilde, y voló a Praga, donde volvió a visitar a su amiga Bozena en su jardín cubierto por una alfombra de nieve, bajo el cielo de plomo. Bozena y Jorge de pie en el jardín, hundidos en la nieve hasta los tobillos, ella con una bufanda roja ataba bajo el mentón lamenta que los días sean tan cortos y grises, y para animarla él se pone a hablarle de Orten y de su dramática vida trágicamente segada a los 22 años —los años que Bozena tenía entonces…
… Pero esto no puede ser, debo de estar confundido, Jorge le hablaría de algún tema menos terrible, porque si no ¿cómo se explica que Bozena inclinase la cabeza hacia el suelo y cerrase los ojos como solía para recordar mejor, y se sonriese de afuera adentro?
—¿En qué piensas? ¿Qué es tan divertido?
—En algo que me dijo mi amigo Ludvik…
Una vez, yendo los dos en el tranvía, ella apoyó el índice en la ventanilla: «Ese es Ludvik»: por la empinada acera de la calle Konevová bajaba a grandes pasos despreocupados un chico rubio y lírico con la guitarra al hombro como el hacha del leñador. A Jorge le hubiese gustado conocerlo, pero el tranvía lo dejó atrás, mutis ahora de Ludvik, un papel bonito, con disfraz vistoso.
No: en el jardín encantado, nevado, cerrado al público, pero que podemos visitar cada vez que contemplamos las fotografías de Josef Sudek tomadas en el jardín de su amigo el doctor Procházka, con sus sillas de pintura blanca roída por la humedad, sus árboles y matorrales, hojas muertas y florecillas azules, como diminutas margaritas azules allí llamadas «pomienka», «pensamientos», Jorge no le hablaría a Bozena del pobre Orten, sino —eso sería más lógico, cuadra con lo que ella le contaría luego— del enorme oso que treinta años atrás cazó Alexander Dubcek en los montes Tatra, y del escándalo que se armó.
A aquel oso pardo que diezmaba las majadas de Eslovaquia, Dubcek lo tumbó de un certero disparo de escopeta en abril de 1967, durante una pausa en sus funciones de secretario general del partido comunista checoslovaco, y luego posó para una fotografía: en cuclillas, la mano izquierda sobre el hombro de su ojeador, la derecha sostiene la escopeta, y, en primer término, los despojos de la fiera. Luce Dubcek su característica sonrisa y el cabello engominado, un cabello, podría decirse, en optimista retirada. Viste una guerrera con el cuello rojo, vagamente militar o ferroviaria, viste con el esmero y elegancia de dandi que lo distinguieron incluso en los años de guarda forestal. No calculó las connotaciones simbólicas y consecuencias políticas de aquella foto, que atizaron sus enemigos, los hombres del Kremlin en Praga, Strougal y Husak: pues el oso es el animal totémico de la madre Rusia, y la gesta cinegética de aquel cazador tan elegante confirmaba las sospechas de su íntima rebeldía, su desafío a Breznev. Poco después las divisiones acorazadas de cinco potencias extranjeras se adentraban por las carreteras de Checoslovaquia, empezando veinte años más de dictadura. De lo cual se deriva la idea de que basta con la muerte de un oso —menos aún: con la fotografía de un oso muerto y un cazador sonriente— para provocar una catástrofe nacional.
Y debió ser entonces cuando Bozena, riéndose de fuera adentro, le explicó a Jorge la historia de Pavel y Ludvik, los cazadores alemanes y el oso, la misma que dos años después, estando medio borracho en el bar subterráneo del Cosmos, en compañía de transitólogos, afloró a su conciencia.
—¿En qué piensas? ¿Qué es tan divertido? —al alzar la mirada, enjugándose las lágrimas de risa, Jorge vio que Alonso, Federico, Andjela, Pascual y un tal Gonzalo lo miraban expectantes, y entonces les contó la historia. Pero para agilizar la narración de las anécdotas hay que eliminar narradores intermedios, así que suprimió del relato a Bozena, aquí la joven checa nos da la espalda, se echa a caminar hacia el fondo del jardín nevado, donde la masa sombría de unos arbustos proyecta su oscuridad húmeda, Bozena sale del relato (y va a perderse al limbo…).
Lo que Jorge les contó
Jorge les dijo que un amigo suyo, un joven llamado Ludvik, estudiante juerguista y vagamente músico, sin oficio ni beneficio reales, discurriendo cómo ingeniárselas para conseguir un poco de dinero fácil, convenció a su amigo Pavel de que le pidiera a su padre las llaves de la casa de verano, un frío chalet de piedra cerca de la aldea de Jilihava, en los bosques del norte de Bohemia, donde se recluirían durante quince días de primavera supuestamente para preparar los exámenes de licenciatura. Luego Ludvik insertó en la sección de anuncios por palabras del diario Bild un anuncio que decía:
¡OSOS!
Paraíso del cazador,
albergue de ensueño
y coto de caza privado
en Bohemia Septentrional.
Económico, piezas aseguradas.
Quince mil coronas por cabeza.
Los dos amigos se sentaron a esperar las llamadas de teutones frustrados por la severidad de las restricciones cinegéticas en la RFA y ávidos de matar osos.
No hubieron de esperar mucho, al cabo de una semana dos prusianos prototípicos se presentaban a la puerta de la casa de campo: herr Kuttenmeyer y herr Böll vestían ropa deportiva de impecable gamuza, capas cortas, botas y correajes de cuero negro, llevaban encasquetados sendos sombreros tiroleses sobre los que se balanceaban airosas plumas de faisán, cargaban cuatro escopetas de reluciente metal azul dotadas con mira telescópica, y cananas llenas de proyectiles de gran calibre trazaban x convexas sobre sus barrigas. Pavel, que hacía las funciones de «mayordomo», guisó para ellos sopa y carne con kniheli, y Ludvik entretuvo la cena con fabulosos relatos sobre la gran abundancia de osos feroces en la región. Los cazadores cenaban en silencio, llevaban las cabezas rasuradas, se acostaron temprano en «la mejor habitación del albergue», que era el dormitorio de los padres de Pavel, y al alba, Ludvik los acompañó al «apostadero»: un zarzal de moras en el linde del camino que serpea por el bosque entre las aldeas de Jilihava y Parjudibice.
—Un oso gigantesco —susurró Ludvik— que tiene aterrorizada a la comarca pasa cada mañana por este sendero forestal para abrevarse en un manantial que brota entre unas rocas, más abajo. Sobre todo, cuando aparezca no marren el tiro, porque el bicho ya ha probado la carne humana y su ferocidad no concede segunda oportunidad.
—Por eso no se preocupe —dijo herr Kuttenmeyer, una pizca arrogante.
—Pero este sendero es muy ancho —se extrañó herr Böll.
—Parece más bien un camino vecinal —dijo herr Kuttenmeyer.
—He visto carreteras más estrechas —dijo Böll. Ludvik zanjó el tema:
—El oso está al llegar. Alerta, que nos jugamos la vida.
La víspera, los dos muchachos se habían acercado al circo de gitanos que por aquel mes alzaba su remendada carpa en Parjudibice. Negociaron con el director y compraron por mil coronas un oso viejo, tinoso, desdentado, manso y soñoliento, al que mantuvieron en ayunas todo el día atado a un árbol. Ai alba, Pavel recorrió el camino del bosque, sembrándolo de olorosas salchichas de cerdo. Luego liberó al oso y se quedó contemplando satisfecho cómo el viejo animal se alejaba oscilando pacífico por el camino en la dirección correcta, deteniéndose cada cien pasos para, yum-yum, zamparse otra rica salchicha, relamerse y seguir a por la siguiente.
Ludvik y los cazadores apenas llevaban un cuarto de hora aguardando tensos en el «apostadero»… cuando vieron asomar sobre los matorrales que crecen donde el camino traza una curva cerrada, la negra cabeza de un oso que parecía desplazarse hacia ellos a gran velocidad. Los cazadores se echaron las armas a la mejilla, apuntaron…
—¡Ahora! ¡Disparen! —les urgió Ludvik.
El oso se acercaba rápida, rápidamente por el camino.
—¿A qué esperan? ¡Abatan a esa fiera!
Los alemanes habían bajado las escopetas, estaban perplejos, no podían recuperarse de la sorpresa. Herr Kuttenmeyer dijo:
—¡Pero… ese oso… va en bicicleta!
En efecto, ante sus narices pasaba el oso viejo y tiñoso, montado en una bicicleta y pedaleando regular y pacíficamente.
Un kilómetro atrás se había cruzado con la señora Franciska, lechera jubilada en Parjudibice; al toparse de manos a boca con el oso la matrona sufrió un patatús y se desplomó. El oso la olfateó y lamió, afectuoso. Luego le llamó la atención la rueda de la bicicleta que giraba en el vacío con suave crepitar de mecanismo bien engrasado, e hizo lo que había hecho durante toda su vida: encaramarse al sillín y echarse a pedalear.
—¡Pero ese oso… —herr Kuttenmeyer se encaró con Ludvik— en bicicleta va! ¿Cómo es eso posible?
Alzando un índice doctoral, Pavel improvisó una explicación del enigma:
—Es que los osos checos… son muy inteligentes.
Cuatro meses más tarde, en la puerta de la librería francesa de Varsovia, en la calle del Poeta Herbert, Jorge se encontró con Sebastián, el decano, el mayor de los transitólogos, satisfecho porque acababa de encontrar y adquirir la Petite Encyclópedie Polonaise de 1916.
(Han dado ese nombre a la calle en recuerdo de Zbigniew Herbert, el gran poeta recientemente fallecido, autor también de esta prosa titulada Los osos:
«Los osos se dividen en pardos y blancos, o en cabeza, tronco y extremidades. Tienen buenos morros, pero los ojuelos, pequeños. Les encantan las golosinas. A la escuela no quieren ir, pero una siestecita en el bosque —oiga, con mucho gusto. Cuando les queda poca miel, se llevan las manos a la cabeza y están tan tristes, pero tan tristes, que ni sé. Los niños, que tanto quieren a Kubús Puchatek, se lo darían todo, pero por el bosque anda el cazador y con su fusil apunta entre esos dos ojos pequeños».)
Las apariciones de Sebastián solían suceder en el vestíbulo de un gran hotel y quizá merecen ser descritos con algún detenimiento: sentado en un diván de cara a la puerta, junto a un cubo de hielo con una botella de champán boca abajo, dormía con imponente dignidad, como realizando un acto de poder, incruento pero inapelable. Vestía trajes azules irreprochables, funcionales, y camisas blancas pulquérrimas y muy bien planchadas; la cabellera canosa brillaba con liquidez de colonia, como la de un niño travieso recién peinado. Dormía sentado, con el ceño ligeramente fruncido. La papada se desparramaba sobre la pechera y le mantenía recta la cabeza. El brazo era corto; la mano regordeta, con un anillo heráldico en el dedo anular, colgaba del reposabrazos como sosteniendo un guante ideal con la punta de los dedos. Así es como los transitólogos se lo encontraban en el Gran Hotel de Vilna, el Intercontinental de Lubliana, el Athenée Palace de Bucarest y otros hoteles. Acabado su trabajo, Sebastián se sentaba a beber y a mirar a la gente que entraba y salía, hasta que el sueño lo vencía; en cuanto llegaba algún conocido, él, alertado por una intuición que se infiltraba en su sueño o por la corriente de aire que ponía en marcha la puerta cristalera al abrirse, despertaba con un respingo y el recién llegado tenía garantizada conversación y borrachera en la compañía de aquel cincuentón erudito en mil temas.
Cuando Jorge le vio por última vez, estaba empezando el verano, y desde el verano pasado Sebastián había envejecido horrores, los huesos de los pómulos empujaban la piel del rostro, su hermosa papada de sapo se había reducido a unos tristes pellejos colgando de la barbilla como cortinajes ajados, el traje azul flotaba arrugado alrededor de su cuerpo, y la corbata se había alargado, ahora era una prenda tétrica.
—¿Qué libros has comprado? ¿A qué hora sale tu tren? —dijo Sebastián—. Nos sobra tiempo para una copa. Te voy a llevar a un sitio muy especial, la más antigua cervecería polaca, el alcalde suele tomar allí el aperitivo.
A Jorge no le impresionaba especialmente encontrarse bebiendo cerveza junto al alcalde de Varsovia, pero comprendió que para Sebastián hacer de anfitrión era la excusa perfecta para saltarse el severo régimen analcohólico al que los medios lo habían condenado. Les sirviéronlas jarras de porcelana, se bebieron los primeros tragos y naturalmente se pusieron a hablar de los últimos acontecimientos de política internacional. Pues en aquellos años en que caían y se levantaban como castillos de naipes los gobiernos y las naciones, los transitólogos, que creían cabalgar a lomos del tigre de la historia, hubieran considerado una pérdida de tiempo, o algo peor, un síntoma de necedad, comentar asuntos personales, y sus vidas privadas, emociones y proyectos asomaban a las conversaciones muy de vez en cuando, de pasada, con desdeñosa sorpresa. Los transitólogos se creían protagonistas de la historia, porque estaban siempre allí donde esta se estremecía.
En cuanto a Sebastián, tenía certezas absolutas sobre el sentido y dirección de la Historia y sabía muy bien dónde esta había descarrilado: con el asesinato del archiduque Fernando en Sarajevo. Desde aquel disparo irreparable cada acontecimiento es un paso errado, fatal, por el camino al caos. Ahora se hallaba en Varsovia en el séquito del canciller Kohl, durante su viaje de buena voluntad para mejorar las relaciones con un pueblo que miraba a los vecinos alemanes con temor y desdén.
—Desgraciadamente —explicó Sebastián—, los polacos todavía nos reprochan las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, cuando no nos consideran unos brutos técnicos forrados de marcos, eficientes y carentes de verdadera inteligencia, y, sobre todo, de alma.
Jorge se sonrió. ¡Sebastián había nacido en Cáceres! La educación en el Colegio Alemán de Madrid, quince años en Viena y su admiración por la civilización centroeuropea lo habían convencido de que era alemán.
—… Hay una anécdota divertida —prosiguió— que ilustra bastante bien estos prejuicios. Si quieres te la explico.
Y le contó lo siguiente:
—Unos amigos míos tienen dos hijos, Bronislaw y Andrzej. Son dos chicos muy pícaros que siempre andan a la última pregunta; un día, pensando pensando cómo ganar un poco de dinero, se les ocurrió poner un anuncio en la prensa de Berlín, un anuncio que decía: «Se ofrece coto de caza. Abundancia de osos».
Jorge enarcó las cejas, por lo demás se mantuvo impasible.
—Bueno, pues al cabo de dos semanas aparecieron en su casa de campo, cerca de Catowice, dos cazadores prusianos… Tú ya sabes cómo son los prusianos: cabezas de piedra que…
Y en el fluido de su relato, demorado por largos tragos de cerveza, por apariciones del camarero para llevarse las jarras vacías y traer jarras llenas, y por el entusiasmo y placer con que Sebastián, escritor fallido, se recreaba en detalles nuevos, en variaciones sobre el tema principal, comparecieron ante Jorge los dos señores de Alemania vestidos con sus loden, tocados son sombreros tiroleses en los que temblaba una pluma de faisán, portadores de escopeta. Llegan a la casa de campo en la linde de un bosque, duermen, madrugan, son conducidos al apostadero, pasa el oso en bicicleta y Andrzej dice…
—No se asombren… ¡Es que los osos polacos son muy inteligentes!
Mientras Sebastián la explicaba, mientras al amanecer el oso pasa en bicicleta ante los maravillados cazadores alemanes, Jorge iba reconstruyendo el trayecto de la historia que él había oído en Praga y repetido cuatro meses atrás en un cabaret de Tirana. Tenía en la cabeza los horarios de los aviones y no le costó mucho rato deducir que probablemente Alonso, de regreso a Madrid, había hecho escala en Viena, y que allí habría pasado la noche para, a las ocho de la mañana siguiente, empalmar con el primer avión a Madrid. Habría pasado la noche bebiendo y hablando con su viejo amigo Sebastián.
Meses más tarde, en Vilna, le maravilló que un joven transitólogo al que apenas conocía le contase la misma historia; esta vez los dos picaros que engañan a los alemanes eran lituanos.
En Budapest, durante una cena en la embajada que entonces dirigía don Rodrigo de Sotomayor, volvieron a contarle la historia: los dos chicos despabilados eran húngaros, y se llamaban Laszlo y Janos.
A cada nueva versión del relato que escuchaba, luego en su habitación del hotel se deleitaba desandando los pasos que habría seguido hasta llegar de nuevo hasta él. Europa, que en aquellos años se contraía y arrugaba y expandía y desgarraba como un mapa viejo, para Jorge también era una red de autopistas y pasillos aéreos por donde circulaba danto tumbos la caravana de gitanos con su circo ambulante, y en cuyos nudos cada uno de los amigos de aquella noche en el cabaret del hotel Cosmos iba encontrándose con alguien a quien transmitía la historia, alguien que a su vez deformaba el relato y lo transportaba más lejos…
Checoslovaquia se partió en dos pedazos y cada pedazo se hundió en su propio ensueño perezoso y desengañado, y los persas invadieron Kuwait y luego los occidentales la liberamos e invadimos Persia, y Yugoslavia se partió en cinco y por cada una de las cinco partes libró una guerra civil en las que unos y otros se pasaron a sangre y fuego, y la tierra tembló en Turquía y se tragó a miles de personas, y Rusia fue perdiendo una tras otra sus naciones como cuentas de un rosario, hubo varias guerras contra Chechenia, y también guerra en Afganistán y en Daguestán, y el gigantesco emperador ruso Boris aparecía borracho y confuso en lo alto de las escalerillas de los aviones, y, en España, Federico se curó milagrosamente de su grave enfermedad. Ha pasado mucho tiempo y cada vez que Jorge recuenta para alguien un episodio de su vida, se ha acostumbrado a añadir, con coquetería, la coletilla: «… pero de esto hará lo menos diez o veinte años».
Y ahora por esos pasillos aéreos corre la noticia de la muerte de Sebastián. Le ha sorprendido en Viena, como él deseaba. Recuerdo una noche, una noche de champán en la terraza de un ático sobre la plaza Venceslao iluminada, en que nos contó que querían cerrar su oficina vienesa y que él se trasladase de nuevo a Moscú. Él no volvería, pasara lo que pasase, a Moscú. Le horrorizaba la idea de volver a Moscú. «¡Moriré en Viena!», clamaba.
El tiempo de los transitólogos había concluido, él viajaba lo menos posible, se había organizado una rutina cotidiana de paseos por el Groben, café y prensa en el Brucken, veladas en el piano-bar de los húngaros, donde Bela Koreny toca el piano y su esposa Andrea Malek canta canciones magiares. Había resistido las órdenes de mudanza fingiendo no haberlas recibido, pretendiendo que no estaban claramente expresadas, que por el momento era imposible ejecutarlas. Había dado largas con mil excusas. Finalmente, lo despidieron e indemnizaron y se preparó, a sus cincuenta y cinco años, para vivir una nueva vida bohemia, quizá escribir algunos libros. Pero enseguida encontró otro trabajo menos cómodo que el anterior y no tan bien remunerado, pero con derecho a quedarse en su querida ciudad.
—¡Moriré en Viena!… ¡Yo, en Viena! —clamaba, indignado como un noble al que quieren despojar de un privilegio.
Nadie le expolió su muerte. Fulminado cerca del Strauss de oro.
Jorge recibió la noticia con incredulidad. Pensó: no me afecta. Pero esa noche se sorprendió llorando.
Veo caer la nieve, caer la nieve sobre un jardín vacío.
Claro, todos somos transitólogos: hablamos, y nos vamos. Pero el quimérico oso ciclista seguirá recorriendo los cotos imaginarios, y asombrando a parejas de cazadores apostados para verlo pasar pedaleando ante zarzales cuajados de oscuras moras, en bosques de Carinthia, de Eslovaquia, en bosques de Galitzia, de Polonia y de Hungría. En bosques rumanos, de Moldavia y Besarabia, en bosques de Asturias y del Alto Aragón, en bosques de Bohemia… invulnerable y puro como una idea.