GUILLAUME APOLLINAIRE

LA DESAPARICIÓN DE HONORÉ SUBRAC

A pesar de las búsquedas más minuciosas, la Policía no ha llegado a dilucidar el misterio de la desaparición de Honoré Subrac.

Era amigo mío y, como yo conocía la verdad sobre su caso, me sentí en la obligación de poner a la justicia al corriente de lo que había ocurrido. El juez que recogió mis declaraciones utilizó conmigo, tras escuchar mi relato, un tono de cortesía tan espantoso que no me costó mucho comprender que me tomaba por loco. Se lo dije. Fue más cortés aún; luego, levantándose, me empujó hacia la puerta, y vi a su escribano, de pie, con los puños apretados, dispuesto a saltar sobre mí si me ponía violento.

No insistí. El caso de Honoré Subrac es tan extraño, en efecto, que la verdad parece increíble. Por los relatos de los periódicos se ha sabido que Subrac pasaba por individuo extravagante. Tanto en invierno como en verano, solo llevaba una hopalanda, y para los pies únicamente utilizaba zapatillas. Era riquísimo, y como su indumentaria me sorprendía, un día le pregunté la razón:

—Es para desvestirme muy deprisa en caso de necesidad —me respondió—. De todos modos, uno se acostumbra enseguida a salir poco vestido. Se puede prescindir perfectamente de ropa interior, de calcetines y de sombrero. Vivo así desde los veinticinco años y nunca he estado enfermo.

En lugar de aclararme las cosas, estas palabras aguzaron mi curiosidad.

«Pero ¿por qué —pensé— necesita Honoré Subrac desvestirse tan deprisa?».

Y hacía un gran número de cábalas…


Una noche, cuando volvía a casa —podía ser la una, la una y cuarto—, oí pronunciar mi nombre en voz baja. Me pareció que venía de la pared que estaba rozando. Me detuve, desagradablemente sorprendido.

—¿No hay nadie más en la calle? —continuó la voz—. Soy yo, Honoré Subrac.

—Pero ¿dónde está usted? —exclamé, mirando a todas partes sin conseguir hacerme una idea del lugar en que mi amigo podía esconderse.

Lo único que descubrí fue su famosa hopalanda tirada en la acera, al lado de sus no menos famosas zapatillas.

«He aquí un caso —pensé— en que la necesidad ha obligado a Honoré Subrac a desvestirse en un abrir y cerrar de ojos. Por fin voy a conocer un gran misterio».

Y dije en voz alta:

—La calle está desierta, querido amigo, puede dejarse ver.

Bruscamente, Honoré Subrac se despegó en cierto modo de la pared, en la que yo no lo había visto. Estaba totalmente desnudo, y lo primero que hizo fue apoderarse de su hopalanda, ponérsela y abotonársela lo más rápido que pudo. Luego se calzó y, deliberadamente, me habló mientras me acompañaba hasta mi puerta.


—¡Le ha sorprendido! —dijo—, pero ahora comprenderá la razón por la que me visto de forma tan extravagante. Y sin embargo no ha comprendido usted cómo he podido escapar de manera tan completa a su mirada. Es muy sencillo. Solo hay que ver en ello un fenómeno de mimetismo… La naturaleza es una buena madre. Ha concedido a aquellos hijos suyos amenazados por peligros, y que son demasiado débiles para defenderse, el don de confundirse con lo que los rodea… Pero todo esto ya lo sabe usted. Sabe que las mariposas se parecen a las flores, que ciertos insectos son semejantes a hojas, que el camaleón puede asumir el color que mejor lo oculta, que la liebre de los polos se ha vuelto blanca como las regiones glaciales donde, tan medrosa como la de nuestros barbechos, sale a escape casi como si fuera invisible.

»Estos débiles animales escapan de sus enemigos así, gracias a una capacidad instintiva para el ingenio que modifica su aspecto.

»Y yo, a quien sin cesar persigue un enemigo, yo, que soy miedoso y que me siento incapaz de defenderme en una pelea, imito a esos animales: me confundo a voluntad y por terror con el medio ambiente.

»Ejercí por primera vez esa facultad instintiva hace ya cierto número de años. Tenía veinticinco, y, por lo general, las mujeres me encontraban agradable y apuesto. Una de ellas, que estaba casada, me demostró tanta amistad que no pude resistir. ¡Fatal relación! Una noche estaba yo en casa de mi amante. Su marido, supuestamente, había salido de viaje por varios días. Estábamos desnudos como divinidades cuando de pronto se abrió la puerta y apareció el marido revólver en mano. Mi terror fue indecible, y solo tuve un deseo, cobarde como era y como sigo siendo: desaparecer. Me pegué a la pared deseando confundirme con ella. Y el acontecimiento imprevisto se materializó al punto. Me volví del color del papel de la pared, y como mis miembros se aplanaron en un estiramiento voluntario e inconcebible, me pareció que formaba parte de la pared y que ya nadie me veía. Era cierto. El marido me buscaba para matarme. Me había visto, y era imposible que me hubiera escapado. Se puso como loco y, volviendo su rabia contra su mujer, la mató salvajemente disparándole seis tiros de revólver en la cabeza. Luego se marchó, llorando desesperadamente. Después de su partida, mi cuerpo recuperó por instinto su forma normal y su color natural. Me vestí y conseguí irme antes de que llegase nadie… Desde entonces he conservado esta afortunada facultad, que deriva del mimetismo. El marido, como no me había matado, ha dedicado su existencia al cumplimiento de esa tarea. Me persigue desde hace mucho por todo el mundo, y yo pensaba haber escapado de él viniendo a vivir a París. Pero, poco antes de que usted pasara he visto a ese hombre. El terror ha hecho castañetear mis dientes. Solo he tenido tiempo de quitarme la ropa y confundirme con la pared. Ha pasado a mi lado, mirando curiosamente esa hopalanda y esas zapatillas abandonadas en la acera. Ya ve cuánta razón tengo vistiéndome de forma sumaria. Mi facultad mimética no podría ejercerse si fuera vestido como todo el mundo. No podría desnudarme con la suficiente rapidez para escapar de mi verdugo, y ante todo importa que yo esté desnudo, para que mis ropas, pegadas a la pared, no vuelvan inútil mi desaparición defensiva.

Felicité a Subrac por una facultad cuya materialización había visto y que le envidiaba…


Durante los días siguientes solo pensé en este asunto y me sorprendía a mí mismo cada dos por tres forzando mi voluntad a fin de modificar mi forma y mi color. Intenté transformarme en autobús, en torre Eiffel, en académico, en ganador del premio gordo de la lotería. Mis esfuerzos resultaron inútiles. No lo conseguía. Mi voluntad no poseía fuerza suficiente, y además me faltaba aquel santo terror, aquel formidable peligro que había despertado los instintos de Honoré Subrac…


Hacía algún tiempo que no lo había visto cuando, un día, llegó enloquecido:

—Ese hombre, mi enemigo —me dijo—, me acecha por todas partes. He conseguido escapar tres veces poniendo en práctica mi facultad, pero tengo miedo, querido amigo, tengo miedo.

Vi que había adelgazado, pero me guardé mucho de decírselo.

—Solo le queda una cosa por hacer —le dije—. Para escapar a un enemigo tan despiadado, ¡márchese! Escóndase en un pueblo. Deje en mis manos el cuidado de sus asuntos y diríjase a la estación más cercana.

Me estrechó la mano diciendo:

—Acompáñeme, se lo suplico, tengo miedo.


En la calle, caminamos en silencio. Honoré Subrac volvía constantemente la cabeza con aire inquieto. De pronto lanzó un grito y echó a correr desembarazándose de su hopalanda y de sus zapatillas. Vi que detrás de nosotros llegaba un hombre corriendo. Traté de detenerlo. Pero se me escapó. Llevaba un revólver, que apuntaba en dirección a Honoré Subrac. Este acababa de alcanzar un largo muro de cuartel y desapareció como por encanto.

El hombre del revólver se detuvo estupefacto, lanzando una exclamación rabiosa y, como para vengarse del muro que parecía haberle robado a su víctima, descargó su revolver en el punto en que Honoré Subrac había desaparecido. Luego se fue corriendo…

Se congregó la gente, unos guardias llegaron para dispersarla. Entonces llamé a mi amigo. Pero no me respondió.

Tanteé la pared, todavía estaba tibia, y observé que, de las seis balas de revólver, tres habían penetrado a la altura del corazón de un hombre, mientras las otras habían rayado el yeso, más arriba, en el punto donde me pareció distinguir vagamente, vagamente, el contorno de un rostro.