JULES LERMINA

EL CUARTO DE HOTEL

I

 

Siempre he tenido, no sé por qué, una tendencia a interesarme por los procesos de los tribunales. No soy el único en fomentar esa curiosidad y tampoco pretendo justificar la rareza (otros lo llaman inconveniencia) de este gusto exagerado. Me limito a constatarlo, nada más. No hay proceso de cierta importancia que se juzgue sin que yo esté inmediatamente al acecho de los menores detalles, de las particularidades más insignificantes. En cuanto el caso empieza, me formo una opinión, discuto la acusación, determino los alegatos de la defensa, adelanto el veredicto, y para mí es una real satisfacción de amor propio cuando no me he equivocado.

—Este caso —le decía esta tarde a mi amigo Maurice Parent— no costará mucho a los señores del tribunal…

—¿De qué se trata?

—Escucha el relato sumario. Un estudiante llamado Beaujon asesinó por celos a uno de sus compañeros de bufete, Defodon. La justicia ha encontrado todos los hilos del caso, en el que mejor que en cualquier otro conviene preguntarse: «¿Dónde está la mujer?». Y no ha sido difícil descubrirla.

Arrojé a mi amigo el periódico que tenía en la mano, añadiendo:

—¡Un proceso vulgar!

Maurice miró aquellas pocas líneas referidas al caso; luego, plegando el periódico, me dijo:

—O sea que, para ti, esa información, quizá dada a la ligera, te basta, y ya tienes una opinión…

—¡Si no es posible dudar! Además, no me preocupa: es uno de esos accidentes de importancia demasiado escasa como para imponerse a mi atención.

Maurice reflexionó un momento:

—Esa es una de las disposiciones más singulares de la mente humana —continuó—. En cuanto se produce un acontecimiento, hay un punto que golpea y llama inmediatamente la atención, y desde ese punto, a menudo secundario en realidad, se construye el eje de toda una argumentación. Basta que un soberano haya dejado escapar una frase benevolente para que el apodo de justo o generoso se una a su nombre; así fue como Enrique IV se convirtió en el padre del pueblo por la gallina en el puchero[106]. Y lo mismo pasa con todo. Esa observación se aplica de manera especial a los procesos criminales. A partir de una circunstancia que la mayoría de las veces no presenta ningún interés serio, usted construye todo un sistema de deducciones, y su decisión responde, no al conjunto de hechos verdaderos, sino a la serie de ideas que un simple detalle ha despertado en usted…

—Sin embargo, hay casos en que la evidencia es tal que sería locura negarse a constatarla.

—La pretendida evidencia es la fuente misma de todos los errores.

Estas afirmaciones picaban mi amor propio. Sentía todo su acierto, pero no quería rendirme. Hasta el punto de que propuse a Maurice asistir al proceso de Beaujon, seguro de que iba a convertir sus teorías en agua de borrajas mediante la simplicidad misma del caso y la imposibilidad en que necesariamente se encontraría de discutir la evidencia que negaba.

Mientras nos dirigíamos al Palacio de Justicia, ya disfrutaba yo del placer que más tarde tendría al confundir sus teorías. Me escuchó largo rato; de sus labios solo se elevaba una sonrisa. Yo me impacientaba ante aquella ironía latente; él recobró de pronto su fisonomía seria.

—Mi querido amigo —me dijo—, le aseguro que en la mayoría de casos los acusados son condenados o puestos en libertad no en razón de las circunstancias reales del suceso a las que se encuentran mezclados, sino según un sistema que construye para su propio uso bien la acusación, bien la defensa. El espíritu humano está hecho de tal forma que el acusado, incluso aunque su suerte dependa de una sinceridad absoluta, oculta voluntariamente una serie de detalles que, por parecer insignificantes, no dejan de constituir la mayoría de las veces el bosquejo real del caso. El más fuerte es el amor propio, pero un amor propio mezquino y estrecho. El hombre confesará que ha golpeado a su víctima, pero negará, por ejemplo, que ella le haya reprochado su fealdad o un defecto oculto de constitución; nunca dará a conocer por sí mismo una circunstancia que lo volvería ridículo. Prefiere confesarse criminal. Este es uno de los aspectos de la cuestión; además puede ocurrir, y el hecho se produce con frecuencia, que estas circunstancias sean desconocidas tanto para el propio acusado como para el ministerio fiscal. En cualquier hecho, sea el que fuere, existen puntos accesorios cuya influencia latente no deja de tener poder. Los actores del drama la sufren sin analizarla, sin tener siquiera consciencia de ella…

—¿Y a qué conclusión llega?

—Concluyo que, si el culpable es condenado por el hecho material, brutal, el conocimiento de la verdad completa podría, la mayoría de las veces, modificar el veredicto del jurado, bien en el sentido de agravarlo, bien, en cambio, en el sentido de la absolución. Una cosa más: el sistema de las circunstancias atenuantes no se basa en Francia en otro razonamiento. Se ha dejado a la conciencia de los jurados la apreciación de circunstancias cuya materialidad no engaña…

Habíamos llegado al tribunal de la Audiencia.

Maurice se volvió grave y silencioso. Yo me dejé guiar.

Habíamos entrado de los primeros, por eso pudimos elegir nuestras plazas. Ya es sabido que, como el tribunal se halla situado sobre un estrado, en el fondo del hemiciclo, el acusado se instala a la derecha, con su abogado delante de él; a la izquierda, el fiscal general o su sustituto; más adelante, los jurados; delante del tribunal, el recinto reservado a los testigos; en medio de ese espacio dejado libre, la mesa, cargada con las piezas llamadas de convicción.

Maurice se hizo explicar estos detalles antes del inicio de los debates.

—Situémonos de tal forma que podamos ver tanto al acusado como a los testigos, únicos actores cuya observación nos resulta útil. Es una pena que solo podamos ver a los testigos de espaldas. Pero ese impedimento no constituye una dificultad tan importante como parece a primera vista. En un caso en que la pasión debe ser excluida, el único punto a observar, por lo que se refiere a los testigos, es su grado de educación y de inteligencia. Debemos poder echar una ojeada sobre su fisonomía en el momento en que se dirigen a la barandilla del tribunal; luego, el examen de su ropa hará el resto.

Nos instalamos por tanto a la izquierda del tribunal, junto a la tribuna de los jurados. Desde ahí podíamos ver de lleno el rostro del acusado.

Tras los preliminares de costumbre, hicieron entrar al asesino. El movimiento ordinario, en parte curiosidad, en parte interés, se manifestó en la concurrencia, compacta y compuesta en su mayoría por señoras, algunas de las cuales pertenecían a lo que se ha convenido en llamar la más alta sociedad.

Por otro lado, nada más insignificante que el acusado; podía definirse con una expresión: un joven apuesto. Cabellos castaños, rizados de forma natural, engominados y separados por una raya irreprochable. Ojos grandes, demasiado bien rasgados, de largas pestañas: mirada sin expresión especial. Una barba de un bello color castaño, cortada en abanico, peinada y rizada. La nariz recta, algo fuerte. La boca enmarcada por un mostacho bastante poblado. El labio inferior algo grueso. La tez muy clara. En resumen, una de esas cabezas como las que se encuentran a cada paso. Nada que apuntar desde el punto de vista de la expresión, ni para bien ni para mal. En cuanto a indumentaria, levita negra, chaleco cerrado, camisa muy blanca, cuello vuelto, dejando libre el cogote. Buen empaque, sin fanfarronería, pero con poca firmeza. En todos sus rasgos, en todos sus gestos, una especie de inquietud sorprendida. Mucha cortesía para los gendarmes. Cuando el abogado se volvió para hablarle, el acusado se ruborizó como si le hubiera sorprendido aquella condescendencia.

Una vez hecho el silencio y constituido el jurado, el escribano dio lectura al acta de acusación.


II

 

Acta de acusación

 

«El 23 de abril pasado, a las nueve de la noche, se dejaron oír gritos en un cuarto amueblado del Hôtel de Bretagne et du Périgord situado en la calle de Grès, n.º 27. Ese cuarto, en el segundo piso, estaba ocupado por un joven de veintiséis años, Jules Defodon. Al mismo tiempo que resonaban los gritos, el ruido de una violenta pelea atraía la atención de los vecinos. Un instante después, la puerta del cuarto se abría precipitadamente, y Pierre Beaujon se lanzaba a la escalera lanzando gritos inarticulados y se precipitaba hacia la calle. El portero de la casa, el señor Tremplier, sorprendido ante aquel comportamiento, y preocupado por los gritos oídos, se oponía a su salida, y, a pesar de los esfuerzos del joven, lo sujetaba con energía. Al mismo tiempo, los vecinos entraban en el cuarto del que habían salido los ruidos. Allí se ofrecía a sus miradas un terrible espectáculo. Jules Defodon yacía sobre el suelo, de espaldas, con la cara contraída, la fisonomía convulsa como si, hasta en la muerte, hubiera lanzado a su asesino una última y suprema imprecación. Se llamó de inmediato a un hombre del arte médico, que vivía en la casa.

»El cuerpo solo llevaba puesta una camisa de noche. En el cuello había huellas de dedos apretados con fuerza. El llamado Pierre Beaujon, llevado al cuarto, no pudo mirar de frente el cadáver todavía caliente de su víctima. Se desmayó. El comisario de Policía del barrio fue a hacer las primeras pesquisas; luego la autoridad judicial se entregó a una larga y minuciosa investigación que ha revelado los hechos siguientes; los detalles recogidos arrojaban sobre este misterioso caso una luz que no deja ninguna circunstancia en la sombra.

»Jules Defodon nació en Rennes el 1 de mayo de 184… Pertenece a una de las mejores familias de la región, y su padre ha ocupado un elevado puesto en la magistratura; hace seis años fue enviado a París para terminar sus estudios de Derecho. Durante mucho tiempo su conducta fue ejemplar. Pero poco a poco fue relacionándose con jóvenes de su edad, y sus hábitos se volvieron menos regulares. Nervioso y enfermizo, se dejó arrastrar a excesos que, sin comprometer por ello seriamente su futuro, influyeron en la marcha de sus estudios. En el número de esas amistades nuevas, la acusación señala a Pierre Beaujon.

»El hombre que en este momento está sentado en el banco de los acusados nació en París; tiene tres años menos que Defodon. Estudiante de Derecho, se ha señalado por su falta a las clases, y sus fracasos han sido numerosos en los exámenes que ha sufrido. Huérfano desde su infancia, no recibió las informaciones preciosas de la familia. Sin embargo, nada hubiera probado en él las tendencias perversas que debían arrastrarlo hasta el crimen si una de sus relaciones, demasiado frecuentes en el mundo de los jóvenes, no hubiera ido a despertar en él pasiones violentas.

»Una de esas mujeres que juegan con el honor de las familias, Annette Gangrelot, conocida en la sociedad equívoca con el nombre de la Bestia, atrajo los homenajes de Beaujon, que se enamoró locamente de ella.

»Un encuentro fortuito la puso en relación con Defodon, y no tardó en entregarse también a él.

»De ahí surgió entre los dos jóvenes un odio sordo, poco aparente, que debía estallar con toda su violencia en la noche del 23 de abril.

»Annette Gangrelot compartía sus favores entre los dos amigos, que se ocultaban uno al otro con el mismo cuidado. Sin embargo, Beaujon parece haber sido el primero en darse cuenta de las infidelidades de su amante; el 15 de marzo, en un café del Barrio Latino, exclamaba dirigiéndose a la joven: “Si me engañas, te retorceré el cuello y luego el de tu amante”.

»En ese mismo establecimiento se produjo una violenta escena pocos días después. Beaujon, que estaba borracho, quiso pegar a la Gangrelot, y tuvo con ella este lenguaje odioso cuyos términos debemos suavizar: “Si tienes relaciones con alguno, prefiero que sea con Defodon antes que con otro”. Pero cuando pronunciaba estas palabras se hallaba en tal estado de exasperación que debieron intervenir sus amigos para evitar una desgracia, expresión empleada por uno de los testigos.

»Las explicaciones dadas por el acusado pueden resumirse así:

»Ni él ni Defodon sentían por la joven Gangrelot el menor afecto serio. Cada uno de ellos conocía perfectamente las relaciones que esa mujer tenía con su compañero, y era de común acuerdo como se divertían, dijo Beaujon, fingiendo unos celos que no sentían.

»Sin detenernos en la profunda inmoralidad que revelaría semejante acuerdo, por otra parte tan poco natural y tan inverosímil, conviene centrar la atención en algunos detalles probatorios.

»Durante unas indagaciones hechas en el cuarto de Beaujon, se descubrió una fotografía de la joven Gangrelot, cuya cabeza había sido desgarrada a golpes de navaja; además, una carta encontrada en su escritorio lleva estas palabras inacabadas: “Me quitas a la Bestia… ¡me lo pagarás!”. Evidentemente esta carta iba destinada a Defodon.

»En casa de Defodon se encontraba otra fotografía de la misma persona con estas palabras escritas de mano de la víctima: “¡Todo mi corazón es tuyo! ¡Toda mi vida es tuya!”. Es por lo tanto indiscutible que estos dos jóvenes sentían por la Gangrelot una pasión real y que los celos los animaban. Pocos días antes del crimen tuvieron una discusión bastante fuerte en la pensión donde comían; y Beaujon, cogiendo un cuchillo, exclamó dirigiéndose a Defodon: “¡Voy a desollarte como a un conejo!”. Por otro lado, esta discusión parecía tener por pretexto únicamente una broma; pero evidentemente es el indicio de un antagonismo siempre a punto de estallar y convertirse en violencia.

»¿Qué pasó, pues, la noche del 23 de abril? Defodon y Beaujon habían ido a cenar juntos a su pensión burguesa. Nada parecía indicar unas desavenencias mayores que de costumbre. La conversación giró sobre diversos temas insignificantes. Defodon parecía a disgusto; hablaba poco y se quejaba de una especie de debilidad general. ¿Estaba bajo el efecto de uno de esos presentimientos inexplicables cuyo secreto aún no ha podido ser captado por la ciencia? Al final de la cena, manifestó su intención de volver a casa para meterse en la cama. Uno de sus amigos, el llamado Singer, propuso acompañarlo y pasar la velada con él. Pero Beaujon intervino enseguida diciendo:

—Pero ¿no estoy yo allí? Conmigo bastará.

»El suceso ha demostrado cuánta ironía y amenazas ocultaban estas últimas palabras bajo su aparente insignificancia.

»A este propósito, un testigo cuenta también que, en el momento en que Defodon y Beaujon se retiraban, alguien dijo al primero: “¡Hasta mañana! ‘¡Oh!, hasta mañana —dijo Beaujon—, no lo creo. Necesita descansar’”.

»Los dos jóvenes regresaron al hotel. ¿Qué pasó entre las ocho y las nueve? Es lo que la acusación no ha podido establecer de forma segura. Estaban solos, y no se oyó nada hasta la escena suprema. Evidentemente, entre Defodon y su asesino se entabló una discusión. Defodon estaba acostado. Atacado por el asesino, se levantó para defenderse y fue a caer en el centro del cuarto, donde Beaujon le apretaba la garganta.

»Las explicaciones proporcionadas por Beaujon no presentan ninguna verosimilitud. Según él, su amigo hablaba con él de la forma más tranquila cuando, de repente, su rostro, sin razón aparente, habría expresado el mayor horror. Se habría levantado de la cama, presa de un indescriptible temor, y se habría lanzado sobre Beaujon, que lo habría sujetado con fuerza. El acusado ha mostrado en apoyo de sus palabras una equimosis en el hombro que, en efecto, parecía producida por las uñas de su víctima. Habría sido entonces para defenderse por lo que Beaujon habría agarrado por el cuello a Defodon; de forma involuntaria habría ejercido una presión más violenta de lo que pensaba. Luego, cuando había visto a su amigo caer sin vida, habría sido presa de un pánico tan vivo que habría huido, como se ha dicho.

»Este planteamiento, que todo contradice, ha sido sostenido por el acusado con rara tenacidad; no deja de ser inaceptable. Y todas las circunstancias, cuidadosamente reunidas por la instrucción, prueban que, una vez más, la sociedad tiene que deplorar uno de esos crímenes gestados por los celos y las bajas pasiones…

»En consecuencia, Beaujon (Pierre-Alexis) está acusado de haber dado muerte, en la noche del 23 de abril, voluntariamente y con premeditación, a Defodon (Jules-François-Émile), crimen previsto y castigado, etc.».


III

 

Las deducciones del acta de acusación parecieron tan concluyentes a la concurrencia que, desde el primer momento, esta se formó una opinión, y el contenido murmullo que se elevó indicó una especie de desencanto. Se habían esperado detalles más emocionantes; el rumor que había corrido de negaciones persistentes del acusado había hecho esperar intrincadas complicaciones. En cambio, se encontraban ante un crimen vulgar; el elemento amoroso, tan potente en las causas judiciales, era relegado en cierto modo a un segundo plano por la indignidad de la sujeto, cuyo apellido de Gangrelot había provocado algunas sonrisas[107]. Por otra parte, la actitud del acusado no era de tal naturaleza que despertase simpatías. Había escuchado el acta de acusación sin un gesto, sin un movimiento cualquiera de emoción. Se le había visto sonreír dos o tres veces e incluso encogerse imperceptiblemente de hombros. Luego, poco a poco, su semblante había adoptado una expresión de despreocupada seguridad. El verdadero defecto de aquella fisonomía estaba en la ausencia de todo carácter sorprendente y original.

A las damas que frecuentan los tribunales les gusta encontrar en los rasgos del culpable alguna singularidad en cualquier sentido. El bruto feroz sorprende y asusta, el hombre fatal interesa, el fanfarrón exaspera, pero ¿puede interesarse una por un asesino que ni asusta ni exaspera?

Empezó el interrogatorio del acusado. Respondía en voz baja; su acento era firme, sin ninguna brillantez. Decididamente aquel hombre era la insignificancia misma.

 

EL PRESIDENTE: Explíquenos qué pasó el 23 de abril.

BEAUJON: Voy a repetir las explicaciones que di al comisario de Policía, al juez de instrucción, en fin, a todos aquellos que me han interrogado desde ese triste asunto. Defodon y yo habíamos salido de la pensión hacia las siete; él decía que estaba algo indispuesto. En general, no tenía buena salud; además era muy aprensivo. A veces incluso nos burlábamos de él por eso, llamándolo «la damita». Y era una broma frecuente preguntarle: ¿Estás nervioso? En fin, esa noche parecía bastante agitado; estaba pálido, y creí que lo mejor para él era descansar un poco. A las siete y media estaba acostado y me pidió que me quedara a su lado para hacerle compañía.

EL PRESIDENTE: Pero ¿no había dicho usted en la pensión que pasaría la velada con él? Eso implicaría una contradicción con esa petición de la que usted habla por primera vez.

BEAUJON: El detalle no tiene importancia… No lo recuerdo exactamente. Lo cierto es que me quedé.

EL PRESIDENTE: Una cosa más: ¿le parecía bastante enfermo para que su indisposición pudiera prolongarse varios días?

BEAUJON: No comprendo el sentido de esa pregunta.

EL PRESIDENTE: Me explico. Cuando uno de sus amigos le decía: ¡Hasta mañana!, usted contestó: ¡Oh!, no creo… Necesita descansar.

BEAUJON: ¿Dije eso? Es posible. No me acuerdo.

EL PRESIDENTE: Los señores del jurado oirán al testigo. Siga, Beaujon.

BEAUJON: Si hubiera que recodar todas las palabras sin importancia, ¡en fin! Iba diciendo que me instalé al lado de su cama…

EL PRESIDENTE: Descríbanos el cuarto en que se encontraba.

BEAUJON: Es muy fácil. Es un cuarto de hotel semejante a todos los demás; el mobiliario se compone de una cama con cortinas blancas, un secreter, una mesa cubierta por un tapete que sirve de escritorio, una mesilla de noche, algunas sillas y un sillón. La cama está frente a la ventana. Yo me hallaba sentado en el sillón, delante de la chimenea en la que no había fuego. Veía a Defodon de tres cuartos. Él estaba muy contento, y nos pusimos a hablar.

EL PRESIDENTE: ¿Cuál era el tema de su conversación?

BEAUJON: Me resultaría bastante difícil reproducirlo con orden. Hablamos de teatro; tres días antes habíamos ido a ver en el Odéon la obra nueva de George Sand[108]. Luego hablamos de viajes. Teníamos ganas de irnos los dos hacia algún país lejano… Ya sabe, uno de esos proyectos como los que se hacen todos los días y que no se realizan por falta de dinero…

EL PRESIDENTE: ¿No hablaron también de la joven Gangrelot?

BEAUJON: ¿De la Bestia? ¡Ah, seguro que no!

EL PRESIDENTE: Dentro de un momento le interrogaré sobre sus relaciones con esa joven; termine su relato.

BEAUJON: Pero si me interrumpe usted a cada instante. Ya habría terminado. Así pues, le decía que hablábamos de toda clase de cosas, como muy buenos amigos, se lo aseguro. Ya se había hecho de noche, encendí una lámpara de aceite de petróleo que, entre paréntesis, no tenía ni globo ni pantalla. La puse sobre la chimenea. Alumbraba de lleno la cama y el rostro de Defodon. Fue entonces cuando ocurrió la inexplicable escena que me ha traído aquí… ¡Ah!, ya me acuerdo, en ese momento recordábamos un viejo episodio en Bullier[109], una boda del año anterior… Lo que sigue fue tan rápido que me cuesta mucho recuperar algunos detalles. Defodon me pareció preocupado; con la mirada fija solo me respondía con monosílabos. De repente, su rostro se contrajo; no sé; pero me parece haber visto en su cara, junto a la boca, una cosa negra como una mancha. Dio un salto sobre sí mismo lanzando un grito ronco, ahogado, como si la laringe se le hubiera cerrado violentamente. Extendió los brazos en el aire y lo golpeó con sus manos… Luego saltó de la cama, en camisa, y se arrojó sobre mí. Me levanté y lo rechacé, pero él se aferró a mí, me agarró el cuello con una mano, el hombro con la otra. Parecía debatirse contra una pesadilla horrible. Creí que se volvía loco; para hacerlo retroceder le puse la mano en la garganta, evidentemente; en mi sorpresa, no medí la fuerza de la presión… Debí apretar muy fuerte. Él echó la cabeza hacia atrás, lo solté, y cayó todo lo largo que era. Me agaché hacia él…, su cara estaba horriblemente convulsa. Fue entonces cuando lo creí muerto, tuve miedo y eché a correr gritando.

EL PRESIDENTE: ¿Por qué su primera idea fue huir antes que pedir ayuda?

BEAUJON: Perdí la cabeza.

P.: ¿Pretende entonces que fue Defodon quien lo atacó, sin ninguna provocación de su parte, y que usted se limitó a defenderse?

R.: Atacado no me parece la palabra adecuada. Él no tenía ninguna razón para atacarme, lo mismo que tampoco yo la tenía para hacerle daño. Creo más bien en un acceso de delirio.

EL PRESIDENTE, a los jurados: Sobre ese punto oiremos a los médicos. (Al acusado). Explíquenos cuáles eran sus relaciones con la joven Gangrelot. (Movimiento de atención en el auditorio).

El acusado sonrió.

—En verdad —dijo— no comprendo demasiado la importancia que se presta a esos detalles. La Bestia es una buena chica, que ama a todo el mundo y, por consiguiente, no ama a nadie. Es muy cierto que he tenido relaciones con ella, más o menos como la mayoría de mis camaradas. Defodon también. Pero de ahí a una pasión, de ahí a celos, hay mucha distancia. El que sienta celos de la Bestia, tendrá demasiado trabajo…

EL PRESIDENTE: Acusado, lo invito a expresarse de forma decorosa y abandonar ese tono irónico que no está en consonancia con la gravedad de su situación. Así pues, ¿niega que haya habido celos entre usted y Defodon a propósito de esa joven?

BEAUJON: Lo niego absolutamente. La conocimos juntos un día que fuimos a Bullier. Los dos estábamos algo idos e invitamos a la Bestia a venir con nosotros.

—¿Con cuál de los dos? —preguntó ella.

—Espera —le dijo Defodon—, eso vamos a jugárnoslo a los cientos[110].

Y, en efecto, nos la jugamos a ciento cincuenta puntos. Gané yo.

Resulta fácil comprender la desfavorable impresión producida en el auditorio y en el jurado por estas explicaciones inconvenientes. En unas pocas palabras muy sentidas, el presidente invita al acusado a respetarse a sí mismo y a respetar al tribunal.

—¿Qué quiere? —replica Beaujon—. Usted me exige la verdad y yo se la digo. Tiene que vérselas con estudiantes, que no valen menos que otros, que son muchachos muy honrados, pero no son vestales.

P.: Está usted tratando de arrojar sobre la víctima un descrédito que lo salpica a usted mismo. Lo conmino a que cambie de método. La sola excusa del acto cometido estriba, en cambio, en una pasión violenta por una criatura que, desde todo punto de vista, parece poco digna. Por otro lado, la instrucción ha dejado sentado que usted y Defodon se ocultaban con el mayor cuidado sus relaciones con esa persona.

R.: Las ocultábamos tan poco que en todo momento se nos ha visto cenando a los tres, o en parejas.

P.: ¿Pretende que ignoraba las infidelidades de la joven Gangrelot?

R.: La frase es excesiva para una cosa tan pequeña. La Bestia era infiel por naturaleza, nunca tuvo nadie la pretensión de contar con su fidelidad.

P.: Insiste usted en ese método, y olvida que todas las circunstancias desmienten esa pretendida indiferencia. El 15 de marzo usted gritaba: Si la Bestia me engañase, le retorcería le cuello…

R.: En efecto, creo recordar que dije algo parecido. Pero podrá preguntarle a ella misma si alguna vez ha considerado esas palabras como una amenaza seria. Es una de esas bromas cuyo buen gusto no pretendo defender, pero que se oyen todos los días en el Barrio Latino.

D.: Podría admitirse esa explicación, por extraña que parezca, si el mismo hecho no se hubiera repetido varias veces. Unos días más tarde, ¿no tuvo usted con esa joven una discusión de lo más violenta? Quiso pegar a la que usted llama la Bestia.

R.: Yo estaba algo borracho. Ella me habría dicho alguna impertinencia, especie de amabilidades que esas damas no ahorran, y, como yo no estaba bien de la cabeza, quise corregirla quizá con demasiada energía…

P.: Se lo repito, era con toda evidencia por celos…

R.: Le repito a mi vez que eso es un error. Nunca en mi vida he estado celoso de esa buena joven, que era muy libre de hacer lo que quisiera. Además, ¿podía yo mantenerla? Ella venía a buscarnos cuando no tenía otra cosa mejor que hacer…

D.: Esas expresiones y esas explicaciones manifiestan tal ausencia de moralidad que lo conmino por última vez a abandonar ese método que, por su dignidad personal, es inaceptable y repugnante…

R.: Dios mío, señor presidente, no tengo la menor intención de ofender a nada ni a nadie; no hago apología de nuestras costumbres. Evidentemente hay en todo esto un descuido lamentable, y, como usted dice, una falta de dignidad; soy el primero en reconocerlo. Pero lo confieso, prefiero cien veces exponerme, diciendo la verdad, a una censura merecida que dar pábulo, con confesiones ficticias, a una acusación monstruosa que rechazo con todas mis fuerzas…

P.: ¿Cómo explica la presencia en su casa de una postal fotográfica, retrato de la joven Gangrelot, cuyo rostro estaba en parte desgarrado a golpe de navaja?

—Escribano, haga pasar esta fotografía a los señores jurados…

R.: Si yo hubiera sentido por la Bestia la pasión que me atribuye, ¿cree que la habría tratado así?…

P.: Precisamente los celos explican esa violencia.

R.: Los celos…, pero vuelvo a repetirlo, yo no estaba ni bastante enamorado ni era lo bastante necio como para sentir celos de esa joven.

P.: Admitiendo que fuera usted tan indiferente como dice, sin embargo, es a todas luces evidente que el afecto de Defodon por ella era real; había escrito sobre una fotografía estas palabras explícitas: ¡Todo mi corazón es tuyo! ¡Toda mi vida es tuya!

R.: Era una broma.

P.: En una escena que precedió al crimen en varios días, usted amenazó a Defodon; tras apoderarse de un cuchillo, usted grito: «Voy a despellejarte como a un conejo».

R.: Si hay testigos que den la importancia que sea a esas palabras, están locos o son de mala fe: no era más que una amenaza para reírnos, y de la que, se lo aseguro, Defodon no estaba nada asustado.

P.: A pesar de estas explicaciones, de la investigación se deduce que usted siempre ha tenido un carácter violento.

R.: No soy un cordero, pero tampoco un tigre.

P.: Apelo una vez más a su sinceridad: en la noche del 23 de abril, ¿hubo, sí o no, una discusión entre usted y Defodon?

R.: No.

P.: ¿Persiste en decir que él se arrojó sobre usted sin provocación y que solo defendiéndose fue como lo mató?

R.: Lo juro.

EL PRESIDENTE: Los señores jurados lo valorarán. Vamos a oír a los testigos.


IV

 

El interrogatorio había producido sobre el auditorio una impresión penosa; en varias ocasiones se habían elevado murmullos tras las respuestas del acusado, quien, por otra parte, protestaba sin demasiada energía contra la acusación; parecía prestar al drama una importancia secundaria y sentir por la víctima la indiferencia que se empeñaba en mostrar hacia su amante. No había ninguna fanfarronería en la forma en que se expresaba. Respondía con la precipitación de un hombre que no ve la hora de escapar de una formalidad enojosa.

Durante la breve suspensión de audiencia que siguió al interrogatorio, pregunté a Maurice qué pensaba de todo aquello.

—¡Oh, oh! —me dijo—, trabaja usted deprisa. Nosotros nunca pensamos con tanta rapidez. Dejémonos arrastrar antes por la impresión del momento.

—Confieso —lo interrumpí— que esa primera impresión es absolutamente desfavorable para el acusado…

—¿Quién le dice que no comparto esa opinión? Hemos escogido este caso al azar; su sencillez puede volver inútiles todas las pesquisas de nuestra parte. En cualquier caso, no perdemos nuestro tiempo. Dediquémonos a escuchar y a esperar.

Empezó la audición de los testigos.

TREMPLIER, portero de la casa, repitió los detalles ya consignados en el acta de acusación; había visto a Beaujon lanzarse, con la cabeza descubierta, fuera de la casa. Un impulso irracional lo había llevado a detenerlo cuando pasaba. Por lo demás, no tenía ninguna sospecha. Pero la actitud de Beaujon le parecía fuera de lo común.

P.: ¿No pronunció ninguna palabra en el momento en que usted lo detuvo?

R.: No, se debatía lanzando gritos inarticulados. Me pareció loco.

P.: ¿Cómo era el carácter de Defodon?

R.: Era un muchacho excelente, aunque demasiado juerguista, por lo que su salud era mala; en todo instante tenía movimientos nerviosos, cuando una puerta se cerraba demasiado fuerte, al menor ruido…, pero era un muchacho excelente, y nada tacaño…

P.: ¿Qué sabe usted sobre las relaciones del acusado con la joven Gangrelot?

R.: ¡Ah!, es una pelandusca como hay muchas. (Aquí, algunas expresiones demasiado pintorescas que excitan la hilaridad y que nos abstenemos de reproducir).

P.: Los dos jóvenes ¿se escondían el uno del otro en sus relaciones con ella?

R.: Sobre eso, no sé nada…, aunque creo que ella prefería al señor Defodon.

Tres personas habían oído el ruido en el cuarto de Defodon y habían sido las primeras en acudir a los gritos lanzados por Beaujon.

LA SEÑORITA RATEAU (Émilie), de diecinueve años, sin profesión, estaba ocupada, dijo, cuando unos gritos salieron del cuarto que solo está separado del suyo por un tabique. La persona que estaba con ella salió fuera y ella la siguió.

Encontró a Defodon tendido en el suelo en camisa de noche. Ya no se movía.

P.: ¿Oyó usted hablar alto…, algo así como una pelea?

La señorita Rateau duda, luego responde, bajando la voz, que en ese momento no prestaba atención a lo que pasaba al lado.

EL SEÑOR BARNIOLI (Giacomo), rentista, de cuarenta y cinco años, estaba de visita en el cuarto de la señorita Rateau. Afirma haber oído gritos que le parecieron, aunque no pudiese afirmarlo, una pelea. Luego se había abierto una puerta violentamente y alguien se había lanzado a la escalera. Pensó entonces en un accidente y, obedeciendo a un primer impulso, corrió para ayudar en caso de que fuera necesario.

A una pregunta del presidente, que insiste para saber si había o no pelea, el señor Barnioli responde que él no se fijó bien, pero que sin embargo los gritos no le parecieron resultado de una conversación amistosa.

LAVORIT (Gustave), estudiante, de veintitrés años, trabajaba en su cuarto, encima del que ocupaban en ese momento los dos jóvenes. Oyó el ruido y bajó rápidamente. Encontró a Defodon sin movimiento.

EL DOCTOR MERCIER, de treinta años, vive en la casa. Fueron a buscarlo enseguida y trató de prestar a Defodon los primeros cuidados. Pero al momento reconoció que cualquier esfuerzo era inútil. Las marcas de los dedos eran visibles sobre el cadáver. Defodon solo llevaba encima la camisa de noche, con las piernas y los pies desnudos. Evidentemente, se había levantado de forma precipitada o había sido sacado de su cama. Las mantas estaban tiradas por el suelo, la alfombra movida de su sitio.

Cuando Beaujon volvió a subir, llevado por el portero, estaba extremadamente pálido y, a la primera ojeada sobre el cadáver, cayó desmayado sin decir una palabra. El testigo conocía muy poco a los dos jóvenes y no puede proporcionar ninguna información sobre su carácter.


V

 

Tras la declaración del señor de Lespériot, comisario de Policía, cuyas constataciones no presentan ningún interés nuevo, se llama a la señorita Gangrelot (Annette).

Viva emoción en el auditorio; varias personas se suben a los bancos para ver a la heroína. De todas partes gritan: «¡Sentaos! ¡Sentaos!». Los ujieres apenas consiguen restablecer el orden. El presidente vuelve a exigir a la audiencia decoro, y amenaza, en caso de que un tumulto semejante se repitiese, con mandar evacuar la sala.

Annette Gangrelot, llamada la Bestia, tiene veintiocho años. Es una joven alta, bastante fuerte, de apariencia decidida. Es muy morena. Sus cabellos arrancan muy abajo en la frente. La cara es común, aunque bastante bella. Tiene ojos grandes, la boca espesa, la nariz fuerte y las aletas abiertas. En sus labios se aprecian unos rudimentos de bigote.

Lleva un vestido de seda, de cuadros rojos y negros. Se nota que se ha arreglado. Un sombrero apenas visible está plantado hacia delante sobre su cráneo, y deja escapar un moño monstruoso. No lleva guantes, sus manos, bastante blancas por otro lado, están cubiertas por mitones de encaje negro. Pese a su elevada estatura, lleva altos tacones de aguja y, al acercarse a la barandilla, tropieza. Sus zapatos descubiertos dejan ver unas medias muy blancas y un pie algo robusto. Un caraco[111] de seda negra completa ese atavío de mal gusto. El acusado, al verla acercarse, no puede reprimir una sonrisa. En cuanto a ella, a pesar de su seguridad, parece algo desconcertada y, para prestar el juramento, levanta primero la mano izquierda, luego las dos manos al mismo tiempo. Finalmente, una vez cumplidas las formalidades, el presidente la interroga.

P.: ¿Quiere, señorita, de la forma más clara y respetando el decoro, explicar a los señores jurados la naturaleza de las relaciones que la unían a la víctima?

Una vez que el ujier le indica dónde se encuentra el jurado, ella da totalmente la espalda al acusado. Luego guarda silencio. El presidente se ve en la necesidad de proceder mediante interrogatorio:

P.: ¿Hace cuánto tiempo que conoce usted a Beaujon?

R.: Hace dos meses aproximadamente.

P.: ¿Dónde lo conoció?

R.: En Bullier, donde él estaba con su amigo.

P.: ¿Qué circunstancia la puso en relación con estos señores?

R.: Oh, nada de particular: todo se hizo de forma muy tranquila.

P.: ¿No es cierto que Beaujon fue su primer amante?

La mujer parece dudar e intentar reunir sus recuerdos; luego:

—No recuerdo demasiado bien. Sin embargo, creo que fue Beaujon.

P.: ¿No recuerda ninguna circunstancia, por ejemplo, una partida a los cientos que habrían tenido por premio sus favores?

R.: ¡Oh!, eso no. En primer lugar, yo no habría querido. Hubiera sido insolentarme.

El presidente, dirigiéndose entonces al acusado:

—Ya lo ve. La testigo desmiente su relato.

BEAUJON: Por algo la llaman la Bestia; no habrá comprendido nada.

EL PRESIDENTE, a la señorita Gangrelot: ¿No jugaban estos señores a los cientos?

R.: Creo que sí, pero se jugaban la consumi.

BEAUJON, vivamente y sonriendo: Todo incluido.

EL PRESIDENTE: Vamos, señorita, continúe.

LA GANGRELOT, furiosa: Todo esto es muy desagradable. ¿Acaso sé algo de todos estos asuntos? Para dar disgustos a una persona que no les ha hecho nada…

EL PRESIDENTE: Le ruego que se calme. ¿Le manifestaba Beaujon un gran afecto?

R.: Es cierto; era muy amable.

P.: ¿Y Defodon?

R.: ¡Oh!, muy amable también.

P.: ¿No sentía usted preferencia por el uno o por el otro? Lamento verme obligado a entrar en semejantes detalles, pero los señores jurados comprenden toda la importancia de su testimonio. Así pues, señorita Gangrelot, responda con sinceridad. Nos hacemos cargo de su apuro. Sin embargo, es necesario que no oculte ninguna de las circunstancias que han marcado esas relaciones.

R.: Beaujon era más amable que Defodon. Siempre me decía que me quería mucho: incluso una vez me regaló un anillo. En cuanto a Defodon, era un poco oso, en última instancia era un hombre.

P.: ¿Qué quiere decir?

R.: Era un gallina; no tenía más maldad que un cordero. Tenía una especie de temblor continuo…

P.: ¿No le pareció Beaujon celoso de sus complacencias con Defodon?

R.: Bueno, algunas veces no le gustaba. Pero yo hago lo que quiero, y no será un hombre el que me mangonee.

P.: ¿No lo oyó proferir amenazas contra Defodon?

R.: No, nunca…, pero sí, una vez, en el café, cuando quiso molerme a golpes, quería romper todo.

P.: ¿Hablaba de Defodon?

R.: No me acuerdo bien; pero si lo hubiera tenido a mano, le habría retorcido el cuello como a un pollo.

Entre el auditorio se elevaron algunos murmullos.

P.: ¿Los dos jóvenes se pelearon en su presencia?

D.: ¡Oh!, varias veces; pero, vaya, por tonterías. En primer lugar, estaba Beaujon, que siempre me hacía escenas y se burlaba de mí.

P., al acusado: Estas afirmaciones distan mucho de sus declaraciones de indiferencia.

BEAUJON: La desgraciada no comprende la importancia de sus palabras. Me ataca sin querer.

LA GANGRELOT, vivamente: ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Que no comprendo? ¿Por qué siempre dices que no soy más que una idiota? Soy tan pérfida como tú, y además no he matado a nadie.

El presidente la invita a la calma, luego prosigue este interrogatorio del que parece deducirse que Beaujon siempre le ha manifestado unos celos exagerados. En cuando a Defodon, era muy dulce y jamás pronunció una palabra malsonante.

La señorita Gangrelot va a sentarse en el banco de los testigos, muy satisfecha de sí misma y pareciendo atribuir a la simpatía que inspira las muestras de curiosidad burlona del auditorio.


VI

 

Se oye también a varios testigos más. Pero no hacen sino confirmar los detalles consignados en el acta de acusación sobre las palabras dichas por Beaujon.

Dos declaraciones tienen el privilegio de despertar la atención. Se llama al señor Defodon padre.

El señor Defodon es un viejo de estatura mediana, pero de una delgadez espantosa. Sufre de un tic nervioso al que su emoción presta evidentemente una fuerza nueva. Su cabeza y sus manos tiemblan continuamente, no puede sostenerse sobre sus piernas. Se ven obligados a ofrecerle una silla. Habla en voz baja y a trompicones.

Llora y, a las preguntas muy benévolas del presidente, responde con una descripción rápida y afectuosa del carácter de su hijo. Era, dice, el mejor hijo que pudiera encontrarse; dulce, benévolo, caritativo. Nunca le causó ningún disgusto. El padre no tiene en cuenta algunas locuras de juventud que podrían reprocharse a su hijo. Es una monstruosidad haber matado a un buen chico como el suyo.

En un impulso febril, conmina al tribunal a vengarlo y a mostrarse implacable.

Se comprende el efecto que producen en el auditorio algunas de estas frases, impregnadas de pasión paternal. Por primera vez, hasta el mismo acusado parece presa de una viva emoción y oculta la cabeza entre las manos.

Después del señor Defodon, se oye al médico encargado de la autopsia del cuerpo.

Según él, el individuo era débil; su sistema nervioso excitable. Se ejerció sobre su cuello una presión violenta, pero piensa que esa presión no ha sido bastante fuerte para determinar la muerte. El cerebro presentaba signos inequívocos de congestión. El médico piensa que ha habido simultaneidad entre la congestión y las violencias ejercidas, sin que la conexión sea, sin embargo, evidente; el estrangulamiento parece haber sido la causa determinante de la congestión, pero no la única causa de la muerte.

Se vuelve a llamar y a oír de nuevo a algunos testigos sobre las palabras dichas por Beaujon en varias discusiones. Afirman la sinceridad de sus primeras declaraciones.

Después se da la palabra al ministerio fiscal.

No reproduciré este discurso, compuesto con habilidad, que agrupaba de forma inteligente y a la vez dramática todos los hechos que establecían la culpabilidad de Beaujon.

Terminaba así:

 

«Desde hace algún tiempo los atentados contra las personas vienen cada día a asustar a la sociedad; ayer mismo, un jugador asesinaba a uno de sus compañeros de libertinaje. Hoy es un crimen debido a los celos, a un amor obsesivo, ciego, ¿y por quién? Ya han oído ustedes, señores del jurado, ya han oído esas palabras, impregnadas a la vez de cinismo y de insensibilidad absoluta. Las bajas pasiones no retroceden ante ninguna violencia para conseguir satisfacción. Es entonces, señores del jurado, cuando debe intervenir la sociedad, tanto sin temor como sin debilidad. Se ha cometido un crimen, sin excusa: pues la pasión inspirada por la señorita Gangrelot es de las que no podrían desmerecer demasiado; un joven cuya dulzura e inteligencia se complacen en afirmar cuantos lo conocieron, un joven a cuyo padre han visto en esta barandilla, honorable anciano al que la muerte de su hijo ha roto, un joven ha sido asesinado… A ustedes corresponde castigar al culpable, a ustedes corresponde enaltecer el respeto por la vida humana y, con él, el respeto por todo lo que eleva el alma, el trabajo y la religión».

 

El abogado del acusado tenía un gran apellido; no defraudó en su tarea. Sin detenerse demasiado en las declaraciones de Beaujon, que consideraba como teñidas de una gran exageración para atenuarlas, determinaba que la escena había debido desarrollarse así:

Evidentemente, aquella noche no había tenido lugar ninguna discusión entre los dos amigos; pero ciertos recuerdos daban a su amistad una especie de acrimonia de la que ninguno de los dos se daba suficiente cuenta. Defodon se hallaba en un estado de sobreexcitación enfermiza; una palabra pronunciada por Beaujon, palabra involuntaria, puesto que nada se la recuerda, debió de excitar al enfermo, que saltó de su cama bajo el imperio de una cólera inconsciente para golpear a quien consideraba como su ofensor. Sorprendido ante ese ataque que nada le hizo prever, Beaujon se defendió. Como ha constatado el médico que procedió a la autopsia, no fue la presión ejercida sobre el cuello de Defodon lo que determinó la muerte, sino una congestión cerebral producida por la cólera y derivada de una predisposición mórbida. Beaujon es, por tanto, totalmente inocente, y no hay razón para condenarlo. El abogado cree que no debe insistir. Los hechos son claros, patentes, no ha habido ni asesinato ni intención de asesinato. No hay más que un accidente triste, penoso, doloroso, pero al que la condena de un inocente daría un carácter más doloroso todavía.

El abogado termina declarando que pone su confianza en la alta sabiduría del jurado, al que faltan los elementos más simples de una convicción contraria al acusado.

—Ni una sola prueba —exclamó—, piénsenlo, señores del jurado, ni un indicio seguro. Al contrario, entre estos dos jóvenes, amistad constante, afecto mutuo. No hagamos a la naturaleza humana la injuria de creer que el mejor amigo puede volverse de pronto el más cruel de los asesinos. Ante ustedes tienen a un joven al que se abre el futuro; cierto, tiene algunas faltas que reparar, pero nada mancilla su honor. Una condena, por ligera que fuese, destrozaría su vida entera. No, no ha matado, no; Beaujon no es un asesino, y estoy convencido de que ustedes emitirán un veredicto de absolución.

Tras el resumen del presidente, el jurado se retira para deliberar.


VII

 

—Y bien —le pregunté a Maurice durante la suspensión de la audiencia—, ¿qué piensa de todo esto? ¿Puede al menos prever el veredicto?

Maurice me miró sonriendo.

—Decididamente —me respondió—, usted se empeña en ver en mí un brujo, y no desespero de oírlo un día pedirme que lea el futuro en los posos del café o en la palma de su mano.

—De hecho —respondí—, tenía usted razón. A pesar del misterio que reina y reinará siempre en este caso, es imposible negar que ha habido violencia ejercida por Beaujon sobre la víctima. Hemos elegido mal nuestro problema…

—¿Eso cree?

—Estoy convencido —respondí con energía—, ahí hay una causa muy secundaria, tanto sin interés como sin importancia. Y no le pediré siquiera que siga preocupándose por ella más tiempo…

—Dígame —continuó Maurice sin seguirme en el mismo terreno—, he oído decir que el muerto había sido fotografiado. ¿Puede conseguirme esa fotografía?

—¿Se refiere a la fotografía después de muerto?

—Claro.

—La tendrá… Pero ¿no comparte mi opinión, cree que hay ahí algo que buscar?

—No creo nada… Yo le he hecho una pregunta, y usted me ha respondido. No vea nada más.

—Está disimulando. Pero se lo perdono en razón del despecho que ha debido causarle la ausencia de interés de este proceso. Por mi parte, estoy afligido por no haber elegido mejor…

—¡Chist!, el jurado —dijo Maurice.

En efecto, los jurados, tras media hora de deliberación, entraban en la sala. En el auditorio reinó un silencio profundo.

Las preguntas planteadas se referían, la primera, a la cuestión de homicidio voluntario; la segunda, a la premeditación.

Las respuestas fueron estas:

Sobre la cuestión de homicidio: SÍ.

Sobre la cuestión de premeditación: NO.

Y, por último:

Admisión de circunstancias atenuantes.

Trajeron a Beaujon a la sala. En el momento en que el escribano le comunicó el veredicto, se volvió púrpura; sus ojos se inyectaron:

—¡Es imposible! —gritó.

El presidente le preguntó si tenía algunas observaciones que hacer sobre la aplicación de la pena.

—¡Me importa un bledo! —aulló el desgraciado fuera de sí—. ¡Soy inocente!

Tras una breve deliberación, el presidente leyó la sentencia, que, reconociendo al acusado culpable de homicidio voluntario, lo condenaba, teniendo en cuenta las circunstancias atenuantes, a diez años de reclusión.

Beaujon lanzó un grito terrible y con el brazo extendido amenazó con el puño al tribunal. En lugar de retirarse, se resistió a los gendarmes que querían arrastrarlo. Hubo un momento de lucha horrible. El condenado se debatía, golpeaba, aullaba. Por fin consiguieron arrancarlo de su banco.

La multitud se marchó, dolorosamente impresionada. Pero este último incidente afirmaba la justicia de la sentencia dada:

—¿Qué le parece? —decía una joven—. Él, que tenía un aire tan dulce todo el tiempo. Qué rabioso.

Al día siguiente, en el periódico judicial aparecía una nota concebida en estos términos:

En cuanto fue devuelto a su celda, Beaujon ha sido presa de tales accesos de furia y de desesperación que durante un momento hubo que temer por su vida. El hecho es tanto más notable cuanto que, durante su arresto y durante toda la duración de su detención preventiva, no cesó de mostrar la más perfecta despreocupación. Se le prodigaron algunos cuidados; por fin volvió en sí y lloró largo rato. Protesta de su inocencia. Beaujon ya ha pedido recurrir en casación contra la sentencia que lo ha condenado.

Maurice me había dejado en cuanto terminó la audiencia, recordándome mi promesa relativa a la fotografía de la víctima; yo había observado en mi amigo cierta agitación; a las preguntas que le había dirigido, solo me había contestado con monosílabos.

A mi pesar, cuando estuve solo, no pude dejar de reflexionar en el drama que acababa de tener lugar ante mis ojos.


VIII

 

«Veamos —me decía yo—, ¿es posible que se haya producido un error judicial? Tenemos aquí a un hombre, cierto, en el que, hasta ese momento, nada ha señalado inclinaciones perversas. Pero si tenemos en cuenta solo las circunstancias materiales del acto en sí mismo, es evidente que es culpable. Estaba solo con la víctima; en ninguna de las declaraciones se ha hablado de la presencia de una tercera persona. El portero se enfrentó a la salida de Beaujon; por lo tanto, se encontraba en la puerta exterior de la casa y habría visto a cualquier extraño que hubiese tratado de huir. Además, ¿por qué esta hipótesis? Beaujon no hubiera dejado de poner de manifiesto esa circunstancia. Él mismo reconoce que estaba solo, absolutamente solo con Defodon. Es más, al dar una explicación particular de la escena de violencia, no deja de confesar que llevó sus manos al cuello de Defodon».

En mi deseo de encontrar algún punto extraño en este asunto, no sé hasta dónde me habría dejado arrastrar por la vía de las hipótesis.

De repente, cuando releía el párrafo del periódico citado más arriba, en mi mente se encendió una luz repentina.

«¡La locura! —exclamé para mis adentros—, sí, evidentemente es eso. Este joven ¿no se encuentra en el primer periodo de invasión de esa terrible enfermedad, no está predestinado por su complexión misma a la alienación mental, y el acto que se le reprocha no sería la primera manifestación de esa disposición mórbida?».

En cuanto esta idea hubo invadido mi cerebro, la estudié cuidadosamente y me pareció que todos los detalles se remitían a esa hipótesis.

Me complacía en el dulce convencimiento de que, sin duda, Maurice había entrevisto ese lado de la verdad. Para reafirmarme en mi idea, fui a ver al abogado de Beaujon. Lo encontré solo, estábamos bastante relacionados como para poder entablar con él una conversación muy amistosa.

—¡Bueno! —le dije—. Ha conseguido usted un gran éxito.

—Tiene razón —me respondió—, nunca me he topado con una causa más embarazosa; y he triunfado más allá de mis esperanzas. Sabía que le evitaría la pena de muerte. Por eso me he concentrado sobre todo en librarlo de los trabajos forzados. A pesar de su violencia, es un hombre de buen tono, demasiado joven todavía para volverse dueño de sí mismo, y eso es lo que le ha perdido. En el presidio, hubiera sido horriblemente desgraciado, y la desesperación lo hubiera llevado a algún acto de insubordinación que lo habría privado para siempre de toda esperanza de perdón… Ahora, en cambio, tendrá cinco o seis años de reclusión y conseguiremos la remisión del resto de la pena.

—Entonces, en su opinión, ¿asesinó a su amigo en un acceso de violencia?…

—¡Diablos! ¿Creería usted por casualidad que se lanzó al cuello en un acceso de afectuosa amabilidad?

—Pero ¿no se le ha ocurrido otra hipótesis?

—¿Cuál?

—La de locura.

—No lo comprendo.

—Me explico. Comparto absolutamente su opinión en cuanto a los hechos, en cuanto al acto cometido…, pero donde creo que todo el mundo se equivoca es en que, teniendo en cuenta solo el pasado y nada del futuro…

—Cada vez lo entiendo menos.

—En algunos casos, según los alienistas, la locura estalla bruscamente; pero en general el principio es lento, gradual. Hay una especie de periodo de incubación durante el que se ve sobrevenir diversos cambios en el carácter y los hábitos del enfermo, esos hábitos sorprenden, asombran y (no soy yo, es el doctor G… quien habla), si el enfermo no está ya alienado, es raro que se les atribuya a un desorden mental. Ese periodo de incubación puede durar no solo meses, sino incluso años enteros…

—Tanto que usted cree que…

—Déjeme acabar. La alucinación es uno de los síntomas más comunes de la enajenación mental; lo es hasta el punto de que un tal Esquirol[112] afirma que se encuentran al menos ochenta veces de cada cien alienados. Los alucinados, no lo olvide, creen la realidad de sus visiones, se vuelven para ellos el móvil de ciertas acciones, inexplicables en sí mismas. Ahora bien, es imposible, imposible, me oye, no considerar a esas personas como que ya han franqueado, si puedo expresarme así, el umbral de la locura: un paso más, y no habrá ninguna diferencia entre ellas y aquellas a las que se encierra. Ver cosas que no existen, estar convencido de la realidad de esas visiones, es una alteración que indica necesariamente una modificación mórbida del cerebro.

—Todos esos principios —replicó el abogado— me parecen absolutamente justos. Pero ¿cómo quiere aplicarlos al caso que nos preocupa?

—¿No lo ha adivinado? Recuerde los detalles dados por Beaujon sobre la escena a la que Defodon debió su triste fin. Nunca cambió su relato. Vio que el rostro de Defodon adoptaba una expresión de terror y de amenaza, vio al hombre levantarse de su cama para lanzarse sobre él. Y entonces, pensando en su seguridad personal, se defendió, lo mató. Pues bien, para mí, Beaujon estaba en ese momento alucinado, y Defodon se hallaba evidentemente en su estado normal; si se levantó, fue sin ninguna intención perversa. Observe, además, este punto muy curioso: si Beaujon hubiera gozado de toda su razón y hubiese querido deshacerse de Defodon, ¿no habría tenido a su disposición mil medios más ingeniosos? ¿No podía provocar una pelea? Pero, vayamos más lejos aún. Estoy convencido de que la narración hecha por Beaujon es de una buena fe absoluta. Sí, porque, si no, diría que Defodon lo insultó, lo provocó, le escupió a la cara, yo qué sé. Pero nada de todo eso; cuenta lo que realmente vio, sintió o mejor dicho creyó ver o sentir.

—Puede tener razón —dijo el abogado—. Lo pensé por un momento, pero para defender la enajenación mental ante un jurado se necesitan otros indicios: mis argumentos se habrían tomado como el esfuerzo de la desesperación… y, entre nosotros, confiese que se necesita una gran voluntad para aplicar su teoría a nuestro caso.

—Por eso le digo que solo se ha tenido en cuenta el pasado, y que hemos de tener en cuenta el futuro; estoy convencido de que, en un tiempo dado, Beaujon sufrirá delirios, y que la alienación mental se declarará de una forma espantosa. Entonces se comprenderá lo inmerecida que era su condena…

—Le haré sin embargo una observación: es muy singular, incluso para nosotros que discutimos aquí con el solo deseo de conocer la verdad y no tratamos, por supuesto, de convencernos uno a otro, por amor propio, es muy singular, digo, que esas alucinaciones no se hayan manifestado nunca antes de la noche del crimen.

—Evidentemente. Pero a eso responderé con esa verdad a lo La Palice[113], y es que hay que empezar por el principio; se necesita una primera alucinación…

—En todo caso, fue mala suerte para los dos… Pero admitamos su teoría; ¿hay algo útil que podamos hacer?

—Nada más que seguir la marcha ordinaria. El condenado va a recurrir en casación. ¿Hay alguna esperanza?

—Aquí volvemos a entrar en el derecho. Sí, hay casi certeza de casación; en el sorteo de los jurados se ha producido una irregularidad tal que el rechazo de la apelación me parece imposible…

—¡Pues bien!, mi teoría podrá verificarse por sí misma. Suponiendo que la sentencia sea suspendida, ¿qué plazo le da eso?

—Unos dos meses.

—En ese tiempo, como la detención influirá sobre el sujeto, la alienación mental no puede dejar de desarrollarse.

—Tiene usted razón.

Nos separamos encantados el uno del otro. Y yo, muy orgulloso de mí mismo, me dije que, decididamente, era digno de mi maestro Maurice Parent.

¿Qué había hecho él mientras tanto?


IX

 

En cuanto Maurice me vio, me dijo:

—Bueno, ¿trae mi fotografía?

Se la entregué al punto. Aquel retrato había sido sacado unas horas después del crimen; la cabeza de la víctima respiraba terror, los rasgos estaban convulsos, los ojos medio cerrados. Aunque yo apenas comprendía el interés de esa pieza para la búsqueda de la verdad.

Maurice le lanzó al principio una ojeada distraída; luego, de pronto, vi que su mirada adoptaba esa extraña fijeza de la que he hablado. Quedó absorto cerca de un cuarto de hora en una contemplación muda que no me atreví a turbar, aunque ardiese por comunicarle mis observaciones.

Se levantó, fue a su biblioteca, cogió un libro que reconocí como el tratado de Lavater[114], anotó un pasaje, luego cerró el libro y se volvió hacia mí:

—¡Ah! —me dijo—, le pido perdón.

—Bueno, ¿tiene algún indicio?

—Querido amigo —continuó Maurice—, tiene usted la curiosidad de los niños. Desde el caso de Lambert[115], usted me toma por una especie de prestidigitador que va a hacer desaparecer una bolita debajo de un cubilete.

—No lo crea.

—No lo censuro por ello. Ese sentimiento es natural en esencia. Recuerde solo lo que le dije. Las causas atribuidas a un hecho, como le expliqué, no son por lo general más que causas secundarias; casi siempre se pasa al lado de la verdad.

—¿Y en el caso Beaujon?

—En este caso más que en cualquier otro se ha equivocado el camino, tengo esa íntima convicción…

—Entonces, ¿Beaujon es inocente en su opinión?

—No digo ni sí ni no; primero tendríamos que entendernos sobre lo que usted llama su inocencia…

—¿Ha cometido el crimen por el que ha sido condenado, sí o no?

—Cambie su pregunta. Diga: ¿Ha cometido el acto? Ahí ya puedo responderle: Sí, ha estrangulado a Defodon.

—¿Es culpable?

—Eso es discutible.

—¿Quiere que le explique mis ideas al respecto?

—Por supuesto.

Conté entonces todas las circunstancias de mi entrevista con el abogado. Maurice me escuchó con la mayor atención sin interrumpirme. Yo habría querido provocar un gesto, una palabra, una exclamación. Confieso incluso que contaba con una aprobación enérgica.

Maurice permaneció totalmente frío. Me costó bastante disimular mi despecho, y en mi fuero interno atribuí esa indiferencia a ciertos celos de oficio.

—¿Y bien? —pregunté.

—Es ingenioso —respondió Maurice.

—¿Eso es todo? —exclamé con cierta impaciencia.

Maurice no pudo dejar de sonreír.

—Mi querido amigo —prosiguió—, permítame que le explique en qué y por qué no ha hecho usted ningún descubrimiento útil. Para sus pesquisas solo se ha basado en la cuestión del sentimiento. Si no hubiese asistido conmigo a este proceso, dicho de otro modo, si no hubiese venido al tribunal con esa idea preconcebida de que había que descubrir absolutamente un misterio, ni siquiera se hubiera planteado el problema. Hoy necesita a cualquier precio una solución, y sobre esa necesidad que usted mismo se ha forjado construye completamente un sistema. Su argumento de enajenación mental en periodo de incubación es curioso y seductor a primera vista; en cuanto se le ocurrió esa idea, se ha dicho: Esto podría ser cierto, luego debe de ser cierto, luego es cierto. Entonces ha elevado su pequeño monumento adaptándolo a unas bases de fantasía. Compréndame: si en ciertos hechos de la causa usted había visto apuntar esa idea de locura; si, entonces, cogiendo ese hilo desde que apareció, se adentró por el laberinto de las circunstancias accesorias, y poco a poco esos puntos de referencia se hubieran situado por sí mismos en su camino llevándole insensiblemente a la certeza, entonces le diría que tiene razón, y le expresaría mis más cálidas felicitaciones. Pero déjeme decirle que ha actuado usted de una forma totalmente distinta. Ha admitido desde el principio la enajenación mental y ha hecho entrar el asunto Beaujon en su cuadro, torturándolo en caso necesario como en un lecho de Procusto[116].

Yo bajé la cabeza, sintiendo toda la justicia de estas observaciones.

—Y en resumen —continuó el implacable analista—, ¿en qué se basa para asentar la veracidad de su hipótesis? En un plazo hipotético en sí mismo, en una posibilidad más o menos probable de que la locura se desarrollará en la reclusión, de que el acceso que ya se habría producido volvería a reproducirse. Pero suponga por un instante que, así como ya se ha presentado el hecho, la alucinación totalmente accidental no se repite; suponga también que incluso la sacudida producida por la condena haya llevado a la curación: ¿qué pasa entonces con su demostración?

—¡Basta! —exclamé—, me rindo.

—Se rinde usted tan deprisa como ha sabido triunfar. Créame, querido amigo, ni desánimo ni entusiasmo irreflexivo…

—Dejemos eso. Ha sido una metedura de pata, como se dice.

—Por lo menos su error no es peligroso y no hará daño a nadie. Por lo tanto, no se aflija, sus investigaciones revelan incluso una gran voluntad. Pero, como usted dice, dejémoslo. Lo necesito.

—Soy todo suyo, pero ¿me tendrá al menos al corriente del resultado de sus pesquisas?

—Por supuesto, pero déjeme dedicarme primero a esas pesquisas. ¿Podría saber si Defodon ha estado enfermo alguna vez, y encontrar al médico que lo haya cuidado?

—Eso es fácil.

—Como no tenemos tiempo que perder, abusaré de su complacencia. ¿Quiere ir ahora mismo al Hôtel de Bretagne et du Périgord a preguntar si el cuarto ocupado por Defodon está libre y alquilarlo de inmediato para mí? Sobre todo, que no se toque nada y que se deje exactamente en el estado en que se encuentra…

—Ahora mismo.

—Bien. Ahora voy a pedirle algo que angustiará a su amistad. Necesito quince días de soledad absoluta. ¿Quiere concedérmelos?…

—Sí, gran alquimista. ¡No iré a turbar la gran obra!

—Para agradecérselo, le diré esto: Beaujon estranguló a Defodon. Su relato es absolutamente verdadero. Por lo tanto Beaujon es inocente.

—¿Y no está loco?

Maurice se levantó, me estrechó la mano y me dijo sonriendo:

—Estamos a martes, por lo tanto, de hoy en quince días lo espero.


X

 

Es fácil suponer si fui puntual a la cita. Confieso con toda sinceridad —aunque se me tache de vanidad o de inconsecuencia— que, durante toda esa quincena, me devané los sesos para encontrar la solución del problema cuyos términos me había prometido y me había impuesto estudiar. Con gran dolor, hube de abandonar la hipótesis de la enajenación mental. En efecto, tras reunir de nuevo las diversas circunstancias del proceso, no había encontrado nada que pudiera producir en mí, no diré una certeza, sino ni siquiera una probabilidad real.

¿Cuál era entonces la vía seguida por Maurice? Aquel hombre empezaba a despertar en mí una profunda sorpresa. Diez veces había ido yo a llamar a su puerta, diez veces se me había respondido que estaba en el campo. Ninguno de nuestros amigos lo había encontrado, se había vuelto completamente invisible. ¿Estaba ausente de París? Yo no lo creía. Contaba los días, y el caso Beaujon se me había convertido en una especie de pesadilla. ¿No había dicho Maurice que era inocente?

Cierto, la opinión pública es fácil de contentar. Cuando un hombre sufre una acusación capital y escapa a la pena de muerte, incluso aunque sea castigado a una condena terrible, la impresión general es la siguiente: es muy afortunado de librarse a ese precio.

No se piensa en compadecer al hombre cuya vida se ha perdido, que tiene ante sí diez largos y mortales años de detención, que ve todo su futuro destruido, todas sus esperanzas frustradas. ¡Es tan afortunado por haberse librado a ese precio! Apasionado por los condenados a muerte, por los culpables sentenciados a una pena perpetua, el público se muestra indiferente hacia los condenados por un tiempo, sin pensar que los primeros años son igual de horribles y dolorosos, cualquiera que sea la duración de la pena a sufrir. La esperanza solo llega mucho tiempo después de que se haya agotado la esperanza.

Por excepción, en torno al caso Beaujon no se había hecho el silencio de forma inmediata; aquel renuevo de popularidad se debía a la rareza del personaje que había comparecido ante el tribunal bajo el apellido de señorita Gangrelot. La aventura la había puesto de moda y, para decirlo todo, había hecho su fortuna. El coche y los paseos por el Bois no se habían hecho esperar; los vividores la habían invitado a sus cenas y saraos; su estupidez hacía incluso su fuerza. Había pasado al estado de estrella; se hablaba de su próxima contratación en un teatro de género. En fin, para llegar al apogeo de su gloria efímera solo le faltaba el obligatorio matrimonio con algún inglés excéntrico.

Por eso la atención se había vuelto de nuevo hacia Beaujon, quien, como se sabe, había recurrido inmediatamente en casación.

Tras el acceso de ira que había sufrido durante su reingreso en la cárcel, Beaujon había sido presa de una fiebre ardiente que había puesto en peligro su vida.

A ese estado le había sucedido una postración general. Se aumentó la vigilancia del condenado, a quien suponían ideas de suicidio.

Los periódicos se habían apoderado de la Bestia y le habían dado una popularidad de mala calidad a lo Nina Lassave[117]. A la antigua amante del asesino Beaujon le endosaban cada día frases que le atribuían los intrigantes habituales. Su estupidez, exagerada adrede, amenazaba con volverse legendaria. Hacía la competencia a La Palice y a Calino[118], esos dos tipos de la ingenuidad carente de inteligencia.

Yo anotaba cuidadosamente todos estos detalles; por un momento pensé que la Bestia podía proporcionar alguna información; la había vigilado, espiado. Esperaba que se le escapase una palabra que me pusiera tras las huellas de alguna observación hasta entonces descuidada. Pero esperé en vano.

No había dejado de ver un solo día al abogado de Beaujon; le había comunicado mis perplejidades. Pero, después de haber acogido al principio con complacencia mi hipótesis de enajenación mental, el hombre de la ley había vuelto enseguida a su convicción primera, la culpabilidad real, absoluta, completa de Beaujon, para aceptar en su integridad los argumentos de la acusación; sin atribuir únicamente a los celos el impulso violento del asesino, el abogado pensaba que un motivo accidental había dado lugar a la pelea a consecuencia de la que Defodon había sucumbido.

—Debería conocer mejor a los jóvenes —me decía—. A menudo tienen pudores inauditos y el temor al ridículo puede llevarlos a verdaderas aberraciones. Hubo una pelea, eso para mí no ofrece la menor duda. Pero esa pelea procede tal vez de una de esas frases sin importancia que a veces se escapan en la conversación, y es la vulgaridad misma de ese punto de partida lo que se opone a lo que Beaujon le haga conocer. Además estoy convencido de que no tenía intención de matar. En esa breve lucha, el mismo accidente habría podido producirse en sentido contrario; Defodon habría podido matar a Beaujon sin más premeditación.

»En suma, el veredicto del jurado ha tenido en cuenta esas circunstancias. Si la conducta de Beaujon es satisfactoria, como espero, se le conseguirán algunos paliativos en su cautiverio. Podrá ser bibliotecario, contable, qué sé yo. En fin, de aquí a unos años, se conseguirá remisión de una parte de su pena. Créame, no se preocupe más de este caso. Por desgracia, hay demasiados que son más terribles y por consiguiente más interesantes.

Tal vez me habría rendido a esas razones. El plazo fijado por Maurice estaba a punto de expirar. Él no me había dado señales de vida… Yo pensaba a veces que no había descubierto absolutamente nada, que quizá desde el primer día sabía exactamente a qué atenerse y que solo el amor propio lo había inducido a retrasar esa confesión.

Pero, a mi pesar, no podía arrancar esas preocupaciones de mi mente. Estaba literalmente obsesionado; mi imaginación me representaba a Beaujon en su celda, pensando en aquella horrible condena, preguntándose por qué encadenamiento de circunstancias la fatalidad lo había arrojado a aquel abismo… Acusaba a Maurice de lentitud, de despreocupación. Quería convencerme de que, con sus facultades extraordinarias, habría debido llegar a la buena conclusión más deprisa y antes.

Una mañana, hacia las siete, llamaron a mi puerta. Abrí enseguida:

Era Maurice.

Reinaba la penumbra en mi habitación, descorrí las cortinas y me volví tendiendo los brazos a mi amigo. Pero retrocedí involuntariamente lanzando un grito de sorpresa.

En otro relato (El clavo)[119] he bosquejado la fisonomía de Maurice Parent. Era, dije, un hombre de unos treinta y tres o treinta y cinco años, de estatura mediana, delgado y bien proporcionado. Su rostro, poco impresionante a primera vista, atraía pronto la atención por la singularidad de sus ojos, cuya mirada parecía tener propiedades muy particulares. Eran vivos, móviles, hundidos bajo la arcada superciliar. Cuando se fijaban en un punto cualquiera, o cuando la meditación lo dominaba, se desviaban bajo la influencia de un estrabismo pasajero, hasta el punto de que los rayos de los dos ojos convergían sobre el objeto examinado. Cuando esa atención tenía por objeto un pensamiento interior, los ojos se inmovilizaban, se petrificaban, se cristalizaban por así decir, y me hubiera sido imposible explicar cómo sus miradas parecían dirigirse hacia dentro y no hacia fuera. Y sin embargo esa era la impresión que sus ojos me causaban entonces.

Maurice era por lo general pálido, pero de una palidez sana. Su tez tenía el color mate y uniforme debido más al grano mismo de la epidermis que al estado de salud.

Pero aquella mañana Maurice apenas era reconocible. Estaba lívido, delgado como un anacoreta que sale de su Tebaida[120]; las sombras de su rostro se acentuaban con tonos renegridos; sus ojos, rodeados por un círculo negruzco, brillaban como esas antracitas que se parecen a los diamantes en la oscuridad.

—¿Qué le pasa? —exclamé—. ¿Qué le ha ocurrido?

Me miró con sorpresa y sus labios afinados esbozaron una sonrisa.

—¿Qué significa esa pregunta? —me respondió.

—Pero… —continué yo dudando—, ¿no está enfermo?

—En absoluto.

—Mire entonces —le dije, llevándolo ante el espejo que remataba la chimenea.

Se examinó largo rato.

—Comprendo —murmuró.

Luego, con su voz clara y nítida:

—No se asuste, nunca me he encontrado mejor. Un poco de cansancio, nada más. Pero déjeme sentarme, tenemos que hablar.

Al oírlo expresarse con aquella soltura y aquella perfecta libertad, sentí desvanecerse mis temores. Nos instalamos en el rincón de la chimenea. Iba de nuevo a dirigirle la palabra, pero él me detuvo con un gesto.

—No me pregunte —dijo—. Desde hace quince días no he dejado escapar un solo minuto, un solo segundo, el hilo de mi pensamiento; he seguido sin dudar, sin vacilar, mi camino recto e inflexible. Aún no ha llegado el tiempo en que pueda devolver a mi espíritu su libertad de acción. Es preciso que lo mantenga inmóvil sobre el potro de tortura en el que lo he tumbado… No he oído la voz de ningún ser humano. Si he venido aquí es porque sé que poco a poco podré escuchar la suya sin que la transición sea demasiado brusca. Hace mucho que estoy acostumbrado a oírlo: su nota no desarmonizará mi pensamiento… Esto puede parecerle extraño. Tengo que explicarme mejor. Envíe a buscar café negro, y dentro de diez minutos le hablaré. Mientras tanto, déjeme solo. También yo tengo que habituarme, que rehabituarme a los objetos que aquí me rodean.

Salí en el acto.

A pesar mío, me sentía inquieto. ¿Era el caso Beaujon lo que había llevado a mi amigo a aquel increíble cambio? ¿O algún movimiento desconocido, alguna desgracia lo habían golpeado de repente? Aquella admirable inteligencia ¿había sido sacudida por un choque repentino?

Cuando volví al cuarto, Maurice estaba de pie ante la chimenea; su rostro se había aclarado, los ojos habían recobrado su vitalidad, la sonrisa había encontrado de nuevo aquella expresión a la vez dulce y profunda que daba a su mirada una belleza excepcional. Me tendió la mano:

—¡Ya! —dijo—, ya estoy nivelado, como ves, no ha sido largo.

Se observará que empleábamos indistintamente el tú y el usted. Cuando Maurice se encontraba en lo que yo llamaba el periodo meditativo, entonces, involuntariamente y como sin proponérnoslo, ambos perdíamos las fórmulas de la familiaridad. El tuteo con el que me acogió me pareció de buen augurio, y le estreché la mano de manera efusiva.

—¿Puedo hablar ahora? —le pregunté sonriendo.


XI

 

—Te perdono la broma —respondió—, porque es verdad que debo parecerte extraño. Aún no me conoces del todo; además, ni siquiera yo sé si me conozco bien a mí mismo. Pero con tu buena voluntad vamos a tratar de darnos cuenta exacta del estado en que me encuentro. Y, ante todo, para no dejar que tu curiosidad pase más tiempo en suspenso, te diré que, desde la última vez que nos vimos, no he cesado un solo instante de ocuparme del caso Beaujon…

—¡Ah! —dije en un impulso de alegría involuntaria—. ¿Y lo has conseguido?

—Nada de impaciencia; ahora llegaré a ese punto. Debo decirte que, desde el principio, tenía un plan trazado casi por completo. Pero la idea misma que había surgido en mí implicaba tales dificultades que los simples procedimientos de la inducción, aplicables al caso Lambert que no has olvidado, eran aquí totalmente insuficientes. Ya no se trataba en el caso actual de hechos materiales, palpables, de circunstancias que, por pequeñas que fuesen, pudieran servirme de jalones en mis pesquisas. En el caso Lambert, el marido había asesinado a su mujer. Él mismo sabía cómo había ocurrido, por lo tanto solo se trataba en cierta forma de hacerlo hablar, de interrogar a los acontecimientos mismos, de encontrar, si puedo decirlo así, la huella física que necesariamente habían dejado de su paso. Comprendes toda la importancia de este punto: el asesino sabía, había que sustituirlo, entrar en su pensamiento, estudiarlo en sus menores movimientos, en las más insignificantes manifestaciones de su conciencia. Para decirlo todo, el problema existía, los términos estaban planteados. Había que buscar a una desconocida, pero por lo menos teníamos los primeros términos de la ecuación. Aquí, en cambio, escucha bien esto, y que te sirva de información sobre la utilidad de los medios bárbaros empleados en la Edad Media para llegar al descubrimiento de la verdad, aunque a Beaujon le hubieran aplicado la tortura, el tormento ordinario y extraordinario, aunque le hubieran roto los miembros y desgarrado el cuerpo, nunca habrían podido arrancarle una confesión real.

»Quizá se hubiera confesado culpable, quizá hubiera ideado una fábula para dar consistencia a la acusación y, por consiguiente, para lograr que sus tormentos cesaran. Pero habría mentido por esta razón espantosa, increíble: que no conocía, que no conoce la verdad. Esto parece insensato; pero no lo es. Beaujon estaba a solas con Defodon, nadie entró en el cuarto; desde luego Beaujon mató a Defodon, y Beaujon no sabe ni cómo ni por qué se produjo el hecho. Cosa más espantosa todavía: puede creer que una parte del sistema de acusación está fundado; puede suponer que Defodon se lanzó sobre él en un ataque de celos. En una palabra, ni comisario de Policía, ni juez de instrucción, ni fiscal general, ni jurados, ni presidente ni acusado saben la verdad…

Maurice se detuvo. Yo estaba aterrado.

—O sea —exclamé—, sin ti —y subrayé con fuerza estas palabras—, sin ti nunca se habría conocido la verdad…

—No siento ninguna vanidad por ello, créeme. Pero lo que acabas de decir es exacto. Sin mí, ese problema habría quedado insoluble para siempre. Se precisaba ese concurso de circunstancias inauditas, que tú me hicieses la proposición que recuerdas, que ciertas palabras en el acta de acusación y las respuestas de los acusados me pusieran en guardia, y que, por último, hubiese ido a asistir a estos debates yo, a quien lo irresoluble atrae, a quien lo desconocido subyuga, a quien lo imposible fascina. Era preciso, además, que no me equivocase ni un solo minuto, y ahora voy a explicarte el sentido de mis primeras palabras, voy a explicarte por qué no me has visto, por qué no has oído hablar de mí en estos últimos quince días…

En verdad, en ese momento en que, maestro de sí mismo, Maurice exponía lentamente con su voz tranquila, sin énfasis, sin entusiasmo, la filosofía de aquel increíble caso, yo me sentía presa de una admiración sin límites hacia él; su cabeza estaba echada hacia atrás, su mirada había asumido esa fijeza que la volvía tan notable: se comprendía lo que había sido en los tiempos antiguos la Pitia[121] en su trípode.

—Tú captaste bien ese hecho importante —continuó—. Yo carecía de cualquier punto de referencia. Había que reconstruir el drama por completo, no en lo que constituía la escena misma del crimen, sino en sus antecedentes, en sus causas. Es además lo que había tratado de hacer la acusación centrándose en la pretendida pasión de ambos jóvenes por la Gangrelot. Y este fue mi primer modo de proceder: estudiando con la atención más minuciosa, diría casi con lupa, los términos del acta de acusación, las respuestas de Beaujon, las declaraciones de los testigos, me pregunté si no habían pasado desapercibidos detalles que exigiesen un examen más serio. Y desde el principio tuve una convicción absoluta, que procedía de una constatación cuya exactitud tú mismo vas a admitir. En todo este asunto, se han preocupado del pasado del acusado o de los testigos, se han agrupado, tras haberlas buscado, todas las circunstancias capaces de esclarecer la opinión sobre su carácter, sobre sus sentimientos probables. En una palabra, se ha hecho sobre Beaujon, sobre la Bestia, una investigación cuidadosa. Pero se ha descuidado por completo hacer el mismo trabajo sobre uno de los actores de este terrible drama; no se ha investigado ni un solo instante quién era moral y físicamente Defodon, la víctima, el muerto. Nunca se ha hablado de investigarlo. Así actúa siempre la justicia, obedeciendo a una de las enfermedades de la naturaleza humana; se da un objetivo, delimita primero el camino que deberá seguir, y no se aparta de él a ningún precio. Para ella, el razonamiento ha sido este: Beaujon es culpable; no puede dejar de serlo; por lo tanto, hay que justificar la acusación. Todos estos razonamientos son de buena fe.

»Entonces se busca, se construye un sistema a partir de un plan dado de antemano, se deja de lado lo que no parece concluyente, se da una importancia enorme a hechos que ni siquiera serían notados si, desde el principio, no se tuviera la convicción de la culpabilidad, y de esta forma vemos que ante los jurados se producen esas conversaciones carentes de valor, del mismo modo que se recuperan esas palabras que no tenían ningún sentido preciso. Se exprimen, se torturan los menores detalles para ajustarlos al molde construido por la prevención. En el caso actual es fácil reconocer las huellas de ese trabajo. Los elementos reunidos por la investigación no han convencido a nadie: lo prueba el veredicto mismo del jurado. ¿Qué son en este caso las circunstancias atenuantes sino la constatación de una duda?

»Ahora —continuó Maurice—, vengamos a esto: nos hallamos en presencia de tres argumentaciones diferentes: una, formulada por la acusación, que atribuye el asesinato de Defodon a un acto voluntario de Beaujon, no premeditado, sino determinado por una explosión irresistible de cólera y de celos. El segundo argumento, si es que merece ese nombre, es el de Beaujon. No sé nada, dice; Defodon se arrojó sobre mí, ignoro por qué razón. Me defendí y tuve la desgracia de matarlo. Y llego yo, con el tercer sistema, que es la verdad…

—Beaujon es inocente —exclamé.

—Absolutamente.

—¡Entonces está loco!

—Tampoco. Caes en el mismo defecto que te señalaba. ¿No hay, al margen de Beaujon, nadie cuyo estado haya debido influir sobre el acontecimiento?…

—¡Defodon!

—Por fin te has dignado pensar en él. Observa con qué lentitud se ha producido en ti esa idea…

—Entonces, según tu opinión, Defodon, en un acceso de locura, se arrojó sobre Beaujon… Sí, en efecto, nada más racional, nada más plausible. ¡Qué extraño que esa idea no se le haya ocurrido a nadie!…

—¡Por suerte! —continuó Maurice sonriendo—. Porque de un solo salto vas a los últimos límites de lo posible. No te he traído a este punto de mi demostración para declararte que el estado de Defodon era tal o cual, sino únicamente para que comprendieses que ahí había toda una vía nueva, a saber, el estudio del estado de Defodon. ¿Comprendes la falta cometida por todos? El acto de Beaujon atrajo violentamente la atención sobre él; por tanto, fue él quien, desde el principio, se convirtió en el punto de mira de todas las pesquisas. Y yo digo que debía haberse dirigido la investigación sobre Defodon… Esa tarea es la que yo asumo.

Yo escuchaba con una atención creciente. Era toda una revelación, e instintivamente sentía que Maurice estaba sobre la verdadera pista.

—Ahora debes comprender —continuó él— por qué me he apartado absolutamente del mundo durante quince días: necesitaba identificarme con la naturaleza de un hombre al que no había conocido, reconstruir pieza a pieza un carácter que nunca había podido apreciar, y no tenía más datos que unas cuantas palabras cogidas acá y allá en actas y piezas donde algunos puntos de referencia se habían deslizado por casualidad y como a espaldas de todos. He pasado estos quince días en el cuarto donde se cometió el crimen… Digo crimen para amoldarme al veredicto dado; pero demostraré que en él hubo pura y simplemente accidente. Sí, durante quince días, sin apenas dormir, comiendo solo lo justo para no morir de hambre, he vivido la vida de Defodon, he sobreexcitado mi propia naturaleza para ponerla a tono con la suya…, y he triunfado…

—¿Y bien? —exclamé viendo que se detenía.

—No quiero decirte más. Hoy, a las tres, ven al Hôtel de France et du Périgord, en la calle de Grès, donde encontrarás algunas personas más que he convocado, y ahí les diré todo. Entonces, además, tendrá lugar una prueba suprema que demostrará la realidad de mis deducciones… ¡Hasta las tres, pues!

—Hasta las tres.

Y Maurice salió.


XII

 

El hotel de la calle de Grès era una de esas viejas casas, de aspecto pesado y respetable, como apenas quedan hoy. Se adivinaba que generaciones de estudiantes habían pasado por allí, y que sobre aquel descansillo se había estremecido bajo su ropa raída más de uno que, hoy, ocupaba un lugar entre los privilegiados de la facultad; más de uno se había dado prisa al pasar delante de la garita del portero, temiendo alguna reclamación, y, sin embargo, hoy, cuenta las rentas de una clientela seria; en fin, más de uno que había salido con la cabeza alta y la frente brillando de esperanza, había terminado muriendo en algún rincón mientras roía su última desilusión con su último mendrugo de pan.

En resumen, casa mal cuidada, de apariencia sombría y gruñona. Su fachada parecía decir: Soy lo que soy. Quien no me quiera, que pase adelante.

Ahí era donde habían vivido Beaujon y Defodon. Interrogué a la propietaria, que ocupaba la entrada. Me indicó el cuarto. Subí rápidamente por una vieja, ancha y sólida escalera, de barandilla orgullosamente plantada, de balaustrada maciza, sobrecargada de polvo, en la que mis dedos dejaron testimonio escrito de que apenas se había limpiado.

Llamé a una pesada puerta que se abrió al punto. Maurice estaba solo. Miré a mi alrededor con curiosidad.

—Este es el cuarto —me dijo Maurice.

La descripción que Beaujon había hecho en el tribunal era exacta. Se trataba de una gran sala, de construcción y disposición antiguas, como toda la casa, uno de esos cuartos como ya solo se encuentran en el Marais o en el faubourg Saint-Germain. Las paredes estaban cubiertas de un papel decorado en otro tiempo con flores, pero hoy de color tan apagado, tan marchito, que todo desaparecía bajo un mismo tinte grisáceo. Estaba desgarrado en varios puntos, sobre todo encima del plinto.

Al entrar, uno tenía a la derecha la ventana alta y ancha que daba a la calle; a la izquierda, ocupando casi toda la anchura del muro, una cama en esa forma llamada de barco. Grandes cortinas de calicó blanco, bordadas con una banda de algodón fino y ligero con flores amarillas, colgaban de una flecha fijada a la pared que rodeaba la cama; demasiado cortas sin embargo para tocar el suelo, se detenían a media altura del barco. A la cabecera de la cama, uno de esos muebles conocidos por nuestros padres con el nombre de servantes[122], hacía las funciones de mesilla de noche. Frente a la puerta, una chimenea rematada por un espejo de dos hojas, enmarcado en madera pintada de blanco; en ese marco, por encima del espejo, los restos de una vieja pintura que en el pasado había tenido la pretensión de unos amorcillos manoseando a una ninfa. Junto a la chimenea, un sillón en terciopelo de Utrecht, en la forma llamada poltrona; en el suelo, delante de la cama, una alfombrilla recortada de alguna vieja tapicería. Frente a la chimenea, es decir, junto a la puerta de entrada, una mesa de madera renegrida.

Maurice había mandado colocar ante la ventana una tabla redonda cubierta por un paño verde, especie de mesa a cuyo alrededor unos sillones parecían esperar a un consejo de administración.

—Te he hecho venir el primero —me dijo Maurice— para que pudieses ayudarme en mis últimos preparativos.

—¿A quién esperas?

—A tres personas primero, que se sentarán con nosotros en esta mesa, luego a algunos testigos, y entre ellos al padre de Defodon. Sobre este debo hacerte algunas recomendaciones. La propietaria ha puesto a mi disposición el cuarto de al lado. Ahí permanecerá el señor Defodon padre hasta que lo necesite. Tú iras a buscarlo cuando yo te lo diga.

—Está bien. Pero ¿quiénes son las tres personas que deben formar nuestro tribunal, porque supongo que tu intención es repetir la instrucción y el proceso?…

En ese instante llamaron a la puerta. Maurice abrió. Reconocí a B…, el abogado de Beaujon; lo acompañaba un anciano.

—Les agradezco su puntualidad —dijo Maurice estrechando la mano de B… y saludando al anciano.

Me presentó a este último, luego me comunicó que era el presidente del jurado que había condenado a Beaujon.

Un instante después llegó la tercera persona. No pude contener un gesto de sorpresa: era el fiscal que había intervenido en el caso.

—Señor —le dijo a Maurice—, ha apelado usted a mi imparcialidad y a mi honor de magistrado; la estima tan particular que me inspira su carácter ha acallado en mí toda duda. Por extraño que pueda parecer este paso, tengo la convicción de que un hombre de su inteligencia aprecia toda la estima que mi presencia le manifiesta.

Cómo había podido Maurice decidir al fiscal general y al presidente del jurado a esa revisión íntima de un caso ya juzgado es algo difícil de comprender, si no se tuviera en cuenta el extraordinario ascendiente que sabía tomar sobre los hombres con los que se relacionaba. Antiguo funcionario de ministerio, sin gran fortuna, sin título oficial, Maurice era acogido en todas partes con la consideración que merecía y que le conciliaba su gran inteligencia.

En ese momento me sentía orgulloso de él, aunque a pesar mío no podía defenderme de cierto movimiento de inquietud. Lo miré, estaba tranquilo, aunque más pálido que de costumbre. Pero sus ojos hablaban, estaban muy vivos, imponían confianza. Le estreché con vehemencia la mano a hurtadillas. Se volvió, me miró con dulzura, me hizo una pequeña señal como para tranquilizarme, y luego invitó a sus huéspedes a tomar asiento alrededor de la mesa.

—¡Ah! —dijo de pronto Maurice volviéndose hacia mí—, espero también a un médico; en cuanto llegue, lo colocarás al lado del señor Defodon padre, en el otro cuarto. Él sabe lo que tiene que hacer. Ahora, señores —continuó inclinándose ligeramente ante sus invitados—, estoy con ustedes.

Colocó sobre la mesa diversos objetos, papeles, una cajita, y, sentado en el sillón adosado a la ventana, empezó:

—Señores, en este momento hay, en una celda de la cárcel, un hombre que ha sido condenado a diez años de reclusión; ese hombre ha estado a punto de ser condenado a muerte. Pues bien, les aseguro, y pronto compartirán mi opinión, que ese hombre es absolutamente inocente. Lejos de mí acusar aquí a los que han contribuido de cerca o de lejos a su condena; porque, cuando sepan la verdad, comprenderán que a la justicia le era imposible reconocer las increíbles circunstancias de este accidente.

Miré al fiscal general y al presidente del jurado; no hicieron el menor gesto de protesta ni de incredulidad. Aguardaban.

Maurice abrió una cajita lisa que tenía al alcance de la mano.

—Este —dijo— es el retrato de Defodon después de muerto; les ruego que lo miren con cuidado y perciban bien los rasgos de esta fisonomía…

El retrato pasó de mano en mano.

—Han de comprender —continuó Maurice— que ese retrato es el primer testigo cuyo examen puede aportar aquí alguna luz. En efecto, el hombre murió rápidamente, la fisonomía de la víctima conservó la huella de los sentimientos que estallaron en su cerebro en el momento mismo de la conmoción mortal. Por lo tanto, interrogar ese retrato es el único medio que hay en nuestro poder para establecer una comunicación cualquiera entre la víctima y nosotros, y, si no el único, como les demostraré, al menos el primero, el más sencillo y el mejor a nuestro alcance. No crean por lo demás que juego con las palabras. Se puede interrogar a una cosa inerte. Mirarla rápidamente con una ojeada desatenta e irreflexiva, si puedo decirlo así, es no pedirle nada. En cambio, concentren su mente en ese examen, estudien una a una todas sus líneas, y se sorprenderán al ver cómo la idea se desprende poco a poco y se impone a sus conciencias. Esa fisonomía —continuó Maurice— muestra un carácter prominente, manifiesto. ¿Cuál es en su opinión, señor fiscal general?

—Es evidentemente el terror —respondió el magistrado.

Maurice no pudo reprimir una sonrisa.

—Permítame detenerlo en esta primera apreciación. No, esa fisonomía no expresa terror; examínela conmigo, y quedará convencido. Coja ese espejo y mírese bien. Bueno, ahora dé a su fisonomía la expresión del espanto. Así, pero acentúela…, acentúela más.

El magistrado, obedeciendo al deseo de Maurice, se esforzaba por trasladar a su rostro el sentimiento del terror más profundo. Sostenía en la mano un espejito ovalado y estudiaba con curiosidad las contracciones que se producían en su rostro.

—Muy bien —exclamó Maurice—, un momento de paciencia. Observe estos puntos principales. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, las cejas levantadas, la frente arrugada. La boca está abierta, las mejillas se han tensado en un solo pliegue, las arrugas incluso que rodean la boca en la comisura de los labios han desaparecido. Carácter general, extensión de la cara… Ahora, mire de nuevo esta fotografía y dígame si sigue pensando lo mismo.

—Es cierto —exclamó el fiscal—, ninguno de esos caracteres se reproducen en ese rostro…

—Y también un detalle importante: en la tensión de los rasgos bajo la impresión del terror, los labios, sobre todo, están desprovistos de cualquier especie de pliegue o contracción… Mire los labios del muerto.

La observación era justa. El labio inferior del retrato estaba torcido y en cierta forma convulso.

—Quizá me haga usted observar que la muerte, aunque reciente cuando se hizo este retrato, puede haber modificado ciertos rasgos…, y yo sería de su parecer si constatásemos una ausencia de contracciones. La muerte puede producir el reposo y la distensión de los músculos. Pero todas las contracciones que han subsistido durante la primera hora que siguió al fallecimiento han preexistido evidente y necesariamente a la muerte, o más bien se han producido de forma simultánea a la catástrofe final. Estudiemos ahora el carácter de estas contracciones que, hasta ahora le parecen, como a mí, que el espanto no explica. Cierto, sé que nada podía ocurrirse de forma más natural que esa primera hipótesis. Se entabla una pelea, el más débil sucumbe. En el momento en que siente que le falla su fuerza, es presa de un terror loco… Sí, eso es cierto, a menos (escuche bien esto), a menos que un sentimiento más violento, más imperioso, absorba todas sus facultades y lo vuelva consciente de un peligro que nada le hace prever…

Apenas respirábamos por temor a turbar a Maurice en su demostración. Presentíamos que la verdad iba a deducirse de estos preliminares.

—Ahora bien, el carácter típico, absoluto, evidente de esta fisonomía es la repugnancia, una repugnancia intensa, profunda, enorme. Verifiquemos el hecho. El signo característico de la repugnancia es la contracción del labio inferior, cuyos extremos caen mientras la mitad de ese labio se curva sobre sí mismo y hace, según una expresión vulgar, pero de una claridad meridiana, una rosca.

Todos hicimos instintivamente ese movimiento.

—Mire, el labio superior sube de forma violenta, el labio inferior baja. Bajo la presión ejercida en las mejillas por el movimiento del labio superior, los dos pliegues de que hablaba hace un momento y que surcan el rostro desde la nariz a las comisuras de la boca se acentúan vigorosamente y se hunden. Al mismo tiempo, la nariz se levanta y se forman pliegues transversales en la unión de las cejas. Los ojos, en lugar de abrirse desmesuradamente, como en el terror, se achican en cambio bajo la hinchazón de los párpados. La piel de la frente, tirada hacia abajo, no tiene arrugas… Mire ese retrato. Es el modelo mismo de la repugnancia… Y esto es lo que nos responde cuando lo interrogamos: el hombre ha muerto en un acceso de repugnancia terrible, irresistible… Lo que le digo ¿es una hipótesis más o menos ingeniosa? La respuesta está en la contracción del labio inferior. Ninguna sensación, y digo ninguna, tiene por carácter accesorio ese rasgo que es inherente a la repugnancia. El primer grado de la repugnancia es el desdén; aquí la lengua misma nos ayuda. Labio desdeñoso, la fórmula existe, es el labio inferior que avanza, mientras el labio superior se apoya con fuerza en él.

—Todas estas deducciones —dice el jurado— son de una exactitud admirable. Es evidente que, durante la crisis fatal, Defodon estaba bajo el imperio de la repugnancia; pero ¿uniría usted la repugnancia, sentimiento talmente repulsivo y de retirada, si puedo decirlo así, a esa acción violenta que habría impulsado a la víctima a lanzarse sobre Beaujon?…


XIII

 

—Su observación —continuó Maurice— viene por sí misma en ayuda de la verdad; ahora mismo verá cómo. Retengo la palabra y, como se dice en el Palais[123], tomo nota. Repugnancia, sentimiento que tiene por resultado el deseo de alejarse, de hacer retirada, como muy bien ha dicho usted. Ahora bien, retirarse de aquí, ¿no es ir allá, es decir, moverse en un sentido opuesto al objeto que causa la repugnancia? Cuanto más violenta sea la repugnancia, más repulsión inspirará el objeto que la haya causado, y más vivo será el movimiento de retirada, de alejamiento, es decir, de tendencia hacia un punto alejado de aquel en que se encuentra el objeto en cuestión. Supongamos que me horrorizan los sapos. Voy caminando por un prado. Usted viene detrás de mí. Veo a mis pies uno de esos horribles animales, hago un movimiento de retroceso, de retirada, y choco violentamente con usted.

No sé qué idea surgió en ese momento en mi mente. Me pareció vislumbrar el objetivo hacia el que tendía aquella demostración; pero me contuve. En el mismo instante se me advirtió que habían llegado los testigos esperados. Fui a tomar las disposiciones de que me había hablado Maurice, luego volví, tras haber colocado al médico al lado del señor Defodon padre.

Cuando estuve de vuelta, Maurice tomó de nuevo la palabra:

—Una vez obtenido ese primer resultado, creo necesario dejarlo de forma provisional a un lado y estudiar ahora el carácter y la naturaleza misma de la víctima. Ahí también parece que nos faltan los documentos. Pero reconocerá conmigo la gran importancia que van a tener para nosotros ciertas palabras, ciertas opiniones que se encuentran en las distintas declaraciones aportadas al proceso, importancia que aumenta con la siguiente consideración: que esas manifestaciones no han sido provocadas por ningún interrogatorio y no se remiten a un sistema concebido de antemano. Me explico: todos los que han sido llevados, por la lógica misma de sus respuestas, a hablar del carácter de Defodon se han apoyado en su sensibilidad nerviosa. Esa sensibilidad era tal que lo habían apodado la damita; ustedes no han olvidado el término. Otras veces le preguntaban en broma si estaba nervioso. La señorita Gangrelot nos ha dicho, en su lenguaje demasiado enérgico para no ser exacto: «No era un hombre». En su pensamiento, esa palabra se aplica a una sensibilidad poco apreciada por esta clase de mujeres, y también a una debilidad de organización sobre la que es inútil insistir. A este respecto van a oír ustedes las explicaciones dadas por la mujer que, en la pensión burguesa, solía servir a Defodon.

Maurice me hizo una seña, y yo introduje a la señorita Annette, camarera en el restaurante, aquella valerosa sirviente parecía sorprendida hasta el colmo ante aquel boato tan poco usado en un cuarto de hotel. Maurice la invitó a sentarse.

—Señorita —dijo—, sin duda la ha sorprendido la carta que ha recibido. Por razones importantes, yo no la he visto a usted antes de hoy. Lo admite, ¿verdad?

—Sí, señor. No lo conozco.

—Fui a hablar con su patrón, y ha sido él quien ha tenido a bien permitirme citarla. ¿Será bastante buena para darnos algunas informaciones?

—¿Sobre qué, señor?

—¿Conoce bien a Defodon?

—Pobre muchacho. ¡Ah, ya lo creo! ¡De qué forma ha hecho condenar al otro! Ha sido muy dulce, nada más…

—Era un muchacho encantador el tal Defodon, ¿verdad?

—¡Ah!, señor, y tierno como una chica; no le habría hecho daño ni a una mosca.

—No era fuerte, me parece.

—No, eso no; además, verá, se notaba que un cachetillo habría matado a ese muchacho. A la menor cosa temblaba como una hoja.

—¡Ah! ¿Temblaba?

—A veces con tal fuerza que apenas podía sostener su vaso…

—Pero ese temblor ¿no era consecuencia de excesos?

—¿Excesos? No diga cosas malas… Si me ha hecho venir para eso, no merecía la pena… Mire, recuerdo que una vez el pobre muchacho casi tuvo una crisis de nervios…, ¿sabe por qué? Porque había encontrado un cricrí en su pan.

—¿Un cricrí?

—Sí, uno de esos bichos negros que hay en las panaderías… Todavía lo estoy viendo: se puso totalmente pálido… Luego se levantó de su silla bruscamente…, incluso estuvo a punto de caerse de espaldas…

—¿Era nervioso?

—Nervioso, sí, eso sí, y además…, ponía caras de repugnancia como una señoritinga…

Nos miramos con un signo de inteligencia. Aquel interrogatorio, guiado con tanta habilidad y paciencia, corroboraba de la forma más sorprendente y más inesperada las deducciones de Maurice.

Dio las gracias a Annette, que se retiró muy sorprendida ante la importancia que se parecía dar a sus declaraciones.

—Según esta información —dijo Maurice—, apreciarán como yo lo susceptible de excitación que era el organismo de Defodon. La menor conmoción lo alteraba, y llamo su atención sobre el detalle del cricrí. Ahora vamos a oír al señor Lafond, viejo jardinero de la familia Defodon, cuya declaración tendrá, eso espero, la mayor importancia para el punto de vista que nos ocupa.

El señor Lafond era un viejo de sesenta años, robusto y con buena salud. A las primeras palabras que le fueron dirigidas, se puso a sollozar.

—Mi pobre amo —exclamó—, ¡si usted supiera cuánto lo quería!

—¿Lo crio usted?

—Es cierto que planté un olmo el día en que nació y que hoy es un árbol grande y hermoso.

—¿Recuerda usted su infancia, cuando él corría por el jardín?

—Sí, sí. Era un niño tan gracioso, muy dulce, muy amable. Lo tomaban por una niñita, y tenía todos sus gustos… Un poco miedoso. La oscuridad lo atemorizaba. Además, y sobre todo, ¡oh!, de eso me acuerdo como si fuera ayer, detestaba los insectos, los bichos, como decía.

—¡Ah!, ¿detestaba los insectos, las mariposas?

—Las mariposas menos, porque eran bonitas. Pero eran los abejorros, las avispas, las arañas… Eso repugnaba al pobre inocente. Y cuando, por casualidad, uno de esos infames bichos chocaba con él en el jardín, se ponía totalmente pálido y hacía una gran mueca de repugnancia…

—¿Recuerda usted algún hecho particular a este respecto?

—¡No, creo que no! ¡Ah!, mire, sí… Recuerdo que durante casi quince días no quería pasar por una alameda, sin embargo muy bonita, bajo árboles y sombreada… Yo le decía: «¡Anda, ven, pequeño! —¡No, no!», gritaba pataleando. Entonces le cogí en brazos y quise pasear con él, que se debatía gritando: «¡El bicho! ¡El bicho!». ¿Pueden creerlo? Y era porque una gran araña había hecho su tela justo en la entrada de la alameda, pobre animal. Palabra que la maté. Por lo demás, era cosa de familia. El señor Defodon es así…

El jardinero fue despedido. Maurice me rogó que llamase al médico. Era un amigo nuestro, el doctor R…

—Querido amigo —le dijo Maurice—, ¿has examinado bien al señor Defodon?

—Sí. Puedes intentar la experiencia.

—¿Estás seguro de que la conmoción no ofrece ningún peligro?

—Ningún peligro serio, respondo de ello. A pesar de su estado de excitación nerviosa, es muy fuerte y afirmo que no hay nada que temer…

—Pero ¿qué quiere hacer usted? —exclamó el fiscal.

—Voy a intentar una experiencia decisiva; la escena que va a tener lugar les ilustrará por completo sobre los hechos que les interesan, y apenas serán necesarias algunas últimas explicaciones. He tenido que tomar ciertas precauciones a fin de que la salud del señor Defodon no sufra por una prueba que habría podido ser peligrosa en su estado. Ya han oído la respuesta del doctor; creo que podemos actuar.

—Hágalo —respondimos todos.

El señor Defodon padre entró; era, no se habrá olvidado, un viejecillo muy delgado, sacudido por una especie de temblor continuo. Parecía que a sus piernas les costara sostenerse. Maurice lo hizo sentarse en un sillón.

—Señor —le dijo—, cualquiera que sea el dolor que le haya hecho sentir la pérdida de su hijo, espero de su amabilidad que quiera responder a ciertas preguntas que voy a hacerle y que no tienen otro fin que la búsqueda de la verdad.

Maurice se había sentado al lado del viejo, delante de la mesa. Desplazó lentamente hacia él una cajita cuadrada y puso el dedo sobre la tapa.

—Quizá mi pregunta le parezca extraña. ¿Se acuerda de la historia de Pellisson?

—¡De Pellisson!

—Encarcelado, Pellisson tuvo en su soledad la singular idea de domesticar un animal que ordinariamente inspira a todos la mayor repulsión[124]… Encontró una araña en un rincón de su prisión, una araña gorda y horrible…

Maurice recalcaba las palabras y miraba fijamente a Defodon padre:

—Sí, tuvo el coraje de cogerla entre sus dedos, de acercarla a su cara, mientras sus largas patas… se movían…

—Basta, señor —exclamó el viejo—. Eso es repugnante.

—¡Repugnante! ¿Y por qué? El astrónomo Lalande se comía… las arañas… vivas[125]

—¡Innoble! —murmuró el viejo estremeciéndose.

—Pues sí, llevaba encima una cajita, igual que esta.

Mostraba la cajita de que ya he hablado.

Le daba vueltas entre sus dedos como hubiera hecho con una bombonera…, luego, de vez en cuando, la abría.

El señor Defodon padre tenía los ojos clavados en la cajita, su rostro se descomponía, se volvía lívido…

—Y las sacaba, mire, ¡así!

Maurice abrió la caja, hundió los dedos en ella y sacó una enorme araña que acercó rápidamente al viejo. Este, como golpeado por una conmoción eléctrica, saltó en su silla, se levantó y, lanzando un grito ronco, se abalanzó sobre el médico, como el ahogado que se aferra a una tabla de salvación, y le echó los brazos al cuello. El médico, con un movimiento rápido, le puso en la frente una servilleta mojada que tenía preparada. El viejo se derrumbó: se había desmayado.

Hubo un largo momento de silencio.

El médico palpaba el pulso del viejo; nos tranquilizó con un gesto.

—Nada que temer, ya se recupera.

Debo confesarlo, todos estábamos horriblemente pálidos. El repelente bicho se debatía entre los dedos de Maurice y su fealdad repugnante nos fascinaba. No podíamos apartar de él la mirada. Maurice se dio cuenta, volvió a meterlo en la cajita y se acercó al viejo. Este recobraba poco a poco su estado normal. El médico le ofreció el brazo y ambos salieron.

—¿Han comprendido por fin? —exclamó Maurice—; el culpable está ahí en esa cajita, fue ese repelente animal el que lo hizo todo. Cuando leí en la cara del muerto esa expresión de repugnancia, recordé las explicaciones de Beaujon. Defodon estaba en la cama. De pronto su mirada se volvió fija, batió el aire con las manos.

»Beaujon vio algo negro en su cara, como una mancha. El hombre se lanzó de la cama y se precipitó hacia Beaujon, que lo abrazó… Por lo tanto un objeto, un ser capaz de excitar la repugnancia, eso es lo que había que encontrar… Pues bien, señores, miren.

Maurice apartó la cortina de la cama, y vimos, suspendida entre el techo y la flecha, una enorme telaraña, gris, peluda…

—De esa tela he arrancado el animal. ¿Qué pasó entonces? La lámpara estaba sobre esta chimenea, sin globo, sin pantalla, lanzando la claridad macilenta del petróleo…, el animal había salido de su tela…, estaba sobre la cortina, su color negruzco resaltaba más sobre la blancura del tejido… Por un accidente cuya causa no tenemos que buscar, mientras Defodon, fascinado al verla, clavaba en la araña su mirada asustada, el animal cayó sobre su rostro. Es la mancha negra. Defodon batió el aire con sus manos, como para apartar al repugnante enemigo… Luego, en el paroxismo de la repugnancia, echó a correr, hizo retirada y se lanzó sobre Beaujon. El resto se explica por sí mismo. En el momento en que agarraba a Beaujon por el cuello, este se zafó con un movimiento brutal. La conmoción determinó la muerte inmediata de Defodon… Pero ¿no era Beaujon inocente?

Maurice había vencido.


El juicio fue anulado por el tribunal y remitido ante otras audiencias.

Maurice fue llamado a título de experto. Beaujon fue absuelto…

—¡Y bien! —me dijo Maurice—, ¿qué le parece?

—Le queda un deber que cumplir —le respondí—, tiene que preparar discípulos.