JEAN RICHEPIN

DESHOULIÈRES

A Raoul Ponchon[74]

 

En estos prados floridos

que el Sena riega

buscad a la que os lleva,

queridas ovejas.

MME. DESHOULIÈRES[75]

 

 

Se llamaba Deshoulières, y lo lamentaba.

Hacía mal; porque no hay duda de que al horror de ese nombre y a las vulgaridades que recuerda debió Deshoulières su singular pasión por la originalidad.

Y, como original, fue completo y raro.

Después de haber picoteado un poco aquí y allá, en las artes, las letras, los placeres, había llegado a crearse un ideal que consistía en buscar en todo lo imprevisto.

A primera vista, eso no parecía extraño, y la teoría parece indicar únicamente un espíritu curioso enemigo de lo común, deseoso de lo nuevo, como son los verdaderos creadores. Pero la extrañeza comenzaba en lo siguiente: Deshoulières había hecho de esa teoría la regla de su conducta diaria, y la practicaba en el trato del mundo, donde la llevaba hasta los últimos confines de lo excéntrico.

Se había convertido en el dandy de lo imprevisto.


Así, después de llegar a la conclusión de que la originalidad solo se alcanza por medio de los cambios, había formulado el axioma de que nunca se debe parecer uno a sí mismo, sobre todo físicamente. Es lo que explica las extraordinarias variaciones de su ropa, de su aspecto, de su voz, incluso de su fisonomía. Gracias al arte de los postizos y del maquillaje, cada día se hacía una cabeza diferente, y vivía como un Proteo[76].

Su espíritu era tan móvil como un caleidoscopio, y zarandeaba en él, como si fuesen vidrios de colores, las paradojas más inverosímiles, mezcladas con las perogrulladas más monstruosas; en realidad creaba un deslumbramiento de palabras, de ideas, de imágenes, de razonamiento, capaz de cegar a la gente que quería ver claro en aquella inteligencia fantasmagórica.


Por lo demás, un ser admirablemente dotado.

Vigoroso, bien formado, tenía alrededor de dos pies más que los versos de su deplorable homónima, y bajo sus caras prestadas se adivinaba una belleza moderna. Unas facultades maravillosas le servían para asimilar fácilmente tanto todas las virtudes como todos los vicios, tanto todas las ciencias como todas las artes. Se le conocían actos de heroísmo y cobardías, esfuerzos notables y desmayos, trozos de verso y de prosa incomparables, jirones de melodía nueva, esbozos en los que se adivinaba el toque de un futuro maestro. Poseía en potencia todo el genio humano.

Pero en el fondo no poseía nada, so pretexto de que su fondo era banal. Se limitaba a decir que sabía que podía ser un gran hombre, gran poeta, gran músico, gran artista, y que renunciaba a ello por repugnancia hacia esas grandezas demasiado vulgares para él.

Todo eso es viejo como las calles, decía. No encontraría nada nuevo en ser el dios de mi siglo, porque lo soy. ¡Ah!, eso de ser dios sí me divertiría, si fuera un animal. ¡Y aun así! Ya se ha visto.

Por lo general pasaba por loco. Sin embargo, algunos lo consideraban como una especie de Anticristo.

Pero aquel Anticristo era demasiado sutilmente excéntrico para creer en sí mismo.

Si Dios existiese, dijo un día, y si fuera yo, no sería tan tonto como para no demostrarme que no lo soy.


Con tales teorías, Deshoulières, evidentemente, no podía vivir más que en París y en nuestra época; y sin duda habría vivido tranquilamente muchos años, inquietando solo a unos cuantos amigos, divirtiendo a la multitud, ni más ni menos que un simple ganapán, de no haber sido realmente el hombre de genio que era.

En efecto, a un original ordinario no se le habría ocurrido la idea de cometer la excentricidad suprema que le costó la vida.

Imaginó matar a su amante, embalsamarla y seguir siendo su amante.

El crimen fue perpetrado con tal ciencia, con tal novedad de precauciones que no se supo nada.

El secreto de aquella monstruosidad sádica fue precisamente lo que le pareció vulgar a Deshoulières. Pensó que no había gran originalidad en ser un monstruo y escapar a la justicia. Se denunció a sí mismo, aunque sin el menor remordimiento, cosa que era esencialmente imprevista.

Todo París se convirtió en un grito de horror, y todos los ojos se fijaron de inmediato en Deshoulières.


Era el momento, o no lo sería nunca, de no ser vulgar, y ahora se trataba de encontrar lo imprevisto en medio de las vulgaridades de la cárcel, del tribunal de lo criminal, de la guillotina. Deshoulières no falló a su misión. En Mazas[77] no se ocupó ni de su defensa, ni de su malsana popularidad, ni de reducir en cuerpo de doctrina los misterios del magnetismo animal, ni de traducir ese tratado de ardua filosofía en sonetos monosilábicos. Al cabo del tercer soneto, renunció después de haberse convencido de que era posible.


Ante el tribunal estuvo prodigioso.

Su abogado, uno de los más ilustres, picado en el juego por la dificultad de la causa y la indiferencia del cliente, hizo un alegato sin igual que conmovió el corazón del jurado y confundió los argumentos del fiscal. Había tal abundancia de pruebas irrefutables, tal corriente de piedad, una elocuencia tan victoriosa que todo el mundo quedó convencido de la inocencia de Deshoulières, y asegurada su absolución.

El presidente tenía lágrimas en los ojos cuando preguntó al acusado si tenía algo que añadir en su defensa.

—Señores —dijo Deshoulières—, deseo ante todo expresar mis felicitaciones más sinceras a mi defensor, que acaba de hacer la obra maestra de la elocuencia judicial francesa. Solo tengo que reprocharle un pasaje de su admirable discurso.

Y Deshoulières, recogiendo en su obra uno de los argumentos presentados por el abogado, hizo brotar nuevas luces y acabó de conquistar la simpatía del auditorio.

—Por desgracia —continuó—, no tengo que hacer tantos elogios al señor fiscal de la República, que me ha parecido por debajo de la formidable tarea que le confía la sociedad.

En el tribunal hubo un movimiento de sorpresa, en el fiscal un sobresalto de despecho, y el jurado empezó a no comprender nada.

Pero fue muy distinto cuando Deshoulières, después de haber subrayado todos los razonamientos débiles del procurador, pudo hacer de nuevo la requisitoria de arriba abajo. ¡Y con qué ardor, con qué vehemencia, con qué poder! Situó de nuevo bajo su verdadera luz todo el horror de su crimen, destruyó pieza tras pieza el andamiaje de la defensa, demostró por último su culpabilidad de una forma magistral que no dejó subsistir la menor duda. Dio la vuelta a las convicciones como si fueran viejos guantes y consiguió lo que quería: el resultado imprevisto de hacerse él mismo condenar a muerte.


Pasó los últimos momentos de su vida inventando un nuevo paso de baile y una salsa para las ostras.

Cuando el sacerdote fue a confesarlo antes del momento solemne, exigió, para admitirlo, que el sacerdote se confesase primero con él; y, hecho esto, no se confesó, sino que se limitó a decir al capellán:

—En su discurso de hace un rato, ha citado una frase de san Agustín. Es de Tertuliano, en el párrafo noveno de su De cultu fœminarum. ¡Vaya en paz, hijo mío, y no cite más!

A pesar de estos aires juguetones y de su fuerza de carácter, Deshoulières se inquietó cuando vio la guillotina.

¡No es que tuviese miedo! Pero temía un final vulgar después de una vida tan excéntrica. Le desagradaba pensar que iban a cortarle el cuello como a un cualquiera, como a un vulgar Troppmann[78]. Se devanaba los sesos tratando de buscar cómo podría ser guillotinado de una forma imprevista.

Sin duda la encontró. Porque, mientras subía los escalones de la viuda[79], su rostro estaba iluminado por una sonrisa de alegría.

Por eso se dejó sujetar sin resistencia a la siniestra plancha.

Pero en el momento en que la plancha basculó, hizo un esfuerzo terrible, rompió las ataduras con su fuerza hercúlea, se echó hacia atrás de manera que su cabeza no quedó encajada hasta el cuello en la luneta de la máquina.

El resorte se había disparado, la hoja ya no se podía retener y Deshoulières tuvo el cráneo desmochado como un huevo pasado por agua.


Había encontrado lo imprevisto de la guillotina.

Se había hecho cortar la cabeza al estilo de los hijos de Eduardo.