CAPÍTULO PRIMERO
–SE dice a menudo que los zapateros son las personas peor calzadas… Personalmente, sufro una espantosa crisis de ciática, me duele la garganta y no soy demasiado guapo…
Los doscientos congresistas estallaron en una carcajada.
Estaban en el bote, como vulgarmente se dice.
La conferencia tenía lugar en uno de los anfiteatros del Centro Europeo de Kirchberg, al cual se tiene acceso por el puente rojo que cruza el valle del Alzette.
El falso doctor Canurien empezó a leer, lentamente y levantando a menudo la cabeza, las cuarenta y cinco cuartillas mecanografiadas que había redactado el verdadero doctor Canurien.
Thorps no tenía ninguna formación médica, pero su cultura científica bastaba para que su tono fuera el preciso.
Tenía, en efecto, la voz ligeramente enronquecida, y de ahí la imposibilidad de distinguirla de otra voz. Tras haberla leído una docena de veces, se sabía la conferencia casi de memoria. Además, si bien la fama de Canurien era universal, sólo una docena de colegas suyos presentes en la sala le conocían personalmente.
El auditorio, atento, seguía su exposición con una especie de recogimiento. Canurien había conseguido, de un modo especial, hacer casi inexistentes las cicatrices.
De cuando en cuando, Thorps bebía un sorbo de agua del vaso situado delante de él, sobre la mesa.
Elisabeth Marcus se hallaba en primera fila. En un momento determinado, se volvió y distinguió al profesor Baranger d’Estroy, otra lumbrera francesa de la cirugía estética, que la saludaba amistosamente con la mano. El profesor Baranger conocía perfectamente a Canurien y no ignoraba que Elisabeth era su amante.
En el bolso de viaje de la joven, colocado sobre sus rodillas, se encontraban los tres fallos de billetes de diez mil francos que Stev le había entregado en el avión.
TTX tuvo conciencia, en primer lugar, de que poseía un corazón y un cráneo: aquellos dos órganos estaban íntimamente ligados, y los latidos de su corazón repercutían en las paredes de su cráneo hasta hacerlo estallar. Unos ruidos, amplificados, deformados, taladraba sus tímpanos, aumentando la intensidad del dolor.
Luego, sintió su cuerpo. El contacto de sus pies y de sus manos sobre una sábana áspera.
Únicamente entonces abrió los ojos.
Una fuente de luz, aunque poco intensa, le hizo parpadear largo rato. Sin embargo, se trataba de una simple lamparilla que difundía una claridad rojiza.
Comprendió en seguida los ruidos que taladraban sus tímpanos. Eran voces humanas que resonaban en su dolorido cerebro. Femeninas, más exactamente, pero con sonoridades guturales.
Finalmente, el olfato.
TTX respiró, con las fosas nasales dilatadas, expulsando el aire por la boca. Un olor a farmacia dominaba al de algún desinfectante. Volvió la cabeza a un lado, al lado de las voces.
Dos mujeres con bata blanca y una cofia ocultando los cabellos, que charlaban.
Dos enfermeras.
Un hospital. Se encontraba en un hospital. O una clínica.
Se sentía débil, muy débil…
Quería comprender lo que decían las voces.
Con la frente arrugada, una mueca deformando sus rasgos, concentró toda la atención de que era capaz, a pesar de una aguda jaqueca…
Transcurrieron varios minutos antes de que la evidencia saltara a sus oídos.
El idioma que utilizaban las enfermeras sonaba como el alemán, pero no lo era, y las frases aparecían esmaltadas con algunos vocablos franceses. Se encontraba en Luxemburgo[17].
TTX sonrió para sus adentros.
Ahora recordaba perfectamente. Había sido agredido y raptado al salir de su casa, en la plaza de los Estados Unidos, en París. Le habían dejado sin conocimiento y probablemente habían prolongado su sueño por medio de alguna droga soporífera. Poco antes de perder el sentido, había tenido tiempo de pensar, en una décima de segundo: «Quieren impedir que vaya a Luxemburgo…». Lo cual era lógico…
¡Contra toda lógica, aquellos mismos adversarios le habían llevado a Luxemburgo!
El esfuerzo que había realizado para tratar de comprender le había dejado todavía más débil… Se sentía cada vez peor.
Las dos enfermeras —una se llamaba Yolande y la otra Gerda—, que no se habían dado cuenta de nada, continuaban charlando, contándose mutuamente sus desdichas sentimentales de las últimas vacaciones.
La fatiga dominó a TTX.
Irresistiblemente, sus párpados se cerraban.
Volvió a quedarse dormido.
El falso doctor Canurien acababa de terminar su exposición.
Estalló una salva de aplausos.
Thorps había advertido de antemano a su auditorio. Estaba tan cansado, tan enfermo, que suplicaba a sus colegas que no le formularan ninguna pregunta al final de la conferencia. De modo que saludó y se retiró hacia los bastidores andando con cierta dificultad.
Entre los congresistas se formaron pequeños grupos y se entablaron conversaciones, no siempre profesionales.
El profesor Baranger d’Estroy se abrió paso por entre un grupo de cirujanos norteamericanos y se acercó a Elisabeth, rodeada de hombres. Era la única mujer presente y explicaba por enésima vez, ahora en inglés, a dos médicos rumanos, que no era cirujana sino anestesista, y la ayudanta del caballero que acababa de hablar.
El profesor se inclinó sobre la mano de Elisabeth y la llevó a sus labios.
—Buenas noches, señor profesor —dijo la joven.
—¿Cómo está, mi querida amiga?
—Muy bien, gracias.
—¿Y Jacques?
—Realmente enfermo, señor profesor, puede creerlo. No sé cómo ha podido pronunciar su conferencia.
Baranger d’Estroy frunció los ojos en una sonrisa. Tenía una magnífica corona de cabellos blancos y Elisabeth observó que, probablemente por coquetería, no llevaba sus gafas.
—¿Cómo ha venido?
—¿Se refiere a Jacques?
Elisabeth se recobró inmediatamente de su momentáneo pánico.
—En su automóvil, desde luego.
—¡Oh! Sí, claro… Pero, lo que son las coincidencias… Yo he tomado el avión de esta mañana. Y en ese avión viajaba una persona que parecía un hermano gemelo de Jacques… Curioso, ¿no?
—Ejem…
Si el profesor hubiese llevado sus gafas, no hubiera dejado de notar el rostro súbitamente descompuesto de la joven anestesista.
—Un parecido asombroso… De lejos, naturalmente —añadió el profesor, con un vago gesto de su mano.
Elisabeth respiró.
—Jacques tenía que llamarme antes de salir de París —continuó el profesor— y no lo hizo.
—Estos últimos días ha estado agobiado de trabajo. La clínica, la conferencia…
—Eso pensé. ¿Se queda usted aquí?
—Mientras dure el congreso —asintió Elisabeth.
—Si tengo un poco de tiempo, iré a visitar al pobre Jacques —dijo el profesor.
CAPÍTULO II
Stev había decidido alojarse en el hotel Continental, situado cerca de Villa Louvigny, donde se encuentran los estudios de la R. T. L. —Radio y Televisión Luxemburguesa—, y de las umbrías, tan agradables en verano, del bulevar Prince-Henri. De momento, como en toda Europa, los árboles no tenían hojas y el barro manchaba los zapatos cuando se cruzaban los céspedes.
El hotel era muy cómodo y a Stev le gustaba de un modo especial su bar rústico con sus ventanas de cristales de colores, a pequeños cuadros amarillos y verdes, como en los pubs ingleses o los bares flamencos.
Había reservado tres habitaciones contiguas en el segundo piso: una para Thorps, una para Elisabeth Marcus y una para él, la suya situada entre las otras dos. Buen lugar estratégico.
Fedor, Serge y Youri, sus hombres de confianza, se alojaban en una pensión familiar del barrio de Dommeldange.
El camarero le subió un tercer vodka al limón. Había viajado bajo su nombre y con su verdadero pasaporte francés. ¿Quién podía asombrarse de encontrar aquí un médico, celebrándose un congreso de cirujanos? Mucho menos por cuanto daba su dirección, la de su clínica particular. ¿Quién iría a informarse para comprobar que se trataba de una clínica de cirugía general?
Había oído a Thorps entrar a su habitación, pero no a Elisabeth Marcus.
Stev llamó a la puerta del joven físico U. S., le encontró ya en pijama y le dijo:
—¡Bravo!
Thorps sonrió, sensible al cumplido. En cada hombre hay un comediante que dormita y que anhela los aplausos.
—¡Sé que ha estado usted sensacional! —mintió Stev.
No sabía nada, puesto que había permanecido todo el tiempo en su habitación, esperando. Pero deseaba halagar a Thorps. Temía que un hombre tan joven empezara a aburrirse de aquella inactividad obligatoria que le conducía de habitación en habitación, con la prohibición de salir.
—¿Tiene usted algún comprimido?
—¡Desde luego! —se apresuró a decir Stev, sacando de su bolsillo un tubo de somnífero muy eficaz—. No tome más de tres.
TTX se despertó por segunda vez.
Mantuvo los ojos cerrados, pensando en el hecho de que se encontraba —era indudable— en Luxemburgo.
Había venido ya varias veces a la capital del Gran Ducado, en los últimos años y por cuenta de Harold, desde luego. Misiones rutinarias, para informarse sobre la C. E. C. A., la O. E. C. E. y el Euratom, o para obtener alguna confidencia indiscreta sobre el Mercado Común. Generalmente, se alojaba en el Continental.
Reinaba un gran silencio. Subsistía el olor a farmacia. No había soñado.
Se movió sobre su lecho, asaltado por una repentina náusea.
Luego abrió los ojos.
No había ya ninguna enfermera locuaz.
Pero, a la cabecera de su cama, un hombre de cabellos color de arena y de pómulos altos, uno de los dos agresores que, en París, le habían empujado hacia el DS negro, velaba.
Fedor —ya que se trataba de él— salió de su somnolencia y se dio cuenta del estado de agitación del norteamericano.
Aunque la iluminación era idéntica, TTX comprobó que le habían trasladado a otra habitación y que ésta era más pequeña. Luego pensó en Harold. ¿Sospechaba su jefe el lugar donde se encontraba actualmente su agente preferido? ¿Había alertado a la antena luxemburguesa?
Fedor se puso en pie, dirigió una fría mirada al cuerpo anquilosado del norteamericano, observó su frente perlada por unas gotas de sudor y se acercó.
Del bolsillo de su chaqueta sacó un par de esposas y el metal brilló, rojizo, iluminado por la lamparilla.
El ruso se inclinó sobre la cama. Cogió la muñeca derecha de TTX y la aprisionó en una de las mandíbulas del par de esposas.
El norteamericano se debatió blandamente. Profirió un gemido y dijo, con voz débil:
—Get away!
Se encontraba aún bajo los efectos de la droga soporífera.
Fedor cerró la segunda tenaza sobre el barrote pintado de blanco de la cama de hierro, con un seco chasquido.
Elisabeth Marcus se adentró por el pasillo del segundo piso. El Continental dormía, arrullado por un disco de jazz que se oía a lo lejos, y que no procedía del hotel sino de un inmueble contiguo.
La joven no vio ningún rayo de luz bajo la puerta de la habitación de Thorps; en cambio, la de Stev aparecía iluminada. Elisabeth entró en su cuarto, se quitó el abrigo y lo colgó en el armario.
La tensión nerviosa, después de la conferencia, asaeteada a preguntas acerca de Canurien y de su «enfermedad», la había agotado.
Entró en el cuarto de baño, sin abandonar su bolso de viaje. Quería conservar a toda costa aquellos tres millones. Sin saberlo, Jasper Wood le había hecho descubrir su propia codicia.
La joven anestesista dejó que se llenara la bañera mientras ella se desmaquillaba. Luego se desvistió. Contempló un instante su desnudez en el gran espejo mural. ¿Cuánto tiempo conservaría aún aquella cintura tan delgada, aquellas caderas rollizas, aquellas piernas sin un asomo de celulitis? El dinero, en todo caso, podía ayudarla a luchar contra los estragos de la edad… El baño estaba preparado. Elisabeth vertió en él las sales y el agua adquirió una tonalidad azul.
Estaba secándose cuando llamaron a la puerta de su habitación. No tenía albornoz, y la toalla no bastaba para cubrir su desnudez. Elisabeth cogió su vestido de color azul claro y se lo puso apresuradamente. Echó una ojeada a su bolso de viaje, colocado sobre el borde de cristal del lavabo, prefirió dejarlo allí y cruzó la habitación.
—¿Quién es? —susurró.
—¡Stev!
Elisabeth vaciló unos segundos, se decidió a abrir. Stev, embutido en una bata a rayas verticales grises y rojas, como un chaleco de mayordomo inglés, entró en la habitación.
—Hubiera podido esperar a mañana para oír su informe —dijo—, pero quería ver el color de su deshabillé.
Elisabeth no se molestó en contestar.
Stev se instaló en la única butaca y la observó con aire divertido.
Con voz fría, la joven contó lo que había sucedido durante y después de la conferencia.
—Habrá que apartar a ese Baranger d’Aulnoy —comentó Stev.
—D’Estroy —rectificó Elisabeth.
—Como usted quiera… En conclusión, todo ha ido bien, ¿no es eso?
—Sí.
Elisabeth se sentó en el borde de su cama, encendió un cigarrillo y cruzó las piernas. La mirada de Stev se pegó a ellas desvergonzadamente, con una expresión admirada.
—¿Formaba usted sociedad con Canurien? —inquirió.
—No, la clínica era exclusivamente suya.
—¿Tenía familia?
—Un primo lejano que vive en Australia.
Stev se puso en pie y fue a sentarse al lado de la joven.
—Tal vez podríamos inventar un documento oficial de sucesión, ¿no? —dijo, posando una mano sobre la rodilla de Elisabeth.
La joven se sobresaltó ligeramente, pero soportó el contacto. Stev continuó:
—Tenemos expertos en falsificaciones muy hábiles. Para ellos, imitar una escritura es un juego de niños.
«Quiere deslumbrarme», pensó Elisabeth.
—Antes de pasar al Este —ya que ésta será la versión oficial de su desaparición— hubiera podido hacerle donación de su clínica.
—Sabe usted perfectamente que no soy más que una anestesista.
—Puedo facilitarle un joven cirujano sin fortuna que se sentirá feliz con la suerte que le caerá encima… —sugirió Stev, cuyas maniobras se habían hecho más osadas.
Desde luego, no creía nada de lo que decía.
Por su parte, Elisabeth fingió creer en su proposición. «No soy tan tonta», pensó. Pero la idea, insidiosa, se insinuó en su cerebro y terminó por decirse: «¿Por qué no?».
Lo único que tenía que hacer era mostrarse «amable» con Stev. Y… ¡quién sabe!
CAPÍTULO III
Cuando TTX se despertó por tercera vez, el gorila de pómulos salientes no estaba ya a la cabecera de su cama. En su lugar, de pie junto al blanco lecho, había un hombre calvo de cráneo puntiagudo que llevaba unas gafas sin montura.
El hombre, que llevaba una bata blanca, hundió una aguja en el muslo de TTX y adaptó a ella una ampolla, apretándola.
—¿Quién es usted? —inquirió el norteamericano, con voz pastosa.
El hombre no respondió y salió de la habitación.
TTX se movió, y todo el brazo derecho le dolió. Continuaba atado a la cama por el par de esposas.
La inyección empezó a actuar y TTX notó que iba a dormirse de nuevo.
No tenía la menor idea de la hora que era, imaginando, en todo caso, que la oscuridad se eternizaba.
En lo cual se equivocaba.
Fuera, era de día, pero la habitación en la cual se encontraba no tenía ventana.
Imaginó asimismo que el hombre que acababa de pincharle era un enfermero cualquiera.
En realidad, se trataba del doctor Theodore Muhlenrich.
Theodore Muhlenrich era un viejo amigo de Stev. De padre luxemburgués y madre lituana, había hecho sus estudios en París, ya que Luxemburgo no cuenta con ninguna Universidad nacional. Poseía, también él, una clínica de cirugía general en el barrio de Rollingergrund. Era un comunista convencido que no ocultaba sus opiniones.
Stev le había puesto en contacto con Maleskine —la entrevista se había desarrollado en Bruselas— ocho años antes, y Muhlenrich trabajaba de cuando en cuando para los rusos. No se trataba, a decir verdad, de una información muy activa, sino de las noticias ocasionales que podía recoger sobre el Euratom, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero o el Mercado Común. Sin embargo, Stev podía confiar ciegamente en él.
Cuando Stev le había comunicado que tendría que ocultar un «cliente» en su clínica, Theodore Muhlenrich había rezongado un poco. No se trataba ya de unos informes abstractos que enviar a París al agregado Maleskine, sino de algo muy concreto.
—Es que… la Seguridad conoce mis opiniones.
Stev había logrado convencerle.
—Adoptaremos el máximo de precauciones y en ningún caso podrás ser molestado. Necesito tu clínica, Theo, y tienes que ayudarme. Te lo pido, no sólo en nombre de nuestro ideal, sino también en nombre de nuestra amistad…
Las paredes del despacho de Theodore Muhlenrich, en su clínica de Rollingergrund, estaban enteramente cubiertas, casi marco contra marco, de cuadros de un estilo determinado: pintura ingenua. Le gustaba aquella escuela pictórica, surgida del pueblo, y se proponía escribir un grueso volumen sobre el tema para un editor suizo.
Marguerite, su secretaria particular, introdujo a Stev en la estancia, cuyo suelo olía a cera.
Los dos hombres se estrecharon la mano.
—Mi querido Theo —dijo el jefe de la red de «pasadores»—, dentro de un par de horas cogerás tu automóvil y te irás a dar una vuelta por ahí… Trèves o Namur, por ejemplo. Dormirás allí y mañana regresarás a Luxemburgo.
Muhlenrich asumió súbitamente un aire tan ingenuo como el de sus cuadros al ladear ligeramente la cabeza para mirar a su amigo.
—¿Por qué quieres que cruce una frontera? —inquirió.
—Porque de ese modo no estarás en tu clínica, de un modo muy oficial y controlable. Es en beneficio tuyo, ¿comprendes? Si sucediera algo, tendrías una excelente coartada.
El cirujano luxemburgués se pasó lentamente una mano por la calva.
—Explícate con más claridad.
—Theo, esta noche voy a necesitar tu quirófano.
El cielo era uniformemente gris —de un gris plomizo— sobre la capital del Gran Ducado. Daba la impresión de que no tardaría en nevar.
Unos grupos de chiquillos correteaban por las calles. Cada uno de ellos llevaba en la mano una rama en forma de bastón, cuya corteza había sido recortada en espiral. Los chiquillos entraban en las tiendas, cantaban el estribillo de una antigua canción germana y los comerciantes les entregaban un poco de dinero.
Elisabeth Marcus, que había bajado para renovar su provisión de cigarrillos, volvió a subir al segundo piso del Continental y encontró a Jeffries Thorps en su habitación llena de humo. Le entregó el cartón de Stuyvesant que el joven físico reclamaba con insistencia.
—Me aburro… —murmuró Thorps.
No se había molestado en vestirse ni en afeitarse y, envuelto en una bata corta que parecía el albornoz de un boxeador, estaba hundido en un sillón.
—Todo esto no es más que baja política —gruñó, con aire de disgusto—. Lo contrario de lo que yo había imaginado.
Encendió un cigarrillo.
—Siempre me están vigilando. Cuando no es Stev, es usted.
—Sabe perfectamente que yo no le vigilo. Estoy aquí para cuidar del teléfono.
—Siempre estoy encerrado… ¡Tengo ganas de moverme!
—Sólo es cuestión de horas.
—¡Hace muchos días que me dicen eso!
Elisabeth pensó:
«Si cambia de idea, es preferible que esté de su parte».
Y, en voz alta, dijo:
—Tampoco yo soy una profesional de esta clase de asuntos, Jeffries. Soy una víctima de las circunstancias, y trato de salir lo mejor librada posible. ¿Quiere usted que hable con Stev?
—Sería inútil.
Thorps, que desconfiaba de Elisabeth, hizo rápidamente marcha atrás:
—No vaya a creer que no quiero… pasar al otro lado. Mis convicciones son más firmes que nunca. Es mi objetivo. Pero, le repito que lamento este aspecto de baja política de la situación.
—¿Quiere usted jugar a cartas? He comprado una baraja…
Thorps se encogió de hombros.
—¡Las cartas…!
Sonó el teléfono. Elisabeth fue a descolgar el receptor. Era Baranger d’Estroy.
—Lo siento, señor profesor, pero no puedo pasarle la comunicación… Está durmiendo… Sí, acabo de ponerle una inyección… Sufría mucho. Me ha encargado que le salude de su parte… Si su estado de salud mejora, confía en participar en las tareas del congreso a partir de mañana.
El jefe de la antena CIA en Luxemburgo se llamaba Oliver Nicholas Newman. Tenía una excelente cobertura: ingeniero de la fábrica Goodyear, de Colmar-Berg.
Era un hombre de cuarenta y cinco años, enérgico y meticuloso, que dirigía con eficacia los siete agentes a sus órdenes, aparte de los «auxiliares locales».
En el curso del día, envió a París, a la dirección de Harold, el mensaje siguiente:
Medidas de vigilancia reforzadas en el aeródromo de Luxemburgo, así como en las fronteras belga y alemana.
No tenemos la menor idea del lugar donde pueden encontrarse Thorps y, eventualmente, si está aquí, nuestro hombre TTX 75.
CAPÍTULO IV
Stev entró en la habitación donde reposaba TTX. «Reposaba» no era el vocablo exacto. TTX se agitaba, más bien. Sus muñecas, ahora, estaban atadas a la cama por dos pares de esposas.
—¡Me ha dado un puntapié! —explicó Fedor, frotándose la barbilla—. Me he visto obligado a…
—¡Basta! —cortó secamente Stev—. Espérame en el pasillo.
Las mantas y las sábanas estaban revueltas, en el suelo. El agente U. S., con el torso desnudo, en calzoncillos, las piernas libres. Era fácil imaginar la escena. Había tratado de atontar a Fedor con sus miembros inferiores. Pero Fedor, bien entrenado físicamente, había conseguido mantenerle en la cama, a costa de un segundo par de esposas.
Stev permaneció a una respetuosa distancia de TTX.
—Me llamo Stev —dijo.
—¡Me importa un bledo!
—Vamos, vamos, mi querido colega…
—Si se acerca usted, le hundo el pie en el estómago…
—Procuraré no hacerlo —sonrió Stev.
—¿Cuánto tiempo hace que estoy clavado aquí?
Stev calculó.
—Unas dieciocho horas.
—Tal vez sea poco para un enfermo, pero para un hombre sano es demasiado.
«No durará mucho más», pensó Stev.
—No durará mucho más, sin duda —dijo TTX.
Stev cogió una silla, la situó a tres metros de la cama y se sentó.
—Mi querido colega, ¿hace mucho que vive usted en París? —inquirió.
—Bastante —respondió TTX.
—Habla muy bien el francés.
—También usted.
—He nacido en Francia.
—Yo también —replicó TTX.
Los dos agentes se contemplaron con el mismo brillo divertido en los ojos. No eran del mismo bando, podían matarse mutuamente en el minuto siguiente, pero se comprendían, hablaban el mismo idioma y, finalmente, se apreciaban.
—¿Puede darme un cigarrillo? —preguntó TTX.
—¡Desde luego! —respondió Stev.
Llamó a Fedor.
—¡Los pies! —intimó Stev.
Fedor sacó otros dos pares de esposas de sus bolsillos.
TTX silbó entre dientes, se dirigió a Stev.
—Si se queda sin trabajo, su amigo podrá establecerse como proveedor de la Policía Judicial…
Fedor miró torvamente al norteamericano y luego se dedicó a atarle los tobillos a los barrotes de la cama. TTX se resignó. No podía hacer nada. Se encontró tendido sobre la cama, con los brazos y las piernas separadas, como un condenado al suplicio de la Edad Media.
—¡Déjale una mano libre! —ordenó Stev.
Fedor obedeció. TTX pudo hacer lo que quiso, es decir, no gran cosa, con su mano izquierda.
—Gracias, Fedor —dijo Stev.
Fedor salió de nuevo al pasillo.
—Sólo tengo esto —dijo Stev, mostrando un paquete de Gauloises.
—¿No tiene cigarrillos mentolados?
—No.
—¡Qué le vamos a hacer!
Stev encendió el Gauloise con la llama de su encendedor y se lo tendió a TTX con la punta de los dedos. TTX lo cogió y dio un par de ávidas chupadas.
—¡No está mal la pequeña Elisabeth! —dijo Stev, sin mirar a TTX.
—Muy apetitosa —convino el norteamericano.
—¿Qué es lo que le ha contado?
—¡Todo! —respondió TTX.
Era el principio mismo de la baladronada, destinada a conseguir que el adversario revele algo más de lo que uno sabe.
Pero Stev, zorro viejo, no cayó en la trampa.
—Ella no sabe gran cosa —dijo.
TTX se calló deliberadamente. En casos semejantes, es preferible esperar que el otro hable. Precisemos: que hable más de la cuenta.
Pero Stev pensaba exactamente lo mismo y guardaba silencio. Un silencio que amenazaba con convertirse en eterno. Se observaban sin decir nada.
TTX fue el primero en hablar.
—Sé que Canurien está muerto. Desde luego, no tengo pruebas.
El verdadero problema de Stev consistía en averiguar si Elisabeth Marcus había hablado de la operación de Canurien dándole su propio aspecto a Thorps; la joven le había jurado que no había dicho nada, en el avión. Y, en el caso de que ella hubiera hablado del asunto, si TTX había transmitido la información a sus jefes.
—De todos modos, tengo la impresión de que esa joven ha ido muy lejos en el camino de las confidencias —dejó caer Stev.
TTX se sumió en un prolongado mutismo.
Fumaba su Gauloise, beatíficamente, dejando caer la ceniza al suelo.
Stev examinó a su adversario. Un rostro de rasgos afilados, todavía joven, de aventurero, con unos finos músculos que se movían bajo la piel. Un cuerpo de felino que sólo esperaba distenderse, luchar. Y probablemente también, materia gris.
—Tengo la impresión de que lo sabe usted todo, en efecto —continuó Stev—. O casi todo…
Otro silencio.
—Ignoro cuál es ahora el aspecto físico de Thorps —dijo finalmente TTX—, y sé que la cirugía estética realiza verdaderos milagros. Pero, sea cual sea, he advertido a mi servicio y hay docenas —por no decir centenares— de agentes norteamericanos entregados a la tarea de localizarle en la Europa Occidental. Apostaría cualquier cosa a que Thorps no ha cruzado aún la frontera entre el Oeste y el Este… y me pregunto si va a conseguirlo.
«¿Verdad o mentira? —se dijo Stev—. Se hace el tonto. Especula con la mentira para saber la verdad. Está enterado y quiere despistarme…».
Stev no podía permitirse, ahora, un error. Tenía a su espalda un jefe implacable que desconfiaba de él, de sus ideas. Un tal Igor Maleskine. Pero confiaba en su estrella, en su genio. Y también en su inspiración, en su rapidez de ejecución. Decidió atenerse al plan inicial, revisado y corregido, mejorado la noche anterior. París debía de haber advertido ya a Moscú.
—Tengo hambre —dijo TTX.
—Es preferible que no coma.
El cónsul era un hombre distinguido, originario de Arkangel, delgado, vestido con un elegante traje cruzado de color gris. Sus rasgos sólo se movían para sonreír, y su sonrisa era siempre cortés.
Alertado por Moscú, había citado discretamente al cirujano soviético en su despacho alfombrado, provisto de un amplio hogar donde ardían unos leños.
El hombre que tenía delante de él, más sorprendido que intimidado por aquella inesperada convocatoria, era joven y guapo. Se llamaba Alexis Kossouniev y figuraba entre los mejores especialistas internacionales en quemaduras del rostro. En especial, le había salvado la cara a uno de los miembros del Presidium, víctima de un accidente en la autopista de Leningrado. Además, sus observaciones eran leídas en el mundo entero.
El interfono crepitó.
El cónsul pulsó un botón sobre la encerada superficie de su escritorio. Una voz de mujer, deformada por el micrófono, pronunció unas palabras.
—Hágale pasar —dijo el cónsul.
El cónsul se puso en pie y fue a abrir la puerta de su despacho.
Stev entró.
El cónsul efectuó las presentaciones, limitándose a llamar «Stev» al recién llegado, pero citando abundantemente los títulos del primero. En su fuero íntimo, se sentía más cerca del médico que del agente. Una leve mueca de circunspección distendía su boca de labios delgados y pálidos.
—Les dejo a ustedes —anunció, volviéndose hacia Alexis Kussouniev—. Hace un par de horas he recibido un explícito cable de Moscú. El cable le ruega, camarada Kossouniev, que conceda toda su confianza y toda su ayuda a… «Stev». Orden superior…
Dio media vuelta y abandonó su despacho. La puerta volvió a cerrarse detrás de él.
—Soy ruso, comunista y agente operativo sobre un territorio adversario —empezó Stev en tono neutro y fatalista—. Necesito su colaboración inmediata y leal.
Stev miró fijamente a Kossouniev. El joven cirujano le producía la misma impresión que el agente norteamericano con el que acababa de «entrevistarse» en la clínica de su amigo Muhlenrich. Eran dos hombres del Norte, altos, atléticos, con un terrible aspecto exterior de salud, deportivos, de cabellos claros.
—Yo también soy médico —añadió el «pasador».
La mirada azul de Kossouniev viajó de las manos blancas y manicuradas de Stev hasta su rostro que una doble barbilla precoz hacía aún más obeso.
—Ejerzo en París. Mi padre era armenio.
Para que el cirujano soviético colaborara sin ninguna reserva mental, Stev debía contárselo todo.
Empezó por dibujar el retrato de Thorps, insistiendo en el hecho de que el joven sabio U. S. quería pasar al Este voluntariamente. Cuando habló de sus observaciones personales a propósito de los cirujanos estéticos, «escultores sobre materia viviente que tienden a modelar los pacientes a imagen suya», Kossouniev exclamó, ante lo exacto de la afirmación:
—¡Es cierto! Y a veces de un modo inconsciente por parte del cirujano…
Se había ganado a Stev, el cual continuó el relato detallado de los acontecimientos, omitiendo únicamente mencionar que Canurien había sido asesinado.
—Le hemos proporcionado otra identidad, un pasaporte para América del Sur y mucho dinero.
Aquello bastó para ahogar los posibles escrúpulos del cirujano ruso.
—Supongo que ha comprendido usted el plan —concluyó Stev—. Thorps pasa al otro lado bajo los rasgos de Canurien y con el pasaporte legal del cirujano francés. Pero, para que mi plan resulte perfecto, sin fisuras, necesito de nuevo la cirugía estética…
En cada ruso —como en cada inglés, por otra parte—, desde el estudiante al hombre de negocios, pasando por el más inofensivo de los turistas, hay un espía en potencia. Es algo inherente al genio nacional de esos dos grandes pueblos.
Kossouniev aceptó.
CAPÍTULO V
—Ha aceptado, a condición de que logre convencer a uno de sus colegas soviéticos que asiste también al congreso. Quiere que le ayude a operar.
—Es lógico —dijo Elisabeth—. Sobre todo si su amigo Theodore está ausente.
Se encontraban en la habitación de Thorps. Éste, en el cuarto de baño, se afeitaba.
—¿Llamadas telefónicas? —inquirió Stev.
—Cuatro.
—¿Asistentes al congreso?
—Sí, desde luego. Les he dicho a todos que acababa de ponerle una inyección y que estaba durmiendo.
—Perfecto.
Stev consultó su reloj de pulsera.
—Vamos para allá, pequeña.
Elisabeth cogió su bolso de viaje, un maletín médico, se puso el abrigo, se cubrió la cabeza con un pañuelo y salió.
Stev tenía que quedarse para vigilar a Thorps. Vio una baraja sobre la mesilla de noche, se instaló en la cama y empezó un solitario.
TTX oyó un rumor de pasos en el corredor y cerró los ojos.
Fedor y Serge entraron en el cuarto. Uno de ellos empujaba una camilla de ruedas.
—Vamos.
Los dos hombres se expresaban en ruso, ignorando que el norteamericano comprendía y hablaba perfectamente su idioma.
TTX les observaba por una leve rendija entre sus párpados, a través de sus pestañas.
Serge quitó las esposas de su pie derecho, luego la esposa que unía el pie izquierdo de TTX a la cama. Con un rápido movimiento, encerró el tobillo derecho en la pinza que acababa de retirar del barrote de hierro.
«¡M…! —pensó TTX—. ¡Desconfían demasiado!».
Fedor, por su parte, quitó las esposas de la mano derecha de TTX. Luego las de la mano izquierda.
TTX tenía los pies sujetos, pero las dos manos libres. Abrió súbitamente los ojos y se lanzó contra Fedor, de cabeza. Fedor le paró con el estómago y cayó al suelo, doblado por la mitad.
Serge saltó sobre TTX, el cual rodó sobre sí mismo. Serge saltó de nuevo. TTX le plantó los dos pies en el pecho y le despidió contra una de las paredes.
Era una lucha desesperada, inútil, TTX lo sabía perfectamente. Pero no le gustaba que le manejaran. Además, presentía la inminencia de un duro golpe. ¿Por qué venían a buscarle con una camilla de ruedas?
Fedor y Serge, muy bien entrenados para luchar sin armas, no tardaron en reducir a TTX a la impotencia y en atarlo a la mesa rodante.
Abandonaron la habitación donde TTX había permanecido inmóvil por espacio de tantas horas. Fedor y Serge dirigieron la camilla hacia un gran ascensor, suficientemente ancho para dejar pasar a un hombre tendido cuan largo era.
El ascensor descendió. Sus puertas volvieron a abrirse. Recorrieron un largo pasillo. Fedor, que iba en cabeza, abrió una doble puerta.
TTX abrió mucho los ojos.
¡Era una sala de operaciones!
Una mueca dolorosa deformó los rasgos del norteamericano. ¿Qué se proponían hacer?
Tres personas en bata blanca, enguantadas y con las mascarillas puestas.
Dos hombres desconocidos…
… Y Elisabeth Marcus.
Los dos guardaespaldas y los dos médicos no tuvieron ninguna dificultad para trasladar a TTX desde la camilla a la mesa de operaciones, donde Jasper volvió a encontrarse bajo la siniestra iluminación del scialítico, con las muñecas sujetas a la mesa por dos brazaletes metálicos. Reforzaron las ataduras de los pies con dos pares de esposas.
Kossouniev se inclinó sobre el rostro de TTX y lo escrutó largamente.
El agente norteamericano pensó:
«No debo perder los estribos».
El cirujano que le miraba tenía unos ojos claros y suaves.
El material de la anestesista estaba colocado detrás de su cabeza: la botella de oxígeno, el gota-a-gota, el aparato de transfusión y el electrocardiógrafo.
TTX buscó con la mirada a Elisabeth, pero ella le rehuyó. Una idea fija invadió su mente:
«¿Está conmigo, o contra mí?».
Fedor y Serge no se habían movido.
—Pueden ustedes marcharse —les dijo Elisabeth—. Vuelvan aquí a las dos de la mañana, tal como se ha convenido.
Los dos hombres asintieron en silencio y salieron del quirófano.
Elisabeth colocó sobre el desnudo pecho de TTX las pequeñas ventosas unidas por unos hilos al electrocardiógrafo. El rodillo se puso en marcha, arrastrando el gráfico que señalaba el estado del corazón del «paciente».
—¡Pentotal! —ordenó Kossouniev.
TTX notó que tenía un pronunciado acento ruso.
—¡Un momento! —dijo Elisabeth.
Consultó el electrocardiograma.
—Imposible, ahora.
TTX sintió aletear una leve esperanza, pero permaneció completamente inmóvil.
—¿Qué sucede? —inquirió Kossouniev.
—El corazón —respondió Elisabeth—. No puedo asumir esta responsabilidad. Hay que suministrarle un tónico cardiaco.
El cirujano soviético hizo un gesto de impaciencia y salió del quirófano, con la intención de fumar un cigarrillo. Su colega le siguió, quitándose la mascarilla.
—¡Me ha dado tres millones! —susurró Elisabeth.
—Mi servicio le dará seis. ¡Explíqueme rápidamente qué estoy haciendo aquí, y desáteme!
Elisabeth se balanceó un momento sobre un pie antes de maniobrar en la abertura del primer brazalete, echando una rápida ojeada a la puerta por la cual habían salido los dos cirujanos.
—¡Quieren cambiarle la cara por la de Thorps! —murmuró.
—¿Qué?
Elisabeth, mientras le soltaba los tobillos, continuó explicando el diabólico plan de Stev.
Una operación elemental, ya que encontrarían su cadáver en el escenario de un accidente, previamente preparado, con la cabeza medio arrancada. La otra mitad bastaría para la identificación. Mucho más por cuanto TTX llevaría las ropas y los documentos de Thorps. Los servicios occidentales archivarían definitivamente el caso Thorps. Y en el supuesto de que sospecharan que eran víctimas de alguna superchería, durante cierto tiempo se moverían a oscuras… Tiempo que aprovecharía el falso Canurien, es decir, el verdadero Thorps, para pasar fácilmente al otro lado del telón de acero.
—¡Maquiavélico! —suspiró TTX.
—¿Qué va usted a hacer? —preguntó Elisabeth.
—¡Cúbrame con una sábana! —respondió TTX.
La joven obedeció. De este modo, no podía apreciarse que TTX, debajo, tenía los miembros libres.
—¿Son dos médicos rusos del congreso?
Elisabeth movió afirmativamente la cabeza.
—¿Puede decirme qué personal hay en la clínica en estos momentos?
—Únicamente dos enfermeras de guardia. El director está en Bélgica y no hay internos.
—¿Y los dos gorilas?
—Tienen que venir a buscarle después de la operación. La operación ha de tener una segunda parte —ignoro en qué consiste—, y deben trasladarle a París en una ambulancia. Stev y Thorps saldrán también esta misma noche.
«¡Muy inteligente! —pensó TTX—. Las fronteras hacia el Este están vigiladas ahora por los hombres de la CIA. Pero no hacia el Oeste. El falso Canurien no corre ningún peligro pasando a Francia».
También era muy astuta la operación que consistía en dar al cadáver de TTX el aspecto de Thorps. Con ello mataban dos pájaros de un tiro. Sorprendían a los servicios occidentales, y se libraban del agente adversario que estaba más cerca de la verdad… ¡Y más cerca de Thorps, en consecuencia!
—Dígales que pueden entrar —murmuró TTX.
Elisabeth estaba muy pálida.
—Va usted a…
—En caso necesario, me ayudará usted, pero creo que lo conseguiré por mí mismo.
La joven se dirigió hacia la puerta con paso inseguro. TTX la oyó llamar a los cirujanos, los cuales volvieron a entrar en el quirófano.
—Le he administrado el pentotal —dijo Elisabeth—. Podemos empezar.
TTX esperó a que los dos hombres rodearan la mesa.
Sus brazos se distendieron bruscamente. Atrapó a los dos hombres por la bata, y cerró los brazos, proyectando los dos cráneos uno contra otro. La sorpresa, más que el choque, les hizo vacilar, TTX saltó rápidamente de la mesa de operaciones y se precipitó sobre el que parecía haber acusado menos el golpe.
No era ya la lucha precedente. En primer lugar, TTX gozaba de una absoluta libertad de movimientos. Además, no se enfrentaba con dos expertos en la lucha cuerpo a cuerpo, sino con dos «burgueses», si es que puede aplicarse este adjetivo a dos ciudadanos soviéticos.
TTX acabó rápidamente con el primero. El filo de su mano derecha alcanzó la nuca del médico, el cual se desplomó por más de la cuenta.
Pero Kossouniev era más duro. Se había incorporado. De un puntapié, TTX proyectó la botella de oxígeno contra sus piernas. El ruso tropezó. TTX saltó sobre él y le agarró por el cuello.
Kossouniev se debatió, consiguió soltarse y golpeó a TTX en la barbilla. Ahora fue el agente norteamericano el que vaciló.
Elisabeth, impotente, con los brazos colgando a lo largo del cuerpo, incapaz de hacer un gesto, asistía al combate que destrozaba el quirófano del doctor Muhlenrich.
Para terminar, TTX colocó un atemi en el rostro de Kossouniev, el cual se derrumbó a su vez sin sentido.
El agente U. S. recobraba el aliento. La cosa no había resultado tan fácil.
—Píncheles —le dijo a Elisabeth, señalando los dos cuerpos tendidos en el suelo—. Cargue la dosis, de modo que duerman por lo menos un par de días…
Elisabeth obedeció con mano temblorosa.
—¿Cuál es el lugar de una clínica que nadie visita nunca? —inquirió TTX.
—No lo sé… La bodega…, el desván…
—¿Sabe dónde se encuentra la bodega?
—No creo que haga falta ser brujo para localizarla.
—Vaya a ver. Yo me quedaré aquí.
Elisabeth salió del quirófano. TTX despojó a Kossouniev de su bata blanca y se la puso.
Cuando regresó Elisabeth, Jasper le pidió todo el esparadrapo que pudiera encontrar.
La joven abrió un armario metálico blanco y le tendió dos rollos nuevos. TTX amordazó concienzudamente a los dos médicos rusos. A continuación les colocó unas esposas en las muñecas y en los tobillos. Cargándose al hombro el cuerpo de Kossouniev, dijo:
—Indíqueme el camino.
Diez minutos más tarde, los dos cirujanos dormidos se encontraban en la bodega de la clínica, en un rincón polvoriento y lleno de telarañas que tardaría en recibir una visita.
—¡Pongámonos a salvo! —suplicó Elisabeth.
Un temblor nervioso agitaba todo su cuerpo.
—¡Ni pensarlo!
—¿Cómo? ¿Quiere usted quedarse? —se asombró la joven, sin comprender nada.
—¡Véndame!
CAPÍTULO VI
—Entre el final de la operación que debían practicarme y la llegada de los gorilas… A propósito, ¿cómo se llaman?
—Serge y Fedor.
—¿Cuánto tiempo ha de transcurrir? —preguntó TTX.
—Un poco más de una hora. Es una medida de prudencia para el operado.
—¿Dónde tenía que esperar su llegada?
—En una habitación de la clínica, desde luego.
—¿Sabe usted en cuál?
—Sí.
—Estupendo. Va usted a vendarme el rostro como a un paciente que sale de la mesa de operaciones y a conducirme a esa habitación.
Ella comprendió súbitamente y exclamó, más asustada que nunca:
—¡No hablará usted en serio, Jasper!
—¡Haga lo que le digo! —replicó secamente TTX.
Lamentó su brusquedad. En el fondo, Elisabeth era una chica valiente, y le había salvado de la muerte. Acercándose a ella depositó un beso casto y cariñoso sobre su frente.
Elisabeth hizo un gesto de cansancio que traducía su confusión.
—Bueno —dijo, con un hilo de voz—. Haré lo que usted quiera.
La ambulancia era también un DS.
Con Fedor al volante, penetró en el patio de la clínica Muhlenrich. El conductor cortó el contacto y apagó los faros. Serge consultó su reloj de pulsera de esfera luminosa.
—Es la hora —dijo.
—¿Qué hacemos?
—Esperar.
—¿Continuamos?
—De acuerdo, pero nos instalaremos detrás. Estaremos mejor.
Los dos hombres pasaron a la parte posterior de la ambulancia. La camilla constituía una buena pista. Fedor encendió la luz del techo y lanzó los dados sobre la manta.
—¿Cómo andamos de cuentas? —dijo.
—Me debes trescientos francos.
Elisabeth había vendado la cabeza de TTX tal como él le había pedido. Una rendija de un par de milímetros, a la altura de los ojos, le permitía ver. El mayor inconveniente era el terrible calor que agobiaba su rostro bajo aquella máscara de gasa.
—No olvide que está usted profundamente dormido y por espacio de una docena de horas. El propio Stev me recomendó que forzara la dosis después de la operación.
TTX sacudió la cabeza.
Casi inmediatamente se oyó un ruido de pasos en el corredor.
Stev hizo su aparición, escoltado por Fedor y por Serge.
—¿Y bien?
—La operación ha sido un éxito —dijo Elisabeth.
—¿Dónde están Kossouniev y su compañero?
—Se han marchado. No tenían nada que hacer aquí. Estoy sola.
—¿Y las dos enfermeras de guardia?
—No las he visto en ningún momento.
—Mejor. ¿Y él?
Señalaba al «operado».
—El pulso late normalmente.
—¿Soportará el traslado?
—Creo que sí.
—Bueno, no perdamos tiempo…
—¿Viene usted con nosotros?
—No —dijo Stev—. Thorps, Youri y yo iremos en el DS.
Le tiró una bata blanca a Serge.
—Ponte eso. Irás detrás con él. Elisabeth delante, al lado de Fedor. ¿Tenéis la tarjeta gris y el seguro internacional?
Fedor movió afirmativamente la cabeza.
Los dos hombres de confianza de Stev cogieron a TTX, uno por los sobacos y otro por las piernas, y le depositaron sobre una camilla con ruedas. Le transportaron así hasta la ambulancia y le instalaron, con muchas precauciones, sobre la camilla interior. Serge se sentó a su lado.
El DS 21 estaba también allí, con Youri al volante y Thorps sentado atrás, fumando un cigarrillo.
—Vosotros delante —dijo Stev.
Los dos vehículos salieron lentamente de la clínica del doctor Muhlenrich. La noche era oscura y fría.
Luxemburgo dormía en paz.
El convoy cruzó el barrio italiano, pero la oscuridad impedía ver las casas multicolores, aquel trozo de Mediterráneo en una ciudad del Norte.
TTX, condenado a la inmovilidad, se esforzaba en pensar en el Polo Norte, en la Siberia, en Groenlandia… Su rostro, bajo las vendas, era un océano de sudor. Un sudor que le escocía en los ojos y chorreaba hacia su cuello.
A su lado, Serge dormitaba.
Fedor aminoró la marcha a la vista del puesto fronterizo. Las luces, demasiado crudas, salpicaban el asfalto y proyectaban las sombras tristes de un paisaje de chimeneas de fábricas.
La ambulancia se detuvo a la altura de un aduanero que saludó levantando la mano hasta su gorro caqui.
El corazón de Elisabeth latía locamente en su pecho.
Fedor había bajado el cristal de su portezuela, y el aduanero se inclinó a mirar.
—Transportamos un herido grave —dijo la joven anestesista—. Un caso urgente. ¿Quiere usted ver nuestros pasaportes?
—Sólo los documentos del vehículo.
El aduanero tenía un leve acento germano en su francés.
Fedor le entregó los papeles sin pronunciar una sola palabra. El aduanero echó una breve ojeada a la tarjeta gris y a la hoja verde del seguro, se llevó de nuevo la mano al gorro e hizo seña a la ambulancia de que podía pasar.
—Deme su cigarrillo —dijo Elisabeth, dirigiéndose a Fedor, mientras se levantaba la barrera.
El aduanero francés tenía un acento corso y debía dormir durante el día. Por la noche, estaba excepcionalmente despejado.
Dio la vuelta al DS 21, acariciándose la barbilla, con un aire muy suspicaz.
—Aquí están nuestros pasaportes —dijo Stev.
—En seguida, en seguida…
Dio otra vuelta alrededor del vehículo, golpeó con el pie uno de los neumáticos y se inclinó ligeramente para tocar la aleta con la mano.
—¡Cree que somos contrabandistas de drogas! —dijo Thorps.
—¡Cállese! —susurró Stev, nervioso.
—Los pasaportes, por favor —reclamó el aduanero.
Cuando vio, dos veces seguidas, la palabra «médico» en el apartado «Profesión», cambió súbitamente de actitud.
—Acaba de pasar una ambulancia… ¿La acompañan ustedes?
—¡Desde luego! —respondió secamente Stev—. Tenemos que llegar a París antes que ellos.
—Discúlpeme, no lo sabía —dijo el aduanero—. Pueden pasar… Buen viaje, doctor.
El DS arrancó.
—¡Uf! —suspiró Stev.
—¿Qué es lo que teme usted? —preguntó Thorps.
—Con las fronteras, nunca se sabe…
Un centenar de quilómetros más lejos, los faros del DS 21 descubrieron, a unos ciento cincuenta metros de distancia, unas luces rojas desesperadamente inmóviles, sobre la cuneta. Stev frunció los ojos e inclinó el cuello por encima del asiento delantero. La imagen se concretó: la de un automóvil que se había estrellado contra un árbol.
Youri frenó.
Era un DS.
—¡Vaya tortazo! —exclamó Youri.
Se encontraban ahora a unos veinte metros del lugar del accidente que, con toda evidencia, acababa de producirse.
Era un DS, pero no una ambulancia. La parte delantera había estallado. La carrocería estaba convertida en un acordeón. Una silueta parecía dormir sobre el volante.
Youri se había vuelto hacia su jefe.
—¡Aprisa! —ordenó Stev.
El trayecto fue un suplicio mortalmente largo para TTX.
Al amanecer llegaron a París.
CAPÍTULO VII
Una densa niebla envolvía París, sumiendo a la ciudad en una semipenumbra grisácea. Como si el día no se decidiera a levantarse.
Fedor se encontraba en el pasillo de la clínica Barratjanian, cerca de la puerta de la habitación, instalado en una silla.
En una ventana del último piso, que dominaba el jardín y sus senderos de grava, Youri podía ver a Serge como entre dos nubes. Youri, abajo, fumaba un cigarrillo y paseaba de un lado para otro.
Stev explicó finalmente a Elisabeth Marcus la última parte práctica de su plan.
—Dentro de quince días, en alguna parte de la región parisiense, la policía tendrá noticia de un accidente y descubrirá un cadáver desfigurado. Para la policía francesa, aquel hombre será Jeffries Thorps, joven físico norteamericano desaparecido en Inglaterra poco tiempo antes. En realidad, el cadáver en cuestión será el del norteamericano.
—Lo sé —dijo Elisabeth, tratando de reprimir el temblor de su voz—. Llevará las ropas, los documentos y el rostro —¡al menos lo que quede de él!— de Thorps. Pero ¿por qué otra intervención?
Stev se dio un golpecito en la cabeza, como diciendo: «¡Todo está aquí dentro!».
—Soy un hombre minucioso —dijo—. Un artista, un refinado. Me gusta la perfección en el trabajo, y también…
Se acercó a Elisabeth y acarició su brazo.
—… En las mujeres.
—¡Stev, por favor!
La sonrisa se apagó en los labios del agente soviético. Únicamente sus ojos conservaron un brillo malicioso al mirar a la joven anestesista.
—El norteamericano —dijo, con voz fría y monótona— no tendrá únicamente las ropas, los documentos y el rostro de Thorps…, sino también sus huellas dactilares.
Elisabeth enarcó las cejas.
—¿Las huellas dactilares? —repitió.
Stev sacudió la cabeza.
—Ya le he dicho que soy un artista, pequeña.
—¡Las huellas dactilares! —exclamó maquinalmente Elisabeth—. Es imposible…
—No. Vamos a injertárselas.
—En los injertos de esa clase, la piel actúa como cicatrizante —pensó Elisabeth en voz alta—, permitiendo que debajo de ella se forme la piel nueva… ¿No?
—En la totalidad de los casos, sí, excepto en la intervención que voy a practicar. Por otra parte, seré un simple ejecutante. El procedimiento acaba de ser puesto en órbita por un cirujano soviético y sólo es conocido por algunos agentes del M. V. D., entre ellos yo —dijo Stev, con una especie de orgullo—. Después de la operación, la mano izquierda del norteamericano tendrá exactamente las huellas de la de Thorps. La otra mano, no hace falta decirlo, quedará aplastada en el «accidente», así como la mitad del rostro… Eso es lo que se llama perfección en el trabajo, pequeña…
Elisabeth trató de advertir a Jasper Wood de lo que le esperaba. Pero no lo consiguió. Siempre había alguien en la habitación que ocupaba TTX.
La joven tenía la horrible impresión de encontrarse proyectada a un universo kafkiano donde la demencia encubría una lógica implacable. Una cárcel cuyos barrotes hubieran sido reemplazados por una fuerza magnética que impedía toda evasión.
—Vamos para allá —dijo Stev, poniéndose los guantes.
—¿Ya?
—¿Por qué perder el tiempo inútilmente?
Elisabeth le siguió.
—Va usted a venir conmigo —dijo Stev—, aunque en realidad no necesito sus servicios.
—¿Se refiere usted a los de anestesista?
—Exactamente.
Elisabeth se estremeció. Jasper Wood, de hecho, se encontraba oficialmente bajo los efectos de la anestesia subsiguiente a su anterior «operación».
TTX intuía la presencia de unas personas que se movían en la habitación donde se encontraba.
La leve rendija practicada en su vendaje, a la altura de los ojos, no le servía de nada. Sólo veía un largo rectángulo blanco, correspondiente a una superficie del techo.
Oyó el chasquido de unos instrumentos metálicos.
No debía moverse por nada del mundo.
Alguien le cogió la mano izquierda.
Jeffries Thorps entró en la habitación. Se quitó la bata y observó que el agente tendido sobre una de las dos camas llevaba un pijama igual que el suyo. Gris, a rayas. Recordaban el atuendo, de siniestra memoria, de los prisioneros de los campos de concentración nazis.
—¿Preparado? —le preguntó Stev.
Thorps se encogió de hombros y gruñó un «sí» fatigado. Miró a Elisabeth. La joven tenía un aspecto pensativo, como encerrada en un problema personal. Tal vez para interesarla, Thorps se mostró lírico:
—¡Nunca un cazador se habrá visto atado hasta tal punto a su presa! —declamó.
Elisabeth pareció recobrarse de su estupor.
—¿Quién es la presa? —inquirió.
—Ejem… Ese es el problema. En todo caso, ese hombre y yo…
Sonrió.
—… Vamos a ser, por espacio de unas horas, los hermanos siameses del espionaje.
Stev se volvió hacia el joven físico.
—Ignoraba en usted este sentido del humor, Thorps —dijo.
—No es una broma —replicó Thorps—. Al menos, yo no lo creo así.
Experimentó la súbita sensación de que le cortaban las puntas de los dedos con un cuchillo.
El dolor fue tan intenso, que TTX no tuvo tiempo de gritar. Se había desvanecido.
Después de la intervención, Elisabeth administró un calmante a los dos operados. No escatimó la dosis en lo que respecta a Thorps.
Bajo su máscara, Jasper Wood gemía, inconsciente. Elisabeth le puso una segunda inyección de morfina.
La joven ignoraba lo que iba a suceder y tenía mucho miedo. Sin embargo, tuvo la lucidez de pensar que era preferible, para todo el mundo, esperar a que se hiciera de noche.
Elisabeth se dirigió a la farmacia de la clínica y cogió dos comprimidos de vallium.
Durante el día, Stev sostuvo una entrevista con Igor Maleskine.
—Todo marcha sobre ruedas.
—¿Cómo dice? —inquirió el agregado de embajada.
—Es una expresión popular, para indicar que todo va bien.
—Espero que las ruedas no se deshinchen —murmuró Maleskine.
Las dos camas están unidas. Los dos hombres reposan uno al lado del otro. Respiran con la misma regularidad. Sus dos manos izquierdas desaparecen bajo un enorme vendaje.
Elisabeth Marcus vela su reposo. Está sentada en una silla, con las largas piernas cruzadas. El pie que no descansa en el suelo marca el compás de una música imaginaria y muy rítmica. La joven se muerde las uñas. Tiene miedo de derrumbarse.
TTX se mueve un poco en su cama. Manifestando todos los síntomas de un lento despertar por etapas.
Cuando Elisabeth ha adquirido la convicción de que TTX ha recobrado el conocimiento, se inclina hacia él y murmura:
—¿Me oye usted, Jasper?
Un silencio.
—¡Soy yo, Elisabeth!
Coge la mano derecha de Jasper en la suya.
—Estoy sola…
—¡Tengo sed!
—Son las diez de la noche.
Elisabeth aparta un poco más las dos vendas a la altura de los ojos del agente norteamericano y se inclina, para que él la vea.
—¿He dormido? —pregunta TTX—. ¿Por qué?
Elisabeth habla en voz baja y le explica la operación, el injerto de las huellas dactilares. Su situación actual, encadenado a Thorps por las puntas de los dedos, la misma carne.
TTX presta especial atención a una cosa:
—¿Dice usted que encontrarán mi cadáver dentro de quince días? ¿Por qué esperar tanto tiempo?
—Olvida usted que, para Stev…
Elisabeth se interrumpe, cree haber oído pasos en el corredor. Permanece al acecho, tensa, una docena de segundos, con el corazón palpitante. Pero es una falsa alarma, y continúa:
—Para Stev, ha sido usted operado por dos cirujanos rusos. Y tienen que transcurrir esos días para que las heridas cicatricen.
TTX reflexiona. Ahora está completamente despierto.
Elisabeth, ansiosa, espera. Quiere que termine la pesadilla.
—Va usted a salir de esta clínica con la mayor naturalidad posible. Para ir a buscar cigarrillos, por ejemplo, o cualquier cosa que parezca normal e indispensable. Irá a la avenida Montaigne…
Da la dirección exacta de Harold, su jefe.
—Le contará todo lo que sabe. Trate de ser convincente, pues es muy probable que suponga que es una trampa, y dígale dónde estoy. ¡No pierda tiempo!
Elisabeth se pone en pie y susurra, temblorosa:
—¿Qué va usted a hacer, Jasper?
—¡Haga lo que le he dicho! Del resto me encargo yo.
CAPÍTULO VIII
Profiere un grito —lo sabe— pero, curiosamente, no lo oye. Un peso gravita sobre sus labios. Thorps abre los ojos. Cree haber enloquecido.
El agente de la CIA está inclinado sobre él.
La cabeza envuelta en el vendaje. Un fantasma. Una momia viviente. Completamente nueva y muy limpia.
Thorps comprende. Sus manos izquierdas están separadas bajo el vendaje que adquiere una forma cada vez más suelta. El otro ha tirado de su lado para cortar el contacto. Esa es la explicación del intenso dolor que ha experimentado y que le ha despertado de su sueño artificial después de la operación.
—¡Está usted chiflado! —dice Thorps, desconcertado.
TTX no contesta y tira más del vendaje. Aparece su mano izquierda. Las puntas de los dedos son una masa sanguinolenta. Luego, el agente vuelve de nuevo su cabeza ciega hacia Thorps.
Ciega, tal vez no. Thorps tiene la impresión de que el otro puede verle. Las vendas están separadas al nivel de la boca, lo cual es normal, pero parecen estarlo también un poco al nivel de los ojos.
El joven físico abre la boca como para gritar.
El agente de la CIA levanta el brazo derecho como para golpear.
Thorps se calla.
Parecen observarse como dos boxeadores sobre el ring, o como dos luchadores. Es un deporte en el cual los protagonistas se disfrazan, a veces. Y TTX es una especie de Ángel Blanco.
A continuación, TTX inicia un gesto sorprendente, insensato, descabellado, desde el punto de vista de Thorps.
Lleva la mano derecha a la base de su cuello y empieza a desenrollar la venda.
Thorps frunce los ojos, incapaz de proferir un sonido.
Súbitamente, delante de él, pasa una secuencia del Hombre Invisible.
El rostro que va a aparecer será, como la punta de los dedos, una masa informe, sanguinolenta…
La venda es interminable…
Luego aparece la punta de la barbilla.
Seguida rápidamente del resto de la cara.
Thorps queda asombrado. Las facciones del hombre de la CIA están intactas. La cara está enrojecida, empapada en sudor…, pero intacta.
—Pero… ¿cómo es posible que no haya sido usted… operado?
—Cuestión de voluntad —replica TTX, sarcástico.
—Yo…
—¡Silencio! Voy a hacerle una proposición, Thorps. Le cojo de la mano y le llevo a los Estados Unidos. Por su propia voluntad. Si no, será contra.
—¿Contra qué?
—Contra su voluntad.
—Me basta con gritar para alertar toda la clínica.
—No grite antes de haberme oído —se apresura a decir TTX—. Personalmente, soy medio francés, medio norteamericano, pero tengo un pasaporte de ciudadano de los Estados Unidos. No hago política…
—¡Ah! —exclama Thorps, que ha recobrado su presencia de ánimo—. ¿Llama usted no hacer política a su asquerosa profesión?
—Da la casualidad de que soy norteamericano y, en consecuencia, trabajo para mi patria.
—La ciencia, al igual que el arte, no tiene fronteras.
—Sin embargo, se encuentra usted en excelentes condiciones para saber que las fronteras existen, Thorps… Para que pueda cruzar una frontera, hay todo un equipo de hombres en acción. Sin contar con los que trabajan para evitar que la cruce.
El joven físico inclina la cabeza, con aire pensativo. TTX se pregunta si ha apuntado bien. Añade:
—Comprendo que se diga esto: si todos los sabios del mundo pudieran darse la mano por encima de las fronteras, sería formidable. ¡De acuerdo! La Internacional de los sabios, de la ciencia. En ese caso, sí, trabaja usted para evitar los conflictos, las guerras, la explosión nuclear. Pero quédese en su casa para hacer eso, amigo mío. Es diez veces más valiente y más difícil. Si no…
—¿Qué? —inquiere Thorps, levantando la cabeza.
—Es simplemente una traición.
Thorps se siente lastimado en su amor propio. Su rostro se crispa.
—¡Imbécil! No ha comprendido usted nada… Es una cuestión de equilibrio entre los dos bloques.
TTX sonríe. ¡Como si no lo supiera él que, en su calidad de agente secreto, ha restablecido ese equilibrio con más frecuencia que cualquiera!
—Al informar a mis amigos soviéticos —continúa Thorps— de todo lo que sé, contribuyo a la paz.
«Está ciego —piensa TTX—. Es un idealista. En la Edad Media hubiera sido Inquisidor… o le habrían quemado vivo en una plaza pública».
—¿Es su última palabra, Thorps?
El joven sabio sacude la cabeza.
—Sí.
—Lo siento, amigo.
TTX amaga un golpe con la mano izquierda al rostro de Thorps. El físico efectúa un movimiento muy lógico de defensa. Levanta un brazo para protegerse, a la altura de los ojos, dobla el cuello… y ofrece al agente U. S. toda la superficie de una nuca robusta y despejada. TTX apunta con la mano derecha, con el filo de la palma. Un atemi fácil. Thorps se desploma suavemente sobre la cama, sin conocimiento. Y sin un grito.
El hombre de la CIA se inmoviliza. Tiende el oído.
La clínica está silenciosa.
Cuatro automóviles negros, de marcas distintas pero todas francesas, se detienen a lo largo de la acera de aquella calle tranquila del distrito XVII.
Del primer automóvil salen cuatro personas: Harold, Mike O’Hara, Elisabeth Marcus —que ha insistido en acompañarles— y un testigo: un hombre del S. D. E. C. E. que pretende llamarse Duchamp. El jefe local de la CIA quiere cubrirse, desde luego, ante los franceses.
De los otros tres vehículos salen una docena de agentes U. S. especialistas en aquella clase de acción, todos provistos de una Walter o de un Beretta con silenciador.
La verja de entrada a la clínica Barratjanian está protegida por una plancha de acero que no permite ver nada de lo que sucede detrás de ella.
El jefe de la CIA sitúa a sus hombres. No se trata de atacar, sino de cubrir una retirada.
—Alguien pasará al otro lado del muro y estará preparado para abrir la verja desde dentro —dice Harold.
—Esto es cosa mía —declara Mike O’Hara.
El muro es bastante alto. Pero el irlandés posee una agilidad fantástica y no tarda en desaparecer por el otro lado.
Harold da otras órdenes. Los agentes ocupan sus puestos. Elisabeth sigue, asustada, aquellos preparativos. Duchamp, por su parte, lo contempla todo tranquilamente, como hombre acostumbrado a tales despliegues. Pero no deja de admirar la precisión y la eficacia del jefe de la CIA, el cual se hace comprender con una extraordinaria economía de palabras.
Ahora, a esperar. El tiempo se ha detenido.
TTX anda de puntillas hasta la puerta de la habitación, la entreabre. A dos metros de distancia, en el pasillo, Fedor dormita sobre una silla.
TTX salta.
Fedor despierta y vuelve a quedarse dormido casi simultáneamente. TTX le ha golpeado en la nuca, igual que a Thorps. La silla ha caído. Fedor yace cuan largo es en el suelo del pasillo. TTX se acerca rápidamente a él. Los zapatos del ruso son negros y puntiagudos. TTX desata los cordones y procede a ponerse aquellos zapatos. Le están algo pequeños, pero protegen sus pies descalzos.
TTX arrastra a Fedor, agarrándole por los sobacos, al interior de la habitación, donde le abandona. Luego se acerca a la cama. Thorps continúa sin sentido. TTX se lo carga al hombro. La cabeza del físico cuelga a su espalda.
Ahora, hay que confiar en la suerte.
TTX sale al pasillo y se dirige hacia la escalera con su carga.
Todo está silencioso.
Los zapatos le aprietan. Thorps pesa mucho más de lo que creía.
TTX llega a la escalera sin haber encontrado a nadie. Tiene la impresión de que sus zapatos hacen un ruido enorme cuando la suela cruje sobre un peldaño.
El rellano del primer piso.
De nuevo la escalera.
Allí tropieza con Stev.
Stev, que no da crédito a sus ojos ante aquella aparición fantasmal.
TTX, a pesar del lastre de Thorps, ataca. Golpea con la rodilla el bajo vientre de Stev, el cual se revuelca por el suelo, aullando.
Arriba, Youri y Serge han oído los gritos de su jefe. Serge se precipita a la escalera. Youri a una ventana.
TTX abre de un puntapié la puerta de la clínica y echa a correr hacia la salida, a través del jardín.
Youri ve dificultada su visión por la oscuridad y la niebla. Cree distinguir una silueta que huye. Desenvaina y dispara. Al bulto.
Mike O’Hara ha oído. Es el momento de intervenir. Se precipita hacia la verja y empuja los dos pesados batientes.
El primer disparo de Youri desencadena el tiroteo.
Pero un tiroteo con silenciadores, por una y otra parte.
¡Toing! ¡Toing!
El ruido es ridículo, en relación con el peligro.
TTX sigue corriendo, apelando a todas sus energías. Le ha parecido oír el estallido de unos disparos. Empieza a zigzaguear, sin aminorar por ello la velocidad de su marcha. Pero, a veces, resbala en la grava. La distancia no es muy larga, pero se ve aumentada por la oscuridad y la niebla. TTX tiene la impresión de que no llegará nunca al final de aquel maldito jardín.
Súbitamente, estalla la luz de un proyector. El haz luminoso barre el jardín, perfora a intervalos las capas de niebla.
Del lado de la clínica, redoblan los disparos.
TTX ve la verja a unos veinte metros de distancia. Unas siluetas penetran en el jardín. El cuerpo de Thorps parece de plomo. Los pulmones del agente norteamericano están ardiendo.
Uno de los hombres de la CIA cae hacia atrás, probablemente muerto. Los otros empiezan a disparar contra el proyector móvil. Si consiguieran apagarlo, el colega que corre hacia ellos no sería ya aquel blanco fácil, frágil.
Elisabeth comete el error de acercarse a Harold.
Una bala perdida la alcanza en pleno pecho. Cae en los brazos de Duchamp, el cual la aparta a un lado, se inclina sobre ella. La joven tiene la boca llena de sangre. Sólo le quedan unos segundos de vida.
TTX nota un leve choque a su espalda.
Franquea la verja.
Se desploma a los pies de Harold.
Los disparos han cesado.
El tiempo vuelve a detenerse.
Harold sonríe a TTX. Su mirada se demora unos instantes en la mano izquierda de su agente. Los dedos ensangrentados.
Harold tiene la misma herida.
Harold se arrodilla al lado de Thorps, caído también en el suelo. El jefe de la CIA hace una mueca.
El leve choque que TTX ha notado en la espalda mientras corría era el impacto de una bala.
Thorps está muerto.
EPÍLOGO
—¡Y pensar que ha estado usted a punto de cambiar de cara!
TTX se acaricia maquinalmente la nariz, las mejillas.
—Es posible que la que tengo no valga demasiado, pero he llegado a encariñarme con ella.
En el bar de su apartamento, Harold prepara tres vasos.
—Elisabeth… —empieza TTX, algo emocionado.
—Murió sin sufrir.
—¡Qué hecatombe! —se lamenta TTX.
—Desde luego —asiente O’Hara—. Una verdadera hecatombe.
Harold mira fijamente a TTX con sus ojos grises.
—Ha cumplido usted su misión, amigo mío. Yo había dicho: vivo o muerto.
—Hubiera preferido entregar vivo a Thorps…
TTX se abisma durante unos segundos en una especie de ensueño. Piensa en el joven físico. Añade:
—Para él, tal vez ha sido mejor así.
—Skoll! —dice Harold, alzando su vaso de whisky.
TTX moja sus labios en su pipermint con agua. Sonríe.
—No se olvide de telefonear a Luxemburgo, jefe.
—¿Eh?
—A un tal doctor Muhlenrich. ¡Dígale que tiene dos cirujanos rusos en su bodega!