Nueve
—¡Papá! —Bart entró corriendo en la cocina con Lindsey detrás. Ella había llamado con el móvil a la casa y a algunos de los empleados varias veces durante el trayecto desde Dallas, pero nadie había respondido. Bart tenía la esperanza de que, cuando llegaran al rancho, se encontraran con algo tan simple como que Beatrice había ido a hacer la compra con su padre y acababan de volver.
Pero no hubo tanta suerte.
La casa estaba en silencio. No había señales de su padre ni de Beatrice. Bart entró rápidamente en la habitación del anciano, pero no estaba allí. Llamó con la mano temblorosa a la puerta del baño.
—¿Papá? ¿Estás ahí?
Nadie respondió.
Abrió la puerta conteniendo la respiración y miró directamente al suelo. No había ningún cuerpo, ni sangre, ni su padre estaba allí.
Tampoco había nadie en la habitación de Beatrice.
Lindsey le puso la mano sobre el brazo a Bart.
—Los encontraremos.
—Si les ha pasado algo a mi padre y a Beatrice, mataré a Kenny con mis propias manos.
—¿Quieres que llame al sheriff?
—Sí, por favor —como si aquello fuera a servir de algo. Hurley Zeller estaba más preocupado por meter a Bart en la cárcel que por averiguar la verdad o proteger a los ciudadanos. Y el sheriff Ben estaba demasiado ocupado con su campaña electoral como para prestarle atención a su trabajo. Bart le dio el teléfono a Lindsey y fue hacia la puerta, sabiendo que no podía confiar en la policía. Tenía que hacer todo lo posible por encontrar él mismo a Beatrice y a su padre. Y tenía que hacerlo ya.
Bart fue al establo y se encontró con Gary y con uno de los nuevos muchachos, que salían a caballo. Le hizo una seña a su capataz para que se detuvieran.
—Mi padre no está en la casa. ¿Has visto algo raro durante estas dos horas? ¿Alguien que se haya acercado a la casa y que no tuviera ninguna razón para hacerlo?
—Kenny —respondió Gary, con la expresión preocupada.
A Bart se le aceleró el pulso.
—¿Has visto a Kenny?
—Él me vio a mí y salió corriendo, más o menos cuando tú te fuiste a la ciudad. No puedo creer que le haya hecho algo a tu padre.
—¿Tu padre? ¿Un hombre mayor, un poco más bajo que yo? —preguntó uno de los muchachos. Alto, delgado y fuerte como un poste de madera, el nuevo empleado era tan joven que apenas tenía bigote.
—¿Has visto a mi padre?
El chico asintió.
—He visto a un anciano al Este de aquí, cuando estaba buscando a unas vacas descarriadas. Iba hacia el Escopeta Creek.
Bart no podía respirar de la ansiedad.
—¿Llevaba unos vaqueros y… una camisa azul?
—Sí, y una gorra de los Dallas Cowboys.
Su padre. Tenía que serlo.
—¿Iba alguien con él?
El chico sacudió la cabeza.
—¿Estaba solo?
—Que yo sepa, sí. Actuaba de una forma un poco extraña. Me dijo que no necesitaba ni quería mi ayuda, y me llamó Jeb.
—Es él —dijo Bart. Perdido, caminando solo. Quizá nadie lo hubiera secuestrado, sino que él mismo había salido de la casa y había dejado que su mente confusa hiciera el resto. Pero entonces, ¿qué había ocurrido con Beatrice?—. ¿A qué hora lo has visto?
—Al mediodía, más o menos.
Justo después de que Gary viera a Kenny en el rancho. Su padre podía haber recorrido kilómetros en aquellas horas. Bart se volvió hacia Gary.
—¿Cuántos muchachos hay ahora aquí?
—Tres, contándonos a Billy y a mí. El resto están vacunando terneros en los pastos del sur.
Sólo tres. No eran suficientes como para barrer tanto terreno.
—Id a caballo al riachuelo donde Billy vio a mi padre por última vez —les dijo, y le echó una mirada al helicóptero, esperando en la pequeña pista de aterrizaje.
—¿Vas a llevarte el Engstrom? —le preguntó Gary.
—Sí. ¿Habéis llenado el depósito de nuevo? —Bart había usado el helicóptero aquella misma mañana para reunir las vacas y los terneros y llevarlos al sur para vacunarlos.
Gary asintió.
—Sí, está listo para salir, pero se está acercando una tormenta por el Oeste.
Bart miró al horizonte. Había una sombra oscura de nubes que avanzaba lentamente por encima de las colinas.
—Entonces será mejor que nos demos prisa. No quiero que mi padre ande por ahí bajo una tormenta.
Gary asintió de nuevo.
—Llamaré al otro muchacho.
El capataz y Billy fueron a avisar al chico y Bart fue hacia la pista. Siempre se mantenía el helicóptero lleno de combustible y preparado para el despegue, porque nunca se sabía cuándo surgiría una emergencia.
Como en aquel momento.
Lindsey salió corriendo de la casa y se unió a él junto a la pista.
—Hay un ayudante en camino.
—Uno de los muchachos vio a mi padre vagando cerca de Escopeta Creek al mediodía. Estaba solo.
—¿Así que no lo han secuestrado?
—No creo. Simplemente, alguien lo dejó salir de la casa y se quedó mirando cómo se alejaba —la ira y el miedo estaban provocándole náuseas—. No sabrá cómo volver a casa.
—¿Y Beatrice?
—No hay ni rastro de ella.
—Le he dicho al sheriff que ella también había desaparecido.
—Bien —dijo Bart. Intentó controlar su preocupación. Estaba seguro de que el sheriff la encontraría, y él no tenía ni idea de dónde buscarla. Tenía que concentrarse en su padre, que estaba indefenso en mitad del campo, y probablemente, muy asustado. Tenía que encontrarlo.
Subió al helicóptero y puso en marcha el motor. Lindsey lo rodeó y abrió la otra puerta para subir.
—¿Adónde te crees que vas? —le preguntó Bart a gritos por encima del ruido.
—Contigo.
Él sacudió la cabeza.
—Quédate aquí. Los chicos han ido a buscar a mi padre con Gary. Tú tienes que esperar al sheriff.
Ella le enseñó su móvil.
—Lo llamaré y le diré que han ido a buscar a tu padre cerca del riachuelo.
Empezó a marcar el número e hizo lo que había dicho mientras Bart realizaba unas comprobaciones de seguridad. Después de colgar el teléfono, Lindsey subió a la cabina.
Bart observó la tormenta que se avecinaba por el horizonte y se volvió hacia ella.
—No puedes venir conmigo, Lindsey. No es seguro. Volar en helicóptero es peligroso con este tiempo.
—Necesitas ayuda.
—No.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados.
—No querrás que me quede sola, ¿verdad? Kenny, o cualquiera, puede estar por aquí.
Él apretó los labios. Sabía que estaba intentando que le permitiera ir con él, pero de todas formas, tenía razón. No podía dejarla sola en el rancho.
—No te rindes, ¿verdad?
—No, sobre todo cuando sé que tengo razón.
Él volvió a mirar al horizonte, cada vez más oscuro, y tomó aire.
—Está bien. Ponte el cinturón.
Ella se lo puso. Bart se colocó los auriculares y le hizo un gesto para que ella lo hiciera también. Después puso en marcha los rotores y, cuando el helicóptero se elevó, lo dirigió en la dirección que Gary le había indicado. Era sólo una hipótesis, pero si su padre le había llamado Jeb al vaquero, quizá su mente hubiera vuelto a la infancia. Aquello podía significar que estaba haciendo algo que a él y a Jeb les encantaba hacer de pequeños: explorar las orillas del río Brazos. Era una suposición, pero Bart no tenía más ideas.
Le dio un golpecito en el hombro a Lindsey y le señaló unos prismáticos que había en la cabina, para buscar ganado perdido o detectar roturas en las vallas. Ella los tomó y se los llevó a los ojos. Bart también observó los mares de hierba que se extendían bajo ellos. Su padre estaba allí, perdido y confuso. Tenían que encontrarlo antes de que se desencadenara la tormenta. Antes de que se hiciera daño. Antes de que fuera demasiado tarde.
Un destello de luz en el horizonte captó su atención, y estudió una enorme nube negra que se acercaba. Después hubo otro relámpago. A juzgar por los resplandores, no iba a ser una tormenta suave. No sería una tormenta en la que se pudiera volar en helicóptero. Ni tampoco una en la que un hombre viejo y confuso pudiera estar vagando solo.
Volaron bajo, observando el suelo con toda su atención. En algunas zonas los arbustos y la vegetación eran demasiado espesos como para ver si había algo o alguien bajo ellos.
—¡Ahí está! —dijo Lindsey, apuntando a una zona al lado del río.
Él siguió su dedo estirado con la mirada y detectó un punto azul que buscaba su camino entre la vegetación y las rocas. Bart estudió la zona buscando un punto donde aterrizar. Pasaron sobre la cima de una colina que bajaba hasta el río, y pensó que aquélla era su única opción. Desde allí, tendrían que bajar a toda prisa a través de los matorrales para alcanzar a su padre. Les llevaría tiempo, pero era lo único que podían hacer. No podían aterrizar sobre la vegetación, así que dio la vuelta para volver a la colina.
Una luz empezó a parpadear en la cabina.
A él le saltó el corazón a la garganta. Era la luz de la presión del combustible. Había bajado bruscamente, de repente.
Notó una inyección de adrenalina en la sangre. Redujo el nivel de revoluciones de las aspas y el nivel de inclinación del rotor. Demasiado tarde. Un sonido volvió a acelerarle el pulso como si fuera una estampida de ganado. Era el sonido del motor, petardeando y ahogándose.