Cuatro
El ayudante del sheriff, Hurley Zeller, se apoyó en el capó de la camioneta de Gary y se hurgó entre los dientes con una uña sucia.
—Todavía no puedo creerme que me hayas hecho venir hasta aquí por una simple broma.
Bart había estado intentando ponerse en contacto con el ayudante Mitchell Steele durante toda la noche. Finalmente, había tenido que rendirse y pedirle al policía de guardia que le mandara a quien estuviera disponible. No se sorprendió cuando apareció Hurley. Demonios, no le sorprendería saber que había sido aquel idiota el que había hecho imposible que Bart se pusiera en contacto con Mitch, el único ayudante con sentido común de todo el condado.
Bart entrecerró los ojos. Hurley le caía mal desde el instituto, pero después de haber experimentado el sarcasmo del ayudante y de su mala actitud con respecto a su arresto, estaba muy cerca de odiarlo.
—Me parece más una amenaza que una broma, Hurley. El coche no arranca. Quienquiera que lo hizo se llevó la tapa del delco y creo que también ha saboteado los frenos.
Hurley se encogió de hombros.
—El hecho de cometer un asesinato te granjeará enemigos. A ti, y a tu abogada.
Aquello era exactamente lo que más le preocupaba a Bart. Le echó una mirada a Lindsey. A pesar de que aparentaba valentía, él estaba seguro, por la rigidez de su espina dorsal, de que estaba asustada.
—Quiero que le proporciones protección a Lindsey.
Lindsey se puso tensa.
—No necesito protección. Tú eres el que está en peligro.
Hurley soltó una carcajada desdeñosa.
—Estáis de broma, ¿no? No tenemos suficientes policías como para perseguir a los borrachos por la autopista los sábados por la noche, así que tampoco podemos hacer de niñeras.
Bart se obligó a sí mismo a tomar aire y tranquilizarse. Era posible que Hurley tuviera razón. Era posible que todo aquello no tuviera ninguna importancia. El gamberro que había pintado el coche de Lindsey había tenido la oportunidad de hacerles daño y no la había aprovechado. Sin embargo, fueran cuales fueran las intenciones del vándalo, Bart no iba a arriesgarse.
—Lindsey es abogada de Lambert & Church. Dudo que Paul Lambert y Don Church se pusieran muy contentos si le ocurriera algo. Y según he oído, los dos apoyaron políticamente al sheriff Ben.
A Hurley se le borró la sonrisa de la cara. Si había algo que le preocupara al ayudante, era que el jefe siempre estuviera contento.
—Está bien. Lo arreglaré todo para que un coche pase por su casa cada hora, más o menos.
Lindsey sacudió la cabeza, lanzándole puñales a Bart con la mirada.
—No necesito que me protejan. Sé cuidar de mí misma.
—Eso es posible, Lindsey, pero quiero asegurarme —Bart miró de nuevo a Hurley y asintió—. Les comentaré a Paul Lambert y a Don Church que estás haciéndote cargo de la situación. Y también quiero que vayas por casa de mi primo Kenny y le preguntes dónde ha estado esta noche. Y mientras estás allí, mira a ver si tiene alguna mancha de pintura roja por algún lado.
Hurley lo miró como si tuviera ganas de escupirle. Se volvió y se encaminó hacia su coche.
—Y otra cosa —añadió Bart.
Hurley se detuvo.
—No tientes a la suerte, Rawlins. Te lo advierto.
—No sabes qué ha ocurrido con mis rifles de cazar y mis armas, ¿verdad? —mientras esperaban a que llegara el ayudante, Bart había entrado a casa por un rifle por si acaso tenían que defenderse. Sin embargo, la vitrina de las armas estaba vacía, con la puerta entreabierta.
—Las hemos confiscado cuando hemos registrado la propiedad esta mañana.
La mirada asesina de Lindsey pasó de Bart a Hurley. El ayudante le hizo un gesto conciliador.
—La garantía de la libertad bajo fianza incluía todas las armas. Le daré una copia.
—Hágalo.
—¿Y cuándo voy a recuperarlas? —preguntó Bart.
—Después de que hayas cumplido la condena en Huntsville. Me imagino que será después de veinticinco años, o después de toda tu vida —dijo Hurley, con una sonrisa, mientras se subía al coche. Cerró la puerta y dejó un brazo colgando por la ventanilla—. Si quiere, señorita Wellington, puedo llevarla a su casa, para asegurarme de que está a salvo —dijo, y miró a Bart con aquella maldita sonrisa, como si quisiera ganar puntos con el ofrecimiento.
Al día siguiente, Bart se levantó a las cinco de la mañana. Si quería hablar con Gary antes de que el capataz se marchara a los pastos del sur, tenía que darse prisa.
Se duchó, se afeitó, se tomó una taza de café y llegó al establo justo cuando el capataz estaba ensillando a su pequeña yegua baya.
—Hola, Gary. ¿Podemos hablar un momento?
Gary Tuttle tenía la cara llena de arrugas por el sol, el viento y la vida difícil. Parecía que tenía sesenta años en vez de cuarenta y cinco. Colocó su silla, un trofeo que había ganado en un rodeo cuando era joven, en el lomo de la yegua y miró a Bart con sus ojos grises, cansados.
—Tú eres el jefe.
Bart entrecerró los ojos. Gary había sido siempre como su hermano mayor. Le había enseñado a montar, a conducir al ganado y a pilotar el helicóptero. Había trabajado tanto en el Four Aces Ranch que el padre de Bart le había cedido unas tierras como recompensa. Sin embargo, desde que el padre de Bart había enfermado, Gary era un hombre diferente. Cansado. Distante. Y, muchas veces, hablaba de retirarse del trabajo del rancho.
Bart había tenido la esperanza de que aquella noche juntos en el bar de Wade les devolviera algo de la camaradería que una vez habían compartido. Por desgracia, no recordaba cómo había resultado su plan.
—Supongo que te has enterado de lo que ocurrió anoche.
Gary ajustó la silla, tirando de una de las correas.
—Hurley Zeller me dijo que te habían arrestado por el asesinato de Jeb. Me hizo un montón de preguntas.
—¿Y qué le dijiste?
—No mucho.
—Yo no lo hice. Lo sabes, ¿verdad?
—Si hay alguien que se lo mereciera, era Jeb.
Bart sacudió la cabeza.
—Aunque fuera un miserable, nadie se merece morir.
Gary se encogió de hombros. Evitando la mirada de Bart, continuó amarrando la silla al lomo de la yegua.
—Intenté despertarte anoche.
—¿Sí?
—Quería preguntarte sobre lo que pasó en el Dale otra vez.
—¿Sobre qué?
—¿Cómo volví a casa?
—Has perdido la memoria, ¿eh?
—Algo parecido.
—Cuando iba a marcharme, tú ya te habías ido. Me imaginé que te habrías ido con aquella chica tan guapa con la que estabas hablando en la barra.
—¿Chica guapa?
—Debes de haber perdido la memoria de verdad, para haberla olvidado. Era rubia, y tiene las piernas más largas que mi yegua. Había sido animadora de los Dallas Cowboys, según me dijiste con tu balbuceo de borracho.
¿Sería la misma rubia que estaba con Kenny en el callejón? No podía haber dos rubias misteriosas en Mustang Valley. ¿Habría sido ella la que le había puesto la droga en la cerveza? Siempre que hubiera sido la droga lo que le había hecho perder la memoria, claro.
—¿Me viste beber whisky?
—Sólo cerveza —dijo Gary, sacudiendo la cabeza—. Pero no te estaba vigilando como si fuera tu niñera.
Mala suerte. Aparentemente, lo que de verdad hubiera necesitado aquella noche habría sido una niñera. Quizá debiera haberle pedido a Beatrice, la enfermera de su padre, que fuera al Dale otra vez con él, en vez de Gary.
—¿Y qué más te dije de esa rubia?
—Estabas demasiado ocupado como para tener conversación conmigo. Pero me dio la impresión de que era ella la que te estaba persiguiendo, en vez de tú a ella.
Al menos, pensó con cierta ironía, no se labraría la reputación de ser un mujeriego. Sólo un asesino y un borracho.
—¿Quién era?
—No lo sé. Pero a lo mejor quieres echarle un vistazo a La gaceta de Mustang de ayer. Sacaron una edición vespertina especial. Hay una foto de ella, con Jeb.
—¿Tienes un ejemplar?
Gary asintió y se volvió hacia su casa. Bart entró con él, y el capataz le tendió el periódico.
Leyó el titular de la portada, que informaba de que se había cometido el segundo asesinato en dos meses en Mustang Valley. Después se fijó en la fotografía de su tío. Tenía los labios estrechos y la boca inclinada hacia un lado, y miraba a la cámara como si fuera a darle un puñetazo. Y del brazo tenía a la rubia que había acompañado a Kenny al callejón la noche anterior.
El relincho de la yegua desde fuera lo sacó de su sorpresa. Miró a Gary, que se asomó por la puerta con las riendas del animal en una mano.
—Es guapa, ¿eh? No entiendo qué demonios estaba haciendo con el viejo Jeb.
Bart tampoco lo entendía, pero lo mejor que podía hacer era averiguarlo.
Lindsey levantó la vista de los documentos que estaba estudiando cuando Bart le puso el periódico delante de la nariz. Él se sentó de lado en el escritorio y la miró, esperando su reacción.
Ella reaccionó, cierto, pero no ante el periódico.
Él llevaba una camisa de algodón azul, unos vaqueros, un cinturón de cuero y un sombrero de paja que se confundía con su pelo rubio. Bart era el sueño de cualquier mujer. Y su olor. Mmm. Desprendía la áspera esencia del cuero, del trabajo honesto y del aire fresco. Lindsey aspiró profundamente e intentó mantener la compostura.
¿Qué tendría aquel hombre? Desde el primer momento en que le había dado la mano en la sala de visitas de la comisaría, Lindsey había sentido que su equilibrio peligraba. Y su intento de protegerla la noche anterior no había mejorado las cosas. Sólo había conseguido que se sintiera insegura, además de nerviosa. Aquello era un recordatorio de lo que siempre había sentido cuando sus padres y sus hermanos se preocupaban por ella a todas horas, mientras crecía. En realidad, todavía seguirían rondando a su alrededor si no se hubiera mudado a la otra parte del país. Como si fuera incompetente, dependiente, como si estuviera indefensa.
Como si todavía fuera una niña.
Obvió sus inseguridades e intentó concentrarse en las caras de la fotografía del periódico. Sus sentimientos no tenían importancia, ni tampoco su atracción por su cliente. En aquel momento de su vida tenía al alcance de la mano la oportunidad de demostrar lo que valía. Tenía que aprovecharla.
—Yo he visto la fotografía hace diez minutos. Te habría llamado, pero me imaginé que ya estarías de camino hacia aquí, para acudir a nuestra cita.
Él asintió.
—Nunca había visto a esa rubia en Mustang Valley. Y, de repente, está por todas partas.
Ella estudió a la atractiva mujer.
—Al menos, con Jeb y Kenny.
—Y conmigo.
—¿Contigo? —Lindsey notó que la adrenalina empezaba a correrle por las venas, en parte por la sorpresa, en parte debido a algo en lo que no quería pensar—. ¿Cuándo estuvo contigo?
—He hablado con Gary esta mañana. Me dijo que ella se había sentado en la mesa conmigo en el bar la noche en que Jeb fue asesinado.
—¿La misma mujer? ¿Está seguro?
Él asintió.
Otro golpe de adrenalina.
Celos. Eran eso. Simple e inadecuadamente, estaba sintiendo celos. Sacudió la cabeza, intentando aclararse la mente, intentando recuperar la profesionalidad.
—¿Sabe Gary quién es?
—No.
—He llamado esta mañana a Wade al bar, y él no recuerda haberla visto esa noche. Y el chico al que está enseñando tampoco. Por supuesto, el muchacho estaba demasiado concentrado en servir bebidas y no se fijó en demasiadas cosas —Lindsey se mordió el labio inferior—. Quizá la rubia esté trabajando con Kenny.
Él inclinó la cabeza y esperó a que ella continuara.
—Digamos que Kenny mató a su padre para heredar el rancho y que ha planeado que tú parezcas el responsable. ¿Cómo podría hacerlo? Me refiero a que él no podría acercarse lo suficiente a ti como para echarte el Rohipnol en la cerveza sin que tú sospecharas algo extraño. Pero sí pudo contratar a la rubia para que lo hiciera.
—Si es que alguien me puso la droga de verdad en la cerveza.
—Le he pedido el coche prestado a Cara para llevar los botellines al laboratorio esta mañana —dijo.
No quería pensar en lo que haría si los análisis no demostraban que Bart tenía droga en el organismo. Sabía que Bart estaba diciendo la verdad en cuanto a su pérdida de memoria, y sabía que era inocente. Notaba la sinceridad en cada una de las palabras que decía. Pero la fe y la confianza que ella sentía no bastarían para convencer a un jurado. Y, aunque intentara negárselo a sí misma, sabía que no era un juez imparcial en lo que a Bart Rawlins concernía.
No. Necesitaban pruebas. Y rápidamente.
—Sólo hay una cosa que no encaja —dijo Bart, con su preciosa boca curvada hacia abajo.
Lindsey apartó la mirada de sus labios y lo miró a los ojos.
—¿Qué?
—Un plan como el que estás describiendo necesitaría que Kenny lo hubiera pensado mucho. Y no creo que él haya sido capaz.
Ella no conocía a Kenny Rawlins, pero por lo que sabía de él, se sentía inclinada a compartir la opinión de Bart.
—Está bien. Cabe la posibilidad de que no contratara a la rubia, sino que ella sea en realidad la que lo ha planeado todo. Eso explicaría por qué se conocen. Incluso sería la razón de que estuviera con Jeb cuando se hicieron esta fotografía. Es posible que ella estuviera planeando el asesinato.
Bart reflexionó sobre sus argumentos y asintió.
—Eso es más verosímil.
—Lo que tenemos que hacer es probar la relación entre Kenny y la rubia. Y conseguir pruebas sobre cómo lo hicieron.
—Difícil tarea.
Lo era. Y en aquel punto, todo eran especulaciones. Pero si podían encontrar algo concreto…
El sonido de unos nudillos golpeando suavemente la puerta la sacaron de su ensimismamiento.
—Pase —dijo.
La puerta se abrió y apareció Paul Lambert.
—Disculpa, Lindsey. Necesito hablar un momento con Bart.
—Claro, Paul. Pasa.
Paul Lambert tenía alrededor de sesenta años. Sin embargo, con las sienes plateadas, su confianza en sí mismo y la mirada amigable de sus ojos marrones, no era de extrañar que Dot, la de la cafetería de abajo, hablara incesantemente sobre él a pesar de que estaba casado. Sin embargo, para Lindsey era mucho más importante el hecho de que la hubiera contratado de una manera muy enérgica justo después de haber aprobado el examen que la facultaba para ejercer la abogacía en el estado de Texas. Era como si de verdad él creyera que era capaz de convertirse en la abogada que quería llegar a ser.
Paul cruzó la moqueta verde, lujosa y cara, que cubría todos los suelos de las oficinas de Lambert & Church y le tendió la mano a Bart.
Bart se la estrechó firmemente.
—¿Qué tal, Paul? No has venido para preguntarme de nuevo si quiero vender el Four Aces Ranch, ¿verdad?
Paul sonrió.
—No. Desistí hace unos años.
Lindsey miró a Bart.
—¿Estás pensando en vender el rancho?
Bart sacudió la cabeza.
—Ni hablar. Es una broma. Cuando mi padre me cedió el rancho, Paul y Don me preguntaron muchas veces si quería vendérselo.
—No fue para tanto. Pero si cambias de opinión, tengo un cliente que estaría interesado —la sonrisa de Paul se hizo más amplia.
—Tú serías el primero en saberlo. A menos que Don te gane.
—Hablando de Don, ¿has hablado ya con él? —la sonrisa de Paul desapareció, dejando lugar a una expresión mucho más profesional.
—¿Con Don? No lo he visto. ¿Por qué?
—Tu tío dejó estipulado que tu padre estuviera presente en la lectura del testamento.
Bart dio un paso hacia atrás, muy sorprendido.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
Bart sacudió la cabeza y esbozó una media sonrisa irónica.
—Cuando era un crío, tenía la esperanza de que mi padre y Jeb consiguieran superar sus diferencias algún día, y de que la familia volviera a unirse. Debería haber sabido que uno de los dos tendría que morir para que eso sucediera.
—¿Crees que tu padre podrá asistir?
—¿Mi padre? No.
Paul asintió comprensivamente.
—Supongo que enterarse de la muerte de su único hermano habrá sido todo un shock para él.
—Estoy seguro de que lo sería si se lo dijera.
—¿No se lo has dicho a tu padre? —le preguntó Lindsey, asombrada—. ¿Por qué no?
Bart la miró con la pena reflejada en los ojos.
—No está bien.
—Sé que está enfermo, pero seguramente querrá saberlo…
—Hace sólo un año que perdió a mamá. Es mejor que no sepa esto.
Paul carraspeó para recuperar su atención.
—Si quieres representar a tu padre, estoy seguro de que eso estaría de acuerdo con el espíritu del testamento.
Bart sacudió la cabeza.
—Yo tampoco iré.
Lindsey se mordió el labio. El asesinato se cometía, normalmente, por dos causas: amor o dinero. Averiguar a quién le había dejado Jeb sus posesiones podría servir para desvelar su vida amorosa y sus finanzas.
—Puede que sea una buena idea acudir.
—Jeb no le ha dejado nada a mi padre. Y mi padre, probablemente, no aceptaría nada, si es que Jeb se lo hubiera dejado —dijo Bart, mirándola fijamente, como si estuviera intentando conseguir que lo entendiera. O simplemente, como si quisiera que ella cediera. Lindsey le devolvió la mirada. No podía ceder en aquello, a pesar de que él se sintiera tan incómodo. Había demasiado en juego.
—Pero puede que sea interesante saber a quién le ha dejado Jeb sus posesiones.
Bart miró al suelo y resopló suavemente.
—Lo pensaré.
Paul asintió a Lindsey con expresión de aprobación y se volvió hacia Bart.
—Don ha citado a los interesados el martes, a las tres de la tarde.
—¿Tan pronto? —preguntó Lindsey.
Paul se encogió de hombros.
—Lo sé. Es un poco irregular. Pero eso era lo que Jeb quería —su atención se fijó en el periódico que había sobre el escritorio de Lindsey, especialmente en la fotografía de Jeb y de la rubia. Al segundo apartó la vista, con la expresión endurecida.
—¿La conoces? —le preguntó ella.
—¿A quién?
—A la mujer que está en esta foto, con Jeb Rawlins.
Paul se inclinó sobre el escritorio para estudiar la cara de la mujer. Al momento, se encogió de hombros ligeramente.
—No creo que la conozca —apartó la mirada del periódico, sin mirar a Lindsey a los ojos. Ella tuvo una extraña sensación de inseguridad. Se hubiera apostado cualquier cosa a que Paul conocía a aquella mujer. Pero, ¿por qué estaba mintiendo?
—Creo que tiene algo que ver con Kenny.
Paul arqueó una ceja y sacudió la cabeza despreocupadamente.
—Mmm.
—Anoche estaba con él en el Dale otra vez. Hemos pensado que quizá esté involucrada en alguno de los chanchullos de Kenny.
Él asintió, pero siguió sin mirar a Lindsey a los ojos.
—Antes de que se me olvide, Nancy me ha pedido que te dijera que ya tiene los expedientes que le habías pedido.
Lindsey asintió. La secretaria del bufete, Nancy Wilks, le había prometido que le conseguiría una copia interna de todos y cada uno de los expedientes que la fiscalía hubiera pedido para presentar al gran jurado. No había duda de que a Lindsey la esperaba una noche muy larga.
—Gracias, Paul.
Paul asintió, miró su reloj y se volvió hacia Bart.
—Tengo que irme rápidamente a una reunión. Espero que reconsideres tu decisión y vengas a la lectura del testamento. Puede que resulte ilustrativa.
En cuanto Paul salió por la puerta, Bart miró a Lindsey.
—Esto ha sido muy raro.
Lindsey asintió.
—Es evidente que Paul sabe quién es esa rubia. ¿Por qué no ha querido decírnoslo?
—No tengo ni idea, pero creo que tienes razón. Creo que debo ir a escuchar el testamento de Jeb. Pero con una condición.
—¿Cuál?
—Quiero ir con mi abogada. No quiero hacer ningún movimiento sin asesoramiento legal —entonces, volvió a dibujársele la sonrisa en los labios y los ojos le brillaron.
Ella le devolvió la sonrisa sin poder evitarlo.
—Creo que eso se puede arreglar.
Realmente, aquél era un hombre asombroso. Parecía que siempre sabía lo que tenía que decir y cómo sonreír para conseguir desarmarla. Sin embargo, su sonrisa y frases no parecían ningún intento de manipularla; parecían sinceras y verdaderas, formaban parte de lo que él era.
—¿Quieres que te ayude con esos documentos de los que habla Paul?
—Eso sería estupendo.
Unos momentos después, Lindsey salía de la oficina acompañada de Bart y sintiéndose más fuerte y más segura de lo que se había sentido en mucho tiempo. Tenía mucho trabajo por delante, y esperaba poder encontrar algo útil muy pronto. Porque, si no lo conseguía, un hombre bueno pagaría un precio muy alto.