El Relojero hizo su aparición en una luminosa mañana de marzo, pero contra lo que cabía esperar por su curioso apelativo, su equipaje no se encontraba ocupado por infinidad de cronómetros, sino por una auténtica montaña de planos y mapas que se apresuró a encerrar en una gigantesca caja fuerte.
El Relojero, que hablaba correctamente siete idiomas y poseía una docena de pasaportes de las más variadas nacionalidades, era ya casi un anciano, dulce y silencioso, amable a ratos y a ratos taciturno, pero por el respeto casi reverencial con que se le recibió, resultaba más que evidente que se trataba de un personaje de enorme prestigio y por el que el mismísimo almirante Canaris experimentaba una especialísima debilidad.
Y es que ya durante la Primera Guerra Mundial el camaleónico Capitán de navío Alfred Vehring había demostrado ser uno de los miembros más valiosos de los Servicios Secretos alemanes, cuyos archivos lo catalogaban como «agente especial sumamente inteligente, agudo, imaginativo, valiente y observador».
Ahora, a los veintitrés años de haberse firmado el armisticio que puso fin a aquella cruel guerra, el veterano espía se limitaba a tumbarse en una hamaca del porche Para permitir que el sol le bronceara hasta casi achicharrarle, puesto que cabría asegurar que su único deseo era el de permitir que ese sol, a menudo inclemente, le calentara los entumecidos huesos.
—¡Han sido demasiados años de frío y humedad, de niebla y lluvia! —replicaba cuando le advertían del peligro de insolación que estaba corriendo—. ¡Tantos que dudo que ningún sol del mundo consiga secarme!
Lo que nunca aclaraba era a qué clase de frío, lluvia, humedad y niebla se estaba refiriendo, ni de dónde venía, que tan necesitado se encontraba de hacerle la competencia a los lagartos.
Una semana más tarde hicieron su aparición tres preciosas pupilas «de refresco».
Ursula había sido enviada a Gran Canaria con el fin de que culminara cómodamente su embarazo, y el hecho de que fuera sustituida, no por una, sino por tres muchachas, inducía a suponer que con la llegada del verano se avecinaba una época de intenso «trabajo».
Pero lo que resultaba evidente, era que el Relojero no estaba en edad ni en disposición de contribuir con su esfuerzo personal, puesto que su relación con el sexo opuesto solía limitarse a una amable cortesía y algún que otro requiebro carente de doble intención.
A nadie le cupo duda alguna de que el calor que siempre parecía estar necesitando nunca se lo proporcionaría un ser humano, y que era un hombre que se encontraba ya probablemente en la última vuelta camino.
Pese a ello, una noche y durante la cena, ocurrió algo que por un momento estuvo a punto desconcertar a Erika Simon, ya que de improviso el anciano tomó el brazo de la muchacha y observó con profundo detenimiento el pequeño reloj adornado con seis diamantes que lucía en la muñeca, para inquirir en tono de fingida intrascendencia:
—¿De dónde lo has sacado?
Fue un instante, apenas una centésima de segundo, pero la fachada de unos famosos almacenes londinenses cruzó como un relámpago por la mente de la muchacha, que por la naturalidad de su rápida respuesta demostró que había aprendido las lecciones que le diera el Capitán Akab.
—Lo compré en Tenerife —replicó con naturalidad—. En los bazares de los hindúes se puede encontrar de todo.
—Ahora lo entiendo —admitió el otro—. Es una marca que no se suele vender en Alemania.
—¿Y es bueno?
—Es bonito.
—Pero ¿es bueno? —insistió ella.
—Eso depende de lo que te haya costado —fue la enigmática respuesta.
Por unos instantes Herman temió que fuera a preguntarle el precio, con lo que muy posiblemente la hubiera dejado en evidencia, pero afortunadamente el anciano pareció dar por zanjado el tema por lo que el incidente careció de importancia.
No obstante durante varios días la muchacha se estuvo maldiciendo a sí misma por no haber seguido al pie de la letra las indicaciones de los agentes del SOE, puesto que había quedado muy claro que conservar algo adquirido en Inglaterra, aunque se tratara de un vulgar reloj barato, constituía una estúpida imprudencia que a punto había estado de poner en peligro el buen fin a una compleja misión tan meticulosamente planificada.
Erika Simon llegó por tanto a la conclusión de que a partir de aquel momento se veía en la obligación de extremar la prudencia, ya que se encontraba compartiendo casa y mesa con un auténtico espía profesional, que sin duda se encontraba en la isla no para tomar el sol, sino porque algo ciertamente importante se debería estar fraguando entre los gruesos muros del enorme caserón.
Por su parte, el Capitán de corbeta Günther Spee demostraba sentir una desaforada admiración por el anciano taciturno que se achicharraba en la hamaca del porche, ya que cuando hablaba de él las palabras se le agolpaban pugnando por salir a un tiempo, y gracias a ello a Herman no le costó un excesivo esfuerzo obtener la información que deseaba sin demostrar un excesivo interés.
—¡Veinte años! —había exclamado en cierta ocasión su compañero de pesca demostrando una vez más la magnitud de su fascinación por la figura del recién llegado—. ¡Dedicó veinte años a un objetivo que todos consideraban inalcanzable! Jamás ser humano alguno ha demostrado tanta paciencia y tanta constancia.
Erika Simon no hizo preguntas.
Se limitaba a vigilar la roja boya.
Atrapar un sargo, un mero o una vieja le permitía desviar la conversación de tal forma que su interlocutor tuviera la falsa impresión de que en realidad le tenían sin cuidado las razones por las que el ya decrépito Wehring se hubiera hecho merecedor de lucir sobre el pecho la tan ansiada Cruz de Hierro.
Al fin, un caluroso mediodía en que habían buscado la protección de unas rocas con el fin de almorzar a la sombra tras haber disfrutado de un relajante baño, el alemán no pudo contenerse, por lo que acabó por relatar con todo lujo de detalles las prodigiosas hazañas de su admirado héroe.
—Ya durante la Gran Guerra se jugó la vida en infinidad de ocasiones —comenzó—. Pero lo que al parecer marcó su destino fue la Gran Humillación por la que tuvo que pasar su mentor y maestro, el almirante Von Reuter, al que adoraba.
—¿Te estás refiriendo a la Vergüenza de Scapa Flow?
—Exactamente.
—Nunca he sabido muy bien qué fue lo que ocurrió en Scapa Flow —admitió la muchacha con absoluta sinceridad—. Los libros de historia ofrecen versiones contradictorias.
—La Gran Humillación fue la Derrota tras la Gran Derrota —le aclaró el otro—. Al acabar la guerra, los ingleses exigieron que todo cuanto quedaba de la armada alemana pusiera rumbo a Scapa Flow con su comandante supremo, el almirante Von Reuter, a bordo del acorazado Friedrich der Grosse a la cabeza. Fue algo en verdad sucio y doloroso; una afrenta que se clavó en el corazón de todos cuantos habían combatido por su patria.
—¿El Relojero entre ellos?
—Más que nadie. Aquel desfile de barcos gloriosos y valientes marinos cruzando cabizbajos ante los altivos navíos ingleses le marcó para siempre, y hay quien asegura que de él provino la idea del suicidio colectivo de la escuadra alemana.
—¿Por qué allí exactamente?
—Porque allí está situada la gran base naval inglesa, Scapa Flow está considerado como el inaccesible santuario en el que los buques de la armada británica han permanecido siempre a salvo de cualquier ataque. Para los ingleses el hecho de conducir a nuestra flota al corazón de su cuartel general con el fin de que, una vez firmado el Tratado de Versalles, todos esos barcos pasaran a engrosar su escuadra, constituía el perfecto colofón a su victoria, pero Von Reuter lo impidió.
—¿Hundiendo la flota?
El Capitán Günther Spee asintió al tiempo que alzaba su vaso lleno de vino de Lanzarote como si con ello pretendiera brindar por quienes habían llevado a cabo tan recordada acción.
—A medianoche del 21 de junio de 1919 los quince acorazados y cruceros alemanes que habían sobrevivido a la Gran Guerra abrieron sus válvulas de fondo y desaparecieron, en menos de veinte minutos bajo las aguas de la bahía de Scapa Flow, donde aún permanecen.
—Triste.
—Terrible más bien. Sus tripulantes sabían no podían continuar combatiendo, pero sabían que de ese modo el enemigo utilizaría sus propios barcos para combatirles el día de mañana, puesto que desde ese mismo instante en el espíritu de la marina alemana se había empezado a gestar la ineludible necesidad de la revancha.
—¿Pretendes decir con eso que esta guerra hubiera resultado ineludible aun sin la existencia de Adolf Hitler?
—Supongo que sí —admitió al cabo de una breve reflexión su interlocutor—. A mi modo de ver el Führer no ha sido más que el aglutinante de un sentimiento nacional que estaba latente en el alma de los auténticos patriotas y que tenía que salir a flote pronto o tarde. Tal vez hubieran pasado diez años más o quizá quince, pero lo que está claro es que un pueblo como el nuestro nunca podría seguir respetándose a sí mismo a no ser que lavara su honor manchado por lo que fue a todas luces una derrota injusta.
—Nunca se me había ocurrido contemplarlo desde ese punto de vista —admitió Erika Simon—. A mi entender, habían sido los nacionalsocialistas los que reavivaron unos rescoldos que parecían definitivamente enterrados.
—Por enterrados que estén, los rescoldos son siempre rescoldos y basta un soplo para convertirlos en llama. El Führer sopló y un sentimiento que estaba reseco y reconcomido ardió.
—¿También prendió en ti?
—También —fue la respuesta—. Y probablemente fui de los primeros, aunque el tiempo y las circunstancias me han obligado a reaccionar reflexionando sobre demasiadas cosas que no acaban de agradarme.
—¿Como qué?
—No viene al caso, ni resulta relevante. Lo que importa es que aquel acto de suicidio colectivo nos conmovió a muchos, y debió ser ése el día en que el taciturno anciano que apenas abre la boca más que para alabar tu trasero o los pechos de Ada, se prometió a sí mismo que algún día se vengaría de la armada inglesa golpeándola allí donde más podía dolerle: en el mismísimo corazón de Scapa Flow, y sobre la tumba de los acorazados alemanes.
—¿Pretendes insinuar que a él se debe…?
Su interlocutor no le permitió concluir la frase, ya que asintió con repetidos y firmes gestos de cabeza al tiempo que exclamaba:
—Únicamente a él.
—¡No puedo creerlo!
—¡Pues créetelo! Juró dedicarse en cuerpo y alma a lo que consideraba su deber, aun a costa de no casarse ni intentar formar una familia.
—Demasiado sacrificio, ¿no te parece?
—Depende de lo que tú consideres demasiado, y depende de lo que él considerara su deber. Para muchos hombres la patria está por encima de su propia familia, y por lo visto para él estaba por encima de la familia que aún no tenía. Quizá por eso: porque todavía no la había formado, no le importó sacrificarla, puesto que lo único que deseaba era regresar al servicio activo, o más bien pasivo, cuanto antes.
—¿Qué quieres decir con eso de «servicio pasivo»?
—Que el Relojero es quizá el único combatiente de la historia que ha ganado una fabulosa batalla más por su pasividad que por capacidad de acción.
—Empiezas a intrigarme.
—Es lo que buscaba, porque tenía la sospecha de que era un tema que no te interesaba en lo más mínimo.
—La guerra siempre me ha parecido un juego de hombres que por desgracia sufrimos principalmente las mujeres.
—No es ningún juego. Es una parte de la evolución de la especie. El ser humano ha progresado gracias a las guerras. Desde el homínido que descubrió que una estaca servía para machacarle el cráneo a un rival, lo cual significó el nacimiento de la primera herramienta, a los nuevos combustibles que acaba de crear el Profesor Walter y que cuando llegue la paz impulsará a los barcos mercantes, cada paso adelante del ser humano suele venir acompañado de sangre enemiga.
—¿Y se te antoja justo?
—Justo o no justo, es la verdad. —Le guiñó su ojo sano lo cual solía costarle un gran esfuerzo puesto que tenía los párpados surcados de cicatrices—. Pero lo que me gustaría es saber si te interesa que te cuente la historia del Relojero, o prefieres que nos enzarcemos en discusiones filosóficas.
—Continúa con la historia.
—¡De acuerdo! —El Capitán Spee carraspeó con el fin de aclararse la garganta antes de señalar—: Al poco de concluir la Gran Guerra, nuestro hombre se trasladó a Francia donde estuvo dos años practicando el idioma al tiempo que se ponía al corriente de los y progresos de la armada francesa. Desde ahí, con nombre supuesto y apoyado por el que más tarde sería almirante Canaris, que ya empezaba a ser una de piezas claves de nuestros futuros servicios de espionaje, se trasladó a Suiza, donde durante tres años se dedicó a estudiar el oficio hasta convertirse en un magnífico relojero.
—¡Caray! Eso si que exige paciencia.
—La paciencia y el trabajo metódico eran su estilo.
—Muy germánico.
—Eso es lo que nos hace superiores a otros pueblos —admitió su interlocutor—. Sabemos que las cosas hechas cuestan tiempo y esfuerzo. Ya con pasaporte suizo se trasladó a Londres, donde montó una relojería y a los dos años pidió la nacionalidad inglesa. —Sonrió con lo que era casi una mueca—. Naturalmente nadie puso en duda las honradas intenciones de un pobre hombre que apenas salía de su taller, por lo que de inmediato se la concedieron.
—¿Es lo que en el argot de los espías se llama un «topo»?
—No. «Topo» es un infiltrado en los servicios secretos enemigos. Esto es lo que podría considerarse un «durmiente», aunque en realidad jamás estuvo dormido, muy por el contrario. En 1933, cuando ya Canaris había sido nombrado jefe absoluto de la Abwehr[1], Albert Oertel, que así se hacía llamar Wehring por aquel entonces, vendió cuanto tenía y decidió que, «por motivos de salud», se trasladaba a vivir a Kirkwall, que es la única ciudad que se alza en las proximidades de Scapa Flow, y en cuyos alrededores se había construido una gran base aeronaval.
—¿Y nadie sospechó de él?
—Quién iba a sospechar de un anciano relojero inglés que se veía obligado a utilizar unas gafas con cristales como culos de vaso.
—Pero yo jamás le he visto usar gafas… —le hizo notar ella.
—Porque no las necesita —fue la rápida respuesta—. El muy jodido tiene una vista de lince, y solamente se las ponía en público aunque admite que le producían terribles dolores de cabeza. Como se dedicaba a dar largos paseos por los alrededores, necesitaba pagar a un muchacho que le sirviera de lazarillo, pues de lo contrario se hubiera precipitado por los acantilados. ¿Crees que alguien habría imaginado que aquella especie de desecho humano, que a duras penas se ganaba la vida vendiendo relojes y tropezaba con todo cuanto encontraba a su paso, era el hombre llamado a romper el cerrojo de la base naval más segura del mundo?
—¡Qué tipo!
—Tú lo has dicho… ¡Qué tipo! Empleó trece años en fabricarse un disfraz perfecto y seis más en descubrir el único punto, ¡uno solo!, por el que se podía introducir un cuchillo en la coraza del enemigo.
—Está claro que con hombres así no podemos perder la guerra.
—Perdimos la otra, pero ahora estamos mejor preparados. Contamos con gente como Wehring capaz de salir día tras día a pasear por los alrededores de una base naval, o pasarse horas sentado en las tabernas de los pescadores escuchando pacientemente cuanto se comentaba sobre mareas, accesos a las ensenadas, obstáculos en los que se enredaban las redes, o formas de burlar la vigilancia de unas patrulleras que nos les permitían faenar en determinados caladeros.
—¿Y empleó seis años más en eso?
—¡Exactamente! Y por lo visto fueron seis años de soledad, de no poder confiar en nadie, de soportar frío, lluvia y niebla en uno de los lugares más desolados del planeta, pero donde, cuando las fuerzas le flaqueaban, se rehacía contemplando los restos del acorazado Hindenburg cuyas chimeneas aún se distinguían a ras del agua porque aquél era el símbolo de una humillación que continuaba clamando venganza.
Erika Simon quedó en silencio, contemplando la espuma de las olas que iban ganando en fuerza a medida que subía la marea, tratando de hacerse una idea de qué cantidad de rencor debía esconder un corazón humano para obligar a su dueño a dedicar toda una vida a buscar un paso entre los arrecifes de un conjunto de islotes perdidos en los confines del Atlántico.
Quien escogió aquel lugar, en el extremo norte de Escocia, allí donde el océano suele golpear con inusitada furia, llueve la mayor parte del año y cuando no diluvia la bruma lo cubre todo con un melancólico manto de tristeza, sabía muy bien que aquélla era la mejor caja fuerte que pudiera sonarse para mantener fuera del alcance enemigo a la más poderosa flota que hubieran conocido los mares.
La grandiosa ensenada se encontraba circundada por islas, islotes, bajíos y arrecifes en lo que constituía un intrincado laberinto que únicamente los más experimentados prácticos de la armada conocían al dedillo, y a tanta dificultad natural se habían añadido campos de minas, viejos barcos hundidos, redes antisubmarinas, enormes pontones y pesadas compuertas de acero que tan sólo se abrían o cerraban en el momento en que un buque inglés anunciaba su paso.
Prácticamente fuera del radio de acción de la aviación enemiga, protegida por una base aérea cuyos aparatos siempre estaban listos para repeler cualquier ataque, erizada de pantallas de radar que detectaban el movimiento de una simple bandada de gaviotas y prohibido el acceso por tierra a quien no fuera de absoluta confianza, Scapa Flow se había convertido en la auténtica joya de la corona británica, y en el último bastión de un país que estaba convencido de que su invicta armada seguía constituyendo su mayor esperanza de salvación en aquellos momentos de terrible incertidumbre.
No importaba que los ejércitos alemanes se adueñaran de Europa; no importaba que sus aviones machacaran Londres; no importaba que en el norte de África se estuvieran librando crueles batallas de incierto futuro. Mientras la escuadra permaneciera intacta, el canal de la Mancha continuaría constituyendo un brazo de mar infranqueable cualquiera que fuera el enemigo.
Abofetear a Inglaterra en el corazón de Scapa Flow habría significado por tanto desmoralizar a un pueblo que demostraba saber encajar todo tipo de golpes y castigos, pero no bofetadas.
Eso era lo que al parecer el viejo relojero se había propuesto: herir allí donde más dolía, en el orgullo de una orgullosa nación tradicionalmente marinera.
Tarde tras tarde, con viento o con lluvia, con niebla o con frío, Alfred Wehring cerraba su pequeño negocio, tomaba el brazo de un inocente muchacho que le servía de guía y que no tenía ni la más mínima idea del daño que estaba causando a los suyos, e iniciaba, tambaleante, la andadura que le habría de conducir a las playas, las praderas o los acantilados que rodeaban Kirkwall.
De tanto en tanto se detenía, se despojaba de las gruesas gafas y entrecerraba los ojos fingiendo que era incapaz de distinguir una vaca a tres metros, pero lo que en realidad estaba haciendo era tomar buena nota cuanto se extendía a su alrededor.
Jamás cargó consigo una cámara, ni jamás tomó una sola fotografía que pudiera alertar sobre sus auténticas intenciones.
Todo lo confiaba a su prodigiosa memoria.
Luego, a la caída de la tarde, el paseo solía concluir en una taberna del puerto en la que se atiborraba whisky hasta casi perder el sentido, para regresar dando tumbos a su humilde vivienda con la evidente intención de dormir la borrachera.
Pero lo cierto es que jamás dormía tales borracheras. Lo cierto es que se despejaba a base de una de agua helada, se encerraba en el sótano, y a reproducir a plumilla y con meticulosa exactitud cada accidente del paisaje que había estado tiempo recorriendo al tiempo que anotaba en gruesos cuadernos hasta la última palabra que le había llegado a los oídos.
Su inconcebible paciencia, su constancia, su prudencia, y su frío valor a toda prueba, dieron como justo fruto que un buen día abrigara el absoluto convencimiento de que tan inaccesible fortaleza tenía, como casi todo en este mundo, un minúsculo talón de Aquiles.
Tras infinitas horas de estudio y dedicación estableció sin la menor sombra de duda, que existía un punto, rozando casi las paredes de la isla Pomona, en el canal que llamaban Lamb Holin, apenas a unos quince metros de los arrecifes que rodeaban el islote de Burray, en el que los viejos barcos hundidos años atrás como barreras de protección se habían deteriorado de forma harto notable a causa del óxido y el continuo batir del oleaje.
El viejo carguero que se encontraba más pegado a tierra había perdido con el transcurso de los años la mayor parte de su obra muerta, dejando con ello un hueco lo suficientemente espacioso como para que, aprovechando la marea alta, semisumergido en una noche sin luna y con la mar en calma, un submarino de mediano tamaño pudiera intentar la aventura de forzar la entrada a la bahía para abatirse como un halcón sobre una escuadra dormida.
El 12 de septiembre de 1939, a los veinte años y tres meses de la Gran Humillación, el Relojero envió por fin un mensaje cifrado a una empresa de joyería de La Haya para que le fuera retransmitido de inmediato al almirante Canaris:
«Ha llegado el paquete».
«Ha llegado el paquete». En Berlín casi no podían creérselo.
«Ha llegado el paquete». La larga, la casi interminable espera, había concluido.
Canaris convocó a Doenitz y juntos llegaron a la conclusión de que demostrarle a los británicos que podían «meterles el dedo en el ojo», allí donde menos se lo esperaban, se convertiría en una apoteósica victoria moral difícilmente cuantificable.
A partir de esos momentos se puso oficialmente en marcha la Operación Baldur para lo cual se enviaron submarinos y aviones de reconocimiento que fotografiaron desde el aire y desde el mar, el lugar exacto que el Capitán Wehring ya había descrito minuciosamente por medio de una larga carta cifrada.
Tan sólo faltaba seleccionar a los hombres que habrían de llevar a cabo una dificilísima misión que cabía considerar casi suicida.
No cabía duda alguna de que, tal como el Relojero aseguraba, con el mar en calma, noche sin luna y a la hora de máxima subida de la marca, un submarino tripulado por locos podía intentar la aventura de penetrar en la inmensa bahía, pero resultaba evidente que, a poco que se entretuviera localizando a sus blancos entre los incontables vericuetos de los arrecifes, esa marea comenzaría a retirarse, con lo que quedarían definitivamente atrapados en el interior de una ratonera en la que el asdic de los destructores enemigos no tendría la más mínima dificultad a la hora de localizarlos.
Una sola carga de profundidad bastaría para conseguir que se quedaran a hacer eterna compañía a los ya carcomidos restos de la flota del almirante Von Reuter.
—¿A Quién enviaremos?
—Lógicamente al mejor.
—¿Y Quién es el mejor?
—El más valiente, el más frío, el más capacitado, y aquél a quienes sus hombres seguirían hasta el mismísimo infierno, si les ordenase sumergirse en las calderas del diablo.
—¿Existe?
—Existe.
—¿Y se llama?
—Günther Prier. Treinta y un años, seis de ellos en la marina, y comandante del U-47.
—Que venga.
A finales de septiembre el almirante Doenitz comunicó al joven comandante Prier los pormenores de la misión, concediéndole cuarenta y ocho horas de tiempo para aceptarla o para ceder al capitán de corbeta Schultze, comandante del U-48 y el primer submarinista condecorado por haber hundido cien mil toneladas de buques enemigos, el dudoso honor de pasar a engrosar la lista de los barcos alemanes que dormían el sueño eterno en los lodosos fondos de una ensenada del norte de Escocia.
Günther Prier estudió durante toda una noche los mapas, sopesó los pros y los contras y a primera hora del día siguiente telefoneó a Doenitz.
—Creo que las condiciones idóneas deben darse entre el trece y el catorce de octubre. Estoy listo para zarpar.
—Así solía hacer las cosas mi tocayo —exclamó el Capitán de corbeta Günther Spee sirviéndose una copa de coñac de la petaca de plata que siempre llevaba en el bolsillo posterior del pantalón, mientras recostaba la cabeza en una roca y observaba el mar con la mirada perdida en los recuerdos del pasado—. Siempre dispuesto a todo, pero siempre escrupuloso con los detalles y matemáticamente calculador hasta la exasperación.
—¿Le apreciabas mucho? —Le apreciaba, le envidiaba y le admiraba. Incluso le envidié cuando su barco desapareció definitivamente, puesto que al menos tuvo el final que siempre había deseado.
—¿Qué ocurrió exactamente en Scapa Flow?
—Que Günther se presentó en el lugar exacto poco antes de la medianoche de aquel trece de octubre e inició la maniobra de aproximación, pero cuando estaba ya a punto de penetrar en la bahía unos cables sueltos de los barcos que tenía bajo la quilla, lo atraparon. En esos momentos, un inglés montado en bicicleta pasó a menos de treinta metros de donde se encontraban casi totalmente emergidos. Fueron momentos de angustia porque en aquella situación les resultaba imposible avanzar o retroceder…
El Capitán Spee hizo una pausa puesto que era un hábil contador de historias que sabía cómo captar la atención de su interlocutora con el fin de mantener la tensión de un relato que sin duda le apasionaba, pero al poco continuó:
—Por suerte… —dijo—. El ciclista pasó de largo y Günther maniobró con su habilidad de siempre librándose de los cables y consiguiendo penetrar por primera vez en la historia en el santuario de la todopoderosa armada inglesa, donde lo primero que hizo fue arrojar su gorra al agua en homenaje a la escuadra alemana que descansaba en el fondo.
—No me lo imaginaba romántico.
—Pues lo era, y mucho. La verdadera acción nunca ha estado reñida con el sentimentalismo. Más bien suelen ser los hombres incapaces de arriesgar la vida por nadie los que no lloran en el cine ni se conmueven por las risas sencillas. Günther era un hombre apasionado, pero capaz de convertirse en un tímpano de hielo en cuestión de segundos. —El marino del rostro destrozado por las cicatrices aventuró una de aquellas sonrisas que más bien parecían muecas—. Esa noche debió mostrarse de ambas formas puesto que unos minutos más tarde apareció ante sus ojos el Royal Oak, un impresionante acorazado que contaba con una tripulación de casi ochocientos hombres. Por desgracia, el grueso de la flota enemiga, incluido un portaaviones, había zarpado esa misma mañana pero Günther no dudó un segundo y se aproximó a poco menos de una milla de distancia y le largó una andanada de cuatro torpedos.
Nuevo silencio hasta que la impaciente Erika inquirió en tono apremiante:
—¿Y…?
—Uno de ellos ni siquiera salió del tubo, dos no explotaron, Y el tercero lo hizo con tan Poca potencia que apenas abolló el casco.
—¡No puedo creerlo!
—Nuestros torpedos fallan demasiado.
—¡Pero que fallen todos en un momento como ése!
—Indignante pero cierto. Günther viró en redondo buscando escapar a toda prisa convencido de que en cuestión de minutos la bahía se convertiría en un infierno en el que docenas de barcos andarían tras su rastro, pero cuando se encontraba a punto de salir por donde había entrado advirtió, estupefacto, que los ingleses ni siquiera habían dado la voz de a arma.
—¿Y eso?
—El oficial de guardia a bordo del acorazado llegó a la conclusión de que probablemente se había tratado de una pequeña explosión de una caldera, por lo que tomó la decisión de no molestar al contralmirante Biagrove que dormía plácidamente en su camarote.
—Chapuza tras chapuza por lo que veo.
—Así es la guerra —fue la casi divertida respuesta—. Günther calculó que le quedaba el tiempo justo para intentarlo de nuevo, recargó a toda prisa, volvió a virar en redondo y lanzó los tres únicos torpedos de que disponía.
—¿Y estallaron?
—¡Los tres! A los pocos instantes pedazos del Royal Oak llovían sobre el submarino, el cielo se iluminaba, y el acorazado giraba sobre sí mismo yéndose al fondo con setecientos ochenta hombres, incluido un contralmirante que no tuvo tiempo ni de calzarse las zapatillas.
—¿Y Günther Prier?
—Escapó ileso, a tres millas mar adentro recogió al Relojero que le esperaba en una balsa neumática, y juntos emprendieron el regreso a Alemania donde el Führer les impuso personalmente la Cruz de Hierro.
—O sea que ese adorable ancianito al que lo único que parece importarle es tomar el sol, es en realidad un auténtico héroe.
El otro asintió convencido.
—El héroe más héroe que haya existido
—¿Quién lo diría al verle?
—Eso es lo peor que tiene el hecho de envejecer, pequeña. Las arrugas impiden captar la grandeza del alma, como si ésta tan sólo pudiera mostrarse a la luz cuando existen una piel tersa y unos ojos brillantes.