—Perdóneme la indiscreción de la pregunta, señorita, pero dadas las circunstancias, no me queda otro remedio que hacerla… —Los dedos tamborilearon nerviosamente sobre la mesa, pero al fin se quedaron muy quietos y las palabras restallaron como una pequeña explosión en el pesado silencio en que se había sumido la luminosa sala—: ¿Es usted virgen?

Erika Simon recorrió con la vista los severos rostros de los tres hombres y la mujer que se sentaban al otro lado de la gruesa y oscura mesa de caoba, se humedeció los labios con un gesto que denotaba su incomodidad, y al poco inquirió a su vez:

—¿Tiene importancia?

—Mucha.

Tras un nuevo silencio y un nuevo humedecimiento de los labios, la muchacha afirmó con un leve ademán de cabeza.

—Sí —admitió—. Lo soy.

—¿Está completamente segura?

—¡Por Dios…! —fue la burlona respuesta—. Si yo no lo estoy, ¿quién más puede estarlo?

Resultó evidente que semejante aclaración desilusionaba, o más bien desconcertaba, a los presentes, que se limitaron a intercambiar significativas miradas de desolación hasta que al fin el hombre de la cuidada barba rojiza, que era quien llevaba la voz cantante, puntualizó al tiempo que cerraba la carpeta de tapas amarillentas que tenía ante sí:

—En ese caso puede retirarse.

Ahora fue Erika Simon quien se mostró a todas luces confusa, inició apenas el gesto de erguirse, pero de inmediato pareció cambiar de opinión optando por continuar sentada, muy recta, en la alta butaca.

—Disculpe mi insistencia, señor, pero el hecho de que sea usted quien preside esta reunión me obliga a pensar que se trata de algo ciertamente importante… —Tomó aire como si lo necesitara para añadir—: ¿Tan esencial resulta que sea o no virgen?

—Me temo que sí.

—En ese caso, me permito recordarle que ése es un defecto que se puede solucionar rápidamente. Si, como resulta evidente, han llegado a la conclusión de que yo podría ser la persona elegida para este trabajo, no veo por qué razón un detalle tan nimio descalifica mi candidatura.

—No se trata de un detalle tan nimio —intervino la severa matrona que ocupaba el extremo más alejado de la mesa—. Buscamos a alguien con una cierta experiencia.

—¿Se refiere a experiencia sexual?

—Exactamente.

—¿Y cuánto tiempo cree que tardaría en obtenerla si me lo propusiera? —quiso saber la muchacha con un deje de marcada ironía en la voz—. ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Un año?

—¡Por amor de Dios, señorita…! ¿Cómo se le ocurre…?

—Se me ocurre porque han sido ustedes quienes han sacado el tema a colación —protestó ella a su vez—. Llevo casi dos años encerrada en un mísero cuartucho del sótano, traduciendo documentos o copiando informes, y cuando entro aquí y presiento que ha llegado mi hora, van y me salen con esa tontería de la virginidad. ¿A quién diablos le importa si soy o no virgen?

—A nosotros… —replicó flemático el severo pelirrojo—. ¡Y mucho!

—Pues si hacen una pausa para almorzar, a la hora del café‚ ese tema estará definitivamente solucionado…

Nuevo intercambio de miradas, cuchicheos, gestos de desaprobación, y lo que pareció una especie de referéndum, hasta que al fin el hombre que llevaba la voz cantante señaló:

—Resulta evidente que está usted dispuesta a todo, y lo cierto es que frente a lo mucho que nos veremos obligados a exigir de usted, el hecho de perder la virginidad no parece el mayor de los sacrificios. —Carraspeó repetidas veces antes de concluir—. Creo que se arrepentirá de haber dado este paso, pero es su decisión y la respeto.

—¡Gracias, señor!

—No tiene por qué‚ darlas, se lo aseguro… —De nuevo tamborileó una y otra vez sobre la mesa—. Cambiemos de tema… ¿Qué nos puede decir sobre su familia?

—No estoy segura, señor.

—¿Qué quiere decir con eso de que no está segura?

—Lo que he dicho, señor. Es posible que en estos momentos mis padres y mis hermanos estén vivos, pero también es posible que estén muertos… ¿Quién sería capaz de asegurarlo sin miedo a equivocarse en los tiempos que corren?

—¡Entiendo…! Los tiempos son en verdad difíciles. Muy, muy difíciles, sobre todo para alguien como usted. —Hizo una corta pausa, se inclinó como para estudiar con mayor atención los documentos de la carpeta pese a que resultaba evidente que los conocía de memoria, y al fin añadió—: Por lo que hemos oído resulta evidente que no está casada y tampoco tiene amantes… —La miró a los ojos con extraña fijeza—. ¿Quizá algún amigo al que le una algo muy especial…?

—Nada realmente especial —le tranquilizó de inmediato ella—. El trabajo ocupa la mayor parte de mi tiempo.

—¡Bien…! —La Voz Cantante se tomó un tiempo antes de decidirse a continuar, pero al fin lo hizo en el tono firme y seco de quien está acostumbrado a dar órdenes—. En ese caso le voy a poner al corriente de la naturaleza de su misión para que esté en disposición de decidir si desea formar parte de ella pese a todos los «sacrificios» que vamos a exigirle… —Sonrió casi imperceptiblemente al inquirir—: ¿Tiene usted una idea de dónde se encuentra la isla de Fuerteventura?

Erika Simon frunció el ceño, apretó los dientes, rebuscó en su memoria, y por último se vio en la obligación de admitir:

—Ni la más remota, señor…

—No se preocupe… Le confieso que hasta hace poco más de un mes yo hubiera jurado que se encontraba en el Caribe…

Esa noche, de regreso a su pequeño apartamento, lo primero que hizo Erika Simon fue abrir un viejo atlas y comprobar que, efectivamente, Fuerteventura no se encontraba en el Caribe, sino que formaba parte de un perdido archipiélago que se desparramaba por el Atlántico Norte, casi a tiro de piedra de la costa del desierto del Sáhara.

No encontró más información por parte alguna, por lo que tuvo que contentarse con admitir que se trataba de un minúsculo y remotísimo lugar que casi de puro milagro aparecía en los mapas.

Quería recordar que en el colegio alguien, alguna vez, se refirió a las islas Canarias como un lugar exótico, con volcanes, hermosas playas, palmeras, monos, loros y nativos semidesnudos que bailaban danzas típicas, pero tampoco podía asegurar si tales recuerdos se referían a tal lugar, o a la muchísimo más lejana Polinesia.

—Sea como sea —se dijo—, es allí donde tengo que ir y allí estaré.

A las seis en punto de la mañana un inquietante automóvil negro la esperaba ante el portal, un impasible chofer uniformado cargó su escaso equipaje en el portamaletas, y en poco más de una hora la trasladó, sin pronunciar palabra, hasta una hermosa mansión de vieja piedra gris rodeada de cuidadísimos prados en los que pastaban medio centenar de nerviosos caballos y aburridas vacas.

Un hombre que rondaría la treintena, de ensortijado cabello muy negro, ojos claros, estatura media y agradable sonrisa, la aguardaba en lo alto de la semicircular escalinata, y le tendió la mano al tiempo que hacía un amplio gesto de aprobación guiñando un ojo.

—¡Bienvenida…! Eres muchísimo más atractiva aún de lo que me habían asegurado… Me llamo Bruno… —Arrugó la nariz como un conejo—. Y se podría decir que soy tu nuevo «jefe». —La tomó afectuosamente por el brazo y la acompañó al interior del edificio con un nada afectado gesto de camaradería—. En realidad no soy exactamente tu «jefe». Aunque me encuentre al mando, lo cierto es que el nuestro es un equipo que no se puede permitir el lujo de fracasar, y que la pieza clave eres tú. Por lo tanto, todos trabajaremos para ti día y noche… ¿Ha quedado claro?

—Muy claro.

—¿Tienes hambre?

—Un poco…

—¡Bien…! Tomaremos algo antes de presentarte a los encargados de tu adiestramiento. Debemos estar dispuestos dentro de quince días, y es mucho lo que tienes que aprender en ese tiempo. Especialmente en lo que se refiere a lenguaje corporal.

—¿Lenguaje corporal? —repitió la muchacha un tanto desconcertada—. ¿Qué quieres decir con eso?

—A que tienes que aprender a hablar con el cuerpo. Contamos todo lo que tengas que decir sin necesidad de pronunciar una sola palabra, o sin que quien te observe sepa que lo haces. —Le acomodó la silla en la larga mesa de un amplio y lujoso comedor, y de inmediato fue a tomar asiento a su lado—. Pero ya hablaremos de todo eso a su tiempo… ¿Huevos con jamón o filete con patatas fritas?

—¿Me tomas el pelo?

—¡Dios me libre! Lo único que pretendo es que engordes un poco con el fin de que te conviertas en una mujer auténticamente irresistible… —Le golpeó afectuosamente el dorso de la mano—. ¡Y ésa es tarea fácil! Ahora háblame de ti.

—Primero tú —fue la tranquila respuesta—. Si eres «el jefe» debes conocer a fondo mi expediente, y para contarte más debo tener al menos una ligera idea de con quién hablo o no estaremos en igualdad de condiciones…

Su interlocutor inclinó la cabeza sobre el hombro mientras la observaba con cierto aire de burla, entrecerró los ojos y acabó por asentir con una leve sonrisa burlona.

—¡De acuerdo! ¿Huevos o filete?

—Filete… Muy poco hecho.

—Yo también… —Se volvió a la joven camarera de blanca cofia e inmaculado delantal que aguardaba desde hacía unos instantes al otro lado de la mesa—. Ya has oído, querida… dos enormes chuletones sangrantes con un montón de crujientes patatas fritas. Y el mejor vino que nos quede.

—¿Ensalada?

—¡Desde luego! No todos los días se recibe a alguien tan especial… —En cuanto la camarera desapareció tras la puerta se volvió de nuevo a Erika—. ¡Y bien…! —exclamó—. ¿Qué quieres saber con respecto a mí?

—Todo lo que consideres prudente que debo saber.

—¡De acuerdo! Como ya te he dicho, mi nombre es Bruno. Bruno Alvarado Powers, y soy hijo de padre español y madre inglesa. Por eso, porque soy ingeniero naval, y porque nací y me crié‚ en las islas Canarias, me eligieron para coordinar este operativo. A menudo tengo la impresión de que en realidad me considero más canario que británico, pero tú debes saber, mejor que nadie, que hoy en da las prioridades no cuentan… ¡Pero no dramaticemos! Todo va a salir a pedir de boca. ¿Qué‚ más quieres saber?

—Cuéntame algo sobre las islas Canarias, porque lo cierto es que apenas tengo una remota idea… Si son tropicales, lluviosas, frías o calurosas… Cuánta gente vive en ellas y si se trata de blancos o de negros.

—Las islas son siete, y muy diferentes entre sí. La Palma, La Gomera y gran parte de Tenerife y Gran Canaria son húmedas, verdes y muy montañosas, pero las que se encuentran más cerca de África, Lanzarote y Fuerteventura, son bajas, áridas y casi desérticas.

—¿Calurosas?

—No demasiado, ya que los vientos alisios que llegan del norte las refrescan durante casi todo el año.

—¿La población es de mayoría negra?

—¿Negra…? —Se sorprendió el otro—. Te garantizo que hay cien veces más negros en Londres que en Canarias. No se encuentran en el Caribe, ni en el golfo de Guinea. Se encuentran en el Atlántico Norte, y si existe algún canario negro supongo que será hijo de inmigrantes.

Erika Simon guardó silencio mientras la camarera colocaba ante ella una enorme fuente de crujiente pan blanco y una montaña de auténtica mantequilla que no se solía ver a diario, y cuando volvieron a encontrarse a solas inquirió con marcado interés:

—Antes de seguir aclárame una cosa… ¿Te escogieron para esta misión, o te ofreciste voluntario?

—Un poco de todo —fue la tranquila respuesta—. Como en tu caso, pero lo que importa no es el modo en que hemos llegado hasta aquí, sino que seamos las personas idóneas para llevar, y nunca mejor dicho, ese maldito barco a buen puerto.

—¿Crees que realmente existe ese barco?

—Eso parece. Los hombres de nuestro buen amigo Barbarroja no suelen perder el tiempo atendiendo a rumores o persiguiendo fantasmas. Saben lo que hacen, y la mejor prueba está en que nos han elegido personalmente… —Le sacó la lengua y se llevó un enorme pedazo de pan con mantequilla a la boca, pero antes de comenzar a masticarlo comentó sonriente—: Por cierto, a partir de ahora ya no te llamas Erika. Tu nombre en clave es «Herman».

—¿Y eso…?

—En primer lugar porque conviene que tengas un nombre masculino con el fin de no facilitar pistas, y en segundo como homenaje a Herman Melville, ya que nuestra operación se va a llamar «Moby Dick»…

—Un nombre muy bien elegido, sin duda alguna.

—¡Gracias! Lo elegí yo. ¿Has leído Moby Dick?

—De niña… Y si no recuerdo mal acababa de un modo trágico. O mucho me equivoco, o la gigantesca ballena blanca arrastraba al fondo de los abismos al vengativo capitán Akab.

—En efecto —admitió él—. Pero confío en que nuestra historia tenga un final muy diferente, y sea Akab quien capture a la ballena.

—¿Y tú serás el capitán Akab? —Ante el mudo gesto de asentimiento sonrió divertida—. ¡Era de suponer! —Le observó con atención al añadir—: ¿Y qué es lo que te mueve a perseguirla: el odio personal o los barriles de aceite?

—No sabría decírtelo —fue la sincera respuesta—. Aunque no creo que al capitán Akab le importara gran cosa el beneficio que pudiera obtener a la hora de convertir a la ballena en aceite.

—¡Desde luego que no! Lo único que le movía era el odio, y lo que me preocupa es que acabemos también con una pata de palo…

—La pata de Akab no era de palo, sino de hueso de ballena, —le corrigió Bruno Alvarado con naturalidad—. Pero ése es un detalle que carece de importancia. Lo que sí te recomiendo es que vuelvas a leer el libro puesto que contiene muchas claves de lo que ser nuestro trabajo, y gran parte de los seudónimos de nuestra gente están basados en sus personajes. —Bruno, alias Capitán Akab, se puso en pie con el fin de desperezarse abriendo mucho la boca, alzando el brazo derecho en vertical, y colocando el izquierdo en posición horizontal—. Esto quiere decir que todo va bien —comentó.

—¡Perdón…! —Se sorprendió ella.

—Te estoy indicando que cuando te despereces con el brazo derecho hacia arriba y el izquierdo hacia un lado sabremos que no tienes ningún problema. —El Capitán Akab le guiñó un ojo con picardía al tiempo que cambiaba de posición al añadir—: Sin embargo, si lo haces al contrario, nos estarás indicando que las cosas se complican y debemos acudir en tu ayuda.

—¡Espera un momento! —le interrumpió ella—. Así quiere decir todo bien… Y así significa que algo va mal.

—¡Exactamente!

—Parece fácil.

—Pues no lo es, te lo aseguro. Tendrás que contamos un sinfín de cosas desde varios kilómetros de distancia, por lo que cada gesto de tu cuerpo deber estar tan coordinado como si hablaras o escribieras. Un error tuyo, o una mala interpretación por nuestra parte significará el fracaso con todo lo que ello trae aparejado.

—¿Y para qué existen las radios o los teléfonos?

—Para que cualquier estúpido los interfiera y descifre lo que estás diciendo. Además adonde vamos no hay teléfonos, y una radio sería captada y descubierta a los dos días. El nuestro tiene que ser como el lenguaje de los sordomudos, pero en lugar de las manos usarás todo el cuerpo.

—¿Y tengo dos semanas para aprender?

—Ni un día más, ni uno menos.

—¿A quién se le ocurrió una idea tan peregrina?

—A mí. Y no tiene nada de peregrina. Está basada en el viejo sistema de comunicaciones por medio de banderas que se usa en la marina, con la única diferencia de que en este caso no podrás usar banderas y tendrás que hacerlo sin que nadie sospeche. Quien te vea deberá imaginar que estás haciendo gimnasia porque les debes hacer creer que eres una auténtica obsesa de tu estado físico.

—¡Odio la gimnasia! —masculló Erika Simon lanzando un corto bufido.

—En ese caso, querida, será mejor que te vuelvas a casa —le hizo notar Bruno Akab en tono seco y casi de reconvención—. Por lo que tengo entendido, te vas a pasar horas haciendo gimnasia, tanto en el suelo como en las más diversas camas.

Ella le dirigió una larga mirada despectiva.

—Ésa ha sido una observación grosera y gratuita.

—Grosera sí —admitió su interlocutor con naturalidad—. Gratuita no, porque una de mis obligaciones es hacerte comprender qué es lo que serás a partir del momento en que pongas el pie en Fuerteventura, y qué es lo que tendrás que soportar si pretendes tener éxito. —Hizo un gesto hacia la puerta—. Al cruzar el umbral de esta casa has dejado de ser una «señorita» —añadió—. Puede que por unos días sigas siendo virgen, pero desde hace un rato todo el que quiera te puede tratar como a una puta. Y cuanto antes te acostumbres a ello, mejor.

Durante largos minutos se limitaron a devorar en silencio los gruesos chuletones con patatas fritas que les acababan de servir, como si fuera aquél un «tiempo muerto» que se concedieran para reflexionar sobre cuanto se había dicho hasta ese instante.

Erika Simon, alias Herman, necesitaba asimilar que lo que su compañero de mesa acababa de expresar con tanta crudeza se ceñía a la verdad, y el canario entendía a su vez que la muchacha se mostrara hasta cierto punto herida y confusa.

Por último, y cuando ya habían sido retirados los platos vacíos y se disponían a tomar el café, la muchacha inquirió con cierta amargura:

—¿De verdad crees que me van a tratar como a una vulgar prostituta?

—Me temo que sí… —admitió con dolorosa honradez el interrogado—. No puedo saber qué es lo que ocurre allí, ni cuáles son las normas, pero la situación no parece la más propicia para andarse con miramientos. Sospecho que se abusa del alcohol, y de todos es sabido que el alcohol nunca ha hecho buenas migas con la educación o el comedimiento. Pocas cosas existen en la vida más zafias y repugnantes que un marinero borracho.

—Ése a quien llamas Barbarroja me dio a entender que no tendré que alternar con simples marineros.

—No, desde luego. No se trata de simples marineros, pero te puedo asegurar que cuando tiene unas cuantas copas de más, hasta un almirante se puede comportar como un cerdo.

—¿Estás pretendiendo que me dé por vencida antes de empezar? —se lamentó ella evidentemente molesta.

Su interlocutor hizo una pausa, encendió una minúscula cachimba de cazoleta cubierta, lanzó una primera bocanada de humo, colocó con cuidado la cerilla en el cenicero, y tras todo ello negó agitando repetidas veces la cabeza.

—¡En absoluto! —dijo—. Nada más lejos de mi ánimo. Pero de la misma forma que un sargento enseña a los soldados a arrastrarse entre las alambradas o a manejar un arma para defenderse, mi obligación es advertirte de los peligros que corres y de los problemas a los que vas a enfrentarte… —Lanzó un chorro de humo que sobrevoló la mesa para formar curiosos dibujos sobre el haz de luz que penetraba por la ventana del fondo, y concluyó—: No sé si te has detenido a meditar en ello, pero lo que te estás jugando es la vida.

—Lo sé. La mía y tal vez la de muchos.

—Me alegra que lo entiendas. Si realmente Fuerteventura es lo que sospechamos, no puedo arriesgarme a enviarte allí a no ser que esté plenamente seguro de que te comportarás como se espera de ti. Un fracaso significaría una catástrofe irreparable, puesto que pondríamos sobre aviso al enemigo que no nos concedería una segunda oportunidad.

—No fallaré.

—¿Estás segura?

—Completamente.

—¡De acuerdo…! En ese caso ¿qué me responderías si ahora te pidiera que te metieras debajo de la mesa y me hicieras una mamada?

Ella le observó perpleja.

—¿Una qué? —inquirió con voz quebrada.

—Una mamada.

—¿Y eso qué es?

El autodenominado Capitán Akab lanzó un ronco reniego que pretendía hacer patente la magnitud de su frustración antes de puntualizar con fingida delicadeza:

—Una mamada quiere decir una «mamada». Una «felación» en lenguaje sofisticado. Un «pompino» para los italianos. ¿No me digas que nunca has oído hablar de mamadas?

—Como de Fuerteventura… ¡Ni la más remota idea!

—¡La leche…! —suspiró el otro sin poder evitar una burlona sonrisa—. Debo admitir que la cruda realidad es bastante peor de lo que sospechaba. Tienes veintitrés años, eres muy atractiva y lo serás mucho más en cuanto te hayamos puesto en forma, pero te conservas virgen y ni siquiera has oído hablar de algo que suelen practicar la mayoría de las chicas. ¿Qué clase de educación te dieron?

—La mejor.

—Eso resulta evidente, querida. Muy evidente. Aunque en este caso particular la mejor educación se convierte, por desgracia, en la peor. ¿Estudiaste en un colegio de monjas?

—¡Qué tontería! —le hizo notar ella en un tono casi de burla—. ¿Acaso no has leído mi expediente?

—¡Sí, claro que lo he leído! ¡Y claro que es una tontería! Pero es que todo esto resulta tan absurdo y tan… ¿incómodo?

Erika Simon se tomó un cierto tiempo para responder, y cuando al fin lo hizo fue para abrir los brazos e indicar con un amplio ademán la lujosa estancia en que se encontraban, y la mesa cubierta con un blanco mantel bordado.

—¿Incómodo? —repitió—. Millones de personas darían lo que fuera por sentirse igual de incómodos. Están mandando a miles de chicos a que los maten pasando hambre, frío, miedo y calamidades, y a ti te resulta «incómodo» hablar de algo que carece por completo de importancia. —Hizo un gesto con la mano hacia la entrepierna de su interlocutor inclinándose apenas hacia adelante—. Supongo que me he hecho una idea de lo que significa eso de la «mamada». Resulta harto expresivo, y para que te convenzas de que puedo hacer bien mi trabajo estoy dispuesta a meterme debajo de la mesa y empezar a practicar desde este mismo instante.

—¡Oh, vamos, por favor! —Se alarmó él—. Tan sólo era una forma de hablar. Estoy preocupado por ti, eso es todo. Creo sinceramente que eres lo mejor que podíamos encontrar para esta misión, pero no puedo olvidar que debemos reforzar tu punto débil.

—Mi «punto débil»… —señaló ella sonriendo con ironía— suele ser el punto débil de la mayoría de las mujeres, lo que ocurre es que unas lo tienen por exceso, y otra por defecto. Lo reforzaremos y en paz.

—¡Resultas increíble!

—¿Verdad que sí?

—Verdad… —admitió su interlocutor—. Y ahora vamos a conocer al resto del grupo.

Eran cuatro hombres y dos mujeres que aguardaban pacientemente en una severa y espaciosa biblioteca, y que se limitaron a tenderle la mano en silencio sin dejar por ello de analizar con minuciosa atención cada uno de sus gestos.

Podría creerse que por la mente de todos rondaban los mismos pensamientos, ya que debían estarse preguntando si aquélla en apariencia apocada jovencita que vestía ropas adquiridas en un mercadillo callejero, podría llegar a convertirse en una atractiva y experimentada prostituta de lujo.

—Magdala está aquí para enseñarte todos los trucos del oficio —puntualizó Bruno Alvarado, colocando la mano sobre el hombro de una malencarada y provocativa pelirroja, que parecía sentirse orgullosa por el hecho de practicar el que había dado en llamarse «oficio más viejo del mundo»—. Tiene fama de ser la profesional más cara de Londres, y si tuviéramos que pagarle por horas nos costaría lo que tres tanques. Ha accedido a revelarte sus secretos por puro patriotismo.

—Intentaré‚ comportarme como una alumna aventajada…

—Eso esperamos todos. —Bruno se volvió a cuantos habían tomado asiento nuevamente—. Como ya sabéis, su nombre en clave es «Herman», y es el único que se debe emplear a partir de este momento.

—Es bastante mejor que el «Queequeg» con que me han bautizado a mí —señaló con agria intención un hombretón de enormes mostachos y aspecto de boxeador—. Melville lo describe como una especie de monstruo salvaje, tatuado de los pies a la cabeza.

—Sin embargo acaba convirtiéndose en uno de los personajes claves de la novela, y en el mejor amigo del protagonista.

—Sí —admitió el otro de mala gana—. Pero ¿cuándo nos dejamos de tonterías y empezamos a trabajar en serio? No nos queda mucho tiempo.

—Ya hemos empezado… —El medio canario se volvió a Erika para inquirir—. ¿Cómo van las cosas?…

—¡Perdón!

—Te he preguntado que cómo van las cosas… —recalcó el otro en un extraño tono de voz.

La muchacha pareció momentáneamente desconcertada, pero casi de inmediato pareció caer en la cuenta de qué era lo que se esperaba de ella, por lo que comenzó a bostezar sonoramente al tiempo que se estiraba alzando el brazo izquierdo colocando el derecho muy recto.

—¿Mal…? —Se sorprendió su interlocutor—. ¿Por qué mal?

Por toda respuesta Erika Simon se acuclilló, permaneció unos instantes muy quieta, y por último sonrió cerrando los ojos con gesto de profundo alivio o satisfacción.

—¿Necesitas ir al baño?

Ella se irguió al tiempo que asentía.

—Supongo que eso es algo que cualquiera entendería aunque se encontrara a kilómetros de distancia… —inquirió—. ¿O no?

—¡Naturalmente…! Segunda puerta a la izquierda. Al regresar, la muchacha se encontró un ambiente un tanto enrarecido, evidentemente más tenso y sin las abiertas sonrisas de los primeros momentos.

La mayoría de los presentes habían buscado acomodo en tomo a la amplia mesa central, y se diría en cierto modo expectantes.

—¿Ocurre algo? —inquirió volviéndose a Bruno.

—Supongo que nada que no pueda solucionarse —fue la tranquilizadora respuesta—. Nadie duda de que tu inglés es perfecto, pero resulta evidente que conservas un ligero acento, y eso despierta algunos recelos y alienta ciertas dudas.

—Lo comprendo.

Su interlocutor barrió con un gesto de la mano la sala señalando de pasada a cada uno de cuantos permanecían en silencio.

—La mayor parte de cuantos están aquí van a poner su vida en tus manos —dijo—. Bastará una palabra tuya allá en la isla para que los fusilen, y ahora, al oírte, no pueden evitar tomar conciencia de que al fin y al cabo has nacido en un país enemigo.

—El enemigo es común —puntualizó la muchacha—. Y probablemente mucho más mío que suyo, pero me parece lógico que abriguen tales recelos. ¿Qué‚ puedo hacer para disiparlos?

—Les gustaría que les contaras personalmente tu historia. No quieren tener que leerla en un informe oficial, sino escucharla de tus propios labios con el fin de poder…

—¿… convencerse de que no soy una espía…? —le interrumpió la muchacha con una levísima sonrisa amarga—. ¡No te preocupes! No debes tener miedo a pronunciar esa palabra. Es algo que me viene ocurriendo a diario incluso con gente que no conoce mi verdadero origen… —Recorrió con la vista los rostros de los presentes tomó asiento en la butaca giratoria que evidentemente había sido colocada allí con esa intención e inquirió con absoluta tranquilidad—: De acuerdo ¿Qué es lo que quieren saber sobre mi?

—Todo cuanto se refiere a los motivos por los que estás aquí, aunque sin dar nombres ni especificar lugares concretos, ya que por razones de seguridad es bueno que nos conozcamos bien, pero también es bueno que ignoremos todo sobre la auténtica filiación de nuestros compañeros de operación… ¿Está claro?

—Muy claro. —Adelante entonces…

Erika Simon se tomó unos momentos para reflexionar, buscó en su bolso un cigarrillo, lo encendió rechazando con un ligero asentimiento de cabeza la intención de uno de los presentes de levantarse para ofrecerle fuego, y tras observarles uno tras otro, comenzó con voz pausada:

—Nací en Alemania, eso lo saben ya, y provengo de una… digamos «acomodada» dinastía de banqueros de una pequeña ciudad próxima a Berlín. Formo parte de una numerosa familia constituida por padres, hermanos, abuelos, tíos e infinidad de primos con los que compartí una infancia y una juventud tranquila y feliz. Vivíamos en una enorme casa en el campo en cierto modo parecida a ésta, y admito que hasta hace, unos cuatro años tenía todo lo que una muchacha pudiera desear. Todo, excepto aquello que en Alemania parece ser hoy por hoy más importante que la bondad, la juventud, la riqueza, la inteligencia o la honradez… una partida de bautismo.

Lanzó un hondo suspiro y permitió que transcurrieran unos instantes antes de dar una profunda calada a su cigarrillo, exhalar el humo y añadir:

—Soy judía. Mis padres son judíos, mis abuelos judíos, mis bisabuelos judíos, y la mayor parte de la gente con la que me relacionaba judía, por lo que llegó un momento en que ese único «defecto» a los ojos de los gentiles anuló cualquier otra virtud. Era como si una simple lenteja hubiera ocultado la luz de mi universo por el simple procedimiento de pegármela en la córnea. Nada de cuanto pudiera hacer o decir servía de nada. ¡Era judía!

—Y rebelde.

Erika Simon dirigió una severa mirada a Bruno Alvarado, el autodenominado Capitán Akab, que era quien había aventurado tal observación.

—Sí, en efecto —admitió a duras penas—. Era judía y rebelde. Mis padres, mis hermanos, mi familia y la práctica totalidad de mis amigos opinaban que lo más prudente era quedamos quietos hasta que la fiebre antisemita pasara de largo, tal como había pasado tantas veces a través de la historia, pero yo era por aquel entonces joven e impulsiva, por lo que adopté‚ la estúpida actitud de enorgullecerme de mi origen enfrentándome abiertamente a cuantos hijos de puta de brazo en alto me insultaban.

—Una actitud muy peligrosa, no cabe duda.

—Muy peligrosa, en efecto, ahora lo tengo claro. Pero por aquel entonces yo era una irresponsable… —Carraspeó ligeramente optó por apagar la colilla del cigarrillo en el momento de insistir—: Tan peligrosa, que los padres de mi prometido advirtieron a los míos que como continuase con semejante actitud pondría la boda en peligro, y el viejo sueño de unir a dos poderosas familias de banqueros quedaría roto para siempre.

—¿Eso quiere decir que tienes novio? —inquirió una elegante mujer que escuchaba atenta desde el rincón más alejado de la mesa.

—No. No es exactamente «un novio» tal como aquí se estila. En mi ambiente familiar las cosas no se hacen de ese modo. Casi desde el día en que nací, mis padres acordaron que acabaría casándome con un primo lejano al que en realidad no he visto más que en un par de ocasiones, y de eso hace ya muchos años. En estos momentos no tengo la más mínima idea de dónde se encuentra, y desde luego tampoco tengo la más mínima intención de casarme con él.

—Siempre he creído que ese tipo de uniones tan sólo se practicaban entre pueblos bárbaros… —comentó una voz anónima.

—A menudo, las sociedades más avanzadas mantienen bárbaras tradiciones —fue la calmosa respuesta—. La prueba está en que los reyes casi siempre se casan entre sí. En esas creencias me educaron, y desde que tengo uso de razón me hice a la idea de que mi principal obligación era mantenerme intacta hasta el día en que tuviera que formar un hogar que contribuyera a hacer más fuerte a mi pueblo. Me habían enseñado que tan sólo conservando la pureza de nuestra raza y nuestras milenarias tradiciones, sobreviviríamos a las asechanzas de los gentiles.

—Ésa viene a ser algo semejante a la teoría de pureza de sangre que predica Hitler: la supremacía de la raza aria sobre todas las demás.

—Tal vez, pero la diferencia, es que los judíos la practicamos pacíficamente y por medio de la unión familiar, mientras que los argumentos de Hitler son los tanques y los cañones. Lo único que pretendemos es que nos permitan ser nosotros mismos, pero sin rechazar o despreciar a nadie. Y ésa no es, que yo sepa, la forma de actuar de los nazis.

—¡No, desde luego! —puntualizó Bruno Alvarado—. Eso resulta evidente, y debido a ello nos encontramos aquí. Continúa…

—¿Por dónde iba…? ¡Ah, sí! Quedamos en que no me dejaba pisotear, con lo que, según algunos, estaba poniendo en peligro al resto de la comunidad, por lo que mi padre decidió que lo mejor que podía hacer era enviarme a Inglaterra hasta que las cosas se normalizasen. —Exhaló un nuevo suspiro—. Año y medio más tarde, un nueve de noviembre, lo recordaré viva, estalló la terrible Noche de los Cristales Rotos. Ese día Hitler había pronunciado un discurso ferozmente antisemita y a continuación sus fuerzas de choque se ensañaron de una forma brutal con mi gente. Cuando a los pocos días tomé conciencia del alcance de lo que estaba sucediendo me presenté en la sede del Ministerio de la Guerra me ofrecí para luchar, no contra mi país, eso quiero que quede muy claro, sino contra quienes lo han convertido en lo que ahora es.

—¿Dónde se encuentra en estos momentos tu familia?

—Desde que los deportaron no tengo noticias de ella.

—¿Has acudido a la Cruz Roja? —He acudido a todas las instituciones que podrían proporcionarme algún tipo de información, pero ha resultado inútil. Lo único que sé es que un buen día los obligaron a abandonar nuestra casa, los subieron a un tren y desaparecieron. Mi hermano tiene ahora catorce años, y es muy posible que le estén obligando a cavar trincheras en cualquier frente de guerra.

—¿Y pretendes vengarte por ello?

Herman dedicó una larga y severa mirada al jovencito que había hecho semejante pregunta, pareció a punto de responder agriamente, pero se lo pensó mejor, se observó las uñas con profunda atención, y sin alzar la vista puntualizó:

—Mi madre me enseñó que la venganza es la más inútil de las tareas, puesto que llega siempre cuando el mal ya está hecho. Y mi padre me acostumbró a no perder el tiempo inútilmente… —Ahora sí que alzó la cabeza para mirar de frente—. En estos momentos no sé exactamente de quién debería vengarme, pero lo que sí sé es que hay que evitar que las cosas que están ocurriendo en Alemania se extiendan al resto del mundo. A mi modo de ver es mucho más importante detener a los nazis, que vengarse de ellos.

—¿Te sientes capaz de conservar la sangre fría cuando te tengas que ir a la cama con un nazi? —quiso saber la descarada prostituta a quien Bruno Alvarado había llamado Magdala.

—Tu misión consiste en entrenarme para eso —fue la tranquila respuesta.

—¡No te confundas! —le contradijo la experimentada profesional—. Mi misión consiste en enseñarte a fingir que amas a un hombre, no a fingir que no le odias. Son cosas muy distintas. Yo me he ido a la cama con cientos de hombres que me resultaban indiferentes, pero sería incapaz de acostarme con uno del que sospechara que había contribuido a destruir a mi familia.

—Tendré‚ que aprender a vivir con eso.

—No te va a resultar fácil.

—Nada resulta fácil en los tiempos que nos ha tocado vivir —intervino el Capitán Akab dando pruebas de que deseaba dar por zanjada la discusión—. Cada uno de nosotros tendrá que intentar ahogar sus odios y ocultar sus sentimientos. Y os aseguro, lo sé por experiencia, que mucho más difícil resulta no tirar el fusil y echar a correr cuando un tanque se te viene encima, que fingir que sientes lo que no sientes. Si miles de chicos están aprendiendo a enfrentarse a los Panzers sin miedo a la muerte, estoy seguro de que Erika será capaz de vencer su repugnancia cuando tenga que acostarse con un nazi… —Se volvió a ella para inquirir con firmeza—: ¿O me equivoco?