Bruno Alvarado encontró muchísimas más dificultades de las que esperaba a la hora de colocar a su gente en un punto desde el que pudiera dominar el caserón, observar a sus habitantes, y enterarse de qué era lo que tenía que comunicarle Erika Simon por medio de sus ejercicios de gimnasia.
Y los problemas no llegaron, contra lo que cabía imaginar, por la hostil actitud de las autoridades españolas, que ni siquiera parecieron prestar una particular atención al hecho de que hubiera venido para hacerse cargo del semiabandonado astillero lanzaroteño, ni aun de las docenas de alemanes que pululaba por la isla de Fuerteventura haciéndose pasar por honrados empresarios o sencillos jubilados que habían optado por alejarse del escenario de la guerra, sino más bien por la aridez de una isla que pocas o ninguna posibilidad ofrecía de alcanzar su destino con unas mínimas garantías de no ser descubiertos durante la primera media hora.
Las laderas de la empinada cadena montañosa que defendía la larga playa en que se alzaba el macizo caserón colonial, aparecían tan faltas de vegetación como un huevo de paloma y barridas por miles de años de continuos vientos se había ido erosionando hasta el punto de que un mísero conejo que hubiese intentado aventurarse hacia sus cumbres habría sido detectado desde abajo antes de que alcanzara tan siquiera la cuarta parte de su camino.
La huella de un pie humano quedaba marcada de forma indeleble durante días y semanas, y cuando una roca suelta se desprendía rodaba pendiente abajo con el estruendo propio de un alud de nieve en las cumbres de los Alpes.
Con ayuda de sus fieles Queequeg y Starbuck, Bruno Alvarado estudió una y otra vez, tanto desde tierra como desde el mar, los diferentes caminos que deberían verse obligados a seguir si pretendían alcanzar el pico de más de setecientos metros de altitud que habían elegido como base de operaciones, pero una y otra vez se vio obligado a reconocer que ni tan siquiera un macho cabrío tendría la más mínima oportunidad de llegar arriba sin ser descubierto o despeñarse.
Atacarlo llegando desde el interior de la isla cargados con el pesado material necesario para mantenerse en la cima durante semanas significaba tanto como poner de inmediato sobre aviso a los vigilantes alemanes, e intentar desembarcar durante el día en la abierta playa era tanto como gritar a los cuatro vientos que venían a espiar todo lo espiadle.
A bordo de una vieja goleta a la que «oficialmente» estaban sometiendo a todo tipo de pruebas, cruzaron una y otra vez frente a la casa, dos millas mar adentro y tras estudiar detenidamente la costa con ayuda de unos Potentes prismáticos, llegaron a la conclusión de que sólo existía un punto, muy al norte y al pie de un acantilado casi cortado a cuchillo sobre el agua, en que podía intentarse desembarcar en plena oscuridad, mantenerse ocultos bajo un leve saliente, e intentar el asalto la abrupta pared a la siguiente noche.
La principal dificultad se centraba en que había que esperar a una de las escasas ocasiones en que no soplara el viento del nordeste con lo que el océano se mantendría en una relativa calma, y rogar a Dios para que siguiese así durante las veinticuatro horas siguientes, puesto que si el mar se embravecía las gigantescas olas que solían romper contra aquel lugar los destrozarían irremisiblemente.
—Es una trampa excesivamente peligrosa —se lamentó el chicharrero—. Nadie garantiza que aquí, en barlovento, la calma se mantenga por más de una marea.
—La solución está en aguardar a que sople el siroco —comentó con su vozarrón de ultratumba Justo Barrero, patrón de la goleta, y uno de los antifascistas isleños que se habían unido a última hora al grupo—. Es el único que puede garantizamos dos o tres días de mar llana.
—¿Qué es el siroco? —quiso saber Queequeg.
—El viento que de tanto en tanto sopla desde el desierto; es decir, desde el otro lado de la isla, lo que permite que esta costa quede a sotavento. Son esas mismas montañas las que le cortan el paso, y aquí el mar suele tumbarse hasta convertirse en una auténtica balsa de aceite. El problema estriba en que durante esos días los pescadores acuden como las moscas a la miel, ya que es una zona muy rica en pesca, pero harto peligrosa. En un día de siroco aquí se puede sacar más pescado que en todo un mes en una costa de levante que se encuentra ya muy castigada.
—¡Lindo panorama! —se lamentó el por lo general frío e inquietante Starbuck—. Sin siroco corremos el riesgo de dejamos los sesos contra las rocas, y con siroco corremos el riesgo de que todos los pescadores de la isla nos vean desembarcar. —Se sorbió sonoramente los mocos—. ¿Es eso lo que he venido a entender, o me equivoco?
—Es eso exactamente —admitió de mala gana su jefe de filas.
—Pues es lo que yo llamaría «estar entre la espada y la pared», o para ser más exactos, «entre las olas y la pared».
—Más o menos… —Bruno Alvarado señaló con el brazo extendido hacia la solitaria casa que destacaba a unos tres kilómetros de distancia hacia el sur—. La situación no es buena, estoy de acuerdo, pero recuerda que allí, y rodeada de enemigos a una pobre, se encuentra una pobre infeliz a la que metimos en esto, y que no nos tiene más que a nosotros. ¿Qué ocurrirá si descubren que es judía, o que trabaja para los ingleses?
—Supongo que su cadáver aparecerá flotando en el mar.
—Tú lo has dicho. Pasaría a la historia como una imprudente bañista que no tuvo en cuenta que en estas aguas las corrientes son muy traicioneras… —El Capitán Akab señaló ahora a la cima de la más alta de las peladas montañas—. Tenemos que buscar el modo de llegar allí arriba sin que nos vean, o dar por concluida la operación.
Llegaremos arriba… —sentenció Queequeg convencido de lo que decía—. Al fin y al cabo esas jodidas montañas no tienen más que ochocientos metros de altura.
—Ni siquiera eso —admitió Starbuck—. Pero sus paredes parecen tan lisas como el culo de un niño. ¿Dónde coño nos vamos a esconder mientras ascendemos?
—Tengo entendido que en la parte llana de las cumbres suele encontrarse algo de vegetación… —puntualizó Justo Marrero—. Llaurisilva corta e inclinada por efecto del viento, pero que tal vez baste para ocultarse. El problema se limita por tanto en llegar a la cima sin llamar la atención.
—Pero ¿cómo? —insistió un tanto impaciente Capitán Akab.
—Tal vez con la ayuda de los presos… —fue la reveladora respuesta—. En Tefía existe un campo de concentración en el que los fascistas han internado a los republicanos, y se los ceden como mano de obra esclava a los alemanes para que arreglen los caminos que llevan a la casa y abran una pista de aterrizaje en el extremo sur de la isla. Esos cerdos les obligan a trabajar de sol a sol por un mendrugo de pan y un sorbo de agua.
—¿Y crees que estarían dispuestos a colaborar con nosotros?
—Es más que probable —replicó seguro de sí mismo el lanzaroteño—. Son antifascistas, han perdido la guerra y los están matando de hambre, ¿qué otra cosa pueden hacer más que colaborar con los enemigos de sus enemigos?
—Suena lógico —reconoció Bruno Alvarado—. Bastante lógico… ¿Cómo podríamos ponemos en contacto con ellos?
—A través de doña Leonor Arriaga, supongo… Su marido, que fue director del hospital y diputado republicano hasta que estalló la guerra, está muy bien considerado entre los presos. Si él nos apoya, el resto nos apoyará.
—¿Puedes conseguir que me entreviste con doña Leonor sin que nadie se entere?
—¡Naturalmente!
La reunión tuvo lugar en uno de los viejos molinos de viento que aún se mantenían en pie, y que tradicionalmente se utilizaban para triturar el maíz o el trigo previamente tostados con el fin de producir una harina de color pardo que constituía, durante aquellos dificilísimos tiempos de carestía, la principal fuente de alimentación de los isleños.
El gofio se amasaba con leche, caldos, plátanos triturados o simplemente con un poco de agua y aceite, hasta el punto de que conformase una masa espesa y compacta que solía caer en el estómago como una auténtica piedra, pero que poseía un innegable valor nutritivo imprescindible para la subsistencia de un pueblo hambriento y maltratado.
Allí, con el rumor de las aspas girando lentamente, y aspirando el denso olor que desprendía el maíz tostado, el Capitán Akab, se enfrentó a una elegante dama de la más rancia aristocracia local, a la que el sufrimiento de los últimos años no había conseguido arrebatar, ni su delicada belleza, ni su natural altivez.
—Conocí a tu padre cuando estuvo por aquí montando los astilleros de Lanzarote —fue lo primero que dijo al tomar asiento frente a Bruno Alvarado—. De hecho creo que somos primos lejanos por la rama de mi abuelo Pocaterra. ¿Cómo se encuentra?
—Murió el año pasado.
—Lo siento de verdad. Era un hombre muy agradable y mi marido le tenía en gran aprecio. —Le miró directamente a los ojos puesto que ésta parecía ser una característica muy acusada de su personalidad al añadir—: ¿Qué puedo hacer por ti?
—Pedirle al doctor que nos ayude. Los presos son los únicos que tienen la oportunidad de internarse por los barrancos y las montañas de la isla sin levantar sospechas, puesto que su misión es reparar caminos vecinales. Necesito que mis hombres se mezclen entre ellos con el fin de alcanzar atalayas desde las que vigilar los movimientos del enemigo.
—Te va a resultar muy difícil… ¡Y peligroso! —fue la desalentadora respuesta—. Los fascistas están dejando gran parte de la isla en manos de los alemanes, que controlan casi al ochenta por ciento de los presos y rara vez descuidan la vigilancia.
—Lo sabemos, pero también sabemos que cuando esa pista de aterrizaje se haya concluido, Fuerteventura se convertirá en un enclave estratégico de primera magnitud. Si, como se rumorea, construyen también un refugio seguro para sus submarinos, toda esta zona, desde Cabo Verde hasta Gibraltar, se encontrará bajo su radio de acción, y ni un solo barco que provenga del sur llegará nunca a Inglaterra.
Doña Leonor Arriaga meditó sin prisas sus palabras, puesto que era una mujer nacida y criada en una lejana y casi desértica isla en la que los acontecimientos solían desarrollarse a un ritmo muchísimo más pausado que en la mayor parte de los lugares del mundo, pero por último señaló con voz firme y pausada:
—Casi la mitad de los presos de Tefía, incluido mi marido, están condenados a muerte, y su única esperanza de salvación estriba en que pase el tiempo, se calmen los ánimos y se olviden de ellos. —Jugueteó unos instantes con un puñado de maíz—. Sin embargo tú ahora les pides que se involucren en una guerra que no es la suya, y que puede conducirles directamente ante ese pelotón de ejecución que están intentando evitar… —Negó una y otra vez con la cabeza—. No se me antoja justo —susurró con desgana—. Nada justo.
—Estoy de acuerdo con casi todo lo que ha dicho, excepto en la aseveración de «que esta guerra no es la suya». Creo sinceramente que se equivoca. Ésta es una guerra que nos concierne a todos, y muy en especial a esos presos, puesto que si Hitler gana, seguirán siendo considerados mano de obra esclava hasta el fin de sus días. Y tenga muy presente también que no se salvarán del pelotón de ejecución por el olvido, puesto que cuando se apoderan del poder los fascistas jamás perdonan. Únicamente se salvarán si las cosas comienzan a cambiar y sus verdugos empiezan a sospechar que Alemania puede perder la guerra. Será el miedo, y no la compasión, lo que obligue a reaccionar a esos canallas, y usted lo sabe.
Doña Leonor Arriaga, reflexionó de nuevo largamente puesto que ello parecía ser innato e inseparable de su parsimoniosa personalidad, y por último afirmó con un leve ademán de cabeza.
—¡Bien! —dijo—. Tal vez tengas razón, y al fin y al cabo no soy yo quién debe tomar esa decisión… —Se puso en pie como dando por concluida la reunión—. El domingo es día de visita en Tefía. Hablaré con mi marido, y esa noche, a las diez en punto, te espero en el corral de camellos de la finca de mi abuelo, en Antigua. —Hizo un gesto hacia el exterior—. Justo Marrero se las ingeniará para hacerte llegar allí sin levantar sospechas.
—¡Gracias!
—No me las des… —fue la seca respuesta—. Aún no sé si hago bien en exponer tantas vidas.
Justo Marrero se preocupó de organizar una sonora parranda en la que corrió generosamente el vino y se escuchó buena música en la mayor de las tabernas de Antigua, la hermosa y señorial villa del interior de la isla, y a las diez en punto, cuando más alegres se encontraban la mayor parte de los presentes, condujo a Bruno Alvarado a través de los desiertos campos hasta el destartalado corral de camellos que se alzaba a unos quinientos metros de la altiva y un tanto ruinosa mansión de la familia Pocaterra.
Doña Leonor se encontraba ya en el interior, sentada justo en el borde de uno de los pesebres, y teniendo a su lado un viejo candil de aceite que proyectaba sobre la pared las confusas sombras de los inquietos animales.
—¿Y bien…? —quiso saber en cuanto le dio las buenas noches el Capitán Akab—. ¿Qué han dicho?
—Han dicho que sí, lo cual me asusta —fue la desabrida respuesta—. A mi modo de ver es tiempo de cicatrizar viejas heridas, pero parece ser que los hombres sois partidarios de continuar la lucha incluso más allá de la derrota.
—La derrota en España no ha sido más que una pequeña batalla que nos ha servido de escarmiento y de lección sobre lo que no se debe hacer cuando nos enfrentamos a fascistas —sentenció Akab convencido de lo que decía—. No son más que fanáticos asesinos, y por ello debemos unirnos convencidos de que al final venceremos.
—Vengo oyendo esa misma cantinela desde hace cinco años —replicó la mujer con gesto de hastío—. Cinco años en los que lo he perdido absolutamente todo, pero aun así sigo estando de acuerdo en que no es mi opinión la que cuenta. —Lanzó un sonoro resoplido—. ¡Bien! —añadió—. Me han pedido que te comunique que lo que tienes que conseguir es azúcar, café, aceite, tabaco, chocolate y mantequilla para sobornar a los soldados. A los alemanes no se les puede sobornar, pero se les puede engañar puesto que no conocen personalmente a los presos.
—Tendrán todo lo que pidan.
—Pues envíamelo y me ocuparé de que llegue a su destino.
Cuarenta y ocho horas más tarde se entregaron tres enormes cajones conteniendo cuanto el doctor Arriaga había solicitado, por lo que al amanecer del día siguiente una vieja camioneta con veinte presos a bordo abandonó el campo de concentración de Tefía, para dirigirse al sur con el aparente fin de contribuir a la reparación de los polvorientos y deteriorados caminos que conducían a las montañas.
El sargento al mando ordenó un alto ante una vieja fonda, los aún adormilados guardianes entraron en ella a tomarse un café, y cuando a los quince minutos regresaron, no parecieron querer darse cuenta de que contaban con cuatro nuevos presos a los que jamás habían visto anteriormente.
Poco antes del mediodía tres mutilados de guerra alemanes se hicieron cargo de un grupo de hombres que se comprometieron a devolver en perfecto estado y en el mismo lugar tres días más tarde.
De inmediato los obreros se diseminaron por la zona sin que nadie pareciese preocuparse mucho de ellos, pues era cosa sabida que a ningún lado podrían ir, ya que no tenían la más mínima posibilidad de escapar de una isla a la que no solía llegar más que un barco a la semana.
De regreso al astillero de la vecina Lanzarote, el Capitán Akab se pegó al receptor de radio hasta que al atardecer del día siguiente le llegó, nítida, una sola frase:
«¡Moby Dick!».
Lanzó un hondo suspiro de alivio puesto que eso significaba que dos de sus hombres, Queequeg y Bachelor, se encontraban en una posición desde la que podían distinguir con total nitidez cuanto ocurriera en la casa de la playa y sus alrededores.
Los otros dos debían haber emprendido ya el regreso tras ayudarles a transportar hasta la cima la radio, las armas, el agua y los víveres que necesitaban para una larga estancia en las montañas.
Al poco hizo llamar a Justo Marrero para inquirir:
—¿Cómo anda la mar por barlovento?
—Brava como siempre. Viento de fuerza seis, pero tendente a amainar.
—En ese caso, que salga el barco. Que dé una sola pasada, pero que sea a las cuatro en punto de la tarde.
A las cuatro en punto de esa misma tarde, un pesquero verde que lucía un enorme parche marrón en su vela mayor llegó desde el norte, cruzó a todo lo largo de la playa a poco más de dos millas de la costa, y se perdió de vista en la distancia.
No era más que un barco; un cochambroso e inofensivo pesquero que parecía andar a la búsqueda de un banco de atunes, pero su simple presencia sirvió para indicarle a Erika Simon que en la cima de la montaña que encontraba a sus espaldas los hombres de la Operación Moby Dick permanecían ya atentos a cada uno de sus gestos.
A la mañana siguiente subió a la azotea, tendió una gran toalla en el suelo y comenzó a efectuar complejos ejercicios de gimnasia.
Tumbados cuan largos eran sobre el borde del precipicio y ocultos entre un grupo de matojos Queequeg y Bachelor mantenían el ojo pegado a dos potentes catalejos, para ir apuntando letras en sendos cuadernos de tapas de hule.
Al concluir cotejaron sus notas para llegar a idéntica solución:
«Cinco oficiales área Caribe». «Submarino sumergido en las proximidades bajo mando Capitán de la reserva».
Cuando no les cupo la más mínima duda de que ése era efectivamente el mensaje, se observaron.
—¡Cinco oficiales…! —No pudo por menos que exclamar un sorprendido Queequeg—. Todos los que componen la dotación, incluido el jefe de máquinas… Eso sí que no me lo esperaba, y significa que no sólo tienen un Capitán de reserva en la isla, sino también oficiales.
—¿Incluida toda una tripulación? —replicó su escéptico compañero—. Me extraña mucho.
—Tal vez a la tripulación no le concedan descanso…
—¡Ni hablar! —sentenció Bachelor, que era en realidad un bonzo austriaco al servicio de la armada británica—. Conozco bien a los oficiales de la marina alemana, y me consta que no aceptarían un permiso que no fuera extensible a toda la tripulación. Saben que si ellos están agotados sus hombres también, y que a la hora de reemprender la lucha no les responderían como debieran. Si se encuentran en la casa es porque tienen la absoluta seguridad de que la gente bajo su mando también descansa.
—Sí, pero ¿dónde? —quiso saber el otro—. Cuarenta alemanes recién salidos del fondo del mar no pueden pasar desapercibidos en una isla como ésta. Ni hay lugar, ni hay putas para tantos.
—Pues en algún sitio tienen que ocultarse… —insistió Bachelor—. Lo que no me cabe en la cabeza es que los dejen durante quince días respirando aire viciado en el fondo de cualquier ensenada de la isla mientras sus oficiales toman el sol y disfrutan de una vida de príncipes. Durante la campaña siguiente estallaría un motín.
—¡Bien! —reconoció Queequeg—. Admito que suena sensato, pero al fin y al cabo no somos nosotros los que debemos resolver el misterio. Lo mejor es que lo pongamos en clave, se lo enviemos a Bruno, y que él decida.
Al concluir de descifrar el mensaje el Capitán Akab no pudo por menos que demostrar idéntico desconcierto.
—¡Sólo oficiales! —Se sorprendió—. ¡Qué extraño! Me alegro por Herman, pero ahora lo que importa es averiguar dónde se oculta el resto de la tripulación. —Alzó el rostro hacia justo Marrero que parecía tan confundido como él mismo para inquirir—: ¿Existe algún lugar en Fuerteventura que pueda albergar a un grupo tan numeroso de marineros sin que nadie lo advierta?
—¡No, que yo sepa! —fue la firme respuesta—. Es más, estoy convencido de que no existe, ni allí, ni aquí en Lanzarote. Necesitarían mucha agua, comida, bebida y mujeres, y eso es algo que no pasa desapercibido en lugares tan pequeños.
—¿Crees que se los habrán llevado a Las Palmas? —Es más que probable. Es una ciudad grande y en la que se suelen hacer pocas preguntas. Un marinero en una taberna de puerto no es más que un marinero en una taberna de puerto, y resulta muy difícil determinar si está enrolado en un inocente carguero o un peligroso submarino.
—Suena lógico… Los oficiales en un aislado albergue de lujo y la tripulación confundida con otras tripulaciones. Me pondré en contacto con nuestra gente de Las Palmas, y tal vez alguna de sus chicas sea capaz de determinar si un simple marinero alemán no es más que lo que aparenta, o esconde a un submarinista. —Sonrió divertido—. Y en estos casos, una buena botella de ron suele ser de mucha ayuda.
—¿Y qué hacemos mientras tanto? —quiso saber Starbuck que se había limitado a escuchar tan en silencio como solía tener por costumbre.
—Intentar localizar el submarino.
—¿Tienes intención de atacarlo?
—¡Dios me libre! —se escandalizó el Capitán Akab—. Destruirlo sería tanto como anunciarles que estamos aquí, con lo que espantaríamos la presa que en verdad nos interesa. —Extendió sobre la mesa una enorme carta marina de las dos islas, y en la que aparecían perfectamente determinados todos los fondos con sus correspondientes cotas—. Lo que necesitamos es saber en qué ensenada suelen sumergirse, porque probablemente sea la misma que utilice el Barracuda si es que aparece por aquí.
—Tiene que estar a sotavento —puntualizó Justo Marrero marcando con el dedo las costas de levante de ambas islas—. Si tienen que emerger cada noche con el fin de recargar las baterías y renovar el aire, no pueden arriesgarse a hacerlo donde las olas tengan demasiada fuerza.
—Siempre pueden alejarse mar adentro.
—No creo que lo hagan con una tripulación de circunstancias. Y de día tienen que irse al fondo a menos de una milla de la costa, puesto que por suerte para nosotros, a partir de esa distancia, ese fondo cae bruscamente hasta casi trescientos metros. —Indicó las cotas claramente marcadas en la carta—. ¡Mira esto! Cuatrocientos, quinientos metros… Si me obligaran a pasarme horas bajo el agua, creo que me sumergiría en el canal de la Bocayna, lo más cerca posible de Lanzarote y protegido del poniente por la punta de Pechiguera.
—¿Frente a la playa de Papagayo?
—Exactamente. El fondo es de arena con no más de treinta metros por término medio —insistió el pescador—. Y además es una zona prácticamente desierta.
—¡Bien! —admitió Bruno Alvarado—. Nos concentraremos en ella, aunque sin olvidar el estrecho de la isla de la Graciosa.
—Ahí no hace falta que te molestes en mirar —le recomendó con absoluta seguridad el isleño.
—¿Por qué?
—Porque son aguas muy claras y poco profundas. Si desde las cumbres de Famara se distinguen incluso, a los bancos de atunes, tanto más un submarino.
—¡De acuerdo! Empecemos por el canal de la Bocayna. ¿Con cuántos pescadores contamos?
—Tres de playa Blanca, dos de playa Quemada y cuatro o cinco de Arrecife.
—¿Todos de confianza?
—Veteranos de guerra en su mayoría. Gente decidida y que odia a muerte a los fascistas.
—¡Bien! —puntualizó Akab—. Que salgan a pescar como de costumbre. De noche a oscuras y en silencio, atentos a cualquier objeto extraño que sobresalga del agua, y de día prestando especial atención a las de aceite o de petróleo.
—¿Y eso? —se sorprendió Starbuck—. ¿Aceite y petróleo?
—Casi todos los submarinos que llevan algún tiempo en altar mar pierden aceite por la juntura de hélices o los tubos de torpedos, y algunos de los de la serie U tienen los depósitos de combustible abiertos al exterior por lo que a menudo se escapa un poco.
—¿Cómo es posible que tengan los depósitos de combustible abiertos al exterior? —se sorprendió el otro—. ¡Eso es absurdo!
—No tiene nada de absurdo —fue la respuesta del canario, que no en vano era ingeniero naval—. El espacio en el interior es tan reducido que no tienen dónde almacenar las más de cien toneladas que necesitan para las largas singladuras. Y si los depósitos estuvieran colocados en el exterior pero herméticamente cerrados, a medida que se fuera utilizando el combustible se crearía un espacio vacío, por lo que tendrían que estar fabricados con un acero muy grueso para que al sumergirse la presión no los hundiese. Ello acarrearía un peso adicional que los motores de un submarino de la clase U no se puede permitir.
—Todo eso lo comprendo —admitió el desconcertado pescador—. Pero sigo sin entender cómo diablos se puede utilizar un depósito de combustible abierto al mar.
—Dejando un pequeño orificio por la parte inferior y colocando la válvula de toma de combustible en lo más alto. A medida que el fuel se va consumiendo, por el fondo penetra agua de mar, pero como es más densa, se queda abajo. De ese modo, hasta que no se haya gastado hasta la última gota de combustible, el agua jamás llegará a la válvula de entrada.
—¡Carajo! —no pudo evitar exclamar Justo Marrero—. Sí que es un sistema jodidamente ingenioso.
—¡Mucho! —admitió el otro—. Y sospechamos que ésa es una de las brillantes ideas de ese hijo de la gran puta de Profesor Walter, que por lo visto es el mismo que ha diseñado el Barracuda. —El Capitán Akab lanzó un sonoro resoplido—. Si el almirante Doenitz le ha dado carta blanca para poner en práctica todo lo que se le ocurre, podéis estar seguros de que esa maldita Ballena Blanca es mil veces más peligrosa que todos los barcos que se hayan construido hasta el presente. No quiero ser pesimista, pero debe estar más cerca del famoso Nautilus que imaginara Julio Veme, que de un submarino convencional.
—¿Y nuestra misión es destruirlo?
El otro negó con un brusco ademán de la cabeza.
—Destruyéndolo no conseguiríamos nada, puesto que en Berlín se conservan los planos originales —dijo—. Nuestra misión es capturarlo, estudiarlo y copiarlo.
—¿Copiarlo? —exclamó divertido Justo Marrero—. ¡Muchacho…! ¡La marina inglesa robando y copiando a la marina alemana! ¡Quita pa’ya! Eso sí que nunca me lo hubiera imaginado.
—La marina inglesa es muy poderosa —reconoció el Capitán Akab—. Pero precisamente lo es porque ha sabido aceptar las ideas foráneas cuando son buenas. De nuestros astilleros han salido los mejores barcos con los últimos adelantos técnicos, tuvieran éstos la nacionalidad que tuvieran, y lo que lamentamos es no contar en estos momentos con un hombre tan imaginativo y valioso como ese misterioso Profesor Walter.
—¿Y por qué en lugar de robarles el barco no les robamos al profesor? —aventuró sonriente Starbuck—. Probablemente resultaría mucho más sencillo.
—No creas que no lo hemos pensado —fue la honrada respuesta—. El problema está en que sabemos que existe, pero no sabemos quién es, cuál es su verdadero nombre, qué aspecto tiene, ni dónde diablos se encuentra, Doenitz lo tiene muy bien escondido porque sabe lo mucho que vale.
—¡En ese caso, lo mejor será que nos concentremos en intentar cazar a ese barco! —sentenció con buen criterio Justo Marrero.