IV
ANDREY llegó finalmente a su ruinosa cabaña. En lugar de entrar, se sentó cerca de la puerta, en un banco apoyado contra la pared de madera. Aquel día él mismo había firmado su propia sentencia de muerte. Por supuesto, había una posibilidad de sobrevivir; o, más bien, quería creer que la había, considerando que no tendría sentido actuar sin la expectativa de ver el resultado de un trabajo que le costaría tanta energía. Sería estúpido hacer lo que estaba haciendo y no esperar sobrevivir a tan temeraria aventura.
Su aspecto era de absoluta calma. Si alguien pasase por allí, sólo vería a un hombre sentado, descansando tras un día de duro trabajo. Ni siquiera las ideas más aterradoras le hacían mover un músculo de la cara. Pero tendría que estar loco para no estar asustado en absoluto. Andrey tenía miedo. Miedo por su propia vida, por las vidas de los que iban a ir con él y por sus familiares. Aunque estaba seguro de que el camino escogido era el adecuado; pese a su fuerza espiritual y su voluntad de hierro, su generosidad y sinceridad, como cualquier otro militar al servicio de su país, él también quería seguir viviendo.
Se puso en pie y dobló la esquina de la casa hacia el floreciente jardín que se extendía al otro lado. Caminó entre hileras de árboles, observando las ramas que se balanceaban. Una hoja se desprendió, giró en un remolino de viento y se elevó hacia el cielo, dando vueltas. Andrey miró a las alturas; quería respirar más que nunca antes, pero fue tos lo que le provocó aquella maldita zona. Regresó a la casa. Sólo quedaba una semana antes de partir hacia el sarcófago.
Al día siguiente comenzó la preparación de cara a la expedición a los sótanos del reactor. La principal tarea consistía en escoger las rutas más cortas y seguras, y calcular el tiempo que pasarían dentro del edificio. Una docena de personas señalaban un diagrama colocado sobre la pared con los dedos y con lápices y escribían en los márgenes cifras acompañadas de las etiquetas «min» y «s». Explicaban todos los detalles del trayecto por aquellos pasajes a Andrey, en su condición de líder del grupo. Esperaron a Gruzdiev casi cuarenta minutos. El tiempo era precioso y ya corría, pero un especialista tan necesario en la fase inicial estaba ausente. Cuando entró en la sala, todo se aclaró. Era una persona completamente fuera de control. Había estado bebiendo y apestaba a alcohol. Era extraño que le hubiesen permitido pasar, en lugar de enviarlo directamente a las autoridades.
Murmuraba algo ininteligible, y Andrey vio claro que sería un peligro llevar a Gruzdiev a la expedición. No tenía ni idea de dónde estaba. Gritaba y maldecía contra el país, la comisión gubernamental y todos los allí presentes. Lo sacaron del despacho y fue entregado a los militares a cargo de la seguridad.
Antes que nada, Andrey informó al presidente de la comisión de lo ocurrido y de la necesidad de reemplazar a Gruzdiev por otro experto en el campo de la ingeniería. El presidente le aseguró que designarían a otro candidato en un plazo de tres horas. El tiempo valía su peso en oro.
El desafío al que se enfrentaba el grupo era demasiado serio como para mostrar semejante actitud negligente y falta de principios, pero Andrey no quiso culpar a Gruzdiev por su espantada. Sabía que incluso personas completamente rectas sometidas a tal situación podían perder el control de sí mismos en cuestión de días. Lo malo no era el comportamiento del ingeniero, sino el momento en el que había actuado así.
Pero parecía que el peor golpe al equipo aún estaba por llegar. Exactamente una hora más tarde, Andrey recibió un certificado de baja médica del profesor Aivazov, el experto principal, llamado a desempeñar un papel importantísimo dentro del grupo. Prácticamente era por su tarea por lo que se había puesto en marcha toda la operación. Cuando se enteró de que le habían incluido en el grupo, el profesor sufrió un ataque al corazón y tuvo que ser trasladado al hospital. No podría tomar parte en la misión que se avecinaba.
Ya sólo quedaban Nikolayev y Osipenko en la lista. Los dos auténticos soldados. Estaban sentados juntos en el estudio, mirando al infinito con gesto grave. Se habían quedado sin físico y sin ingeniero.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer, eh? ¿Qué sentido tiene bajar allí?
Andrey no esperaba que las cosas fueran tan mal. Si no podían encontrar a los expertos adecuados para la tarea, la exploración estaba destinada al fracaso y las amenazas ocultas en el reactor destruido continuarían latentes.
—Llame al presidente de nuevo, ¿de acuerdo? Él tiene autoridad. Nuestras reflexiones son inútiles —dijo el general del ejército, la única persona que tenía a su lado.
Pero sus esperanzas en la comisión gubernamental no estaban fundadas. El personal llamado a cubrir las bajas rechazó la mortal tarea de plano. Tan pronto como expertos y científicos fueron informados de la misión, trataron de eludir su implicación por todos los medios; en ocasiones llegaban hasta el punto de escribir cartas de dimisión. Y no sólo ocurría con expertos civiles. Los oficiales de carrera preferían sacrificar sus aspiraciones a cambio de volver a casa con vida. La amenaza de muerte era demasiado ostensible.
La formación del grupo se demoró. Andrey intentó implicar a científicos, al menos como consultores, para tratar de comprender cualquier detalle que le fuese útil en aquel lugar más allá de los límites de la vida. Cada hora que transcurría, se hacía más real una nueva posibilidad. En caso de que el grupo no pudiese ser formado y preparado, tal vez él tendría que asumir las funciones de prácticamente todos los integrantes del equipo, o compartirlas con el general Osipenko. Era la única persona en la que Andrey podía apoyarse.
Estaban atareados con el estudio de todas las formas posibles de recorrer pasillos y cruzar salas. Utilizando los planos, realizaron rutas similares en las profundidades de la planta número tres y de la inacabada número cinco. Intentaron aprender los fundamentos de la ingeniería civil de modo resumido, para evitar errores absurdos. A esas alturas, talleres y laboratorios estaban a pleno rendimiento con los frenéticos preparativos y con la producción de equipamiento especial, todavía para cuatro personas.
La organización se interrumpió para comenzar una nueva actividad. Albert Lenz, un enemigo veterano y digno de consideración, llegaría pronto. Andrey aleccionó de antemano a unos cuantos agentes, que compartirían con Albert información de alto secreto como por casualidad, para hacerle creer que había tenido éxito. Debían volver a desinformarlo usando datos que estuviesen fuera de toda sospecha. Todo estaba preparado para que pudiesen destruir cualquier información que Albert lograse grabar o fotografiar sin que éste lo notase. Tenían suficientes medios y lugares listos para la operación.
En realidad, era tan importante detener a Lenz como explorar el reactor. Ambos peligros eran una amenaza para el país, puesto que en la batalla de los servicios especiales no se había declarado ninguna tregua por la guerra fría. Andrey pensaba en el papel de los servicios de seguridad del Estado en Chernóbil, y también en su importancia e influencia en la vida del país. Pese al hecho de que las actitudes de la población hacia ellos abarcaban desde la veneración hasta el odio, el sistema había facilitado durante muchos años la supervivencia de Estados y la coexistencia pacífica de pueblos. Eran, más que nadie, los primeros que se sacrificarían, incluso en situaciones para las que no estaban entrenados. Cuando Nikolayev se graduó en la academia del KGB, no podía imaginar que, un día, un enorme reactor nuclear y el asesino invisible de su interior supondrían una amenaza para su vida mayor que la de un espía extranjero en una persecución.
Sirviendo en el KGB o en cualquier otra estructura, el personal no debía ser reclutado, sino constituir una auténtica élite al frente de la defensa nacional. Andrey sabía que más allá de ese límite había otras personas que hacían trabajos no menos importantes para sus países. Si de la disputa que se había gestado durante décadas se pasase a una fase de derramamiento de sangre, significaría que las agencias de inteligencia de ambos países habían perdido.
Esa vez, Lenz llevaba ventaja. Éste llegaría dos días antes de la fecha señalada para la expedición al sarcófago, así que Andrey podría controlar todos sus movimientos. Pero ¿qué ocurriría después?
Uno de los días anteriores a la misión, Andrey llamó a dos oficiales de suma confianza; podía fiarse de ellos como de sí mismo.
—Camaradas oficiales, como saben pronto partiré en una expedición al refugio. Saben que siempre cuento con un buen resultado, pero en este caso debemos observar la situación de forma objetiva. Las posibilidades de regresar de allí son casi nulas. —Los oficiales de contrainteligencia intercambiaron miradas—. Han recibido ustedes suficiente información acerca de Lenz y tienen todas las instrucciones. He documentado mis experiencias frente a él. Averigüen qué está buscando aquí y por qué; qué lo lleva también a él a querer arriesgar su vida.
Nikolayev esperaba que todo se llevaría a cabo del mejor modo, lo cual le hacía confiar en que, incluso si no regresase, pararían los pies al enemigo.
—Esperemos que sólo tengan que sustituirme temporalmente.
Cuando abandonaron el despacho cerrando la puerta tras de sí, Andrey se hundió en un sillón con la cabeza baja y cerró los ojos. Trataba de ahuyentar la idea de su propia muerte, pero seguía rondándole la cabeza. Imaginó una situación terrible: cómo informarían de su fallecimiento a Mila. Él mismo había cumplido la triste misión de llevar noticias dramáticas a otros. Más de una vez había tenido que ver cómo unos ojos cargados de esperanza se llenaban de horror y rabia inmensos. Su hija estaría allí, cogida de la mano de su madre, abrazándola mientras ésta gemía. Al fondo se escucharía al bebé huérfano llorando en el cuarto, y no habría allí nadie para darle consuelo. Y él no quería creérselo. Se pasó la mano por los ojos y sintió sus dedos húmedos.
Unos días después, en medio de otra reunión para la discusión, Arkady entró en el estudio de Andrey. Éste se alegró de ver a su viejo amigo aparecer en ese difícil momento de su vida. Se levantó de la mesa y se acercó a él para estrecharle la mano con firmeza. Arkady se quedó mirando a Andrey y anunció con voz ronca: «Me han incluido en el grupo.»
Andrey se quedó inmóvil. Estaba asombrado. No sabía qué decir. Por lo visto, tendría que conducir a su amigo a la muerte. Sólo se le ocurrió una cosa: «No lo has rechazado, te lo agradezco. Te necesitábamos.» Arkady era un extraordinario profesional en su terreno, justo del tipo que requerían en un momento así. Una verdadera bendición. Juntos, podrían hacer lo posible por sobrevivir.
Arkady le dijo que ni siquiera había intentado rehusar cuando le propusieron participar en la misión. El físico prometió que ayudaría en todo a su amigo. Creía que Andrey encontraría el modo de cumplir con el trabajo y salir vivo.
El nuevo integrante se sumó en seguida al grupo de trabajo, proponiendo nuevas ideas y tratando de sugerir salidas de situaciones potencialmente límite. Sin embargo, pese a la profesionalidad de los expertos, todos sus cálculos, sugerencias y recomendaciones se basaban sólo en supuestos teóricos. Nadie sabía qué esperaba al grupo dentro del sarcófago. Ése era el mayor desafío de la misión: tenían que ir a salvar a la humanidad basándose en puras especulaciones.
Pronto se sumó a los tres el tan necesitado ingeniero civil. Un tal Lozov. Era un doctor en ciencias técnicas, bastante mayor, procedente de un instituto de investigación secreto, al que normalmente se referían simplemente como «el instituto».
Pese a que Lozov era un especialista de primera categoría con años de experiencia, el ambiente se tornó bastante tenso durante sus primeros días de integración en el grupo. Exteriormente, parecía una persona condenada al fracaso sin remedio. No parecía tener ni la más remota esperanza de salir vivo del refugio. Pero, conforme avanzaba el entrenamiento, probablemente se dio cuenta de lo firmes que eran las convicciones de sus compañeros y comenzó a adquirir confianza. La frase que siempre repetía —«Esta amistad radiactiva acabará matándonos»—, acabó convirtiéndose en su chiste personal.
El grupo estaba completo. Con todos los expertos que entrarían al reactor presentes, ya fue posible definir el orden de entrada. Se determinó que Lozov, responsable de la orientación en el laberinto de la planta, sería el primero. Los científicos intentaban predecir por dónde estaría derramado el fuel y trazaron una ruta para evitar toparse con él y quemarse en aquel infierno. Con una imagen precisa de la planta, Lozov debía conducir al grupo al lugar indicado y llevarlo de vuelta exactamente por el mismo trayecto.
Andrey lo seguiría. En caso de que Lozov se demorase, sufriese pánico o falleciese, él podría llevar al grupo con las mismas garantías, puesto que había practicado en las otras plantas que permanecían en pie. Podría ir en primer lugar perfectamente, pero decidieron que era preferible enviar por delante a un profesional.
Detrás de Andrey iría el general Osipenko. Arkady cerraría el grupo. Practicaron la ruta completa en total oscuridad, realizando todas las tareas y manipulaciones; cada miembro podía imaginar hasta el mínimo detalle de la operación. Pese a ello, la oscuridad resultaba opresiva.
Los físicos que habían planificado la expedición estaban con ellos; les mostraban todos los patrones posibles de derramamiento de combustible; simulaban hasta las situaciones más improbables. Gracias a esa formación intensiva, memorizaron todos sus movimientos. Cada integrante del equipo tendría que llevar consigo numerosos y complejos equipos de investigación, que los científicos habían diseñado y ensamblado en unos pocos días, reforzándolos además para que pudiesen funcionar en campos de alta radiación.
Eran conscientes de que una vez dentro del sarcófago no habría especialistas con ellos. Sólo podrían pedir consejo utilizando las radios, a menos que se estropeasen al entrar. Todos trabajaban con dedicación plena, sin un momento de relajación. Sólo podrían tener la oportunidad de volver gracias a una firmeza propia de personas capaces de mantener la capacidad de utilizar la lógica incluso en una situación extrema. Todos esperaban que el destino fuese benevolente, y se decían una y otra vez: «Si pudiese sobrevivir...»
Albert conducía por la zona restringida. Había visto fotografías y leído miles de informes de inteligencia, pero ni aun así podía haberse hecho una idea de la imagen que en esos momentos se abría ante sus ojos. Eran paisajes ucranianos normales, pero Lenz podía percibir que hasta las brillantes hojas de los árboles que parecían jugar alegremente con el viento estaban en realidad muertas.
Con toda su experiencia, jamás había sentido tan intensa presencia invisible de la muerte. Generaba un miedo particularmente mezquino, que hacía que uno cambiase rápido el sentimiento de calma por una ansiedad que arañaba el corazón, que hundía sus garras hasta alcanzar el alma.
No comprendía cómo se podía trabajar o vivir allí. Por todas partes se percibía un estado de ánimo depresivo. Albert sabía que los llevaban por la ruta más aceptable para no abatir más al grupo de extranjeros, ya bastante estresado. Sintió una enorme lástima por todos los que trabajaban allí; sin embargo, al mismo tiempo observó que todos los movimientos de la gente estaban bien estudiados; cada persona funcionaba como una pieza de una máquina bien engrasada.
La promesa de su jefe se cumplió; el buen trabajo de la agencia y el juego sutil de los políticos dio sus frutos: a su llegada, el grupo de investigación fue invitado a la reunión de la comisión gubernamental para la liquidación de las consecuencias del accidente en la central nuclear de Chernóbil.
Todos los expertos se tomaron con gran interés el estudio del área inferior al reactor. El caótico universo de los radionucleidos descompuestos guardaba multitud de secretos desconocidos para el hombre. Sin embargo, en lugar de discursos alarmantes, el grupo escuchó diversos informes que mostraban una tendencia positiva en la reducción de la radiación y otros fenómenos adversos. Algunos los creyeron sin dudar, pero no Lenz. Su experiencia le decía que las cosas no podían marchar tan bien. Ese tipo de desastres necesitaban décadas de trabajo de liquidación y, aun así, estarían muy lejos de un resultado satisfactorio. Aquellas perspectivas optimistas que les fueron presentadas no sonaban a verdad.
El accidente en la central nuclear de Chernóbil destruyó el ordenado progreso de un sistema de Estado consolidado. En primer lugar, se había destruido una potente fuente de energía que abastecía a varias regiones de Ucrania. Su pérdida podía acarrear una grave escasez de suministro eléctrico en muchas plantas, lo cual conllevaría alteraciones de planes de producción y muchas otras consecuencias económicas.
También implicaría una insatisfacción que podría derivar en problemas políticos. Por otro lado, todo el mundo conoce el efecto de la radiación en la fisiología humana. Si el impacto no mata a una persona directamente, puede alterar su genética de manera irremisible, causando en sus descendientes graves enfermedades o invalideces absolutas. Y, si cientos de miles de personas se ven afectadas por esas elevadas emisiones radiactivas y todas ellas sufren mutaciones genéticas, éstas pasarán a la siguiente generación y más allá: de hijos a nietos y de nietos a bisnietos. Así, sólo aquella explosión podía dañar seriamente a toda la nación durante cientos de años, y tal vez incluso acabar con ella a la larga. Albert pensó que un impacto tan grave sobre la economía, la psicología, el medio ambiente y la política de un país tan poderoso como la URSS no se limitaría a consecuencias de ámbito local. Quienes se alegraban del accidente debían recordar que la Tierra sigue siendo el hogar común y único de toda la humanidad, y que los problemas atraviesan fácilmente las fronteras del territorio. Y también los océanos.
Sólo quedaban dos días para la expedición al refugio. Andrey esperaba la llegada en cualquier momento de un informe sobre el encuentro de Albert con uno de los agentes especialmente entrenados con tal propósito. Pero su cabeza estaba en otras cosas. En lo más profundo de su alma, Andrey tenía la esperanza de que la comisión gubernamental hallaría otra solución a la tarea distinta de la estipulada, y que podrían eludir la expedición a la fuente mortal.
Llamaron a la puerta, pero no era un agente operativo, sino el general Osipenko.
—Bueno, ¿cómo se encuentra, camarada jefe de la expedición? —preguntó en cuanto hubo entrado.
—Con espíritu combativo —repuso Andrey esbozando una sonrisa, a pesar de los pensamientos que lo torturaban.
—¡Eso está bien! ¡No podemos permitirnos ningún otro estado de ánimo! —El general le devolvió la sonrisa—. He oído que un grupo de inspección extranjero está hoy de visita. Estamos invitados a participar en la reunión.
—Sí, lo sé. Terminaré algo de trabajo e iremos.
—Dicen que nos mostrarán a los extranjeros —prosiguió Osipenko—. Van a jactarse de que nuestro país cuenta con héroes dispuestos a examinar el reactor. Han venido a mirarnos como si fuésemos animales en el zoo; una especie rara. Quieren darles a entender: mirad y envidiadnos; no hay gente así en vuestro país, mientras que aquí los tenemos por todas partes. Sí, y mirad, ¡todavía están vivos! —El general bajó la mirada—. Andrey, respóndame con sinceridad: ¿tiene miedo?
—Sí —contestó Nikolayev mirando al general—. Pero es un miedo algo extraño. No tengo miedo por mí; no tengo miedo a la muerte. Tengo miedo de dejar demasiadas tareas sin terminar, que nadie completará sin mí.
—Sí, hay algo que la mente no alcanza a comprender. Tenemos miedo de perder y no ver qué ocurrirá después. Es perder lo que en realidad no tenemos. Pero, en cierto modo, también es útil. Me di cuenta cuando todavía era joven, cuando me enviaron por primera vez a un punto caliente. Íbamos a prestar eso que llaman ayuda amistosa a un país hermano... Y, en cuanto llegamos, nos enviaron a la batalla. Por supuesto, yo era un joven y aguerrido cabeza loca, así que fui alcanzado en el primer combate. Las heridas fueron tales que me pasé casi medio año de hospital en hospital... Es imposible no tener miedo; en algunas situaciones, sólo el miedo evita que pierdas el sentido de la realidad.
—Pero tampoco puedes tener miedo a la mínima —contestó Andrey.
—Debes entrenar el espíritu para ello —dijo lentamente el general—. Recuerdo ahora las armas que teníamos por entonces. Prácticamente íbamos por ahí corriendo con rifles de un cargador, mientras que nuestros enemigos tenían ametralladoras. Mientras levantabas la palanca y colocabas el cargador, te convertían en un colador. Pero nos enviaban allí y nos ordenaban luchar. Y ahora se han inventado tantas cosas... Competimos con los americanos, tratamos de adelantarnos los unos a los otros con bombas cada vez más potentes y aviones capaces de volar más lejos que los del enemigo, y hemos superado completamente los límites de la razón.
—Y nadie se va a desarmar, camarada general. Cuando se firma un tratado sobre reducción de armamento, todo el mundo lo celebra. Y, al mismo tiempo, hay científicos sentados en laboratorios y en sótanos inventando inmediatamente algo nuevo para añadir poder a lo que queda.
—Es igual que cuando estás en una batalla. Disparas y no tienes miedo a hacerlo; estás en medio de una multitud. A veces ni siquiera ves con claridad el objetivo; no sabes si tu bala lo ha alcanzado o simplemente ha dado en tierra. Pero cuando estás en un combate directo con el enemigo, su cañón te apunta, y el tuyo le apunta a él. Estás ahí pensando que podrías dispararle y matarlo, y él está pensando lo mismo. Y ninguno de los dos se atreve a hacerlo... Así son las relaciones internacionales actuales: estamos sentados, encañonándonos mutuamente y no nos atrevemos. Espero que nunca más nos atrevamos... Así no habrá necesidad de lanzar bombas nucleares o disparar misiles. Hace no mucho estuvimos de maniobras con la Armada del Norte. Con el potencial nuclear que hay allí, podría haber cien Chernóbil en el mar.
—Chernóbil ya se está convirtiendo en un nombre reconocible, ¿verdad? Me pregunto si todo está impregnado de algún tipo de terror subconsciente, o es el impacto de la radiación lo que te hace querer huir de aquí tan lejos como sea posible. ¿Y cómo será cuando lleguemos al reactor? Ese obstáculo es más difícil de sobrepasar que las paredes de hormigón.
—Sólo lo sabremos una vez que hayamos entrado, Andrey. En cuanto a Chernóbil, tienes razón. Antes era Hiroshima, y ahora... —El general levantó una mano—. Por cierto, ¿recuerdas a Nadia, aquella chica del Ministerio de Defensa?
—¡Claro! ¡Cómo olvidarla! Y también recuerdo a su novio —dijo Andrey.
—Pues imagínate, después de todo se las arreglaron para casarse.
—¿De veras? Él estaba muy afectado, apenas podía respirar.
—Sí, el amor hace auténticos milagros —replicó el general—. Pero su felicidad fue breve. Al principio todo parecía llevadero. En Kiev hay magníficos doctores, y su joven organismo respondía bien. Además, dicen que ella no lo abandonaba un minuto, ni de día ni de noche. En cuanto se puso un poco mejor, fueron a un registro y se casaron al día siguiente. Un par de semanas más tarde, Gennady murió repentinamente. Los médicos se limitaron a encogerse de hombros. Su muerte fue tan inesperada como su recuperación.
—¿Y ella?
—Parece arreglárselas, pero no le resultará fácil criar al niño.
—¿El niño? —Andrey estaba estupefacto.
—Se ve que realmente hay un Dios en el cielo; ¡escuchó sus plegarias! Se quedó embarazada, y por ahora todo parece ir bien.
—Tenemos que ir a verla en cuanto salgamos de aquí. Tal vez necesite ayuda. Es una buena chica. No tiene culpa de nada. Era lo que el destino le tenía reservado.
—¡Por supuesto!
El general iba a añadir algo más, pero en ese instante sonó el teléfono. Osipenko asintió y salió del estudio. Andrey escuchó atentamente el breve informe. Básicamente, decía que Albert había considerado fiable la información que le habían proporcionado y, convencido de haber obtenido «respuestas bastante competentes a sus preguntas», se limitó a confirmarlas por medio de otras fuentes, que también se habían preparado especialmente para él. Andrey era consciente de que Lenz no era de los que se conforman con una fuente de información, así que el contraespionaje había ido varios pasos por delante.
Había ajetreo en la sala de reuniones de la comisión gubernamental. Las secretarias corrían de mesa en mesa repartiendo gruesas carpetas. Los técnicos ultimaban el ajuste de un proyector para exponer tablas y gráficos. Un hombre corpulento con bigote hablaba de forma entusiasta mientras señalaba a los extranjeros. Éstos hablaban en voz baja, discretamente, sin prestar atención a los rusos que bullían a su alrededor.
En cuanto entró en la sala, Andrey distinguió a un hombre de rasgos afilados y pelo claro. Estaba sentado, medio girado hacia otro miembro del grupo, tomando notas en una hoja de papel. Nikolayev caminó hasta su sitio sin prisas, con la vista puesta en aquel foráneo. Se sentó despacio. Se había estado preparando de forma meticulosa y detallada para un encuentro con aquel hombre. Y ahora estaba allí.
Cuando el interlocutor del extranjero advirtió la presencia de Andrey, le tocó el hombro e hizo un gesto hacia el otro lado de la sala. Lenz levantó la vista y observó a Nikolayev con asombro. Las líneas paralelas se cruzaban por fin. Los dos aguardaban este momento, pero a ambos les resultó inesperado.
Andrey recordó al hombre que huía de él por aquellas calles nocturnas y en la taiga; caía en trampas y él mismo se las ponía. Nunca había escondido su cara ni ocultado su nombre, pero siempre había permanecido a una distancia inasequible. Y en ese preciso instante, los dos, rivales irreconciliables involucrados en la contención de dos sistemas, estaban sentados cara a cara, mirándose. Andrey sabía mucho sobre él, y esa información era su arsenal en un frente invisible, pero allí, a pecho descubierto, no le servía de nada: aquel hombre sentado con gafas de carey no era un agente enemigo que trataba de desarmar a su país desde hacía años, sino un doctor en Físicas de un instituto occidental. Y en su discurso tenía que dirigirse a aquella persona. Lo tenía a sólo unos metros, pero estaba fuera de su alcance.
El americano lo percibía. Miró a su oponente levantando la cabeza; la mandíbula alta, los hombros rectos. Una leve sonrisa apareció en su cara. Lenz sabía que cualquier contacto con el grupo de Nikolayev estaba «absolutamente prohibido», así que una provocación directa sería imposible. Recordó lo duras que habían sido las misiones en las que se había enfrentado a Nikolayev. Los ecos de su lucha lo habían perseguido más allá de las fronteras de Rusia. Pero siempre se las había arreglado para huir de su red.
«Albert Lenz...»
—Albert Lenz... ¡Señor! Doctor Lenz, ¿puede prestarme atención?
El americano volvió la cabeza bruscamente hacia el presidente de la comisión. Estaba presentando la delegación extranjera a los especialistas soviéticos. Cuando Albert, absorto en sus pensamientos, volvió en sí y se incorporó para saludar, Andrey asintió levemente y en su cara se dibujó una tenue sonrisa. Eran como dos atletas que se encontraban para una competición: podían darse la mano, pero nunca darían ventaja al rival en la carrera.
Albert escuchó los planes de la expedición al reactor, y no le pareció más que un intento de burlar a la comunidad internacional. Sabía que incluso con el nivel de desarrollo tecnológico del momento tal expedición era prácticamente imposible, y enviar gente allí parecía pura locura. ¿Cuántos metros entrarían? ¿Diez? ¿Lo harían voluntariamente o a punta de pistola? ¿Cuánto les habrían pagado? Albert no se creía nada de aquello.
Después de la reunión, que se extendió más de la cuenta, Andrey volvió a casa completamente exhausto por tan dolorosas emociones. Debía inspirar a los demás insistiendo en que lo que les esperaba era mucho trabajo duro, y no un caos o la muerte. Vida para cientos de miles de personas; trabajo para ellos cuatro. Y sin duda, él mejor que nadie entendía la dificultad de contenerse y fingir que el enemigo, que se había aproximado tanto, no suponía una preocupación.
Andrey no tenía ni fuerzas para encender la lámpara de queroseno. Caminaba de memoria por la oscuridad. Era la penúltima noche antes de la expedición.
El suelo crujía bajo sus pasos. Distraído en sus pensamientos, pisó un tablón podrido. La madera emitió un ruido agudo al partirse, y la pierna de Andrey se quedó atascada en el agujero. Con cierta dificultad sacó el pie de la trampa, se aseguró de que no tenía más que un par de pequeñas magulladuras y sacó unas cerillas del bolsillo. Tenía la costumbre de llevar siempre una caja consigo, lo que le resultaba muy útil.
Prendió una cerilla, iluminando la habitación con luz tenue. Miró por el agujero que había hecho en el suelo. Había una enorme bodega debajo de la casa. Andrey no tenía ni idea. Encendió la lámpara de queroseno y en seguida halló la entrada a la bodega debajo de la cama. Bajo la luz parpadeante distinguió un cuarto espacioso y polvoriento, con sacos tendidos sobre el suelo de tierra y varias filas de estanterías de madera áspera y oscura. Sobre algunas de ellas, había tarros de cristal de tres litros. Por lo que parecía, habían permanecido allí desde los tiempos previos al accidente. Grandes y pequeños, botes y cestas, todo dispuesto de modo frugal en las estanterías. Era como el recuerdo de un pasado feliz en el que la gente que vivía allí tenía esperanzas de futuro.
Andrey acercó la lámpara y vio que los tarros estaban llenos de pepinos grandes encurtidos en casa. Cogió un tarro y subió los escalones, que se doblaban al pisar. Puso el bote en el suelo, vaciló un instante y lo abrió usando una navaja de bolsillo. Comía fuera a diario, así que tenía ganas de probar algo hecho en casa; tantas, que se le disipó cualquier duda sobre la conservación de la comida. Mordió con ganas uno de los pepinos.
Sonrió al percibir el sabor salado. Pensó en su casa, en los días en los que su numerosa familia se preparaba para el invierno. Iba con su padre y sus hermanos a recoger heno para los caballos y las vacas, mientras su hermana y su madre almacenaban la producción del huerto y el jardín para la dura temporada que se avecinaba. Fue como un bocado de aquella infancia en el campo y de la cena preparada por su madre.
Un hombre enfundado en un uniforme militar, sentado en el suelo sosteniendo un tarro de tres litros y masticando un pepino. Seguramente, la escena resultaba graciosa. Sin embargo, fue en ese momento cuando se dio cuenta de que muy probablemente se aproximaba el final de su vida. Nunca más vería a sus padres, que se hacían viejos; nunca más estrecharía la mano poderosa de su padre, ni abrazaría a su madre ni vería sus ojos radiantes. Era el sino del soldado: morir joven, antes que sus padres; pero en ese preciso instante Andrey sintió alegría de vivir. Las abrumantes emociones lo animaron a decir algo a sus padres, a escribirles una carta para explicarles por qué su misión era necesaria.
Cuando volvió en sí de sus profundos pensamientos, Andrey tenía delante una hoja de papel cuadriculado arrancada de un cuaderno escolar que había preparado para la carta a sus padres. Había una inscripción clara arriba: «Queridos papá y mamá.» Debajo, en lugar de un texto para sus progenitores, había un plano detalladamente esbozado del reactor número cuatro, con la ruta del grupo marcada. Andrey lo había trazado inconscientemente, de forma mecánica. El desafío ocupaba su mente y nada podía quitárselo de la cabeza. Andrey hizo una bola con el papel y miró al tarro medio vacío.
El día antes de la expedición, Nikolayev se despertó una hora antes de lo habitual. Si sólo le quedaban veinticuatro horas de vida, era estúpido malgastar el tiempo durmiendo. Tenía demasiadas tareas incompletas esperándolo.
Junto a la puerta del estudio se encontró con el general Yudenkov, que acababa de llegar a Chernóbil. La visita del superior fue inesperada. El motivo de su presencia era completamente inexplicable, sobre todo teniendo en cuenta que sería dañino para él, por su edad y su estado de salud, que se había visto seriamente afectado en Afganistán.
Yudenkov tenía un aspecto lúgubre; seguramente se sentía mal. Sus primeras palabras demostraron que había perdido la actitud violenta de su última conversación y que no iba buscando el enfrentamiento. Había comprendido que Andrey tenía razón y la situación se había clarificado. Cuando cumpliese la misión se demostraría que estaba en lo cierto; de hecho, a ojos de mucha gente, estaría protegiendo la autoridad del KGB. Yudenkov era consciente de que Andrey había tomado la decisión pensando en todo ello y le merecía respeto. Los oficiales se saludaron y pasaron al estudio.
—¿Y cómo está Lenz? —preguntó el general tras explicar a Andrey el propósito de su viaje.
—Seguramente está bien; lo tenemos bajo control, aunque él se siente bastante confiado. Ahora va a tener una reunión que le convencerá por fin de todo.
—¡Lo ha logrado usted! Ha organizado todo a la perfección. Esa confianza de Lenz nos resultará útil.
—Sí. —Andrey asintió—. Piotr Alekseyevich, tengo una petición. Por lo que he entendido, permanecerá en Chernóbil hasta que completemos la operación, ¿cierto?
—Sí, he decidido verlo todo con mis propios ojos. ¿Sabe? Si todo va mal, me despellejarán vivo.
—Quisiera pedirle algo. Usted conoce la situación operativa respecto a Albert. Pero temo que cuando me vaya para entrar al reactor, por decirlo suavemente... se pierda el control de la situación, y todos mis esfuerzos hayan sido en vano. Ya que está aquí, por favor, asegúrese de que nadie falle.
—¡Por supuesto! ¡No se preocupe, Andrey Ivanovich! He estudiado la información sobre Lenz y, francamente, me he quedado sorprendido con su prolongada competición. Sus caminos se cruzan aquí por primera vez; es una increíble pirueta del destino. Había un montón de gente tanto de nuestro lado como del suyo, pero la vida les hace encontrarse. ¡Parece hecho adrede!
Tras recibir un informe acerca de un nuevo éxito en la desinformación de Albert, Andrey decidió inspeccionar el lugar preparado para entrar al sarcófago. Los preparativos habían dado demasiados problemas. La solución resultó bastante compleja, incluso para los especialistas experimentados.
Por medio de una explosión controlada, tuvieron que realizar una abertura de una forma especialmente definida en la pared de hormigón del sarcófago que separaba la dañada planta número cuatro de la intacta número tres. El método era muy peligroso, puesto que un error de cálculo podía causar dramáticos daños a la construcción en su conjunto. Pero los integrantes del equipo de demolición tenían preparación suficiente como para cumplir la misión con rapidez y extrema precisión. El boquete en la pared era suficientemente grande como para que un hombre cargado con un equipo pesado pasase caminando perfectamente.
Inmediatamente después de la explosión, la entrada se cerró por medio de un sistema especialmente diseñado: una enorme placa de plomo montada sobre dos raíles, por arriba y por abajo. Así, se podía mover con menos esfuerzo al entrar y salir el grupo de exploradores. Las grietas de la construcción se cubrieron de material sellador, impermeable a las partículas más pequeñas de polvo radiactivo del sarcófago.
También se perforaron conductos especiales en aquellas paredes de un metro de espesor para introducir cables destinados a la transmisión de datos en el curso de la expedición. Se sacaron cables interconectados por los extremos y se incrustaron sellando los conductos. Después de entrar al sarcófago, el grupo tendría que conectar los enchufes correspondientes, marcados con números, y tirar enormes rollos de cable. En una zona de alta emisión radiactiva, sólo los cables podían ser utilizados como un método más o menos fiable de transmisión de datos.
También se habían levantado tabiques protectores en el cuartel provisional para garantizar la seguridad del personal a cargo de la supervisión. Hacían posible evitar la emisión directa de la zona de alta radiactividad cuando el grupo entrase y saliese del sarcófago. Había un pasillo con varios compartimentos destinado a dejar las prendas y objetos contaminados que se habían utilizado en el interior.
Andrey se sintió satisfecho con lo que vio. Esperaba que, al menos, quienes estaban en la sala de supervisión no recibiesen una alta dosis de radiación que los hiciese víctimas de aquella expedición mortal.
Quedaba muy poco tiempo para entrar. Los integrantes del grupo ensayaron de nuevo todos sus movimientos en la ruta trazada en la planta número tres. Todos confiaban plenamente en sus compañeros. Si alguno era reacio a entrar al reactor, no lo compartiría con nadie. ¿Y si la superioridad decidía que se batiesen en retirada? No, era demasiado tarde.
Cuando terminó con las tareas rutinarias, Andrey transmitió las órdenes finales necesarias, comprobó que todos estaban listos para lo que les esperaba, informó y se marchó a casa. Yudenkov lo estaba esperando junto a la puerta.
—¿Qué ocurre, camarada general?
—Nada, Andrey. Sólo he venido a hablar con usted. Entremos, ¿de acuerdo?
Se acomodaron en el pequeño y oscuro cuarto. Yudenkov comenzó a hablar:
—¿Sabe? Creo que todo va a salir bien mañana —dijo el general, tratando de animar a Andrey. Pero su voz no sonaba suficientemente confiada.
—Ojalá pudiera creerlo, pero ya es hora de que descartemos las esperanzas. —Nikolayev suspiró. Era la primera vez que se permitía afirmaciones tan tremendistas. Se había pasado toda la semana tratando de convencer de lo contrario a los demás; se había quedado sin energías, y sus palabras sobre un resultado favorable y sobre la supervivencia ya no sonaban tan optimistas como los primeros días.
—¡Eh, eh! ¡Todavía es usted bastante joven, es pronto para morir! Acaba de tener un hijo. Tendrá tiempo para cuidarlo; después se sentirá tan cansado que nos pedirá que le traigamos de vuelta a Chernóbil.
—Si me ordenan regresar, lo haré. —Andrey respondió con seriedad. No había captado el chiste.
—Se ha venido usted abajo por completo; ¡tiene que reponerse! Mañana tiene el examen más complicado de su vida, y va usted a superarlo. Si allá en el cielo deciden que va a sobrevivir, sobrevivirá.
—Es una idea interesante.
—No cree usted en el destino, ¿verdad? Mire, yo he pasado mi prueba más difícil en Afganistán. Llevábamos cuatro días resistiendo una posición bajo fuego incesante. Creía que al haber llegado a general ya no tendría que estar luchando así; pensaba que ese tipo de experiencias eran sólo para los jóvenes. ¡Para nada! Combatimos mientras nos quedaron cartuchos, y sólo nos detuvimos cuando llegaron nuestros helicópteros para freír al enemigo. Pero antes de eso murieron muchos soldados. Pues bien, observando los cadáveres de nuestros chicos de dieciocho años esparcidos por la arena, uno podría pensar: «Son niños, están muriendo; ¿y tú, viejo diablo?, ¿por qué Él no se te ha llevado?» Y uno se convence de que seguramente es necesario para algo más. ¡Debería persuadirse así! ¡No lo dude! ¡Lo principal es el deseo de sobrevivir!
—¿Y no querían sobrevivir aquellos chicos? Aquí ocurre lo mismo: cuando uno está bajo una fuerte radiación, no hay alegría de vivir que vaya a salvarlo; ¡sólo puede mantenerse con vida una entre mil veces, como resultado de un milagro! —objetó Andrey.
—Entonces, ¡habrá un milagro! La muerte elude a los valientes —replicó con firmeza el general—. Hay muchas circunstancias inexplicables en su vida, a estas alturas. Por ejemplo, ese Lenz. Esos cruces del destino no pueden ser encuentros casuales; deben tener algún significado profundo, insisto.
—Debo cazarlo de una vez. —Andrey sonrió al responder.
—Andrey, hay algo más que debo decirle. —Yudenkov hizo una pausa y prosiguió—: Usted no centra toda su atención en una única causa del accidente, y creo que tiene razón. No voy a discutir con usted. Verá, si reaccioné con tanta dureza a su investigación no fue porque yo mismo no quiera indagar. Hay una frase hecha que he oído muchas veces: «¡Es el sistema!» Pero, ¡cielos!, así funciona. Entonces, no debe haber ninguna otra explicación más que la versión oficial de los hechos.
Andrey lo miró asombrado.
—Sí, es el sistema; no me mire así. Se ha convertido en costumbre desde los tiempos de la bomba atómica. Si descubrimos alguna otra versión que puede ser cierta, la simple mención de algún tipo de impacto exterior, estaremos revelando nuestra debilidad y demostrando que no estamos listos para el enfrentamiento. No tenemos una tecnología que nos permita detectarlo. No. Punto. Pero estamos trabajando. Oficialmente no lo admitimos, pero aprendemos la lección.
—Entonces, yo estaba en lo cierto, ¿no?
—Cualquiera sabe quién tiene razón en esto —continuó el general, sin responder la pregunta directa de Andrey—. En el transcurso de la guerra fría, todo lo que ocurre está de algún modo relacionado con las armas. No pasa un día sin que aparezca algún nuevo método bélico. Y cada vez son más sofisticados. Hubo un tiempo en el que el lanzamiento de un misil se consideraba un logro espectacular, y el arma se consideraba prácticamente perfecta. Ahora todo es diferente. A veces, es más fácil servir a la gente de inspiración para lo que tienen que hacer. Conduzca su interés hacia algo; dígales que ahí está la raíz del mal: las masas correrán a destruirlo.
—Sin embargo, nuestro trabajo es evitarlo.
—Hay cosas que no se pueden evitar. Es imposible... por ahora. Si al otro lado del planeta hay un emisor capaz de hacer temblar la Tierra, ¿cree que hay algún modo de detenerlo o de probar que existe? Eso no sería realista. Por supuesto, lucharemos hasta el final, pero la victoria es improbable. La cuestión es qué ocurrirá si comenzamos a responder a cosas así. Será la guerra sin vencedores. —El general tosió.
—Y nuestros nietos recogerán los frutos; bueno, si es que tienen casa y comida. —Andrey profundizó en la idea de Yudenkov.
—¡Exacto! Su tarea consiste en manejar amenazas que podrían dañar no sólo a personas concretas, o a países, sino a toda la humanidad. Cuando se entera de que existen semejantes armas, debe ponerse a inventar un instrumento que impida su aplicación, más que un medio para la represalia.
Continuaron la conversación un buen rato. Ambos trataban de hacer cambiar de opinión a su interlocutor. Seguramente, Yudenkov lo hacía a propósito para no dar tiempo a Andrey a pensar en su posible muerte y ahorrarle la inevitable angustia. El general compartía sus cuarenta años de experiencia como agente de la contrainteligencia, tratando de probar que su actividad no era inútil. Yudenkov dejó a Andrey ya en plena noche para que pudiese dormir. Si podía, claro.
Por la mañana, Andrey se vistió con calma, como de costumbre; ordenó su habitación, la inspeccionó con detenimiento desde la puerta y salió. Trataba de mantener su capacidad de actuar mecánicamente, sin emociones.
Dejó sobre la almohada dos cartas que había escrito durante la noche: una para su mujer e hijos y otra para sus padres. Sin duda, estarían esperándolas. En ellas se despedía de sus seres queridos, desvelando los secretos más profundos de su alma, confiando toda la amargura, el dolor y la insoportable angustia que lo habían torturado en los últimos días; rememoraba las cosas que habían pasado juntos, les pedía perdón y les daba gracias por la vida. No le bastaban las palabras, no eran suficientes para expresar los pensamientos íntimos de una persona que se disponía a morir. Tal vez sería ésa la primera vez en que su familia lo veía como un hombre vulnerable de alma torturada. No sabían que era así. Pero cómo iba a ser de otra manera, si estaba probablemente separándose de ellos para siempre. ¿Cómo escribirlo y decirlo todo? ¿Cómo permanecer para siempre en su memoria? Mientras escribía las últimas líneas de la carta, «besos y todo mi amor», Andrey apenas pudo reprimir las lágrimas.
La portezuela del coche que había ido a buscarlo se cerró. El vehículo avanzó hacia la central nuclear despacio, botando sobre los baches. Un nuevo día... Quién sabía qué depararía a la humanidad.