PARTE II
LA TAIGA ABRASADA
Una somnolienta mañana de niebla dio paso a un día gris y nublado. Las nubes estaban suspendidas en lo alto, más allá de las copas de los árboles de la taiga. Daba la impresión de que en cualquier momento uno de ellos agujerearía el cielo y comenzaría una lluvia interminable. Un convoy cargado de equipos militares pesados avanzaba con dificultad por carreteras convertidas en lodazales después de un largo período de mal tiempo. A cada poco, los pesados camiones quedaban atascados en la mezcla pastosa de nieve y fango; los conductores, maldiciendo al cielo, tenían que bajarse a la carretera embarrada y ayudar a que sus camiones de varias toneladas fuesen rescatados por una grúa. Las ruedas giraban inútilmente en los charcos, arrojando suciedad a la cara de los soldados. Eran conscientes de que, si lloviese, no serían capaces de salir de allí y regresar. ¿Son malas las carreteras en Rusia? Podría parecer que sí, salvo que uno haya visto lugares donde ni siquiera hay carreteras.
Una vez alcanzado el espacioso claro en las proximidades del bosque que se había indicado de antemano, el convoy fue reorganizado en función de las tareas. Los repostadores se colocaron a un lado; un camión de transporte de largo recorrido que portaba un misil se situó cerca de los árboles, de tal modo que no pudiese ser identificado desde arriba, por medio de satélites: quedaba fundido con la extensa masa boscosa. Los camiones, cubiertos de suciedad, estaban listos para proceder, junto con los equipos y el personal. Los soldados comenzaron a levantar un campamento.
El proceso de reabastecimiento de los misiles, que había entrado en funcionamiento poco antes, parecía resultar nuevo para muchos operarios. Los reclutas y algunos subalternos, recién llegados al regimiento en su primera misión de servicio, conocían la teoría de la materia, pero era la primera vez en sus vidas que se enfrentaban a ese tipo de equipos. Sólo los agentes con más experiencia mantenían la calma, mientras impartían órdenes concisas y señalaban los errores. Estaban tan unidos a esos misiles que prácticamente los sentían. Igual que un soldado de infantería mima su ametralladora a sabiendas de que su impecable funcionamiento es su garantía de supervivencia, así cuidaban de sus armas los especialistas en cohetes.
Una vez completado el despliegue, se pudo iniciar el aprovisionamiento de combustible. El mal tiempo les iba bien. Con el cielo tan cubierto, era difícil ver algo a través del satélite; así, tenían la oportunidad de mantener todo en secreto para la inteligencia extranjera, que observaba cada paso que daban las tropas con misiles.
Andrey seguía con atención las acciones de soldados y oficiales. Mentalmente, comparaba el procedimiento operativo con la regulación aprobada. En situaciones de combate, un misil debe ser reabastecido en seguida para poder repeler una agresión. Pero entonces, todo se estaba haciendo de un modo más lento.
De pronto, Andrey recordó que se había dejado su libreta de notas en la tienda del personal que estaba en el lado opuesto del claro. Solía escribir en ella toda la información necesaria del trabajo. Prácticamente nunca salía sin el cuaderno en el bolsillo de la pechera, pero esa vez lo había olvidado a la vista de cualquiera. Esa imperdonable negligencia podía acarrear consecuencias muy desagradables, así que Andrey comenzó a caminar rápidamente hacia la tienda, mientras echaba la vista atrás para vigilar el lanzacohetes.
Al entrar, vio que un oficial cogía del escritorio la libreta con la cubierta azul hecha trizas.
—¿Es suya, Andrey Ivanovich?
Andrey arrebató el cuaderno de las manos de su colega, pasó las hojas con aire ausente, lo guardó en el bolsillo y, reprendiéndose por su distracción, abandonó la penumbra de la tienda militar, mascullando «sí, gracias», sin siquiera girar la cabeza. El oficial, perplejo, se encogió de hombros y resopló con incredulidad.
En seguida, Nikolayev se quedó mirando al lanzacohetes, que estaba rodeado de cierto alboroto, a unos cien metros al otro lado del claro. «¿Por qué corren?», se preguntó. Al instante, el misil desprendió una llamarada y estalló en miles de pequeños fragmentos. A continuación se escuchó una gran explosión cuyo eco resonó sobre la taiga. Flexionando instintivamente brazos y piernas, Andrey cayó al suelo. Delante de su cara aterrizó la bota quemada y humeante de un soldado.
El militar que estaba trabajando en la válvula de combustible, sentado sobre el misil cuando éste resplandeció ante la mirada de Andrey, salió despedido a treinta metros. De entre el humo aparecían personas en llamas; soldados y oficiales que estaban cerca del misil, corriendo en distintas direcciones. Junto a ellos, fragmentos del lanzacohetes silbaban al caer. Andrey tenía la impresión de que quienes estaban cerca del camión se habían desintegrado sin dejar rastro. El combustible y el ácido tóxico del cohete habían calcinado su carne y sus huesos en cuestión de segundos.
Poco después, el aire transparente de la taiga estaba saturado de olores insoportablemente asfixiantes. Andrey escuchaba el crujido de los árboles; los miraba y veía fragmentos de cuerpos humanos y jirones de uniformes militares quemados. En el punto en el que se había producido la deflagración, el suelo ardía y echaba humo; incluso en el lugar en el que se encontraba Andrey, en medio de las tiendas, hacía un calor insufrible. Por todas partes se escuchaban quejidos y gemidos de gente que suplicaba ayuda.
«¿Cómo puede haber ocurrido? ¿Puede haber sido un acto de sabotaje?» La idea atravesó la mente de Andrey como un chispazo.
Sin demora, Nikolayev rasgó instintivamente la bolsa de la máscara antigás y se la colocó. Se puso un traje de protección química y, junto con otros, corrió a atender a los heridos. Acercarse al lugar de la explosión sin una vestimenta especial habría sido un suicidio: aquel hedor acre quemaba las vías respiratorias y envenenaba todo el organismo en un instante.
Al adentrarse en la humareda, Andrey se encontró ante un verdadero infierno. Los heridos yacían junto a los muertos; se aferraban a las piernas de los rescatadores que corrían entre ellos. Más allá se veía el chasis quemado y deformado del camión de transporte, cuyos fragmentos lo cubrían todo. Andrey vio una máscara antigás en la mano de un soldado que no había logrado ponérsela a tiempo.
Aquí y allá, personal enfundado en prendas de protección química se inclinaba sobre los que permanecían tirados en el suelo, sin saber qué hacer. Nikolayev gesticulaba e intentaba gritar a través de la máscara, dando instrucciones sobre dónde debían transportar a los heridos y a los quemados. Cerca de él, eludiendo el fuego a trompicones, algunos soldados trataban de apagar las llamas con extintores, pero no funcionaban debido al combustible derramado. «¡Traigan palas! ¡Échenle tierra encima! ¡Mierda, no oyen nada!» La voz no atravesaba la máscara. A través de ella sólo se podía escuchar el ruido de las explosiones.
Uno de los soldados vomitaba, impactado por la imagen que acababa de ver de partes de cuerpos humanos y trozos de metal. Se quitó la máscara antigás, se arrodilló y se inclinó hacia el suelo, respirando con dificultad y frotándose los ojos por el humo acre.
—¡Póngase la máscara, de prisa! ¡Reaccione! No querrá quedarse aquí con ellos, ¿verdad? —le gritó Nikolayev mientras lo agarraba del hombro.
El propio Nikolayev, con todo lo que había visto en su vida, controlaba a duras penas el nudo en su garganta. Tenía náuseas, pero no podía permitirse una pausa, parar el trabajo, detenerse y hacerse a un lado para quitarse la máscara y respirar un poco de aire fresco. Mientras socorría a las víctimas, Nikolayev trataba de calcular cuántos heridos había, y cuántos muertos. ¿Dónde estaban los repostadores? ¿Y los tenientes? Gente quemada por ácido huía hacia todas partes por la taiga que rodeaba el claro. No veían adónde se dirigían. Caían al suelo. Inmediatamente se enviaron pequeños grupos para peinar el bosque metro a metro.
Andrey creyó que experimentaba alucinaciones bajo la influencia de los efluvios venenosos cuando vio al militar que estaba sentado sobre el misil y que había saltado por los aires. Lo llevaban en camilla. Estaba terriblemente quemado, pero ¡vivo y consciente! El pobre hombre clamaba al cielo por ayuda.
—¡Andrey Ivanovich, salgamos de aquí! ¡Hemos sacado a todo el mundo! —Nikolayev escuchó la voz de otro oficial desde una tienda.
Inspeccionó una vez más el claro y se dirigió hacia el cuartel, volviéndose a cada poco con la esperanza de ver a alguien levantar una mano, revolverse o gritar. Pero nada de eso ocurrió.
El equipo médico, no muy abundante, trataba de clasificar a los heridos en el centro de emergencia. Para un facultativo militar, ese proceso es una de las partes más dolorosas de su profesión: debe definir quién recibirá atención médica en primer lugar, quién a continuación, quién carece de posibilidades (éstos han de ser anestesiados). Poco más tarde, los heridos eran transportados a vehículos y enviados con urgencia a los campamentos con puestos de primeros auxilios más cercanos. Era inútil intentar salvar allí a víctimas con semejantes heridas; al menos, en los puestos de primeros auxilios tenían medicinas, vendajes, provisiones. Debían ser reanimados lo antes posible. Muchos presentaban terribles heridas en la piel; la mayoría de quienes estaban presentes en el campamento en el instante del aprovisionamiento padecían quemaduras en las vías respiratorias; algunos habían perdido miembros por la explosión y la sangre manaba de sus llagas lacerantes.
A través de una emisora de radio, informaron de la emergencia a las autoridades apenas unos minutos después de que ocurriese. Dos horas más tarde, aterrizaban en el campamento helicópteros que llevaban a bordo a representantes de la división y el ejército. Con ellos llegó un grupo de investigación de la Fiscalía Militar, que comenzó a inspeccionar el escenario de la catástrofe. Autoridades militares de mayor rango y expertos en misiles volaban ya desde Moscú.
Todos los especialistas enviados estaban convencidos de que la explosión había sido provocada por un sabotaje. Los investigadores se acogían a esa versión y no desistían en la búsqueda de restos de objetos extraños o explosivos. Los altos mandos desplazados miraban con recelo a Andrey y le dedicaban reproches:
—Así que se le han escapado los saboteadores, ¿no es así?
Andrey deambulaba por las proximidades de la carpa del personal, revolviendo con los pies entre los restos. Su semblante era sombrío como el cielo encapotado. «No ha habido espionaje para la preparación de explosivos ni nada parecido. Todo se ha desarrollado según lo previsto. Es imposible llevar a cabo un sabotaje tan perfecto.» Trató de rememorar al menos algunos detalles de la preparación para las maniobras que pudiesen sugerir intenciones maliciosas, ahora que se había producido el accidente. Examinó de nuevo los escombros ya apagados del lanzacohetes; miró al suelo, a las cisternas de combustible y al bosque. Se hacía la misma pregunta, una y otra vez: ¿qué se les había pasado por alto?
«Vosotros, chicos, podríais ser muy útiles», pensaba sobre la gente que estaba más cerca del misil en el momento de la explosión. Su relato permitiría reconstruir los hechos paso a paso. Pero no había nadie para contestar a las preguntas que ahora surgían. Todos los que podían tener algo que decir estaban muertos o en el hospital, en estado crítico. La mayoría apenas podía respirar, de modo que el interrogatorio no era una opción.
¿Tal vez el nuevo misil no estaba listo? Era difícil de creer. Esas cosas se tomaban muy en serio. Nadie correría riesgos. ¿Quizá allí, en el regimiento, alguien había pulsado el botón equivocado o había vertido algo donde no debía? ¿Se habría producido una combustión y habría explotado el combustible como consecuencia del descuido de alguien? «Probablemente, las autoridades ya han determinado quién es el responsable», pensó Andrey con tristeza.
Se quitó el traje protector y ordenó sus ideas para el informe que debía ofrecer a los superiores. Nikolayev respiró profundamente y entró en la tienda del personal.
En realidad, no tenía nada que decir aparte de lo que todos podían ver. Según las primeras estimaciones, había doce personas muertas, diez desaparecidos y más de cincuenta heridos en hospitales de campamentos cercanos que estaban siendo preparados para ser enviados al hospital militar. La mayoría de ellos sufría quemaduras graves en la piel y en las vías respiratorias y heridas causadas por productos químicos. Como consecuencia de la explosión, un lanzacohetes, un camión de transporte y varios vehículos de aprovisionamiento habían quedado destruidos.
—Lo hemos leído en los informes y lo hemos visto nosotros mismos, querido Andrey Ivanovich. ¿Podría decirnos, camarada capitán de seguridad del Estado, cómo es posible que no haya sido usted capaz de evitar el acto de sabotaje que se estaba preparando? ¿Carecía de los recursos o del poder adecuados? —Sentado a la cabecera de la mesa, el general escrutaba a Andrey.
A juzgar por el gesto de los presentes, todos estaban de acuerdo con la versión manifestada.
—Camarada general, se están estudiando las circunstancias del accidente. Equipos del KGB están llevando a cabo una investigación en colaboración con la Fiscalía Militar —replicó Nikolayev con voz monótona, consciente de que no se daría consideración a ninguna otra interpretación de los hechos.
—Debería haber hecho bien su trabajo antes, y así ahora no tendría nada que estudiar. Retírese hasta nueva orden.
—Sí, señor.
Andrey volvió a ponerse el traje protector y regresó al lugar del accidente. Trató de convencerse de que realmente se había producido un sabotaje con el objetivo de acabar con el misil y el personal que participaba en las maniobras; o tal vez para distraer la atención de otra acción de mayor envergadura. Después dijo en voz alta, de forma confiada: «No, no he metido la pata. Bien. Sigamos trabajando.»
Otra dura prueba aguardaba a Nikolayev: la búsqueda de los muertos y el cálculo exacto de las pérdidas.
Caía el sol cuando atravesaba el límite del bosque junto al grupo de investigación, siguiendo concienzudamente los movimientos de los especialistas y señalando detalles que consideraba importantes. Andrey distinguió un pequeño objeto que brillaba débilmente bajo un sol que se apagaba con el final del día. Era la escarapela medio quemada de un oficial.
«Debe de ser todo lo que queda del mayor Yevdokimov, que estaba al mando del equipo de repostadores», pensó Andrey. Por más que el capitán trató de hallar su cuerpo, no lo consiguió. Las llamas y el ácido lo habrían consumido; era extraño que hubiesen dejado ese pequeño fragmento metálico de colores suaves con una estrella en el centro.
El mayor no había sido amigo de Andrey, en absoluto. Simplemente era un buen hombre. Era una de esas personas alegres y con encanto que comparten generosamente su optimismo con los demás. Era un especialista de alto nivel y tenía futuro como oficial de mando. Trataba a los soldados conforme a los estrictos criterios del servicio militar, pero jamás se mofaba de ellos ni los humillaba. Por eso lo respetaban y soñaban con servir en su unidad. Era el corazón de la compañía de oficiales. Yevdokimov nunca había participado en intrigas ni tratado de perjudicar a nadie. Andrey conocía un poco a su familia, su esposa y dos niños traviesos, que vivían en el campamento de la guarnición. Probablemente, los chicos seguirían el ejemplo de su padre. «¿Por qué ha muerto este hombre?», se preguntó Andrey, mirando al cielo.
Se acercaba el crepúsculo, así que se decidió detener el trabajo hasta el día siguiente. Se oyó el ruido de un motor. Había un camión al final del cortafuegos. «En el depósito de cadáveres les dirás que hubo una explosión en una columna de cisternas cargadas de combustible de misiles. Diles que hubo un accidente de tráfico y las cisternas volcaron. Eso es todo.» Nikolayev había inventado la historia antes, mientras los heridos eran llevados a hospitales. Tuvo que volver a mentir a los médicos de hospitales civiles, pero debía socorrer a la gente y a la vez mantener el accidente en secreto. Otro equilibrio entre la famosa seguridad del Estado y la protección de vidas humanas.
Podía darse por hecho que los satélites que vigilaban meticulosamente todo lo que ocurría en la URSS se las habían arreglado para detectar «algo parecido a una explosión» a pesar de la capa de nubes, y que la inteligencia extranjera tendría preguntas que hacer, lo cual significaba que podían esperar la pronta llegada de «invitados». Los soldados repusieron la cubierta de lona del camión y emprendieron el camino.
Andrey tenía la noche a su disposición para descansar un poco y pensar. Los investigadores del KGB llegarían de Moscú a la mañana siguiente. Antes, tenía que repasar los acontecimientos del día de forma exhaustiva y comprender qué había ocurrido realmente. Una vez que articulase su versión, tendría que defenderla contra viento y marea. Andrey abrió su libreta, dobló la esquina de una página y escribió tres puntos: «Acto de sabotaje (¿de un Estado vecino?); violación de las instrucciones y reglas de abastecimiento de un misil con el combustible usado en entrenamientos; error en la fabricación o diseño defectuoso.»
Cada una de estas posibilidades podía tener bases sólidas. Las relaciones con China se habían agravado de forma seria últimamente. Los constantes ataques verbales mutuos podían haberse transformado en acciones hostiles reales en el Extremo Oriente. La frontera estaba cerca, y la unidad del misil podía constituir un objetivo muy tentador para un cambio de rumbo. Pero allí, en ese lugar remoto, cualquier extranjero que apareciese por las proximidades de una unidad militar o de un campamento de guarnición habría despertado sospechas de inmediato. Reclutar a algún residente local habría sido demasiado complicado. Todos estaban a la vista. En cualquier caso, tanto la URSS como China tenían numerosos enemigos listos para golpear en secreto en cualquier momento. Era la versión más sencilla e improbable que se podía componer sin entrar en mayores detalles. Pero lo que necesitaba era la verdad.
La «violación de instrucciones» o el «quizá», como era más habitualmente conocida en ruso, era una pequeña peculiaridad del pueblo soviético que a menudo le generaba problemas. Alguien no había escrito algo hasta el final, alguien no había leído con atención, una tercera persona no había apretado algo con la fuerza suficiente, un cuarto había hecho lo contrario de lo que se suponía que debía hacer, un quinto había apretado el botón equivocado y un sexto lo había aprobado y dado su visto bueno. Se utilizaban equipos nuevos en maniobras en las que cualquier pequeño detalle, hasta la última coma, debía ser atendido. ¿Tal vez los oficiales se habían relajado, en lugar de supervisar los movimientos de los soldados, observando detrás de ellos y comparando cada uno de sus procedimientos con las regulaciones? ¿Era posible en esos momentos dar con la persona responsable? Muy probablemente, él estaba entre quienes no podían responder.
¿Y si indagamos en mayor profundidad? ¿Qué pasa con los constructores que habían desarrollado el lanzacohetes, o con los fabricantes que lo habían ensamblado? Podían haber cometido un error, ¿no? En el contexto de extrema competición con las otras potencias mundiales, en un estado de guerra fría que duraba ya tiempo, la Unión Soviética tenía que incrementar su capacidad defensiva constantemente, en ocasiones esforzándose por mantener la delantera. El mero hecho de estar por delante contaba. Los regimientos militares recibían nuevos equipos casi cada dos años; se hacían operativas armas de guerra mejoradas que prácticamente hasta el día anterior sólo existían en forma de boceto en algún departamento de diseño de ingeniería. Era natural que, en la febril persecución de novedades, radio de acción, potencia y otros avances, la seguridad se viese como algo menos importante. Obviamente, algunos elementos armamentísticos estaban verdes; eran mejorados y corregidos constantemente durante su explotación. Sin duda, ese problema existía y Andrey era consciente de ello. «Imagino lo que opinarán los investigadores.» Para un capitán del KGB, era imposible poner en duda la perfección de la calidad de la industria soviética. Sin embargo, se decidió a defender esa versión. Se conocía a sí mismo y confiaba en sus colegas. Todos habían hecho su trabajo correctamente.
Cientos de ideas simultáneas pasaban por la mente de Andrey; por eso no le apetecía dormir, a pesar de un día de pesadilla y el absoluto agotamiento que sentía.
No se acordó hasta ese instante: no había visto a su vecino. Sergey debería de encontrarse más bien lejos del lanzacohetes; probablemente estuviese entre los heridos. Andrey trató de deshacerse de los malos pensamientos. Preguntaría por Sergey al día siguiente. Seguramente estaba en uno de los hospitales próximos. «He de comprarle manzanas. Le gustan las manzanas. Y las compartirá con las enfermeras.» Andrey sonrió y se tumbó en una postura más cómoda.
Una esquina de su desgastado cuaderno azul asomaba del bolsillo de su abrigo, colgado en el respaldo de la silla. Era el amuleto de la suerte de Nikolayev: el día anterior, le había salvado la vida. ¿Por qué se acordó de él unos segundos antes del desastre? Había sido un golpe de fortuna. Pero otros habían muerto o quedado inválidos, y no había sido un accidente. Tenía que haber alguna razón, y debía ser detectada; si no, ¿cómo iba a mirar a la cara a las mujeres y los hijos de quienes nunca regresarían a casa? «Estoy vivo, pero fácilmente podría haber sido diferente.»
Albert Lenz llevaba unos días caminando por la taiga con un grupo de cazadores y pescadores empedernidos. Las autoridades soviéticas habían sido reticentes a conceder un permiso a extranjeros para un viaje tan poco habitual, pero tras muchas conversaciones en las que se formularon múltiples promesas, la expedición fue autorizada y organizada del mejor modo posible. Sin embargo, el americano iba tras una presa especial: silos de misiles abandonados, ocultos en los bosques. Por supuesto, se les propuso una ruta que discurría lejos de aquellos lugares secretos desperdigados por la taiga y escondidos de miradas extrañas, pero Lenz sugeriría con disimulo cambiar el trayecto y acercarlo a la dirección que le convenía. ¿Por qué estaban tan seguros en la CIA de que esta arriesgada excursión daría resultado?
Un par de semanas antes, Albert había mantenido una conversación con su jefe.
—Pasaré sólo cuatro días en esta región. Creo que será suficiente. Confío en que nuestro hombre en Moscú también prestará ayuda a la operación, ¿no es así?
—Puede darlo por hecho. Pero si fuese por él, ahora estaría usted compartiendo una celda en Moscú con bichos y cucarachas, aprendiéndose de memoria el Kalinka-Malinka. ¿Sabe? He podido observar de nuevo sus opciones y ahora estoy absolutamente seguro de que serán sus propios ciudadanos los que causen la caída del país. Sólo necesitan un poco de ayuda; hay que empujarlos en la dirección adecuada. Y ganaremos la guerra sin más gastos ni derramamiento de sangre.
Albert asentía y se mostraba de acuerdo con todo, pero su anterior viaje había cambiado su actitud hacia la gente que vivía en la Unión Soviética. La imagen de los rusos que se había creado en su país era la de gente sedienta de sangre, agresiva, habitualmente borracha y casi siempre inepta. Se les retrataba como si fuesen algo muy parecido a los bárbaros, con la única salvedad de que poseían la bomba nuclear. Sin duda, los rusos tenían sus rasgos singulares; sin embargo, aman a sus hijos igual que los americanos, los alemanes o cualquier otro pueblo. Todos pertenecemos a la misma naturaleza, la naturaleza humana. Es la ideología lo que nos convierte en enemigos. En cuanto a los traidores o gente sin principios, los hay en cualquier país.
Esa vez, Albert estaba preocupado por su inminente viaje a Rusia. La única razón para tener cierta inquietud era la vigilancia de la contrainteligencia que, sin duda, lo estaba esperando. No había visto un servicio especial tan cualificado y experimentado en ningún otro lugar. Todavía recordaba la operación del tren nuclear. Confesó con sinceridad a sus colegas que en cierto modo se sentía víctima de un timo. Parecía haber cumplido la misión, pero ¿por qué todo le había resultado tan sencillo? Por supuesto, él también estaba suficientemente cualificado como para eludirlos; al menos, así lo parecía. Pero nunca se había sentido seguro de un triunfo sobre los rusos. Trabajar en otros países era mucho más fácil y cómodo. Allí, en la taiga sin fronteras, el KGB lo acompañaba. Además, ya «conocía» bien a algunos agentes del KGB que trabajaban en unidades ubicadas en la región. Había estudiado sus historiales antes del viaje; recordaba sus caras de las fotos que había visto. Albert estaba seguro: le irían pisando los talones.
La misma noche, cuando el campamento levantado a la orilla del pequeño río de la taiga se disponía a irse a dormir, llegó un visitante. Iba a ver a Albert saltándose todas las normas.
En cuanto lo vio, Albert supo que algo importante había ocurrido. Lenz había sido informado de que esa persona aparecería sólo en caso de emergencia. Pasó un rato sentado con los turistas, contó unas cuantas viejas historias de cazadores y después, en secreto, le pasó un mensaje del Centro y una pequeña caja negra con dos orificios y un interruptor. La misión inicialmente encomendada a Albert estaba cancelada; en su lugar, recibió una nueva que debía cumplir con gran celeridad.
Según la información recabada desde un satélite espía, se había grabado una potente explosión en la zona por la que Albert estaba viajando. Los expertos suponían que había explotado un misil, pero debido a la densa nubosidad era imposible asegurar qué había pasado en realidad. Tal vez se estaba probando nuevo armamento en esa región. Así que Albert debía recoger muestras de aire y tierra en un determinado lugar, estimar visualmente las consecuencias y recabar información a partir de conversaciones con la población local.
Era imposible utilizar al supuesto cazador para ese encargo, porque era un elemento demasiado importante en numerosos programas ilegales. Encontrar algo en algún lugar... Para Albert, la misión era difícil en la situación actual, pero no podía desatender la orden. Lenz observó el mapa: indicaba que su destino estaba a cinco kilómetros en línea recta. Tal vez podría tratar de sacar algo a la gente de la zona si ideaba un buen subterfugio.
Albert se vio rodeado de silencio y oscuridad. Las ramas de los árboles se balanceaban; se podía escuchar el murmullo del agua. La luna brillaba en el cielo. Pero incluso ese rincón casi virgen había oído explosiones recientemente. ¿Estaban probando aquí nuevas armas? Había multitud de material de los rusos aquí, pero no estaba en uso. Eran simplemente silos y antenas en medio de kilómetros de bosques, barrancos y lagos. ¿Cómo podía haber llegado hasta allí el eco de esa guerra aparentemente silenciosa?
La taiga impresionaba y sorprendía a Albert constantemente. El Extremo Oriente era muy diferente de la parte europea de Rusia, de Ucrania o Bielorrusia. Era un mundo distinto, un mundo de rara belleza. El americano se empapaba de cada palabra que oía, recordaba cada panorámica que había disfrutado. El carrete de su cámara estaba lleno de paisajes maravillosos. En casa, en Washington, Lenz tenía un álbum con fotos de todos los países que había visitado. Pero pensó que tendría que dedicar uno especialmente a las fotos de Rusia. Las cosas que allí vio le parecían únicas, irrepetibles. Por supuesto, había multitud de bosques magníficos en Estados Unidos, y su naturaleza era rica, pero todo aquello no era nada comparado con lo que Albert veía en esos momentos.
Era la tierra de quienes en su país eran considerados enemigos. Pero ésa no era la guerra de Lenz. Pensaba que su tarea, su misión, era proporcionar al planeta el derecho a vivir. ¿Quién decía que los Grandes Lagos eran más valiosos que los pinares eternos del Extremo Oriente? Pero las armas estaban cargadas, y cualquier nimiedad podía aniquilar todo aquello que ahora alegraba la vista. El deber de un agente de inteligencia era prevenir la destrucción, y no destruir.
Albert tuvo que adoptar medidas extremas para abandonar el campamento sin que nadie lo advirtiese. Vertió una abundante dosis de sedante fuerte en el agua en la que prepararían la sopa de pescado. Era suficiente como para que se durmiesen veinte personas, pero Lenz necesitaba estar seguro. Los expedicionarios se fueron a sus tiendas después de la cena; sólo quedaba uno de los guías sentado, vigilando el fuego. Su ayudante le daría el relevo más tarde, pero los dos se quedaron dormidos en cuestión de minutos, allí mismo, en el suelo. Albert había fingido comer como los demás, y después hizo lo posible por aparentar somnolencia, pero en realidad permanecía bien despierto. «Tengo doce horas a mi disposición. Vale, es hora de irse.» Se puso un chándal negro y una gorra y así, completamente solo, partió en pos de su misión. No podía encender fuego ni provocar ruidos.
Llevaba dos horas y media caminando a través de la espesura, en dirección a la zona indicada, tratando de no perderse. Por fin, comenzó a oír a gente hablando y el rugido de motores de vehículos, y a vislumbrar destellos de luz. Lenz redujo el paso y comenzó a caminar con cautela, avanzando en zigzag de árbol en árbol. Había un cordón de seguridad formado por soldados bastante cerca. Eso quería decir que su objetivo no podía estar lejos.
La oscuridad era total a su alrededor, pero cuanto más se acercaba Albert al claro, mejor distinguía las siluetas de los matorrales y los árboles. El agente de inteligencia sabía que, si un cañón de luz lo descubría, tendría que huir de los disparos perseguido por perros de presa. Lenz avanzó y se tumbó en una zanja al lado de un pino caído. De pronto, escuchó una conversación. Se dio la vuelta lentamente. Vio a dos soldados que examinaban con sus linternas el lugar en el que había estado un instante antes. Discutían sobre algo, y se dirigían hacia donde estaba Lenz. Se apretó contra el suelo y se quedó inmóvil. Los vigías caminaban alumbrando la hierba delante de sus pies. El haz de luz estaba a medio metro de la cabeza de Albert cuando uno de los soldados gritó, volviéndose hacia un lado:
—Oye, soldado, ¿estás echándote una siesta? —Y se encaminaron hacia el centinela.
—No, camarada... No ha habido incidencias durante mi turno de guardia —masculló el centinela mientras abría los ojos.
—Las habrá si sigues en tu puesto con los ojos cerrados. —Palmearon al soldado en la espalda y se fueron en dirección contraria.
Lenz respiró. De nuevo había rozado el fracaso. «Así que ya he superado el cordón, ¿no? Tanta suerte resulta sospechosa», pensó. De todos modos, continuó reptando por la hierba, tratando de mantenerse lo más lejos posible de las espaldas de los soldados que formaban la línea de seguridad.
Albert se instaló en un pequeño hoyo. Desde ese punto podía observar con bastante claridad todo lo que ocurría en el claro. El campamento apenas estaba iluminado. Reinaban la paz y la calma. Sólo un foco colocado sobre una plataforma baja alumbraba la frontera del bosque. Eso tranquilizó a Albert: el grueso de las fuerzas descansaba. Al otro lado, a unos cien metros del campamento, vio unas estructuras de acero deformadas. Había vehículos similares en servicio en la Unión Soviética y en países del bloque socialista. Lenz se dio cuenta de que allí era donde se había producido la explosión, puesto que se veía un pequeño cráter y la tierra ennegrecida alrededor de los vehículos. Necesitaba una muestra del suelo exactamente de ese lugar. Albert se arrastró, aproximándose todo lo posible. «Muy bien. Probemos esta maravilla de la tecnología.» Sacó del bolsillo la caja que le había entregado el cazador-mensajero, apuntó hacia el vehículo y apretó el interruptor. Un microrrecipiente atado a un finísimo cordón voló hacia el objetivo. El dispositivo permitía recoger desde la distancia cantidades mínimas de sustancias que luego podían ser examinadas. El segundo orificio del aparato produjo un silbido: acababa de tomar una muestra de aire. De pronto, Albert respiró con dificultad y le entraron ganas de toser. Hizo un esfuerzo para controlarse, agachando la cabeza y tapándose la boca y la nariz con la manga del abrigo. La mano que tenía apoyada en el suelo le ardía. Cuando levantó la cabeza, se quedó rígido y olvidó la tos. Había un perro husmeando en la zona en la que se encontraba el recipiente. Se movía justo hacia el frasco, hocicando la superficie. Se detuvo repentinamente, comenzó a observar algo con atención y lanzó sus mandíbulas de forma abrupta. «¡Suéltalo, suelta, suelta!», masculló Albert en un susurro. El agente que sujetaba al perro con una correa hablaba con alguien de forma distraída. «¡Vamos, perro tonto!» El espía se dio cuenta de que el cordón de la ampolla conducía directamente a él, y si fuera descubierto... En seguida, el fiel perro se dio la vuelta para mostrar el hallazgo a su amo. Lenz tiró del cable con todas sus fuerzas, y el perro aulló, partiéndolo en dos.
—¿Qué pasa, Mars? ¿Qué has encontrado ahí? —El agente se aproximó y vio un extraño objeto junto a las garras del perro; parecía un tubo de ensayo—. ¿Lo han perdido los investigadores? Muy bien, se lo devolveré por la mañana.
Albert estaba confuso. Había llegado hasta allí a pie, atravesando la absoluta oscuridad de la taiga; se había arrastrado para superar un cordón de tiradores con ametralladoras; casi se había asfixiado; y ¿para qué? ¡Un perro había echado a perder el trabajo! Y el dispositivo había dejado un rastro tan evidente que el KGB podría tender una trampa bajo cada árbol. «Magnífico, querido Albert Lenz, has averiguado la información “de alto secreto” de que tres vehículos han explotado en los bosques rusos. Será de “gran” ayuda para los compañeros», se reprendía con rabia el americano. Trató de calmarse y recomponer sus ideas. Aproximarse al cráter sería estúpido. Así que debía abandonar el lugar con lo que tenía. Regresó por el mismo camino. El ya familiar centinela estaba a punto de quedarse dormido. «Bueno, colega, tú y yo casi estamos trabajando en equipo.» Lenz pasó a su lado sin prisas y desapareció en la oscuridad.
Se dejó ir a través del bosque pensando en lo que acababa de ver. Difícilmente podía haber sido una prueba de armamento. Las piezas de metal desperdigadas desordenadamente, unas cuantas lonas, zonas negras en el suelo. El propio campamento se había levantado de forma apresurada. Además, el agente con el perro parecía haber dicho algo sobre investigadores. En esos momentos, Albert estaba totalmente convencido de que lo ocurrido había sido un desastre auténtico; que la explosión había sido un accidente real, y, por lo que parecía, intentaban ocultarlo por todos los medios. Bastante lógico. ¿Alguien convertiría en un espectáculo la pifia de su propio ejército? Cualquier otro país hubiese hecho lo mismo.
El sol comenzaba a levantarse en algún punto tras las nubes que se disipaban; el cielo parecía una inmensa mole gris suspendida sobre la taiga. Albert se dirigió hacia una pequeña aldea. Lo primero que hizo fue acercarse a un pozo con un tejadillo inclinado, sacar un cubo lleno de agua y beber con ansia.
En ese momento, una señora mayor salió de un patio cercano, llevando tras de sí una vaca con manchas negras. Al ver a Albert se detuvo sorprendida; por alguna razón arrastró al animal hacia ella y después dijo, dirigiéndose a él:
—Vaya, joven, ¿está bebiendo agua a esta hora de la mañana? Seguramente se emborrachó ayer y por eso tiene sed, por eso le apetece beber agua por la mañana. —La vieja se echó a reír.
Albert dejó el cubo sobre el borde del pozo, le devolvió la sonrisa y comenzó a hablar en un ruso correcto, aunque con un acento terrible. Se las había arreglado para aprender el idioma bastante rápido, pero nunca pudo dominar la pronunciación, así que tenía una leyenda especial para ocasiones como aquélla: que era de la región del Báltico. En cada ocasión se inventaba la profesión adecuada.
—No, señora, soy geólogo. Estamos investigando la zona. He ido a dar una vuelta por el bosque, me adentré bastante en la arboleda y ahora tengo sed... ¡Su agua es deliciosa! Parece que no me llega —replicó Albert, que además de una sed insaciable sentía dolor en el pecho y calambres en el estómago. Lenz sabía que eran las consecuencias de su paseo por el epicentro del accidente. La tierra olía como si hubiesen derramado sobre ella una cantidad insoportable de algún veneno.
—¡Sí, nuestra agua es la mejor! Podrían pensar que es la misma que en los pueblos de alrededor. Pero no, la nuestra es la mejor, sin duda. ¡Beba, beba!
—Gracias por no echarme, señora. —Albert colocó de nuevo la boca sobre el borde del cubo de agua, tratando de aliviar, aunque fuera un poco, los síntomas de un grave envenenamiento.
La señora sonrió con más amabilidad todavía.
—Abuela, ¿por qué hay tantos militares pululando por la zona? Hay tantos como árboles en el bosque. —Albert trató de comportarse de un modo cercano y levemente incorrecto para que la señora no advirtiese en él nada sospechoso.
Ella observó a Lenz con atención, dudó un momento y luego comenzó a hablar:
—Sí, hijo, algo explotó allí. Tronó ayer a mediodía; pensamos que era una tormenta, pero nada que ver. Dicen que han muerto doscientas personas y que otras tantas han quedado mutiladas. O fue una bomba o un camión con combustible. Dios sabe; andan por ahí, todos huraños, conduciendo de aquí para allá. —Pero la mujer debió de recordar alguno de aquellos viejos carteles de advertencia a los charlatanes que colgaban en el cuartel del campamento—. En realidad, no sé de dónde han venido todos éstos. Y no es asunto mío. No sé nada más.
—Bueno, abuela, ¡gracias por el agua! —Albert dio unos cuantos tragos más al cubo y lo dejó en su sitio.
La señora sonrió de nuevo y se alejó con su vaca, mirando a Albert con recelo.
El americano miró su reloj: quedaba muy poco tiempo para que se agotasen los efectos del sedante. La mañana se hacía cada vez más luminosa y Lenz se sentía cada vez peor. Por la carretera comenzaron a circular vehículos militares, uno tras otro. Albert decidió no arriesgarse; si llegase a desmayarse tendría que dar explicaciones sobre su repentina indisposición en dependencias policiales.
Los kilómetros finales hacia el campamento de turistas le resultaron particularmente difíciles. Su respiración se hacía arrítmica; la cara se le empapaba de sudor frío. Iba arrastrando las piernas, y a cada poco tropezaba con obstáculos y raíces de árboles. Prosiguió con obstinación, aunque ya prácticamente no veía lo que tenía delante. Cuando consiguió atisbar entre la bruma unas tiendas más bien bajas, las fuerzas lo abandonaron definitivamente. Agarrándose al tronco de un pino, Albert cayó al suelo boca abajo. En sus ojos sólo había oscuridad.
Despertó en una tienda. El guía que acompañaba al grupo se inclinó sobre él.
—¿Está vivo? —preguntó con una suave voz ronca.
—Sí, eso parece —repuso Albert, y volvió a cerrar los ojos. Tenía la boca seca.
—Todos nos hemos intoxicado con alguna porquería. Pescado, seguramente. Por eso nos hemos quedado fritos. ¿Qué hacía en el bosque, tan lejos de las tiendas?
—Fui al servicio y de pronto todo se oscureció ante mis ojos. No recuerdo nada más. —Albert tuvo un ataque de tos.
—Ya veo —repuso lentamente el guía—. Parece que ha sufrido más que los demás. ¿Pidió doble ración? —El hombre le dio una palmada en el hombro con una sonrisa—. Bueno, no se preocupe. Nos vamos. Ya hemos viajado suficiente.
El guía no le hizo más preguntas. Lenz esperó hasta quedarse solo y comprobó sus bolsillos. Lo único que había conseguido llevarse consigo del lugar del accidente, una muestra de aire, seguía en su lugar. Todavía tenía dificultades para respirar y moverse, pero con un esfuerzo Albert salió de la tienda. El aire fresco le hizo sentirse aturdido por un momento. La calidez suave de un sol muy esperado comenzó a juguetear en su rostro.
Por la mañana llegó al lugar del accidente un autobús con una docena de personas cariacontecidas. Cada cual portaba un pequeño maletín cargado de documentos confidenciales. La comisión especial venía de Moscú: generales, diseñadores, desarrolladores del cohete que había explotado y, por supuesto, trabajadores de Lubyanka.[4] La aparición de una comisión de tal nivel estaba bien justificada. Ya se habían producido algunos desastres similares en la Unión Soviética. Los tres más terribles, que costaron numerosas vidas humanas, fueron los de 1960, 1963 y 1967. Probablemente hubo más, pero poca gente sabía de ellos. Y sobre los conocidos, se hablaba en susurros. El accidente más aterrador ocurrió en Baikonur en 1960. El arranque no autorizado del motor de segunda fase de un misil balístico intercontinental provocó una explosión y después un incendio que se cobró las vidas de más de setenta especialistas militares y civiles. Durante la realización de esa prueba falleció el mariscal de artillería Mitrofan Nedelin. Quienes conocían ese hecho trataron de olvidarlo. Según la versión oficial, el mariscal pereció en un accidente de aviación.
Era una mañana complicada para Andrey. Tenía que identificar a los muertos. Sobre todo, tenía miedo de encontrar entre ellos a su vecino. Esa idea rondó su cabeza toda la mañana; por más que trataba de deshacerse de ella, no lo conseguía. La respuesta del hospital fue categórica: «Esa persona no está aquí.» Bueno, todo era posible; tal vez se habían traspapelado los documentos, o se habían destruido o quemado.
El vehículo se detuvo junto al edificio de dos plantas que albergaba el hospital local. Andrey, dos oficiales y dos soldados recorrieron en silencio un pasillo mal iluminado. Los sucios azulejos marrones de las paredes y la luz amarilla de las pequeñas bombillas eléctricas le generaban una sensación opresiva. El trabajador de la morgue aguardaba. Mirando a la cara a los recién llegados, dijo: «Pónganse las máscaras.» La amplia puerta se abrió. Andrey contuvo la respiración. Los cuerpos yacían sobre las mesas dispuestas contra la pared.
—Cogeré los papeles y comenzaremos a examinar los fragmentos —dijo el forense con voz tranquila.
—Son personas, no fragmentos. —Andrey trató de corregirlo. El médico suspiró y no contestó.
El empleado del depósito leyó en voz alta y con calma las heridas halladas en los cadáveres y los rasgos que se podían emplear para identificarlos. «Pobre gente. ¿Por qué?» Andrey visualizó de nuevo la explosión y a los soldados que huían; las llamaradas y el suelo ardiendo. No habían tenido ninguna posibilidad. En la siguiente mesa, el médico indicó:
—Marcas distintivas: coronas dentales de oro, probablemente recién colocadas.
Andrey se detuvo y examinó el cuerpo detenidamente. Era Sergey, su vecino. Ya no había dudas. Pero ¿cómo era posible? ¿Tal vez había muerto por tratar de salvar a los heridos? Sergey, que era un gigante, había quedado reducido a medio metro de desechos quemados. A Andrey se le hizo un nudo en la garganta. Había una mujer y tres pequeños chicos esperando a su vecino en aquel momento.
Andrey permaneció inmóvil un poco más, observando el cuerpo, y se hizo a un lado lentamente. También lo entristecía algo que no podía contar a nadie. El hombre cuyos restos tenía delante había sido uno de sus agentes más fiables. Siempre había confiado en la información que le proporcionaba. Si Sergey estuviese vivo, con toda probabilidad sería capaz de arrojar un poco de luz sobre la tragedia ocurrida en la taiga.
—Andrey Ivanovich, es la hora. La comisión comenzará la reunión en seguida. —Uno de los oficiales interrumpió los pensamientos de Andrey.
—Sí, nos vamos.
Era el primer encuentro de la comisión especial que se celebraba en el lugar mismo del accidente. Andrey no conocía personalmente a muchos de los allí reunidos, pero los había visto en más de una ocasión. Sus superiores inmediatos también estaban presentes. Nikolayev podía sentir sus miradas inquisitivas. Mucha gente pensaba que la muerte de todas aquellas personas pesaba sobre su conciencia. Nadie inició una conversación con él. Fue hacia su silla y se sentó en silencio.
No hubo informes aquel día. Soldados y oficiales fueron interrogados exhaustivamente. La cúpula estaba convencida de que la explosión del cohete había sido provocada; restaba averiguar cómo había ocurrido y quién exactamente lo había hecho. Sólo era necesario dar con el enemigo, y en el plazo más breve posible. Todo lo demás era pura fantasía y se dejó de lado.
Andrey se sentía profundamente disgustado por la situación. En caso de que se confirmase el sabotaje, él tendría responsabilidad personal, y estaría en juego no sólo su carrera, sino toda su vida. En cualquier momento podía surgir una acusación de negligencia y cosas por el estilo, lo cual sólo podría implicar una cosa: el arresto hasta la conclusión de la investigación. Pero no había indicios de algo así por el momento.
En un día, Andrey tomaría la palabra, y en medio de ese caos tendría que defender su buen hacer y el de sus compañeros. Había contactado con todos sus agentes, había solicitado informes de Moscú, había releído la documentación. Pero no se había visto a ninguna persona «extraña» en el campo de entrenamiento, no se había observado actividad de inteligencia extranjera en la región últimamente, e incluso las conclusiones preliminares de los investigadores afirmaban que no había rastros de explosivos externos ni de piezas de bombas. En caso de que lo hubiera hecho un repostador, habría sido un suicida.
En su testimonio, uno de los oficiales que había presenciado el proceso de llenado mencionó el hecho de que la explosión se produjo cuando se había vertido poco combustible en el tanque. Suponía que la causa habría sido algo que ya estaba dentro del cohete. Pero era completamente imposible abrir la estructura y colocar algo dentro después del ensamblaje en la planta de fabricación. Y, más importante, ¿quién, y sobre todo dónde y en qué momento, podría hacerlo?
Andrey vio que la clave de las respuestas a muchas preguntas relacionadas con el accidente podía estar en el grupo de científicos que había llegado junto con la comisión. Tenía la firme esperanza de que esas personas no tendrían prejuicios y solicitó permiso para tomar parte en sus reuniones. Pasaron más de cuatro horas inclinados sobre una mesa, enfrascados en discusiones que se convertían en disputas científicas; estudiaban programas, analizaban procesos que tenían lugar durante la carga de combustible, una y otra vez. Pero según todos los indicios, no había nada en el cohete que pudiese explotar.
—¿Y si hay un problema en el combustible? —dijo con voz ronca un diseñador del instituto de investigación de cohetes, cuando estaba a punto de concluir otra ronda de acalorado debate.
—¿En el combustible? —Andrey repitió la pregunta—. Ya lo he comprobado, estaba bien. He enviado muestras para su examen, por si acaso, pero esta remesa no sólo ha sido expedida a nuestra unidad. No ha habido problemas en ningún otro lugar.
—¿Quizá había restos de oxidante en los tanques? ¿Tal vez no fueron vaciados?
—De nuevo, es improbable. Los supervivientes insisten unánimemente en que se respetó el protocolo. Y yo mismo sólo me ausenté de allí durante diez minutos. El combustible fue vertido mientras yo estaba presente. Estoy seguro de que se completó hasta el final. Además, también se procedió a la evacuación. Todo se ejecutó de acuerdo con las especificaciones.
Un viejo ingeniero hizo un aparte con Andrey y le dijo casi en un susurro, mirándolo a los ojos:
—No pretendo afirmar que sus compañeros hicieron algo mal, joven. Sólo digo que, por mucho que la unidad de llenado lo hiciese todo bien, es posible que algo que no tenía que estar presente en el sistema de combustible permaneciese allí. ¿Entiende lo que quiero decir? Téngalo en cuenta.
Andrey miró al científico y se quedó pensativo. ¿Acaso quería decir que el oxidante podía haber quedado atascado en algún punto y que cuando se vertió el combustible de entrenamiento en los tanques se produjo allí algún tipo de reacción? Si era así, considerando todas las otras circunstancias, sólo podía haber ocurrido debido a... un error en el diseño del cohete. ¡Exacto! Hacia ahí lo estaba llevando el diseñador. Toda la información recogida durante aquellos dos días comenzó a encajar. Andrey se dijo: «Mañana, sin duda, habrá una “batalla” con la comisión. Pero ahora estoy preparado.»
Por la ventana vio que comenzaba a oscurecer en el campamento. Quedaban unas pocas horas para dormir. Y por la mañana comenzarían a desmontar las tiendas. Era la última noche en el lugar del accidente.
Prácticamente a nadie, excepto a Andrey, se le permitió salir del campamento durante los dos días. Sin embargo, pese a todos los esfuerzos por encubrir la tragedia, por los alrededores de la pequeña ciudad de la guarnición comenzaron a extenderse rumores desagradables. Esposas y madres se preguntaban las unas a las otras, una y mil veces: «¿Qué ocurre? ¿Por qué llevan tanto sin venir?» Aguardaban; se aferraban a su esperanza, a su fe y amor por sus maridos e hijos. Dos noches en blanco, dos días de agonía durante los que los corazones estaban a punto de salirse del pecho. Esas mujeres valerosas que enviaban a sus hombres a su peligroso trabajo cada mañana nunca sabían si regresarían sanos y salvos o no. No estaban en guerra, y parecía que no había nada de lo que tener miedo, pero alguien haría la señal de la cruz a su padre o marido a hurtadillas; alguien simplemente prometería esperar.
Y por la mañana comenzaron a llegar vehículos... Las mujeres corrieron para ver si sus familiares estaban entre los que habían regresado. Observaban de pie, atentamente, a cada soldado y oficial que se bajaba del último autobús o camión. De entre la multitud femenina saltaba alguna para abrazarse a su ser querido. Y había tanto dolor entre quienes permanecían de pie junto a los vehículos vacíos... Se quedaban rígidas, en afligido silencio, agarrando fuerte de la mano a los niños que habían ido a reencontrarse con sus padres. Después, un oficial comenzó a leer la lista de los que no iban a regresar. Repentinamente, un sollozo se cernía sobre el pueblo... Las mujeres no lloraban, aullaban de rabia. Era descorazonador. Habían puesto todo su esfuerzo en apoyar a sus maridos, que habían arriesgado sus vidas, sin derecho a la cobardía o el abatimiento. Y ahora los habían perdido.
Acompañado por dos oficiales, Andrey llamó al timbre. Era su piso, en el que vivían dos familias: él, su esposa, Mila, y su hijita; y Sergey con los suyos. El capitán aguardaba horrorizado a que abriesen la puerta. Había pensado en un centenar de formas de decir que Sergey ya no iba a volver. Pero, se dijera como se dijese, era lo mismo.
La mujer de Andrey abrió la puerta silenciosamente. Al ver a su marido, se lanzó a abrazarlo, balbuceando:
—¡Andryusha, cariño! ¿Qué cosas terribles han pasado? ¡Estábamos esperando con tantas ansias! Pero nadie sabía nada. Y... ¿dónde está Sergey?
Alisa salió de la cocina en ese instante. Andrey se soltó cuidadosamente del abrazo de su esposa y dio un paso adelante con el rostro pétreo y mirando al suelo. Los oficiales que lo escoltaban hicieron lo mismo, quitándose sus gorras de servicio.
Ella lo comprendió todo sin necesidad de palabras. Dejó escapar un sollozo y se derrumbó contra una pared. Andrey apenas consiguió sujetarla por el brazo. Mila se acercó de prisa a su amiga, que estaba devastada por la terrible noticia.
—¡Murió como un héroe, Alisa! Estaba sacando a los heridos —dijo Andrey, aunque sabía bien que todo aquello era inútil en ese momento.
Ella no veía, no oía. Permanecía sola. Por la cabeza del capitán se precipitaban los pensamientos. Se sintió culpable de una cosa: de que él todavía estaba vivo.
—Mila, el misil explotó. Te ruego una cosa solamente: no digas una palabra a nadie; ni en la ciudad ni en el trabajo. No obstante, probablemente os reunirán a todas las mujeres y os explicarán todo. Pero ahora simplemente quédate con Alisa. La entrada de la ciudad... Bueno, aquello es una verdadera pesadilla. Quédate en casa.
Su esposa asentía y sollozaba; se cubría la cara con las manos.
—Ahora debo irme. Pero volveré, ¿me escuchas? Todo está bien. ¡Volveré por la noche!
Nikolayev estrechó con fuerza a su amada, que no quería dejarle ir a ningún sitio. En ese momento, ese abrazo era el tesoro más valioso del mundo.
—¡Te quiero mucho, Andrey! ¡No me dejes, por favor!
—Cariño, te lo prometo, volveré. Te quiero.
Andrey bajó la escalera pensando que todos los que en esos momentos estaban muertos habían abrazado y prometido y amado del mismo modo. O no del mismo, en realidad. Todos iban a vivir mucho tiempo y creían que tenían por delante un montón de días especiales. Creían que podían dejar para más tarde las flores que comprarían a sus amadas; que podrían reconciliarse con ellas al día siguiente; que ya tendrían tiempo para salir a pasárselo bien con sus familias o para escribir a sus madres. Pero mañana no llegaría jamás. Y las personas se convertirían en cenizas.
La humanidad sólo puede vivir del pasado. Brillantes recuerdos de aquello que no fue capaz de apreciar.
—Malditas armas.
—¿Ha dicho algo, Andrey Ivanovich?
—¿Perdón? Ah, sí... Digo que ya han desaparecido los charcos. Ha salido el sol. Llevamos tanto tiempo esperándolo... Y ahí está.
El coche se aproximó despacio al centro de personal de la unidad militar. Andrey llevaba varios días prácticamente sin dormir. Hizo lo posible para ordenar sus ideas y no dejar ver que estaba terriblemente cansado. Quería terminar con esa pesadilla. Nikolayev se detuvo unos segundos a la puerta de la sala en la que estaba reunida la comisión. Se ajustó la corbata, se alisó la camisa y enderezó la espalda. Cuando fue requerido, abrió la puerta y caminó con zancada amplia hacia el centro del despacho. Su vida y la memoria de los muertos dependían de lo que iba a decir.
Los asistentes, con aire fúnebre, estaban sentados detrás de escritorios dispuestos en semicírculo. Los que estaban en el centro vestían uniformes con abundantes estrellas en las charreteras. A los lados estaban los agentes del KGB y los científicos. Enfrentado al impenetrable muro que formaban todos aquellos gestos hoscos, Nikolayev aguardó órdenes, hasta que un hombre que portaba el escudo de armas de la URSS en la charretera dijo, casi sin levantar la vista: «Bien, le escuchamos.»
Andrey abordó la cuestión con perspectiva. En primer lugar expuso a la comisión el plan de ejercicios y cómo se suponía que concluiría. Después, informó sobre las consecuencias de la tragedia una vez más. Los presentes escuchaban casi con desinterés. Pero cuando Nikolayev comenzó a enunciar cada una de las versiones y a dar argumentos para probar su endeblez, los militares se pusieron nerviosos. Intercambiaban comentarios y pasaban papeles al presidente. Andrey continuó leyendo su informe con calma; ocasionalmente levantaba la vista buscando reacciones a sus palabras. Cada vez recitaba sus frases con mayor contundencia, mostrando que estaba absolutamente decidido a insistir en sus conclusiones. En la sala se iban acumulando la tensión y los murmullos, y cuando Andrey empezó a referir la versión de la baja calidad del combustible y de los errores de diseño, uno de los generales se impacientó:
—¿Qué basura es ésta que nos está contando? —preguntó, golpeando con el puño la mesa gris con tal fuerza que estuvo a punto de partirla—. ¿Se da cuenta de lo que está intentando hacernos creer? ¿Que el sistema soviético de producción de cohetes genera misiles deficientes y los llena con el combustible equivocado? ¿Tal vez considera a la Unión Soviética incapaz de producir armamento listo para el combate? Está yendo demasiado lejos, ¿no le parece, Nikolayev?
Andrey estaba preparado para una reacción de ese tipo, y repuso con tranquilidad:
—Simplemente contemplo como verosímil la posibilidad de la incompatibilidad del combustible, y afirmo que en este caso particular el problema puede haberse debido a algún error de diseño o de producción intermedia. Tal vez el oxidante entró en reacción con el combustible de entrenamiento. Excluir esta posibilidad sería erróneo... e irresponsable.
Tenía tal sensación de tener razón que le entraban ganas de empezar a gritar, pero la voz de Andrey se mantuvo suave y firme; ni un solo músculo se movió en su rostro fatigado. Desde su considerable altura miró intensamente a los ojos a los miembros de la comisión sentados en el panel. El viejo ingeniero que le había sugerido la versión que acababa de exponer mantenía fija la vista en la mesa, jugueteando nervioso con un lápiz entre sus manos. Andrey esperaba su apoyo, aunque era consciente de que el científico no quería ponerse en evidencia.
—A mí me parece que ha sido un sabotaje real, pero usted trata de conducirnos a un laberinto técnico. ¿Tal vez usted mismo está envuelto en lo que ha ocurrido? ¿Quizá ha organizado el sabotaje? —El presidente de la comisión, mariscal de la Unión Soviética, se levantó tras su escritorio—. Todos los misiles se someten al control formal más estricto y después son probados en más de una ocasión. ¿Cree usted ser más listo que los miles de personas que trabajan en ello? ¿O intenta protegerse culpando a los desarrolladores? Como trabajador especial del departamento tiene acceso prácticamente a todas partes. Pudo haber hecho lo que quisiera con el misil antes del ejercicio. ¿O fue tan impertinente como para utilizar a alguno de los repostadores? Sabemos que ha hecho muy buenas migas con Yevdokimov, el comandante del grupo.
—El mayor Yevdokimov murió, quedó completamente abrasado junto con todos sus soldados. ¡Le ruego, camarada presidente de la comisión, que no ponga su honor en tela de juicio sin motivo!
Andrey ya no podía tolerar más aquellas ridículas acusaciones. «¿Por qué guarda silencio el diseñador? —se preguntó—. ¿Por qué consiente este absurdo?» En ese momento el científico pasó un documento al diseñador jefe del cohete. El mariscal prosiguió:
—¡Sí, el mayor murió, pero por alguna extraña razón usted dejó la instalación justo antes de la explosión, a pesar de que se suponía que tenía que estar allí, controlando el procedimiento! ¿Acaso sabía que iba a estallar y fue a esconderse? ¡Parece que no sólo es incompetente y trata de engañarnos, sino que debe de haber sido un cómplice directo de lo ocurrido! —El mariscal señaló con furia a Nikolayev.
—¡Le repito una vez más y tantas como haga falta que ni un solo hombre de la unidad es responsable de lo ocurrido! Hay numerosas pruebas para demostrarlo. El misil no estaba en condiciones. ¡Me reafirmo en mi versión!
—¡Deje de tratarnos como a estúpidos! —La voz del presidente era cada vez más dura; de sus labios brotaban palabras malsonantes. Ya no había formalismos—. No sólo se le retirará de esta sala; debe ser enviado a prisión por negligencia y por conspiración destinada a minar la capacidad de lucha de la unidad militar. Ya confesará más tarde para quién lo ha hecho, si para los chinos o para los americanos. ¡Saquen a este mocoso arrogante de mi vista!
Dos agentes se dirigieron hacia Nikolayev. Se aprestaban a agarrarlo por los hombros cuando el diseñador jefe de la planta de misiles se puso en pie sin prisas.
—Creo que la versión de Andrey Ivanovich es bastante verosímil.
Todos se quedaron inmóviles. El barullo y el ajetreo de papeles se detuvieron de repente. El mariscal y los generales miraron al científico. No pronunciaron una palabra; esperaron con incomodidad a que continuase. El diseñador prosiguió:
—Creo que debemos pensar con la cabeza y proceder a una serie de investigaciones adicionales, antes de acusar a gente sin pruebas y apresurarnos a sacar conclusiones prematuras. Es necesario volver a estudiar el sistema del misil. Hace un par de meses, fuimos informados sobre cierta vulnerabilidad, pero no era nada grave. Y ahora deben escuchar los argumentos, camaradas oficiales, si no quieren que ocurra alguna otra tragedia en cualquier lugar. Redunda en nuestro propio interés averiguar la verdadera causa de la explosión, y no buscar una «versión conveniente» y convencernos de que está todo arreglado. Sólo serviría hasta que ocurra el próximo desastre. Y después, les aseguro que pueden ustedes encontrarse en la situación de este capitán. Apelo a sus conciencias. Y, por el amor de Dios, permitan que Nikolayev se vaya y dejémosle en paz.
El presidente no encontró objeciones a lo que había dicho el científico. Con un gesto, ordenó a los escoltas que se apartaran de Andrey. El joven miró a los ingenieros, asintió de forma casi imperceptible en prueba de gratitud y, sin solicitar permiso, comenzó a hablar:
—Queridos miembros de la comisión, ustedes regresarán pronto a sus destinos. Después de unos días celebraremos aquí el funeral y se colocarán escarapelas y gorras de servicio sobre los ataúdes. Y al cabo de un tiempo se erigirá un monumento a los soldados y oficiales a la entrada de la ciudad. No quiero que los soldados que pasen junto a él piensen: «Yo también puedo morir así, de un modo absurdo.» Quiero que no duden de nuestra nación, que confíen en sus generales, que sepan que no morirán por causa de sus propias armas. Y quiero creer que, gracias a nuestras conclusiones, madres y padres, esposas e hijos en otras ciudades guarnición no tendrán que pasar por lo que hemos pasado aquí. No olvidaremos nuestro dolor por más que se atenúe con el paso del tiempo. Y nos sentiremos culpables ante los muertos. Les suplico que impidan que se repita este horror. No den la espalda a la verdad.
Unos segundos de silencio siguieron a la intervención de Andrey.
—Receso de una hora. —Al fin se escuchó la voz baja del mariscal; el capitán estaba de pie junto a la ventana, bastante lejos de los demás.
Los rayos del sol atravesaban el cristal e iluminaban el largo pasillo formando bandas brillantes. Andrey se dejó llevar y cerró los ojos un instante. Y sonrió, por primera vez en varios días. Sentía alivio; las imágenes de la tragedia abandonaron su mente; el estruendo de la explosión en sus oídos se hizo más leve. Recordó a los militares, sus compañeros vivos y felices, y la ciudad de la guarnición, llena de voces alegres.
El ingeniero que había conocido se aproximó hasta él silenciosamente:
—¡Bien hecho, Andrey Ivanovich! No le han dado miedo esos altos rangos, la verdad. Creía que se vendría abajo y no defendería esta versión, considerada sediciosa desde el punto de vista militar.
—Gracias —Andrey asintió—. Yo también contaba con usted, y por lo que he visto no era en vano. Me gustaría creer que esta desgraciada teoría del sabotaje se termina de una vez por todas y empezamos a pensar en la gente. Gracias de nuevo.
—Le he estado observando. ¿Sabe? Se necesita mucha persistencia para comprender problemas que no son sencillos en dos días, en las circunstancias más complicadas. Deje que le cuente un secreto. Entiendo sus dudas y también sus preocupaciones porque fui agente de seguridad del Estado en el ejército, en mi juventud. Por supuesto, no se puede comparar el presente con aquella época; todo era más duro. Aunque tampoco es que ahora sea un camino de rosas.
—¿De veras? ¿Cómo se las arregló para cualificarse y convertirse en diseñador? —preguntó Andrey, perplejo.
—La ciencia siempre me ha resultado más atractiva que el trabajo operativo. Tuve un golpe de suerte y cambié un trabajo por el otro. Ya sabe, en este mundillo no hay antiguos agentes. —El científico sonrió y miró a un lado—. Éste no es el primer misil que investigo y pruebo; hubo cientos antes. Pero no se produjo tal revuelo al respecto. Tenía algunos materiales sobre este cohete que presenté al diseñador jefe. Él decidió que estas cosas no se deben encubrir. No está particularmente abatido por la gente. Estos juegos políticos no van con él. No se preocupe, llevaremos a cabo todos los experimentos necesarios en poco tiempo, y no dejaremos que ocurran accidentes en otras unidades. El mariscal ya ha enviado instrucciones para que se detengan todas las actividades con estos misiles. Y creo que usted podrá seguir trabajando con tranquilidad pronto.
—Sería bueno —dijo esperanzado Andrey.
—No hay duda de que así será. —El jefe de Nikolayev se les acercó y dio una palmada en el hombro al científico.
—Camarada ingeniero, ¿podría dejarnos solos al capitán y a mí? Por favor.
El viejo científico miró comprensivamente a los dos oficiales, les estrechó la mano y se retiró.
—Andrey, venga a verme en cuanto termine la reunión. Tenemos que hablar. Un centinela encontró una ampolla; creyó que se les había caído a los investigadores, pero no. Dicen que es muy pequeña, no utilizan ese tipo de envases. Así que sospechamos que aquí ha habido algún visitante sin invitación. Por favor, venga después. ¡No lo olvide!
—Sí.
—Ah, y también quería decirle, Andrey, que debe saber que confiamos en usted. Le apoyaremos en cualquier caso.
—Se lo agradezco, camarada coronel. Quiero pedirle ayuda, si es posible. Había una persona que trabajaba con nosotros y ha muerto. Queda su familia. Pienso que debemos ayudarles.
—Informaré al personal. Creo que el problema se puede resolver de forma satisfactoria. Es todo, lo veré por la noche.
Cuando el comandante se marchó, Andrey volvió a mirar hacia el cielo. Contempló los suaves tonos azules y blanquecinos; después posó su mirada sobre los árboles que reverdecían. Abrió la ventana y una ligera brisa invadió el ambiente viciado del edificio. Se escuchaban risas a lo lejos. Andrey se alegró de respirar y sentir, pero después pensó con amargura: «¿Por qué no brillaba el sol cuando ellos estaban vivos? Vaya, sí... No hay nada más valioso que... cada día.»
Unas semanas después, Andrey encontró dos cartas sobre la mesa de su estudio. La primera contenía los resultados de la investigación. El capitán había estado completamente en lo cierto. El sistema de combustible del misil fue testado en la planta. Fueron procedimientos habituales, nada complicado. Pero debido a la instalación errónea de algunas partes en una pequeña boquilla del tanque, se produjo la fuga de una reducida cantidad de combustible que, de todos modos, fue suficiente para crear una mezcla letal con el combustible de entrenamiento. A pesar de que la evacuación y el llenado del motor fueron ejecutados correctamente, se produjo una reacción, y nadie pudo pararla. Tal cúmulo de circunstancias echó a perder todas aquellas vidas.
La segunda carta estaba impresa en papel con membrete de mariscal de la Unión Soviética. Era discreta y breve: «Le ofrezco mis disculpas y agradezco su servicio.»
«Me alegro de que el honor de los oficiales no se haya visto salpicado...», pensó Andrey, dejando la carta de nuevo en la mesa. Un minuto después, el teniente asistente de Nikolayev entró en el despacho.
—Andrey Ivanovich, han entregado material relativo a un extranjero que ha estado viajando por nuestra zona últimamente. Un tal Lenz...