I
LA luz roja con la inscripción «modo de combate» latía amenazante en la pared. Con movimientos estudiados, Andrey ejecutó las operaciones preparatorias para el lanzamiento del misil. Sentado ante la consola del puesto de mando, introdujo una sucesión de órdenes sobre los botones iluminados, confirmando la finalización de cada operación. No había rastro de duda en su cara. Su gesto era pura concentración.
Andrey Nikolayev tomaba parte por primera vez en el lanzamiento de combate de un misil balístico estratégico intercontinental. El objetivo de esa peligrosa arma era el planeta entero. Se había convertido a la vez en amenaza y esperanza para la humanidad; simbolizaba el miedo a otra guerra mundial y, al mismo tiempo, la protección contra ella. No mucho tiempo atrás, cuando todavía era un estudiante en la escuela militar, Andrey había imaginado muchas veces cómo sería ese proceso, diseñado a conciencia y testado con precisión. Creía firmemente en el poder de las armas y en la estabilidad de las fronteras nacionales de su patria, que ahora debía proteger.
Allí, en el búnker del puesto de mando, a veinte metros bajo tierra, todo estaba controlado. El sanctasanctórum de la seguridad estratégica soviética le fascinaba por su perfección. Tenía ante él el mundo entero en forma de botones de colores que se iluminaban y se apagaban en estricto orden. Ése era el lugar desde el que, en cuestión de minutos, se podían lanzar misiles de enorme capacidad a cualquier punto del planeta.
—Número uno, número dos, a mi orden ejecuten un lanzamiento mediante acción conjunta. Giren la llave para iniciar. Comienzo de la cuenta atrás. —La voz del comandante del turno de guardia sonó firme y confiada—. Cinco, cuatro, tres...
Se palpaba el suspense en el puesto de mando. Andrey visualizó imágenes del desastre que podía acarrear cualquier lanzamiento. Ese poder era indescriptible; no se podía expresar on palabras la sensación al tocar la fría piel de acero del misil que encapsulaba la llama que todo lo devoraba, que lo destruía todo a su paso, sin distinguir el bien del mal, dejando atrás sólo polvo y cenizas. El misil es incapaz de reflexionar o de sentir emociones, pero puede derribar a sus creadores junto con sus enemigos, sin dejar rastro de ninguno de ellos. ¿Qué podría ocurrir en el lugar al que se dirigiese ésa, la más terrible creación de las manos del hombre? ¿Qué les esperaba a aquellos sobre cuyas cabezas iba a caer?
Poco tiempo antes, Andrey preparaba el misil para el lanzamiento con el equipo técnico; con sus propias manos, como un cirujano, colocándolo en el silo, insuflándole vida, haciendo fluir su sangre, el fuel, observando cómo despertaba su cerebro electrónico. El equipo emitía sonidos monótonos y con ellos parpadeaban las luces, como latiendo al ritmo de un corazón mecánico. Cada vez que lo tocaba, Andrey notaba que el misil se transformaba en un organismo vivo incapaz de sentir lástima o piedad. Su vida era demasiado breve: estaba diseñado para un solo y brillante viaje, y después, una explosión; ésa era la esencia de su destino.
—Dos... —continuó la voz con seguridad.
De pronto, un pensamiento terrible atravesó su mente. ¿Y si el lanzamiento fallase? Toneladas de escombros y combustible altamente explosivo se desplomarían sobre sus cabezas. ¿Y si se produjese un error en la trayectoria? En seguida habría un ataque en represalia. Un fallo absurdo conduciría irremisiblemente al comienzo de otra guerra, una guerra nuclear. La última guerra de la humanidad.
Bastaba con pulsar el botón y girar la llave: ciento ochenta toneladas de metal y material nuclear saldrían disparados hacia la lejanía, con su rugido desgarrando el cielo insondable. Los especialistas en cohetes se limitaban a cumplir una misión operativa, introduciendo códigos y girando llaves.
—Uno... —prosiguió con monotonía el oficial al mando.
Una gota de sudor frío recorrió su piel bajo la camisa. El corazón le latía alocadamente en el pecho. Sentía el eco del pulso en las sienes. Su mano se quedó rígida por un instante. ¿Y sus familiares y conocidos? ¿Qué sería de ellos, si el enemigo lanzase un ataque como respuesta? Salvarlos o protegerlos era imposible. En tal caso, todos estarían condenados. No había alternativa.
—¡Fuego!
Tecleo... silencio... una profunda inspiración...
En algún punto de la taiga, a varios kilómetros del puesto de control, el oscuro abismo del silo se abrió repentinamente a la superficie y puso en marcha un monstruo de decenas de toneladas, rodeado de humo y fuego, acompañado de un rugido violento, estruendoso. Fue como si se hubiese desenvainado una gran espada, lista para hacer caer sobre el enemigo todo su poder mortífero en cuestión de segundos. El misil quedó suspendido un instante sobre la Tierra, balanceándose, como recopilando la ruta que le había sido asignada; a continuación, ganando velocidad, salió disparado hacia lo alto, quemando las copas de los árboles perennes con las llamaradas de su halo. Y, dejando atrás tan sólo un rastro de humo, se alejó en una erupción.
El bosque recuperó el silencio. Pero el aire quedó empapado del olor acre a combustible quemado.
Poco tiempo después, sobre la «zona enemiga», el misil se desprenderá de decenas de señuelos, que recibirán ataques de la defensa antimisiles del enemigo, lo que permitirá que las partes de la cabeza alcancen ciudades situadas a diez mil kilómetros. Y cada uno de esos impactos será más fuerte que el de mil bombas atómicas.
Todas las construcciones de la superficie quedarán destruidas como consecuencia de la explosión; las comunicaciones y el suministro de energía quedarán cortados; después, se producirá un fuerte terremoto. En un círculo de unas cuantas decenas de kilómetros, la temperatura del aire se incrementará en miles de grados centígrados. Millones de personas morirán al instante o lentamente. Muchos de ellos perecerán en el propio momento de la explosión; otros serán aniquilados por el fuego. Los supervivientes sufrirán las terribles consecuencias de la destrucción radiactiva.
No fue hasta ese momento, observando el proceso de lanzamiento por primera vez en su vida, que Andrey, entendido en misiles, comenzó a ponderar seriamente las impredecibles consecuencias globales de una guerra en la que se utilizase este tipo de armamento. Cientos de explosiones destruirían centrales eléctricas, fábricas y presas por todo el planeta. Habría consecuencias desastrosas: inundaciones y terribles tormentas de fuego. Los fallos en complejos industriales y plantas químicas provocarían el envenenamiento del agua, el suelo y el aire, y la demolición de las centrales atómicas agravaría aún más el terrible entorno nuclear. Una nube permanente de polvo radiactivo y productos de la combustión envolvería el planeta entero con un velo impenetrable, que reflejaría el sol y el calor y causaría una lluvia negra sobre la Tierra. Comenzaría la noche nuclear en todo el planeta. La temperatura caería considerablemente en la mayor parte del globo. Y llegaría el invierno nuclear.
El derrumbe de los grandes edificios, enterrando vivas a las víctimas, sembraría el pánico en las ciudades. Los últimos individuos de la sociedad civilizada vagarían en pequeños grupos de supervivientes, como sus antepasados de las cavernas; se ocultarían entre las ruinas de los rascacielos y en refugios antibomba. Sus vidas se regirían según nuevas reglas, bajo el principio único de la supervivencia, y no según las leyes de los Estados, que habrían dejado de existir. Las epidemias, el pillaje y la lucha por los recursos serían la herencia de las personas que habían permitido que ocurriera el desastre nuclear. En un abrir y cerrar de ojos, la humanidad se vería privada de multitud de valores espirituales acumulados a lo largo de su existencia. Los conocimientos culturales y tecnológicos pervivirían solamente en las cabezas de los supervivientes. Un trago de agua limpia o un poco de comida sin infectar se convertirían en los tesoros más valiosos del mundo. Y mantenerse con vida por todos los medios sería la meta principal, en la esperanza de que todavía fuese posible sobrevivir por más que el mundo fuera un lugar asolado y desfigurado.
Las consecuencias de la guerra nuclear no se limitarían a un período de uno o dos años. Incluso si hubiese gente que se las arreglase para sobrevivir en tal situación, sus descendientes sufrirían serios defectos genéticos. ¿Qué futuro podría tener la humanidad si no hubiera niños o estuvieran enfermos? Además, los supervivientes tendrían que ajustarse a nuevas condiciones biológicas y acostumbrarse a coexistir con microorganismos mutados o de nueva aparición a los que sus cuerpos no estarían adaptados.
Uno de los fenómenos más serios a largo plazo sería la destrucción de la capa de ozono y la penetración de potentes flujos de radiación ultravioleta, que resultarían letales para todos los seres vivos. Los supervivientes sufrirían quemaduras incurables y tumores de piel. La mayoría perdería también la vista. Un buen número de plantas y animales que habían existido durante miles de años serían borrados de la faz de la Tierra. Los cambios en la circulación atmosférica, la dirección del viento, las corrientes oceánicas, los monzones, los tipos e intensidades de lluvias y otras anomalías acarrearían graves consecuencias climáticas.
Observando las luces parpadeantes en la consola, Andrey comenzó a sentir una fuerte ansiedad que le oprimía. Mientras se ocupaba de devolver el sistema de lanzamiento de misiles a la posición inicial, iba tomando conciencia de que cualquier negligencia o error insignificante en la decisión del lanzamiento del misil, o en el propio proceso, provocaría un desastre.
Al igual que todos los demás que estaban sentados en el búnker del puesto de mando, Nikolayev no era más que un pequeño componente del sofisticado mecanismo de la guerra. Siendo consciente de la formidable arma que tenía en sus manos, ¿tenía el derecho de usarla, podía disponer de las vidas humanas de un modo tan temerario, condenando a gente a morir? Y, sin embargo, ¿tenía derecho a poner en duda sus propias acciones? En una situación de combate, apartarse de lo establecido, dudar, puede conducir a una tragedia irreparable para todo el país, para el mundo entero. Los militares, todos los militares, eran rehenes de una situación establecida que no podían cambiar sustancialmente. La decisión de lanzar un ataque correspondía a las autoridades del país. Su trabajo era simplemente accionar las palancas. ¿O no?
Andrey aún no sabía que acababa de tener lugar uno de los últimos lanzamientos del misil. Se había llevado a cabo antes de la adopción del primer tratado en la historia de la humanidad que limitaba el uso de armas estratégicas. Se acercaban a su fin los tiempos de acumulación incontrolada de armas nucleares, cuyas cantidades habían superado todos los límites posibles e imposibles. En su persecución de la superioridad imaginaria, del aumento de sus capacidades, de la amenaza al otro, de la mayor sofisticación de las soluciones técnicas, las grandes potencias mundiales se asombraban y se consternaban mutuamente. Los imperios nucleares se preparaban para la tercera guerra mundial a una velocidad que no dejaba de crecer. La dinámica devoraba y agotaba los presupuestos de los Estados, envueltos en una impredecible carrera armamentística. El diálogo de los países más poderosos se reducía a «podemos destruiros treinta y cuatro veces, mientras que vosotros sólo podéis destruirnos veintiocho veces».
Solamente el uno por ciento de las armas nucleares acumuladas, operado «con éxito» por cualquiera de las partes, equivaldría a más de cien cabezas nucleares, con una capacidad más de cinco mil veces superior a la de la bomba de Hiroshima. Pero cada vez parecía más claro que ni siquiera la utilización masiva de los productos militares más avanzados podría alcanzar la destrucción total del enemigo, ofreciéndole así la oportunidad de un ataque en represalia. De este modo, la aniquilación mutua estaba garantizada. El equilibrio alcanzado en armamento nuclear sólo indicaba una cosa: en la guerra, la iniciara quien la iniciase, no habría vencedores. Europa, que se extendía a ambos lados de la línea divisoria entre los bloques militares occidental y oriental, se convirtió en rehén de la confrontación entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Y, en gran medida, se transformó en un campo para el despliegue de todo tipo de armas.
Cuando los gobiernos de las superpotencias comprendieron la verdadera amenaza que conllevaba desencadenar una de las guerras más terribles de la historia y la inutilidad de tratar de levantar una defensa antimisiles segura, cayeron en la cuenta: ni siquiera la prohibición de las pruebas nucleares garantizaría una paz duradera. Así, fue de puro milagro como se evitó un desastre mundial, que se pudo eludir la transformación de numerosas crisis y conflictos locales en una confrontación nuclear abierta. El primer tratado, que entró en vigor el 3 de octubre de 1972, obligó a las partes a detenerse, y mostró al mundo entero que era necesario buscar compromisos para salvaguardar el futuro.
Llegaba un tiempo nuevo que, asimismo, traía consigo un mundo nuevo, en el que la cooperación y el entendimiento mutuo se convertirían en garantía de la futura distensión en las relaciones entre los dos gigantes mundiales. Pero también llegaba una época de desconfianza y confrontación oculta, de lucha entre servicios secretos y desarrollo de nuevas armas lejos del alcance de amistades interesadas.