Había recogido la fuente rota cuando ella regresó a la cocina, y había hecho café. Aquello la molestó, pero no lo suficiente como para declinar la taza que le ofreció él, con crema y sin azúcar, como a ella le gustaba. Se preguntaba cómo lo sabía. No recordaba haber tenido tiempo para tomar tranquilamente una taza de café en los días que pasaron juntos.

—Toma —dijo, poniéndole los diamantes en la mano extendida, con cuidado de no tocarlo.

Bastien se guardó el collar en el bolsillo. Negro, siempre iba vestido de negro, y ese día también. ¿De quién sería la sangre que intentaba ocultar?

Se estaba comportando como una necia. Bebió un sorbo de café y no pudo sofocar un suave suspiro. No había tomado un café tan bueno desde que se marchó de París.

Sentado a la mesa del desayuno, Bastien parecía encontrarse extrañamente a gusto entre aquel desbarajuste. Aquél no era sitio para él, se recordó Chloe, y bebió otro sorbo de café.

—¿Cómo has pasado el sistema de alarma? — preguntó.

—¿De veras tienes que preguntarlo? Ella sacudió la cabeza.

—Supongo que eso significa que no servirá de nada si alguien quiere venir a por mí.

—¿Y por qué iban a querer venir a por ti?

—No sé. Claro, que nunca entendía por qué querían matarme.

—Están todos muertos, Chloe. Ya nadie quiere hacerte daño. Y el sistema de alarma es muy bueno. Pero no lo suficiente —recorrió con los ojos su cuerpo, y en la comisura de sus labios apareció un asomo de sonrisa—. Tienes buen aspecto.

—¿Tenemos que pasar por esto? Ya tienes lo que querías. ¿Por qué no te subes a un avión y vuelves a Francia y nos olvidamos de que nos hemos conocido?

—Me gustaría —dijo con su acostumbrada franqueza—, pero parece haber un pequeño inconveniente.

—¿Cuál? —preguntó. Debería sentarse. Las horas en la bañera de agua caliente y luego el frío primaveral que entraba por una ventana abierta y la impresión de ver a Bastien la habían dejado desorientada. Si parpadeaba, tal vez él desapareciera.

—No quiero parpadear —dijo en voz alta, y su voz le sonó peculiar. Bastien también tenía un aspecto extraño: estaba más guapo de lo que recordaba, lo cual era injusto, y así se lo habría dicho, pero parecía haberse quedado sin habla.

—Pues no parpadees, chérie —murmuró—. Sólo cierra los ojos —y las sombras se cerraron alrededor de Chloe.

Él la recogió mientras caía. Le había mentido: nada nuevo. No tenía buen aspecto en absoluto. Había perdido peso y tenía ojeras, como si no durmiera bien. Aquello tampoco debería haber sido una sorpresa, pero tenía esperanzas de... de encontrar a una joven americana, sana y optimista, dispuesta a entregar su cabeza en una bandeja. Había tenido tiempo para recuperarse, para pasar página.

Pero no lo había hecho.

La levantó en brazos y la llevó al cuarto de estar. El sofá, grande y viejo, estaba cubierto de libros y periódicos. Lo tiró todo al suelo de un manotazo antes de tumbarla. Seguramente le había dado demasiado: había calculado la dosis de sedante que le había puesto en el café basándose en lo que pesaba cuando estaba en París, y había adelgazado por lo menos cinco kilos.

Aun así, el sedante sólo la mantendría aletargada más tiempo. Quizá el suficiente para afrontar el problema y luego marcharse sin que ella supiera lo cerca que había estado de morir. No necesitaba saber que había un superviviente inesperado de la matanza del hotel Denis. Y ese superviviente en particular era capaz de correr cualquier riesgo para llegar hasta ella.

La expresión de estupor y horror de su cara al verlo no admitía error, y él no podía reprochárselo. Debía de estar convencida de que se había librado de él para siempre, y el hecho de que apareciera de repente era sin duda una pesadilla hecha realidad. Por fortuna, tenía la excusa del viejo collar, y ella se la había creído. Sólo confiaba en que le durase la suerte, como en tantas otras ocasiones.

Había tenido la intención de dejarle el collar. Lo tenía desde hacía muchos años, el primer paso en su carrera voluntaria hacia el infierno. Tenía doce años, era lo bastante mayor y alto como para resultar un engorro para su madre y la tía Cecile, a las que les gustaba considerarse una década más jóvenes. Era en Montecarlo, habían estado jugando sin ton ni son y su madre se había visto obligada a vender su collar de diamantes. Se había puesto furiosa, y el joven Bastien, que nunca la había visto tan enfadada, había resuelto tomar cartas en el asunto. No podía devolverle su collar, pero podía reemplazarlo por otro.

Fue bastante fácil: la gente no sospecha de un niño, aunque sea alto y desgarbado. Y él era ágil como un mono y carecía por completo de miedo. La propietaria del collar era tan vieja y gorda que las arrugas de su cuello tapaban los diamantes. Su bella madre se lo merecía más.

Ella estaba tumbada en la cama del hotel cuando regresó. Él esperó hasta que se marchó su acompañante de esa noche, un importador de vinos de mediana edad que Bastien confiaba en que no se convirtiera en su siguiente marido. Luego entró de puntillas.

Las cortinas estaban echadas para impedir que entrara la luz cruel del sol, y la habitación apestaba a tabaco, perfume y whisky. Y a sexo. Ella se había dormido, su pelo rubio, teñido con gran esmero, le caía sobre la estrecha espalda.

—Maman —susurró él.

Ella no se movió. Él lo intentó otra vez, pero ella se limitó a soltar un bufido poco elegante. Bastien alargó el brazo y le tocó el hombro, y ella se volvió y lo miró parpadeando antes de que sus ojos se enfocaran.

—¿Qué demonios haces aquí, mocoso? Te he dicho que no des la lata cuando traigo amigos a casa. —Te he traído una cosa —su madre había perdido la capacidad de asustarlo cuando él tenía unos nueve años, pero la furia de su voz áspera casi le hizo dar la vuelta y marcharse.

—¿Qué? —se sentó sin molestarse en cubrirse con la sábana. Él estaba acostumbrado a su cuerpo. Su padre no tenía pudor, y él la observaba desapasionadamente. Se estaba haciendo mayor—. ¿Para qué me has despertado?

Él extendió su mano, y el collar de diamantes brilló en la penumbra.

—Es un regalo. Lo he traído para ti.

Ella se sentó un poco más derecha, echó mano de los cigarrillos y encendió uno.

—Dámelo.

Le puso el collar en la mano y ella lo examinó un momento y luego soltó una risilla.

—¿De dónde has sacado esto? —Me lo encontré en. .. —¿De dónde lo has sacado? El tragó saliva.

—Lo robé.

No sabía qué esperaba. Rabias. Lágrimas. Pero no risa.

—¿Ya te has embarcado en una vida dedicada al delito, Bastien? Puede que a fin de cuentas tu padre fuera ese carterista, y no el empresario americano — volvió a ponerle el collar en la mano, apagó el cigarrillo y volvió a tumbarse.

—¿No lo quieres? Te pusiste muy triste cuando perdiste el tuyo —ése fue quizás el último indicio de flaqueza que mostró ante ella.

Su madre se dio la vuelta y lo miró con los ojos achicados, alrededor de los cuales se había corrido el maquillaje.

—Ese collar pertenece a Gertruda Schondheim, y esa señora tiene amigos con muy malas pulgas. Jamás me atrevería a ponérmelo. Es demasiado fácil de reconocer. Además, Georges ya ha desempeñado mi collar, y espero que tenga la amabilidad de regalarme alguna baratija más. Ahora lárgate y déjame dormir.

Su mano se cerró sobre el collar de diamantes. Se dio la vuelta y se dirigía a la puerta cuando la voz de su madre lo detuvo.

—Ya que estás, déjalo —dijo—. No sé si encontraré un perista por aquí, pero tarde o temprano daré con alguien que lo corte y podré venderlo piedra a piedra.

Él miró el collar. Era muy hermoso, muy antiguo, muy elegante, y lo había elegido a propósito para el bello cuello de su madre.

Se dio la vuelta, dispuesto a desahogar su rabia. su amor y su pena, pero ella había caído de nuevo en un sopor inducido por las drogas, ajena a su hijo.

Así que se guardó el collar en el bolsillo y salió de la habitación, y ella nunca volvió a mencionarlo. Él nunca supo con certeza si se acordaba siquiera de aquel regalo inútil. Pero no importaba. No tenía intención de dárselo, ni a ella ni a su tía Cecile, que era algo más cariñosa con él.

Pero tampoco iba a devolverlo. Se había convertido en un símbolo, en un icono de poder e independencia. Mientras tuviera el collar, tendría algo de valor, y ya no dependería de los caprichos de su madre.

Curiosamente, lo había conservado todos aquellos años. En ciertas ocasiones podía y debería haberlo vendido, pero se había quedado con él.

 

Podía haber sido presa fácil para un ladrón, como lo había sido en primer lugar. Pero el mundo sombrío de los delincuentes lindaba con el del Comité, y nadie se habría atrevido a algo tan peligroso, por alto que fuera el premio. En los veinte años transcurridos desde que robara el condenado collar, nunca lo había visto en el cuello de nadie, hasta que se lo puso a Chloe.

Recorrió la casa rápida y metódicamente, comprobando puertas y ventanas. El sistema de alarma era de última generación, lo cual significaba que retendría a un agente decidido a entrar unos cinco minutos. Había tenido tiempo suficiente para mejorar las medidas de seguridad exteriores, y en el interior de la casa hizo lo que pudo rápidamente. Hasta que quedaron encerrados allí dentro.

Miró su reloj. No había garantía alguna de que la información que le había facilitado Jensen fuera precisa, aunque su infalible intuición le decía que podía confiar en él. Pero los planes podían cambiar y los medios de transporte podían sufrir retrasos, como él sabía muy bien por la debacle del hotel Denis. Si los Underwood hubieran llegado a tiempo, Chloe se habría hallado a salvo mucho antes de que empezara el tiroteo.

Quizás él estuviera muerto, pero ése era un precio pequeño que pagar. La vida y la muerte habían dejado de importarle hacía mucho tiempo.

Volvió al desordenado cuarto de estar, donde Chloe yacía profundamente dormida en el sofá. Sobre un sillón había una manta de colores vivos. La recogió y la tapó con ella. Chloe tenía el pelo más largo, pero ningún profesional se lo había arreglado. Su

ojo avezado sabía que seguía llevando el mismo corte a trasquilones que se hizo mientras él la observaba desde lejos. Y a él, por desgracia, seguía gustándole.

Claro, que ya había aceptado el hecho de que Chloe le gustaba en exceso. Por eso aparecer de nuevo en su vida era lo último que deseaba hacer. Pero no había tenido elección.

Se acercó a la ventana y se puso a mirar la tarde sombría. En su inspección preliminar, había descubierto que Chloe se alojaba en la casa de invitados que había fuera, a un lado de la casa principal. Había encendido las luces y la televisión, cerrado las persianas y preparado una pequeña sorpresa para ellos. No les detendría mucho tiempo, pero cada minuto extra podía marcar la diferencia entre la vida y la muerte.

Habían tomado tierra en Canadá: cinco, incluido quien daba las órdenes. Jensen había logrado darle esa información antes de que entrara, pero ahora estaba oficialmente incomunicado. A partir de ese momento, tendría que arreglárselas solo.

Había un montón de ordenadores por toda la casa, pero tuvo la sensatez de no tocarlos. Sin las debidas precauciones, cualquiera podía dar con él. Su teléfono móvil era más seguro, aunque no del todo, pero al cabo de un rato le pareció razonablemente seguro que aún tardarían en llegar ocho horas como mínimo. La clase de gente con la que se enfrentaba no se dejaría detener mucho tiempo por las inesperadas fuerzas de la naturaleza.

¿Tiempo suficiente para sacarla de allí? Ésa era siempre la pregunta: posiblemente estaban más seguros en aquella pequeña fortaleza, sobre todo teniendo en cuenta las modificaciones que había introducido en el sistema de seguridad. En la carretera era distinto, y no podían huir eternamente.  

 

Los padres de Chloe volverían tarde o temprano, y aunque a él le importaban un comino, a Chloe sí le importaban. Así pues, por ella, tenía que mantenerlos con vida también a ellos. Y eso significaba enfrentarse con el problema allí mismo.

El cuarto de estar era demasiado vulnerable, y Chloe iba a pasar unas cuantas horas dormida. Quizá, con muchísima suerte, permanecería inconsciente hasta que todo acabara, y no se enteraría de nada. Para cuando despertara, él ya se habría ido y el peligro habría pasado.

La única pega era que tendría que llevarse el collar, y por alguna razón era importante para él que se lo quedara. Pero, si se lo quedaba, Chloe siempre se estaría preguntando cuándo aparecería de nuevo. Demasiado riesgo por un gesto sentimental.

El mejor sitio era un dormitorio de la primera planta, en la parte de atrás de la casa. Las ventanas del techo abuhardillado estaban bastante cerca del suelo, por si tenían que saltar, y al mismo tiempo le proporcionaban una posición estratégica sobre el frondoso jardín que rodeaba la casa. Era una ventaja nimia, pero la única de la que disponían. Levantó a Chloe del sofá, maravillándose de lo poco que pesaba, y la llevó al piso de arriba. La luz del pasillo le alumbraba el camino. Depositó a Chloe sobre la espaciosa cama y luego abrió la ventana el ancho de una rendija. Ella estaba pálida y fría, a pesar de la ropa informe y abultada que llevaba y que ninguna francesa se pondría. Él retiró el edredón y la arropó.

Se quedó allí parado, mirándola un rato. Y luego, movido por un impulso, le apartó el pelo enredado de la frente. Parecía la misma: terca y bonita, cuando no había sitio en su vida para nada bonito. Se inclinó de pronto y la besó suavemente mientras ella dormía.

Y luego no hubo nada más que pudiera hacer, salvo vigilar. Y esperar.

Hasta que Monique fuera a matarla.

 

 

Capítulo 23

 

Cuando abrió los ojos estaba desorientada y confusa. La habitación estaba a oscuras, sólo la luz brillante de la luna entraba por las ventanas sin cortinas, y por un momento no supo dónde estaba. Poco a poco fue recordando: estaba en la habitación de invitados de la parte de atrás, la que solían usar su hermano mayor y su cuñada. Estaba en la cama, arropada, a oscuras, y había soñado que veía a Bastien una vez más.

Había alguien sentado en un sillón, junto a la ventana. Sólo podía ver su silueta, pero enseguida comprendió que no había sido un sueño.

No se sentó, no se movió. Su voz era muy suave cuando habló.

—¿A qué has venido en realidad? No ha sido por el collar, ¿verdad?

Él debía de saber que estaba despierta. Siempre parecía tener una percepción instintiva en todo lo relacionado con ella. Bueno, Chloe esperaba que no en todo. Confiaba en que no intuyera el torbellino de emociones encontradas que provocaba en ella. Él tardó un momento en contestar, y ese momento bastó para que fantaseara con toda clase de cosas: que no podía vivir sin ella, que tenía que verla una última vez, que la quería.. .

—Alguien quiere matarte —su voz sonó serena, desapasionada.

No era ni más ni menos que lo que ella esperaba, y aquel loco instante de esperanza no había durado lo suficiente como para hacerle daño. No mucho, al menos.

—Claro —dijo—. ¿Por qué iban a cambiar las cosas? ¿Y has venido a salvarme? Creía que ya habías cumplido con tu deber. Me sacaste a salvo de Francia. El resto era asunto mío. Y, presumiblemente, de la policía, la CIA o lo que fuera —él no dijo nada, así que Chloe se sentó, exasperada—. ¿Y se puede saber por qué quieren matarme ahora? Tú eres un blanco mucho más probable. Yo no le he hecho nada a nadie. Sólo estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. No soy ninguna amenaza para sus absurdos planes de dominar el mundo.

—Ves demasiada televisión —dijo él. Tenía menos acento ahora, además de un aspecto distinto. Chloe se preguntó si también tendría otro nombre.

—¿Quién quiere matarme y por qué? ¿Y qué más te da a ti?

«Por favor», pensó, «di algo, algo que pueda guardarme. Algo que me haga saber que soy algo más que un estorbo».

Pero sabía lo que iba a decir. Lo había dicho demasiadas veces. Que no le importaba, que sólo se sentía responsable, y ella no quería oírlo.

Bastien se levantó, su silueta recortada contra la ventana iluminada por la luna, y por un momento Chloe temió que alguien le disparara. Pero había muy poca luz: debía de haber nevado mientras estaba inconsciente, y aunque ella podía ver fuera, mientras las luces estuvieran apagadas nadie vería lo que ocurría dentro de la casa. Bastien se acercó a ella, fuera del alcance de las ventanas, y para su asombro se sentó en el suelo, junto a la cama.

—Monique sobrevivió —dijo suavemente.

 

—Me dijiste que estaba muerta. Que le habían pegado un tiro en la cara.

—Eso es lo que vi. Pero aquello era un caos. Puede que me equivocara. Lo único que sé es que sobrevivió y viene a por ti.

—Bueno, puedes protegerme de una sola mujer, ¿no? Ya lo has hecho antes —el recuerdo del cuerpo de Maureen boca abajo en la nieve, chorreando sangre, estaba todavía grabado en su cerebro, y se estremeció. —No va a venir sola.

Estaba apoyado contra la mesilla de noche, con las manos sobre las rodillas, aparentemente tranquilo.

—Pero ¿por qué? —preguntó Chloe—. Si quería matar a alguien, ¿por qué no a ti? Yo sólo era una espectadora inocente.

—Lo sigues siendo. Y se propone matarme en cuanto me encuentre. Pero yo soy un poco más difícil de encontrar. Así que por ahora tiene que conformarse contigo.

—Qué suerte la mía —masculló—. Siempre soy el segundo plato.

 

—Lo siento, ¿preferirías tener a media Europa detrás de ti? Eso es fácil de arreglar.

—¿Y cómo lo harías? —Sencillamente quedándome contigo.

Chloe se volvió para mirarlo. Había dicho aquellas palabras con indiferencia, y ella sabía que no tenía interés ni intención de quedarse con ella más tiempo del necesario. De haber sido por él, no habría vuelto a verla. ¿Acaso no lo había dicho antes?

—Entonces, ¿por qué quiere matarme, aparte del hecho de que creo que la llamé zorra? ¿Por qué se molesta? Yo no le importo nada.

—No —dijo—, no le importas. —Entonces, ¿por qué lo hace? —Porque me importas a mí.

Su rostro permanecía oculto a la luz de la luna, su voz carecía de inflexión, y Chloe casi pensó que le había oído mal.

—No entiendo.

—¿Qué hay que entender? Monique me conoce lo suficiente como para saber que el mejor modo de hacerme daño es hacértelo a ti. Una lógica muy sencilla. Estará aquí dentro de unas horas.

—¿Unas horas? Entonces, ¿por qué no nos vamos?

—Por de pronto, porque está nevando, y las autopistas están cerradas. Eso no detendrá a Monique, pero puede que la retrase un poco. En todo caso, aquí es donde estamos más seguros, de momento. He mejorado el sistema de seguridad, y les llevamos ventaja. Van a entrar en territorio desconocido, mientras que yo he tenido tiempo de inspeccionarlo todo detalladamente. Hasta he conseguido preparar les unas cuantas sorpresas de bienvenida. Estaba pensando en hacerte salir de aquí, pero estás más segura conmigo.

—Eso ya me lo has dicho.

—Sí, ¿verdad? —preguntó él cansinamente—. En cuanto Monique desaparezca, no tendrás que volver a verme. Considéralo una recompensa por seguir mis órdenes.

—¿Vas a matarla? ¿Si tienes que hacerlo?

—Voy a matarla tenga que hacerlo o no —contestó—. Y luego me iré.

—¿Adónde?

El se encogió de hombros.

—Al lugar donde pertenezco, supongo. De vuelta al Comité. No sé hacer otra cosa, y estoy entrenado para ello. Sería una lástima perder una educación y un talento semejantes —su voz era ligera.

—Sería una lástima perderte a ti —dijo ella—. ¿No crees que eres algo más, aparte de unas cuantas habilidades altamente especializadas?

Él se volvió para mirarla, y la luz turbia cayó sobre su cara, revelando su leve sonrisa irónica.

—No —dijo—. Vuelve a dormirte. Creía que te había dado lo suficiente para dejarte inconsciente doce horas, por lo menos, pero siempre has sido muy terca.

—¿Me has drogado?

—No ha sido la primera vez. Y puedo hacer cosas mucho peores si me das la lata. Cállate y déjame pensar. Vigilaré y tú estarás a salvo. Créeme, no vendrán sin avisar.

—¿Cuándo llegarán?

—Si no fuera por la tormenta, habrían llegado a medianoche. Tal y como están las cosas, espero que lleguen entre las cuatro y las cinco de la mañana.

Todavía estará lo bastante oscuro como para ocultar sus movimientos. Seguramente han planeado un asalto sencillo: entrar rápidamente, cumplir su misión y largarse en menos de veinte minutos. Monique sólo contrataría a los mejores.

—¿Y te bastas tú solo para detenerlos? —Sí. Ahora, vuelve a dormirte. —¿Qué hora es?

—Las once pasadas.

—¿Y aún tardarán cinco horas en llegar?

—Seis, si tenemos suerte, cuatro si no la tenemos.

—Entonces, ¿por qué no te tumbas e intentas descansar un poco? La cama es muy grande. No te preocupes, ni siquiera me tocarás por accidente — no esperaba nada más que una respuesta cortante, pero Bastien se levantó sin decir palabra, rodeó la cama y se tumbó, quitándose los zapatos. No se metió bajo el edredón, pero estaba allí, al alcance de su mano.

—¿Te cuesta dormir desde que volviste? —su voz era sólo un susurro en el viento nocturno, más cerca de lo que ella imaginaba.

—Sí, ¿y a ti?—A mí nunca me cuesta dormir. Ahora dormiré exactamente una hora, y me despertaré sintiéndome descansado y alerta. Lo que pasó en París no era nuevo para mí, no lo olvides.

Ella no era nada nuevo para él, pensó Chloe. Y era una idiota por pensar en esas cosas cuando podía estar muerta en cuestión de horas, pero la posibilidad inminente de morir sólo hacía que la vida le pareciera más importante. Que el amor le pareciera más importante. Y, a la hora de la verdad, la cháchara de los psicólogos y las racionalizaciones importaban un pimiento.

—No era síndrome de Estocolmo —dijo con voz sorda, dándole la espalda en la vasta extensión de la cama. Era como si entre ellos mediara un océano.

—Lo sé —dijo Bastien, y su voz sonó extrañamente tierna—. Ya te lo dije, el síndrome de Estocolmo es un mito.

Ella se volvió para mirarlo, y él estaba mucho más cerca de lo que creía. Tan cerca que podía alargar la mano y tocarlo.

—Entonces, ¿por qué sigo sintiéndome así? — musitó.

Él no dijo nada, pero por primera vez su cara pareció reflejar una emoción a la luz de la luna. —¿Vamos a morir dentro de unas horas? —preguntó ella.

—Es posible —contestó—. Pero ahora no —y, alargando la mano, le tocó la mano suavemente. Ella se quedó mirándolo, paralizada mientras se inclinaba sobre ella y la besaba con desgarradora ternura.

—¿Qué es esto? —preguntó, intentando parecer cínica y fracasando estrepitosamente—. ¿Mi recompensa?

—No —dijo él—. Es la mía —tomó su cara entre las manos y la miró. El silencio era completo, mágico, y Chloe sintió que todo se desvanecía, la sangre, el dolor y el peligro. Por un instante estuvieron únicamente ellos dos, solos en la noche, y no había barreras, ni frías defensas en sus ojos oscuros. Podía ver más allá de su serena y desapasionada superficie, y atisbar dentro de él algo profundo, duro y temible. Algo que sentía por ella.

Cerró los ojos y estiró los brazos para enlazarle el cuello. Bastien se tumbó sobre ella, un peso cálido que mantenía a raya los monstruos, y comenzó a besarla, seduciéndola lentamente con la boca, los labios, los dientes, la lengua. Nunca la habían besado así, con tan delicado denuedo, como si besarla fuera lo único que importaba en el mundo, un fin en sí mismo, y se entregó a aquel placer abriendo la boca para él, besándolo con una concentración que poco a poco iba convirtiéndose en una especie de fuego acongojado. Luego echó mano de su camisa e intentó torpemente desabrocharle los botones.

Él la agarró de las manos y la detuvo.

—Chist, Chloe. Esta vez no hay prisa. No hay miedo ni dolor. Tienes todo el tiempo del mundo para disfrutar. El placer, eso es lo único en lo que tienes que pensar. Cierra los ojos y déjame dártelo.

Su voz, parsimoniosa e hipnótica, calmó su repentino arrebato de tensión, y se recostó de nuevo sobre las almohadas, mirándolo fijamente.

Él siguió agarrándole las manos, más para tranquilizarla que para sujetarla, mientras le besaba el cuello y deslizaba la mano libre bajo la sudadera holgada y tocaba su piel, sus dedos fríos sobre la piel sofocada de Chloe. Ella estaba tan perdida en sus besos, en el sabor de su boca, que apenas se dio cuenta cuando le quitó la sudadera y la tiró al suelo y cuando a continuación le bajó los pantalones y se los quitó. Le dejó puesta la ropa interior: el sujetador francés y las braguitas de encaje que sus padres le había regalado por Navidad con su mejor intención. Ni siquiera les había prestado atención al ponerse aquellas prendas, pero cuando la mano de Bastien se deslizó por su cuerpo hasta cubrir su pecho, comprendió que lo había hecho a propósito. Él lamió su pecho a través del encaje, y ella tembló al tiempo que el deseo florecía a través de su cuerpo en una oleada de ardor. Bastien le había soltado las manos, que yacían inermes a su lado sobre la ancha cama, donde él las había dejado. Se sentía extraña, colmada por una laxitud soñolienta, capaz sólo de quedarse allí tumbada y dejar que la acariciara, que la besara. Debía de ser la resaca de la droga, pensó aturdida mientras Bastien le besaba las caderas justo por encima de la franja de encaje de las bragas. O eso, o él había logrado hipnotizarla con su boca, con sus ojos, con su propio deseo.

Se sentía como si estuvieran dentro de una bola de cristal, sacudida con fuerza, pero de pronto todo estaba quieto y silencioso, mientras los copos de nieve del interior de su reducto de cristal caían a su alrededor. Podía intentar luchar contra aquella extraña rendición, pero no quería. Bastien tenía razón. En cuestión de horas podían estar muertos. Podía conseguir lo que quería, lo que necesitaba, en ese momento, y no habría consecuencias que afrontar más adelante. Ninguna vida que vivir. Y si iba a morir, quería pasar las últimas horas de su vida en la cama con un hombre cuyo nombre ni siquiera conocía.

 

Él le desabrochó el sujetador, el mismo que ella había luchado por abrocharse hacía apenas una hora, se lo quitó y lo tiró al suelo. Se movió lentamente, acarició su pezón con la lengua y ella sintió que se endurecía al instante, formando un duro botoncillo semejante al que sentía entre sus piernas. Nunca había creído que sus pechos fueran particularmente sensibles, pero Bastien parecía conocer la manera exacta de tocarlos, de chuparlos, de deslizar la lengua sobre ellos hasta hacerla temblar. Justo cuando Chloe creía que iba a alcanzar el orgasmo simplemente por el modo en que le chupaba los pechos, la lengua de Bastien se deslizó alrededor de la punta de un pezón y luego descendió, cruzó danzando su vientre plano, y sus manos se introdujeron bajo las tiras de encaje de las bragas y tiraron de ellas hacia abajo. Su boca las siguió: resbaló sobre sus caderas, sobre sus piernas, por la parte interior de sus rodillas, y volvió a ascender, y cuando se posó entre sus piernas ella tembló y, tendiéndole los brazos, metió las manos entre su pelo largo y denso, que caía sobre sus caderas.

Bastien la asió por las caderas, le abrió los muslos y su boca no se parecía a nada que ella hubiera sentido: una invasión, un hierro de marcar, una vindicación tan total y absoluta que no pudo hacer nada, salvo dejar que la acariciara, que la lamiera, que la mordiera, que usara su boca en formas que ella nunca había imaginado, hasta que deslizó los dedos dentro de ella, y Chloe se arqueó en la cama, presa de un orgasmo repentino y tenso, diferente a cuanto había experimentado antes.

Fue rápido y breve, y Chloe se dejó caer de nuevo sobre la cama, jadeante, sólo para que Bastien empezara de nuevo, provocando en ella un placer que crecía en intensidad poco a poco, suavemente, de modo que, cuando deslizó otra vez los dedos en su interior, ella gritó, y el orgasmo se prolongó mucho más tiempo. Tanto como él quiso que se prolongara.

Chloe se derrumbó de nuevo en la cama, trémula y sin aliento, y estiró los brazos para tocar su cara. —Más no —musitó—. No puedo...

—Claro que puedes —susurró él entre sus muslos. Esta vez, la simple pasada de su lengua la hizo caer presa de espasmos, y el tacto sorprendente de sus dedos le dio la puntilla. Creyó gritar, ella, que solía hacer el amor en discreto silencio, pero no importó porque Bastien le tapó la boca con la mano, de modo que sus gritos cayeron en su piel y en ninguna otra parte.

Aquella liberación final fue completa. Chloe no quería reservarse nada, podía gritar, podía llorar, y podía sencillamente dejarse llevar y permitir que ocurriera, que él hiciera lo que quisiera, y se entregó de buen grado, lista para disolverse en una densa marea de inimaginable potencia.

Cuando cayó sobre la cama convertida en un pelele sin razón ni huesos, Bastien apartó la mano de su boca y se tumbó de espaldas junto a ella. Respiraba trabajosamente mientras Chloe iba emergiendo despacio de la inefable oleada de energía de su clímax. Yacía de espaldas, con los ojos cerrados, escuchando a Bastien, sintiéndolo tumbado a su lado, exactamente donde debía estar, al tiempo que su corazón acelerado iba apaciguándose infinitesimalmente.

—Ahora duerme, Chloe —susurró él con voz suave y tranquilizadora.

La laxitud se disipó. Ella abrió los ojos de golpe y giró la cabeza para mirarlo. Estaba tumbado de espaldas, aparentemente en calma, todavía vestido, la luz turbia deslizándose sobre su rostro.

Chloe pasó un momento sopesando sus dudas. Que él no la deseaba, que no tenía necesidad de ella ni de su cuerpo, que sólo le había dado lo que le había prometido sin entregar nada de sí mismo. Y luego decidió ignorar todo aquello. Si iban a morir, no pensaba perder ni un instante más en absurdos arrebatos de inseguridades.

Se incorporó sobre el codo y lo miró. Le temblaban ligeramente los músculos, pero prefirió ignorar su inesperada debilidad.

—¿Qué haces?

Él no abrió los ojos. —Dormir —dijo.

—No —repuso ella—. No es cierto —y, alargando el brazo, comenzó a desabrochar la hilera de botones de nácar negros de la camisa.

Bastien la agarró de la mano y la detuvo de nuevo, pero ella no estaba dispuesta a dejarse distraer. —Suéltame la mano —dijo—. Aún no hemos acabado.

—Yo sí.

Ella se desasió y deslizó la mano por su vientre para tocar su miembro, que rígido y duro, latía a través de los pantalones negros.

 

—No, nada de eso —dijo mientras empezaba a desabrocharle el cinturón—. Ni yo tampoco. —Chloe..

—Cállate —dijo con aspereza, y, sacando su miembro, se inclinó y comenzó a chuparlo.

Era fresco, suave y terso, duro como el hielo en su boca, y Chloe no tenía ni idea de dónde procedía el placer que la embargaba mientras dejaba que su boca explorara su sexo. Sólo sabía que su fuerza la hacía temblar.

Él dejó de discutir. Chloe levantó una mano para tirarle a ciegas de la camisa, pero él había empezado a ayudarla, se desabrochó la camisa y la tiró a un lado, y luego posó las manos sobre su cabeza y comenzó a hablarle, a susurrarle palabras en francés callejero mientras ella chupaba y succionaba lentamente su sexo, y sudaba, estremecida por la energía de la respuesta que extraía de él, cuando de pronto él la apartó, retrocedió hacia el cabecero de la cama grande y antigua, se quitó el resto de la ropa a puntapiés de modo que quedó tan desnudo como ella, tan dispuesto como ella.

—Si de verdad me deseas, Chloe, tienes que tomarme —dijo.

Ella se sentó en cuclillas para mirarlo. Y luego puso las manos sobre sus hombros, sobre su piel fuerte y suave, y se montón sobre él a horcajadas mientras permanecía inmóvil sobre la cama.

De pronto se sintió azorada. —Nunca he hecho esto... —dijo.

—Bien —Bastien la hizo colocarse sobre él, moviéndose de manera que pudiera sentir el roce d su glande—. Ahora, depende de ti.

Ella se movió lo justo para dejar que la penetrara, y una expresión de exquisito placer cruzó el rostro de Bastien. La rápida bocanada de aire que inhaló resultaba tan erótica que Chloe descendió para que la colmara, tan profundamente, tan fuerte que estuvo a punto de alcanzar el orgasmo otra vez.

Él había cerrado los ojos, pero con los largos dedos le asía las caderas, y la más leve presión la hacía moverse, alzarse y bajar luego muy despacio. Sus gemidos guturales parecían vibrar dentro del cuerpo de Chloe. Ella apoyó la frente sobre su hombro mientras se movían juntos en un movimiento de ascenso y caída, profundo y fuerte, y él le hablaba, le contaba mentiras que ella quería creer, siempre en francés, palabras de alabanza, de amor y sexo, de una pasión oscura y delirante que de pronto se desbocó mientras Bastien estallaba dentro de ella. Y, sin esperarlo, ella perdió su último atisbo de autocontrol y lo siguió, y comenzó a sollozar suavemente sobre su piel, temblando por la fuerza de su unión, hasta que se derrumbó sobre él, boqueando para recuperar el aliento.

No sabía qué esperaba. Pero no esperaba que él se volviera, con ella todavía en sus brazos, tendida bajo su cuerpo recio. Entonces comprendió que, pese a que había alcanzado el orgasmo dentro de ella, seguía excitado, lo estaba cada vez más, y pensó que no podría soportarlo mientras le rodeaba con las piernas y le hacía hundirse más ella, ya sin palabras.

No necesitaba hablar, él la estaba besando de nuevo, follándola de nuevo, y sencillamente se dejó llevar, una marea de redención y pecado, y la nívea oscuridad se cerró en torno a ella, y el tiempo perdió su significado.

Y entre ellos no quedó nada salvo el amor. Ni puro, ni sencillo, pero amor al fin y al cabo.

 

 

Capítulo 24

 

 

 

Chloe yacía lánguidamente sobre su cuerpo, agotada, exhausta, sumida en un sueño más profundo, más rendido que el inducido por el cóctel de drogas que le había dado Bastien. Se sentía prácticamente sin huesos, tan relajada que él dudaba que ni siquiera un tiroteo pudiera despertarla.

Pero no podía permitirse poner a prueba esa teoría. Había llegado a la edad de treinta y cuatro años gracias a que siempre era consciente de que existía la posibilidad del fracaso, y manteniéndose vigilante en todo momento. Si una bala perdida lograba alcanzarlo, Chloe estaría sentenciada, y no estaba dispuesto a permitir que eso sucediera. Chloe estaba sexualmente encaprichada con él, eso lo aceptaba con una extraña mezcla de fatalismo y gratitud, y se había entregado a ella con absoluta dedicación y una total falta de contención. El resultado era que

ella estaba medio muerta de placer y él todavía temblaba de vez en cuando, sacudido por el reflujo del amor.

Chloe saldría adelante. Era una joven práctica, una superviviente nata, y cuando él desapareciera, ya fuera en el turbio submundo del Comité, ya en la más tangible posibilidad de una tumba, tendría que pasar página.

Pero nunca más, en toda su vida, la harían gozar tanto en la cama.

Ésa era la única muestra de egoísmo feroz que se había guardado para sí mismo. Confiaba y rezaba por haberla dejado incapacitada para cualquier otro hombre. Podría acostarse con otros, se casaría y tendría hijos y orgasmos con otros. Pero nadie volvería a hacer que su cuerpo resonara como había hecho él, y, por cruel que fuera, ello le llenaba de satisfacción.

Dejó que su mano se deslizara por el brazo de Chloe. Su piel era suave, impecable, y la brutalidad de Gilles Hakim había quedado reducida a una pesadilla lejana. Si alguna vez volvía al Comité, Thomason se pondría de uñas porque hubiera malgastado aquel platino líquido en una civil. Que se jodiera. Él le habría dado a Chloe cualquier cosa que hubiera podido conseguir.

Incluida la seguridad y la libertad que sólo podía proporcionarle su completa ausencia.

Monique era el último peligro. Todavía no sabía cómo había logrado sobrevivir, pero era la persona más inestable con la que se había visto las caras mientras trabajaba para el Comité. Es decir, la más inestable de los que aún quedaban con vida. La gente como ella no duraba mucho en aquel negocio: uno no podía permitir que los sentimientos interfirieran en una misión, sólo mataba por trabajo, no odiaba, ni amaba a nadie.

Pero Monique estaba tan consumida por el odio que había logrado sobrevivir cuando todos los demás habían muerto. Y en lugar de reconstruir sus bases de poder, se lanzaba a la caza de Chloe Underwood sencillamente porque sabía que de ese modo le haría daño a él. Que le obligaría a salir de su escondrijo y de ese modo también podría matarlo.

Una vez le parara los pies a Monique, no habría más problemas, al menos para Chloe. Aunque tuviera que ir a rebanarle el pescuezo a Thomason para asegurarse de ello.

 

Notó que el latido del corazón de Chloe cambiaba, sintió el leve estremecimiento que recorrió su piel y se dio cuenta de que estaba parpadeando, aunque ella tenía la cara vuelta hacia el otro lado. Se sentía extrañamente en sintonía con ella: sólo habían dormido juntos un par de veces y pese a todo conocía tan bien su cuerpo, sus pulsaciones, el ritmo de los latidos de su corazón y de su respiración que los suyos se acompasaban a los de ella. Chloe quería más. Y, que el cielo lo ayudara, él también.

—Vendrán pronto —dijo con suavidad—. Tenemos que vestirnos.

Ella giró la cabeza para mirarlo, y Bastien vio el rastro seco de las lágrimas sobre su cara, el pelo revuelto, la ausencia total de maquillaje. Parecía más joven que nunca, inocente en un sentido que nada tenía que ver con el frenesí que acababan de compartir. Inocente de corazón, allí donde él no tenía nada, excepto un cascarón vacío.

—¿Es necesario? —su voz sonó baja, ronca, sexy. Bastien no podía creer que la deseara otra vez, tan pronto. Era una suerte que fuera a morir o a desaparecer al cabo de unas horas. Ahora que había bajado la guardia, cada vez le resultaba más difícil volver a levantar sus defensas. Y sus vidas dependían de su fino talento, que nada tenía que ver con la vulnerabilidad.

—Es necesario —contestó, apartándole el pelo de la cara. Ella lo agarró de la mano y se la llevó a la boca, a los labios. Tenía marcas de mordiscos en la muñeca, allí donde ella le había mordido para sofocar sus gritos, y había sangre. Aquello le producía una profunda y extraña satisfacción—. Si queremos tener alguna posibilidad de sobrevivir, tenemos que prepararnos.

—¿Alguna posibilidad? ¿Qué probabilidades hay?

Él se encogió de hombros. —Cosas más raras han pasado. —Podías mentirme.

—¿Por qué?

Ella se apartó de él y se sentó en la cama. Estaba muy guapa a la luz de la luna, ya no se azoraba. Bastien también la había marcado: mordiscos de amor a un lado del pecho, los arañazos de su barba en los muslos. Todo curaría. Los dos curarían.

—Si vamos a morir, no pasa nada porque me digas mentiras piadosas —dijo—. Al final, no importará, y moriré feliz.

—No tengo intención de permitir que nos maten. ¿Y entonces adónde nos conducirían las mentiras? —Si consigues que sobrevivamos, te prometo olvidarlas. Dime sólo que te importo. Si vamos a morir, ¿qué importa la verdad?

—Precisamente porque podemos morir es importante la verdad —contestó, sin hacer ademán de tocarla—. Y decirte que me importas es una pérdida de tiempo. No habría cruzado el océano, salido de mi escondite y seguido tu rastro si no me importaras.

La sonrisa de Chloe era indecisa, tan dulce que, si Bastien hubiera tenido corazón, se lo habría roto. —Entonces invéntate una mentira mejor. Dime que me quieres.

—No es preciso mentir, Chloe —dijo él—. Te quiero.

Ella tardó un momento en asimilar sus palabras. Y luego, naturalmente, no le creyó: Bastien lo advirtió en la expresión dubitativa de sus bellos ojos marrones.

—No debería habértelo preguntado —dijo con tristeza, y comenzó a alejarse—. Olvídalo... Bastien la atrajo hacia sí, desequilibrándola, y Chloe cayó contra él. Él tomó su cara entre las manos y la sujetó, muy quieta, mientras clavaba los ojos en ella. Unos ojos sombríos, francos, dolorosamente honestos.

—Te quiero, Chloe —dijo—. Y eso es lo más peligroso que puedo hacer.

 

—No soy yo quien quiere matarte —musitó ella. —Puede que hoy no —contestó con una sonrisa tenue—. Al menos es un cambio en nuestra relación habitual —le dio un beso ligero y luego la apartó. No le dio ocasión de decir nada más, de hacer más preguntas. No lamentaba habérselo dicho: si moría, lamentaría habérselo ocultado. Chloe no le creía. Él no sabía si se sentía aliviado o molesto. Ella probablemente creía que le mentía por lástima, que por eso decía que la quería. A pesar de los días que habían pasado juntos, de las cosas que le había visto hacer, seguía creyendo que era capaz de contar mentiras piadosas, cuando la piedad no formaba parte de su ser, y sólo mentía para conseguir lo que quería.

Se vistieron rápidamente, a oscuras. Bastien no sabía si el cielo empezaba a aclararse: amanecía poco después de las seis y luego el sol se extendía rápidamente sobre las colinas. Se preguntaba si habría cesado de nevar. Monique querría entrar y salir antes de que amaneciera del todo, y Bastien notaba que estaban cerca. No tenía ningún indicio, pero lo intuía.

Había dejado dada la luz del recibidor: la luz que uno solía dejar encendida cuando se ausentaba de casa para ahuyentar a los ladrones. La luz se fue, y un momento después oyó con una especie de fría complacencia una sorda explosión.

—Están aquí —dijo—. Y debería haber uno menos.

—¿Qué quieres decir? —Bastien no podía verla en la penumbra, pero reconoció la fibra tenue del miedo en su voz, un miedo que ella intentaba escamotearle.

—Saboteé el sistema de alarma. Sabía que intentarían cortar la corriente, pero el que lo haya hecho no volverá a hacer nada más. De modo que quedan Monique y otros cuatro, como máximo.

Chloe no le preguntó cómo lo sabía; sencillamente, lo aceptó. Si seguía mostrándose así de dócil, quizá tuvieran alguna posibilidad de sobrevivir.

Se había puesto otra vez aquella ropa ancha, y pese a todo Bastien podía ver las líneas nítidas y firmes de su cuerpo bajo la suave lanilla, como si pudiera ver a través de la tela. Ninguna mujer debería estar tan sexy en chándal. Ninguna mujer debería estar tan sexy cuando alguien intentaba denodadamente matarla.

Se oyó otra explosión sofocada, cuyo resplandor proyectó sobre la habitación una sombra rosada. Bastien pudo verle la cara otra vez, las dudas y la angustia que había querido borrar a fuerza de besos. —¿Qué era eso?

—La casa de invitados. Están bien informados, sabían que deberías estar allí, por eso han ido allí primero. Espero que ahora quede uno menos, pero no puedo contar con ello.

—¿La casa de invitados está ardiendo? —preguntó, dirigiéndose hacia la ventana—. Todo lo que me importa está allí...

Bastien la agarró por la cintura y la llevó hacia las sombras. Monique y sus esbirros estarían apostados alrededor de la casa, espiando en las ventanas algún indicio de vida. No tardarían mucho en localizarlos.

—Las cosas pueden sustituirse —dijo—. Tengo que irme.

Ella lo miró con estupor.

—¿Tienes que irte? ¿Vas a dejarme sola?

—Sólo conseguirías retrasarme. Tendrás que esconderte mientras yo voy de caza. Trabajo mejor si no tengo que preocuparme por ti al mismo tiempo. Si lo consigo, volveré a por ti.

—¿Y si no?

—Entonces, amor mío, au revoir. Iré derecho al infierno, y no espero verte allí —dijo con tono ligero.

—Entonces, no vas a dejarme aquí.

Bastien debería haber adivinado que querría acompañarlo. Estaba completamente vestida, aunque no llevaba zapatos, y tenía una expresión terca en la cara. Bastien sabía que tenía una oportunidad y sólo una de salvarle la vida.

En la penumbra del dormitorio le resultó fácil recoger las cosas que había guardado allí antes. Conocía mejor a Chloe que ella a sí misma, sabía que se opondría, y él era lo bastante despiadado como para hacer lo que fuera necesario. Se acercó a ella en la oscuridad y por primera vez ella no dio un respingo, no retrocedió. Lo besaría si él se lo pedía, volvería a quitarse la ropa y a tenderse en la cama una vez más, y Bastien sólo deseaba que la vida fuera así de sencilla. Pero nunca lo era.

 

—Lo siento, cariño —dijo, agarrándole la cara con una mano. Le tapó la boca con cinta aislante antes de que ella se diera cuenta de lo que se proponía, agarró sus manos cuando las levantó para presentar batalla, y se las ató con la cuerda. Ella forcejeaba, pero Bastien era mucho más alto y más fuerte. No necesitaba verle los ojos para saber que echaban chispas de furia. Quizá eso la ayudara a olvidarse de él. Sobre todo, cuando se enfrentara a la peor parte de todo aquello.

La enderezó y ella intentó golpearlo con las manos atadas, pero perdió el equilibrio y Bastien la agarró antes de que se cayera. Debería haberla dejado inconsciente de un golpe, pero no tenía valor. Aunque, de hecho, habría sido un signo de bondad.

—No te resistas, Chloe —le susurró al oído. —No tengo elección. Cuando acabe con ellos, te soltaré. O eso, o alguien te encontrará dentro de poco. Mientras no sea Monique...

Ella no estaba de humor para escucharle, y Bastien no esperaba otra cosa. La levantó en vilo, se la echó sobre el hombro como un saco de patatas y salió de la habitación, nada más que una sombra al filo del amanecer.

Ella dejó de luchar hasta que se dio cuenta de dónde la llevaba. Bajaron dos tramos de escaleras y entraron en los negros confines del sótano. Bastien notó que empezaba a estremecerse cuando la claustrofobia volvió a apoderarse de ella, pero no hizo caso. Siempre había un precio que pagar, y cuando abrió el pequeño armario que había forzado esa tarde, Chloe comenzó a debatirse con tanto ímpetu que no pudo seguir sujetándola y ella cayó sobre el suelo de cemento con un grito amortiguado.

Bastien no podía permitirse perder el tiempo en cortesías. La empujó hacia el pequeño armario. No había sitio para él, sólo para ella, pero pudo tocarle la cara, ponerle la mano sobre la frente fría y húmeda, pasar el pulgar por su sien en un vano intento por tranquilizarla.

—Es lo mejor que he podido encontrar, Chloe — susurró—. Cierra los ojos y no pienses en la oscuridad. Piensa en la patada que me vas a dar en el culo cuando salgas de aquí.

Ella estaba temblando, y Bastien dudaba que hubiera oído sus palabras. La veía lo suficiente como para saber que tenía los ojos dilatados por el pánico, y no había nada que pudiera hacer al respecto.

Se inclinó y puso los labios sobre la cinta plateada que le tapaba la boca, un beso extraño y sordo al que no pudo resistirse. Y por un momento sus temblores cesaron, y se inclinó hacia él para besarlo.

—Lo siento —dijo Bastien. Y, retrocediendo, cerró la puerta maciza, encerrándola allí dentro, en

aquel espacio semejante a un ataúd, sin luz, en compañía de sus miedos.

Esperaba a medias oírla patear la puerta. Pero el silencio era profundo y frío como la muerte. Besó la madera, un adiós mudo, y salió al aire del alba listo para matar una vez más.

 

Chloe no podía respirar, no podía pensar. No se atrevía a moverse, le daba pánico hacer algo que pusiera en peligro a Bastien. Permanecía acurrucada, atada y amordazada en la oscuridad e intentaba no gritar. Sabía que sus gritos no se oirían.

Se movió, y a través de su pánico oyó que algo golpeaba el suelo, algo metálico que chocaba contra el frío cemento. De haber tenido las manos atadas a la espalda no habría podido encontrarlo, pero las tenía al frente, podía palpar a su alrededor, concentrarse en aquello y olvidarse de la oscuridad. El ruido le había parecido hueco y metálico, como una bala, pero sabía que eso era absurdo. Tenía que ser otra cosa.

Sus manos atadas se cerraron sobre el fino cilindro metálico, y por un momento no entendió qué era. Sintió una burbuja de histeria al fondo de la garganta. ¿Era Bastien lo bastante francés y estaba lo bastante loco como para haberle dejado un lápiz de labios? Y entonces lo entendió.

Una luz brillante, procedente de una linterna diminuta, inundó el reducido espacio del armario. Sintió que el pánico comenzaba a remitir poco a poco, y se recostó contra la dura pared, intentando controlar su respiración. Tardó un momento en darse cuenta de que podía quitarse también la cinta de la boca, y así lo hizo, sin dar siquiera un respingo de dolor al tirar de ella. Bastien tenía que saber que tarde o temprano se daría cuenta. Pero para entonces ya estaría lo bastante calmada como para aceptar que cualquier sonido que hiciera podía ponerlos en peligro a ambos.

 

Tiró de las muñecas, pero allí acababan las concesiones de Bastien. La cuerda resistió firmemente, y tampoco pudo hacer nada con los tobillos. Estaba atrapada allí, pero no en la oscuridad. Podría soportar cualquier cosa si tenía un rayito de luz. Y, si pasaba suficiente tiempo y él no volvía, si sus padres volvían, podría gritar y alguien iría a rescatarla.

La sola idea parecía estrafalaria, pero Bastien se había preparado para todas las contingencias. Ahora, lo único que ella tenía que hacer era conservar la calma y esperar. Esperar a que fuera a buscarla.

Porque lo haría. Aunque el infierno se interpusiera en el camino, ¿acaso no lo habían dicho los dos? Tenía que convencerse de ello, o ni siquiera la luz de la minúscula linterna podría impedir que se echara a llorar.

Debían de ser más de las cuatro. Ignoraba cuánto tiempo habían pasado en la cama, había perdido la noción del tiempo. Bastien le había dicho que besaría cada parte de su cuerpo. Y había cumplido su promesa. Le había hecho el amor con exquisita ternura, con un ansia feroz, con una intensidad conmovedora que incluso ahora la hacía temblar de asombro. Y de deseo.

La luz era fuerte y brillante, pero la pila no duraría eternamente. Ignoraba si se filtraba alguna luz por las rendijas de la puerta, pero no quería arriesgarse. Porque, si la encontraban, tendrían un arma que usar contra Bastien, y no podía permitirlo.

Deslizó el pequeño cilindro por su mano y apretó el botón de la punta. La oscuridad, densa y agobiante, volvió a cerrarse sobre ella como un manto asfixiante. Respiró hondo. Cerró los ojos y se resistió a caer víctima de la oscuridad. Se quedó allí acurrucada, en silencio, sola, y esperó.

Casi pensó que podría dormirse, aunque le parecía imposible. De pronto se sobresaltó al oír pasos en la vieja escalera, y sintió un arrebato de loca esperanza.

Iba a decir su nombre y luego se mordió los labios sin emitir más que un suave suspiro. No era Bastien. Quienquiera que se estuviera moviendo por el sótano lo hacía con mucho sigilo: apenas oía el leve ruido de sus pisadas.

Pero, de haber sido Bastien, no habría oído nada en absoluto.

O sus ojos se habían acostumbrado a ella, o la oscuridad se había aligerado un poco. Podía ver sus manos delante de ella, atadas con cuerda y cinta aislante, pero no veía la linterna. Se movió con mucho cuidado para no hacer ningún ruido, y entonces sintió que algo rodaba sobre su tripa y un momento después la linterna golpeó el cemento con estruendo.

Contuvo el aliento y rezó, aterrorizada. Por favor, Dios, que no lo hubieran oído. Que fuera Bastien, que fuera cualquiera menos aquella loca que quería matarla por razones tan oscuras que ella apenas hubiera dado crédito de no ser porque el olor a sangre del hotel Denis la había acompañado todos esos meses.

No recibió aviso alguno. La puerta del armario se abrió de golpe, y alguien apareció allí, silueteado por la luz tenue que entraba por la puerta del sótano.

No era nadie que ella conociera: era una persona alta, extremadamente delgada y calva. Chloe no se movió; quizá Bastien hubiera conseguido refuerzos.

—Así que estás ahí, chérie —la voz de Monique salió de aquella figura cadavérica; sonaba espantosamente alegre—. Sabía que te encontraría tarde o temprano. Ven, sal a jugar —la agarró de las muñecas con fuerza y la sacó a rastras, dejándola caer a sus pies.

Se arrodilló a su lado y Chloe pudo verla más claramente. No estaba calva: llevaba la cabeza afeitada. Y Bastien tenía razón: le habían pegado un tiro en la cara. La parte izquierda de su mandíbula había desaparecido, y después de cuatro meses el proceso de cicatrización sólo acababa de empezar. Pero ni cuatro años bastarían.

—Bonito, ¿eh? —ronroneó.

—Eso no te lo hice yo —dijo Chloe con voz temblorosa.

—Claro que no. No tengo ni idea de quién fue, si el griego, o la gente de Bastien, o puede que incluso la mía. Pero no importa. Sólo estoy atando unos cabos sueltos. Y tú eres el último. No queda nadie más.

Una oleada de angustia, fría y repugnante, inundó la garganta de Chloe.

—¿Qué quieres decir?

—¿Tú qué crees? Bastien está muerto.

 

 

Capítulo 25

—¡No! —gritó Chloe, y le repugnó oír el miedo en su propia voz.

—Pues sí. ¿Es que creías que era una especie de superhéroe? Su sangre es roja, como la de todo el mundo. Reconozco que es más difícil matarlo a él que a la mayoría de los hombres, pero a fin de cuentas es mortal. O lo era.

—No te creo.

—Claro que me crees. Lo noto en tu voz. Creo que sabías desde el principio que era un caso perdido. Pero no esperaba encontrarlo aquí. ¿Por qué no intentó huir contigo? No habría llegado muy lejos, pero al menos habría sido mejor que esperar aquí, como un cervatillo arrinconado. Claro, que tal vez pensó que prefería morir a cargar contigo el resto de sus días.

Chloe logró reunir sus últimas fuerzas.

—No habría venido a salvarme si no me quisiera.

 

Monique se encogió de hombros. La luz del sol era cada vez más fuerte: debían de ser poco más de las seis. Dormía tan erráticamente que se había familiarizado con el aspecto que presentaba el cielo a lo largo de las noches interminables.

—Nuestro amigo mutuo quería morir, lo sé desde hace mucho tiempo. Yo sólo he sido el instrumento de su liberación.

No dijo que ya le hubiera liberado. Sin duda habría cambiado de tiempo verbal si Bastien estuviera, en efecto, muerto.

Claro, que el inglés no era su lengua materna, y Chloe no podía basar sus esperanzas en los matices gramaticales de una psicópata.

—Entonces, si ya has conseguido lo que querías, ¿qué haces aquí? Bastien está muerto... ¿qué más quieres?

—Chérie —dijo Monique con aire burlón—, ¿es que no me estás escuchando? No he venido para matar a Bastien, aunque hubiera disfrutado haciéndolo. Además, mis hombres lo encontraron primero mientras intentaba escapar. Te habría abandonado a mis tiernos cuidados, pero Dimitri fue más rápido que él. Si no le hubiéramos matado aquí, le habría encontrado en Europa, tarde o temprano. No, he venido por ti.

—¿Por qué?

Monique se encogió de hombros.

—Porque me molestas. Porque Bastien parecía dispuesto a arriesgarlo todo, incluida yo, por una ridícula idea del honor.

—¿El honor? ¿Crees que por eso me salvó? —Claro. ¿Por qué, si no?

—Porque me quiere.

 

Monique la golpeó tan fuerte que cayó hacia atrás sobre el áspero suelo del sótano. Empuñaba un arma con cuya culata le había golpeado en la boca. Notó el sabor de su propia sangre, pero ya no le importaba. Si Bastien había muerto, ya todo le daba igual, pero al menos quería que sus últimos minutos fueran dolorosos para Monique. Estaba dispuesta a pagar el precio.

—¿Celosa? —preguntó con dulzura—. Lamento que me prefiriera a mí, pero creo que estaba harto de mujeres mayores.

Monique le propinó una patada en las costillas, tan fuerte que le cortó la respiración. El dolor era espantoso, y Chloe pensó que le había roto las costillas. Pero, al cabo de un rato, ya no importaría.

—O puede que sólo estuviera cansado de ti —logró decir.

Monique se agachó a su lado, la agarró de la sudadera y la enderezó de un tirón. Le dolía mucho el costado, pero logró sostener la mirada furiosa de Monique con ojos pétreos, indiferentes, incluso cuando sintió el cañón de la pistola en la frente.

—¿Quieres ver lo que se siente cuando te vuelan parte de la cara, pequeña? Sé exactamente qué hacer, dónde dispararte para que no mueras enseguida. Te quedarás aquí, retorciéndote de dolor, rezando para que todo termine...

—Me da igual —dijo Chloe, y deseó poder fingir un bostezo convincente—. Si ya has matado a Bastien, ¿qué me importa lo demás?

—¡Cielos, estás enamorada de él! —exclamó Monique, asqueada—. Por supuesto que sí. ¡Qué patético! Admito que es muy bueno en la cama, uno de los mejores que he conocido, aunque tuviera cierta

aversión a ciertos juegos que a mí me gustan. Pero no es precisamente un héroe romántico. Murió suplicando por su vida. Igual que morirás tú.

—No cuentes con ello —no vio llegar el segundo golpe. Un destello de dolor que la cegó, de un blanco puro, y se preguntó si Monique le había disparado. Y entonces siguió la oscuridad, y no quedó nada más.

 

La tormenta primaveral había cesado al fin, dejando el paisaje cubierto por un manto blanco. Bastien tenía esperanzas de que la explosión de la casa de invitados hubiera acabado con más de uno, pero en la nieve a medias derretida sólo había un cuerpo carbonizado. Quizás hubiera otro dentro, pero no podía contar con ello. Ya había dado una vuelta para comprobar el sistema de alarma, y el segundo hombre estaba allí, electrocutado.

Al tercero le rompió el cuello detrás del garaje, pero no antes de que le apuñalara. El cuchillo había errado por muy poco algún órgano vital: se había apartado rápidamente antes de que su agresor pudiera girarse y levantarlo, desgarrando de ese modo órganos vitales. Reconoció su estilo antes incluso de darle la vuelta al cuerpo. Parecía que Fernand se había cansado de regentar aquel pequeño bar del Marais y había decidido hacer algunos trabajillos fuera. Era bueno, pero no tanto como él.

Aun así, había logrado pincharle. Estaba, además, bien informado: el cuchillo había entrado muy cerca de la reciente herida de bala. Estaba claro que confiaba en que su objetivo fuera más vulnerable, pero el tejido cicatricial había crecido lo suficiente como para amortiguar en parte el golpe.

Bastien retrocedió. Seguía sangrando abundantemente, y la sangre le empapaba los pantalones, pero se guardó el cuchillo de Fernand en el cinturón. Iba bien armado, pero en ese momento aún no sabía a qué se enfrentaba. Jensen le había dicho que Monique había entrado en el país con cinco hombres. ¿Habría reclutado a alguien más por el camino, o sólo quedaban dos vivos?

Le convenía dar por descontado que habría más. Bordeó el garaje mientras el cielo iba aclarándose y retazos de un naranja iridiscente se extendían por él. Luego se detuvo un momento. La nieve había empezado a derretirse al subir la temperatura. En medio de la muerte y el peligro, era todo muy hermoso, y oyó cantar un pájaro. ¿Qué clase de pájaros matutinos había en Norteamérica? Era una idea azarosa, y la descartó rápidamente. Nunca lo sabría. Pero aquello le proporcionaba cierta paz, saber que Chloe se despertaría entre aquellos colores radiantes, escuchando el canto de pájaros desconocidos.

Se dirigió hacia la casa. Monique habría apostado a sus esbirros alrededor del jardín, pero ella se habría ido derecha a la casa. Siempre había tenido un fuerte instinto: Bastien sólo podía confiar en que no la llevara directamente hasta Chloe. Sería difícil encontrar el armario a oscuras, y si se quedaba allí, callada y sin moverse, quizá tuviera una oportunidad.

Dejarle la linterna había sido una estupidez, pero no podía soportar la idea de encerrarla en la oscuridad. Sólo esperaba que aquel pequeño gesto no la matara.

Las oyó entonces, a lo lejos. No hacían esfuerzo alguno por no hacer ruido, y costaba trabajo desplazarse por la nieve. Esperaban, presumiblemente, hacerle salir. Se desvaneció en las sombras y esperó. Monique salió del sótano acompañada por un par de hombres. Uno de ellos llevaba al hombro el cuerpo inerme de Chloe.

Estaba inconsciente, pero no muerta. Si hubiera muerto, la habrían dejado allí. Bastien vio la sangre en su cara pálida y en su pelo, y tuvo que hacer un terrible esfuerzo por no moverse, por no hacer ningún ruido. No podía arriesgarse a disparar. Si fallaba, Chloe moriría. Tenía que esperar.

Monique abrió la puerta, y Bastien pudo verla por primera vez con claridad. A la luz del amanecer no distinguió gran cosa, pero sí lo suficiente como para saber que aquella figura esquelética era su antigua amante. La bala le había destrozado la cara: no era de extrañar que tuviera ganas de matar a alguien. Su lógica al elegir a Chloe era retorcida, pero certera. Si Chloe no hubiera estado allí, todo se habría resuelto en el cháteau, no aquella noche sangrienta en París. Monique se había dejado llevar por su rabia hacia Chloe y había bajado las defensas, y casi había muerto por ello.

Moriría por ello en cuanto la tuviera a tiro. Entre tanto, no podía hacer nada, salvo seguirles y observarles hasta que llegara el momento oportuno. Había puesto en peligro a Chloe demasiadas veces. Aquella sería la última.

La mañana primaveral era límpida y apacible, la nieve se derretía bajo sus pies y las hojas nuevas de los árboles susurraban agitadas por una leve brisa. Sólo tardó un momento en comprender adónde la llevaban: debería haber imaginado que el servicio de información de Monique era infalible.

La vieja mina cerrada.

Las posibilidades eran muy sencillas. O estaba muerta, y en su inspección preliminar habían encontrado el lugar perfecto para arrojar el cuerpo, o conocían sus miedos y la llevaban allí para torturarla.

Conociendo a Monique, esto era lo más probable. No le importaba quién encontrara el cuerpo de Chhloe: para entonces, ella ya se habría ido. Y tampoco estaba dispuesta a dejar a Chloe en una mina abandonada tras pegarle simplemente un tiro. Bastien dudaba de que estuviera dispuesta a dejarla de una pieza. Su rabia enloquecida exigía un castigo mayor, ya fuera antes o después de la muerte.

La pistola era suave y fría, y sus manos estaban heladas, como si la sangre se le hubiera helado en las venas. El sol caía de lleno sobre la nieve, pero el frío de su corazón permanecía intacto. «No pienses en ella», se dijo. «Concéntrate en el objetivo, y no dejes que los sentimientos interfieran». El único modo de salvar a Chloe era no angustiarse. Tenía que recubrirse de una película de hielo, de modo que no fuera más que una máquina.

Pero Chloe había derretido el hielo de sus entrañas. Su armadura se había desvanecido, y por primera vez en su vida tenía miedo de perder.

Se movía entre los árboles con sigilo. Incluso las hojas caídas enmudecían bajo sus pies. Una vez supo adónde se dirigían le fue fácil dar un rodeo y encontrar una buena posición antes de que llegaran. La entrada de la vieja mina estaba más allá de la primera colina, cubierta de maleza, cerrada con tablas, cadena y candado.

Pero ya no lo estaba. Al hacer su primera inspección del lugar, mientras los padres de Chloe estaban

todavía allí, la mina le había parecido impenetrable. Ahora era un agujero abierto y oscuro. Monique había hecho averiguaciones: sabía que aquello era lo que más podía aterrorizar a Chloe.

No se esforzaron por sofocar el ruido mientras se acercaban. Los dos hombres hablaban en alguna lengua centroeuropea, posiblemente serbio. Bastien sólo entendía algunas palabras sueltas, y deseó con toda su alma que Chloe estuviera allí, con él, despierta y alerta para poder traducirle lo que decían. Ella parecía entender todas las lenguas que había bajo el sol.

 

A la luz del día seguía costando reconocer a Monique. Se había afeitado la cabeza, aunque Bastien no sabía si por elección o porque había pasado por el quirófano. Tenía un lado de la cara destrozado: habían tenido que extraerle el pómulo al sacarle la bala, y no había habido tiempo para empezar la reconstrucción. Parecía un espantoso fantasma de sí misma: peligrosamente delgada y enloquecida.

Uno de los serbios tiró al suelo a Chloe, y a Bastien su gemido sofocado le sonó a música celestial. Estaba viva, empezaba a volver en sí, y lo único que él tenía que hacer era interponerse entre Monique y ella. Los serbios no eran inconveniente: podía liquidarlos en cuestión de segundos. Tenía muy buena puntería, y ninguno de los dos había sacado las armas. El segundo estaría muerto antes de que el primero cayera a suelo.

Chloe quedó tumbada de espaldas, gimiendo, y luchó por incorporarse. Bastien no hizo ningún ruido cuando Monique se acercó y le dio una patada con su pesada bota de cuero. Bastó con el grito sordo de Chloe. —Tú decides, pétite —dijo Monique—. Puedo meterte una bala entre ceja y ceja ahora mismo y volarte la tapa de los sesos. Eso sería lo más amable, y supongo que sabrás que nunca soy amable. Vlad y Dimitri se merecen alguna recompensa por haber venido hasta aquí, y los dos han expresado cierto interés en... probar tus encantos antes de que mueras. Vosotras las americanas sois tan sensibles a la violación... Puede que eso sea lo más divertido. Yo podría mirar, y no sabrías cuándo iba a dispararte. Los chicos tampoco, y eso lo haría más excitante.

—Zorra enferma —masculló Chloe. Tenía la boca ensangrentada: alguien, probablemente Monique, le había roto el labio de un golpe.

—O puedes reunirte con tu héroe. Puede que todavía no esté muerto. Tienes una oportunidad, una oportunidad muy pequeña, de sobrevivir, si estás dispuesta a arriesgarte.

—¿Crees que voy a fiarme de ti? —esta vez, cuando intentó sentarse, Monique no se lo impidió. Se limitó a esbozar la horrenda parodia de una sonrisa.

—Claro que no. Se trata simplemente de un juego de triles. Debajo de un cubilete hay una muerte rápida y compasiva. Debajo de otro, la violación y una muerte lenta. Y en el tercero está la posibilidad de reunirte con Bastien en su tumba de agua.

¿Su tumba acuosa? ¿A qué clase de juego mental estaba jugando Monique? Algo no andaba bien allí. ¿Por qué se concentraba Monique en ella cuando Bastien era su principal objetivo? ¿Por qué le había dicho que ya lo había matado?

—Dimitri tuvo la bondad de ocuparse de nuestro mutuo amigo, ¿no es cierto, Dimitri? Creo que debería ser el primero en vérselas contigo. A fin de cuentas, se lo ha ganado.

Interesante, pensó Bastien. Dimitri le había mentido a Monique, que creía que estaba muerto. Él la conocía lo bastante bien como para saber que no iba de farol. Así pues, ¿le había mentido Dimitri para ayudarlo a él, o para salvar el pellejo?

Aquel tipo no le resultaba familiar, y él conocía a casi todos los agentes. La cuestión era ¿podría confiar en su ayuda, o debía sencillamente cargárselo a él y a su compañero en la esperanza de llegar a Monique antes de que le hiciera algo más a Chloe? —Creo que prefiero la tumba de agua —dijo Chloe con voz ronca—. Así no te daré la satisfacción de matarme con tus propias manos.

—Sigo considerándolo un logro mío. Bastien está al fondo del pozo de la mina. Allí abajo hay agua, así que puede que te ahogues antes que morir te de hambre. O puede que te golpees la cabeza al caer. Eso, con suerte. Tengo entendido que no te gustan los espacios oscuros y cerrados, ¿no es cierto? Me parece que preferirías morir a cielo abierto, tumbada de espaldas y despatarrada.

Cielo santo, Bastien sabía lo que Chloe iba a hacer. Iba a zambullirse en el pozo de la mina, cualquier cosa con tal de escapar de Monique. Creía que él estaba allá abajo e iba a seguirle, aunque ello le costara la muerte.

No tenía elección, pensó Chloe. Bastien estaba muerto, tirado en el fondo de un viejo pozo, como un montón de basura. Apenas recordaba dónde llevaba aquella entrada en concreto, sólo sabía que era muy empinada y peligrosa. Pero eso carecía de importancia. No creería que Bastien había muerto hasta que lo viera con sus propios ojos, y si iba a morir quería que fuera con él. Era estúpido, romántico, ridículo. Él se reiría de ella si aún estaba vivo. «Vendré a ti a medianoche, aunque el infierno se interponga en el camino». Pero estaba amaneciendo, el día era cada vez más radiante, la nieve se iba fundiendo a su alrededor, y el pozo de la mina era un túnel sofocante y mortal.

Se movió tan deprisa que Monique apenas tuvo tiempo de sacar la pistola. Atravesó el claro a trompicones, lista para lanzarse de cabeza, cualquier cosa con tal de alejarse de aquella zorra demente y de sus esbirros. Entonces el estallido de un disparó hizo añicos el silencio, y oyó un grito que no era suyo.

No le importó. Había llegado a la barricada rota del pozo cuando una mano pesada la agarró del hombro y le hizo darse la vuelta. Se encontró cara a cara con uno de los matones. Dimitri, el que había matado a Bastien.

Algo dentro de ella saltó. Se abalanzó sobre él, pataleando, arañándole, mordiéndole mientras chillaba y golpeaba con los puños su cuerpo enorme y musculoso. Él le apartó las manos como quien espantaba una mosca, la rodeó con los brazos y la inmovilizó contra su cuerpo sudoroso.

Y entonces Chloe se dio cuenta de que en el claro reinaba el caos. Se oía un ruido ensordecedor, el estruendo espantosamente familiar de los disparos. El otro hombre yacía en el suelo con un orificio de bala en la frente, mirando ciegamente el luminoso cielo. Y de algún lugar que no veía llegaba el ruido de una pelea.

Se giró y alcanzó a ver a Bastien tumbado en el suelo, sangrando, y a Monique montada a horcajadas sobre él. Su cabeza pelada se movía hacia atrás mientras reía a carcajadas.

—Me alegro de que no estés muerto, chére — dijo—. Tenía tantas ganas de hacerte los honores... —la pistola que llevaba en la mano era enorme, suficiente para volarle la cabeza, y Chloe chilló sin poder evitarlo.

Monique se giró al oír su grito, un error minúsculo pero suficiente. Una ráfaga de balas la atravesó. Su cuerpo se sacudió espasmódicamente, pero logró apretar el gatillo.

La pistola estalló en la nieve y Monique se desplomó, temblando ligeramente. Luego quedó inmóvil, tendida sobre el cuerpo paralizado de Bastien.

Después, para horror de Chloe, comenzó a moverse, a incorporarse, y Chloe deseó gritar hasta que se dio cuenta de que era Bastien, que estaba apartando su cadáver empapado de sangre.

Dimitri la soltó, y ella, aterrorizada, lo agarró del brazo creyendo que iba a disparar a Bastien. Pero él se limitó a apartarla.

—¿Hemos acabado aquí, madame? —dijo, levantando la voz.

La mujer que salió tranquilamente de entre los árboles estaba tan elegante como siempre, el pelo rubio plateado bellamente peinado, el maquillaje perfecto. Llevaba un traje negro de diseño, y los hombres armados que la acompañaban vestían también de negro. Un color perfecto para ocultar la sangre.

Chloe intentó moverse, llegar junto a Bastien, pero madame Lambert se le adelantó y le tendió a Bastien su mano elegante. Él se levantó haciendo una leve mueca sin mirar siquiera a Chloe. —Supongo que Dimitri es de los suyos —preguntó con voz serena.

—De los nuestros —contestó ella—. Debería haber acudido a nosotros. El Comité podía protegerle. No hacía falta irse con tantas prisas. ¿No hemos trabajado bien juntos siempre? Incluso cuando no estaba seguro de que estuviéramos de su lado. En cuanto Jensen me lo contó reuní un equipo para seguirle. Casi llegamos demasiado tarde —dijo con severidad.

Bastien esbozó una sonrisa fantasmal.

—El Comité nunca llega tarde, madame Lambert. Y si Harry Thomason lo supiera, habría hecho matar a Chloe. Siempre ha querido librarse de ella —decía su nombre, pero no la miraba. Y no había nada que Chloe pudiera hacer, salvo quedarse allí, al sol de la mañana, rodeada por el olor de la sangre que envenenaba el hermoso claro.

—Harry Thomason ha aceptado la jubilación anticipada. Últimamente tomaba decisiones un tanto precipitadas, y se decidió que sólo trabajara en calidad de consejero.

—¿Puedo preguntarle quién ha tomado el relevo? —podría haber estado hablando del precio de las naranjas. Pero las naranjas eran granadas de mano, ¿no? Chloe sentía ganas de reír, pero temía parecer histérica y no quería llamar la atención. Sobre todo teniendo en cuenta que Bastien se esforzaba por ignorarla.

La sonrisa de madame Lambert era fría y elegante.

—¿Quién cree usted? Le necesitamos, Bastien.

El mundo le necesita. No sirve para otra cosa, y es usted excepcional en esto. No me cabe ninguna duda de que se habría deshecho de Monique aun sin nuestra ayuda.

—¿De veras? —su voz era inexpresiva, y Chloe iba a desmayarse. No quería hacerlo, pero el dolor del costado era tan fuerte que no sabía cuánto tiempo podría sostenerse en pie. Pero, si se caía, Bastien tendría que mirarla, y ella no podría soportarlo. Tenía que dejarlo marchar, puesto que eso era lo que él deseaba, y si tenía que mantenerse perfectamente quieta para que él pudiera ignorarla, sería capaz de aguantar así doce horas seguidas.

—Puedo prometerle una autonomía total, JeanMarc. Necesito su ayuda en este caso. ¿Tiene alguna razón para quedarse?

El siguió sin mirarla. Estaba sangrando, aunque no mucho. Seguramente ella estaba en peor estado, y seguía de pie, aunque quizá fuera porque Dimitri la sujetaba.

—Ninguna razón —dijo. Madame asintió con la cabeza.

—Entonces sugiero que salgamos de aquí. Dimitri puede limpiar este lío y reunirse con nosotros luego. Hay que curar esa herida.

—¿Van a matarla? —sólo parecía levemente interesado.

—Claro que no. Ya se lo he dicho, la época de Thomason ha acabado. No creo que hable de esto con nadie: pondría su vida en peligro, y sé cómo es usted con las mujeres. Lo único que tiene que hacer es sonreírles para que lo defiendan hasta la muerte.

—Monique era un ejemplo perfecto de eso — murmuró él.

 

 

—Si la señorita Underwood causa problemas, nos ocuparemos de ello en su momento. A menos que prefiera atar los cabos sueltos ahora mismo. Usted decide.

Él se giró y la miró al fin. Chloe se quedó perfectamente quieta. Estaba decidida a no traicionar su debilidad. Lo miró a la cara, a los ojos, y no vio nada. Sólo el vacío que creía desaparecido.

Bastien se encogió de hombros.

 

—No creo que cause ningún problema —dijo por fin—. Como usted ha dicho, siempre podemos ocuparnos de ese asunto más adelante, si llega el caso. Y no debemos subestimar mi poderoso efecto sobre las mujeres.

Madame Lambert asintió con la cabeza e ignoró su sarcasmo.

—Ése es el Jean-Marc que conozco. Temía haberle perdido para siempre. ¿Ha superado ya su crisis de madurez?

—Completamente. Sé quién soy y dónde está mi lugar.

La sonrisa satisfecha de madame Lambert dejaba adivinar lo bella que había sido en otro tiempo. Ni siquiera ella era inmune al efecto que Bastien surtía sobre las mujeres.

—Menos mal —dijo, poniendo una mano sobre su brazo mientras comenzaba a alejarse—. Juntos podemos convertir el Comité en lo que siempre debió ser. No sabe lo feliz que me hace. La diferencia que supondrá en nuestra guerra contra el terrorismo y la opresión.

Él se detuvo al borde del claro y se desasió de ella.

—Me temo que no —dijo con frialdad—. Jensen puede ocupar mi lugar. He perdido el instinto asesino.

—No, por lo que he observado —repuso madame Lambert, levantando las cejas—. El mundo le necesita, Jean-Marc.

—Que se joda el mundo —dijo él sucintamente. El silencio en el pequeño claro empapado de sangre era sofocante. Chloe no se atrevía a moverse, ni siquiera se atrevía a respirar.

—Puedes soltarla, Dimitri —dijo Bastien, al tiempo que se acercaba a ella a la luz radiante del sol. La nieve casi había desaparecido y amanecía un nuevo y luminoso día.

Dimitri la soltó y ella sintió que se le aflojaban las rodillas. Dejó escapar un gemido sofocado cuando Bastien la agarró. La enlazó con los brazos suavemente y le levantó la cara magullada hacia él. La luz había retornado a sus ojos, y sonrió: una lenta y dulce sonrisa que Chloe sólo había visto una vez antes.

—No pongas esa cara de susto, Chloe —dijo, tocando con el dedo su boca herida y besándola luego—. Te dije que no te mentía.

—Supongo que no considerará la posibilidad de tomarse una temporada de descanso, ¿verdad, JeanMarc? —preguntó madame con voz resignada.

—Estoy retirado —contestó él mientras miraba a Chloe a los ojos y todo lo demás se desvanecía—. Y me llamo Sebastian.

 

 

FIN