HIELO NEGRO
Capítulo 1
La gente siempre hablaba de la primavera en París, pensó Chloe Underwood mientras caminaba por la calle arrebujada en su chaquetón, pero no había nada como el invierno en la Ciudad de las Luces. A principios de diciembre las hojas se habían caído, el aire era fresco y vigorizante, y se habían ido suficientes turistas como para que la vida fuera soportable. En agosto siempre se preguntaba por qué demonios había decidido largarse e irse a vivir a cinco mil kilómetros de su familia. Pero entonces llegaba el invierno, y lo recordaba.
Hubiera sido más fácil de haber podido dejar la ciudad a los turistas que llegaban cada agosto, como hacían los franceses, pero todavía no había encontrado un empleo que incluyera lujos como vacaciones, atención sanitaria y un salario digno para vivir. Tenía suerte de haber encontrado trabajo. Tal y como estaban las cosas, su estancia en Francia era semilegal, y la mayor parte de los días llegaba a la conclusión de que era una suerte simplemente estar allí, aunque compartiera un piso diminuto y sin ascensor con otra exiliada que parecía tener muy poco sentido de la responsabilidad. Sylvia apenas recordaba que tenía que pagar su mitad del alquiler, nunca en toda su vida había barrido un suelo y consideraba cualquier mueble o superficie lisa lugar idóneo para dejar su asombrosamente nutrido vestuario. Por otro lado, gastaba la misma talla que Chloe, una treinta y ocho, y no le importaba compartir su ropa. También estaba empeñada en casarse con un francés rico, y persiguiendo esa meta se pasaba casi todas las noches fuera del agobiante pisito, de manera que Chloe tenía más espacio para respirar.
En realidad, era Sylvia quien le había encontrado el empleo como traductora de libros infantiles. Sylvia llevaba dos años trabajando en Les Fréres Lau rent, y se había acostado con todos los fréres, tres caballeros de mediana edad, lo cual le había asegurado el puesto y un salario decente como traductora de novelas de espionaje y thrillers para la pequeña editorial. Los libros infantiles eran menos lucrativos, y a Chloe se la pagaba conforme a ello, pero por lo menos no tenía que pedirle dinero a su familia ni tocar el fondo fiduciario que le habían dejado sus abuelos. De todos modos, sus padres no la animaban a hacerlo. Ese dinero estaba destinado a su educación, y un empleo de poca monta en París difícilmente podía considerarse una educación puntera.
De no haber estado maniatada por las exigencia del trabajo, quizá hubiera podido encontrar algo un poco más estimulante. Su francés era excelente, pero también hablaba con fluidez italiano, español y alemán, un poco de sueco y ruso, y algunos retazos de árabe y japonés. Le apasionaban las palabras, casi tanto como le apasionaba cocinar, pero parecía tener más talento fuera de la cocina. Al menos, eso fue lo que le dijeron cuando la despidieron del famoso Cordon Bleu a mitad de curso. Demasiada imaginación para una principiante, dijeron. Y poco respeto a la tradición.
Chloe nunca había sentido mucho respeto por las tradiciones, incluida la medicina, que en su familia era tradición. Había dejado a los cinco miembros de la familia Underwood en las montañas de Carolina del Norte. Sus padres eran internistas, sus dos hermanos mayores, cirujanos, y su hermana mayor anestesista. Y todavía no acababan de creerse que Chloe no se muriera de ganas por entrar en la facultad de medicina, ignorando el hecho de que no había nadie a quien le diera más asco la visión de la sangre que a la benjamina de los Underwood.
No, no iba a tocar aquel hermoso pellizquito de dinero hasta que diera su brazo a torcer e ingresara en la facultad de medicina. Y, antes de que eso ocurriera, podía helarse el infierno.
Entre tanto, Chloe podía hacer milagros con un poco de pasta y verduras frescas, y las caminatas que se daba impedían que los hidratos de carbono camparan por sus respetos, aunque parecían haberle tomado cierto cariño a su trasero. A sus veintitrés años no podía seguir teniendo la complexión de potrillo de una adolescente, y jamás tendría el aspecto de una francesa. Le faltaba el estilo que hasta Sylvia, su compañera de piso, que era inglesa, tenía en abundancia. Podía ponerse su ropa, pero jamás dominaría ese porte ligeramente arrogante y un tanto irónico que tanto deseaba. Además, tenía el trasero tirando a gordo.
Les Fréres Laurent estaba en la tercera planta de un viejo edificio cerca de Montmartre. Chloe fue la primera en llegar, como de costumbre, y preparó una cafetera como le gustaba a ella el café, muy fuerte. Con una taza entre las manos heladas, se quedó mirando la ajetreada calle de abajo. Los hermanos apagaban la calefacción de noche, y como era nueva en la empresa no se le permitía tocar el termostato, de modo que se había acostumbrado a guardar un jersey de más en el diminuto cubículo que le había tocado en suerte. No le apetecía trabajar: hacía un día precioso, con el cielo de un azul luminoso sobre los edificios viejos que les rodeaban, y no sabía por qué, pero las aventuras de Flora, la pequeña hurón, no la tiraban mucho. No había suficiente sexo y violencia, pensó melancólicamente. Sólo lecciones morales en forma de farragosos sermones pronunciados por un roedor esmirriado provisto de un tutú rosa y del engreimiento y los valores propios de un republicano estadounidense. Deseaba que, sólo por una vez, Flora se quitara el tutú y se abalanzara sobre la desvergonzada comadreja que le había echado el ojo. Pero Flora jamás caería tan bajo.
Chloe bebió un sorbo de café. Fuerte como la fe, dulce como el amor, negro como el pecado. No sería una verdadera parisina hasta que empezara a fumar, pero ni siquiera para fastidiar a sus padres podía llegar tan lejos. Además, cuanto más lejos estaban sus padres, menos molestos resultaban.
Faltaba una hora para que llegara alguien a la oficina, y se dijo que nadie se enteraría, ni le importaría, que perdiera unos minutos preciosos antes de volver con la tediosa Flora. No era de extrañar que le irritara tanto aquel personaje. Lo que necesitaba era un poco más de sexo y violencia en su propia vida.
«Ten cuidado con lo que deseas», murmuró una vocecilla en su cabeza, pero Chloe se la sacudió mientras apuraba el café. El sexo brillaba por su ausencia desde hacía diez meses, y su última aventura había sido tan mediocre que la había dejado sin ganas de buscarse otra. No era que Claude fuera mal amante. Se envanecía de sus habilidades, y esperaba que aquella americana tan torpe se mostrara convenientemente deslumbrada. Y no había sido así.
Probablemente podía pasar sin violencia, que por lo general iba acompañada de sangre, cosa que tendía a hacerla vomitar. De todas formas, no había visto mucha violencia a lo largo de su vida. Su familia la había mantenido a buen recaudo, y ella tenía un sano respeto por su integridad física. No se adentraba de noche en barrios peligrosos de la ciudad, cerraba puertas y ventanas y miraba a un lado y a otro, rezando con diligencia una oración antes de atreverse a cruzar por entre el homicida tráfico parisino.
No, podía esperar con anhelo otro apacible invierno en el frío apartamento, comiendo pasta, traduciendo Flora la huroncita valiente y Bruce la mandarina, aunque seguía sin caberle en la cabeza que una mandarina tuviera vida propia. Quizá porque sabía que le esperaban los cítricos remoloneaba tanto con Flora.
Encontraría otro amante, tarde o temprano. Quizá Sylvia diera por fin con un filón y se mudara y ella encontrara a un francés amable, simpático y flacucho, con gafas de montura metálica y aficionado a la cocina experimental.
Entre tanto la aguardaba la valerosa huroncita, y la desalentadora tarea de encontrar el equivalente francés de «valerosa».
Oyó a Sylvia antes de que entrara: el taconeo de sus lujosos zapatos en los dos tramos de escalera y las maldiciones que mascullaba su boca perfectamente pintada eran inconfundibles. La única pregunta era ¿qué hacía Sylvia en la oficina tres horas antes de la hora en la que habitualmente solía arrastrarse hasta allí?
La puerta se abrió de golpe con estruendo y apareció Sylvia, jadeante, sin un pelo fuera de su sitio ni una gota de maquillaje corrido.
—¡Ahí estás! —gritó.
—Sí —dijo Chloe—. ¿Quieres un café?
—¡No tenemos tiempo para café, maldita sea! Chloe, tesoro, tienes que ayudarme. Es cuestión de vida o muerte.
Chloe parpadeó. Por suerte estaba acostumbrada a las exageraciones de Sylvia.
—¿Qué pasa ahora?
Sylvia se paró en seco, ofendida de pronto. —Hablo en serio, Chloe. Si no me ayudas a salir de ésta..., no sé qué voy a hacer.
Había arrastrado una enorme maleta escalera arriba; con razón había armado tanto ruido. —¿Dónde quieres ir y qué quieres que haga para taparte? —preguntó Chloe, resignada.
La enorme maleta que a la mayoría de la gente le serviría para un viaje de dos semanas, mantendría a Sylvia decentemente vestida tres o cuatro días. Tres o cuatro días con el piso para ella sola y nadie a quien andar recogiéndole las cosas. Podía abrir las ventanas y dejar que corriera el aire sin que nadie se quejara del frío. Estaba dispuesta a echarle una mano.
—No voy a ninguna parte. Te vas tú. Chloe parpadeó de nuevo.
—¿Y la maleta?
—Es para ti. Tu ropa es horrible, y lo sabes. He metido todo lo que me parece que te sienta bien. Excepto mi abrigo de piel, pero no esperarás que me quede sin él —añadió, adoptando momentáneamente una actitud práctica.
—No espero que te quedes sin nada. Y no puedo irme a ninguna parte. ¿Qué dirían los Laurent? —Déjamelos a mí. Te buscaré una tapadera —dijo Sylvia mientras la miraba de arriba abajo—. Por lo menos vas decentemente vestida, aunque yo que tú prescindiría de la bufanda. Encajarás bastante bien. Un intenso presentimiento se apoderó de Chloe. —¿Encajar dónde? Respira hondo y dime qué quieres, y veré si puedo ayudarte.
—Tienes que hacerlo —dijo Sylvia lisa y llanamente—. Ya te he dicho que es...
—Cuestión de vida o muerte —añadió Chloe—. ¿Qué quieres que haga?
La ansiedad de Sylvia se disipó en parte.
—Nada del otro mundo. Pasar un par de días en una finca preciosa en el campo, traduciendo para un grupo de importadores, ganando montones de dinero y dejando que te sirva un batallón de criados. Comida maravillosa y entorno de fábula. La única pega es que tendrás que vértelas con empresarios de lo más aburrido. Tendrás que vestirte para cenar, ganarás toneladas de dinero y podrás coquetear con quien se te antoje. Deberías darme las gracias por ofrecerte una oportunidad de oro.
Típico de Sylvia darle la vuelta a la tortilla a su conveniencia.
—¿Y se puede saber por qué exactamente vas a ofrecerme esa oportunidad de oro?
—Porque le prometí a Henry que pasaría el fin de semana con él en el Raphael.
—¿Henry?
—Henry Blythe Merriman, uno de los herederos de Merriman Extract. Es rico, es guapo, es encantador, es bueno en la cama y me adora.
—¿Cuántos años tiene?
—Sesenta y siete —dijo Sylvia con total descaro. —¿Y está casado?
—¡Claro que no! Yo tengo mis principios. —Siempre y cuando sean ricos, solteros y respiren —dijo Chloe—. ¿Y cuándo tengo que irme? —Un coche viene para acá a recogerte. La verdad es que creen que me van a recoger a mí, pero les he llamado, les he explicado la situación y les he dicho que ibas a ocupar mi lugar. Sólo necesitan una traductora de francés a inglés y viceversa. Para ti, pan comido. —Pero Sylvia...
—¡Por favor, Chloe! ¡Te lo suplico! Si les dejo en la estacada, no volverán a darme trabajo, y todavía no puedo contar con Henry. Necesito esos trabajillos de fin de semana para completar mis ingresos. Ya sabes lo mal que pagan los Fréres.
—Como el doble de lo que me pagan a mí. —Entonces necesitas el dinero incluso más que yo —dijo Sylvia sin inmutarse—. Vamos, Chloe, decídete. Sé alocada y salvaje para variar. A ti lo que te hace falta es pasar unos días en el campo. —¿Alocada y salvaje con un hatajo de empresarios? No sé por qué, pero no lo veo posible.
—Piensa en la comida.
—Zorra —dijo Chloe alegremente.
—Y seguramente también habrá gimnasio. Muchas de esas casonas antiguas se han convertido en centros de congresos. No tienes que preocuparte por tu trasero.
—Dos veces zorra —repuso Chloe, y se arrepintió de haberse quejado alguna vez de sus curvas delante de ella.
—Vamos, Chloe —dijo Sylvia en tono persuasivo—. Quieres ir y lo sabes. Te lo pasarás en grande. No será tan aburrido como crees, y puede que cuando vuelvas celebremos mi compromiso.
Chloe lo dudaba.
—¿Cuándo se supone que me voy?
Sylvia dejó escapar un pequeño graznido de júbilo. Y no porque creyera seriamente que no iba a salirse con la suya.
—Eso es lo mejor. Seguramente la limusina ya estará abajo. Tienes que hablar con el señor Hakim. Él te dirá qué hacer.
—¿Hakim? El árabe lo hablo de pena.
—Ya te he dicho que sólo tienes que hablar inglés y francés. En esos grupos de importadores hay gente de distintas nacionalidades, pero todos hablan o inglés o francés. Pan comido, Chloe. En más de un sentido.
—Tres veces zorra —dijo Chloe—. ¿Tengo tiempo para...?
—No. Son las ocho y treinta y tres y la limusina llegaba a las ocho y media. Esa gente suele ser muy puntual. Ponte un poco de maquillaje y bajamos. —Ya voy maquillada.
Sylvia dejó escapar un suspiro exasperado.
—No es suficiente. Ven conmigo. Voy a arreglarte —la agarró de la mano y comenzó a tirar de ella hacia el cuarto de baño.
—No necesito arreglarme —protestó Chloe, soltándose de un tirón.
—Pagan setecientos euros por día, y lo único que tienes que hacer es hablar.
Chloe volvió a darle la mano.
—Arréglame —dijo, resignada, y la siguió al atestado cuartito de baño del fondo del pasillo. Bastien Toussaint, también conocido como Sebastian Toussaint, Jean-Marc Marceau, Jeffrey Pillbeam, Carlos Santería, Vladimir el Carnicero, Wilhem el Menor y media docena larga de otros nombres e identidades, encendió un cigarrillo e inhaló el humo con tibio placer. En sus tres últimos trabajos no fumaba, y se había adaptado con su habitual templanza. No solía permitir que sus debilidades le causaran molestias: era relativamente impermeable a las adicciones, al dolor, a la tortura y a la ternura. Podía, de cuando en cuando, mostrarse compasivo si la situación lo requería. Si no, administraba justicia sin pestañear. Hacía lo que tenía que hacer.
Pero, necesitara el cigarrillo o no, lo disfrutaba, del mismo modo que disfrutaría del buen vino de la cena y de los whiskys de malta solos que, se suponía, debían bajarle la guardia y soltarle la lengua. Y así sería: vertería información suficiente para satisfacer a los demás y adelantar sus planes. Podía hacer lo mismo con el vodka, pero prefería el whisky escocés, y lo saborearía, igual que el tabaco, y pasaría sin él cuando hubiera concluido su trabajo.
Aquella misión duraba ya más que la mayoría. Llevaban más de dos años preparando su tapadera y cuando once meses atrás se había metido por fin en el papel, estaba más que dispuesto. Era un hombre paciente, y sabía cuánto costaba poner las cosas en marcha. Pero la recompensa estaba cerca, casi al alcance de la mano, y esa certeza le producía una fría satisfacción, a pesar de que iba a echar de menos a Bastien Toussaint. Se había acostumbrado a él: a su leve encanto galo, a su ingeniosa crueldad, a su gusto por las mujeres. Hacía algún tiempo que no tenía tantas experiencias sexuales como encarnando el papel de Bastien. El sexo, otro lujo del que podía prescindir, otro placer que saborear si se cruzaba en su camino. Se suponía que tenía una esposa en Marsella, pero eso poco importaba. La mayoría de los hombres a los que iba a conocer tenían esposa e hijos, agradables familias nucleares en su país de origen. Hijos y esposas que vivían felizmente de los beneficios de sus ocupaciones.
Importación. De frutas de Oriente Medio. De cerveza australiana. De armas allí donde mejor se pagara.
Por lo menos esta vez no eran drogas. Nunca se sentía a gusto con el tráfico de heroína. Una estúpida muestra de sentimentalismo por su parte: la gente decidía consumir drogas; no decidía, en cambio, que le pegaran un tiro con las armas con las que él traficaba. Debía de ser una regresión a su antigua vida, tan lejana que ya apenas la recordaba.
Era un día de invierno áspero y frío. Había en el aire un olor distante a manzanas, y el sonido apacible del rastrillo con que el jardinero recogías las hojas delante de la extensa casona. La mayoría de los miembros del servicio llevaban armas bajo la ropa holgada. Semiautomáticas, Uzis quizá. Posiblemente se las había proporcionado él.
Maldita la gracia que le haría que le mataran con una de ellas.
Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó. Alguien quitaría la colilla, con la misma calma con que le quitaría a él de en medio si se lo ordenaban. Y lo más extraño de todo era que no le importaba en realidad.
La puerta se abrió tras él, y Gilles Hakim salió al sol.
—Bastien, vamos a tomar un café en la biblioteca. ¿Por qué no te reúnes con nosotros? Sólo estamos esperando a que llegue la traductora.
Bastien le dio la espalda al bello día de diciembre y siguió a Hakim al interior de la casa.
Capítulo 2
Chloe tuvo tiempo de sobra para pensar en lo imprudente que había sido. El chofer uniformado mantenía subida la mampara de cristal que los separaba, era demasiado temprano para calmarse los nervios con una copa, y Sylvia le había metido tantas prisas que había olvidado llevarse un libro. Lo único que tenía eran sus pensamientos para hacerla compañía en aquel trayecto aparentemente interminable.
Había alzado la mano en un gesto automático para recogerse detrás de la oreja un mechón del pelo largo castaño cuando recordó que, en apenas tres minutos, Sylvia había obrado un auténtico milagro utilizando un poco de maquillaje y un cepillo. Quizá no dispusiera de un libro, pero tenía los polvos compactos de Sylvia en el bolso de Hermés de Sylvia, y quería echarse un vistazo más para ver a la desconocida que la miraba desde los mismos ojos marrones y serenos que había tenido siempre, aunque ahora estuvieran delineados y pintados y parecieran preciosos en su cara pálida. El pelo largo y liso ya no le colgaba alrededor de la cara; Sylvia se lo había cardado y ahuecado de modo que, en menos de un minuto, había pasado de ser un velo lacio a convertirse en una melena alborotada. Su boca descolorida era ahora carnosa, roja y brillante, y la bufanda prestada que adornaba sus hombros estaba anudada con todo cuidado.
La pregunta era: ¿cuánto tiempo sería capaz de mantener aquella farsa? Sylvia podía arreglarse así en tres minutos; había tardado menos de cinco en trasformar a Chloe de vulgar abadejo marrón en pavo real. Chloe había intentado en numerosas ocasiones lograr ese mismo resultado y siempre había fracasado.
—Menos es más —le había dicho Sylvia en tono aleccionador, pero más nunca era suficiente.
De todas formas, se estaba agobiando sin razón. Querían una intérprete, no una modelo de pasarela, y si de algo sabía Chloe era de lenguas. Podía hacer su trabajo y pasar el resto del tiempo fingiendo que estaba acostumbrada a vivir en un cháteau en vez de en un apartamento minúsculo que siempre olía a col. Y comería cuanto se le antojara.
Tres o cuatro noches en un cháteau y luego volvería, y Sylvia le debería un gran favor. Quizás aquello no fuera el sexo y la violencia que ansiaba en broma, pero al menos sería un cambio. Y ¿quién sabía?, quizá uno de aquellos aburridos empresarios tuviera un ayudante guapo al que le interesaran las chicas estadounidenses. Todo era posible.
En Cháteau Mirabel había más medidas de seguridad que en Fort Knox, pensó cuando, media hora después, iniciaron su viaje a través de una serie de verjas, garitas de vigilancia, guardias armados y perros con correa. Cuanto más se adentraban en la finca, más nerviosa se ponía. Entrar era ya difícil. Salir parecía imposible, a menos que estuvieran dispuestos a dejarla salir.
¿Y por qué no iban a estar dispuestos? Se estaba comportando como una tonta, pero cuando la limusina paró por fin delante de la ancha escalinata de la casa, había logrado dominar tanto su curiosidad como su imaginación y salió de la parte de atrás del coche remedando en lo posible la lánguida elegancia de Sylvia.
El hombre que la esperaba era alto y mayor, y vestía mejor que el francés medio, lo cual significaba que iba sumamente bien vestido. Saltaba a la vista que procedía de Oriente Medio, y Chloe le lanzó su sonrisa más deslumbrante.
—¿Monsieur Hakim?
Él asintió con la cabeza al tiempo que le estrechaba la mano.
—Y usted es la señorita Underwood, la sustituta de la señorita Whickham. Acabo de enterarme de que venía. De haberlo sabido, podría haberle ahorrado un viaje.
—¿Ahorrarme un viaje? ¿No me necesitan? — dos horas o más de viaje de vuelta a la ciudad no era lo que más le apetecía, y menos ganas aún tenía de decirle adiós al dinero que Sylvia le había prometido.
—Somos menos de los que esperábamos, y creo que podríamos arreglárnoslas bastante bien para entendernos los unos a los otros sin ayuda —dijo con voz suave y bien modulada. Estaban hablando en inglés, y Chloe se apresuró a cambiar al francés.
—Si lo desea, monsieur..., aunque estoy segura de que podría serles útil. No tengo nada previsto para los próximos días, y me encantaría quedarme.
—Si no tiene nada previsto, podrá regresar a París y disfrutar de unas agradables vacaciones —sugirió él en la misma lengua.
—Me temo que mi apartamento no es el mejor sitio para pasar unas vacaciones, monsieur Hakim —no sabía a ciencia cierta por qué intentaba persuadirlo para que le permitiera quedarse. Al principio no había querido ir; sólo la habían convencido las súplicas de Sylvia. Y la perspectiva de ganar setecientos euros al día. Pero, ahora que estaba allí, no quería irse. Aunque fuera lo más prudente.
El señor Hakim titubeó; era evidente que no estaba acostumbrado a tratar con mujeres respondonas. Luego asintió con la cabeza.
—Supongo que podrá sernos de utilidad —dijo—. Sería una pena que hubiera hecho un viaje tan largo para nada.
—Ha sido un viaje muy largo, sí —repuso Chloe—. Creo que el conductor se perdió. Pasamos varias veces por el mismo sitio. La próxima vez debería llevar un mapa.
La sonrisa de Hakim era ligera.
—Me ocuparé de ello, mademoiselle Underwood. Entre tanto, haremos que los sirvientes se encarguen de su maleta mientras viene usted a conocer a los invitados a los que va a traducir. No creo que sea una tarea muy penosa, y cuando no tengamos reuniones dispondrá de una hermosa habitación de la que disfrutar. Y la presencia de una joven tan encantadora sólo puede hacer que nuestro trabajo vaya como la seda, claro está.
Por alguna razón, la acostumbrada cortesía francesa tenía en Hakim un sesgo algo torcido, y de pronto Chloe tuvo ganas de lavarse las manos. Le dedicó la sonrisa maternal que reservaba para los hermanos Laurent más lujuriosos, y murmuró:
—Es usted muy amable —mientras lo seguía por la escalinata de mármol.
Buen número de viejos cháteaus habían sido convertidos en hoteles de lujo y centros de congresos. Los más destartalados, en cambio, se habían trasformado en hostales de cama y desayuno. Aquél era más elegante que ninguno que Chloe hubiera visto y, para cuando Hakim la hizo entrar en un extenso salón, estaba cada vez más inquieta.
Al menos no era la única mujer. Había ocho personas reunidas en la habitación, tomando café. Las recorrió con los ojos rápidamente. Las dos mujeres no tenían nada en común, excepto su buena presencia: madame Lambert era alta, de cierta edad, vestida con un traje que, gracias a Sylvia, Chloe reconoció como de Lagerfeld. La otra era algo más joven, de poco más de treinta años, un poco demasiado bella, un poco demasiado vivaz. Las presentaciones fueron a pedir de boca: estaba el señor Otomi, un japonés entrado en años y de aspecto digno que, por suerte, hablaba un inglés excelente, y su ayudante, Tanaka—san, un tipo con ojos de acero; el signor Ricetti, un hombre vanidoso de mediana edad cuyo apuesto ayudante era sin duda también su amante; y el barón von Rutter. Todos, tal y como era de esperar, nadie de particular interés salvo...
Salvo él. Chloe se apresuró a bajar los ojos, asombrada por su inesperada reacción. No le gustaban los hombres con traje, ni aunque el traje fuera de Armani. No le gustaban los empresarios..., la mayoría de ellos carecían por completo de sentido del humor y sólo pensaban en conseguir dinero. Había muchísimas cosas en Francia que Chloe adoraba, pero la obsesión por las finanzas no era una de ellas. Lástima que aquel tipo fuera uno de ellos, pensó rápidamente. Era injusto que se sintiera atraída al instante por un hombre imposible.
Madame Lambert, el signor Ricetti, el barón y la baronesa von Rutter, Otomi y Toussaint.
Bastien Toussaint. Al menos pareció mostrar un total desinterés por ella cuando les presentaron y, tras inclinar la cabeza, la desterró a todas luces de sus pensamientos. No había ningún motivo en particular para que ella reaccionara así: Toussaint no era el hombre más guapo que había visto. Era un poco más alto que la mayoría, delgado y fibroso, y tenía la cara estrecha y dura y la nariz fuerte. Sus ojos eran oscuros, casi opacos, y Chloe dudaba de que hubieran reparado siquiera en ella. Tenía el pelo largo, negro y espeso, una anomalía, quizás incluso un inesperado indicio de vanidad. A ella no le gustaban los hombres vanidosos, ¿verdad?
Sí, sí le gustaban, si el hombre en concreto era Bastien Toussaint. Apartó la mirada mientras sus orejas sintonizaban un torrente de italiano procedente del signor Ricetti.
—¿Qué hace ésa aquí? —preguntaba, furioso—. Se suponía que iba a ser esa imbécil inglesa. ¿Cómo sabemos que podemos confiar en ésta? Puede que no sea tan discreta como la otra. Líbrese de ella, Hakim.
—Signor Ricetti, es poco amable hablar italiano delante de una persona que no entiende el idioma dijo Hakim en inglés, en tono de reproche. Miró a Chloe—. Porque no habla usted italiano, ¿verdad, mademoiselle Underwood?
Chloe no supo por qué mintió. Hakim la estaba poniendo nerviosa, y la evidente hostilidad de Ricetti no mejoraba las cosas.
—Sólo francés e inglés —dijo alegremente. Ricetti no se calmó.
—Sigo pensando que es demasiado peligroso, y estoy seguro de que los otros me darán la razón. Madame Lambert, monsieur Toussaint, ¿no creen que deberíamos despedir a esta joven? —seguía hablando en italiano, y Chloe mantenía un semblante inexpresivo.
—No sea idiota, Ricetti —cosa rara, madame Lambert hablaba italiano con acento británico. Al igual que Sylvia, había conseguido asimilar la inefable elegancia de las francesas, algo que de momento a Chloe se le escapaba.
—Yo creo que debería quedarse —dijo Bastien Toussaint con voz indolente—. Es demasiado bonita para despedirla. ¿Qué daño puede hacer? Seguramente no tiene cerebro. Es incapaz de leer entre líneas —su italiano era perfecto, sólo levemente tintado por el acento francés y por algo que Chloe no lograba definir, y su voz era profunda, lenta y sensual. Aquello iba de mal en peor.
—Sigo diciendo que es un fastidio —dijo Ricetti, dejando su taza de café. Chloe notó que le temblaban un poco las manos. ¿Demasiado café, quizá? ¿O había algo más?
—Bueno, no hace falta que lo diga otra vez — dijo el barón. Era gordo, de pelo blanco, con aspecto de abuelo, y los extraños presentimientos de Chloe disminuyeron.
— Bienvenida a Cháteau Mirabel, mademoiselle Underwood —dijo en francés—. Nos alegra mucho que haya podido venir en el último momento.
Chloe tardó una milésima de segundo en recordar que se suponía que debía entender lo último que había dicho el barón.
—Merci, monsieur —contestó mientras intentaba concentrar toda su atención en el amable caballero y procuraba ignorar al hombre que permanecía de pie más allá de su hombro derecho—. Haré todo lo que esté en mi mano.
—Lo hará usted muy bien —dijo Hakim con un leve filo en la voz. Ricetti se sonrojó y guardó silencio—. Por esta tarde hemos acabado, y supongo que querrá instalarse. El cóctel se sirve a las siete, la cena a las nueve. Confío en que se una a nosotros. Intentamos no hablar de negocios después de las horas de trabajo, pero todos tenemos descuidos a veces, y será de gran ayuda que estuviera usted disponible.
—¿Cómo de disponible? —preguntó Bastien, esta vez en alemán—. Puede que yo necesite alguna distracción.
—¡Sácate el cerebro de los pantalones, Bastien! —le reconvino madame Lambert—. No queremos que tus devaneos compliquen las cosas. Los hombres tienen la desafortunada costumbre de confesar toda clase de cosas cuando están entre las piernas de una mujer.
Chloe parpadeó, intentando no mostrar reacción alguna cuando Bastien se colocó en su línea de visión. Su sonrisa era lenta, secreta y extrañamente sexy.
—Mi mujer dice que folio en perfecto silencio — dijo.
—Será mejor que no lo comprobemos —dijo Hakim—. En cuanto acabemos aquí podrás seguirla hasta París y follártela a gusto. Mientras tanto, tenemos cosas que hacer —volvió al inglés—. Lamento toda esta cháchara, mademoiselle. Como habrá adivinado, sólo la mitad de nosotros entiende el mismo idioma y, a veces, resulta muy confuso. De ahora en adelante sólo hablaremos en inglés y francés. ¿Entendido?
Bastien la miraba desde detrás de sus párpados entornados.
—Claro como el agua —dijo en inglés—. Siempre puedo esperar.
—¿Esperar, monsieur? —preguntó ella con aire inocente.
Un error. Bastien fijó en ella toda la fuerza de su mirada, y el efecto resultó sorprendente. Sus ojos eran muy negros, y Chloe se preguntó si alguna vez se reflejaba algo en su opaca superficie. Esperaba no hallarse en situación de averiguarlo. Confiaba en que no le faltara del todo el sentido común. Aquel hombre era sin duda guapísimo. Y también estaba sin duda fuera de su alcance.
—Esperar una cena tardía, mademoiselle —respondió él con suavidad. Antes de que ella se diera cuenta de lo que pretendía, la tomó de la mano y se la llevó a los labios. No era la primera vez que a Chloe le besaban la mano, cosa no del todo inaudita en la Europa moderna. Pero siempre se la habían besado hombres mayores y corteses detrás de cuyos coqueteos no había intención alguna. La boca que Bastien Toussaint posó sobre el envés de su mano no era ni cortés ni insignificante, pero dejó caer su mano antes de que Chloe pudiera apartarla.
—Estoy seguro de que tiene hambre, mademoiselle —dijo Hakim—. Marie la acompañará a su habitación y se encargará de que le suban una bandeja. Si le interesa recorrer la finca, sólo tiene que pedirlo y uno de los jardineros la llevará a dar una vuelta. Ahora mismo hace un poco de frío para nadar, aunque la piscina está climatizada, y los americanos son una raza muy dura.
—No recuerdo si he traído bañador —dijo ella, y se preguntó qué demonios habría metido Sylvia en la maleta.
—Siempre puede bañarse sin él, mademoiselle Chloe —dijo Bastien en tono sedoso.
Aquél debía ser su primer indicio de que Toussaint estaba interesado en ella, aunque no lograba comprender por qué, puesto que apenas se había inmutado cuando les habían presentado. Quizá hubiera decidido que, entre lo que había allí, era la mejor opción.
Pero Chloe no iba a permitir que la turbara. —Hace demasiado frío para eso —contestó con desenfado—. Creo que, si quiero hacer algo de ejercicio, iré a dar un paseo.
—Debe tener cuidado, mademoiselle Chloe — dijo Ricetti en un francés con fuerte acento extranjero—. Estamos en temporada de caza, y no sabe uno de dónde le va a venir una bala perdida. Eso por no hablar de los perros guardianes que por las noches merodean sueltos por ahí y que no tienen piedad. Si quiere salir a dar un paseo, asegúrese de ir acompañada. No querrá tropezar accidentalmente con algún... peligro.
¿Era una advertencia, una amenaza o un poco de ambas cosas? ¿Y qué demonios estaba pasando allí? ¿En qué se había metido Sylvia?
Sexo y violencia, se recordó. El solo hecho de mirar a Bastien llenaba su cuota de sexo, y la violencia no le hacía en realidad mucho tilín. Aun así, el fin de semana sería al menos entretenido, y sería una estupidez pensar que corría peligro. A fin de cuentas, estaba en la Francia moderna, rodeada por empresarios formales, comunes y corrientes. Había leído demasiadas novelas de suspense de las que traducía Sylvia.
—Tendré mucho cuidado de no meterme donde no me llaman —contestó.
—Desde luego que sí —dijo Hakim con su voz distante.
Tenía un aire peculiar, levemente siniestro, aunque quizá fuera su fastidiosa imaginación, que a veces se desbocaba. Era al mismo tiempo autoritario y un poco servil, y Chloe no alcanzaba a entender cuál era su posición entre aquellos socios de negocios. No era de extrañar que tuviera la sensación de que allí pasaba algo raro, con aquella gente que mascullaba comentarios crípticos en idiomas que se suponía que ella no entendía, pero en resumidas cuentas no eran más que un grupo de personas encerradas en el campo sin ningún tipo de entretenimiento.
—La veremos a las siete.
Una mujer de semblante serio, ataviada con un uniforme negro y almidonado, había hecho acto de aparición. Se parecía más a la señora Danvers, el ama de llaves de Rebeca, que a Mary Poppins.
—Si hace el favor de acompañarme, mademoiselle —dijo en un francés que era a todas luces una lengua extranjera para ella, aunque Chloe no acertaba a adivinar cuál era su idioma materno.
Sabía que Bastien la estaba observando, y tuvo que reunir toda su fuerza de voluntad para no mirarlo. Supuestamente ignoraba que monsieur Toussaint fuera un mujeriego dispuesto a acostarse con la primera recién llegada que entrara en la casa. Además, estaba casado, y ése era un criterio que compartía con su desvergonzada compañera de piso. Quizá, en su búsqueda de un marido rico, Sylvia sólo se acostara con solteros, pero Chloe buscaba otra cosa. Qué, no estaba segura. Sólo sabía que Bastien Toussaint no podía proporcionárselo.
—A las siete —dijo, y se preguntó para sus adentros en qué estado estarían si se pasaban dos horas bebiendo antes de la cena. Pero eso no era problema suyo. Nada de lo que sucediera allí lo era, ni siquiera las insinuaciones desganadas de Bastien. Toussaint no la deseaba en realidad; ella no era su tipo. A él le gustaban las modelos larguiruchas y piernilargas, las mujeres con estilo y actitud de vete—al—diablo. Chloe llevaba años puliendo su actitud de vete—al—diablo, pero ésta distaba mucho de ser un producto acabado.
Iba a perderse en un laberinto de habitaciones, pensó mientras cruzaba el vestíbulo detrás de la tiesa figura de Marie. Su cuarto estaba al foral de un pasillo largísimo, y en cuanto entró en ella sus recelos se volatilizaron. Era una habitación digna de un museo: una hermosa cama con cortinaje de seda verde, suelos de mármol, un opulento sofá y el cuarto de baño más grande que había visto desde que dejara los Estados Unidos. No veía ningún televisor, lo cual no debía sorprenderla, pero sin duda encontraría algo que leer en
un lugar como aquél. Había varios periódicos muy conocidos en la mesa del vestíbulo; siempre podía birlar uno y hacer los crucigramas. Los crucigramas eran problemas lingüísticos que le encantaban desde siempre, y seguramente con un par de ellos podría entretenerse algunos días. Sólo tenía que acordarse de no ele——ir los periódicos italianos ni alemanes.
En ese momento sólo quería ponerse algo cómodo y disfrutar de una larga siesta.
—¿Dónde está mi maleta? —preguntó.
—La han deshecho y enviado al almacén —dilo Marie con tersura—. Supongo que monsieur Hakim se lo dijo, pero le recuerdo que se visten para la cena. Creo que el vestido de encaje plateado sería lo apropiado.
Si Sylvia se había separado de su vestido de encaje plateado, aquel trabajo tenía que importarle muchísimo. Jamás perdía de vista aquel vestido, como no fuera en caso de emergencia.
A Chloe le quedaba una pizca demasiado estrecho en el trasero y los pechos, pero no iba a tentar al destino intentando averiguar qué otra cosa sería adecuada para semejante ocasión. Marie lo sabría, y si tenía la amabilidad de decírselo, Chloe aprovecharía la información.
—Gracias, Marie.
Sintió por un momento una punzada de pánico al preguntarse si debía darle una propina. Antes de que pudiera titubear, Marie se dirigió a la puerta. Saltaba a la vista que no esperaba nada de aquella torpe americana. En el último momento se dio la vuelta.
—¿A qué hora quiere que se la despierte? ¿A las cinco? ¿A las cinco y media? Querrá tener tiempo para arreglarse.
Debía de pensar que aquélla era una tarea muy ardua.
—A las seis y media es suficiente —dijo Chloe alegremente.
Marie tenía la nariz larga y la miró a lo largo de ella con la mezcla perfecta de desdén y preocupación.
—Si necesita ayuda, sólo tiene que pedirla —dijo al cabo de un momento—. Tengo cierta experiencia con pelo como el suyo —hacía que sonara como si fuera paja incrustada de abono.
—Muchísimas gracias, Marie. Estoy segura de que no tendré ningún problema.
Marie se limitó a levantar las cejas, y los recelos de Chloe volvieron a ponerse en pie de guerra.
Capítulo 3
Alguien había cometido un error gravísimo al mandar a aquella chica a la guarida del león, pensó Bastien. Distaba mucho de ser la agente experimentada que requería una situación tan difícil. El se había dado cuenta en cuestión de segundos de que entendía todos los idiomas que se habían hablado en la habitación, y seguramente alguno más, y no lo había disimulado muy bien. Si a él le había costado apenas unos instantes, a los demás no les habría costado mucho más.
La pregunta era: ¿quién la había enviado y por qué? La posibilidad más peligrosa era que hubiera ido con el propósito de descubrir su identidad. Que él supiera, nadie sospechaba de él, pero nunca había que dar nada por sentado. El papel que estaba representando era el de un mujeriego empedernido; enviar a la refriega a una chica casi núbil era el cebo perfecto, como dejar a un cervatillo en medio de la jungla para atraer a una pantera hambrienta. Si iba a por ella, se ceñiría al papel.
Pero era peligrosamente inepta. Su pátina de sofisticación era finísima: un vistazo a sus ojos marrones y había podido leerlo todo. Nerviosismo, timidez incluso, y un brillo de atracción sexual no deseada. Se había metido en un buen lío.
Claro que quizá fuera mucho mejor de lo que aparentaba. Aquella actitud indecisa y un tanto tímida podía formar parte de la farsa, para hacerle perder el rastro.
¿Estaba allí por él o por otra persona? ¿Estaría el Comité supervisando su actuación? Siempre cabía esa posibilidad; no se había molestado en ocultar el hecho de que estaba harto y ya no le importaba un comino. La vida y la muerte parecían distinciones insignificantes para él, pero una vez se empezaba a trabajar para el Comité, no había modo de escapar. Acabaría muerto, y probablemente más pronto que tarde. Mademoiselle Underwood, con sus ojos tímidos y su boca suave, podía muy bien ser su asesina.
Y sólo quedaba un interrogante. ¿Se lo permitiría él?
Seguramente no. Estaba harto, quemado, vacío por dentro, pero no pensaba irse sin armar escándalo. Aún no.
A primera vista su misión era sencilla. Auguste Remarque había saltado por los aires en un coche bomba el mes anterior por obra de la organización antiterrorista encubierta conocida por unos pocos como «el Comité». Pero, en realidad, el Comité no había tenido nada que ver. Auguste Remarque era un hombre de negocios cuya única motivación era el lucro, y los poderes fácticos del Comité podían comprenderlo y amoldarse a ello. Lo único que tenían que hacer era vigilar a Remarque y a los traficantes de armas, mantenerse al corriente de quién mandaba qué adónde y tomar una serie de decisiones pragmáticas respecto al momento idóneo para intervenir. Un cargamento de potentes ametralladoras destinado a ciertos países subdesarrollados de África podía significar la muerte de civiles, pero había que pensar en el bien mayor, y esos países pobres tenían escaso interés para las superpotencias. O eso le había dicho su jefe, el venerable Harry Thomason.
Bastien sabía por qué, naturalmente. Esos países no tenían petróleo, y eran de escasa relevancia para el Comité y sus poderosos patrocinadores privados.
El cometido de Bastien consistía en vigilar a los traficantes de armas, haciéndose pasar por uno de ellos. Pero el asesinato de Remarque había cambiado las cosas. Hakim, la mano derecha de Remarque, había convocado aquella reunión para redistribuir los territorios y elegir un nuevo cabecilla. A aquella gente no se le daba bien el trabajo en equipo, pero el líder del cartel armamentístico se ocupaba también de los tediosos pormenores del negocio y dejaba que los demás se concentraran en la adquisición y transporte de las armas de fuego más peligrosas jamás inventadas.
Hakim se había ocupado de los detalles nimios, pero se había vuelto demasiado ambicioso. Quería ocupar el lugar de Remarque y hacerse cargo de sus lucrativos territorios. Y ahí radicaba el problema. A lo largo de décadas de dedicación al contrabando, el asesinato y la extorsión, el difunto Auguste Remar que había llegado a controlar la mayor parte de los cargamentos de armas destinados al mercado inagotable de Oriente Medio.
En sectores como Chile, Kosovo, Irlanda del Norte y las sectas de Japón, el deseo de armas de fuego podía fluir y refluir, pero en Oriente Medio nunca había suficientes. Y desde que Estados Unidos se había metido en la refriega, intentando una y otra vez imponer su dominio a mamporros, las cosas sólo habían empeorado.
Los miembros del cartel armamentístico querían un buen pedazo de aquellos beneficios tan lucrativos. Y Hakim era prescindible.
Bastien no tenía prisa por ver cómo salían las cosas: podía pasa un día o dos observando, a la espera. Los miembros del cartel habían sabido, uno por uno, que Hakim se hallaba tras el asesinato de Remarque, y no les había hecho ninguna gracia. Alguien acabaría con él en los próximos días, y si fallaban, le tocaría intervenir a él.
Había sido fácil hacer correr sutilmente la noticia de la traición de Hakim. Las diversas reacciones de los principales jugadores resultaban sumamente interesantes porque, de hecho, Hakim no se hallaba tras la muerte de Remarque, aunque estuviera plenamente dispuesto a sacar partido de ella.
Algún otro miembro del cartel clandestino se hallaba tras el golpe. Alguien que estaba allí, o que aún no había llegado. Esa persona estaba seguramente encantada porque se hubiera señalado con el dedo a otro, pero de momento el Comité no había podido discernir quién era el responsable. La sabiduría convencional señalaba al barón von Rutter. Bajo su apariencia jovial había un hombre brusco e impaciente que se había labrado su camino más a base de tácticas de matón que de sutilezas. Eso por no hablar de su socia, su joven esposa Monique. Uno de los agentes compañeros de Bastien había apostado por el señor Otomi, el anciano y reservado jefe yakuza, y Ricetti, que tenía contactos con la mafia, era también un buen candidato. Y a madame Lambert nunca podía descartársela por completo. Todos ellos eran capaces y estaban dispuestos a hacer algo así, y si alguno había ordenado el golpe, el Comité no debía alarmarse.
Pero Bastien apostaba en el miembro del grupo que aún faltaba por llegar. Christos Christopolous era, en apariencia, un jugador de segunda fila. La conexión griega siempre había mantenido un perfil bajo, pero a Bastien le pagaban por desconfiar. Y en los once meses que llevaba viviendo como Bastien Toussaint, había llegado a la conclusión de que Christos era el más peligroso de todos. Era él probablemente quien había dispuesto que Remarque muriera a causa de un coche bomba, junto con su mujer, su hija y tres nietos pequeños.
Thomason había aceptado su palabra y organizado la misión. Hakim tenía que morir: fuera quien fuese el responsable, el asesinato de Remarque no habría sido posible sin su colaboración.
Y si Christos había decidido hacerse cargo del cartel, él también debía morir. Los demás eran manipulables. El griego, no.
Quizá Christos no fuera elegido y Bastien pudiera desvanecerse de nuevo en la oscuridad de otro nombre, otra nacionalidad, otra misión en algún otro continente. Y no porque tuviera importancia: todos parecían ser el mismo, los buenos y los malos intercambiables.
Una cosa era segura: no podría mover un dedo si aquella inocente recién llegada le metía un cuchillo entre las costillas.
No se hacía ilusiones, sabía que no estaba solo allí. El joven amante del signor Ricetti era Jensen, un agente británico que le decía a su mujer que viajaba mucho porque era representante de una compañía farmacéutica.
Bastien había aprendido a no confiar en nadie, ni siquiera en sus colegas de trabajo. Siempre cabía la posibilidad de que Thomason hubiera decidido que era prescindible. Jensen podía quitarlo de en medio si se lo ordenaban, y tendría mayores posibilidades de éxito que la chica. Cualquiera las tendría. Si de veras querían librarse de él, necesitaban a alguien un poco más entendido en la materia.
Alguien un poco más experto que la dulce mademoiselle Underwood.
O estaba allí por él, o por alguno de los otros. Quizá sólo para reunir información, quizá para deshacerse de un jugador inoportuno. Bastien sólo tenía que decirle algo a Hakim y sería de ella de la que se desharían. Aunque fuera el propio Hakim quien la hubiera contratado, sería eliminada limpia y eficazmente.
Pero Bastien no estaba dispuesto a tal cosa, aunque fuera el modo de proceder más seguro. No era el atractivo de la seguridad lo que lo había conducido a aquel oficio, y quizá mademoiselle Underwood fuera más valiosa viva que muerta. Averiguaría quién la mandaba y por qué, y cuanto antes, mejor. Era importante planearlo todo cuidadosamente, pero la indecisión podía resultar desastrosa. Descubriría lo que necesitaba saber, y luego dejaría caer una palabra en el oído de Hakim. Sería una pena liquidar una vida tan joven y prometedora, pero la chica debía de conocer los peligros que afrontaba al aceptar aquel trabajo. Y hacía mucho tiempo que Bastien había perdido cualquier traza de sentimentalismo.
Sólo deseaba de buena fe saber qué estaba haciendo allí.
Chloe se sentía ligeramente aturdida. Durmió a pierna suelta un par de horas, acurrucada bajo la fina colcha de seda; se había bañado en una bañera honda con agua caliente perfumada con Chanel; se había puesto la ropa de Sylvia y el maquillaje de Sylvia. Faltaban unos minutos para las siete y tenía que meter los pies en unos tacones descabelladamente altos y bajar las escaleras como la exquisita criatura que fingía ser.
La sobrecarga sensorial había empezado con la ropa interior. Chloe solía llevar ropa blanca de algodón, muy sencilla. Su gusto iba del encaje al raso, pasando por colores oscuros y atrevidos, pero el de su bolsillo no.
Sylvia, por su parte, pasaba gran parte de su tiempo en ropa interior, rara vez sola, y su surtido de corsés, braguitas, sujetadores y ligueros presentaba todos los colores del arco iris. Aquellas prendas estaban hechas para el disfrute tanto de quien las llevaba como de su público. Chloe no esperaba tener público allí. Bastien Toussaint podía distraerla un poco, pero a ella no le interesaban los hombres casados, ni los mujeriegos, ni ningún otro hombre hasta que volviera a París. Se suponía que aquel trabajo iba a ser pan comido, unos cuantos días de asueto en el campo traduciendo aburridos conversaciones de negocios.
Así que ¿por qué tenía los nervios de punta? Seguramente era sólo por monsieur Toussaint, con sus ojos insinuantes y su voz baja y sexy. O quizá fueran las sospechas de los invitados; debían de traerse algo muy importante entre manos si estaban tan paranoicos. Aunque, por lo que ella sabía, la mayoría de las personas creían que sus preocupaciones tenían proporciones capaces de alterar el curso de la vida. Quizá tuvieran la fórmula de un nuevo tipo de tejido. Los diseños de zapatos para la nueva temporada. La receta de la mantequilla libre de grasa. Pero aquello carecía de importancia. Ella se quedaría en un rincón donde no estorbara y traduciría cuando se lo pidieran con la esperanza de que nadie volviera a decir nada embarazoso en un idioma que supuestamente no entendía. Aunque sería de gran ayuda tener su propia ropa; la de Sylvia no estaba hecha para la discreción.
Quizá pudiera alegar una jaqueca, meterse en la cama y enfrentarse a todo aquello al día siguiente. Que ella supiera, no estaba de servicio veinticuatro horas al día los siete días de la semana, y la velada de esa noche parecía ser más bien una reunión social. No la necesitarían, y a ella no le apetecía verse rodeada de personas que quizá bebieran lo suficiente como para ponerse aún más groseras que esa tarde.
Claro, que seguramente no fuera mala idea averiguar por qué estaban tan paranoicos. Si no le gustaba la respuesta, podía sencillamente anunciar que se iba a casa. Monsieur Hakim había insistido en que no la necesitaban, y ella suponía que podrían arreglárselas aunque no tuvieran un idioma común. A fin de cuentas, su paz de espíritu era más importante que el generoso estipendio diario.
Pero setecientos euros podían aliviar cierto malestar moral, y ella rara vez era cobarde. Bajaría, sonreiría con encanto, bebería un poco de vino —no lo suficiente para mostrarse indiscreta— y se mantendría alejada de Bastien Toussaint. Aquel hombre la turbaba, tanto por sus ojos oscuros e ilegibles como por su supuesto interés en ella. Por alguna razón, no se lo creía. Ella no carecía de atractivos, pero tampoco pertenecía a la misma división que aquel tipo: Toussaint era de ésos que salían con supermodelos e hijas de multimillonarios.
No mejoró las cosas el que, al abrir la puerta, se lo encontrara esperándola.
Él miró su reloj.
—Una mujer preciosa que aparece puntual — dijo en francés—. Qué maravilla.
Chloe titubeó, sin saber qué decir. Por otra parte, había en la voz de Toussaint una leve pero inconfundible traza de ironía, y Chloe comprendió que, pese a que era bastante atractiva, llamarla preciosa era una exageración, incluso con el vestuario de Sylvia. Pero si le llevaba la contraria parecería que estaba coqueteando, y además no quería pasar más tiempo del necesario en el cavernoso pasillo en sombras, con él.
Bastien estaba recostado contra la pared que había frente a su puerta. Más allá se extendía los cuidados jardines, sorprendentemente bien iluminados para ser tan tarde. Había estado fumando un cigarrillo mientras la esperaba, pero se apartó de la ventana y se acercó a ella.
Chloe creía haberse acostumbrado a lo elegantes que podían ser algunos franceses. Por un instante se distrajo admirando su cuerpo; luego se dio mentalmente una bofetada.
—¿Me estaba esperando? —preguntó con despreocupación, y cerró la puerta tras ella, a pesar de que estaba deseando volver a meterse en la habitación y encerrarse con llave.
—Por supuesto. Mi habitación está al otro lado del pasillo, a la izquierda. Somos los únicos en esta ala de la casa, y sé lo fácil que es perderse aquí. Quería asegurarme de que no se metía usted en ningún sitio donde no debiera estar.
De nuevo, la leve insinuación de algo sospechoso. Quizá fuera ella la que estaba paranoica, y no los invitados de Hakim.
—Tengo muy buen sentido de la orientación — una mentira descarada: hasta con un mapa detallado se perdía, pero eso él no lo sabía.
—Ha vivido en Francia suficiente tiempo como para saber que a los franceses nos gusta creernos galantes y encantadores. Lo llevo inscrito en el cableado: me encontrará a su lado cuando menos se lo espere, ofreciéndome a traerle un café o un cigarrillo.
—No fumo —la conversación la estaba poniendo cada vez más nerviosa. Y, para colmo, el hecho de mirar sus ojos oscuros y opacos, su cuerpo elegante y fibroso, distaba mucho de dejarla impertérrita. ¿Por qué tenía que sentirse atraída por alguien tan... inadecuado?—. ¿Y cómo sabe usted que llevo mucho tiempo viviendo en Francia?
—Por su acento. Nadie habla tan bien si no ha vivido aquí al menos un año.
—Dos, a decir verdad.
Fue la más leve de las sonrisas.
—¿Lo ve? Tengo instinto para esas cosas.
—No necesito que nadie sea galante y encantador —repuso ella, todavía intranquila. No sólo era guapo, sino que además olía bien. El suyo era un olor sutil, exquisito, bajo el aroma persistente del tabaco—. He venido a trabajar.
—Desde luego —murmuró él—. Pero eso no significa que no pueda divertirse al mismo tiempo.
La estaba poniendo muy nerviosa. Habían echado a andar por el pasillo, saliendo y entrando de las sombras. Chloe estaba acostumbrada al arte continental del flirteo, que por lo general no era más que una exhibición extravagante. Y sabía que aquel hombre era un donjuán: él mismo lo había dicho en un idioma que supuestamente ella no entendía. Era de esperar que se comportara como tal.
Por desgracia, Chloe no quería entrar en el juego; sobre todo, con él. Bastien Toussaint no era una de esas personas con las que se flirtea y a las que luego se dice adiós sin más, a pesar de su estudiado encanto. Chloe no podía sacudirse la impresión de que era otra cosa bien distinta.
—Monsieur Toussaint...
—Bastien —dijo él—. Y yo te llamaré Chloe. Nunca antes había conocido a una mujer que se llamara Chloe. Lo encuentro encantador —su voz se deslizaba sobre ella como una caricia sedosa.
—Bastien —capituló ella—, no creo que esto sea buena idea.
—¿Estás ya comprometida? Eso no tiene la menor importancia. Lo que ocurra aquí, aquí se queda, y no hay razón para que no podamos divertirnos — dijo con suavidad.
Chloe no sabía a ciencia cierta cómo habría reaccionado de ser él otra persona. Sabía cómo salir de situaciones comprometidas, aunque no le salieran al paso tantas como habría esperado. La pena era que se sentía al mismo tiempo atraída y atemorizada por Bastien Toussaint. Aquel hombre le estaba mintiendo, y ella ignoraba el porqué.
Se detuvo. Habían logrado llegar a la parte más poblada del cháteau reformado, y oía voces, una amalgama de francés e inglés, más allá de las puertas dobles. Había abierto la boca sin saber muy bien qué iba a decir, qué clase de argumento podía inventar, cuando él volvió a tomar la palabra.
—Me siento muy atraído por ti, ¿sabes? —dijo—. No recuerdo cuándo fue la última vez que me sentí tan embelesado por una mujer —y, antes de que ella se diera cuenta de lo que se proponía, puso las manos sobre ella, la empujó contra la pared y procedió a besarla.
Era muy bueno, pensó Chloe aturdida, intentando reaccionar. Sus manos la tocaban, su boca parecía un levísimo suspiro sobre sus labios, y sin pensar ella cerró los ojos y sintió que su boca le rozaba los párpados, las pestañas y bajaba luego de nuevo hacia sus labios, permanecía allí un instante y luego seguía moviéndose hacia un lado de su cuello.
Ella no sabía qué hacer con las manos. Debía levantar los brazos y apartarlo, pero no quería hacerlo. Sus besos suaves como plumas excitaban su deseo, y como aquélla iba a ser la única vez que le permitiera besarla, podía disfrutar plenamente de la experiencia.
Así que, cuando él apartó las manos de su cintura y tomó su cara, y cuando apretó la boca contra la suya, con más ímpetu esta vez, Chloe se abrió para él y se dijo que no le haría ningún mal probar un mordisquito de la fruta prohibida. A fin de cuentas, estaba en Francia. Vive Pamour.
Pero justo cuando estaba a punto de zambullirse en aquel placer, unas insidiosas campanillas de alarma la detuvieron. Bastien era demasiado experto. Sabía cómo besar, cómo usar los labios, la lengua, las manos, y, si seguía comportándose como una ilusa, ella acabaría inundada por el deseo.
Pero algo no iba bien. Aquello era una actuación que hasta a ella le resultaba evidente. Bastien hacía los movimientos precisos, decía las cosas adecuadas, pero una parte de él se mantenía replegada, observando fríamente su reacción.
Las manos de Chloe, que habían estado a punto de aferrar sus hombros, lo empujaron. Utilizó más fuerza de la necesaria; Bastien no intentó forzarla, sencillamente de apartó con una leve expresión de regocijo en la cara.
—¿No? —dijo—. Puede que haya malinterpretado la situación. Me siento muy atraído por ti y creía que el sentimiento era mutuo.
—Monsieur Toussaint, es usted un hombre muy atractivo. Pero está jugando a alguna clase de juego conmigo, y no me gusta.
—¿Un juego?
—No sé qué está pasando, pero no creo haberle inspirado de repente una pasión incontrolable —Sylvia siempre la regañaba por ser tan franca, pero no le importaba. Hubiera hecho cualquier cosa con tal de desvelar las tersas mentiras del hombre que seguía aún demasiado cerca de ella.
—Entonces tendré que esforzarme más por convencerla —repuso, y le tendió de nuevo los brazos.
Y, necia de ella, le habría dejado de no ser porque la puerta del salón se abrió y apareció monsieur Hakim con cara de pocos amigos.
Bastien dio un paso atrás sin mucha prisa y el semblante de Hakim se ensombreció aún más. —Nos preguntábamos dónde estaba, mademoiselle Underwood. Son ya las siete y media.
—Tuve problemas para encontrar el camino. Monsieur Toussaint ha tenido la amabilidad de guiarme hasta aquí.
—No me cabe ninguna duda —rezongó Hakim—. El barón le está esperando, Bastien. Y compórtese..., tenemos trabajo que hacer.
—Bien súr —contestó él, al tiempo que pasaba junto a Hakim y le lanzaba a Chloe una sonrisa irónica.
Chloe hizo ademán de seguirlo, pero Hakim la detuvo, agarrándola del brazo.
—Es preciso que la advierta sobre Bastien.
—No es necesario. Conozco muy bien a ese tipo de hombres —no era cierto, pensó. Bastien intentaba convencerla de que era cierto tipo de hombre: sofisticado, encantador, coqueto y totalmente inmoral. Y lo era, Chloe no tenía ninguna duda al respecto. Pero había algo más, algo oscuro en su fuero interior, y ella no lograba imaginar qué era.
Hakim asintió con la cabeza, aunque no parecía convencido.
—Es usted muy joven, mademoiselle Underwood. Me siento en una posición paterna, y no quisiera que le acaeciera nada desafortunado.
Era su inglés, extraordinariamente formal, lo que hacía que aquello sonara como una advertencia, des de luego. No había ningún peligro real. Pero aquel leve escalofrío de desasosiego volvió a recorrer la espina dorsal de Chloe, y se preguntó si no habría cometido un grave error al ocupar el lugar de Sylvia. La aventura, el lujo y el dinero eran cosas muy agradables, pero a cualquier precio. Y al recordar la impresión de la experimentada boca de Bastien Toussaint sobre sus labios, le dio miedo haberse metido ya en un atolladero.
Porque deseaba comprobar qué se sentía cuando aquel hombre besaba de verdad. No cuando actuaba con el propósito de engatusarla, sino cuando la deseara tanto como ella él.
Y estaba loca de remate, pensó mientras pasaba junto a Hakim y entraba en la biblioteca, a tiempo de ver a Bastien conversando con una de las mujeres a las que había conocido esa tarde. La esposa del barón, que parecía demasiado cordial con su exquisita mano apoyada sobre la manga del traje de Armani de Toussaint y la cara perfectamente maquillada levantada hacia él. Chloe tomó una copa de jerez que le ofrecía el camarero y se acercó a un asiento junto a las puertas abiertas para observar desde allí los jardines iluminados, lejos de Bastien y de su acompañante. El revoltijo de lenguas le pareció al principio indescifrable, y de todos modos no quería escuchar. Era como espiar conversaciones ajenas, y ya se sentía bastante incómoda con lo poco que había oído esa tarde.
Pero entonces se percató de que estaban hablando sólo en francés e inglés, y de que lo que decían distaba mucho de ser un secreto, y se recostó, más relajada, en la butaca. ¿Qué podía tener de peligroso un grupo de tenderos de alto copete?
Levantó la vista, vio que Bastien y la mujer salían y se perdían entre las sombras, y sus intentos de mantener una actitud racional se desvanecieron de un plumazo. Le habría sido bastante difícil ver que se iba, de no ser porque él se detuvo en el último momento y la miró directamente a los ojos, al tiempo que se encogía un poco de hombros con desgana.
—Señorita Underwood —el anciano barón se dejó caer a su lado, resoplando levemente—. Parece que nos han abandonado. Bueno, dígame, ¿Qué hace una joven tan bonita como usted encerrada durante días con un hatajo de viejos capitalistas como nosotros? Seguramente tendrá cosas mejores que hacer en París. ¿La espera algún joven?
Ella le sonrió, ansiosa por olvidarse de la pareja que acababa de desaparecer.
—No hay ningún joven, monsieur. Llevo una vida muy tranquila.
—¡No me lo creo! —dijo él—. ¿Una chica tan guapa como usted? ¿Qué les pasa a los hombres de hoy día, si alguien como usted está sin compromiso? Si tuviera cuarenta años menos, yo mismo le tiraría los tejos.
Ella decidió seguirle la corriente.
—Cuarenta no, desde luego —dijo con ligereza. —Soy treinta años mayor que mi mujer, y eso apurando mucho. Por eso le dejo libertad para que se entretenga.
Chloe parpadeó.
—Eso es muy generoso por su parte.
—Además, ¿qué pueden estar haciendo Bastien y ella en la terraza habiendo tanta gente merodeando por aquí? ¿Una caricia indiscreta, un beso o dos? Al final, sólo aguza el apetito.
—¿Cómo dice?
—La he visto mirándolos. Bastien está bien para alguien como mi mujer, que conoce las reglas del juego y no espera nada más que una gratificación inmediata. Pero ese hombre no es para una joven inocente como usted.
El barón von Rutter era la segunda persona que la advertía sobre Bastien en menos de diez minutos. Poco sospechaban ellos que no necesitaba sus advertencias: sus propias barreras defensivas se habían alzado justo a tiempo.
—He venido aquí a traducir, monsieur —dijo con despreocupación—. No a distraerme en peligrosos coqueteos.
—Confío en que no me cuente a mí entre esos peligrosos coqueteos —repuso él—. O puede que sí. Ya nadie me considera peligroso —parecía apesadumbrado.
—Estoy segura de que es usted un hombre realmente peligroso —dijo ella con voz animosa.
La sonrisa del barón fue casi beatífica.
—¿Sabe, pequeña?, puede que tenga usted razón.
Capítulo 4
No había duda, pensó Bastien mientras deslizaba metódicamente los dedos sobre los pechos firmes de Monique. Aquella mujer no estaba allí por él. De ser así, mademoiselle Chloe no se habría apresurado a apartarlo. Hasta un agente del montón sabía que acostarse con el enemigo era el mejor modo de averiguar lo que uno quería saber, y era cuando follaban cuando la mayoría de los hombres se hacían más vulnerables.
Él no era como la mayoría. Tenía agua helada en las venas, en la verga, y hasta en medio de un orgasmo era un hombre peligroso. Chloe no lo sabía; era lo bastante inepta como para haber desvelado su conocimiento de otros idiomas a los pocos minutos de llegar, y habría picado el anzuelo que le había puesto delante si su objetivo fuera él.
«Lo cual significa que ha venido por otra persona». Normalmente, aquello no le habría importado tenía que cumplir una misión y la persona a la que aquella mujer estuviera vigilando tendría que arreglárselas sola.
Pero llevaban muchos meses preparando aquella misión, y no iba a permitir que una jugadora inesperada destruyera tanto esfuerzo.
Deslizó las manos dentro del vestido de seda de Monique. No llevaba sujetador, y estaba excitada, como siempre. Su marido era anciano y complaciente, siempre y cuando Monique le mantuviera al corriente de los pormenores de sus aventuras, y Bastien imaginaba que el viejo hasta les había espiado una o dos veces. Aquello ni le excitaba ni le molestaba. Podía actuar con o sin público, y hasta su pareja carecía de importancia con tal de que fuera un medio para alcanzar un fin.
Monique no le servía de gran cosa en aquel momento. Le había sonsacado todo lo que necesitaba saber en su última reunión, pero no tenía sentido perder interés tan rápidamente. Ella le daría menos problemas si le levantaba la falda y le hacía el amor contra la fría pared de piedra del cháteau, entre las sombras.
Les verían, naturalmente. Las cámaras de seguridad, los guardias armados que patrullaban con impecable deferencia. Seguramente Hakim les estaría grabando y le proporcionaría una copia al viejo, y a cualquiera que pagara el precio adecuado.
Puso las manos entre las piernas de Monique y ella gimió contra su boca. Tampoco llevaba bragas, en su honor, sin duda. Había echado mano de su cremallera, y él sabía que esperaba que estuviera excitado. Lo intentó pensando en la cara que ponía cuan do se corría, y con la otra mano hizo ademán de desabrocharse el botón, listo para complacerla, cuando se dio cuenta de que no era la cara de Monique la que estaba imaginando, sino la de la inepta señorita Chloe.
Y de pronto no le apeteció. En lugar de bajarse la cremallera, apartó la mano de Monique y con la otra mano la hizo correrse de inmediato, tan fuerte que gritó mientras su cuerpo quedaba rígido.
No había sido buena idea. Le tapó la boca con la mano y ella le mordió con fuerza. A Monique le gustaban los juegos violentos, y Bastien sabía que intentaba hacerle sangrar.
Puso fin a aquello y el gemido que salió de la garganta de Monique se parecía al de una tigresa a la que acabaran de montar. Monique era como un gato: despiadada, amoral, inasequible al dolor corriente. Una buena pareja para él.
Pero no le interesaba. Se apartó, dejó que la falda le cayera alrededor de las piernas perfectas y ella se recostó contra la pared de piedra, boquiabierta, jadeando, con los ojos vidriosos por el placer. Tenía sangre en la boca, la muy zorra. Debería haber prestado más atención.
—Ha sido... interesante —dijo ella con voz ronca y ronroneante—. Pero sólo acabamos de empezar. —Hemos acabado —replicó él, y sus palabras le sorprendieron. Había pensado darle algo más de carrete. A fin de cuentas, habían pasado más de cuatro meses desde la última vez que estuvo con ella, y un poco de sexo recreativo habría afinado sus sentidos.
Pero no la deseaba, y no había nada que ganar beneficiándosela. Había demasiadas preguntas sin respuesta sobre la nerviosa joven que había llegado esa tarde y que lo miraba como si fuera créme brúlée y luego se quedaba helada cuando la tocaba. —¿Qué quieres decir? —preguntó Monique.
Él se inclinó y besó sus labios carnosos y rojos, limpiando su propia sangre.
—Lo hemos pasado bien, pero ¿no crees que va siendo hora de buscarte otro compañero de juegos? Tu marido debe de estar harto de oír hablar de mí. La próxima vez, elige a una mujer.
Tal y como esperaba, ella no se dio por ofendida. Esbozó su sonrisa gatuna.
—Podríamos pedirle a la señorita Underwood que se una a nosotros. Podría ser muy entretenido. Él ocultó cuidadosamente su irritación.
—No es mi tipo.
—Yo tampoco, por lo visto. Al menos, ahora — se encogió de hombros—. Es una lástima, pero como tú decías, mi marido está aburrido. Le gusta que los hombres me hagan daño, y a ti eso no te iba especialmente.
—Quizá la próxima vez —dijo él con desenfado, sintiendo un vago deseo de retorcerle el pescuezo. Era un pescuezo muy bonito, adornado de diamantes.
—Quizá no —contestó ella, y pasando a su lado volvió a entrar en la habitación sin mirar atrás. Bastien encendió un cigarrillo, exhaló el humo hacia el cielo, desdeñando a Monique, y volvió a pensar en asuntos más acuciantes. ¿Quién había contratado a Chloe Underwood y a quién estaba vigilando?
Y qué nombre tan ridículo. Para el caso, podría haberse llamado Mary Poppins. El nombre iba bien con su tapadera, pero podría habérselas apañado con algo menos jeune fille.
Podría haberla mandado su propia organización, pero lo dudaba. Alguien tan torpe como ella habría sido eliminado hacía tiempo. ¿Y detrás de quién andaba? ¿Del señor Otomi, de Ricetti, o de madame Lambert? ¿O quizá del propio Hakim?
Una cosa era segura: no la había enviado el miembro más peligroso del cartel. Christos Christopolous sólo contrataba a los mejores, y tenía en poca consideración a las mujeres en cualquier situación.
Se preguntaba dónde estaba la verdadera traductora. Seguramente en algún callejón, con la garganta rebanada. El hecho de que la señorita Underwood no fuera una experta en el arte del disimulo no significaba que no pudiera encargarse como el que más del trabajo sucio. Aquellas manos pequeñas y finas podían matar con la misma eficacia que las de Hakim.
¿Y por qué seguía pensando en ella cuando ya le había dejado claro que no estaba allí por él? Una sola palabra al oído de Hakim y desaparecería, y él podría concentrarse en su trabajo.
Claro, que estaba cansado del trabajo. Cansado de contar tantas mentiras que ya no recordaba qué era verdad, de tantos nombres y disfraces que había olvidado su verdadera identidad; de tantos años que ya no sabía quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Y, lo que era aún peor, ya no le importaba.
Por alguna razón, Chloe Underwood picaba su curiosidad. Hacía las cosas un poco más interesantes. Sería una lástima librarse de ella tan rápidamente. Aquella misión no suponía un reto particularmente estimulante; su tapadera había sido aceptada hacía mucho tiempo, y Hakim no daría muchos problemas. Hasta que llegara Christos, podía permitirse un poco de diversión. Y, si aquella chica se convertía en un obstáculo, podía deshacerse de ella tan fácilmente como Hakim. Con más rapidez y menos crueldad. A Hakim le gustaba ver sufrir a los demás.
Podía esperar y observar. Tenía intuición para saber cuándo actuar, y en ese momento podía lograr más cosas si aguardaba el momento oportuno. Hasta que Chloe Underwood decidiera cometer un error fatal.
Había cometido un grave error, pensó Chloe mientras depositaba su copa de vino en la mesa. No debería haber bebido tanto con el estómago relativamente vacío, sobre todo teniendo en cuenta que necesitaba mantenerse alerta. Le había resultado bastante fácil seguir el hilo de la conversación durante la larga y parsimoniosa cena. La conversación había sido puramente de cortesía, y sólo le habían pedido que tradujera algunas palabras. Lo cual era una suerte, porque volvían a llenarle la copa cada vez que tomaba un sorbo, y para cuando llegó la tabla de quesos estaba ya un poco achispado.
Aun así, seguramente podría haber salido airosa de no ser porque se había bebido dos copas de whisky, una tras otra, después de que Monique von Rutter volviera a entrar en el salón con el carmín corrido, el pelo revuelto y los ojos turbios.
Bastien Toussaint la había besado en el pasillo, había entrado en la habitación llena de gente, había elegido a otra mujer y se la había llevado fuera para hacerle el amor. No cabía duda: un vistazo a la cara sofocada de Monique lo dejaba claro como el agua.
Al menos podía haber esperado a que se le bajaran un poco los colores, había pensado Chloe con fastidio, al tiempo que bebía del vaso de whisky que alguien le había servido. Bastien se mostraba más discreto. Claro, que Monique sólo había tenido que bajarse las faldas, mientras que él habría tenido que abrocharse los pantalones...
Apuró el vaso y echó mano de otro. ¿Qué demonios le importaba a ella todo aquello? Estaba claro que Toussaint iba detrás de cualquier mujer que se le pusiera a tiro. Al menos ella había conseguido quitárselo de encima rápidamente.
Se hundió en la silla y miró con desagrado su brie. Cuando Bastien había vuelto a entrar, unos minutos después, parecía tan frío y compuesto como la primera vez que lo vio. Era verdaderamente absurdo pensar siquiera en él. No había nada menos atractivo que un hombre que ocultaba todas sus emociones. Si podía parecer tan tranquilo después de echar un polvo en el jardín, entonces no era para ella. A ella le gustaban los hombres que no temían demostrar sus sentimientos.
Y estaba haciendo absurdas conjeturas, se recordó, ninguna de ellas justificada. No importaba que Bastien Toussaint fuera su tipo o no; decididamente, no pertenecían a la misma división.
Él no la había mirado ni una sola vez durante la interminable cena, lo cual dejaba más claro aún que su interés había sido pasajero. Chloe permanecía sentada en su silla, bastante callada. Traducía cuando se lo pedían y, cuando no, no decía nada. Monique von Rutter, en cambio, era el alma de la fiesta: ingeniosa y encantadora, coqueteaba con todo el mundo, tanto con hombres como con mujeres.
Chloe estaba a punto de deslizarse bajo la mesa, derrotada, cuando Hakim se levantó por fin, poniendo fin de ese modo a la cena.
—Mañana tenemos muchas cosas que hacer, inesdames et messieurs. Sugiero que tomemos el café y los licores en el salón oeste, y que luego nos retiremos. Los que deseen irse directamente a la cama, están excusados, desde luego —volvió sus ojillos negros hacia Chloe—. A usted no la necesitamos más por esta noche, mademoiselle Underwood.
La había despachado sin ambages, y Chloe se lo agradeció: otra copa más y a buen seguro habría acabado debajo de la mesa. Se levantó sin tambalearse apenas, convencida de que su leve embriaguez pasaría desapercibida entre el éxodo general.
Bastien la estaba observando. Chloe no entendía por qué, y tampoco le había sorprendido mirándola, pero sabía que llevaba toda la noche observándola mientras coqueteaba con todas las presentes.
Quizá lo entendiera por la mañana, cuando se hubieran disipado los efluvios del vino y hubiera dormido un poco, pero en ese momento la atención que Toussaint fijaba sobre ella le parecía inquietante y amenazadora. Y también extrañamente excitante.
Había olvidado lo tortuosos que eran los pasillos del cháteau. Bastien la había llevado hasta la planta de abajo; pero no iba pedirle ayuda para volver a su habitación. Tendría que apañárselas con el método de ensayo y error.
Tardó más de lo que esperaba. Habría pedido indicaciones, pero para cuando estaba en mitad de la escalera no había ya nadie a la vista. Se detuvo, se quitó los zapatos de Sylvia con un suspiro y siguió subiendo, más o menos convencida de que encontraría su habitación tarde o temprano.
No se había dado cuenta de lo grande que era el cháteau. Aunque hubiera estado despejada, le habría costado encontrar el pasillo de su cuarto. A esa hora, en la penumbra, podría haber vagado eternamente por los elegantes corredores, cada uno de los cuales le resultaban familiares y, sin embargo, desconocidos. No fue hasta que dobló una esquina que apreció una puerta de aspecto conocido, y prácticamente corrió hacia ella, segura de que conducía al pasillo en el que se encontraba su habitación.
Pero se equivocaba. El olor era intenso: a podredumbre y a moho, a la decadencia de un edificio viejo. Al asomarse a la oscuridad, comprendió que las reformas sólo habían llegado hasta allí. Parecía que no había electricidad, pero el reflejo de la luz a través de la ventana polvorienta permitía vislumbrar cómo había sido el cháteau antes de que alguien con mucho dinero decidiera salvarlo. Las paredes enyesadas se desmoronaban, el suelo estaba manchado y combado, y las latas de pintura ofrecían mudo testimonio de los nuevos planes de renovación. Pero, por debajo del olor a moho y humedad, había otro olor que Chloe no lograba identificar, un olor viejo, oscuro e inexplicablemente... maligno. Estaba claro que el vino se le había subido a la cabeza; un momento más y empezaría a imaginarse que se hallaba en peligro.
Demasiado vino, demasiada imaginación. Salió de la habitación lentamente, sólo para tropezar con una recia forma humana.
Chilló, pero una mano pesada sofocó su grito, tapándole la boca y haciéndole girar.
Era monsieur Hakim. El alivio de Chloe era casi palpable. Empezó a balbucear. Y no porque Hakim fuera amable y acogedor, sino porque era preferible al perturbador Bastien Toussaint.
—¡Gracias al cielo! —exclamó—. He dado mil vueltas y temía no encontrar jamás mi habitación. —Esta parte del cháteau está vedada a los visitantes. Señorita Underwood. Como verá, todavía no ha sido reformada, y sería muy peligroso internarse en ella. Si tuviera algún tropiezo, nadie la oiría gritar. Chloe se sintió de pronto completamente sobria. Tragó saliva y miró el rostro atezado y sereno de Hakim. Y entonces se forzó a reír para romper la tensión.
—Creo que necesito un mapa para orientarme en este sitio —dijo—. Si es tan amable de indicarme dónde está mi habitación, me voy enseguida. Estoy agotada.
Él no le había soltado el brazo. Tenía unas manos gruesas y feas, y vello negro en los dedos gordos como salchichas. No dijo nada, y por un instante Chloe creyó que iba a meterla de un empujón en el ala desierta del castillo, donde nadie la oiría gritar.
Pero luego recobró la cordura, y él bajó el brazo, y— aunque su sonrisa no era precisamente agradable, al menos era una sonrisa.
—Debería tener más cuidado, señorita Underwood —le advirtió—. Otras personas pueden ser más peligrosas que yo.
—¿Peligrosas? —apenas consiguió evitar que le temblara la voz.
—Como monsieur Toussaint, por ejemplo. Puede ser encantador, pero haría usted bien guardando las distancias. Les vi ante en el pasillo, y estoy sumamente preocupado. Por usted, señorita Underwood.
Había tan poca luz que no podía ver el rubor que cubrió las mejillas de Chloe.
—Sólo me estaba enseñando cómo llegar a la biblioteca.
—¿Con la boca? Si yo fuera usted, me mantendría fuera de su alcance. Lo de ese hombre es notorio. Su apetito por las mujeres es insaciable, y sus gustos son, digamos, peculiares. Me sentiría en cierto modo responsable si sufriera usted algún percance estando aquí. A fin de cuentas, soy de hecho su jefe, y no quisiera que le sucediera nada malo.
—Yo tampoco —repuso Chloe.
—Gire a la izquierda, recorra dos pasillos y luego gire dos veces a la derecha.
—¿Cómo dice?
—Así es como se va a su habitación. A no ser que quiera que la acompañe...
Chloe consiguió sofocar un estremecimiento de repulsión.
—Me las arreglaré —dijo—. Si vuelvo a perderme, gritaré.
—Hágalo —contestó Hakim con una voz fría que por alguna razón no logró tranquilizarla.
Pero logró llegar a su cuarto sin más contratiempos, y allí no había nadie observándola. Monsieur Toussaint, aquel sátiro, debía de haber encontrado compañía para pasar la noche, se dijo algo resentida mientras habría la puerta.
Alguien había estado allí. No había llave, ni modo alguno de evitar que entrara alguien, y la sensación de violación resultaba insoslayable. Sacudió la cabeza, intentando sacudirse la paranoia que sentía. ¿Qué interés iba a tener nadie en una traductora contratada?
La cama estaba deshecha, uno de los diáfanos camisones de Sylvia se hallaba extendido sobre ella y sobre la mesilla de noche había una bandeja con un decantador de cristal y un plato de bombones.
—Relájate, idiote —dijo en voz alta para romper el silencio que envolvía la habitación—. Sólo ha sido la doncella.
Se preparó a toda prisa para meterse en la cama, pasándose el camisón de seda y encaje por la cabeza. Si hubiera tenido una pizca de sentido común se habría ido derecha a la cama, pero su encuentro con Hakim le había quitado el sueño. No le sentaría mal una copita de brandy.
Quizá no hubiera logrado convertirse en chef, pero tenía un paladar excelente, y el coñac tenía un sabor ligeramente extraño, un leve matiz que no acertaba a identificar. Casi metálico, diría, pero en un sitio como el Cháteau Mirabel no se servía coñac de mala calidad. Debían de ser imaginaciones suyas. El coñac le produjo una deliciosa tibieza, y ya sentía cómo se le iban cerrando los párpados.
Dormiría a pierna suelta esa noche, y no soñaría con nadie, y menos aún con Bastien Toussaint.
Fue entonces cuando sintió un levísimo olor en el aire. Un perfume sutil y peculiar que le causó un efecto instintivo y cálido. Hasta que recordó de dónde procedía. De los pliegues sedosos del traje de Armani de Bastien. Pero ¿por qué...?
Intentó dejar el vaso de brandy, pero la bandeja estaba mucho más lejos de lo que creía, fuera de su alcance, y el vaso cayó a suelo con un tintineo de cristales rotos. Luego siguió ella a la copa, desplomándose sobre la alfombra.
No había bebido tanto, pensó mientras intentaba incorporarse. Y aquel sorbito de brandy no bastaba para ponerla en aquel estado.
Pero, por lo visto, sí bastaba, y la cama estaba tan alta que no podía subirse a ella. La alfombra Aubusson que había bajo ella era muy bonita, y, si tenía cuidado, podía esquivar los cristales rotos, hacerse una bolita y caer en un sueño profundo y placentero.
Bastien entró en la habitación y cerró la puerta con sigilo tras él. No hacía falta que tomara muchas precauciones: sabía dónde estaban las cámaras, y podía eludirlas sin delatarse. Además, su afición por las mujeres era de todos conocida, y a nadie sorprendería que lograra acostarse con todas las mujeres hermosas de la comarca.
Aunque aquella chica no era particularmente bella. De pie sobre ella, se quedó mirando un momento su cuerpo acurrucado. Era bonita, palabra que él no solía usar.
Tenía buena estructura ósea, rasgos regulares y una boca dulce y carnosa.
¿Dulce? ¿Bonita? Quizá fuera mejor de lo que creía. Ciertamente, lograba transmitir la apariencia de una persona esencialmente inofensiva.
Deslizó los brazos bajo ella y la tendió sobre la cama. Se había quitado el maquillaje, quizá por eso parecía tan inocente. El camisón que llevaba era muy caro, con diminutos lazos de raso por delante. Se los desató, uno a uno, hasta que se abrió el camisón.
También tenía un buen cuerpo. Con un poco más de trasero que la mayoría de las francesas, y también con un poco más de pecho, pero básica mente joven, fuerte y bien formado. No había indicio alguno del riguroso entrenamiento al que debería haberse sometido. La suavidad de sus brazos y su vientre dejaba traslucir que en la cama sería cálida y acogedora.
¿A quién intentaba engañar? En la cama le cortaría el gaznate, si se distraía un momento. Y follar siempre le distraía algo.
Tenía marcas en el cuerpo, bajo los pechos. Líneas rojas. Pasó un dedo por ellas, preguntándose qué clase de tortura había sufrido en un pasado lejano.
Y entonces sonrió. No tan lejano: sencillamente, se había puesto un sujetador demasiado apretado. Ninguna mujer que él conociera se habría puesto un sujetador que le apretara, a no ser que no tuviera más remedio. Recorrió con la mirada sus largas piernas hasta llegar a sus pies. Allí las rayas eran todavía más pronunciadas. Los zapatos que se había puesto no le quedaban bien.
La droga que le había puesto en el coñac era excelente: dormiría seis u ocho horas de un tirón y se despertaría sin resaca, aunque se la mereciera después de todo el vino que había bebido en la cena. Su pequeño regalo para ella.
Registró metódicamente la habitación, de arriba abajo. La chica tenía tres pares más de zapatos, todos de la misma talla, todos de tacón de aguja. Dentro de un par de días empezaría a cojear. Si todavía seguía allí, claro.
No había ropa negra de operaciones. Al menos, en la habitación, y no podía haberla escondido en el jardín sin que alguien la encontrara. Nada de armas, ni de documentos de interés. Su pasaporte era una falsificación excelente: la fotografía de dentro representaba a una versión más joven e insípida de la mujer que había hecho acto de presencia ese día. Supuestamente, procedía de Carolina del Norte. Tenía casi veinticuatro años, medía un metro setenta, pesaba cincuenta y cinco kilos y había entrado en Francia hacía dos años con un visado de estudiante. Tenía permiso de trabajo, lo cual constituía en sí mismo una sorpresa. Bastien no se fiaba nunca de alguien que tuviera una identidad demasiado nítida.
Nada más en cuanto a papeles, ni falsos ni de otra índole. No mucho dinero. Ni recetas de medicamentos, ni nada personal.
En su cartera había un montón de fotos; falsas, con la chica posando con diversas personas de aspecto campechano y familiar. Bastante fácil de falsificar.
Volvió a dejar el bolso en su sitio y se acercó a un lado de la cama. El vaso se había roto en pedazos grandes, el brandy adulterado había manchado la alfombra. No era gran cosa; había limpiado líos peores. Esta vez no había sangre de la que librarse, ni cuerpo del que deshacerse. Aún.
Se deshizo del coñac en el lavabo del cuarto de baño y volvió a llenar el decantador con la petaca que llevaba consigo. Había llevado otro vaso, sólo por si acaso, y echó en él un poco de brandy antes de dejarlo junto a la cama.
Volvió a mirarla. A fin de cuentas, era una verdadera profesional. Si el registro no había dado resultado, ello significaba que aquella chica había descubierto algo que ni siquiera a él se le había ocurrido.
A menos, claro está, que estuviera diciendo la verdad. Que fuera de veras una joven de Carolina del Norte que ignoraba quiénes eran y qué hacían allí.
Pero, entonces, ¿por qué llevaba unos zapatos y un sujetador que no eran suyos? ¿Por qué había mentido acerca de los idiomas que manejaba?
No, dadas las circunstancias, no podía ser un testigo inocente. Estaba allí con algún propósito perverso, y él tenía que averiguar cuál era, y para quién trabajaba.
Comenzó a atarle de nuevo las cintas del camisón de seda y luego se detuvo, dejándoselo abierto por debajo de la cintura. Ella se preguntaría por qué, pero no se acordaría. En realidad, él podía hacer lo que quisiera, y ella no recordaría nada.
Había cierto número de cosas que le habría gustado hacerle, pero la mayoría habrían sido mucho más placenteras si ella estaba despierta y participaba. Tal vez la chica no tuviera experiencia suficiente para aprovecharse de la oportunidad de oro que le había ofrecido esa noche, pero él no eran tan optimista. Chloe Underwood ya se había traicionado demasiado. Si llegaba a tenerla desnuda bajo él, si se movía dentro de ella, llegaría a conocerla mejor de lo que se conocía a sí misma.
Pero no si estaba en estado comatoso.
Se sentó en la cama, a su lado, y la observó mientras dormía. Todo sería más sencillo si la mataba. Podía hacerlo rápida y limpiamente y decirle a Hakim que no se fiaba de ella. Hakim lo aceptaría sin más.
Le puso la mano en el cuello. Su piel era cálida y suave, muy blanca en contraste con su mano bronceada. Podía sentir el latido constante de su pulso, veía subir y bajar su pecho. Crispó los dedos un instante y luego los apartó.
Después no supo por qué lo había hecho. Era extraño en él, pero últimamente jugaba con reglas distintas. O ignoraba las que le habían enseñado.
Se tumbó a su lado y apoyó la cabeza en la almohada. Ella olía a jabón, a Chanel y a coñac, una combinación tentadora.
—¿Quién eres, bebé? —susurró—. ¿Y qué haces aquí?
Ella no podría contestar al menos hasta seis horas después. Bastien se rió de sí mismo y se sentó. Había tiempo. Dado que no llevaba armas, estaba claro que su misión consistía en recabar información, y él podía asegurarse de que nada de lo que descubriera traspasara los muros del chateau.
Había tiempo.
Capítulo 5
Chloe no era de esas personas que tardaban en despertarse. Solía ponerse alerta inmediatamente, y siempre se levantaba de tan buen humor que daba náuseas, hasta el punto de que sus padres y hermanos, todavía amodorrados, la amenazaban con la muerte o el descuartizamiento si no dejaba de canturrear de una maldita vez.
Esa mañana no fue distinta, menos cuando, al abrir los ojos de golpe, se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde estaba.
Decidió no dejarse llevar por el pánico, ya que éste solía ser una pérdida de tiempo. Se quedó callada, sin moverse, y dejó fluir los recuerdos. El cháteau y la absurda idea de ocupar el lugar de Sylvia. Demasiado vino la noche anterior, y la boca experta de Bastien Toussaint.
Hacía meses que nadie la besaba, así que no era de extrañar que todavía pudiera sentir la presión de sus labios. Lástima no haberse atrevido a llegar hasta el final. ¿Qué importaba que, por parte de él, todo fuera una farsa? Seguramente funcionaba muy bien en la cama.
Pero ella había sido siempre demasiado quisquillosa y terca, y, como solían decirle sus amigas, demasiado americana para disfrutar realmente del sexo incidental. Y aunque echar un polvo con alguien como Bastien habría sido memorable, no le apetecía tener sólo recuerdos a los que aferrarse.
Se sentó despacio, llevándose una mano a la cabeza en previsión de la jaqueca que se merecía por haberse pasado con el vino tinto la noche anterior, pero el dolor no llegó. Sacudió la cabeza con un movimiento de tanteo, preparada para sentir una punzada retardada, pero no sintió nada.
Miró la mesilla de noche. Se había tomado una última copita de coñac antes de quedarse dormida; eso al menos creía recordarlo. Sólo estaba un poquito achispada; era extraño que no recordara nada más. Había bebido un poco de coñac y creía recordar que lo había vertido. Y que se había caído.
Pero estaba tumbada en la cama ancha y confortable; el decantador, en el que quedaba un culín de coñac, seguía sobre la bandeja, y ella debía de haber bebido más de lo que pensaba.
Apartó el edredón y pasó las piernas por encima del borde de la cama. Y entonces se detuvo. Su... es decir, el camisón de Sylvia, confeccionado en seda con una hilera de lacitos, tenía la mitad de los lacitos desatados, desde el bajo a la cintura. ¿Qué había estado haciendo?
Nada muy divertido, pensó tras darse una ducha, vestirse y arreglarse hasta mimetizar más o menos decentemente la elegancia prestada de Sylvia. Miró los zapatos de piel marrón, con sus tacones altos y tinos y su punta afilada, y dejó escapar un gemido. Quizá pudiera decirles que tenía sangre japonesa y tenía que ir sin zapatos.
No, seguramente no colaría. Aunque le habría gustado tener un árbol genealógico más interesante, era simple y tristemente una blanca anglosajona y protestante, y nadie se iba a creer lo contrario.
Consiguió llegar a la planta baja sin perderse, justo a tiempo de tomar un desayuno ligero a base de café y fruta antes de empezar a trabajar. Los participantes estaban sentados a ambos lados de una larga mesa de reuniones, algunos de ellos acompañados por sus asistentes. Excepto von Rutter, al que acompañaba su bella y elegante esposa, Monique.
Hakim, que ocupaba la cabecera de la mesa, le indicó con una seña que se sentara en uno de los sitios vacíos a su derecha. Toussaint no estaba en la sala, pensó Chloe al sentarse, mientras dejaba con todo cuidado su taza de café sobre la pulida superficie de madera de nogal. Quizás el destino se mostrara compasivo con ella.
Debería haber imaginado que no sería así. Toussaint apareció un momento después con un café y tomó el único asiento que quedaba. A su lado.
Chloe escuchó los prolegómenos de la reunión sólo a medias. Un minuto de silencio por su colega difunto, Auguste Remarque. Había oído ese nombre antes, pero no recordaba dónde. Aquello la volvería loca hasta que lo recordara: quizá debiera preguntárselo a alguien directamente. O quizá debiera cerrar el pico e intentar confundirse con el escenario.
Durante las siguientes dos horas no hubo mucho con lo que su imaginación pudiera entretenerse. La organización de importadores de productos alimentarios estaba discutiendo cómo redistribuir sus territorios, y aunque a ella le encantaba el cordero, las naranjas y el pollo bien cocinado, su fascinación tenía un límite. Las discusiones que se le pidió que tradujera eran aburridas hasta decir basta, los números siempre le habían parecido tediosos y las unidades de pollos, cochinillos y barriles de maíz no lograban despertar el interés de la chef que llevaba dentro. Los demás ocupantes de la mesa parecían encontrar infinitamente fascinante aquella conversación, y teniendo en cuenta las cifras que manejaban, Chloe entendía muy bien por qué. Ya fuera en euros, dólares o libras esterlinas, estaban hablando de muchísimo dinero. Chloe ignoraba que los importadores de alimentos amasaran tanta riqueza.
Como estaba sentada en una esquina de la mesa, junto a la cabecera, tenía que girarse para mirar a los participantes, y el hombre sentado a su lado siempre estaba en su línea de visión. A pesar de que estaba ultrasensibilizada a su presencia, Bastien parecía haber perdido todo interés en ella, y apenas parecía percatarse de su existencia. Dado que hablaba inglés y francés, Chloe no tenía que traducirle nada, y podía recostarse en la silla y fingir que le ignoraba mientras hacía garabatos en un cuaderno que le habían puesto delante.
Durante la larga y tediosa reunión hubo sólo un momento conflictivo. Había una palabra que ella no conocía, cosa poco sorprendente, a pesar de la fluidez con que hablaba francés.
—¿Qué es legolas —preguntó—, aparte de un personaje de El Señor de los Anillos?
Un silencio mortal en la habitación; sólo se oía el tintineo de una taza sobre un platillo. La miraban todos como si acabara de preguntarles por su vida sexual o, peor aún, por sus ingresos anuales. Después, por primera vez en ese día, Bastien se dirigió a ella.
—Legolas es una raza de oveja —dijo—. Una que no le interesa a usted particularmente.
Alguien en la sala se rió por lo bajo, ya fuera por el frío desdén de Bastien o por otra cosa.
—No haga preguntas, señorita Underwood, limítese a traducir —dijo Hakim—. Si no puede hacerlo, buscaremos a otra persona. No queremos que su incompetencia nos retrase.
Chloe nunca había reaccionado bien cuando la reprendían en público, y ya había llegado a la conclusión de que Hakim le resultaba antipático. En ese momento nada le habría gustado más que regresar a París en aquella lujosa limusina y no volver a ver a aquella yente.
¿O no? Mantuvo la mirada apartada del hombre sentado a su lado, aunque sabía perfectamente que no iba a marcharse hasta que tuviera que hacerlo.
—Le pido disculpas, monsieur —dijo en francés—. Si no es necesario que conozca el significado de una palabra, no haré preguntas, desde luego. Sólo pensaba que sería de ayuda tener una mejor comprensión del tema.
—Tenga cuidado, Gilles —dijo Monique con una risa gutural—. A Bastien no le gustaría que intimidara a su mascotita.
Bastien levantó los ojos de la mesa. —¿Celosa, querida?
—¡Basta ya! —les espetó Hakim—. No tenemos tiempo para discusiones de poca monta.
Bastien se volvió hacia él y, al hacerlo, no tuvo más remedio que mirar a Chloe. Su sonrisa era beatífica, y levantó las manos en un gesto de rendición.
—Discúlpeme, Gilles. Ya sabe que siempre me distraigo fácilmente cuando hay cerca una mujer hermosa.
—Sé que sólo se distrae cuando quiere, y los demás también lo saben. Hay mucho en juego como para perder el tiempo con estas cosas. Esto es demasiado importante.
¿Patos, cerdos y pollos demasiado importantes? Por suerte, Chloe se limitó a pestañear. Era lógico que un importador pensara que los productos con los que comerciaba podían afectar al destino del mundo. La gente sentada alrededor de la mesa parecía totalmente desprovista de sentido del humor. Claro, que los asuntos financieros solían poner a la gente mortalmente seria. Tendría que controlar su frivolidad.
Hakim se levantó.
—Vamos a hacer un descanso para comer. En este punto no hay nada más que podamos hacer. —Bien —dijo Bastien—. Me he despertado tarde y tengo hambre.
—Usted no se va a ir a comer, Bastien —los demás estaban saliendo de la sala y Chloe intentaba irse con ellos, pero estaba atrapada entre los dos hombres—. Necesito que me haga un favor —dijo Hakim. Demasiado cerca.
—Disculpe —lo interrumpió Chloe mientras intentaba pasar a su lado.
—Usted forma parte del favor, señorita Underwood —dijo Hakim, y le puso una mano en el brazo para detenerla.
En Francia, a los hombres les gustaba tocar a las mujeres. A decir verdad, a los de Carolina del Norte también, y los contactos cordiales estaban a la orden del día.
Pero a ella no le gustaba notar la mano de Hakim sobre su brazo. No le gustaba ni pizca.
—Desde luego —dijo Bastien de inmediato mientras miraba su expresión testaruda con evidente regocijo—. ¿Qué quieres que hagamos?
—Tengo un recado para la señorita Underwood y le agradecería que la llevara en coche. Necesito unos libros.
—¿Unos libros? —repitió Chloe.
—Para mis huéspedes. No van a estar trabajando todo el día, y deben tener algo con lo que entretenerse en los ratos libres. Estoy seguro de que usted sabrá qué comprar, dada su experiencia en el sector editorial. Traiga unos cuantos en los idiomas más comunes. Francés, inglés, italiano y alemán. Algo ligero y entretenido... Utilice su criterio.
—Pero ¿y la limusina? —tartamudeó ella—. Es una lástima que monsieur Toussaint tenga que perder el tiempo en un recado así en lugar de seguir trabajando.
—Monsieur Toussaint está encantado de tener la oportunidad de escapar un rato, ¿no es cierto, Bastien? Sobre todo, en compañía de una joven tan en cantadora. Y a la limusina le están haciendo una revisión. No está disponible.
¿Por qué demonios le estaba mintiendo? No era necesario que inventara una excusa para librarse de ella. Podía sencillamente ponerla de patitas en la calle y acabar de una vez.
—¿Y el trabajo de esta tarde? —Bastien parecía completamente despreocupado—. No queremos perdernos nada.
—Descuide, Bastien. Velaré por sus intereses, ya lo sabe. Todos subimos y bajamos juntos. Y, estando todavía ausente el señor Christopoulos, estamos muy lejos de llegar a una conclusión respecto a quién ocupará la jefatura. Esta tarde sólo nos disputaremos las posiciones de salida. Puede tomarse tranquilamente la tarde libre y divertirse. Lleve a mademoiselle Underwood a comer a Saint André. No hay prisa.
Chloe se estrujó el cerebro intentando inventar una excusa, aunque fuera mala, para salir del paso, pero no se le ocurrió ninguna.
—Si está seguro, monsieur Hakim...
Gilles Hakim esbozó una sonrisa benevolente; sólo por culpa de su imaginación las sombras de la sala bien iluminada la hicieron parecer levemente siniestra.
—Estoy seguro, mademoiselle. Mañana por la mañana habrá tiempo de volver al trabajo. Entre tanto, diviértase.
—Yo me ocuparé de eso —dijo Bastien. La tomó del brazo por el que Hakim la había agarrado y se lo apretó muy suavemente, pero ello bastó para que Chloe se pusiera en movimiento.
El contacto de su mano seguía siendo igual de turbador, pensó mientras permitía que la condujera fuera de la sala. El tacto de su piel suponía una amenaza de otra clase, una amenaza peligrosamente atractiva.
En cuanto salieron de la habitación, logró soltarse sin esfuerzo.
—Si me presta su coche, estoy segura de que podré encontrar yo sola una librería —dijo con firmeza.
—Pero entonces no tendría la oportunidad de pasar un rato con usted —repuso él—. Y mi coche sólo lo conduzco yo. Para eso soy muy quisquilloso. ¿Por qué no sube a ponerse unos zapatos más cómodos? Estoy seguro de que tendrá alguno.
Chloe habría dado diez años de su vida por tener unos zapatos más cómodos, pero a Sylvia no le había parecido necesario, del mismo modo que no había tenido en cuenta su diferencia de tallas. Le costaba un arduo esfuerzo no cojear, pero logró componer su mejor sonrisa.
—Éstos son comodísimos —dijo—. Estoy lista, si usted lo está. Cuanto antes nos vayamos, antes podremos volver.
—Cierto —murmuró él—. Aunque no creo que haya sido muy sincera respecto a los zapatos —había un cierto énfasis en su voz, como si creyera que no había sido sincera en otras cuestiones. O quizá su desquiciada imaginación había vuelto a las andadas.
Él conducía un Porsche. Cómo no, pensó Chloe al deslizarse en el asiento delantero. La había esperado mientras iba a recoger su bolso, y ella se había probado todos los pares de zapatos que Sylvia le había metido en la maleta, pero los demás le quedaban aún peor. Al final agarró un chaquetón, salió y esta vez encontró el camino a la planta baja sin tropiezos, sólo para encontrar a Bastien esperándola junto al minúsculo coche.
El día estaba nublado, así que por lo menos llevaba la capota echada. A pesar de que no lucía el sol, él llevaba gafas negras, y la esperaba tranquila mente recostado contra el lateral del coche, con los brazos cruzados. Otro traje de seda, seguramente de Armani, con una camisa de seda clara y sin corbata. El pelo negro se le rizaba por detrás del cuello, y su expresión era ilegible. Le abrió la portezuela, y a Chloe el interior del coche le pareció muy pequeño y acogedor. Demasiado acogedor.
No se le ocurría absolutamente ninguna excusa para no ir con él. Se colocó bien el asa del bolso de Hermés de Sylvia en el hombro, enderezó la espalda y montó en el coche evitando darle la mano que él le ofrecía. Lo oyó reírse antes de que cerrara la portezuela.
Por dentro, el Porsche era tan pequeño como se temía. Y él parecía más grande. En el cháteau le había parecido de estatura media, de figura elegante y pulcra, ni demasiado alto, ni demasiado corpulento. En el coche, su presencia resultaba abrumadora, y sus piernas eran mucho más largas de lo que Chloe creía. Tenía el asiento echado hacia atrás a tope, y le echó un vistazo al cielo antes de poner el coche en marcha.
—¿Seguro que no quiere llevarse un paraguas? —preguntó—. El tiempo parece inestable.
Sylvia no le había metido un paraguas en la maleta.
—Habrá que confiar en que la lluvia se contenga hasta que volvamos. No creo que tardemos mucho. Sólo tengo que elegir unas cuantas novelas para los invitados de monsieur Hakim y luego podremos regresar.
—¿Y el almuerzo? —Bastien enfiló la larga y sinuosa avenida de entrada al cháteau.
—No tengo hambre —mintió—. Puedo comer algo cuando volvamos, si cambio de idea.
—Como quieras, Chloe —dijo él, su voz tan sedosa como su traje gris carbón; tan sedosa como la piel bronceada de sus estrechas muñecas. Las manos que posaba sobre el volante eran fibrosas y bonitas, y llevaba anillo de casado. Naturalmente. Aquellas manos parecían también muy fuertes—. Será mejor que te pongas el cinturón de seguridad. Conduzco deprisa.
Ella abrió la boca para protestar y acto seguido volvió a cerrarla. Ya debería haberse acostumbrado a la velocidad de locura con que conducía la gente en Europa y, por otra parte, cuanto más rápido condujera él, antes acabaría todo aquello. Se pasó el cinturón por el pecho, se lo abrochó y se recostó en el asiento de cuero.
—¿Supongo que no le apetecerá hablar conmigo? —preguntó él. Chloe se dio cuenta de que llevaban unos minutos hablando en inglés. Ni siquiera lo había notado.
Ciertamente, no estaba de humor para ponerse a charlar ni en inglés ni en francés, dado que la charla incluiría coqueteos, y su anillo de boda se veía a la legua.
—Estoy muy cansada —dijo, al tiempo que cerraba los ojos.
—Entonces, pondré algo de música —la voz de Charles Aznavour llenó el coche, y Chloe sofocó un leve gemido. Aznavour había sido siempre una de sus grandes flaquezas, y cuando escuchaba la triste Venecia, se le derretían los huesos.
Siempre podía perderse en el sonido de su voz y olvidarse de con quién iba. Pero a Bastien no era fácil ignorarle. Sin necesidad de hablar seguía saturando sus sentidos: el sutil perfume de su costosa colonia la tentaba, el leve sonido de su respiración parecía cantarle una serenata.
La colonia era insidiosamente atractiva. Debería preguntarle cómo se llamaba, para comprársela a sus hermanos. Aunque, pensándolo bien, quizá no fuera buena idea. No volvería a oler aquel perfume sin pensar en Bastien Toussaint, y cuanto antes se olvidara de aquel hombre casado, mujeriego e innegablemente seductor, tanto mejor.
Era culpa suya, pensó mientras la voz de Aznavour la envolvía como un manto de tosca seda. Había deseado aventuras, un poco de sexo y de violencia vicarios, y no estaba preparada para ello. Y eso que sólo se habían dado un beso. Confiaba en que el destino no le tuviera reservado también un poco de violencia.
«Sólo era una broma, Dios mío». Proyectó sus pensamientos hacia el cielo mientras seguía intentando hacerse la dormida. «La única aventura que quiero es una vida cómoda, agradable y aburrida en París».
Ten cuidado con lo que deseas. Abrió los ojos el ancho de una rendija y miró de soslayo a Bastien. Tenía la mirada fija en la estrecha carretera que se extendía ante ellos, las manos apoyadas con levedad sobre el pequeño volante mientras atravesaban velozmente la campiña. Por alguna estúpida razón, pensaba que, si lo espiaba sin que se diera cuenta, quizá pudiera averiguar algo sobre él. Pero parecía el mismo: la nariz alta y fuerte, la boca bellamente dibujada, la actitud serena y ligeramente irónica. Como si el mundo le pareciera apenas una broma de un humo negrísimo.
—¿Has cambiado de idea respecto al almuerzo? —preguntó sin volverse. Adiós al espionaje: se había dado cuenta de que lo estaba observando y, como siempre, no había dejado traslucir nada.
Ella volvió a cerrar los ojos para no verlo.
—No —contestó. Y bajo la música de Charles Aznavour, le sonaron las tripas.
Bastien se percató del momento exacto en que se quedó dormida. Sus manos, apoyadas sobre el regazo, agarraban con fuerza el asa de piel del bolso, y de pronto se relajaron. Su respiración se aquietó y su bonita boca dejó de ser una línea fina y nerviosa. Debería haberle dicho que se quitara los zapatos, al menos hasta que llegaran allí. Claro, que ella volvería a negar que le hacían daño.
—'Qué otras mentiras le contaría? Sería interesante averiguarlo, y si todo iba bien tendría tiempo de sobra para hacerlo. Primero tenía que llegar a una cabina telefónica y llamar a Harry Thomason, ver si el Comité sabía quién era Chloe exactamente. Y ver también qué iban a hacer respecto al cargamento de ovejas Legolas para Turquía. Porque no eran ovejas, eran armas de extraordinaria potencia, con sensores de infrarrojos y balas inteligentes capaces de hacer mucho daño incluso en manos del más inepto tirador. Apenas tenía dudas de lo que querría el Comité que hiciera. Dejarles entregar las armas, permitir que muriera gente inocente mientras ellos iban en busca de un pez más gordo que pescar. Los daños colaterales eran su mantra, y a él había dejado de importarle hacía tiempo.
Miró a su acompañante dormida. No iba a durar mucho, siendo tan inepta. Pero en su caso no se trataría de un daño colateral, sino de gajes de la guerra.
Bastien sólo esperaba, por alguna extraña razón, que no fuera él quien tuviera que matarla.
Capítulo 6
Chloe se despertó sobresaltada en el preciso instante en que el coche se detenía frente a un pequeño café. Ignoraba cuánto tiempo había dormido, y aún no podía creer que hubiera echado una cabezadita dentro de un espacio tan reducido en compañía de Bastien Toussaint. Tal vez hubiera sido un mecanismo de supervivencia.
—Ya estamos aquí —dijo él sin apagar el motor—. Esto es Saint André, un pueblecito singularmente aburrido. Hay una pequeña librería al otro lado de la esquina, y si cambias de idea puedes almorzar en ese café. Volveré dentro de un par de horas.
—¿Cómo que volverás? ¿Adónde vas?
—Tengo que ocuparme de unos asuntos. Si contabas con mi compañía, lamento desilusionarte, pero hay ciertas cosas que requieren mi atención.
—No estoy desilusionada —replicó ella, a pesar de que se sentía extrañamente malhumorada. Miró a través del parabrisas. El cielo estaba oscuro, cubierto, y el pueblo parecía pequeño y deprimido—. ¿Seguro que en la librería tendrán lo que necesito? Este pueblo es muy pequeño.
—No importa. A Hakim no le interesan los libros. Sólo quería librarse de ti un par de horas. Y de mí también. Dudo que se moleste siquiera en mirar lo que le lleves.
Ella se lo quedó mirando. —No entiendo.
—¿Qué hay que entender? Así mata dos pájaros de un tiro —tenía las manos posadas sobre el volante. Unas manos preciosas. Hasta con la sencilla alianza de oro.
Chloe abrió la portezuela y salió del coche. Había bajado la temperatura y se había levantado un viento que arrastraba hojas muertas por la estrecha carretera.
—¿Dos horas? —preguntó, echando una ojeada a su reloj.
—Probablemente —se alejó en cuanto ella cerró la portezuela del coche y desapareció por la carretera a toda velocidad.
Era poco más de la una; dada la velocidad a la que conducía Bastien, podían estar ya a medio camino de Marsella. Debería haberse llevado un paraguas: el cielo se volvía más amenazador a cada momento.
Era una suerte que él se hubiera marchado. La ponía muy nerviosa, y no estaba acostumbrada a eso. Los hombres eran, básicamente, criaturas predecibles: lo que había era lo que se veía a simple vista. Pero Bastien era muy distinto. No había ni una sola cosa en él de la que estuviera segura; ni de su nacionalidad, ni de su profesión, ni de su intermitente interés por ella. Lo único que sabía a ciencia cierta era que conducía a toda pastilla. Y que olía muy bien.
Se dirigió primero a la librería. Entre otras cosas, no podía contar con que el encargo de Hakim fuera sólo una treta, y era una empleada concienzuda en cualquier circunstancia. Le costó encontrar la tienda; tuvo que pedirle indicaciones a una mujer mayor de aspecto agrio que probablemente no le hubiera contestado en inglés aunque hubiera entendido el idioma. Por suerte, Chloe sabía que su acento era muy bueno, pues había empezado a estudiar francés en la guardería del colegio privado al que la mandaron sus padres. Parecía más belga que francesa, pero eso era preferible a parecer una estadounidense de tres al cuarto.
La librería era tan desastrosa como esperaba. Estaba llena de lo que parecían ser los sobrantes de la biblioteca de algún viejo profesor, y algunos de los títulos eran tan esotéricos que ni siquiera ella lograba traducirlos. Todos en francés, por supuesto, y ni una sola sobrecubierta a la vista. Seguramente todos aquellos libros se habían publicado antes de la guerra.
Encontró un par de novelas y las compró de todos modos. Si no servían para los huéspedes de Hakim que hablaban francés, las leería ella. Luego se encaminó hacia el café. Quizá hubiera por allí un quiosco de prensa. Seguramente unas cuantas revistas de colores brillantes servirían lo mismo para entretener a un grupo de tenderos aburridos en sus ratos libres.
Pero no había quiosco, ni siquiera un periódico que leer en el lúgubre cafetín. Pero al menos había comida, y a esas alturas Chloe estaba hambrienta.
Pidió una baguette con brie para almorzar y café fuerte en lugar de vino. No quería volver a acercarse al alcohol mientras durara aquel peculiar trabajito que Sylvia le había endilgado. Y cuanto antes acabara y regresara a su diminuto apartamento con un puñado de euros, tanto más se alegraría.
Prolongó la comida todo lo que pudo, mirando el reloj de vez en cuando. Habían pasado casi dos horas; seguramente Bastien estaba al caer. Con suerte, aparecería antes de que empezara a llover.
Pagó la cuenta, salió del café y miró calle abajo por si veía algún signo del Porsche. Las calles estaban desiertas, el viento le agitaba la falda, pegándosela a las piernas, y cuando se volvió de nuevo hacia el café la puerta estaba firmemente cerrada y un cartel de Fermé colgaba de la vidriera.
En ese momento le cayó el primer goterón, al que siguió otro al instante. Pensó en regresar al café y aporrear la puerta, pero seguramente no le harían caso. No parecía haberles hecho mucha gracia que entrara, y probablemente ya estarían demasiado lejos para oírla. O eso fingirían.
Se encaminó de nuevo hacia la librería lo más aprisa que pudo, pero también estaba cerrada a cal y canto. Se metió bajo un soportal, tiritando ligeramente, y se ciñó la chaqueta mientras las gotas de lluvia empezaban a convertirse en una leve llovizna. El pueblo era tan pequeño que no se veía ningún otro edificio público. La estafeta de correos cerraba también a mediodía, y si había otras tiendas, no estaban a la vista.
Lo que sí estaba a la vista era la vieja iglesia. Chloe sofocó una punzada de culpabilidad: librarse de la lluvia y del frío era razón de poco peso para pisar por fin una iglesia, pero no le quedaba más remedio. La iglesia estaba en un rincón de la plaza principal; desde allí podría vigilar la llegada de Bastien más fácilmente, y estaría más caliente que a la intemperie.
Estaba a medio camino de la iglesia cuando la lluvia se desató en toda su furia, empapándola hasta los huesos. Los zapatos de tacón alto le apretaban y avanzaba despacio. Se detuvo el tiempo justo para quitárselos antes de echar a correr hacia las puertas de madera labrada del viejo edificio.
También estaban cerradas. ¿Qué clase de pueblo era aquél, donde cerraban con llave la iglesia? ¿Y si era una pobre pecadora que necesitaba absolución o un momento de reflexión?
Bueno, a decir verdad era una pobre pecadora según los criterios eclesiásticos, aunque hacía unos cuantos meses que no tenía ocasión de pecar. Pero estaba claro que en aquel pueblecito no había necesidad de santificación diurna. Se pegó contra la puerta, intentando hurtar lo más posible el cuerpo a la lluvia, y miró cómo caía el agua sobre la calle y corría en remolinos por el empedrado que, a pesar de ser encantador, había estado a punto de costarle un tobillo roto. La temperatura iba bajando, y se rodeó el cuerpo con los brazos, temblando. Y entonces cayó en la cuenta de que, en algún punto del camino, había perdido los libros que acababa de comprar.
—Hijo de perra —masculló, y se detuvo al recordar dónde estaba. Sólo le faltaba aquello para completar el día. Bastien se había ido hacía horas, y, con la suerte que tenía, no volvería. Se quedaría atrapada en aquel antipático pueblo sin nombre, moriría de neumonía y Sylvia tendría que buscarse otra compañera de piso.
Unos faros atravesaron la lluvia, iluminándola mientras permanecía acurrucada en el portal. El Porsche se detuvo delante de ella y él bajó la ventanilla, pero Chloe no se movió.
—Siento llegar tarde —dijo él, aunque no parecía sentirlo lo más mínimo—. Te dije que deberías haber traído un paraguas.
—Que te jodan —masculló Chloe, que por fin había sobrepasado su límite. Recogió los zapatos y salió de nuevo a la calzada empapada. Se montó en el asiento del acompañante y procedió a sacudirse el pelo como si fuera un perro mojado.
Bastien no se quejó, lo cual habría sido divertido. —Lo siento —repitió—. ¿Dónde están los libros?
—Los he perdido.
—Eres un desastre —dijo, mirándola con aire crítico—. Tienes el traje arruinado.
La fina camisa de seda se le había pegado al pecho, al sujetador que le quedaba algo pequeño, y tiró de la tela para despegársela de la piel. A Sylvia le encantaba aquella camisa; le estaba bien empleado por meterla en aquel lío.
—Tienes frío —dijo él.
A Chloe se le ocurrieron varias respuestas, la mayoría de ellas del tenor de: «No me digas», pero resistió la tentación.
—Sí, tengo frío —dijo, y se estremeció al echar mano del cinturón de seguridad. Le temblaban tanto las manos que no pudo abrochárselo y al final desistió, se recostó en el asiento y confío en arruinar también la tapicería.
Bastien no había puesto el coche en marcha. La estaba mirando fijamente. O, al menos, eso suponía ella. Con el chaparrón, el interior del coche estaba a oscuras, y él no había encendido la luz.
—¿Quieres ir a un hotel a quitarte esa ropa mojada? —su voz sonó tan despreocupada que podía haber estado preguntándole si le apetecía un helado de cucurucho.
—Creo que no —contestó ella en tono cáustico—. Enciende la calefacción y estaré mejor.
Él puso el coche en marcha y enfiló la carretera a la misma velocidad suicida con que había conducido antes, pero esta vez en medio de la oscuridad y la lluvia, y ella ni siquiera se había puesto el cinturón. El Porsche podía ser un coche magnífico, pero su sistema de calefacción dejaba algo que desear, y media hora después seguía teniendo frío y luchaba aún por abrocharse el cinturón del regazo porque, si Bastien se empeñaba en conducir como si estuvieran en Le Mans y volcaban, quería tener una oportunidad de sobrevivir.
El día se había puesto oscuro como boca de lobo, no sólo por la lluvia, sino también por la hora, y Chloe estaba acurrucada en el asiento, confiando en que él se hubiera olvidado de su presencia, cuando de pronto frenó en seco y los neumáticos chirriaron sobre el pavimento hasta que se detuvieron junto a una hilera de setos.
La carretera era demasiado estrecha para pararse, pero no habían adelantado a ningún coche en todo el trayecto. Lo que, pensándolo bien, sólo consiguió aumentar su desasosiego. Estaba sola en una carretera oscura con un hombre al que no conocía y del que no se fiaba.
Esta vez, Bastien encendió la luz del salpicadero, que llenó el interior del coche de sombras ásperas e inclementes. Bastien ya no parecía tan encantador, ni tan suave. Parecía peligroso.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó hecho una furia.
—Intento abrocharme el cinturón de seguridad —por desgracia, el frío hizo que le temblara un poco la voz—. Conduces demasiado deprisa.
—Idiote —masculló en voz baja, y buscó a tientas algo detrás del asiento. Al hacerlo, le rozó el cuerpo, y Chloe contuvo el aliento hasta que volvió a incorporarse. Tenía en la mano una camisa blanca, v antes de que ella pudiera adivinar qué se proponía, la agarró de la barbilla con una mano y comenzó a secarle la cara con la suave tela—. Pareces un mapache —dijo con voz desapasionada—. Se te ha corrido el maquillaje por toda la cara.
—Genial —masculló ella, y echó mano de la camisa—. Puedo arreglármelas sola.
Él puso la camisa fuera de su alcance.
—Estate quieta —dijo mientras le limpiaba alrededor de los ojos con sorprendente delicadeza. La camisa olía como él. Como el perfume esquivo que llevaba, como los cigarrillos que no debía fumar, como el olor indefinible de su piel. ¿Y cómo sabía ella a qué olía su piel en realidad?
Bastien dejó la camisa sobre su regazo, pero no le soltó la cara.
—Ya está —dijo—. Mucho mejor. Ahora sólo pareces misteriosa y sofocada. Pensarán que hemos pasado la tarde en la cama. Que es probablemente lo que deberíamos haber hecho, si no fueras tan estadounidense.
Ella intentó apartar la cara, pero Bastien se la sujetaba con más fuerza de la que pensaba.
—No lo hemos hecho.
—Qué lástima. ¿Estás desilusionada? Podríamos tomar un pequeño desvío en el camino de regreso. Hakim no nos esperará hasta que nos vea llegar.
—No, gracias —contestó educadamente.
Él no se movió. No le soltó la barbilla, y sus ojos oscuros, casi negros, escudriñaban los suyos con una expresión casi especulativa. Chloe no veía nada en sus ojos, y sin embargo contuvo el aliento de pronto, y comprendió lo que iba a pasar.
—Esto es un error —dijo él suavemente.
Y antes de que ella pudiera preguntar a qué se refería, la besó, sujetándole la cara con los largos dedos mientras se apoderaba de su boca.
No lo llamaban beso francés por cualquier cosa, pensó Chloe en un último momento de lucidez. Bastien era un consumado maestro; empezaba con un roce semejante al de una pluma al que seguía la lengua, que acariciaba suavemente sus labios. Ella sabía que debía apartarlo, pero abrió la boca de todos modos, a pesar de que sabía que se estaba comportando como una necia.
Pero ¿qué daño podía hacerle un beso? Sobre todo, de alguien tan dotado como Bastien. No podían hacer mucho más en la minúscula cabina del Porsche, y en cuanto volvieran al cháteau podría mantenerse alejada de él a poco que se esforzara. De manera que no había razón para que no se reclinara contra el asiento de cuero y dejara que la besara despacio y le mordisqueara con un leve y erótico tirón de los dientes el labio inferior, lo cual, por algún motivo, le hizo proferir un suave gemido.
Él levantó la cabeza; sus ojos refulgían en la oscuridad.
—¿Te ha gustado, Chloe? Pues podrías devolverme el beso.
—Yo... cr—creía que estábamos de acuerdo en que n—no era bu—buena idea —tartamudeó ella. Decidió echarle la culpa al frío, aunque en realidad empezaba a arder por dentro.
—No, no lo es —convino él, apretando los labios contra la curva de su mandíbula—. Pero las buenas ideas son tan aburridas...
La besó con más ímpetu esta vez. Ya no intentaba seducirla con delicadeza. Le hacía exigencias, exigencias que ella ansiaba cumplir.
Le estaba tocando el muslo. Deslizaba la mano bajo la falda de seda estropeada, y su contacto era como una llama que la lamiera. Chloe bajó las manos para detenerle, pero no consiguió que se moviera. Lo único que logró fue que se apretara contra sus muslos, lo cual difícilmente podía considerarse una mejoría.
Bastien se apartó de nuevo, tomó aliento, al igual que ella, y Chloe intentó tomar las riendas de su cordura, que se le escapaban rápidamente.
—¿Por qué haces esto? —preguntó con un susurro.
—Una pregunta estúpida. Porque quiero. Porque te deseo. Lo único que tienes que hacer es decir no. Pero no vas a hacerlo. Porque lo deseas tanto como yo, aunque intentes convencerte de lo contrario. Quieres saborear mi boca. Quieres que te toque. ¿O no?
Ella quería contradecirle, asegurarle que se engañaba, que era un engreído, un necio, un arrogante... —Bésame, Chloe —susurró. Y ella lo besó.
Le gustaba besar. Le encantaba, de hecho. Pero con Bastien bordeaba lo orgásmico, y no tuvo que subir las manos más por debajo de la falda para ponerla casi a punto de estallar. Lo único que necesitó fue su boca, que se movía, acariciaba y saboreaba la suya cada vez con más ansia, para que ella sintiera un estremecimiento que la recorrió de la garganta al vientre. Extendió las manos para tocarlo.
El coche pareció salir de la nada, la luz de sus faros atravesó el parabrisas, hizo sonar el claxon, las ruedas resbalaron sobre la estrecha carretera. Esquivó por poco el Porsche parado, y luego se alejó. Pero Chloe se había apartado de un salto, de él, de la tentación, alejándose todo lo posible.
Deseó que la luz no estuviera encendida, que no tuviera que ver a Bastien. Claro, que de haber estado a oscuras quizá no hubieran parado. Él la miraba con una expresión serena y reflexiva, como si lo sucedido en los minutos anteriores no le hubiera afectado en absoluto.
— Si te echas un poco más para atrás, te saldrás por la ventanilla —dijo.
—Puede que fuera buena idea. Su sonrisa era leve.
—No con esta lluvia. Siéntate bien y relájate. Te dije que no te tocaría si no querías. Lo único que tienes que hacer es decirlo.
—No quiero que me toques —era una mentira con todas las de la ley. O, al menos, era una mentira de la carne. Su cuerpo lo deseaba. Ansiaba su con tacto. Su cerebro aún se daba cuenta de que era un error, pero estaba luchando en una dura batalla contra su cuerpo esponjado por el deseo.
—Si tú lo dices, petite —dijo él con despreocupación—. Abróchate el cinturón.
Chloe había estado tiritando de frío, pero su tiritera no era nada comparada con los temblores que se apoderaron de ella en ese momento. Él la observó luchar con el cinturón, pero no hizo esfuerzo alguno por ayudarla, como si quisiera averiguar hasta qué punto lograba turbarla. Por fin alargó el brazo y le abrochó el cinturón, pero al hacerlo sus largos dedos le rozaron la tripa, y Chloe dio un respingo.
—No, a menos que me lo pidas, Chloe —dijo él con voz tranquilizadora, y, tras apagar la luz del techo, puso el coche de nuevo en marcha. Por fin empezaba a hacer calor, en un momento en que Chloe se sentía arder a pesar de que llevaba la ropa mojada. Sin embargo, no se quejó.
Al menos no habían ido más lejos, aunque sabía Dios qué más le habría dejado hacer si hubiera tenido ocasión. Todavía podía sentir la huella de su mano en el muslo, los largos dedos sobre su piel tersa, tan insoportablemente cerca del centro de su ser. Tenía que quitarse aquello de la cabeza, borrarse el sabor de su boca, levantar un muro de hielo entre los dos, un muro que no pudiera derretir el calor de su cuerpo.
—Se le da muy bien esto, monsieur Toussaint — dijo con voz admirablemente fría cuando llevaban unos minutos en camino—. No sé por qué se molesta. Supongo que es simplemente una cuestión de orgullo viril, o demasiada testosterona, quizá. Debe de resultarle impensable que una mujer no le desee.
Veía su perfil gracias a las luces del salpicadero, pero él no dejaba traslucir nada.
—¿Intentas convencerme de que no te sientes atraída por mí? Conozco a las mujeres, chérie, y sé cuándo están interesadas y cuándo no. No entiendo tus dudas, pero sé aceptar una negativa con elegancia. Hay otras mujeres. Siempre hay otras mujeres. Aquello no iba como ella planeaba. Claro, que con aquel hombre extraño nada le salía como quería. —Y estoy segura de que son mucho más fáciles de seducir —su voz era cáustica.
—Oh, creo que podría seducirte con bastante facilidad si me empeñara.
Por alguna razón, a Chloe aquello le sonó insultante. ¿Acaso no quería molestarse en hacer el esfuerzo? ¿Por qué? ¿Tan poco atractiva era?
No mostró su reacción.
—Puedes creer lo que quieras —dijo—. Pero la próxima vez que quieras seducir a alguien, deberías elegir un lugar mejor que el asiento delantero de un Porsche. No es precisamente el mejor sitio para practicar el sexo.
Él le sonrió.
—Permíteme asegurarte, Chloe, que podría haberte follado perfectamente en el asiento delantero de este coche. Lo he hecho otras veces.
¿Cómo era posible que una afirmación insultante resultara tan erótica? Debía de sufrir hipotermia. —Llévame al cháteau —dijo en voz baja, dándose por vencida. A Bastien aquello se le daba mucho mejor que a ella, y la verdad era que seguramente lo deseaba tanto como él creía. Probablemente más de lo que él la deseaba a ella. Ni siquiera estaba segura de creerle a ese respecto. Era uno de esos hombres que buscan mariposas exóticas como Monique von Rutter, o madame Lambert, aquella inglesa elegante despiadada. Una americana patosa difícilmente podía ser su tipo.
Pero, la deseara o se tratara sencillamente de una respuesta automática, todo iría bien mientras se mantuviera alejada de él. Había visto lo ocurrido la noche anterior: Bastien había tardado menos de cinco minutos en desaparecer con Monique von Rutter. Encontraría —a otra con quien distraerse en cuanto llegaran allí.
Condujo a toda velocidad y en completo silencio el resto del camino. Rodeó el extenso edificio hasta la parte de atrás y Chloe miró su costoso relojito, esperando a medias que hubiera dejado de funcionar.
Eran sólo las seis y media, y tenían una larga noche por delante. Y lo único que ella quería era darse un buen baño caliente y meterse en la cama.
Tenía, sin embargo, la impresión de que no iba a ser posible. Él paró el coche, se inclinó y le desabrochó el cinturón.
—He pensado que preferirías entrar por otra puerta. Ésta es la más cercana a tu habitación. Puedes darte una ducha y cambiarte antes de que los demás te vean y empiecen a hacer preguntas.
—¿Y qué si las hacen? No he estado en ningún sitio donde no debiera estar, ni he hecho nada prohibido —en cuanto aquellas palabras salieron de su boca se arrepintió de haberlas dicho. Besar a Bastien había sido una insensatez, y las cosas podían haber sido mucho peores si no les hubieran interrumpido.
—¿De veras? —murmuró él—. En ese caso, puedo subir contigo y acabar lo que empezamos.
Chloe estuvo a punto de tomarle la palabra. Pero, por suerte, aún le quedaba una pizca de cordura. —No, gracias. Creo que ya hemos acabado.
—¿No me digas? —al ver su lenta e irritante sonrisa, Chloe sintió ganas de abofetearlo. Se inclinó hacia ella, y de pronto temió que fuera a besarla otra vez. Pero se limitó a abrirle la portezuela del coche—. Nos veremos en la cena.
Ella agarró sus zapatos estropeados, el bolso de piel empapado y su dignidad, y salió al patio. El aguacero se había convertido en una fina llovizna, pero el aire era cada vez más frío, y sentía la ropa pegajosa y helada. Miró hacia el Porsche, pero no distinguió a Bastien en el interior a oscuras. Mejor.
—Gracias por el paseo —dijo, y cerró la portezuela con demasiada fuerza.
Antes de que se alejara, le pareció que le oía reír.
Capítulo 7
A Bastien no le gustaba equivocarse. Llevaba más tiempo del que podía recordar observando la naturaleza humana, indagando sobre la gente, y su intuición era por lo general infalible. Y ahora empezaba a tener serias dudas acerca de Chloe Underwood.
La lógica le decía que era una agente peligrosa. Sería absurdo pensar que cabía otra posibilidad. Y o bien era muy, muy buena, o bien muy, muy mala. Bastien no sabía a qué carta quedarse.
Chloe bajó tarde a cenar, cosa nada extraña, y él procuró no cruzarse en su camino. Ella estaba pendiente de él, cualquiera con dos dedos de frente se habría dado cuenta, y en aquel salón no había nadie que fuera deficiente mental. Permaneció en silencio, comió poco y miraba a todas partes, menos a él. En otras circunstancias, a Bastien aquello le habría hecho gracia. Pero en ese momento no tenía nada de gracioso.
Ella no parecía tan arreglada como la tarde que llegó. El pelo moreno se le había rizado por la lluvia, llevaba un maquillaje muy discreto, y tenía la boca roja y ligeramente hinchada. Él no la había besado tan fuerte, ¿no? Quizá sí, pero ella le había devuelto el beso con idéntico entusiasmo, hasta que los malditos faros les interrumpieron.
Podría haber averiguado muchas cosas una vez estuviera dentro de ella. Todavía podía.
Monique von Rutter había enfilado a Chloe con el instinto de un gran tiburón blanco buscando un miembro que arrancar de cuajo. Bastien observaba en silencio mientras la baronesa conversaba con Chloe con una voz tan zalamera que no habría engañado a nadie, aparte de a un perfecto ingenuo. Chloe la miraba con recelo, respondía a sus preguntas provocativas con monosílabos y no tocaba el vino. Lástima; Bastien contaba con que el alcohol le facilitara la tarea.
Claro, que no era de los que prefieren el camino más fácil.
—Los hombres franceses me parecen absolutamente tediosos, ¿a usted no, señorita Underwood? —estaba diciendo Monique—. Les interesa más su propia actuación que el placer de una. ¡Y son tan vanidosos... ! Fíjese en Bastien, por ejemplo. Sólo una persona de lo más superficial vestiría tan bien.
Los ojos de Chloe volaron hacia él y a continuación volvieron a fijarse en su plato, casi intacto. No contestó. No le estaba dando mucho pie a Monique, pensó Bastien vagamente mientras con una mano hacía girar su copa de vino. Quizá debiera echarle un cable.
—Pero yerra usted el tiro, baronesa —dijo, arrastrando las palabras—. Un hombre obsesionado por su actuación sexual se dedica con devoción a complacer a su amante. Otra cosa sería que le interesara más su propia satisfacción, pero si su orgullo insiste en que sea un gran amante, ello sólo puede redundar en beneficio de la mujer, ¿no es así?
Había un leve rubor en las mejillas de Chloe mientras miraba fijamente su plato, un rubor que todo el mundo en la mesa advirtió.
Pero Monique estaba en vena.
—A menos, naturalmente, que la mujer en cuestión se percate de que no es más que un accesorio para la vanidad de su amante. Que su placer es simplemente un reflejo de las hazañas del hombre; que no hay por su parte verdadero deseo.
Bastien se encogió de hombros.
—¿Qué importancia tiene eso? Mientras ella disfrute...
—Y usted es un experto en hacer disfrutar a las mujeres —ronroneó Monique. Y luego añadió con excesiva celeridad—: O eso me han dicho.
A Bastien ya no le hacía gracia. Todo el mundo en la mesa sabía que se la había tirado, incluido el voyeur de su marido. Incluida la inocente señorita Chloe. Estaba previsto que todos se marcharan en menos de cuarenta y ocho horas, y, al menos que él supiera, apenas habían avanzado. No se hallaban más cerca de elegir a su nuevo jefe, y Christos aún no había hecho acto de presencia. Claro, que seguramente había mandado a Chloe de avanzadilla para hacer el trabajo preliminar. Los demás eran tontos por no darse cuenta de lo delicada que era la situación. Y de lo extraña que era la traductora sustituta.
El cartel, cuyo éxito dependía del más estricto secreto, contaba con la peligrosa presencia en su seno de una desconocida, y las envidiosas triquiñuelas de Monique no mejoraban la situación. La baronesa necesitaba otra persona en la que fijar su atención, pero no había nadie más a mano. Hakim prefería los jovencitos, madame Lambert era una pedante, Ricetti era gay y Otomi un devoto padre de familia. Lo cual sólo le dejaba a su marido, y Monique se había cansado de él hacía tiempo.
—Deberíamos trabajar esta noche —intervino Hakim, y quedó claro que él también estaba harto de la actitud de Monique—. Vamos retrasados y no podemos permitirnos seguir esperando al señor Christopoulos. Tenemos muchas cosas que decidir y muy poco tiempo: la revisión de territorios, la nueva jefatura y qué clase de respuesta vamos a dar al asesinato de Remarque. Son cosas de tremenda importancia, y no podemos perder más tiempo.
Ah, Chloe, pensó Bastien. Ella se había vuelto y miraba a Hakim con sorpresa, y él notaba claramente lo que estaba pensando. ¿Cómo era posible que la importación de alimentos y ganado fuera de tremenda importancia? ¿Por qué habían asesinado a su jefe? O bien era increíblemente torpe, o bien increíblemente lista.
—Entonces, trabajaremos —dijo el barón.
—Los que seamos necesarios. Señorita Underwood, usted queda dispensada esta noche. Podemos arreglárnoslas sin usted.
Chloe se tomó aquello como una despedida. —Lamento haber olvidado los libros —dijo. —¿Qué libros?
—Los que me mandó a comprar.
Hakim sacudió una mano en un gesto de desdén. —No tiene importancia. Vamos a trabajar en la sala de reuniones. Estoy seguro de que estará usted más cómoda en su habitación.
Era una orden lo más clara posible, una advertencia. Pero Chloe seguía representando su desmañada actuación.
—Me preguntaba si hay algún ordenador que pueda usar. Quería revisar mi e—mail.
Silencio mortal. Bastien se recostó en la silla y se preguntó cómo saldría Hakim del paso. Para su sorpresa, el otro asintió con la cabeza.
—En la biblioteca, junto a las escaleras, en la planta baja. Puede curiosear cuanto quiera.
—Sólo voy a mirar mi e—mail —dijo ella, y se levantó de la mesa. Los demás que se quedaron quietos, nada de cortesías para la empleada, pensó Bastien refrenando su impulso de ponerse en pie. Y si sólo quería revisar su e—mail, él era la primera bailarina del Ballet Ruso. Pero ¿sería lo bastante lista como para borrar sus huellas?
La puerta se cerró tras ella, y la conversación se desató de inmediato.
—No creo que sea buena idea tenerla aquí —dijo von Rutter en alemán—. Podríamos habérnoslas apañado bastante bien sin traductor. ¿Para qué traer a una extraña?
—La mujer a la que contraté originalmente era una rubia sin cerebro con la capacidad necesaria para facilitar las cosas y la estupidez precisa para no notar nada raro —contestó Hakim en el mismo idioma—. De ésta no estoy seguro.
—¿No está seguro? —preguntó Monique con aspereza—. No creía que fuera usted de ésos que dejan las cosas al azar, Gilles. Debería librarse de ella inmediatamente.
—Si es preciso —dijo Hakim. No le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer. Creía que había llegado su hora y que estaba a punto de ocupar la jefatura de la mesa—. Saben que hago lo que hay que hacer sin ningún escrúpulo. Pero nunca actúo precipitadamente. Si desaparece una americana sin dejar rastro, habrá demasiadas preguntas. Tengo que estar convencido de que, o bien nadie la echará de menos, o bien su presencia aquí resulta demasiado peligrosa. No estoy seguro de ninguna de las dos cosas. En cuanto lo esté, la señorita Underwood dejará de suponer un problema.
—Inglés o francés, por favor, si no saben italiano —rezongó Ricetti—. ¿De qué estamos hablando? Monique se giró y sonrió con dulzura.
—Estamos debatiendo si la señorita Underwood representa un peligro y, si es así, cómo podemos deshacernos de ella —dijo en su italiano impecable.
—Mátenla y finjan un accidente de automóvil — contestó Ricetti.
—Quizá —respondió Hakim—. Pero viaja con mi chófer, y no estoy seguro de querer prescindir de mi Daimler sólo para encubrir una ejecución. Además, me costaría encontrar un sustituto para mi chófer.
—Mátenla y déjense de monsergas —dijo el señor Otomi—. Si sienten demasiados escrúpulos, puede decirle a mi ayudante que se encargue de ella. Estamos perdiendo el tiempo discutiendo cuando tenemos cosas más importantes que hacer. Quiero saber cómo vamos a introducir en Turquía las cuatro docenas de Legolas sin que nadie se entere.
—Eso es problema suyo, Otomi—san —repuso Bastien suavemente—. Yo quiero saber de dónde viene el dinero antes de poner mis mercancías sobre la mesa. Y, confíe en mí, son impresionantes. Las mejores que ha creado la tecnología estadounidense. —Nadie se fía de usted, Bastien —dijo madame Lambert—. Ninguno de nosotros se fía de los demás. Por eso trabajamos tan bien juntos. Entre nosotros controlamos la compraventa ilegal de armas en eran parte del mundo. La confianza sólo sería un obstáculo.
—En gran parte del mundo —repitió Bastien—, pero no en todo él. ¿Dónde demonios se ha metido Christos? No me gusta esta tardanza. Me pone nervioso. ¿No deberíamos preocuparnos por él y no por una desgraciada joven con la astucia de un conejo? Monique se echó a reír.
—Sí, es un poco un conejito, ¿verdad? Con esos ojos tan grandes y esa forma de arrugar la varicilla. Lo que no sabemos es si se trata o no de una farsa. Y yo, al menos, no quisiera poner en peligro nuestros negocios esperando a averiguarlo. Si Christos estuviera aquí, diría lo mismo.
—Christos no está aquí, y estamos perdiendo demasiado tiempo con la chica —replicó Hakim con desagrado—. Bastien, vaya tras ella, vea qué puede averiguar. No quiero atraer la atención de las autoridades, pero tampoco quiero perder el tiempo discutiendo sobre ella. Empezaremos con la propuesta de Ricetti de redistribuirnos los clientes de Oriente Medio..., así tendrá tiempo de llegar a alguna conclusión. Si es un peligro, mátela. Si no, vuelva a la mesa y seguiremos con nuestros asuntos.
Bastien levantó una ceja.
—¿Y por qué tengo que cargar yo con el trabajito? —preguntó con cierta aspereza—. Ya he pasado todo el santo día con ella y no he averiguado nada.
—No se esforzó lo suficiente. Usted es quien más tiempo ha pasado con ella. Es quien está en mejor situación para descubrir qué está pasando.
—Además —ronroneó Monique—, está loca por ti. Hasta el más tonto puede verlo.
Él no se molestó en negarlo. Cualquier tonto vería que Chloe Underwood era casi hipersensible a su presencia. Apuró su copa de vino y se apartó de la mesa.
—Será un placer —dijo con indolencia.
Y salió tranquilamente de la sala, las manos metidas en los bolsillos, impasible ante la tarea que le aguardaba.
No había ni rastro de ella en la biblioteca de la plana de arriba, pero el ordenador estaba todavía encendido, lo cual demostraba que había estado allí. Había intentado torpemente encubrir su búsqueda en Internet, pero Bastien no tardó mucho en descubrir su rastro. Había estado indagando sobre Legolas y había encontrado una página en la que se explicaba lo peligrosas e ilegales que eran aquellas armas. También había indagado sobre la mitad de las personas de la sala, incluido él.
Bastien no se molestó en revisar su búsqueda. Sabía exactamente qué habría descubierto en sus toscas averiguaciones a través de Internet, acerca de los otros y de sí mismo. Bastien Toussaint tenía treinta y cuatro años, estaba casado, no tenía hijos, se rumoreaba que estaba vinculado con diversas organizaciones terroristas, extremo éste que nunca se
Había confirmado, y se sospechaba que se dedicaba al tráfico internacional de drogas y armas. Relacionado con el asesinato de tres agentes de Interpol. Considerado un hombre extremadamente peligroso.
Ella habría leído todo aquello, pero nada de ello le habría sorprendido si estaba convenientemente informada. Si todo aquello era nuevo para ella, iba a costarle un arduo esfuerzo acercarse más a ella y averiguar quién y qué era.
Y pensaba averiguar hasta qué punto era difícil llegar a ella. Y hasta qué punto era buena su propia actuación, como la llamaba Monique. Se acabó el andar de puntillas. Había llegado la hora de descubrir qué estaba haciendo allí.
Y de hacer algo al respecto.
Chloe estaba muerta de miedo. Sentada en medio de su elegante habitación, lloraba. El maquillaje, recién aplicado, se le habría corrido por toda la cara, pensó, y seguramente volvía a parecer un mapache. Y esta vez Bastien no estaría allí para arreglar el desaguisado con una de sus suaves y limpias camisas. No iba a volver a acercarse a ella.
Tenía que salir de allí. ¿Cómo, en nombre del cielo, se las había apañado para meterse en aquel nido de víboras? Debería haberse dado cuenta de que estaba pasando algo raro, pero sus padres siempre le habían dicho que tenía demasiada imaginación, y ella había llegado a la conclusión de que estaban en lo cierto. Su adicción a la novela policíaca y fantástica probablemente tampoco había ayudado.
Pero aquél no era un peligro imaginario. Aquellas personas no eran comerciantes de alimentos, y el por qué demonios había llegado a creer que, en efecto, lo eran, le parecía un auténtico misterio. ¿Tenía Bastien Toussaint pinta de importador de pollos? ¿Acaso la baronesa Monique von Rutter se compraba sus trajes de diseño y sus magníficos diamantes con los beneficios de las semillas de soja?
—¡Idiote! —dijo en voz alta. Tenía que salir de aquí enseguida, antes de que decidieran que era un estorbo. Se había ido del comedor inmediatamente; ni siquiera se había parado al oír su nombre en medio de una frase en alemán. Era importante que se conectara a Internet antes de que fueran en su busca. El barón von Rutter era un buen hombre, no permitiría que le hicieran daño. A menos, claro, que él también ignorara lo que estaba pasando allí.
Su maleta estaba al fondo del armario. La sacó a rastras y comenzó a guardar la ropa de Sylvia, incluida la blusa de seda estropeada y las medias hechas trizas. Era bastante simple: le diría a monsieur Hakim que había recibido un e—mail de su compañera de piso informándole de que su abuela estaba muy grave y que debía regresar a casa inmediatamente. Hasta les diría que ya había reservado un billete en Air France y que debía tomar el avión en menos de doce horas. El tiempo justo para regresar a París, meter unas cuantas cosas en una bolsa de viaje y volar a casa. Por primera vez en su vida adulta estaba realmente asustada.
No iba bien equipada para viajar. Había elegido el vestido más soso que Sylvia le había mandado, un vestido negro y que enseñaba demasiado el pecho, aunque había logrado cerrarse un poco el escote con un imperdible. Debajo llevaba la ropa interior de encaje negro propia de la querida de un ricachón, y si tenía que volver a ponerse otro par de tacones demasiado pequeños, se echaría a llorar.
Pero no le quedaba más remedio si quería salir de allí viva. No podía ocultar su pánico. Nunca se le había dado bien mentir, pero tampoco se había jugado nunca tanto. «Piensa en ella como si fuera una actuación», se dijo. Como Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo... No, alguien más autosuficiente. En su situación, no iba a encontrar ningún extraño en cuya bondad pudiera confiar.
La maleta era un desbarajuste, pero le traía sin cuidado. Entró en el pequeño cuarto de baño, metió a toda prisa las cosas de aseo en el saquito bordado que usaba Sylvia y volvió a la habitación para guardarlo en la maleta antes de cerrarla.
—¿Vas a alguna parte? —dijo con calma Bastien Toussaint desde la puerta abierta.
Capítulo 8
Chloe Underwood lo miraba como si fuera un asesino provisto de un hacha, pensó Bastien con indolencia. Estaba aterrorizada; el suyo era un pánico lloroso e irracional que parecía una prueba más de que era una perfecta inocente que se había visto accidentalmente atrapada en aquel atolladero. Salvo que Bastien no creía en los accidentes.
Era como asomarse a un pasillo lleno de espejos, pensó. No se sabía cuál era el objeto real y qué un simple reflejo. ¿Era Chloe inocente? ¿Era una agente inexperta? ¿O una agente muy buena que fingía ser inocente? ¿O que fingía ser inepta?
Se estaba agotando el tiempo, sólo había un modo de llegar al fondo de la cuestión. Hacerle daño no le llevaría a ninguna parte; la habrían entrenado para soportar el dolor y no diría nada que no quisiera decir.
Pero había otros modos muchos más placenteros de averiguar lo que quería. Cerró la puerta de un puntapié a su espalda y vio que el miedo crecía en sus ojos.
Sabía dónde estaban las cámaras de seguridad, las había buscado la noche anterior, al registrar su habitación. Cubrían casi toda la estancia, incluidos la cama y el cuarto de baño, y Bastien no dudaba de que, si no tenían un público ávido, al menos sí les estaban grabando para la posteridad. Iba a tener que hacer un buen papel. A Hakim y compañía no se les engañaba fácilmente.
Eso no significaba que tuviera que tener público. Había un rincón de la habitación que quedaba en su mayor parte fuera del encuadre de las cámaras, un pequeño receso en la pared con una cómoda Luis XV sobredorada. Posiblemente era una auténtica cómoda Luis XV Con eso valdría.
Ella estaba parada en mitad de la habitación. No se movía, pero cuando Bastien se acercó a ella, retrocedió con nerviosismo. Creía saber quién era él, de lo que era capaz. Pero no sabía ni la mitad.
Bastien abrió el armario, dejando al descubierto la televisión, y la encendió. Subió mucho el volumen y luego fue cambiando de canal hasta que encontró lo que quería. Hakim pasaba pornografía dura veinticuatro horas al día, y los gemidos del placer simulado llenaron la habitación.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Chloe, atónita, apartando la mirada de la pantalla baja y ancha del televisor. Dos hombres estaban dando servicio a una mujer, no era la fantasía favorita de Bastien, pero el sonido serviría para sofocar la mayor parte de su conversación.
Se quedó allí parado y no dijo nada mientras se quitaba la chaqueta y la tiraba a una silla. Estaba fuera del alcance de la cámara, y el sonido que emanaba del televisor ahogaría cualquier cosa que dijera.
—Ven aquí —dijo.
Para lo que le sirvió, podría haberle sugerido que saltara de un edificio. Ella sacudió la cabeza testarudamente.
—No sé qué hace aquí, pero quiero que se vaya. —Ven aquí.
Ella no habría empezado a moverse si no quisiera. Él había sentado bien las bases: estaba cautivada por él y él lo sabía. Era una suerte que no hubiera acabado lo que había empezado en el coche. Todavía seguía jugando con ventaja. Ella tenía miedo, y sin embargo su cuerpo seguía sintiendo el poder de su excitación. Y eso era casi más fuerte que su temor.
Se detuvo cerca de él, todavía al alcance de la cámara.
—No me gusta ver películas porno —dijo. Estaba claro que confiaba en hablar con naturalidad, pero de todas formas la voz le salió forzada.
—Eso me parecía. A fin de cuentas, los americanos tienden a ser bastante escrupulosos en lo tocante al sexo.
—Yo soy perfectamente normal en lo tocante al sexo —replicó ella, olvidando momentáneamente su miedo, tal y como él pretendía—. No soy una americana virgen y reprimida, piense lo que piense. —Entonces, ven aquí.
Ella no se había dado cuenta de que Bastien había ido retrocediendo para sacarla del encuadre de la cámara. Claro, que tal vez ni siquiera supiera dónde estaban situadas las cámaras en la habitación, y en todas las habitaciones del cháteau reformado.
Se fue derecha a él con los hombros cuadrados como si se dispusiera a entrar en batalla.
—No me das miedo —dijo.
—Claro que sí, cachorrita —dijo él—. En eso consiste la mitad de la diversión —deslizó las manos por detrás de su cuello, bajo la densa melena, y atrajo su cara hacia él. Ella lo miraba con los ojos muy abiertos y llenos de angustia, y él casi sintió... algo. ¿Piedad? ¿Escrúpulos? ¿Compasión? No había cabida para esas cosas en sus emociones.
La besó. Recordaba el sabor de su boca, el suave sonido sibilante que hacía, el modo en que se movían sus labios. Recordaba todo aquello, y lo deseaba. De pronto se alegraba de haber decidido seguir aquel curso de acción, de haberse visto forzado a ello. De otro nodo, habría tenido que buscar alguna otra excusa.
Profundizó el beso al tiempo que le rodeaba la cintura con los brazos y la levantaba en vilo. Chloe se aferró a él, y Bastien la llevó al pequeño receso de la habitación y la apretó contra la pared de espejo mientras comenzaba a acariciarle los pechos.
Ella se había cerrado el vestido con un alfiler. Bastien se retiró un momento; respiraba trabajosamente.
—¿Qué demonios has hecho con el vestido? Ella no intentó escapar.
—Era demasiado suelto. Lo he sujetado con un alfiler.
—Se supone que tiene que ser suelto. Quítatelo. Ella parpadeó, su única señal de vacilación. Luego levantó las manos y desabrochó el pequeño imperdible.
—Ahora, ábretelo —dijo él.
Le pareció que ella iba a negarse. Pero no lo hizo. Se abrió el vestido de seda negro, y Bastien reconoció la ropa interior de encaje negro y seda que llevaba debajo. Procedía de la tienda de lencería más cara de todo París, y era de esas cosas que una simple traductora no podía permitirse. La clase de cosas que se compraban para entretener a un amante rico. Otra mentira.
Aunque, a decir verdad, ¿no se había dado cuenta ya de que no llevaba la talla de sujetador adecuada? Su piel tersa parecía apretujarse contra el encaje negro. Deseó quitarle el sujetador. Pero se le estaba agotando el tiempo.
Así que se limitó a besarla de nuevo, apretándola contra sí, su cuerpo casi desnudo y caliente contra su camisa abierta. Ella le devolvió el beso con el suficiente entusiasmo como para que él creyera que no había mentido al decirle que no era una trémula virgen. A pesar de que temblaba en sus brazos.
Los gemidos, altos y sinceros, procedían de la televisión, salpicados por grititos y gruñidos. No importaba qué clase de sonidos emitieran: nadie notaría la diferencia entre la película y la realidad.
La piel de Chloe era caliente al tacto, suave como la seda contra sus manos. Le había rodeado el cuello con los brazos y se aferraba a él como si una ráfaga de brisa pudiera llevársela. A él le gustaba aquello.
—Quítate la ropa interior —dijo.
Sus ojos, que el placer había dejado entornados y soñolientos, se abrieron de golpe.
—¿Qué?
—¿Qué crees que estamos haciendo, Chloe?
—Quítate las bragas. El sujetador puedes dejártelo, si insistes.
Ella se había quedado paralizada y el color había abandonado su cara.
—Apártate de mí —dijo, dándole un empujón. Pero era demasiado tarde. Lo había sido desde que él pisara la habitación. Quizá era demasiado tarde desde el momento en que la había visto por primera vez.
La lujosa ropa interior estaba diseñada de modo que fuera fácil prescindir de ella. Bastien introdujo la mano entre los dos, agarró las bragas, tiró con fuerza y los lazos se rasgaron.
—No —dijo. Sin piedad, se recordó mientras la apretaba contra su cuerpo. Aquello era un trabajo, algo que debía hacer. La besó de nuevo, y mientras las manos de ella intentaban apartarlo, su boca le respondía.
Y luego fue demasiado tarde. Bastien la levantó en vilo, la acercó a la cómoda antigua, la depositó sobre ella y se situó entre sus piernas. Ignoraba si ella era consciente de lo que iba a pasar, o si era capaz de pensar racionalmente. Pero no importaba. Estaba mojada, como pensaba. Sólo tardó un momento en desabrocharse los pantalones, y luego se hundió profundamente en ella y sintió que la inconfundible oleada de un sutil orgasmo la recorría por entero sin que pudiera evitarlo.
Iba a llorar, iba a empujarlo para que se apartara, y él no estaba dispuesto a permitirlo. Se apoderó de su boca antes de que ella pudiera protestar, hizo que le rodeaba las caderas con las piernas y empezó a moverse, sin soltarla hasta que comprendió que estaba de su lado, que intentaba acercarse más a él, que quería responder a sus embestidas pero no podía porque estaba sentada sobre la cómoda. Sentía cómo se estremecía, sabía que, fuera lo que fuese lo que le dictaba su conciencia, su cuerpo mandaba y lo único que deseaba era alcanzar el orgasmo. Satisfacerse. Y a él.
Él se apartó casi por completo y bebió de su grito angustiado como de la miel que era.
—¿Quién eres? —le susurró al oído—. ¿Qué haces aquí?
Ella le clavó las uñas, intentando desesperadamente atraerlo hacia sí, pero Bastien era mucho más fuerte que ella y la inmovilizaba apretando sus caderas contra la cómoda.
—¿Quién eres? —preguntó otra vez, su voz tan fría como caliente estaba su cuerpo.
Sus ojos estaban turbios, su boca era una suave herida.
—Chloe... —dijo con voz estrangulada.
Bastien se hundió en ella con fuerza y luego se retiró antes de que pudiera impedírselo. Ella volvió a gemir, pero él no tenía remordimientos.
—Esa ropa no es tuya —susurró, y el ruido de la televisión aumentó en intensidad, al igual que su despiadada excitación—. Hablas idiomas que finges no hablar. Estás aquí por alguna razón, y no tiene nada que ver con la traducción. ¿Has venido a matar a alguien?
—¡Por favor! —sollozó ella.
La penetró de nuevo, y la sintió suspendida al borde del abismo, lista para estallar e indefensa, tal y como esperaba.
—¿Qué quieres, Chloe? —murmuró, sabiendo que por fin iba a extraerle la verdad.
Sus ojos rebosaban lágrimas, y temblaba. —A ti —dijo. Y él la creyó.
Entonces dejó de pensar. La apartó de la cómoda, envolviéndose las caderas con sus piernas, se hundió dentro de ella hasta el fondo, y el clímax la golpeó tan fuerte que gritó más alto que las voces de la televisión. Un grito estrangulado de indefenso placer.
Él no estaba preparado. Estaba harto de jugar. Se hundió dentro de ella lenta y deliberadamente, apoyándose en el espejo de la pared y sujetándole las caderas, follándola lenta y dulcemente hasta que el placer se apoderó también de él y se derramó dentro de ella y lo perdió todo, ahogándose en su carne tierna y caliente, en su boca dulce y tersa.
Esperó hasta recuperar el aliento, hasta que los temblores remitieron, y luego se retiró y apoyó el cuerpo flojo de Chloe contra la pared hasta que sus piernas pudieron sostenerla. La mantuvo en volandas un momento. Veía su propia cara reflejada en el espejo de la pared, oscura y despiadada. Parecía el cabrón que era, y no había nada que pudiera hacer al respecto. Lo había aceptado hacía tiempo.
Se apartó de ella y se abrochó la ropa. Ella lo miraba como si fuera un fantasma, y Bastien deseó estrecharla entre sus brazos y reconfortarla. Parecía tan desvalida... A pesar de que intentaba hacerse la sofisticada, saltaba a la vista que no estaba acostumbrada a cosas como la que acababa de ocurrir, y parecía perdida y desorientada.
Pero él no podía reconfortarla. Cerró los ojos y, apoyando la frente contra la de ella, le bajó el vestido y se lo ató por la cintura. No podía mantenerla por más tiempo fuera del alcance de las cámaras, pero tampoco tenía por qué ponérselo fácil a los otros.
Cuando las respuestas lógicas quedaban descartadas, no quedaba más remedio que creer lo imposible. Chloe Underwood era exactamente lo que decía ser. Una mujer inocente atrapada en un torbellino tan poderoso que ni siquiera podía comprenderlo. Y, cosa rara, era el bueno de la película, por llamarlo de algún modo, quien le había hecho más daño. Hasta ese momento.
Iba a pasarlas canutas intentado disipar las sospechas de Hakim. Tenía que volver al ordenador, borrar las huellas virtuales de la señorita Metomentodo y convencer a los demás de que no tenían nada que temer de ella.
Pero primero tenía que acabar con ella. La besó en la boca con ligereza, cuidadosamente.
—Eh, bien, cariño —murmuró—. Ha sido muy agradable. Lástima que no tengamos tiempo para más.
Ella se lo quedó mirando un rato. Y luego le dio una bofetada con todas sus fuerzas.
No tenía sentido lamentarse, los remordimientos eran una sensación ajena a él, y su cuerpo seguía tarareando, satisfecho. Le lanzó una sonrisa torcida, recogió su chaqueta y salió de la habitación, cerrando sigilosamente la puerta tras él.
Chloe se recostó contra la pared. Notaba las piernas débiles, apenas capaces de sostenerla, y se deslizó hasta el suelo lentamente. Comenzó a temblar. Empezó despacio, como una leve vibración que fue creciendo hasta que temblaba incontrolablemente. Se rodeó el cuerpo con los brazos, pero no consiguió entrar en calor. Cerró los ojos, pero la televisión seguía encendida, los gemidos eran un staccato que acompañaba su confusión, y volvió a abrir los párpados. Las bragas de encaje yacían, rotas, en el suelo del pequeño receso de la habitación, delante de la cómoda antigua que probablemente nunca había conocido tal uso en su larga y elegante existencia. Claro, que aquello era Francia.
Tenía ganas de vomitar. No había duda: lo sucedido la horrorizaba y la hacía sentirse enferma, y todavía no podía entender el porqué.
No había dicho que no. No había modo de eludir aquella sencilla verdad: no le había dicho que no. Carecía de sentido pensar en si él habría aceptado un no por respuesta. Ella se lo había permitido.
Y lo más espantoso de todo era que le había gustado.
No, ésa no era la palabra adecuada. No le había gustado que la manipularan, que la intimidaran, que la atormentaran y la utilizaran.
Pero Bastien Toussaint había logrado que alcanzara el clímax de todos modos. ¿O precisamente a causa de ello, lo cual resultaba más terrible aún?
No. Ella no sentía la secreta necesidad de ser castigada, humillada, utilizada y abandonada. No había sombras escondidas en su pasado, ninguna retorcida repulsión hacia sí misma que suplicara crueldad.
Así pues, ¿por qué le había dejado? ¿Por qué gritaba su mente no mientras respondía a sus besos? ¿Por qué se había aferrado a él sabiendo quién y qué era en realidad? ¿Por qué se había corrido?
Podía decirse que era una simple cuestión biológica. Su familia le habría dicho que era una reacción psicológica normal. No había nada de que avergonzarse, nada que pudiera causarle horror y hacerla enfermar.
El problema era que, en el fondo, sabía qué era lo que le producía vergüenza, espanto y malestar físico. Y no era el haber tenido el orgasmo más poderoso de su vida en circunstancias tan poco propicias para el amor.
Sino el hecho de que deseara que aquello se repitiera.
Capítulo 9
De nuevo frente al ordenador, Bastien repasaba el historial con rápidos golpes de tecla. Siempre había tenido la notable capacidad de compartimentar sus pensamientos, su vida, sus emociones. Databa de cuando, siendo niño, seguía a la trotamundos de su madre, a la que apenas era capaz de seguirle el ritmo.
Si uno mandaba su mente a un lugar aislado, no sentía dolor. No se sentía la rabia, ni los gritos de los moribundos, ni el olor de la sangre, ni había que contar los muertos. Se concentraba la mente en una sola dirección, y todo lo demás se replegaba a su propio y nítido espacio, incapaz de tocarte.
Tenía buena mano para los ordenadores, era rápido y expeditivo, y sabía que no disponía de mucho tiempo. La gran pregunta era si, además de las cámaras de seguridad, había algún dispositivo de vigilancia electrónica en tiempo real. Podía haber alguien en una de las habitaciones ocultas observando todo lo que hacía en el ordenador tras haber tomado nota de las chapuceras búsquedas de Chloe.
O quizá se limitaran a revisar el historial del ordenador regularmente, en cuyo caso podía borrar las huellas de Chloe sin temor alguno.
En cualquier caso, eso es lo que haría. Si Hakim y los demás encontraban el rastro de algún archivo, no sabrían quién lo había borrado. Podía hacer al menos eso por ella. No mucho más, sin poner en peligro su tapadera. Además, en toda guerra había bajas civiles. Aquella chica estaba simplemente en el lugar equivocado en el momento erróneo.
Se disponía a pulsar el botón de borrado cuando oyó un ruido tras él. No tuvo que volverse: intuyó de manera casi preternatural quién era quien se acercaba, y volvió a adoptar su fachada fría y desapasionada. Era Hakim, y su llegada no podía ser accidental.
Bastien dejó que su mano descansara sobre el ratón. Un clic, y se borraría. Un clic, y Chloe Underwood tendría una posibilidad de sobrevivir.
—Y bien, ¿qué ha descubierto sobre la señorita Underwood, Bastien? —inquirió Hakim al tiempo que encendía uno de sus gruesos cigarros cubanos. Sus dedos vacilaron.
—No sabe nada —dijo—. No la ha mandado nadie, no tiene ningún propósito oculto. Es quien dice ser.
—Qué mala suerte. Para ella, quiero decir. ¿Le importaría decirme qué es lo que sospecha?
Bastien se quedó mirando su mano. La apartó del ratón y giró el monitor ligeramente para que Hakim pudiera verlo.
—Todo —dijo con mucha calma.
Hakim se inclinó y miró la pantalla. Asintió con la cabeza.
—Lástima —dijo—. Para ella, claro está. Pero supongo que era de esperar. Me ocuparé de ella. Se me da bien. He de decirle que al barón le disgustó mucho que la chica y usted quedaran fuera del encuadre de las cámaras. Lo conozco lo suficiente como para saber que no fue un accidente. Ha sido muy injusto por su parte, Toussaint. El barón disfruta de sus pequeños placeres, y no hacen daño a nadie.
—No me apetecía actuar para el viejo.
—Ya lo ha hecho otras veces, con su mujer. No intente negarlo, ni diga que no sabía que había cámaras. Usted siempre sabe dónde están las cámaras. De modo que ¿por qué esta noche ha sido distinto?
Hizo la pregunta despreocupadamente, casi con indolencia, pero Bastien no se dejó engañar. —Follarme a su mujer era una cosa..., si quiere mirar y ella quiere que la miren, ¿quién soy yo para meterme?
—¿Y por qué no quiere que lo vea con la señorita Chloe? ¿Acaso la estaba protegiendo? ¿No habrá reblandecido en parte ese cubo de hielo que tiene por corazón? —ronroneó Hakim. Bastien se volvió para mirarlo, frío e imperturbable, y Hakim se encogió de hombros—. Una pregunta estúpida, Toussaint. Discúlpeme. Yo mejor que nadie debería saber que no viene usted equipado con ningún tipo de sentimentalismo. ¿Quiere ver cómo la mato?
Bastien apretó el botón de borrado y todo rastro de la búsqueda de Chloe se desvaneció.
—No especialmente. ¿Está seguro de que es el mejor modo de proceder? Cuando desaparece un ciudadano estadounidense sin dejar rastro, se hacen muchas preguntas embarazosas.
—No hay modo de evitarlo. Es una lástima por la señorita Underwood, pero no debería haber sido tan entrometida. La curiosidad mató al gato, como dicen en su país. Y no desaparecerá sin dejar rastro. Le diré a mi gente que prepare algo. Un accidente de coche, o algún otro tipo de trágico accidente.
—¿No le cortará eso las alas? Sé de su afición por el fuego y el metal, y esas cosas dejan marcas. No es lo que suele aparecer en un simple accidente de tráfico.
—Es usted muy amable por preocuparse por mí, monsieur, pero lo tengo todo bajo control. Si la marcara accidentalmente, siempre podemos prenderle fuego al coche, quemar el cuerpo hasta el punto de que sólo se la pueda reconocer.
—Muy práctico —dijo Bastien.
—¿Seguro que no quiere unirse a mí? Lo dejaré participar encantado.
—Ya he disfrutado de lo que me interesaba de la señorita Underwood —dijo sin emoción—. El resto es asunto suyo.
Se reunió con los demás para tomar café y licores en el salón, y estuvo flirteando un poco con Monique. El barón lo miró con fastidio una o dos veces, pero por lo demás nadie parecía haber notado siquiera su ausencia. Nadie parecía notar tampoco que Hakim se había ido, pensó Bastien mientras le encendía un cigarrillo a Monique. Claro que, como el propio Hakim había dicho, la curiosidad mató al gato. Y los miembros de su selecta organización comercial eran expertos en la autopreservación, y sólo sabían lo que debían saber. Sabían que podían contar con Hakim para que todo se hiciera de manera discreta, como siempre. Eso era lo único que importaba.
Miró su reloj. Había dejado a Hakim hacía una hora. ¿Estaría ya muerta Chloe? Suponía que debía confiar en que así fuera. Hakim era una sádico muy inventivo, y podía hacer que aquello durara horas, incluso días, si se le antojaba. No disponía de tanto tiempo, pero Bastien sospechaba que la piedad y la brevedad eran cosas desconocidas para él.
Monique iría a su habitación esa noche; lo había dejado más claro que el agua, a pesar de que el día anterior la había rechazado. El barón, al que habían privado de su placer vicario, insistiría. Y Bastien se mostraría complaciente y dejaría que la técnica interviniera allí donde fallara el deseo. Si fuera Hakim, la idea de que Chloe sufriera le excitaría. Pero no era Hakim, y sólo podía esperar que muriera rápidamente.
Se quedó en el salón todo el tiempo que pudo. No quería volver arriba. Sólo quería que todo acabara. No podía haber hecho nada por protegerla sin comprometer su posición. Y, en resumidas cuentas, qué era una vida inocente comparada con los miles, con los cientos de miles que quizá se salvaran si se desmantelaba la organización? Suponiendo que eso llegara a suceder, claro. Thomason y los de su ralea parecían más interesados en mantenerla vigilada. Pero la vida estaba repleta de ecuaciones odiosas, eso Bastien lo había asumido hacía mucho tiempo y no iba a perder el tiempo lamentándose.
El hecho de que su habitación estuviera junto a la de Chloe no mejoraba las cosas. Eran los dos únicos huéspedes de aquella ala. Las doncellas estaban limpiando cuando volvió a su cuarto, y se acercó tranquilamente a la puerta abierta con el adecuado aire de indiferencia que se esperaba de él. No había signos de violencia. Debía de haberla matado en otro sitio.
Las doncellas estaban quitando las sábanas de la cama.
—¿Dónde está la señorita Underwood? —preguntó, intrigado por saber qué clase de excusa se habría inventado Hakim.
—Tuvo que irse, monsieur Toussaint —contestó una doncella—. Una muerte en su familia, dijo monsieur Hakim. Se marchó tan rápido que no se llevó su equipaje. Tendremos que mandárselo después.
Una muerte en la familia, claro. La suya propia. La maleta estaba aún junto a la puerta. Pensó en advertirle a la doncella que no debía reparar en detalles como aquél, si quería conservar la vida.
Pero no estaba en aquel negocio para salvar vidas inocentes, así que no dijo nada, se limitó a asentir con la cabeza y volvió a su habitación.
Estaba en la ducha cuando creyó oírla gritar. Cerró de inmediato el grifo, pero no oyó nada. Ni ruidos, ni gritos. Si por algún cruel giro del destino estaba todavía viva, probablemente no estaría lo bastante cerca como para que la oyera gritar. Hakim se la habría llevado a algún rincón abandonado del edificio, al ala que parecía aún por remodelar y que, sin embargo, estaba insonorizada y repleta de aparatos electrónicos de última generación. Además, conociendo a Hakim, debía de hacer mucho tiempo que ya no podía emitir ningún sonido, ni siquiera un gemido. Sencillamente, tenía que quitárselo de la cabeza. No estaba en su naturaleza tener remordimientos, ni dudas, ni siquiera compasión.
Se vistió rápidamente, de negro. Unos pantalones cómodos y una camisa que se pasó por la cabeza. Se ató el pelo largo en la nuca, se puso unos náuticos y se acercó a la puerta.
Pasaban unos minutos de las doce. Monique no tardaría mucho en ir a buscarlo. Pensó en desconectar las cámaras de vigilancia de la habitación, sólo por fastidiar al barón, y luego se lo pensó mejor. Sólo conseguiría empeorar las cosas, y el hombre que fingía ser, el hombre en el que se había convertido, agradecería tener público.
Abrió la puerta que daba al pasillo desierto. Los sirvientes habían salido de la habitación de al lado, y la puerta estaba abierta. Todo rastro de Chloe Underwood había desaparecido del Cháteau Mirabel, como si nunca hubiera pasado por allí. También había desaparecido de su memoria, otra víctima fácil de olvidar. Y por primera vez desde hacía años tomó una decisión irracional, incluso emocional. Si no fuera porque no tenía emoción alguna.
Iba a buscar a Chloe.
Cerró la puerta tras él y echó a andar hacia el ala cerrada del edificio. Si ella no había muerto aún, al menos podía instar a Hakim a que acabara de una vez. Fuera o no fuera un sentimental, no quería que sufriera. Salvarla estaba descartado, pero podía ahorrarle sufrimientos. Quizá le quedara un poco de humanidad, a fin de cuentas.
La encontró acurrucada en un rincón de la habitación que Hakim prefería para los interrogatorios.
Estaba llorando. Todavía viva, aunque no lo estaría por mucho tiempo, pensó Bastien desapasionadamente al cerrar la puerta a su espalda. Hakim se volvió para mirarlo, sorprendido.
—¿Qué hace aquí, Toussaint? Me dijo que no le interesaba jugar con la señorita Underwood. No estoy seguro de que me apetezca que cambie de opinión.
Se había quitado la chaqueta y la corbata y llevaba la camisa arremangada y desabrochada. Su pecho, grueso y velludo, estaba lleno de sudor, y saltaba a la vista que se hallaba en un estado de excitación sexual mientras sostenía la fina hoja del estilete sobre el soplete.
Bastien notó el olor a carne quemada. Miró a Chloe. Ya no llevaba las bragas de encaje; de algún modo había conseguido cambiarse antes de que Hakim fuera a buscarla. Llevaba unos pantalones negros y una camisa. O eso había sido. Las perneras de los pantalones estaban rajadas y dejaban al descubierto sus largas piernas, y la camisa, abierta, dejaba al aire el sencillo sujetador blanco que llevaba.
Bastien vio las marcas. Hakim había usado el cuchillo para cortar y quemar. Se había entretenido haciéndole una filigrana en los brazos. Ella no había entrado aún en estado de shock, pero no tardaría mucho. Sabía que él estaba allí, pero no lo miraba, seguía acurrucada en el rincón, con los ojos cerrados, la cabeza contra la pared, llorando en silencio.
—No voy a interrumpir su diversión, Gilles — dijo Bastien—. Sólo se me ha ocurrido venir a admirar al maestro en su taller.
Ella abrió los ojos y lo miró fijamente a través de la habitación en sombras. Bastien fijó la mirada en sus ojos marrones, y por primera vez se vio claramente a sí mismo. Quién era, y en qué se había convertido.
—Como guste —dijo Hakim—. A diferencia de usted, a mí siempre me gusta tener público. Es realmente bonita, ¿verdad? —se acercó a ella y levantó un mechón de su pelo con el cuchillo caliente. El pelo chisporroteó sobre la hoja, y un pedazo cayó al suelo.
—Muy bonita —dijo Bastien sin dejar de mirarla. Hakim no le había tocado aún la cara, eso vendría después. Nunca había tenido que contemplar la obra de Hakim, pero había oído suficientes historias como para saber cómo procedía.
No podía hacer nada para detenerlo. No debería haber entrado allí, haberla visto, pero siempre había hecho lo que había que hacer.
—El barón ha preguntado por usted —dijo de pronto—. Hay un problema con los iraníes. —Siempre hay problemas con los iraníes —rezongó Hakim—. ¿Es grave?
—Bastante. No sé si puede esperar hasta mañana.
—Todo puede esperar hasta mañana —dijo Hakim, y acercó el cuchillo al brazo de Chloe, abrasando la carne. Ella no gritó—. ¿Ve lo obediente que es? Es muy fácil adiestrarla. Le dije que, si hacía mucho ruido, usaría el cuchillo entre sus piernas. Pero ya lo ha tenido a usted ahí esta noche, y creo que es suficiente.
Bastien no dijo nada. Ella había vuelto a cerrar los ojos, y él notó lo pálida que estaba su cara bajo el silencioso torrente de lágrimas.
—¿Cree que debería hacer que dejara de llorar? —murmuró Hakim con aire soñador—. Podría sacarle los ojos.
Chloe dio un respingo y luego se quedó quieta. —Quizá debería ir a ver al barón —sugirió Bastien—. A fin de cuentas, hemos venido a trabajar, no a divertirnos.
Hakim se giró e hizo un mohín.
—Supongo que tiene razón —dijo—. Ya habrá otras. Siempre hay chicas bonitas que meten la nariz donde no las llaman. Acabaré con ella ahora.
Chloe no podría haberse movido aunque hubiera creído que le serviría de algo. Había intentado huir antes, pero Hakim le había hecho tanto daño que se había desmayado, sólo para despertarse en aquel horrible cuchitril sintiendo en la piel la hoja al rojo vivo.
Había perdido la capacidad de pensar, de razonar. Iba a morir a manos de un monstruo. Un sádico exquisitamente sensible a los matices del dolor. Había asumido que estaba sentenciada, que no había nada que pudiera hacer, cuando Bastien entró en la habitación.
Ni por un momento había creído que fuera a salvarla. No se hacía tales ilusiones: él era a su modo tan violento y diabólico como Hakim. En cierto modo era peor, porque su perversión se hallaba profundamente escondida bajo su elegante apariencia.
Vio caer al suelo el mechón de pelo. Era una suerte que fueran a destruir su cuerpo, pensó como desde muy lejos. Sería duro verse en un ataúd abierto con el pelo cortado a trasquilones.
Debía de estar entrando en estado de shock, si se le ocurrían cosas tan frívolas. Sus padres se disgustarían; nunca habían querido que fuera a París. Querían que se quedara en casa y se hiciera médica, como todos los demás miembros de la familia, y ella no les hacía caso. Era tan remilgada qué no soportaba la visión y el olor de la sangre. Al menos sus padres tendrían la dudosa satisfacción de constatar que tenían razón.
Al final, la que más sufriría sería Sylvia. Habría perdido su ropa, tendría que pagar el astronómico alquiler del minúsculo apartamento y la policía francesa le haría toda clase de preguntas acerca de su compañera de piso desaparecida. Su estilo de vida no soportaba un escrutinio muy minucioso, y Chloe sólo podía pensar que le estaba bien empleado. Unas cuantas molestias no serían mal pago por haber enviado a su amiga a la muerte.
Naturalmente, Sylvia no había («el puto dolor es tan fuerte que voy a desmayarme, pero no puedo, porque entonces me matará»), no había pretendido ponerla en peligro. Pero, si hubiera ido ella, nada habría pasado. A Sylvia no le interesaba nada más allá de su linda nariz. Ella no habría acabado atrapada allí, con un monstruo acercándole un cuchillo al rojo vivo a la piel mientras otro aún peor los miraba.
No iba a gritar. Se mordió el labio inferior tan fuerte que notó el sabor de la sangre, pero no iba a gritar cuando él pasó la punta de la hoja sobre su carne y vio cómo se formaban las gotas de sangre y empezaba a correr por su piel.
—Acabaré con ella ahora —dijo Hakim, y, agarrándola del pelo con una mano, le acercó el cuchillo a la garganta—. Puede esperarme en la biblioteca. Estaré con usted dentro de un minuto.
Chloe cerró los ojos y se preparó. Al menos aquello acabaría de una vez, y la oscuridad sería una apacible liberación. Echó la cabeza hacia atrás para dejarle más espacio, ansiosa por acabar de una vez, y Hakim se echó a reír.
—¿Ve lo bueno que soy, Bastien? Hago que lo deseen —y hundió el cuchillo hacia abajo.
El ruido fue extraño, una especie de estallido, y luego Chloe se sintió sofocada, aplastada por un peso, cubierta de sangre y oscuridad y envuelta en un acre olor a sudor. No esperaba que la muerte fuera así, pero al menos no dolía, y se mantuvo quieta, dejando que la noche se apoderara de ella.
Luego, repentinamente, aquel peso se alzó y ella pudo respirar de nuevo. Abrió los ojos y vio el cuerpo de Hakim tendido en el suelo, en un charco de sangre que no era suya.
Bastien Toussaint estaba de pie sobre ella, la cara fría e inexpresiva. Le tendió una mano. En la otra llevaba una pistola.
—La vida o la muerte, Chloe. Tú decides.
Ella le dio la mano y dejó que la ayudara a levantarse.
Logró ponerse de pie por pura fuerza de voluntad. Allí donde Hakim la había marcado, el dolor le atravesaba brazos y piernas. Pero Hakim estaba muerto, ella estaba viva, y si tenía que recurrir a la persona que más odiaba en el mundo, lo haría. No quería morir.
—Hay una escalera en la parte de atrás que nos llevará junto al garaje. Tendremos que pasar junto a un puñado de guardas con perros, y tendrás que estarte callada y hacer todo lo que te diga. Si no, te dispararé y te dejaré aquí.
Ella asintió con la cabeza. No se fiaba de su voz. Él parecía frío, impasible, como si no acabara de matar a un hombre, como si no previera que tendría que matar a otros. En algún lugar podría encontrar ella la misma frialdad.
Bastien la agarraba del brazo, le clavaba con fuerza los dedos mientras tiraba de ella. Chloe apenas lograba seguirle el paso; estaba temblorosa, débil y aturdida, pero no podía pedirle que fuera más despacio. Seguramente le pondría la pistola en la cabeza allí mismo si le retrasaba.
Avanzó a trompicones tras él, bajó la estrecha escalera sin iluminar y salió a la gélida noche de diciembre. El aire áspero y frío era tan poderoso que casi se atragantó al intentar inhalar una profunda bocanada para quitarse el sabor de la sangre y el fuego. Quería más, pero Bastien la empujó de pronto contra la pared y cubrió su cuerpo con el suyo hasta que desaparecieron los dos entre las sombras.
Su cuerpo se apretaba contra el de ella, la aplastaba, notó Chloe distraídamente. Era muy fuerte..., eso ya lo sabía, ¿no? Quizá lo odiara con asombrosa ferocidad, pero, si a una tenían que rescatarla, convenía que el rescatador fuera fuerte.
Chloe oyó el gruñido sofocado de un perro guardián, seguido por un rápido improperio. Los guardias estaban haciendo su ronda, pero aún no se habían dado cuenta de que algo iba mal.
—Puede que tenga que dispararles. No me obligues a dispararte también a ti —jadeó aquellas palabras a su oído, tan sólo un susurro, pero ella asintió con la cabeza.
Los guardias habían pasado de largo, pero seguramente volverían.
—Prométeme sólo una cosa —musitó ella en voz un poco más alta.
Bastien le tapó la boca con la mano, y ella luchó por no gritar de dolor.
—Cállate —le espetó él.
Ella asintió de nuevo, y él apartó la mano. Los guardias estaban en medio de la amplia explanada del jardín, y aunque las balas podrían alcanzarles, los hombres no.
Bastien se apartó de ella.
—¿Prometerte qué? —preguntó por fin. —No dispares a los perros.
Él se la quedó mirando un momento sin expresión alguna. Y luego un brillo extraño apareció en sus ojos, algo que, siendo él otro hombre y en otras circunstancias, Chloe habría considerado una expresión de regocijo. Pero no había cabida para el regocijo en una situación de vida o muerte.
—Haré lo que pueda —dijo—. Vamos —y, agarrándola de la mano, echó a correr.
Capítulo 10
La noche había dejado de ser real. Hakim se había asegurado de que toda la finca estuviera bien iluminada, y tuvieron que cruzar la amplia franja de césped en zigzag, avanzando de sombra en sombra. Bastien parecía saber gracias a un instinto preternatural hacia dónde debían moverse, y ella le seguía por pura fuerza de voluntad, negándose a pensar en las cosas que había visto, en las cosas que se habían hecho por ella. La realidad se había desvanecido hacía tiempo, y si aquello era una película de Hollywood, se despertaría en la cama, sudorosa y acongojada por aquella pesadilla tan increíblemente real.
De momento había sobrevivido, pero aquello no era un sueño, era una realidad en toda su fealdad y su terror. Se había ido de casa, había abandonado la tradición familiar porque no podía soportar la muerte, el dolor y la visión de la sangre. Y ahora se hallaba cubierta por la sangre de un muerto.
Bastien la dejó sola dos veces, y ella se quedó entre las sombras, abotargada y obediente, esperando hasta que él regresó para llevarla de nuevo a rastras. Su Porsche estaba aparcado junto a la glorieta, y Chloe invirtió la poca energía que le quedaba en su última carrera. Bastien tuvo que meterla a la fuerza en el asiento del acompañante, como si estuviera muerta, y ella se hundió en el asiento de cuero y cerró los ojos. Sentía que la oscuridad comenzaba a cubrirla como un telón que cayera sobre el escenario.
Él estaba a su lado, en el asiento del conductor, y ella oyó el chasquido del cinturón de seguridad y le dieron ganas de reír. Qué hombre tan cuidadoso, mata en silencio y siempre lleva puesto el cinturón. Él se inclinó y le abrochó el suyo, y el roce de sus manos la hizo dar un respingo, pero se quedó quieta y mantuvo los ojos cerrados, persiguiendo el olvido que necesitaba desesperadamente.
Bastien conducía a toda velocidad por las carreteras a oscuras y sin luna, huían para salvar sus vidas y, sin embargo, alargó la mano y encendió la radio. Sonó una canción de éxito de hacía unos años: ella tiene ojos de revólver, mata con la mirada, dispara. Disparos, muertes, pistolas.
El olvido se alejó. Ella se giró para mirarlo. —Esta noche has matado a un hombre —dijo. Él ni siquiera la miró.
—Esta noche he matado a dos hombres. No me viste rebanarle el pescuezo a uno de los guardias. Pero prometí no hacerles daño a los perros.
Ella lo miró con horror.
—¿Cómo puedes bromear sobre eso?
—¿Lo de que no querías que matara a los perros era una broma? Todo habría sido más sencillo si lo hubiera hecho, pero preferí respetar tu tierna sensibilidad —tomó una curva con la velocidad y la destreza de un corredor de automovilismo, prestándole sólo un cuarto de su atención.
Chloe no sabía qué era peor: un hombre como Hakim, que mataba por placer, o un hombre como Bastien, que no sentía nada en absoluto.
—Duérmete, ma petite —dijo él—. Tenemos un largo camino por delante y ya has tenido una noche muy ajetreada. Te despertaré cuando me pare a por comida.
—No quiero volver a comer —dijo ella con voz débil, estremeciéndose. Podía oler la sangre, y algo elemental y nauseabundo.
—Como quieras. De todas formas, las americanas están demasiado gordas.
Ella ni siquiera pudo reunir una pizca de indignación. De no haber sabido que era imposible, habría pensado que lo decía con el simple propósito de sacarla de su abotargamiento, pero parecía improbable que le importara lo suficiente. Debía preguntarle adónde la llevaba, pero tampoco consiguió hacer acopio de energía, ni de curiosidad. Bastien la llevaría donde quisiera, haría lo que se le antojara. Ella sólo podía confiar en que, si decidía volver a ponerle la mano encima, fuera para matarla. Prefería morir a volver a practicar el sexo con aquel monstruo de sangre fría.
—Duérmete —repitió él con voz más tierna, a pesar de que la misma idea de la ternura resultaba inconcebible en él. Pero la canción de la radio, que hablaba de amor y muerte, era suave y tranquilizadora. «C'est.foutou». Todo se ha jodido, cantaba él, y ella sólo podía estar de acuerdo. Cerró los ojos y dejó que cayera la oscuridad.
Bastien la miró en cuanto estuvo seguro de que se había dormido. Estaba hecha un desastre: los brazos surcados por cortes poco profundos y quemaduras, la cara pálida y manchada por las lágrimas, el maquillaje corrido que le ponía ojos de mapache. Se la veía muy frágil, pero él sabía que era más dura de lo que parecía. Seguía viva, lo cual constituía en sí mismo un milagro. De algún modo había sido capaz de sobrevivir a Hakim.
Hakim procedía con un ritmo determinado: era un hombre metódico. Les decía que no gritaran, y luego los torturaba hasta que lo hacían, como un amante que intentara llevar al orgasmo a una mujer reticente. Una vez empezaban a gritar, procedía más deprisa, pero Chloe había logrado mantenerse en silencio. Tenía sangre en la boca y los labios hinchados de mordérselos para sofocar los gritos. O quizá fuera él quien le había dejado así la boca. Ciertamente, no se había mostrado tierno con ella.
Había averiguado lo que necesitaba saber, y eso era lo importante. Y luego lo había echado todo a perder al meter las narices donde no lo llamaban, interrumpiendo la diversión de Hakim en lugar de aceptar que toda guerra tiene sus bajas.
Quizá estuviera cansado de daños colaterales. Quizá quería salvar una vida en lugar de quitarla. Quizá estuviera tan quemado que coqueteaba con la muerte y mandaba al garete misiones importantes por un simple capricho.
Pero Chloe estaba demasiado vapuleada para ser un simple capricho. Tenían que llegar a alguna parte donde pudiera limpiarle las heridas de la piel tersa y pálida, donde pudiera pensar qué demonios iba a hacer ahora, con ella y consigo mismo.
Lo de ella era bastante fácil. La remendaría, la tranquilizaría y la metería en el siguiente avión que volara a Estados Unidos. Debía de pesar unos cincuenta y cinco kilos; sería fácil darle calmantes suficientes para que se tranquilizara y se mostrara dócil, pero fuera aun así capaz de subirse a un avión.
No podría ser hasta esa noche. Primero tenía que llegar a una de sus casas francas, lavarla y evaluar la situación. Quizá el Comité decidiera liquidarlo después de semejante chapuza. Había dejado de serles útil, y empezaba a actuar por impulsos, lo cual lo convertía en un estorbo. Sus jefes no eran de los que daban una segunda oportunidad.
Hakim era prescindible, pero había muerto prematuramente. Y allí estaba él, a la fuga, tras abandonar su misión antes de que el objetivo principal apareciera siquiera. Thomason se pondría lívido. No importaba. Estaba listo para que aquello acabara. Ya no le importaba nada ni nadie, ni siquiera su propio pellejo. En cuanto se asegurara de que Chloe estaba a salvo, podían ir a por él.
Ella era más fuerte, más resistente de lo que esperaba. Para cuando el sol se levantó sobre la campiña francesa, tenía mejor color y dormía más apaciblemente. Él se había dirigido hacia el norte, hacia Normandía, y después había dado la vuelta poniendo rumbo a París desde el noroeste y no desde el sur. No era gran cosa para despistar a sus perseguidores, pero confiaba en que tardarían unas horas en encontrar el cuerpo de Hakim y descubrir quién había desaparecido.
Consideró la posibilidad de abandonar el coche y robar otro para cubrir su rastro, pero por alguna razón se resistía a despertar a Chloe. Había muchos sitios donde podía esconder el coche en la ciudad: sólo tenía que contar con que le durara la suerte unas horas más. Lo suficiente como para meterla a salvo en un avión.
Paró en un pueblecito de las afueras de la ciudad y dejó el coche en marcha mientras entraba en una tienda a comprar algunas cosas. Tuvo suerte: tenían zapatos que, supuso, eran de su talla, coca—cola light y sándwiches precocinados que debían de saber a cartón, pero a esas alturas no podía ponerse puntilloso. Ninguno de los dos podía permitirse pasar sin comer, aunque imaginaba que tendría que obligar a Chloe a ingerir algún alimento. Y aunque esa visión era, a qué negarlo, erótica de un modo excéntrico aunque agradable, no tenía tiempo para esas cosas.
El café era como le gustaba a él, fuerte y dulce, y condujo con una mano por las calles de París, avanzando por entre el tráfico suicida con destreza de especialista, esquivando camiones y taxis como si condujera una motocicleta, y hasta invadiendo la acera en cierta ocasión. Conduciendo tan deprisa, nadie notaría nada, salvo un borrón. Los típicos atascos de París eran poca cosa para él, y para cuando consiguió entrar a salvo en el garaje subterráneo del hotel estilo western, estaba razonablemente seguro de que nadie los seguía. Estarían a salvo durante un par de horas.
Era un hotel americano, confortable, caro y sin nada de particular. Bastien tenía reservada una de sus mejores suites, que usaba de tarde en tarde como tapadera o en sus ocasionales periodos de inactividad. Que él supiera, nadie conocía su existencia, aunque sabía que no sería así por mucho tiempo. En cuanto empezaran a buscarlo, encontrarían el rastro del alquiler de la habitación, y se le agotaría la suerte.
Pero eso podía llevarles horas, y estaba dispuesto a correr el riesgo. Tenía que lavar y vendar a Chloe, darle algo de comer y lavarle el cerebro cuanto pudiera, teniendo en cuenta que no disponía de las drogas adecuadas. Ignoraba qué iba a decirle exactamente. Con aquellas marcas en los brazos y el pelo cortado a trasquilones alrededor de la cara, no iba a poder convencerla de que todo había sido un sueño. Tenía la cara muy pálida y un hematoma cerca del ojo al que no le iría mal un poco de hielo.
Estacionó en su plaza de aparcamiento y apagó el motor. Aquel nivel del garaje estaba desierto a esa hora: era demasiado temprano para que los ricos ociosos comenzaran a moverse y demasiado tarde para los trabajadores. Podía llevarla a su habitación sin apenas testigos.
Ella había abierto los ojos y lo miraba aturdida. Se había ceñido la camisa sin abrochársela. Quizá le dolían tanto los brazos que no podía moverlos. Bastien se inclinó para abrocharle los botones, pero ella se apartó dando un respingo, como si fuera a golpearla.
—Iba a abrocharte la camisa —dijo—. No puedes cruzar el hotel con esa pinta si queremos pasar desapercibidos.
—¿Dónde estamos?
—En el hotel MacLean. Tengo una habitación reservada para casos como éste.
—¿Casos como éste? ¿Has pasado por esto antes?
—Sí —sólo era una mentira a medias. Se había metido en los que había comprometido su tapadera, y algunas personas inocentes se habían visto atrapa das en medio. En el pasado, había escapado para poner a salvo su pellejo, dejando a las víctimas allí donde quedaran. Pero a aquélla no la había dejado atrás.
Ella tenía la pechera de la camisa hecha jirones. Hakim debía de habérsela rajado con el cuchillo. Buscó a tientas detrás del asiento y agarró una camisa. Chloe se apartó de nuevo, y él la observó con tibia exasperación. Ya debería haberse dado cuenta de que él era la menor de sus preocupaciones.
—Ponte esto —dijo—, y abróchate los puños. Será más difícil de limpiar, pero no queremos que todo el mundo vea las marcas de Hakim.
Al oír mencionar aquel nombre, Chloe se estremeció.
—Puedo ponérmela por encima. Además, es más probable que la gente se fije en que voy descalza. —Paré a comprarte unos zapatos. No puedes huir para salvar la vida descalza o con los zapatos de otra persona. Están en una bolsa, detrás —sacó la llave del contacto, metió la mano bajo el asiento delantero para sacar su pistola, dos de sus pasaportes y un fajo de billetes bien escondido. Chloe no se había movido.
Él salió del coche.
—Cuanto más tiempo estemos aquí, más peligro corremos —dijo—. Cámbiate de camisa o lo haré yo.
Debería haberse dado la vuelta mientras ella se quitaba la camisa hecha trizas, pero tales delicadezas le traían ya sin cuidado. Su sujetador blanco no era ni de lejos tan erótico como el que había llevado sólo unas horas antes, y ella se movía con torpeza, penosamente. Se puso la camisa y luego los zapatos con el desagrado de alguien que se vistiera con harapos. Bastien la miraba, negándose a reaccionar.
Chloe lo siguió hasta el ascensor; se movía lentamente y Bastien dejó que se tomara su tiempo, que mantuviera la distancia mientras nadie pudiera verlos. El ascensor era pequeño y olía a ajo y tubo de escape. Al cerrarse las puertas, mientras el ascensor subía, Chloe se miró fijamente los pies.
Él también se los miró. Los mocasines negros, muy sencillos, parecían quedarle bien, y la tela rasgada de sus pantalones le bailaba alrededor de las pantorrillas. Su pelo olía a lana quemada, y la sangre se filtraba a través de una de las mangas largas de la camisa blanca.
—Merde —el ascensor se detuvo cuando faltaba poco para llegar a su piso y las puertas se abrieron para que entrara alguien. Bastien se apresuró a empujarla hacia un rincón y, tapándola con su cuerpo, le apretó la cara contra su hombro. Ella intentó apartarse, pero Bastien la agarró con fuerza de la muñeca, haciéndola el daño suficiente para que se comportara sin echarse a llorar—. Finge que somos amantes — le susurró él al oído en alemán.
Tal y como esperaba, ella le entendió perfectamente, cosa que aún requería una explicación, pero aquél no era el momento. El hombre de negocios de mediana edad que había entrado en el ascensor apartó la mirada con educada discreción, y Bastien se pegó aún más a Chloe, apretando las caderas contra las suyas como un amante apasionado e insatisfecho.
Ella levantó los ojos y lo miró con estupor. Debía de haber sentido su erección y comprendido que era un hijo de puta enfermo. Aquella idea resultaba un tanto divertida.
Le dieron ganas de besarla, sólo por ver su desagrado, pero tuvo la sensatez de no tentar su suerte habiendo testigos delante.
El hombre salió, y antes de que las puertas se cerraran de nuevo ella le dio un empujón y se estremeció visiblemente.
—No vuelvas a tocarme —dijo en voz baja. —No seas cría —replicó él—. Intento salvarte la vida, aunque no sé por qué. Así que cierra el pico, haz lo que te diga y sígueme la corriente. Si tengo que follarte de pie en medio de Notre Dame con la mitad de París mirando, obedecerás sin rechistar, ¿entendido?
—Por encima de mi cadáver.
—Exactamente —habían llegado al último piso y el pasillo estaba vacío. Bastien había considerado la posibilidad de rebanarle el pescuezo al tipo que les había visto, pero con un poco de suerte se habría ido del hotel mucho antes de que aparecieran sus enemigos. Y deshacerse del cadáver le habría causado más inconvenientes que dejarlo marchar. Además, Chloe seguramente se habría puesto a chillar. Muy poco prácticos, aquellos americanos.
—Estamos al fondo del pasillo —dijo mientras esperaba a que ella saliera del ascensor delante de él. No era una cuestión de cortesía: si él salía prime ro, tal vez ella se negara a seguirlo, y no quería pelear se con ella. Chloe levantó la cabeza y lo miró, y a plena luz del día él pudo verla claramente. Vio dolor miedo en sus bellos ojos marrones. Vio odio dirigido contra él.
Bien. Aquello ayudaría a mantenerla viva. Bastien había descubierto que el odio era un sentimiento muy útil, y agitar el de Chloe no le vendría mal. No tenía nada que temer de ella: no podía sorprenderlo, herirlo, huir de él. Pero la ira la mantendría en marcha cuando el cuerpo y el corazón quisieran tirar la toalla.
La siguió por el pasillo, un anónimo corredor que podría haber pertenecido a mil hoteles distintos de todo el mundo. Ella vaciló cuando abrió la puerta, y tuvo que darle un empujoncito para que cruzara el umbral. La mirada que ella le lanzó habría paralizado a un hombre menos fuerte.
—Entra en el cuarto de baño y quítate la ropa — dijo.
—Que te jodan. Él se echó a reír.
—Tienes cortes y quemaduras por los brazos y las piernas, Chloe. Hay que curarte, y necesitas descansar. Confía en mí, no tengo interés en tocarte, aparte de adecentarte un poco para que puedas irte esta noche.
Ella no parecía creerle. — ¿Irme?
—Te meteré en un avión que salga de París, de vuelta a los Estados Unidos. ¿De dónde eres?
—De Carolina del Norte.
—¿Eso está cerca de Nueva York? —No.
—Entonces tendrás que apañártelas sola para llegar a casa. Cuando salgas de Francia estarás más o menos a salvo, pero ahora mismo debe de haber unas cuantas personas con mucho talento buscándote para matarte.
—Yo diría que quieren matarte a ti, no a mí. —Oh, a mí también quieren matarme, claro está. Casi todo el mundo que me conoce acaba queriendo matarme —dijo él.
—Entiendo por qué —replicó ella con voz débil. Bastien no se molestó en discutir.
—¿Vas a quitarte esa ropa rota o quieres que te ayude?
—Puedo arreglármelas —dijo, envarada—. ¿Dónde está el dormitorio?
Él señaló con el dedo las puertas dobles que había a su espalda.
—Ahí dentro. Yo entraré dentro de un minuto. —No voy a dormir contigo otra vez —dijo ella. Bastien notó que su debilidad iba menguando a medida que crecía su rabia. Eso también la ayudaría a sobrevivir.
—¿Otra vez? No sabía que lo que hicimos ayer tuviera algo que ver con dormir.
Chloe podía sonrojarse. Bastien la observó, cautivado, mientras el rubor teñía su cara: creía que ya habría dejado muy atrás aquella muestra de inocencia. Se compadeció de ella.
—No importa, Chloe —dijo con suavidad—. No voy a hacerte nada, aparte de aplicarte los primeros auxilios. El resto puede quedar inviolado.
Notaba que su franqueza sólo empeoraba las cosas, pero en aquel momento ése era el menor de sus problemas. Había que curar a Chloe, darle de comer, vestirla y mandarla a casa, y no tenía tiempo que perder. Tendría una suerte loca si no le habían encontrado al caer la noche. Tenía que seguir moviéndose. En cuanto estuviera seguro de que su inesperada compañera era capaz de seguir adelante.
Chloe estaba sentada en la cama, envuelta en la sábana como si estuviera en la consulta del ginecólogo. Todavía llevaba la ropa interior. Bastien se sentó a su lado, y ella intentó apartarse.
—No seas cría, Chloe —dijo él.
Ella miraba el frasco marrón que él sostenía en una mano y los trozos de algodón que pensaba usar. —¿Qué es eso? —preguntó—. No lo has comprado en ninguna farmacia.
—Es muy bueno. Muy caro, tecnológicamente muy avanzado, vale más que su peso en oro. Acelera el proceso de curación. Dentro de un par de días habrán desaparecido casi todas las heridas. Dudo incluso que queden cicatrices.
—¿De dónde procede?
—Secreto profesional —contestó él, y echó un generoso chorro de crema densa, verde y traslúcida en un trozo de algodón—. Sólo tiene una pega — agarró su brazo izquierdo, el que Hakim había maltratado más.
—¿Cuál?
—Duele de cojones —y aplicó la crema al primer corte.
Ella dio un respingo, y Bastien esperó a medias que gritara. Había elegido aquel hotel por cierto número de razones, una de ellas su exquisita insonorización, de modo que no temía que alguien la oyera gritar, pero aparte de un gemido estrangulado Chloe no dijo nada, si bien se puso rígida para combatir el dolor.
Bastien sabía por experiencia que posiblemente aquello iba a dolerle más que los «cuidados» de Hakim. Con Hakim, la impresión y el miedo la habían entumecido en parte, y no sentiría las consecuencias de su obra hasta mucho después. Si llegaba a vivir tanto.
Ella se mordía los labios para no emitir ningún sonido, y su boca volvía a sangrar. Bastien siguió, intentando ignorar su temblor.
—Hay mejores modos de afrontar el dolor —dijo con calma mientras seguía aplicando crema en las marcas de su brazo—. Cuanto más te resistes a él, más contraataca. Si te dejas ir, si te relajas, descubrirás que se convierte casi en un estado alterado, como si fuera otro el que está sufriendo. Es mucho mejor así.
—¿Tanta experiencia tienes con el dolor? —apenas consiguió escupir las palabras.
—Bastante —dijo él—. Respira. Ya sabes, como cuando estás pariendo. Respira hondo, acompasadamente, y procura relajarte.
—No puedo —dijo con voz estrangulada. Bastien sentía el latido acelerado de su corazón. —Siempre podría distraerte.
Aquello captó su atención. —No...
—No puedo tocarte, ya lo sé —dejó el brazo y levantó el otro—. Entonces háblame. Cuéntame qué estabas haciendo en casa de Hakim.
—¡Ya te lo dije! Iba a sustituir a mi compañera de piso, que se había ido con su novio nuevo. No tenía ni idea de qué clase de sitio era, ni para qué clase monstruos enfermos iba a trabajar.
—Ahora ya lo sabes. Por eso eres un estorbo.
—¿Cómo es que entiendes tantos idiomas? La mayoría de las chicas americanas hablan inglés a duras penas.
Ella le lanzó una mirada furiosa. Era tan predecible, tan fácil de manipular. Lo único que tenía que hacer era un comentario desdeñoso de pasada sobre las mujeres estadounidenses para que se olvidara de sus sufrimientos. A él solían gustarle las mujeres sofisticadas e impredecibles. Pero por alguna razón Chloe le gustaba.
Por un momento, pensó que no iba a contestarle. —Tengo talento natural para los idiomas —dijo con voz crispada mientras intentaba contener el dolor—. Mis padres me llevaron a colegios privados, muy caros, y empecé a aprender francés en la guardería.
—Eso explica por qué tu acento es tan bueno. ¿Dónde aprendiste los demás?
—En la universidad. Me licencié en lenguas modernas en Mount Holyoke, y mis padres viajaban mucho. Hasta puedo conversar en latín.
—Eso no es una lengua moderna. Túmbate para que te cure las piernas.
Estaba invirtiendo demasiada energía en resistir el dolor, no le quedaba ninguna para resistirse a él. Se tumbó, tapándose con la sábana. Las piernas las tenía mejor que los brazos. Hakim había ido preparándose despacio para alcanzar el clímax y no le había dado tiempo a llegar a ellas.
Bastien había estado entre sus muslos hacía no mucho tiempo. Chloe tenía unas piernas largas y bellamente formadas; en su dormitorio del cháteau, había estado demasiado ocupado para fijarse en ellas.
—Ya te he dicho que se me dan bien los idiomas. Me gustan todos.
—Entonces, ¿por qué tiene un trabajo de mierda en una editorial de mala muerte? Un talento como el tuyo sería muy útil para ciertas organizaciones.
—Me gusta mi vida. Prefiero traducir libros infantiles a encubrir el tráfico de armas.
Él había acabado de curarla. Dejó el frasco y el algodón en el suelo y, tumbándose en la cama, se inclinó sobre ella.
—Eso es exactamente lo que no debes decir, ángel mío. Debes olvidar todo lo que has visto durante estos dos días. Estamos tratando con individuos peligrosos, y podrías identificar a la mayoría de ellos. Eres una chica lista, a pesar de tu estúpido comportamiento, y si te lo propones seguramente podrás descifrar de qué estábamos hablando en las reuniones, ahora que sabes que no era ni de pollos, ni de grano.
A Chloe le desagradaba que estuviera tan cerca, inclinado sobre ella; no le gustaba levantar la mirada hacia él, a pesar de que no la estaba tocando. Bastien lo notaba claramente. Pero le traía sin cuidado.
—Olvídalo todo, Chloe —dijo con suavidad—. O puede que vivas para lamentarlo.
Capítulo 11
Chloe lo miraba fijamente. Estaba tumbada de espaldas en la cama, cubierta sólo con la ropa interior y la sábana, y había practicado el sexo con él hacía menos de veinticuatro horas. Qué demonios, quizá hiciera menos de dos: ignoraba qué hora era.
Tampoco podía moverse, levantar los brazos y apartarlo de un empujón. Bastien permanecía inclinado sobre ella con los ojos entornados, y por un instante Chloe creyó que iba a besarla otra vez.
Pero no lo hizo. Se incorporó y se apartó de ella. —Voy a darme una ducha, luego veré si puedo conseguirte un pasaporte.
—No necesito un pasaporte nuevo. Él sacudió la cabeza.
—Si viajas con tu nombre real, no llegarás a casa. Sé lo que me hago, Chloe. Haz lo que te digo y tal vez salgas de este lío con vida.
Ella se lo quedó mirando.
—¿Quién diablos eres? —dijo—. ¿Qué diablos eres?
Su leve sonrisa no reveló nada.
—No creo que necesites saberlo. Intenta dormir. Vas a necesitar fuerzas para recuperarte.
Hacer lo que le decía no la atraía exactamente, pero estaba demasiado agotada para llevarle la contraria. El dolor había remitido hasta convertirse en un pálpito sordo que abarcaba todo su cuerpo, y en ese momento dormir le parecía más importante que averiguar la verdad.
—Está bien —dijo a regañadientes.
—¿Qué? ¿De veras estás de acuerdo en algo? No puedo creerlo.
—Vete al infierno —dijo ella con voz apenas audible.
—Eso está mejor —murmuró Bastien—. Intenta dormir. Puedes insultarme otra vez cuando te despiertes.
Chloe creía que el sueño se apoderaría de ella inmediatamente, pero no acababa de llegar. Fuera estaba nublado: si intentaba reconstruir las últimas horas, quizá pudiera adivinar qué hora era, pero retroceder en el tiempo era lo último que quería. No deseaba pensar en lo ocurrido la víspera, desde el momento en que se metió en el coche con él. No quería recordar aquellos momentos violentos y confusos en su habitación, no quería revivir el dolor y el miedo y, sobre todo, no quería acordarse de Gilles Hakim encima de ella, su cuerpo un peso muerto. Literalmente.
Aquel sujeto la había torturado, pensaba matarla, y ella había deseado su muerte. Se creía una pacifista, prefería morir antes que hacer daño a los demás, pero sus buenos sentimientos se habían ido a la mierda cuando había visto en peligro su vida. De haber tenido una pistola, le habría gustado matar a Hakim con sus propias manos, y habría disfrutado.
Quizá. En ese momento no sabía qué era cierto y qué no. Podía oír el ruido del agua corriendo, olía el jabón y la espuma de afeitar y el leve perfume de la colonia que usaba Bastien. No había sido capaz de identificar sus componentes: eran muy sutiles, insidiosos, casi... eróticos. No le gustaban los hombres que se perfumaban.
La ducha se detuvo y un momento después la puerta se abrió. Chloe levantó la mirada y vio que Bastien entraba en el dormitorio sin ropa, ni siquiera una toalla atada a la cintura. Giró la cabeza hacia un lado, cerró los ojos y le oyó reír.
—¿Te incomodan los cuerpos de los hombres, Chloe? —dijo. Ella le ignoró y mantuvo los ojos cerrados con fuerza mientras oía el frufrú dé la ropa, un ruido de cajones y de puertas al abrirse. Estaba dormida cuando sintió que la cama se hundía a su lado y, a pesar de sí misma, abrió los ojos de golpe.
Bastien no llevaba encima gran cosa, pero al menos estaba decente. Se había puesto unos pantalones, y llevaba la camisa abierta. Qué extraño. Ya se había acostado con él y ni siquiera sabía si tenía vello en el pecho.
No lo tenía: su piel era tersa, dorada, y Chloe cerró los ojos otra vez y procuró olvidarse de él. Bastien la tapó bien con la sábana.
—Duérmete, Chloe. Debes dejar que esa cosa actúe otras cuatro horas. Luego podrás lavarte, pero mientras tanto tienes que quedarte aquí tumbada y dejar que la medicina haga su trabajo.
Ella pensó en ignorarle, pero no pudo resistirse a contestarle.
—No hay medicina en el mundo que pueda curarme tan rápido lo que me hizo Hakim.
—Puede que no. Pero el dolor físico desaparecerá. Depende de ti que las heridas emocionales también cicatricen.
—¿De mí? —intentó incorporarse, pero él la tumbó sobre la cama con cierta brusquedad.
—Sí, de ti —repitió con firmeza—. Eres joven, fuerte e inteligente, a pesar del lío en el que te has metido. Si eres tan lista como creo, dejarás esto atrás.
—Qué sensible —dijo ella con sorna.
—No, sólo práctico —repuso él—. Hakim te cortó. Te quemó. Pero no te violó.
—No, de eso te encargaste tú.
Él se puso a maldecir usando palabras que ella no debería conocer y sin embargo conocía.
—Di lo que quieras —dijo él al cabo de un momento—. Debí de sufrir un ataque momentáneo de sordera. No recuerdo que dijeras que no ni una sola vez.
No había dicho que no, y ambos lo sabían. No dijo nada y un momento después lo sintió apartarse de la cama. No se había dado cuenta de que estaba conteniendo el aliento, esperando a medias que la tocara de nuevo, y lo dejó escapar mientras Bastien se alejaba de ella.
—Volveré dentro de un par de horas. No abras la puerta, no contestes al teléfono, no te acerques a las ventanas. No creo que nadie conozca este sitio, pero nada es seguro, y dentro de poco habrá mucha gente buscándote.
Ella giró la cabeza y le ignoró. Sólo quería que se fuera, que saliera de allí. Si le decía una sola cosa más, se pondría a gritar.
Oyó el ruido de la puerta al cerrarse, el chasquido de la cerradura automática, y al abrir los ojos se encontró sola en el apartamento en penumbra. Por fin. En la cama de Bastien.
Se sentó muy despacio, pero no sintió dolor. Aquel mejunje verdoso, fuera lo que fuese, había logrado atajar el dolor, al menos de momento. Se tocó el brazo con cuidado. La pomada había formado una capa parecida a la cera sobre cada corte, sellándolo, pero se movía con ella, y cuando apartó la sábana y se levantó no sintió ningún tirón, ningún alfilerazo.
Probablemente fuera un veneno radioactivo de alguna clase; le había dolido bastante al aplicárselo, no se fiaba de Bastien ni por un momento. Pero se sentía más fuerte, de modo que quizá de aquella acusación pudiera absolverlo. Se sentía lo bastante fuerte como para salir de allí como alma que llevara el diablo, antes de que él volviera.
Su ropa estaba hecha jirones, no podía salir a la calle así. Habría preferido salir desnuda que ponerse la ropa de Bastien, pero al menos le quedaba aún una pizca de instinto de supervivencia. Si ponerse la ropa de Bastien Toussaint significaba que no tendría que volver a verlo, que así fuera.
Toda su ropa era negra. Naturalmente: era tan teatral como monstruoso. No mejoró las cosas el hecho de que el único par de pantalones que pudiera ponerse fueran los de un pijama de seda negra. Como la mayoría de los hombres, y en especial los franceses, Bastien no tenía caderas, y ella tenía, cuando menos, una buena ración.