Aunque Bastien no era francés. No estaba segura de por qué lo sabía. Su acento era perfecto, sus maneras, todo lo que le rodeaba proclamaba que era exactamente lo que ella había descubierto en Internet: el hijo de un fabricante de armas de Marsella. Con razón se había metido en el tráfico de armas. Debía de haber un paso muy corto entre la fabricación ilegal de armas y su venta ilegal.
El hijo casado de un fabricante de armas, se recordó mientras se ponía una camisa de seda, haciendo una mueca de dolor por anticipado. La tela, fina como un susurro, apenas tocó su piel, y de nuevo hubo aquella inexplicable ausencia de dolor. Se acercó a la ventana y miró fuera. Hacía frío y estaba lloviendo. Casi parecía que no tardaría mucho en ponerse a nevar. Era un poco pronto para que nevara, pero el mundo parecía haberse movido de su eje. Ya no podía contar con que nada fuera normal.
No había dinero: registró minuciosamente el lugar. Encontró un pequeño alijo de lo que presumiblemente era cocaína o heroína, le importaba un bledo lo que fuera, pero dinero no vio por ninguna parte. Ni un céntimo para llegar al otro lado de París. Era bastante fácil orientarse, con la torre Eiffel a su izquierda y el Sena zigzagueando por entre la ciudad en sombras. Había una buena caminata por calles laterales y callejones hasta su apartamento en el Marais, pero cualquier cosa era preferible a quedarse allí. Agarró el abrigo de Bastien: un abrigo largo, de cachemira negra que le pareció suave como la mantequilla. El leve rastro de su olor pareció incitar la, y estuvo a punto de tirar el abrigo en lugar de envolverse en el perfume de Bastien.
Pero no era momento para gestos teatrales. Se pasó una mano por el pelo y notó los mechones desiguales, las puntas quemadas. No podía hacer nada al respecto, pero cuando llegara a su apartamento le diría a Sylvia que se lo arreglara.
Bastien le había dicho que era muy peligroso volver a su casa, pero le había dicho muchas mentiras, y él era el único peligro reconocible que había de momento en su vida. Además, nadie sabía dónde vivía. Sylvia le había subarrendado el minúsculo apartamento a uno de sus antiguos amantes, y ninguna de las dos figuraba en ningún registro como titular del alquiler. Ella recibía el correo en Fréres Laurent, su teléfono móvil se facturaba en los Estados Unidos, y no había modo alguno de que pudieran encontrarla sin grandes esfuerzos. Y no creía que la consideraran digna de tantas molestias.
Eso no significaba que no fuera a marcharse a casa. No se fiaba de Bastien ni por un instante, pero había visto suficientes cosas como para saber que se había mezclado inadvertidamente con gente muy peligrosa, y si él era de los buenos, no quería vérselas con los malos. El lugar más seguro para ella eran las montañas de Carolina del Norte, donde estaría rodeada por una familia que la protegía en exceso. Por alguna razón, París y la campiña que rodeaba la ciudad habían perdido su atractivo.
Caminar por las calles mojadas y frías, con la cabeza gacha y envuelta en el abrigo de Bastien, no contribuyó a mejorar su estado de ánimo. Tenía los pies entumecidos por el frío, pero al menos los zapatos eran de su talla. Era curioso que Bastien se hubiera parado a comprarle un par de zapatos de vuelta a París. Ni siquiera llegaba a entender qué se le pasaba por la cabeza, y tampoco quería intentarlo. Lo único que quería era alejarse de él y de los demás lo suficiente como para que nadie pudiera encontrarla.
Tenía hambre. Un hambre de lobo, en realidad, y ni siquiera el recuerdo de Hakim era capaz de distraerla. No recordaba cuánto tiempo hacía que no comía, y no podría seguir avanzando por pura energía nerviosa. En su apartamento habría comida, comida y una cama caliente. Al día siguiente volvería a casa en el primer avión que pudiera tomar. Y quizá la próxima vez le haría caso a su familia cuando le dijeran que se quedara donde estaba.
Tenía razón: la lluvia empezaba a convertirse en nieve. Se detuvo un momento, apoyándose contra un edificio para tomar aliento. Los transeúntes no le prestaban atención, avanzaban rápidamente por las calles con las cabezas gachas, absortos en sus asuntos. Al cabo de un momento se apartó de la pared y echó a andar otra vez. Estaba oscureciendo, y a pesar de que las calles estaban bien iluminadas no quería andar sola por ellas más de lo necesario. Se ciñó bien el abrigo y siguió caminando mientras intentaba ignorar el leve olor de su colonia.
Tardó más de lo que esperaba. Franc se había mostrado de acuerdo, sobre todo cuando le demostró lo generoso que estaba dispuesto a ser, y prometió tener listos los papeles a las seis de la tarde. Podían pararse de camino al aeropuerto. Sólo se tardaría un momento en añadir la fotografía adecuada. La iba a mandar en un vuelo de Air France justo antes de medianoche, y después podría respirar tranquilo y concentrarse en sus asuntos. Hakim había muerto un poco antes de lo previsto, pero eso no constituía un desastre de grandes proporciones, y Christos ni siquiera había aparecido. Cabía la posibilidad de salvar la misión una vez Chloe desapareciera de la circulación. No estaba seguro de por qué no podía esperar hasta entonces; rara vez se dejaba distraer por el sentimentalismo. Un signo más de arbitrariedad que le costaría explicar ante el Comité. Claro, que no tenía intención de decirle la verdad.
Se detuvo en un café y pidió un whisky con soda. La lluvia caía sin pausa, iba convirtiéndose en nieve. Se sentó junto a la ventana y se quedó mirando las calles desangeladas, a la espera.
El hombre que se sentó frente a él parecía un funcionario británico: estirado, carente de imaginación, de clase media y mediana edad. Se llamaba Harry Thomason y era, de hecho, un autómata cruel y desalmado que dirigía el Comité como una máquina bien engrasada. Se quitó la gabardina mojada, dejó su periódico sobre la mesa y pidió una taza de café antes de mirar por fin a Bastien.
—¿Qué has hecho, Jean-Marc? —preguntó con cierta aspereza.
Bastien encendió un cigarrillo, el primero que fumaba desde hacía dos días, extrayendo todo el dramatismo del ademán. Harry probablemente tenía tan poca idea de su verdadero nombre como cualquiera, pero lo llamaba Jean-Marc sin saber que aquel alias procedía de un cerdo que su tía Cecile había tenido como mascota.
El tal Jean-Marc había sido una mascota muy elegante, desde luego. Una familia de su abolengo
no admitiría menos, y a Cecile le gustaba pasearse con su cerdo vietnamita por los mejores hoteles de Europa y Asia. Jean-Marc, un cerdo elegante y malhumorado, había desaparecido por fin mientras Cecile y su madre recorrían Birmania. Él siempre se había preguntado si habría acabado en alguna cocina, en cósmica retribución por la vez que le arrancó de un mordisco un trozo de trasero. Había sido culpa suya: en aquel entonces tenía doce años, era un muchacho aburrido y desafiante, harto de que lo arrastraran de un extremo a otro del globo como un apéndice de Cecile y Marcie. Harto también de que el cerdo recibiera más atención y afecto que él, decidió incordiarlo un poco mientras dormía en su cama forrada de piel.
Jean-Marc se había opuesto con firmeza y le había dado un mordisco en el culo, ganándose de ese modo su respeto. Al menos, el cerdo no le ignoraba.
Cecile había perdido interés en el cerdo para la época en que desapareció, del mismo modo que su madre había perdido interés en su único hijo hacía años, posiblemente días después de su nacimiento. Le había dejado bien claro que no estaba en el mundo porque ella lo hubiera querido así: su amante, un tipo celoso, se había negado a dejar que abortara hasta que descubrió que no era el padre, y para cuando se largó ya era demasiado tarde. Marcie estaba en la consulta de un curandero suplicando que le practicaran un aborto de última hora cuando se puso de parto, y él nació tres horas después.
Siempre se había preguntado por qué no lo había estrangulado y arrojado a un contenedor o a un cubo de basura. Ni siquiera tendría que haberse manchado las manos haciendo tal cosa: podía haberlo dejado morir de hambre y frío aquella noche de noviembre, hacía treinta y dos años. Tal vez hubiera sufrido un acceso momentáneo de sentimentalismo. Quizá fuera el hecho de haber estado muy enferma, tan enferma que había estado a punto de morir, tan enferma que tuvieron que operarla para quitarle el útero y los ovarios, asegurándose de ese modo de que nunca volvería a pasar por la indignidad de otro embarazo. En cierta época Bastien había especulado con la idea de que quizá, tumbada en aquella cama de hospital, temiendo morir, hubiera hecho un pacto con el dios en el que decía creer. Si le salvaba la vida, criaría al niño y sería una buena madre.
Pues la había jodido bien. Había sido una madre de pena. Le habían criado, por decir algo, una serie de doncellas y mozos de hotel, hasta que por fin, a los quince años, se había largado con una vieja amiga de su madre, una mujer que le doblaba la edad, con el cuerpo de una adolescente y el corazón de...
Bueno, tenía corazón, y le había querido. Quizá hubiera sido la primera persona que le había querido. La había dejado en Marruecos cuando tenía diecisiete años: sencillamente se había marchado un día que ella había ido a comprarle un regalo. Cuando no estaban en la cama, le gustaba vestirlo con ropas elegantes, y él había aprendido muy pronto a apreciar los trajes de seda. Ella murió unos años después, había oído, pero para entonces se había despojado ya de cualquier remordimiento.
Había sido reclutado apenas pasados los veinte años por un hombre muy parecido a Harry Thomason. Un hijo de perra de sangre fría y sin corazón que sabía exactamente de qué era capaz alguien como Bastien si recibía el entrenamiento adecuado. Y ellos se habían encargado de proporcionárselo.
La política, la moral, no significaban nada para él. Trabajaba ostensiblemente para los buenos, pero que él supiera no había gran diferencia entre unos y otros. El montón de cadáveres de uno y otro lado se elevaba muy alto, nadie reparaba siquiera en las vidas inocentes que se veían atrapadas en el fuego cruzado. Ni siquiera él. Lo de Chloe Underwood era una aberración, un error que pensaba subsanar antes de que Harry supiera de ella.
—Bueno, ¿qué ocurrió en casa de Hakim?
Ésa era una de las cosas que Bastien odiaba de Harry: aquel tipo no habría dicho «mierda» ni aunque tuviera la boca llena de ella.
—Las cosas se jodieron. ¿Qué puedo decir? — apagó el cigarrillo. Había perdido el gusto por el tabaco, otro inconveniente.
—Puedes contarme qué pasó con la chica. ¿Quién era?
—¿La chica?
—No intentes jugar conmigo, Jean-Marc. No eras el único agente que había en Cháteau Mirabel este fin de semana. Esa secretaria americana..., ¿para quién trabajaba? ¿Qué le pasó?
Bastien se encogió de hombros.
—Sé lo mismo que tú. Creo que estaba a sueldo del barón, aunque puede que sólo por motivos recreativos. Ya sabes que al barón le gusta mirar, y siempre disfruta viendo a Monique con otra mujer.
Harry arrugó la nariz con desagrado nacido del celibato.
—¿Y no te molestaste en averiguarlo?
—Hice lo que pude, jefe —contestó, arrastrando las palabras, consciente de que Harry odiaba que lo llamaran «jefe»—. No conseguí que admitiera nada. Harry se lo quedó mirando un rato.
—Si no pudiste sacarle nada dudo que hubiera algo que averiguar. Si algo puedo decir de ti es que eres uno de los mejores interrogadores que tenemos. Mejor que cualquiera de los del otro lado, incluido el difunto Gilles Hakim. Ése disfrutaba quizás en exceso de su trabajo. Así que, dime, ¿qué le pasó a nuestro viejo amigo Gilles, y qué fue de la chica?
—Están muertos —encendió otro cigarrillo. No le apetecía. Hasta los Gitanes le parecían insípidos, pero al menos le daban algo que hacer.
—¿Los mataste a los dos?
—Sólo a Hakim. Él ya había acabado con la chica.
—¿Qué fue de su cadáver? Bastien lo miró por entre el humo. —No quedaba mucho de ella cuando Hakim acabó.
—Entiendo —Harry bebió un sorbo de café. Aquel tipo no fumaba, no bebía, ni tampoco follaba, que Bastien supiera. Era una máquina, nada más. Para eso mismo lo habían entrenado a él—. Un poco prematuro —contestó—, pero la misión puede salvarse siempre y cuando no queden cabos sueltos. Hakim era prescindible, pero Bastien Toussaint no. Los otros vendrán a París para acabar las negociaciones, y Christos se reunirá con ellos. Les estarás esperando.
—¿No crees que sospecharán? ¿Que se preguntarán por qué maté a Hakim?
—Te conocen y conocían a Hakim. ¿Por qué iban a sospechar? Lo único que importa es ultimar un
acuerdo, dividir los territorios y elegir un nuevo jefe. Podrían haber elegido a Hakim porque era un hijo de perra muy trabajador, pero con él fuera de combate imagino que Christos tiene muchas posibilidades. Y tú vas a impedirlo.
—Puede que estén dispuestos a pasar por alto la muerte de Hakim, pero Christos tiene a mucha más gente en su organización. Habrá repercusiones.
—Y por eso tú morirás —dijo Thomason. Bastien ni siquiera pestañeó.
—¿Ah, sí?
—Es muy sencillo, ya has hecho estas cosas antes, y aunque no fuera así serías capaz de llevarlo a cabo. Una vez elijan a Christos, armarás una escena, le meterás una bala en la cabeza y alguien que ya habremos colocado allí te disparará. Llevarás una bolsita de sangre en la tripa. Cuando oigas el disparo, caerás como una piedra. Lo cual significa que sólo dispones de un disparo para matar a Cristos. Tendrás que acertar.
—Nunca he tenido problemas para dar en el blanco. —No, es cierto. Así que Bastien Toussaint morirá y, si me siento particularmente generoso, puede que deje que te tomes unas pequeñas vacaciones en el sur de Francia hasta tu siguiente misión. Siempre hay una primera vez para todo.
Bastien encendió otro cigarrillo que no quería. —¿Y el cartel?
—La siguiente opción más obvia es el barón, y será bastante fácil de controlar. No nos interesa sacarlos del negocio. Alguien tiene que suministra armas a los terroristas internacionales, y vigilando al cartel podemos seguir el rastro de diversos grupos disidentes y acceder a sus planes.
—El pasado abril envié detonadores a Siria. Setenta y tres personas resultaron muertas, incluidos diecisiete niños —su voz sonaba neutral, pero Thomason no se dejó engañar.
—No me digas que todavía andas dándole vueltas a eso. Gajes de la guerra, hijo. Víctimas de la guerra contra el terror. Antes no eras tan sentimental, Jean-Marc. Conoces esto tan bien como yo. Setenta y tres muertos, y miles de vidas potencialmente salvadas. A veces hay que bailar con la más fea.
—Sí —dijo Bastien, observándolo a través de los bucles que trazaba el humo de su cigarrillo. —Confío en ti, Jean-Marc. Sé que no cometerías el error de mentirme. Si dices que la chica está muerta, no me cabe duda de que lo está. Además, ¿por qué ibas a mentirme? En los años que hace que te conozco, nunca te he visto demostrar ninguna emoción humana, ninguna debilidad. Eres una máquina. Una máquina finamente acabada, perfecta, indispensable.
—Hasta una máquina necesita descansar —dijo—. Que se encargue otro del trabajo, y yo desapareceré. Jensen tiene una tapadera sólida. Puede ocuparse de Christos.
—¿Por qué?
—Porque estoy cansado.
—En nuestro oficio, a la gente no se le permite cansarse. Rara vez tienen tiempo libre, no pueden descansar. Sólo hay un modo de retirarse, JeanMarc. Como se retiró Hakim.
—¿Eso es una amenaza? —preguntó Bastien con indolencia mientras apagaba el cigarrillo.
—No, sólo un hecho. El cartel se reunirá en el hotel Denis mañana. Christos llegará al día siguiente. Lo dejo en tus manos. Confío plenamente en que hagas lo que hay que hacer.
—¿De veras?
—No me hagas enfadar, Jean-Marc. Sabes lo mucho que nos jugamos —se levantó y dobló cuidadosamente el periódico.
—¿El destino del mundo libre? ¿No es eso siempre? —no se molestó en levantarse—. Creo que ya he oído todo eso antes. Las necesidades de la mayo ría pesan más que las necesidades de unos pocos y todo ese rollo. Has visto demasiado Star Trek. —Creía que era Star Wars —dijo Harry.
—Sé lo que hay en juego —repuso Bastien. —Pues no lo olvides. Nunca.
Bastien levantó la mirada hacia él. Se le estaba acabando el tiempo, y sencillamente no le importaba. La suerte le había durado más de lo que esperaba, y no iba a durarle mucho más. Estaría muerto cuando cayera la primera nevada. Aunque, a decir verdad, ya estaba nevando.
Pero, antes de que fueran a por él, quizá pudiera rebanarle el pescuezo a Harry Thomason. Por los viejos tiempos.
Capítulo 12
Se había ido, por supuesto. Bastien lo supo mientras subía en el pequeño ascensor, pero entró de todos modos, sólo para asegurarse. La suite estaba a oscuras, y Chloe había dejado una ventana abierta. Entraba un aire helado que arrastraba copos de nieve. Bastien cerró la ventana y echó las cortinas antes de encender la luz. No sabía si le estaban vigilando, pero no estaba de humor para arriesgarse.
No había signos de que hubieran forzado la entrada, ni rastro alguno de sangre. La ropa de Chloe estaba allí, pero faltaba su abrigo, y alguien había revuelto el armario. Si hubieran ido a por ella, no se habrían molestado en vestirla. Ni siquiera se habrían molestado en llevársela: estaría muerta en la cama.
Lo cual significaba que se había ido por su propio pie, y ya no era responsabilidad suya. Él la había advertido. Movido por algún impulso irracional y quijotesco, había intentado salvarte la vida. Hasta había comprometido su tapadera por ella, le gustara admitirlo o no.
Y ella había ignorado sus órdenes y desaparecido. Una carga menos.
Chloe había registrado la suite minuciosamente, lo cual le sorprendió. ¿Qué esperaba encontrar allí? Quizás hubiera conseguido engañarlo después de todo, tal vez no era una joven inocente. Entonces recordó su mirada cuando la había hecho correrse, y comprendió que no le había ocultado nada. Harry Thomason tenía razón en eso. Nadie podía ocultarle la verdad si estaba decidido a averiguarla.
Ella había encontrado las drogas, aunque no las había tocado. Bastien las tenía a modo de salvaguarda: un bien canjeable para algunos informantes que no necesitaban dinero. Se las guardó en el bolsillo, sólo por si acaso, y registró la habitación con todo cuidado, limpiando cada superficie. Aquello no detendría a un experto en ADN, pero no había razón para tomarse tantas molestias. No había cadáveres, ni signo alguno de un crimen. Sólo un inquilino misterioso que desaparecía, dejando sus ropas y cosas de aseo tras él, y ni una sola huella.
Si hubiera necesitado limpiarlo todo, habría podido quemar la habitación. Su suite estaba en el último piso; la mayoría de la gente escaparía indemne. Pero un fuego llamaba demasiado la atención. Mejor escapar sin más del anónimo apartamento, del recuerdo molesto de Chloe Underwood y de su bien merecido destino.
Salió a la noche húmeda y fría y se ciñó la chaqueta maldiciendo a su invitada, que no sólo le había desobedecido, sino que además se había llevado su abrigo. Echó a andar con la cabeza gacha, dejando atrás su coche. Lo había visto demasiada gente, y no había registros que condujeran a su vida real, ni al Comité.
Era casi medianoche cuando entró en un bar lleno de humo junto a la rue de Rosiers. Era el tercer local en el que se paraba: había cenado cerca de la Opera, jugado un poco en uno de los pequeños clubs que frecuentaba su alter ego del momento, y ahora se encontraba en aquel antro mugriento del fiarais, un reducto a salvo del aburguesamiento que había sufrido el barrio en las décadas anteriores.
—¡Étienne! —lo saludó el barman mientras se abría paso por el local abarrotado—. ¿Qué te trae por aquí? No te veíamos desde hace... ¿cuánto tiempo hace? ¿Dos años? Creía que estabas muerto.
—Soy duro de matar —respondió, adoptando automáticamente el acento marsellés y gutural de Étienne—. ¿Qué tal te va, Fernand?
Fernand se encogió de hombros.
—Voy tirando. ¿Qué te pongo? ¿Todavía te gusta el vodka ruso?
En realidad, a Bastien nunca le había gustado mucho el vodka, pero asintió cordialmente, tomó asiento en la barra y sacó sus Gitanes.
—Veo que has cambiado de marca —Fernand señaló los cigarrillos—. Creía que sólo fumabas cigarrillos americanos.
Ésa era la clase de desliz que hacía que a uno lo mataran, pensó Bastien con un leve estremecimiento de algo que casi habría llamado delectación. Se estaba volviendo descuidado.
—He cambiado de idea —dijo—. No soy un hombre de lealtades fuertes.
—De eso me acuerdo —Fernand le sirvió un trago de vodka, y Bastien lo apuró rápidamente y luego le acercó la copa para que volviera a llenársela. —Estás igual. ¿Qué tal te ha tratado la vida?
—De pena, como siempre —respondió con despreocupación. De hecho, tenía un aspecto muy distinto al que había tenido antaño Étienne. Étienne pertenecía a la clase trabajadora, vestía de cuero y vaqueros, llevaba el pelo teñido a mechas y mucho más corto, y siempre lucía una barba de varios días. Bastien había descubierto que todo era cuestión de actitud. Podía convertirse en Étienne, en Jean-Marc, en Frankie o Sven, o en cualquier otra persona sencillamente con cambiar su modo de hablar y de moverse, y casi nadie lo notaba.
—Todavía no me has dicho qué haces aquí —insistió Fernand—. ¿Qué puedo hacer por ti?
En el pasado, Fernand había sido unos de sus proveedores de drogas, información y dinero blanqueado, pero en ese momento no tenía nada que Bastien necesitara.
—¿Es que no puede uno venir a tomar una copa con un viejo amigo? —contestó con desenfado. —Un tipo como tú, no.
Bastien miró hacia la calle. La nieve seguía cayendo en lánguidos copos, y las calles estaban casi desiertas. En una noche tan fría, los que estaban aún despiertos se hallaban en algún lugar caliente. De pronto se preguntó, divertido, qué estaba haciendo en la parte más sórdida del Marais a medianoche, cuando tenía mejores cosas que hacer.
—Una mujer, Fernand —dijo con una sonrisa irónica—. He venido por aquí para ver a una mujer, y se me ocurrió entrar en calor un poco antes de enfrentarme a su ira.
—Ah —Fernand asintió con la cabeza, dándose por satisfecho de inmediato—. ¿Vive por aquí, entonces? Puede que la conozca.
—Puede. Es italiana —dijo, improvisando—. Es baja, regordeta y tiene mucho carácter, mi Marcella. Tal vez puedas decirme si la has visto por aquí. Quiero saber si anda tonteando por ahí. Ella dice que no, pero ¿quién se fía de las mujeres?
—Sí, ¿quién? No me resulta familiar. ¿Dónde vive?
Chloe compartía un pequeño apartamento con una inglesa dos calles más allá; Bastien lo había averiguado a las pocas horas de su llegada al cháteau. Los otros también lo sabrían, pero hasta ella tendría cerebro suficiente como para mantenerse alejada del primer lugar donde irían a buscarla. ¿O no?
Además, Chloe ya no era problema suyo. Salvo porque había acabado en un bar a dos calles de su casa, sin saber por qué. Y, ya que estaba, podía dejar de resistirse e ir a ver si estaba allí.
Si no estaba, podría olvidarse de ella. Ya debería haberlo hecho, pero esas cosas eran más fáciles en la teoría que en la práctica. A él le gustaban las respuestas, y la desaparición de Chloe dejaba muchas cosas sin resolver.
Fernand lo miraba con demasiada curiosidad. Claro, que la información era una de sus mercancías más valiosas y querría sonsacarle todo lo que pudiera por si podía usarlo en un futuro.
Bastien nombró una calle en la dirección contraria. —Y será mejor que me vaya para allá antes de que decida venir a buscarme.
—Entonces, ¿te veremos más por aquí? ¿Con tu novia del barrio? —insistió Fernand.
—Éste será mi hogar fuera del hogar —contestó con aire grandilocuente, imitando el estilo ligeramente ebrio de aquel chulo llamado Étienne—. ¡'Soir!
Estaba bien escondido entre las sombras cuando Fernand salió del bar tras él. El hombrecillo lo buscó escudriñando por entre la nieve que seguía cayendo, sin darse cuenta de que estaba a unos pasos de distancia, escondido. Masculló una maldición y luego se acercó a una esquina del edificio, lejos de la luz, y sacó un teléfono móvil.
Bastien estaba demasiado lejos para oír más que unas pocas palabras, pero oyó lo suficiente como para comprender que la muerte que tanto deseaba se iba acercando. Un error más como aquél y sería el fin. Lástima que no le importara. Le traía sin cuidado para quién trabajara Fernand. Podía tener conexiones con media docena de personas que querían verlo muerto.
Fernand cerró el teléfono, echó un vistazo alrededor y escupió antes de volver al bar. Bastien se preguntó cuánto tardarían en llegar los refuerzos.
Pero no tenía importancia: estaría lejos de allí cuando aparecieran los misteriosos compatriotas de Fernand. No tardaría más que un momento en registrar el apartamento. Y luego, a menos que le apeteciera suicidarse, se iría a su casa de St—Germain—desPrés y volvería a convertirse en Bastien Toussaint. Y la pequeña Chloe tendría que apañárselas sola.
Sylvia y Chloe compartían un típico pisito de alquiler en la última planta de un viejo inmueble de la parte más degradada del Marais. La planta baja la ocupaba un estanco; la primera, una pareja de ancianos que pasaban la mayor parte del año viajando, y la última contenía una serie de cuartos trasteros y el agobiante pisito. Todo el edificio estaba a oscuras cuando Chloe dobló por fin la esquina. Llevaba el pelo empapado por la nieve, y las puntas quemadas desprendían un olor espantoso. Lo primero que iba a hacer sería darse un baño y restregarse todo el cuerpo. Hasta las pústulas cubiertas de cera. Hacía mucho más de cuatro horas que Bastien le había aplicado el ungüento. Mucho más de cuatro horas desde que había logrado salir del hotel sin que nadie se fijara en ella. Iba tan arrebujada en el abrigo negro que quizá hubieran pensado que era Bastien, aunque imitar sus andares habría sido casi imposible, para ella y para cualquiera.
Quizá, pasados veinte años, se acordara de él y se preguntara qué clase de arrebato de locura se había apoderado de ella. Le hubiera gustado pensar que la había drogado, cualquier cosa que le quitara la responsabilidad de los hombros, pero no podía. Había estado en un estado de conciencia alterada, sí, pero eso nada tenía que ver con drogas y sí con... Dios, ni siquiera empezaba a entender qué la había impulsado a actuar de esa manera. Estaba aburrida, había deseado sexo y violencia, y eso era precisamente lo que había recibido. Ten cuidado con lo que deseas, ¿acaso no decían eso los chinos? ¿O era «Cuídate de los tiempos interesantes»? Daba igual: en ese momento, lo único que quería era un buen baño y una cama caliente, y mañana volaría a casa, de vuelta a los brazos amorosos y protectores de su familia y a todo el aburrimiento que pudiera pedirse. Fue en ese momento cuando cayó en la cuenta de que no tenía llave. Ni del edificio, ni del apartamento. Estuvo a punto de soltar un sollozo de desesperación. Le dolían los pies, el pelo le olía a perro mojado, tenía agujetas en todo el cuerpo y, a pesar de que tenía el estómago vacío sentía ganas de vomitar. Y tenía frío, a pesar del suave abrazo del cachemir.
Podía acudir a la policía, pero le harían preguntas que no quería responder. Podía ir a la embajada, pero probablemente estaba a dos kilómetros en sentido contrario, y no creía que pudiera dar un paso más, y mucho menos volver sobre sus pasos por las calles sacudidas por la nieve.
Pero la suerte por fin estaba de su lado. La puerta que llevaba a los pisos de arriba estaba abierta, como sucedía a menudo. Sylvia no solía molestarse en cerrarla, y nadie más había ido por allí en los últimos dos días. Cerró la puerta a su espalda, encerrándose en el oscuro y frío portal, y buscó a tientas el interruptor de la luz.
Luego se arrepintió. Estaba muy oscuro, pero conocía el camino de memoria, y no había necesidad de delatar su presencia. Era muy improbable que alguien supiera que vivía allí, pero Bastien la había puesto nerviosa. Si se movía por el edificio a oscuras, como un espectro sigiloso, podía estar razonablemente segura de que nadie iría a indagar.
La puerta del piso estaba cerrada, pero Sylvia siempre dejaba una llave en el alféizar de la ventana del pasillo, por si caso perdía la suya, lo cual ocurría con regularidad. Abrió la puerta de un empujón y el aire frío la envolvió. Sylvia debía de estar fuera, pasándoselo en grande en brazos de su anciano amante.
Cerró la puerta, se recostó contra ella y exhaló lentamente. En realidad, no había pasado fuera tanto tiempo. Dos noches, con ésa hacían tres, y Sylvia se había ido a pasar un largo fin de semana fuera. Era lógico que no hubiera regresado aún, y posiblemente lo mejor.
La luna brillaba sobre las ventanas abuhardilladas, iluminando las habitaciones atestadas de cosas lo justo para que se abriera paso entre ellas. Encendió el calentador, tiritando a pesar del abrigo de Bastien, y luego preparó el baño.
El piso consistía en un dormitorio, el de Sylvia, una cocina minúscula, un cuarto de baño aún más minúsculo y un cuarto de estar muy revuelto. Chloe dormía en un colchón, en el suelo, y se resistía tenazmente a considerar la posibilidad de que en el viejo edificio hubiera insectos o roedores.
Abrió la puerta de la habitación de Sylvia y se asomó. Incluso a la luz de la luna que se filtraba por las ventanas vio que parecía haber estallado una bomba en su interior. Sylvia debía de haberlo tirado todo aquí y allá al hacer la maleta para el mágico fin de semana de Chloe en el campo. No iba a hacerle ninguna gracia la desaparición de algunas de sus mejores prendas.
Pero eso no era nada comparado con el estado anímico de Chloe. Conociendo a Sylvia, quizá tardara una semana o más en volver, y para entonces ella ya se habría ido. Una vez estuviera en los Estados Unidos, le enviaría algún dinero para cubrir su parte del alquiler hasta que encontrara a alguien que la sustituyera, y un poco más para ayudarla a reemplazar su ropa de diseño. Aunque ella tenía muy poco dinero, el resto de su familia tenía tanto que no sabía qué hacer con él, y se pondrían tan contentos porque hubiera vuelto a casa que probablemente le enviarían a Sylvia dinero suficiente para subsistir durante meses.
No se miró al espejo mientras se quitaba la ropa de Bastien y la apartaba de un puntapié. Se metió en la vieja bañera, preparándose para soportar el dolor, pero el agua caliente la envolvió como un tierno abrazo. Se hundió en ella con un gemido de puro placer y cerró los ojos, sintiéndose en paz por primera vez desde que había empezado aquella pesadilla aparentemente interminable.
Pero al cabo de un rato el agua empezó a enfriarse, y tuvo que afrontar la vida. Al salir de la bañera vio un atisbo de su cuerpo en el espejo. Se quedó paralizada, mirando estupefacta su reflejo.
Aquella pomada verde, abrasadora y fétida había cumplido su misión. Las marcas seguían allí, tiras de dolor causadas por la hoja al rojo vivo, pero parecían tener meses, ser un recuerdo lejano. Tenia marcas oscuras en las caderas y, al mirarlas más de cerca, distinguió las leves huellas de unas manos. Bastien. Era lo adecuado que aquellas marcas perduraran cuando el resto hubiera curado.
Se envolvió en una toalla. Su cabello húmedo era un desastre, no esperaría a que regresara Sylvia. No tenía más remedio que intentar arreglárselo ella. Buscó unas tijeras y comenzó a cortárselo, dejando caer los mechones en el lavabo.
Esperaba una de aquellas transformaciones de película: la secretaria anodina y gafotas se mete la tijera y se convierte en una golfilla con la cara de Audrey Hepburn. Pero no. Dejó las tijeras antes de pasarse de la raya; quizá tuviera mejor pinta cuando se le secara. La peluquera de su madre cloquearía horrorizada y luego se pondría manos a la obra, y en unos cuantos días estaría elegante y adorable. Pero en ese momento se sentía como un gato ahogado.
La calefacción había logrado calentar la habitación principal, pero el aire seguía enrarecido, de modo que abrió una de las ventanas el ancho de un rendija y buscó entre su ropa su camisón más abrigado, uno de franela gruesa que hacía partirse de risa a Sylvia. Esa noche no había nadie que se riera de ella, y necesitaba el calor y el confort de la tela suave y envolvente.
No había nada que comer, aparte de cereales y queso. Se comió dos cuencos de Weetabix a oscuras, los hizo pasar con un vaso de vino y se metió bajo el edredón nórdico de su fino colchón. Esa noche podían correrle ratas por encima, que no se enteraría. Lo único que quería era dormir.
Durmió, pero tuvo unos sueños horribles. Las pesadillas deberían haber sido lo peor: la cara de Hakim cerniéndose sobre ella, su voz suave e insinuante mientras acercaba amorosamente el cuchillo a su carne y la desafiaba a no gritar.
En sus sueños, Hakim no se detenía. En sus sueños, ella se desangraba hasta morir y Hakim le sonreía con tierna delectación, mientras Bastien permanecía sentado en una silla semejante a un trono, rodeado de mujeres, bebiendo una copa de whisky y observando.
Y, pese a todo, aquello resultaba soportable. Sabía que estaba soñando y, por real que pareciera todo, una parte de su cerebro conservaba la suficiente conciencia como para convencerla de que era irreal.
Pero los sueños no se rendían fácilmente. Ya no agonizaba, ni sangraba. Estaba tumbada en una cama blanca, cubierta de encaje, y Bastien se encontraba sobre ella, dentro de ella, haciéndole el amor con lenta y perversa intensidad, y el placer era tan exquisito que sintió cómo su cuerpo dormido se contraía en espasmos.
Tenía frío, tenía calor, el edredón era demasiado ligero, luego demasiado pesado, y sentía a Bastien a su alrededor, como un abrazo. Su olor la incitaba mientras forcejeaba y se sumía más aún en el sueño. No quería soñar, no quería recordar, lo único que quería era calor y oscuridad.
En algún lugar, a lo lejos, la campana de una iglesia dio las cuatro. Debía levantarse a cerrar la ventana, pero por fin había entrado en calor y sin duda no podría volver a dormirse. Por la mañana, a la luz del día, podría afrontar las cosas otra vez. En la oscuridad, lo único que podía hacer era esconderse.
Algo no iba bien. No era de extrañar: había muy pocas cosas en su vida que fueran bien, y pensar en ello no ayudaba. Sólo el tiempo y la luz del día mejorarían las cosas.
Se removió sobre el fino colchón, se subió el edredón hasta la barbilla y buscó a tientas el abrigo de Bastien para echárselo por encima, una capa más contra el frío.
Pero el abrigo no estaba allí: lo había dejado sobre una silla. Abrió los ojos en la oscuridad, sólo para ver al propio Bastien sentado en el suelo, junto a ella, apoyado contra la pared, observándola en completo silencio.
Capítulo 13
Por un momento pensó que seguía dormida, que su pesadilla había cobrado vida, y se dijo que era sólo un sueño. Cuando él habló, su voz sonó baja y tranquila en la oscuridad.
—Tienes suerte de estar aún viva —dijo suavemente.
Ella no iba a llevarle la contraria en eso, aunque le dieron ganas. Se quedó muy quieta, sin moverse, confiando en que se desvaneciera. Pero parecía demasiado sólido y real, y estaba demasiado cerca de ella.
—¿Cómo me has encontrado? —preguntó por fin—. ¿Y cómo has entrado?
El no se apartó de la pared. Tenía las piernas estiradas hacia delante, cruzadas, y las manos posadas sobre el regazo.
—Ya te lo dije, no tardarían en encontrarte. Yo he sido más rápido, pero no tardarán en dar con nosotros.
—¿Con nosotros?
El ladeó la cabeza y la miró.
—Tengo tendencia a acabar lo que empiezo. Has perdido un avión, pero voy a meterte en el siguiente aunque tenga que dejarte inconsciente, atarte y llevarte en un maletero.
Chloe alargó el brazo para encender la luz que había junto a su cama, pero él la detuvo agarrándola de la muñeca, y ella apartó la mano bruscamente y al hacerlo volcó la lámpara.
—No nos hace falta luz —dijo Bastien—. Ésa es la única cosa sensata que has hecho, dejar las luces apagadas cuando volviste. Cuando vengan a por ti, no les detendrá un poco de oscuridad, pero hiciste bien al no llamar la atención sobre ti.
—Puede que apagara la luz cuando me fui a la cama.
—Estaba aquí antes de que llegaras con tu pinta de pequeña cerillera. Decidí que no te vendrían mal un par de horas de sueño. Pero me robaste el abrigo. Estaba helado.
—Qué lástima —dijo ella. No le preguntó dónde había estado, qué había visto. En ese momento no podía hacer nada, pero no le haría feliz enterarse de que había estado observándola mientras se bañaba, se cortaba el pelo o examinaba las marcas de su cuerpo. Mejor no saberlo.
Bastien se había servido un poco de vino. La botella estaba en el suelo, a su lado, junto a una copa. Chloe ignoraba cuánto tiempo llevaba allí, cuánto tiempo había dormido.
—¿Por qué cambiaste de idea? —preguntó bruscamente. Se tapó el pecho con el edredón y se sentó en el rincón, apartándose de él. Y luego cayó en la cuenta de que sus dedos agarraban su abrigo, y lo soltó.
—¿Cambiar de idea? —repitió él.
—Sobre mí. Pasé mucho tiempo con monsieur Hakim. Le gustaba hablar mientras torturaba a la gente. De no ser por ti, no se habría enterado de que había estado curioseando en Internet. No habría pensado que era lo que no soy.
—¿Lo que no eres? ¿Y qué es eso? —no esperó su respuesta—. Una vez Hakim llegó a conclusión de que no se fiaba de ti, yo no podía hacer nada por detenerlo. Mostrarle el tosco rastro que habías dejado en el ordenador sólo aceleró las cosas.
—Entonces, ¿qué te hizo cambiar de idea e ir a salvarme?
—No cambié de idea.
Chloe tenía mucho frío, pero no echó mano del abrigo.
—Entonces, ¿qué haces aquí? ¿Sólo has venido a mirar?
Él se encogió de hombros.
—Me sorprendió que todavía siguieras viva. Hakim debió de divertirse más de lo normal si apenas te había tocado.
—¿Que apenas me había tocado? —levantó la voz, y Bastien se movió tan rápido que apenas le pareció un borrón en la oscuridad. Le tapó la boca y la sujetó contra la pared. No hacía mucho tiempo la había sujetado contra otra pared, y Chloe se preguntó qué iba a hacer.
—No levantes la voz —dijo, mirándola fijamente en la oscuridad. Muy cerca—. Procura no ser tan estúpida como sugiere tu comportamiento.
Apartó la mano y Chloe guardó silencio y levantó la mirada hacia él. Estaba esperando que la tocara. Iba a besarla, y ella no sabía qué iba a hacer al respecto.
Pero Bastien no la besó. Se retiró y volvió a sentarse en el suelo, a unos pasos de distancia.
—Fui a buscar a Hakim por otro asunto, vi que seguías viva y lo maté movido por un capricho. —¿Por un capricho?
Se encogió de hombros de manera muy francesa, y sin embargo Chloe no creía que fuera francés. —Forma parte de mi deseo de morir, supongo. Estoy viviendo de prestado, y sacarte de aquel sitio sólo aceleró un poco las cosas. Bien sabe Dios que hoy, cuando te marchaste, debí dejarte ir, pero me hiciste enfadar. Ya que me había tomado tantas molestias, podías al menos haberme obedecido. —Nunca he sido muy obediente. No estaría aquí, en París, si no estuviera acostumbrada a hacer lo que quiero.
—Me importa un bledo lo que quieras. Vas a volver a Estados Unidos y te vas a quedar allí. ¿Entendido?
En ese momento no había nada que Chloe deseara más, pero un diablillo interno la impulsó a contestar:
—¿Y si me niego?
—Entonces te rajaré la garganta y te dejaré aquí. Sería una pena, después de tomarme tantas molestias. Esa cosa que te puse en las heridas es muy valiosa, y no la habría desperdiciado en ti de haber sabido que iba a tener que matarte unas horas después. Pero eso no me detendrá. Eres un estorbo y un peligro, y quizá no debí pararle los pies a Hakim, pero dado que lo hice, quisiera llevar esto hasta el final.
Tú decides. ¿Quieres morir ahora y acabar de una vez? ¿O prefieres volver con tu familia y llevar una vida normal?
Hablaba con pasmosa naturalidad de la muerte y el asesinato, y Chloe no tenía ninguna duda de que haría lo que decía. Lo único que tenía que hacer era mirar sus ojos oscuros y vacíos.
—¿Cómo sé que puedes mantenerme a salvo? —No lo sabes. En esta vida no hay garantías. Pero tienes más posibilidades conmigo que sola. Y, si fracaso, te prometo que seré yo quien te mate antes de que caigas en manos de alguien peor que Hakim. Lo haré deprisa y sin causarte dolor.
Chloe tragó saliva.
—¿Hay hombres peores que Hakim?
—A decir verdad, las mejores torturadoras suelen ser mujeres. Lo cual no es sorprendente.
Ella se lo quedó mirando en la oscuridad. —¿Quién coño eres tú?
Su fría sonrisa distaba mucho de ser reconfortante.
—¿Ya no crees que sea un traficante de armas de Marsella? Has tardado bastante.
—Entonces, ¿quién eres? ¿Bastien Toussaint es siquiera tu verdadero nombre?
—¿Te parezco un santo, Chloe? No necesitas saber quién soy. Baste decir que formo parte de una organización internacional cuya existencia conocen muy pocos, y es mejor que sea así. Tú cállate y haz lo que te digo.
Ella siguió mirándolo con una sensación gélida y desagradable en la boca del estómago.
—¿Puedes decirme una cosa? ¿Eres de los buenos o de los malos?
—Créeme —dijo cansinamente—, la diferencia no es tanta. Tenemos que salir de aquí antes de que amanezca. Quítate ese camisón tan sexy y ponte algo de ropa. Sólo a una americana se le ocurriría dormir con esa cosa.
Ella se miró el suave camisón de franela.
—¿Se supone que debo llevar un salto de cama de encaje cuando estoy helada y temo por mi vida? Has visto demasiadas películas.
—Yo nunca voy al cine.
Chloe se desplazó sobre el colchón, procurando mantenerse alejada de él. Aunque, de todos modos, no importaba: Bastien no parecía interesado en tocarla. Guardaba su ropa en una pequeña cómoda junto a la ventana. Se levantó, sacó ropa interior limpia, unos vaqueros y una camisa gruesa. Había echado a andar hacia el cuarto de baño cuando su voz la detuvo.
—¿Adónde vas?
—Al cuarto de baño, a hacer pis y a cambiarme, a no ser que tengas alguna objeción.
—No hace falta que seas tan pudorosa, Chloe. No me interesa tu cuerpo desnudo.
Eso ya lo había dejado claro, pero por alguna razón su calmosa afirmación fue la gota que colmó el vaso. Tiró la ropa a una silla cercana y se quitó el camisón por la cabeza tan bruscamente que lo oyó rasgarse. Se lo tiró a Bastien, recogió su ropa y entró en el cuarto de baño, su cuerpo desnudo iluminado por la luz de la luna.
En el último instante recordó que no debía cerrar de un portazo, por más ganas que tuviera. No era razón suficiente para morir, y desde luego no quería arriesgarse a que Bastien se levantara y volviera a ponerle las manos encima. Él no podía haber sido más claro: había utilizado el sexo sólo con un propósito: para obtener información. Ahora que sabía todo lo que necesitaba saber, había dejado de interesarle.
Le apetecía darse una ducha, pero habría sido forzar las cosas demasiado. Usó el retrete y luego se vistió rápidamente. El pelo se le había secado formando una maraña, pero tenía mejor aspecto de lo que esperaba, aunque seguía estando muy lejos de uno de esos cambios de imagen propios de Hollywood. Claro, que Bastien no iba al cine. Y lo que él pensara importaba poco, puesto que no estaba interesado. Menos mal.
De acuerdo, haría lo que le decía. Cerraría la boca y sería obediente: cualquier cosa con tal de salir de Francia lo antes posible. No estaría a salvo hasta que saliera del país, y pese a las horas horribles que había pasado con Gilles Hakim, no acababa de creerse que corriera tanto peligro. No, lo más importante era alejarse de aquel hombre misterioso y no tener que preocuparse de que volviera a aparecer cuando creyera que por fin estaba a salvo.
Bastien agarró el camisón con una mano mientras la miraba salir de la habitación. Su cuerpo era pálido a la luz de la luna, y vio que el ungüento había cumplido su cometido.
Casi podría haberse echado a reír. Estaba tan ofendida, tenía tan poca idea de lo deseable que era en realidad... No había deseado otra cosa que quitarse la ropa y meterse bajo el edredón con ella, perderse en su cuerpo, en la oscuridad. Estaba tan cansado.
Pero había mantenido las distancias, a pesar de que leía claramente en sus ojos que podía hacerla suya. Enterró la cara en la suave franela y aspiró el perfume de su cuerpo, su jabón, su piel. Chloe ignoraba lo poderosamente erótica que podía ser la yuxtaposición de la suave e informe franela sobre un cuerpo ligero y sensual. Y él no pensaba decírselo.
Si le hubiera quedado una pizca de sentimentalismo, se habría llevado el camisón como recuerdo, para acordarse de ella. Chloe no se parecía a nadie con quien hubiera tratado: era vulnerable, colérica y sorprendentemente valerosa. Claro, que tampoco recordaba un camisón para acordarse de ella el resto de su vida. No iba a durar tanto.
Ella había desgarrado el camisón al quitárselo. Bastien estaba tan abstraído admirando a hurtadillas su cuerpo que no lo había notado. La tela estaba gastada, había sido lavada muchas veces y era muy suave: debía de tener aquel camisón desde hacía muchos años. Seguramente dormía con él desde que era poco más que una niña. No era tan mayor.
No supo por qué lo hizo. Pero lo hizo. Agarró la tela y tiró del desgarrón para cortar un trozo. Chloe no se daría cuenta. No iba a darle la oportunidad de hacer la maleta. Tenía el trozo de tela metido en el bolsillo, convenientemente olvidado, cuando ella salió del cuarto de baño. Parecía tan furiosa como cuando había entrado, aunque por desgracia iba más vestida.
Para cabrear a una mujer, no había nada como decirle que no la deseabas, pensó. No podía permitir que empezara a tener dudas. El sexo que habían compartido había sido sólo eso: sexo pasajero, poderoso, incluso tosco. El sitio de Chloe estaba en un campo de margaritas, en brazos de un amante tierno. No huyendo para salvar la vida con un asesino. Bastien acababa de empezar a pensar de sí mismo como eso, como un asesino, pero aquella etiqueta le cuadraba tan bien como cualquier otra. Había matado en defensa propia, había matado a sangre fría, había asesinado y matado en combate convencional. Había matado a hombres y mujeres, y esperaba con toda su alma no tener que matar a Chloe. Pero lo haría si era preciso.
Quizá se lo dijera antes de que muriera, si llegaba el caso. Podía hacerlo muy deprisa, de modo que ella apenas se diera cuenta de lo que ocurría, pero antes de hundir el cuchillo en su garganta le diría la verdad. Al menos, podría morir sintiéndose orgullosa.
Se estaba adelantando a los acontecimientos. Si se veía obligado a matarla, habría fracasado, y no era hombre que contemplara el fracaso entre sus opciones. Mientras siguieran moviéndose, no les pasaría nada. Y, mientras pudiera mantener las manos apartadas de ella, seguirían moviéndose.
—¿Tienes abrigo propio o tengo que prestarte el mío?
—El mío está en el cháteau, pero puedo tomar prestado uno de Sylvia. Ya he perdido parte de su mejor ropa —se sentó en una silla y comenzó a ponerse las medias y los calcetines. No hizo falta que Bastien le dijera que se pusiera unos zapatos cómodos: sus botas eran planas, estaban muy gastadas y parecían confortables. Podría correr con ellas si era necesario.
Nunca la había visto con vaqueros y un jersey. Parecía incluso más americana, incluso más deseable. Se levantó y abrió la puerta del dormitorio, y Bastien reconoció el olor antes que ella.
Intentó llegar a tiempo, pero tardó un segundo en levantarse, y ella ya había entrado. La habitación estaba más oscura que el resto de la casa, incluso con la luz que precedía al alba, y Chloe no podría ver nada. Pero pareció darse cuenta, porque encendió la luz.
La mano de Bastien ya estaba sobre la suya; apagó la luz, pero no lo bastante rápido como para que ella no viera el cadáver de la mujer tendido en el suelo. No llevaba muerta más que unas horas, posiblemente desde poco antes de que llegara Chloe. El olor habría sido más intenso si llevara muerta más tiempo.
Bastien rodeó con un brazo a Chloe, le puso la mano sobre la boca para silenciar su grito y la sacó a rastras de la habitación, cerrando de un puntapié la puerta tras él. Pero el olor llenó la habitación, y tenían que salir de allí a toda prisa.
Ella tenía arcadas, y Bastien no se lo reprochaba, pero no podía ponerse cortés al respecto. Había entrado por detrás, por los tejados, a través de la ventana del trastero, y volvería a salir por ese camino con Chloe aunque tuviera que echársela al hombro y llevarla a cuestas.
Ella dejó de intentar gritar, y Bastien le apartó la mano de la boca el tiempo justo para agarrar su abrigo de la cama antes de sacarla de un empujón de la habitación y cerrar la puerta a su espalda.
Y salir al gélido amanecer de las calles de París con el hedor de la muerte todavía pegado al cuerpo.
Capítulo 14
Chloe estaba en estado de shock, el primer golpe de suerte que Bastien tenía desde hacía mucho tiempo. Había pasado el punto en que podía hablar, protestar, hacer cualquier cosa salvo moverse con él en ciega obediencia. Bastien se detuvo lo justo para envolverla en su abrigo, y luego siguió adelante, agarrándola de la floja mano. Si la soltaba, posiblemente se quedaría parada en mitad de la calle hasta que la encontraran.
Avanzaba deprisa, entrando y saliendo de callejones y volviendo sobre sus pasos. ¿Por qué diablos habían matado a la chica y luego no habían ido tras ellos? Quizá fuera un simple error: si habían mandado a un extraño, tal vez hubiera confundido a la chica con Chloe. O quizá la habían matado por precaución y luego habían seguido buscándolos, y de algún modo se habían cruzado sin verse en medio de la noche.
Eso era lo menos probable: él no creía en los golpes de suerte. Su sexto sentido le decía que no había nadie vigilándoles mientras tiraba de Chloe por las calles iluminadas por el amanecer. Quizá pensaran que iba a entregarla él mismo.
Pobre idiota americana, atrapada en un juego que la superaba con creces. Ambos lados la querías, y él conocía suficientemente a su organización como para saber que la querían muerta. Era un estorbo: había visto demasiado, y cuanto antes desapareciera, tanto mejor.
El tráfico empezaba a aumentar, el sol se estaba levantando por encima de los tejados cuando, de pronto, Chloe se quedó paralizada. Bastien sabía qué iba a pasar, y la sujetó mientras vomitaba en la calle. El de su compañera de piso no era el primer cadáver que veía: estaba presente cuando él mató a Hakim.
Pero el tiempo que había pasado con Hakim la había habituado momentáneamente a esas realidades. Había tenido tiempo suficiente para recobrar el equilibrio, para empezar a pensar por sí misma, y la visión del cadáver de su amiga, brutalmente asesinada, la había golpeado con toda su fuerza.
Se había parado, y, mientras paraba un taxi, Bastien le dio un pañuelo para que se limpiara la cara. Un taxi se detuvo casi de inmediato; a pesar de la hora, el vecindario y el evidente malestar de Chloe, los taxistas de París estaban bien enseñados. Eran capaces de juzgar el coste de la ropa de un cliente a una manzana de distancia; de ese modo sabían si convenía parar o no.
Bastien la introdujo en el coche y se montó tras ella sin dejar de abrazarla, con su cara apoyada sobre el hombro. Cuanta menos gente la viera, mejor.
—¿Adónde vamos, monsieur?
Le dio una dirección del decimoquinto arrondisement y luego se recostó en el asiento. El taxista se puso en marcha y comenzó a zigzaguear con destreza por entre el tráfico cada vez más intenso, pero Bastien notó que los observaba por el espejo retrovisor.
—¿Su novia ha bebido demasiado? —preguntó—. No quiero que vomite en los asientos.
Una preocupación legítima, pensó Bastien.
—No va a vomitar más, de momento. No es mi novia, es mi mujer. Está embarazada de tres meses y lo está pasando mal.
La sintió dar un respingo entre sus brazos, pero le puso la mano en la nuca y la mantuvo agachada. El conductor asintió con la cabeza sagazmente. —Ah, ésa es la peor parte. No se preocupe, señora, no dura todo el tiempo. Mi mujer no aguanta nada en el estómago los tres primeros meses, y luego no puede parar de comer. Hemos tenido cuatro hijos, y siempre es lo mismo. ¿Éste es el primero? Cuántas preguntas, pensó Bastien.
—Sí —respondió—. ¿Algún consejo?
Aquello le soltó la lengua, y durante los siguientes diez minutos Bastien recibió un sermón acerca de todo tipo de cosas relacionadas con el embarazo, desde los antojos de una embarazada a las mejores posturas para practicar el sexo cuando la esposa se ponía del tamaño de un búfalo acuático. Bastien escuchaba sólo a medias y respondía cuando tocaba, y mientras tanto sintió que Chloe quedaba de nuevo inerme entre sus brazos.
La dirección que le había dado al taxista era la de un moderno rascacielos con aparcamiento en el sótano. Había pasado un par de semanas allí hacía unos años con una bella modelo etíope. La última vez, que él guardara memoria reciente, que se había librado una temporada del trabajo. La chica era cariñosa, simpática e inventiva en materia sexual, y él le había cobrado mucho afecto. Ni siquiera recordaba su nombre.
—¿Le importaría llevarnos al aparcamiento? — preguntó—. El ascensor está allí mismo y así podré llevar a mi esposa a la cama mucho más deprisa.
—Claro, monsieur —el pobre hombre no sabía lo que le esperaba. Condujo hacia los bajos del edificio, al interior del lúgubre aparcamiento, y paró junto al ascensor. Hasta salió del taxi para ayudar a Bastien a sacar a Chloe. Ni siquiera se dio cuenta de dónde le venía el golpe.
Habría sido lo lógico matarlo. Degollarlo y dejarlo en el callejón sin salida que había detrás del ascensor, donde tardarían días en encontrarlo. Para entonces, Chloe se habría ido hacía tiempo, y a él habría dejado de importarle.
Pero en el último momento se acordó de los cuatro hijos y la mujer del tamaño de un búfalo acuático, y por alguna razón se puso sentimental. Seguramente se trataba de simple rebeldía: lo habían convertido en un hombre capaz de matar sin remordimientos, y quería hacer lo contrario de aquello para lo que le habían entrenado.
El taxista tenía un rollo de cinta aislante en el maletero. Eso le salvó la vida. Bastien lo ató eficazmente, le metió su propio pañuelo en la boca y se la tapó con la cinta. Lo encontraría tarde o temprano, imaginaba que tenía como máximo seis horas, quizá menos. Chloe seguía en el asiento trasero del taxi, y la dejó allí, cerró la puerta y se montó en el asiento del conductor. Encendió la señal de Pas de Service y salió del aparcamiento al sol temprano de la mañana. Un taxista de camino a casa tras una larga noche de trabajo.
Lástima no haber matado al taxista; eso les habría dado doce horas antes de que la esposa notificara su desaparición. Tal vez más. Y la desaparición de un taxista no sería tratada con gran deferencia por parte de la policía de París. Seguramente pensarían que se había largado con alguna chica y acabaría regresando con su iracunda esposa.
Otra señal de que ya no era útil, pensó Bastien. La piedad era una flaqueza que un agente secreto no podía permitirse. Miró hacia atrás. Chloe estaba acurrucada en el asiento, con el abrigo bien ceñido alrededor del cuerpo, los ojos abiertos y la mirada fija. Tarde o temprano el shock remitiría, y se pondría a gritar. Tenía que llevarla a algún lugar seguro antes de que eso pasara.
No podía meterla en un avión hasta esa noche. Consideró por un instante la posibilidad de llevarla a un aeropuerto más pequeño, como el de Tours, pero la descartó. Estarían vigilando todos los aeropuertos. Corrían menos peligro en el Charles de Gaulle, donde tenía algunos contactos de los que ni siquiera Thomason y los otros estaban al corriente.
Encontró la casa con bastante facilidad, aunque pasó sus buenos veinte minutos dando vueltas alrededor por si estaban vigilando el inmueble. Habían dejado de usar aquel lugar dos años antes, al quedar irremediablemente comprometido, y aunque al final el Comité se acordaría con inspeccionarlo, lo más probable era que revisaran primero los pisos francos en uso. De nuevo, un par de horas más que añadir a la preciosa caterva que iba amontonando.
Le pareció que no había nadie vigilando. Era una casona enorme en las mismísimas afueras de París. Abandonada desde 1950. Se levantaba sobre un terreno de inmenso valor inmobiliario, y era un milagro que nadie hubiera hecho indagaciones acerca de su titularidad. Sobre el papel, pertenecía a la familia de una anciana señora cuyo testamento era tan enrevesado que jamás se resolvería. En realidad, había sido en otro tiempo la casa de un colaborador, cuyos desvanes estaban repletos de tesoros. Aquellos tesoros formaban parte del botín de guerra del Comité: quienquiera que hubiera poseído aquellas fabulosas obras de arte, aquellas joyas de valor incalculable, ya no estaba vivo para disfrutar de ellas.
La casa estaba asimismo equipada con una habitación secreta donde el propietario anterior se había escondido durante tres semanas cuando los aliados liberaron París. El propio Bastien había pasado allí varios días, y era un lugar tan recóndito como pudiera imaginar. Durante los últimos días apenas había dormido, y necesitaba una o dos horas de descanso para que su cerebro volviera a funcionar adecuadamente. Para tomar las decisiones acertadas, y no las surgidas de un necio sentimentalismo.
Condujo por el estrecho callejón que llevaba a la parte trasera de la casa, cerró tras ellos el tambaleante portón de madera y estacionó el taxi junto a unos matorrales con la esperanza de eludir la vigilancia aérea. Sólo necesitaba un par de horas.
Sacó a Chloe del asiento de atrás y ella se movió como un autómata. Hubiera sido agradable que permaneciera así un par de horas más, pero ya se le había agotado su ración de suerte. La condujo a través del edificio vacío, por las escaleras cubiertas de desperdicios, pasando junto a ventanas rotas y muebles abandonados, hasta la tercera planta, donde se hallaban los áticos vacíos. La mirada perdida de Chloe duró hasta que apretó el botón escondido a un lado de la vieja chimenea y la puerta se abrió con un deslizamiento, dejando al descubierto el cuartito.
Su reacción pilló a Bastien desprevenido. De una obediencia inerme pasó a un pánico que se apoderó por entero de su cuerpo, y empezó a golpearlo y a chillar, intentando desasirse.
Había cierto número de maneras de acallar a una persona y dejarla inconsciente. Si se hubiera dado cuenta de que estaba a punto de perder los estribos, quizá hubiera podido hacerlo más suavemente, pero no tuvo más remedio que golpearla, así como así, y el miedo abandonó de un plumazo su cuerpo.
Bastien la tomó en brazos mientras caía, la arrastró hasta el cuartito y cerró la puerta. Estaban envueltos en oscuridad, pero conocía muy bien aquel reducto. El resto de la casa no tenía electricidad, pero aquella habitación disponía de una instalación admirable. De todos modos, no iba a comprobarlo. No iba a hacer nada que pudiera delatar su presencia. Arrastró a Chloe hasta la cama que había apoyada contra la pared y la dejó allí, levantándole las piernas y tapándola con su abrigo. Sólo había una ventana en el techo, cubierta con una cortina opaca que no dejaba pasar la luz.
Chloe estaría inconsciente al menos una hora, quizá más. Bastien miró su reloj. El dígito relucía en la oscuridad, la única luz en medio de la negrura. Eran poco más de las ocho de la mañana, y hacía cuarenta y ocho horas que no dormía. No tenía sentido encaminarse al aeropuerto hasta pasadas otras doce horas, y entre tanto hasta una hora de sueño marcaría la diferencia.
La cama era estrecha, y no tenía intención de hacer nada que turbara a Chloe. Había dormido en sitios peores, y era un hombre disciplinado. Tapó a Chloe con una de las finas mantas de lana de la cama, tomó otra y la extendió sobre el suelo de tarima. Le dolía el cuerpo: se sentía viejo a los treinta y dos años. Trabajar para el Comité era tarea para hombres más jóvenes. Aquella mierda te envejecía a la velocidad a la que envejecían los perros.
Cerró los ojos y procuró quedarse dormido inmediatamente. Pero, del mismo modo que su espíritu se rebelaba contra el Comité, su cuerpo se rebelaba contra su adiestramiento. Estuvo allí tumbado cinco minutos, con la mirada fija en la oscuridad, escuchando el sonido acompasado de la respiración de Chloe mientras se preguntaba qué demonios estaba haciendo.
Y luego se durmió.
Estaba atrapada. Sumida en una oscuridad cegadora cuyo peso la ahogaba, le robaba la visión, la despojaba del aliento. La oscuridad y el olor de la sangre la rodeaban por completo. Veía a Sylvia tumbada allí, en un charco de sangre, la garganta seccionada, los ojos fijos, su vestido preferido arruinado por la sangre que lo empapaba. Se pondría furiosa por eso. Le gustaba tanto aquel vestido que habría querido que la enterraran con él. Él la había degollado, el mismo hombre que decía que la mataría. Y ella había dejado que la llevara ciegamente a aquella negrura en la que nada veía, en la que no podía pensar, ni respirar, ni siquiera abrir la boca para gritar...
Bastien la agarró en cuanto se arrojó de la cama, sus brazos como grilletes de hierro alrededor de su cuerpo. Chloe forcejeaba como una loca, sola en la oscuridad, sofocada por la muerte y la sangre, pero él era mucho más fuerte. Le tapó la boca con la mano para acallarla, y ella le mordió con todas sus fuerzas, le clavó los dientes hasta que notó el sabor de la sangre, y él ni siquiera se inmutó.
—Si no te calmas, tendré que partirte el cuello — le susurró al oído mientras la sujetaba con fuerza—. Empiezo a estar harto de ti.
Ella siguió forcejeando, aunque con menos ímpetu, y Bastien le apartó la mano de la boca lo suficiente para que pudiera hablar. Chloe apenas logró articular palabra.
—No puedo... respirar —susurró—. Está muy oscuro. No puedo... soportarlo. Por favor... —no sabía qué estaba suplicando, y no creía que pudiera servirle de nada, pero de pronto él la alzó en vilo de modo que quedaron los dos de pie sobre la estrecha cama, y con un brazo empujó hacia arriba. La oscuridad cedió cuando abrió la ventana del tejado bajo y la levantó hacia ella.
El aire era frío, limpio y áspero, y Chloe aspiró en profundas bocanadas, como si bebiera agua en el desierto. Su corazón aterrorizado fue calmándose poco a poco, su respiración volvió a la normalidad y, al contemplar los tejados de París, aquella fría mañana de invierno, un leve asomo de serenidad tocó su corazón.
Se reclinó contra Bastien y dejó que el miedo y la tensión abandonaran su cuerpo.
—Si estás harto de mí, ¿por qué no me dejas marchar?
Él no contestó. Se limitó cambiar de posición, de modo que su cara quedó muy cerca de la de ella mientras se asomaban a la ventana.
—¿Desde cuándo tienes claustrofobia? —preguntó—. ¿Desde siempre? No pareces una de esas personas llenas de complejos.
—Desde que tenía ocho años. Tenemos muchas tierras en Carolina del Norte, incluida una mina abandonada donde solían jugar mis hermanos mayo res. No se dieron cuenta de que les había seguido y me perdí en la mina. No me encontraron hasta la mañana siguiente. Desde entonces no soporto los sitios cerrados y a oscuras —estaba hablando demasiado, pero no podía evitarlo.
Bastien no dijo nada. El aire era gélido; veía el aliento de Chloe delante de ella, veía también el vaho de su propia boca, y cómo se mezclaban sus alientos al sol antes de disiparse. Ella seguía envuelta en su abrigo, pero a pesar de las capas de ropa podía sentir la fortaleza y la energía de su cuerpo nervudo y elegante.
Y entonces las fuerzas la abandonaron y se tambaleó. Bastien la tumbó en la cama y echó mano del picaporte de la ventana.
—No la cierres, por favor —dijo Chloe—. No creo que pudiera soportar la oscuridad otra vez. —Hace frío —le advirtió él.
—Sobreviviré.
Él dejó abierta una rendija, lo justo para que entrara un rayo de sol en la habitación, así como unos cuantos copos de nieve, y luego se arrodilló en la cama, a su lado.
—El caso es —murmuró— que tienes mi abrigo. Esta habitación ya estaba fría, pero con la ventana abierta va a ser una nevera.
Ella intentó sentarse y quitarse el abrigo, pero Bastien la empujó sobre la cama con alarmante delicadeza. Y luego se tumbó junto a ella en la estrecha cama. Los cubrió a ambos con una fina manta de lana, se volvió de lado y apretó la espalda de Chloe contra su pecho, estilo cuchara. Emitía calor, incluso a través del abrigo.
—Voy a darte el abrigo —le ofreció ella en un susurro. No le gustaba tenerlo tan cerca.
—Al diablo el abrigo. Cállate y déjame dormir un par de horas. Podemos discutir sobre eso cuando despierte.
—¿Y qué si no estoy aquí cuando despiertes? —Estarás aquí. Si intentas irte, te pegaré un tiro. Tengo el sueño muy ligero, y no estoy de buen humor. Sugiero que tú también intentes dormir.
Ella frotó la cara contra el raído colchón. Le dolía el pómulo, pero Hakim no le había tocado la cara. Y entonces se acordó.
— ¡Me pegaste!
—Y volveré a hacerlo si no dejas de parlotear — dijo con voz soñolienta—. Lo hice para salvarte la vida. Estabas armando tanto follón que podría haberte oído alguien.
—Entonces, ¿por qué volverías a hacerlo? —Para impedir que te maten —respondió con aquel tono flemático que la sacaba de quicio—. Ahora cállate y déjame dormir.
Estaba claro que no iba a poder librarse de él, y cualquier otro intento acabaría probablemente con otro sueño forzoso, o quizá con algo peor. Chloe cerró la boca y mantuvo los ojos fijos en el rayito de sol que, de alguna manera, le permitía respirar. Mientras pudiera respirar, sobreviviría. Las cosas que había visto, que había oído, eran tan horrendas que escapaban a su comprensión. Si se paraba el tiempo suficiente para sentir algo más que no fuera aquel extraño y aterrorizado aturdimiento, empezaría a gritar, y nada podría pararla, como no fuera que Bastien le rompiera el cuello, como había amenazado con hacer. Tenía frío por dentro y por fuera, y lo único que podía hacer era intentar sobrevivir. Inhaló de nuevo y sin previo aviso la imagen del cuerpo de Sylvia centelleó en su memoria, y el abotargamiento comenzó a resquebrajarse.
Sólo la había visto un segundo, pero aquel atisbo habría quedado grabado para siempre a fuego en su cerebro. Alguien la había degollado, tan profundamente que se veía el hueso. El charco de sangre era denso y viscoso, y sus ojos estaban abiertos e inmóviles. Por alguna razón, eso era lo peor. Sylvia mirando con ojos ciegos el mundo que la había dejado atrás, y todo por culpa suya. Era ella quien debía morir, y no Sylvia. Sylvia, cuyo único pecado era amar demasiado la vida. Preferir pasarlo bien a pasarse un fin de semana trabajando en el campo.
Sylvia no habría metido la nariz donde no la llamaban. Se habría ido alegremente a la cama con Bastien, habría traducido y regresado a casa sin hacerse preguntas inquietantes. Siempre había tenido la capacidad de obviar las incoherencias molestas, pero había muerto de todos modos porque su amiga no podía dejar las cosas en paz.
—Deja de pensar en ello —la voz de Bastien era un susurro soñoliento en su oído, apenas una exhalación— No puedes hacer nada, y obsesionarse sólo empeorará las cosas.
—Fue culpa mía.
—Chorradas —la palabra sonó extraña en una voz tan apacible—. Tú no la mataste. Ni siquiera les condujiste al apartamento. Estaba muerta antes de que llegaras. Si te sirve de algo, murió rápidamente. —Si yo no hubiera aceptado el trabajo... —Pensar en lo que habría pasado es una pérdida de tiempo. Déjala marchar. Podrás llorarla cuando estés a salvo en casa.
—Pero...
Le puso la mano sobre la boca, silenciando una última protesta.
—Duérmete, Chloe. Lo mejor que puedes hacer por esa chica es sobrevivir. Impedirles que te destruyan a ti también. Y, para eso, necesitas dormir. Yo necesito dormir. Mucho.
La abrazaba contra su cuerpo, y Chloe no podía girarse para verle la cara. Se quedó mirando hacia arriba, a través de la rendija de luz, hacia el frío cielo gris de París. Unos pocos copos de nieve desorientados entraron en la habitación y fueron a posarse sobre el abrigo de cachemir negro que casi se había convertido en su segunda piel. Cayeron, se fundieron y desaparecieron. Y Chloe se quedó dormida.
Capítulo 15
Chloe no estaba segura de qué la había despertado. Estaba sola en la cama, y tenía frío, pero la densa y sofocante negrura había desaparecido. Sobre el colchón, a su lado, había una pequeña linterna, su luz una diminuta baliza en la oscuridad.
Se sentó despacio. Tenía agujetas en todo el cuerpo, tenía el estómago hecho un nudo y le dolía la cabeza. Su mejor amiga había sido asesinada por su causa, y ella estaba huyendo para salvar la vida y sólo tenía a un enigmático asesino a quien recurrir.
Pero estaba viva. Dolorosa, innegablemente viva, pese a la culpa y el miedo que la desgarraban por dentro. La única pregunta era: ¿qué haría a continuación? ¿Y dónde estaba Bastien?
Siempre cabía la posibilidad de que finalmente la hubiera abandonado. Que la hubiera llevado a aquella casa desierta, la hubiera arrastrado hasta aquel cuchitril y la hubiera encerrado para que muriera lentamente de hambre.
Pero había una ventana en el tejado, y podía salir trepando. Además, si Bastien la quisiera muerta, no habría tenido que arrastrarla hasta allí.
Si sólo se trataba de ocultar su cuerpo, no la habría abandonado para que muriera de hambre o gritara o se cayera a la acera y se matara intentando escapar. La habría matado él mismo, rápidamente, sin dolor. Eso se lo había prometido, y a Chloe la idea le resultaba reconfortante. Era una reacción perversa y retorcida, pero había dejado atrás los razonamientos y las emociones convencionales. Todo había quedado reducido al mínimo: la supervivencia. Tras ver el cadáver de la pobre Sylvia ya no podía negarlo. Bastien era su único medio de sobrevivir, y no iba a seguir oponiéndose a él. De hecho, se alegraría cuando volviera a aparecer en la diminuta habitación cerrada. Se pondría loca de contento. Aunque no tenía intención de decírselo.
Se acurrucó en un rincón de la cama, se ciñó bien el abrigo y se tapó con la manta raída. Tenía hambre, idea ésta que la horrorizaba. Cuando su sobrino murió en un accidente de tráfico, no pudo comer durante días; la sola visión de la comida le daba ganas de vomitar. Pero ahora, a pesar de haber visto el cuerpo mancillado de Sylvia, estaba hambrienta.
Ello formaba parte del instinto de supervivencia, supuso. No hacía que se sintiera menos insensible, pero allí estaba. Quería sobrevivir, y para ello necesitaba fuerzas. Y para estar fuerte había que comer. Era así de sencillo. ¿Dónde demonios se había metido Bastien? Por lo menos le había dejado la linterna. Si se hubiera despertado sola en una oscuridad total, se habría puesto a chillar y a subirse por las paredes.
Él tenía razón, no era una de esas personas a las que paralizan los complejos. A decir verdad, creía haber superado la claustrofobia hacía años. Los lugares conocidos, los ascensores y los sótanos a oscuras no le causaban ningún problema.
Había sido culpa suya desde el principio. Tenía ocho años y andaba persiguiendo a sus hermanos mayores, siempre intentando hacer lo que hacían los niños más mayores y negándose a admitir sus limitaciones. Las minas les estaban vedadas incluso a los chavales más mayores, pero ningún adolescente que se respetara hacía caso de las advertencias de peligro. Se negaban, sin embargo, a llevar a su hermana pequeña a una aventura tan arriesgada, de modo que no había tenido más remedio que seguirles a escondidas. Un desvío equivocado, y se había perdido en aquel laberinto de corredores subterráneos.
Sus hermanos no sabían que les había seguido, y durante horas nadie se dio cuenta de que había desaparecido. Su linterna se apagó, y se vio atrapada en la oscuridad, en medio del monte Millar, mientras el tiempo perdía su significado y los monstruos se arrastraban hacia ella desde todos los rincones. Para cuando la partida de búsqueda la encontró, llevaba a oscuras diecinueve horas. Después de aquel calvario, estuvo dos semanas sin hablar.
Su padre solía decir en broma que luego jamás había parado de hablar. Procedía de una familia prudente que la envió a los mejores terapeutas, y a la edad de doce años ya no tenía que dormir con la luz encendida. Cumplidos los quince pudo volver a bajar al sótano sola, y cuando se marchó a la universidad creía haberlo superado por completo. Hasta esa noche.
Era posiblemente la acumulación de horrores lo que de pronto la había hecho débil y vulnerable otra vez. Eso era algo que aceptaba a regañadientes, del mismo modo que aceptaba que necesitaba la ayuda de Bastien. Y hasta quizá se lo dijera, si volvía a pasear por allí su escuálido trasero.
Aunque no era precisamente escuálido. Ella le había echado un buen vistazo a su cuerpo el día anterior, en su apartamento, quisiera o no, y era alto y fibroso, de músculos suaves y tersos.
Y ella no iba a empezar a pensar en eso, aunque le habría venido bien distraerse un poco. Al final, se sentía más a gusto pensando que estaba atrapada en un cuartucho lleno de monstruos que intentaban matarla que pensando en el cuerpo desnudo de Bastien Toussaint, o como se llamara.
Ni siquiera lo oyó acercarse. No sabía si la habitación estaba insonorizada o si él era sencillamente muy silencioso, pero estaba sentada sobre la cama con las piernas cruzadas, mirando fijamente el haz de luz de la linterna e intentando no pensar en él cuando la puerta se abrió y apareció Bastien.
—¿Estás bien? —preguntó cuando la puerta volvió a cerrarse, deslizándose, tras él.
Chloe respiró hondo y procuró parecer despreocupada.
— Sí, estoy bien. No tengo ni idea de qué hora es, pero ¿no deberíamos irnos al aeropuerto?
Él no dijo nada mientras entraba en la habitación. Chloe vio una chispa y un momento después Bastien había encendido unas velas.
—No vas a tomar el avión esta noche.
El nudo de su estómago se cerró aún más. —¿Por qué no?
—El aeropuerto está cerrado. La verdad es que está cerrado casi todo París. La nieve lo ha parado todo. Por eso podemos encender las velas. La nieve... —hizo una pausa.
—No pasa nada. Ha cubierto la ventana del tejado, ¿verdad? Ya estoy más tranquila. Sobre todo, teniendo algo de luz.
Él asintió con la cabeza. Había conseguido una chaqueta en alguna parte, y Chloe sospechaba que se había cambiado de ropa, aunque la que llevaba seguía siendo negra. Lo cual le recordaba...
—Supongo que no habrá cuarto de baño en este sitio —dijo—. Si no, voy a tener que probar la nieve de primera mano.
—Hay uno. Es rudimentario, pero funciona.
Ella se había levantando torpemente de la cama antes de que acabara la frase.
—¿Dónde? —ahora que sabía que el alivio estaba cerca, su necesidad se había hecho mucho más perentoria.
—En el piso de abajo, justo debajo de éste. Habrá que ir sin luz. No podemos arriesgarnos a que vean la llama.
Ella tragó saliva. Ya estaba mejor, se recordó. Más calmada.
—Está bien.
Bastien apagó las velas y en medio de la súbita oscuridad Chloe oyó cómo se abría la puerta. Tragó saliva y dio un respingo cuando sintió que la tomaba de la mano.
Intentó apartarse instintivamente, pero Bastien la sujetó con fuerza.
—No vas a encontrarlo si no te agarras a mí — dijo tranquilamente.
Chloe respiró hondo. —Claro —dijo.
Facilitaba las cosas agarrarse a él, aunque no iba a decírselo. Atravesaron la oscuridad cavernosa, bajaron por un estrecho tramo de escaleras hasta llegar a una pared junto a una vieja chimenea. La puerta se abrió, y Bastien le puso la pequeña linterna en la mano antes de darle un empujoncito.
—No la enciendas hasta que la puerta esté cerrada. Te espero aquí.
El cuarto de baño era, en efecto, muy rudimentario, pero el retrete funcionaba, el agua salía fría del lavabo, y hasta había un espejo cuadrado. Sin eso podría haber pasado..., pero la venció la curiosidad y, tras enjuagarse la boca y hacer lo posible para lavarse un poco, echó un vistazo.
Esperaba encontrarse los ojos hundidos, la piel muy pálida, algún vestigio del horror de los últimos días. Pero parecía Chloe: práctica, no del todo desagradable a la vista, las mismas pecas vulgares aunque dispersas en la nariz y los pómulos. Su pelo era ridículo, se le levantaba alrededor de la cara como un halo oscuro. Pero ella tampoco era una santa.
Respiró hondo, apagó la linterna y entonces se dio cuenta de que no sabía cómo abrir la puerta. Dio unos golpecitos suavemente y se abrió deslizándose. No podía ver a Bastien, pero no se sobresaltó cuando la tomó de la mano, y se sintió casi feliz de regresar al refugio del cuartito del ático.
Volvió a subirse a la cama. La habitación era tan pequeña que, si se quedaba de pie, se tropezaría con Bastien. El volvió a encender las velas, se metió la mano detrás de la chaqueta y sacó una pistola que puso sobre la mesa. Chloe se quedó mirándola como si fuera una serpiente venenosa, que lo era, pero estaba allí para ayudarla, no para matarla. Al menos eso esperaba.
—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó.
—Ahora comeremos —dijo él, y a ella casi le dieron ganas de besarlo—. No había muchas tiendas abiertas, pero pude comprar algo. Y no me digas que no te apetece comer. Tienes que alimentarte. Aún no has salido de ésta, y tienes que recuperar fuerzas.
—No voy a decirte tal cosa. Estoy hambrienta. ¿Qué has traído?
No se había fijado en la bolsa de papel que Bastien había llevado con él. Había comprado un par de baguettes, algo de brie, dos peras y dos naranjas. Y una botella de vino, claro. A Chloe le dieron ganas de reír, pero eso habría sido tan absurdo como ponerse a gritar. No habría podido parar. «Sólo respira», se dijo.
Él se sentó al otro lado de la cama, su magro festín extendido entre los dos. El único utensilio que tenían era la navaja de bolsillo de Bastien, pero se las ingenió para abrir el vino con ella, y se la fueron pasando para cortar trozos de pan y queso.
La pera estaba deliciosa: madura y blanda. Chloe se limpió el jugo de la boca con la servilleta de papel que había llevado Bastien. Entonces se dio cuenta de que estaba mirándola fijamente con una extraña expresión en la cara.
Bastien le pasó la botella de vino. No había nada más que beber, ni vasos, de modo que no le quedó más remedio que poner la boca donde antes
había estado la suya. Bebió un largo trago y dejó que el vino empezara a calentarla por dentro. Cuando se lo pasó a Bastien, sus dedos se tocaron. Ella apartó la mano rápidamente, y él volvió a sonreír.
Cuando se hartaron, Bastien despejó la cama y puso el resto de la comida en la mesita que había junto a la vela. Ninguno de los dos había tocado las naranjas, pensó Chloe.
—¿Y ahora qué? —preguntó, recostándose en la pared.
—Ahora, a dormir —Bastien estaba extendiendo la fina manta en el suelo. Había el espacio justo en la habitación para que se tumbara junto a la cama.
—Llevo horas durmiendo —dijo ella—. Y parecen días. No sé si podré dormir más.
Él la miró a través de las luces de las velas. —Entonces, ¿qué sugieres que hagamos?
Chloe no tenía respuesta para eso, por supuesto. Durante los dos años que había vivido en París había aprendido a encogerse de hombros con bastante credibilidad, y eso fue lo que hizo. Después se tumbó en la estrecha cama y se quedó mirando fijamente la luz de una vela mientras Bastien la miraba a ella.
Chloe no tenía ni la más remota idea de lo que estaba pensando. Seguramente que era un incordio. Que debería haber dejado que Hakim la liquidara, o quizá que debería haberla matado él mismo cuando empezó a dar problemas. Pero no lo había hecho, se había quedado con ella, un albatros alrededor de su cuello.
Bastien apagó todas las velas menos una y se tendió en el suelo. El suelo duro y frío: Chloe lo había tocado con los pies descalzos.
—No tienes por qué dormir ahí —dijo de pronto, antes de que pudiera arrepentirse de su impulso—. Aquí hay sitio para los dos.
—Duérmete, Chloe.
—Mira, sé perfectamente que no te intereso sexualmente, por fortuna. Lo que pasó ayer fue un error...
—Hace dos días —precisó él con naturalidad—. Y eso fue parte de mi trabajo.
Aquella respuesta le cerró la boca al menos un momento, a pesar de que ya lo sabía. Respiró hondo. —Entonces, está claro que no pasa nada porque compartamos la cama. No vas a tocarme. La habitación está helada, y estaremos los dos muchos más a gusto si duermes aquí.
No podía verle la cara con claridad en la penumbra. Seguramente estaba exasperado.
—Por amor de Dios —murmuró—, ¿te importaría dejar de parlotear? Puede que tú hayas dormido de sobra, pero yo apenas he dormido una hora en los últimos tres días. Y soy humano.
—Eso lo dudo —masculló ella—. Como quieras —se dio la vuelta, fingiéndose ofendida, y se quedó mirando la pared agrietada y sucia.
—Merde —dijo Bastien. Se levantó, apagó la vela y se subió a la cama—. La cama es demasiado pequeña para no tocarte —refunfuñó.
Por desgracia, era cierto. Chloe sintió su cuerpo contra la espalda, curvado a su alrededor. Si alguien entrara, sería él quien estuviera a tiro. Ésa era la única razón por la que quería que se acostara en la cama, se dijo. La única razón por la que de pronto se sentía arropada, segura y capaz de tranquilizarse. Era una simple cuestión de supervivencia.
—Yo puedo soportarlo —contestó—, pero si crees que... —Bastien le tapó la boca con la mano, deteniéndola en mitad de la frase. Ella casi pudo sentir el sabor a jugo de pera de sus dedos, una impresión asombrosamente excitante. Debía de tener hambre todavía, pensó. Pero nada bajo el sol iba a hacer que se comiera una naranja.
—Calla la puta boca —le dijo él dulcemente al oído—, o te ataré, te amordazaré y te pondré a ti en el suelo. ¿Entendido?
Y seguramente lo haría. Chloe asintió lo mejor que pudo con la boca tapada, y él apartó despacio la mano. Quería decirle que, después de todo, no que ría compartir la cama con él, pero probablemente si decía una palabra más la tiraría al suelo de un empujón.
Su cuerpo, apretado contra el de ella, era deliciosamente cálido. A pesar de que estaba enfadada, sintió que una cálida languidez se extendía por su cuerpo. Quizá pudiera dormir un poco más, a fin de cuentas, pensó, con el vino, y el calor y la sensación de seguridad que le procuraba el cuerpo de Bastien. No quería dormir: quería mantenerse despierta sólo para fastidiarlo.
¿Cómo iba a sacarla de París de una pieza? Cuanto más se quedara, más peligro corría, más probable era que alguien la encontrara. ¿No sería mejor pasar a otro país y partir desde Frankfurt o Zurich?
¿Y cómo demonios iba a hacerlo si su pasaporte estaba en el cháteau? Y a esas alturas alguien habría encontrado ya a Sylvia. Se habría avisado a la policía, habrían registrado el apartamento y encontrado sus pertenencias. Lo cual significaba que posiblemente la policía también la estaba buscando.
Eso estaba bien, desde luego. Aunque creyeran que había matado a Sylvia, prefería probar suerte en una cárcel francesa que huir para salvar la vida teniendo que depender de un hombre misterioso.
Todo había ocurrido en un confuso torbellino irreal. Había visto a Bastien matar a un hombre, y sin embargo apenas lo recordaba. Estaba sintiendo un dolor espantoso, y luego el dolor había desaparecido, y Hakim estaba tumbado en el suelo.
Había practicado el sexo con Bastien. Le hubiera gustado negarlo, llamarlo de otro modo, pero a decir verdad era sexo, y Bastien se había corrido dentro de ella. Y, para su eterna vergüenza, ella también había tenido un orgasmo, y además arrollador.
Pero eso tampoco le parecía ya real. Incluso el espanto de haber visto el cadáver de Sylvia empezaba a disiparse. Quizá ocurriría lo mismo con todo, pensó mientras se iba relajando poco a poco. Tal vez todo lo que había ocurrido durante los últimos días de su estancia en Francia acabaría convertido en una burbujita que no volvería a tocarla. No tendría que recordarlo, ni que enfrentarse a ello. Sencillamente, habría desaparecido.
No sabía si era así como la gente solía superar los periodos traumáticos de su vida. Todo aquello hacía que aquellas diecinueve horas en una cueva oscura como boca de lobo parecieran un juego de niños. Nadie había muerto, nadie había resultado herido, nadie había desarrollado una especie de enfermiza fascinación por...
No le gustaba el rumbo que estaban tomando sus pensamientos. Intentó apartarse un poco de Bastien, pero él la tenía bien agarrada por la cintura y la atrajo hacia sí.
—Estate quieta —masculló, soñoliento, a su oído.
Chloe notaba su cuerpo a lo largo de la espalda: una sensación de calor y fuerza, de hueso y músculos, y el inconfundible contacto de su miembro contra su trasero. Parecía que tenía una erección, lo cual no podía ser cierto, sin duda, puesto que ella no le interesaba y él a ella sí.
Síndrome de Estocolmo, ¿no lo llamaban así? Cuando el rehén desarrollaba una obsesión insana por su captor. Era una reacción normal: se hallaban en una situación límite, y de momento Bastien había logrado mantenerla con vida. Y, para colmo de males, habían tenido un encuentro sexual antes de que ella se diera cuenta de lo peligroso que era. ¿Y por qué no podía dejar de pensar en el sexo?
Porque estaba tumbada en el refugio de su cuerpo, sentía su verga en el trasero y estaba asustada. Lo único que se interponía entre ella y una muerte dolorosa y horrible era el cuerpo de Bastien, y lo deseaba.
Pero él no la deseaba a ella, sencillamente estaba haciendo su trabajo, y, tal y como le había dicho, se le daba muy bien. En resumidas cuentas, su falta de interés era muy conveniente. Al menos quería conservarla con vida y a salvo y devolverla a casa. Lo cual era aún mejor.
Cabía esperar que desarrollara una fascinación enfermiza por él. Y, en cuanto estuviera a salvo en casa, podría contemplar todo aquello con perspectiva.
Bastien tenía razón, la cama era muy pequeña. No había modo de apartarse de él. Podía girar la cabeza lo justo para verle la cara. Se había dormido, lo cual la sorprendió. Ni siquiera sus movimientos le habían despertado. Apenas podía distinguirle en la oscuridad, y dejó de intentarlo. Apoyó la cabeza sobre el colchón raído y se puso a escuchar el latido del corazón de Bastien.
Al menos tenía corazón, cosa que ella había llegado a dudar. Era humano, era cálido y fuerte y estaba dispuesto a matar para salvarle la vida.
¿Qué más podía pedirle una a un hombre?
Capítulo 16
Era una mujer insoportable, pensó Bastien cuando Chloe por fin se quedó quieta, su pulso se apaciguó y se quedó dormida a regañadientes. Discutía por todo, y luego lo miraba con aquellos enormes ojos marrones y por primera vez desde hacía años él se sentía culpable.
No debería haber dado su brazo a torcer y haberse tumbado en la cama, con ella. Sí, hacía más calor así. Sí, el fino colchón de la cama era mejor que la manta, aún más fina, sobre el duro suelo. Sí, habían conseguido acoplar sus cuerpos demasiado bien para su paz de espíritu. Y sí, deseaba tumbarla de espaldas, arrancarle los pantalones y acabar lo que sólo había empezado hacía un par de días.
Se preguntaba si ella había notado su erección antes de quedarse dormida. Seguramente no: parecía totalmente ajena al efecto que surtía sobre él. Lo cual era una suerte. No quería complicar más todo aquel embrollo. Y hacer el amor con Chloe complicaría definitivamente las cosas.
Ya se la había tirado: una cuestión enteramente distinta. Con eso debería bastar. Era una reacción bastante normal, y se conocía lo suficiente como para intentar restarle importancia. Las situaciones límite sacaban a la luz toda clase de apetitos primigenios. Feo, pero cierto. El peligro le excitaba.
Y hallarse en presencia de la muerte, ya fuera él quien matara o no, le hacía desear experimentar la vida en su nivel más básico. Le daba ganas de follar, y ya fuera un instinto de cavernícola para perpetuar la especie o una retorcida fascinación por el sexo y la muerte, el caso era que existía. O hacía algo al respecto o no, dependiendo de las circunstancias. A menudo había con él otras agentes que compartían la misma reacción, y un acoplamiento rápido y frenético solía afinar sus defensas en momentos de peligro.
Pero Chloe no era una agente, tenía diez años menos que él y era, en cuanto a experiencia vital, mucho más joven, y una situación límite habría borrado de su cabeza todo deseo sexual. Pasaría algún tiempo antes de que superara la visión de su amiga masacrada, antes de que dejara atrás las horas que había pasado con Hakim. Pero lo haría. Tal vez fuera poco más que una niña, pero era fuerte y resistente. Estaba con él en un agujero oscuro y se había quedado dormida. Era capaz de mantener a raya su claustrofobia.
Notaba su propio olor en ella, seguramente por haber llevado el abrigo que ahora los cubría a ambos. Por alguna razón, aquello le parecía erótico. Claro, que todo en ella empezaba a parecerle erótico.
La maldita nieve no podía haber llegado en peor momento. De no ser por eso, Chloe ya estaría sobrevolando el Atlántico, habría abandonado su vida para siempre y él podría concentrarse en su misión. Su última misión.
Tenía que acabar lo que había empezado en el cháteau. Averiguar cómo iban a redistribuirse los territorios, y quién iba a ocupar el lugar de Remarque. Hakim nunca había tenido mucho poder. En realidad, no era más que un auxiliar administrativo encopetado que hacía funcionar las cosas como la seda mientras sus jefes hablaban de transacciones económicas. De repollos y ternera fresca. De misiles de largo alcance y balas trazadoras. De naranjas y C4 y sangre por todas partes.
Christos era el gran interrogante. ¿Por qué no se había molestado en aparecer, y qué tendría planeado cuando por fin hiciera acto de aparición? Porque el Christos que él conocía nunca entraba en escena sin un plan detallado. Tenía que haber al menos una persona en el cháteau que conociera sus planes; así era como trabajaba Christos. Quizá fuera el barón, que era casi tan inofensivo como parecía, o quizás incluso Monique. A Monique era muy difícil calarla. Le gustaba el dolor, lo mismo que el sexo, y el aún no había descubierto nada que la hiciera vulnerable. Podía ser Ricetti u Otomi, madame Lambert o incluso el ayudante de Ricetti. Carecía de importancia que el elegante joven que prestaba sus servicios al traficante siciliano fuera también un agente del Comité. Él no era el único allí, y cualquiera podía cambiar de bando por un buen precio.
Una cosa era segura: no podían permitir que Christos se hiciera con el control del cartel, y era él quien debía impedírselo. Thomason no había sido muy claro respecto a qué ocurriría con el resto de los traficantes. Una vez eliminaran al jefe, ¿les dejarían reformarse? Seguramente: el Comité solía preferir lo malo conocido que lo bueno por conocer, pero eso no era asunto suyo. Sólo tenía que matar a una persona más. Y entonces habría acabado.
Movió un poco la cabeza de modo que su cara rozó la ridícula maraña del pelo de Chloe. Parecía un cordero esquilado. Más joven, y más vulnerable. Y más deseable aún.
Pero su aspecto le ayudaba a recordar que estaba fuera de su alcance. No tenía derecho ni motivo alguno para volver a tocarla, y ello sólo complicaría las cosas.
Tenía que dejar de pensar en ella y dormir cuanto pudiera. No importaba que su olor y la sensación de su cuerpo lo envolvieran. Era lo bastante frío como para obviar distracciones tan triviales. Cerró los ojos, aspiró su olor y se dejó dormir.
Era mediodía. Chloe no estaba segura de por qué lo sabía: la habitación estaba a oscuras, por la ventana del techo no entraba ni pizca de luz. Su cuerpo tenía un reloj natural: se despertaba cada mañana a las ocho y media, quisiera o no, y si algo la despertaba en plena noche siempre sabía qué hora era, aunque no tuviera reloj.
Pero en los últimos días todo se había descalabrado. Estaba durmiendo más que en toda su vida, seguramente como respuesta a los horrores que había visto. Que supiera, podía haber dormido quince minutos o tres días.
Bastien seguía a su lado. Ella se había dado la vuelta en sueños y yacía entre sus brazos, reclinada sobre él, la cabeza sobre su hombro, la mano sobre su pecho, el brazo de Bastien rodeándola. Debería haberse apartado, pero no lo hizo. No movió ni un músculo, sólo las pestañas mientras intentaba descifrar algo, lo que fuera, a través de la oscuridad.
Bastien dormía profundamente, en silencio. Seguramente ello formaba parte de su autodisciplina. No se permitiría roncar como la mayoría de los hombres. Dormía tan profundamente que era probable que ni siquiera se diera cuenta si se desasía de su abrazo y se daba la vuelta. Era demasiado arriesgado, dormir así. Demasiado... turbador.
Síndrome de Estocolmo, se dijo con amargura. No tenía nada que ver con la realidad. Bastien ni siquiera le caía bien. Por ahora tenía que quedarse con él, pero en cuanto estuviera en casa lo vería todo en perspectiva y su atracción momentánea por él se disiparía, convirtiéndose en una oleada de repulsión hacia sí misma.
Bueno, quizá no de repulsión. No tenía sentido negar que el hombre que se hacía llamar Bastien Toussaint era físicamente muy bello. Y tampoco podía negar que le había salvado la vida, quizá más de una vez, lo cual por fuerza tenía que despertar su agradecimiento.
No quería pensar en ello. No quería pensar en nada, ni en el hombre tumbado a su lado, ni en Sylvia, ni en la gente que se sentaba alrededor de esa enorme mesa y fingía hablar de hortalizas. Pensaría en la nieve. Densa y blanca, cubriendo la ciudad con un manto de silencio, cayendo suavemente en gruesos copos y atascando las carreteras, cerrando los aeropuertos, atrapándola en brazos de un asesino...
—Deja de darle vueltas.
Él no se había movido, su aliento acompasado no había cambiado, pero su voz suave rompió el silencio como un fragmento de cristal.
Chloe se apartó de él y se pegó a la pared cuanto pudo. Pero aun así no había modo de retirarse de su cuerpo largo y fibroso.
—Creía que estabas dormido.
—Lo estaba. Hasta que me despertaste.
—No seas ridículo. No me he movido. Sólo he abierto los ojos, nada más. No me digas que la corriente de mis pestañas te ha despertado —su voz, baja y cáustica, lo apartaba como no podía apartarlo su cuerpo.
—No —contestó con voz suave y soñolienta, pero Chloe no se dejó engañar—. En cuanto empezaste a pensar, tu sangre empezó a moverse. Noté que los latidos de tu corazón se aceleraban, que tu pulso se hacía más rápido. Aunque no hayas movido un músculo.
A Chloe la sorprendió que, a pesar de que le estaba dando la espalda, siguiera siendo tan consciente de su presencia. Aún sentía un anhelo completamente irracional. Un anhelo que no podía llevarla a ninguna parte y sólo podía avergonzarla y llenarla de frustración.
—¿Qué hora es?
—Ultima hora de la mañana —contestó él. Entonces se apartó de ella, se bajó de la cama y Chloe dejó escapar un suspiro de alivio, o eso se dijo a sí misma.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora? ¿Salir y hacer muñecos de nieve? Creo que no voy vestida para eso —sí, parecía muy despreocupada. Bastien no se da ría cuenta de que sus emociones estaban hechas un lío.
Él encendió las velas. Empezaba a asomarle la barba, lo cual a Chloe le resultó extrañamente chocante. A lo largo de su largo calvario, siempre le había visto perfectamente arreglado, ya acabara de matar a alguien o hubiera pasado horas sentado en el suelo, bebiendo vino.
Tenía el pelo suelto y alborotado alrededor de la cara, y parecía arrugado y sorprendentemente humano. Algo que Chloe encontraba aún más perturbador.
—Debo de estar interfiriendo en tu vida privada —dijo sin venir a cuento, y deseó haberse mordido la lengua.
Él había estado rebuscando en la bolsa de comida y había sacado el resto de la baguette y las naranjas. Se volvió para mirarla, una extraña expresión en los ojos negros e ilegibles.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, te has esfumado conmigo. ¿No tienes un compañero o alguien que pueda preguntarse dónde estás? —no estaba mejorando las cosas, pero no podía refrenarse. Hablar demasiado siempre había sido su mayor defecto, pensó.
—¿Un compañero?
—No hace falta que repitas todo lo que te digo —repuso ella, irritada y avergonzada—. Me refiero a una pareja. Alguien que viva con...
—¿Te refieres a un hombre? —él fue directo al grano, y parecía tan divertido que Chloe empezó a inquietarse—. ¿Has llegado a la conclusión de que soy gay?
—Intentaba decirlo con delicadeza —dijo, dejando que se notara su irritación—. Me parecía probable.
—¿Y eso por qué?
Iba a tomarle prestada la navaja para cortarse la lengua, pensó ella con acritud. ¿Cómo demonios había llegado la conversación a ese punto? ¿Por qué no había cerrado el pico?
—No pasa nada, Chloe —dijo él al ver que no se le ocurría ninguna respuesta—. Crees que soy gay porque no quiero follarte. ¿No es eso?
Aquello iba de mal en peor, y su deliberada crudeza hizo que se pusiera colorada.
—No soy tan engreída.
—¿Ah, no? ¿No crees que la única razón por la que un hombre no intenta ligar contigo es que no le gustan las mujeres? ¿Y por qué te interesa tanto? No creía que mis preferencias sexuales tuvieran importancia, de un modo u otro.
—No la tienen.
—Entonces, ¿por qué has preguntado? Chloe encontró su voz en alguna parte.
—No me hagas esto —dijo—. Bastante tengo con estar atrapada en este agujero contigo, no me pongas contra la pared verbalmente. Sólo tenía curiosidad.
—Ya has estado contra la pared físicamente. En más de un sentido —contestó él, y Chloe recordó con excesiva claridad esos momentos en el cháteau, mientras Bastien la penetraba y un placer oscuro y convulso se apoderaba de ella.
—Ya basta —dijo con voz estrangulada.
Para su asombro, él lo dejó correr, volvió a sentarse en la cama lejos de ella y le alcanzó la baguette dura.
—Nos acabamos el queso, pero todavía quedan un par de naranjas. Luego comerás como Dios manda.
—¿Dónde? ¿En el aeropuerto? ¿Ha dejado de nevar? —tomó el trozo de pan rancio que le ofrecía y comenzó a masticarlo.
—He estado aquí contigo todo el tiempo, Chloe. Sabes lo mismo que yo. Pero tendremos que irnos de aquí pronto. El truco para esconderse es seguir moviéndose. No tardarán mucho en encontrarnos aquí, y quiero que nos marchemos antes de que eso ocurra. Por suerte la nieve habrá cubierto el taxi, así que no es probable que lo vean aunque usen un helicóptero. Pero cuanto antes salgamos de aquí, mejor.
El pan sabía a polvo, pero Chloe siguió masticando.
—¿Adónde vamos a ir?
El comenzó a pelar una naranja. Era roja como la sangre y, a pesar de que su olor dulce llenó la habitación, Chloe se estremeció.
—Aún no estoy seguro. Abre la boca —le ofreció un gajo, pero ella sacudió la cabeza.
El se movió, uno de aquellos movimientos rápidos como una centella que siempre la sorprendían, y la agarró de la barbilla con una mano.
—Abre la boca y cómete la naranja, Chloe.
Ella no tenía elección: los largos dedos de Bastien le agarraban la barbilla y sus ojos oscuros, su rostro impasible, no le permitían moverse.
—Abre la boca —repitió él con más suavidad, casi seductoramente, y ella obedeció y dejó que le pusiera el gajo en la lengua. Su sabor era al mismo tiempo ácido y dulce.
Por un instante, Chloe pensó que la boca de Bastien, su lengua, seguirían a la naranja. Pero él se apartó y ella se comió lentamente el gajo. Por suerte, Bastien no la deseaba. Podía mantenerla a salvo, y estaba a salvo de él. Tenía que estar agradecida por ello.
—Lo siento —sus palabras la sorprendieron, pero más aún lo sorprendieron a él. Se giró y clavó la vista en ella en el cuartito iluminado por la luz de las velas.
—¿Qué has dicho?
Chloe carraspeó. Notaba el sabor de la naranja en la boca. Sentía el sabor de sus dedos en los labios. —He dicho que lo siento. Por hacerte preguntas groseras, por llevarte la contraria, por intentar escapar y no hacerte caso. Te has tomado muchas molestias para protegerme, y lo único que hago es quejarme y lloriquear. Lo siento. Y te estoy muy agradecida. Bastien se levantó de la cama y se apartó de ella todo cuanto le permitió la diminuta habitación. Sus ojos, velados e ilegibles, la observaban con atención.
—¿Agradecida? Creía que me considerabas un demonio salido del infierno.
—Y lo eres —contestó, irritada de nuevo—. Pero me has salvado la vida por lo menos dos veces, y no te había dado las gracias.
—No me las des ahora. Cuando estés a salvo en Estados Unidos podrás dedicarme un pensamiento amable.
—¿Por qué te preocupas tanto? No entiendo por qué te tomas tantas molestias por mí. Sé que dijiste que me salvaste de Hakim por simple capricho, pero no me lo creo. Creo que no tienes tanta sangre fría como piensas, y que no podías permitir que Hakim matara a una mujer. En el fondo sé que eres una persona decente, aunque no sé quién ni qué eres. Ni siquiera sé tu verdadero nombre.
—No hace falta que sepas mi nombre. Además, estás equivocada —dijo con voz crispada—. Soy un cabrón con la sangre muy fría. No tengo por costumbre rescatar a mujeres que se han metido en sitios de los que debían mantenerse alejadas. En tu caso, es más fácil devolverte a los Estados Unidos que librarse de ti aquí.
—Tú no me matarías. Sé que mataste a Hakim, pero no creo que seas capaz de matar a una mujer. —¿Ah, no?
El leve acento burlón de su voz resultaba muy inquietante. Su padre tenía razón: jamás lograba callarse cuando hacía falta. Pero tenía que disculparse, debía darle las gracias. La había salvado, seguía protegiéndola, presumiblemente por una honestidad elemental que parecía empeñado en rechazar. No podía ser nada personal.
Bastien se acercó un poco a ella. Su cuerpo bloqueó la luz. La agarró de la barbilla con una mano y le levantó la cara hacia él.
—Mírame, Chloe —dijo en voz baja—. Mírame a los ojos y dime que ves el alma de un hombre decente. Un hombre que no mataría a menos que se viera forzado a ello.
Ella no quería mirar. Sus ojos eran oscuros, opacos, vacíos, y por un instante casi le pareció ver la negrura que había dentro. Intentó apartar la cabeza, pero él la agarraba con fuerza, y tenía la cara muy cerca. Su boca estaba casi pegada a la de ella, y Chloe sentía el olor de la naranja en su aliento. —Dime que soy un buen hombre, Chloe —añadió en voz baja e inerme—. Demuéstrame lo necia que eres en realidad.
Sus palabras eran crueles y ásperas, y no había luz ni calor en su semblante. Sólo dolor, tan profundamente escondido que nadie podía verlo. Un dolor espantoso, enloquecedor, que le desgarraba por dentro. Chloe podía verlo, lo sentía como una entidad tangible en aquel cuartito. Puso las manos sobre las muñecas de Bastien, no para apartarle las manos, sino simplemente para tocarlo.
—No soy una necia —dijo. De pronto se sentía muy serena y segura de sí misma. Bastien no iba a apartarse, y ella iba a besarlo. Iba a poner su boca sobre la de él porque deseaba hacerlo. Y él iba a devolverle el beso, porque bajo la oscuridad había un anhelo tan intenso como el suyo.
Un instante después la situación escapó de sus manos: Bastien bajó la cabeza, rozó con la boca la suya y ella levantó el cuerpo para salir al encuentro de sus labios.
Pero no fue más que un peso ligero como una pluma.
—Soy la encarnación del diablo, Chloe —musitó—. Y tú eres idiota si no te das cuenta.
—Entonces soy idiota —dijo ella, esperando que la besara otra vez.
Pero él no la besó. Se quedaron así un momento que pareció interminable, y luego él dijo:
—Entra, Maureen.
La puerta escondida se abrió y la habitación se inundó de luz.
La puerta volvió a cerrarse, pero para entonces Chloe se había retirado a un rincón de la cama e intentaba que sus ojos se acostumbraran a la recién llegada.
—¿Interrumpo algo, Jean-Marc? —la voz de la mujer parecía cargada de ironía—. Puedo volver luego.
—Sólo has interrumpido una pequeña lección de supervivencia. Maureen, ésta es tu pupila, nuestra pequeña americana perdida —volvió a posar sus ojos opacos y oscuros en Chloe—. Y ésta, ma chére, es Maureen. Mi esposa a ratos. Es una agente excelente. Sólo te confiaría a la mejor. A partir de ahora quedas en sus manos. Te llevará al aeropuerto para que llegues a casa sana y salva. Nunca ha fracasado en una misión.
—Oh, he fracasado en una o dos —dijo Maureen con su voz cálida y sonora—. Pero al final siempre he conseguido arreglarlo. Estaremos bien, Chloe y yo —era una mujer de unos treinta y cinco años, atractiva, elegante y bien vestida. Sylvia se habría muerto por el traje que llevaba.
La mente de Chloe se paró en seco al pensarlo. Logró componer una sonrisa rígida antes de fijar su atención en Bastien. O en Jean-Marc, como ella lo había llamado. O en el hombre sin nombre.
—¿Vas a dejarme?
El procuró disimular su regocijo.
—Voy a abandonarte, ricura, te dejo en las tiernas manos de Maureen. He descuidado mi trabajo demasiado tiempo, y me temo que no puedo esperar más. Que tengas un buen viaje de vuelta a casa y una buena vida.
Y entonces se marchó.
Capítulo 17
—Otra conquista de Jean-Marc —dijo Maureen, entrando en la habitación—. Pobrecilla. Sois todas iguales, con vuestra mirada patética y vuestras lindas caras. Jean-Marc nunca ha podido resistirse a una cara bonita —parecía bastante afable. Dejó el maletín que llevaba sobre la cama. Ladeó la cabeza y observó a Chloe—. Aunque puede que tú no seas su tipo, pensándolo bien. Nunca ha sido muy aficionado a las damiselas en apuros. Me sorprende que no se librara de ti él mismo.
Aquellas palabras, dichas como al desgaire, impulsaron a Chloe a hablar.
—Él no...
—Oh, te aseguro que sí. Y lo ha hecho. Pero por alguna razón quiere mantenerte a salvo, así que me pidió ayuda. ¿Cómo le has estado llamando? — abrió el maletín y comenzó a sacar ropa limpia. —¿Cómo dices?
—Bueno, estoy segura de que no se hizo llamar Jean-Marc. Dudo incluso que ése sea su verdadero nombre. Seguramente ha olvidado cuál es. La última vez, que yo sepa, respondía al nombre de Étienne.
—¿Importa eso?
—No —respondió Maureen—. Querrás ponerte ropa limpia antes de que nos vayamos. ¿Y se puede saber qué le ha pasado a tu pelo? Parece que te ha atacado Eduardo Manostijeras.
—Me lo corté —había un par de pantalones negros, una camisa negra, hasta un sujetador y unas bragas negras. Debía de ser el uniforme tipo de todos los... espías. O agentes. O lo que fueran.
—Ya lo veo —dijo Maureen—. Da igual. Seguro que alguien podrá arreglártelo cuando vuelvas a casa. Anda, cámbiate —se apoyó contra la pared, cruzó los brazos y se quedó esperando.
Chloe no pensaba desnudarse delante de ella. —¿Podría tener un poco de intimidad? —Vosotras las estadounidenses sois todas ridículamente timoratas, ¿no? Creía que, después de pasar un par de días con Jean-Marc, habrías superado tus remilgos.
Chloe no dijo nada. Estaba claro que Maureen no iba a moverse, y no tenía más remedio que quitarse el jersey.
Hacía frío en la habitación. Se miró los brazos, pero las marcas casi habían desaparecido. Dos días antes había sido torturada. Ahora sólo parecía un poco cansada y un poco aterida.
Echó mano de la camisa nueva, pero Maureen la detuvo.
—Quítatelo todo —dijo—. Te sorprendería saber la cantidad de cosas que se pueden averiguar con una prenda de ropa. No queremos dejar rastros. —No tengo ni idea de qué estás hablando. —Claro que no. Quítate el sujetador. ¿Dónde demonios te has comprado eso? En París, no. Es lo que llevaría una monja. ¿Es que no tienes sentido del estilo?
—No mucho. ¿Y quién dice que esta ropa me va a caber?
—Jean-Marc me dijo qué talla tenía que traer. Confía en mí, te cabrá. Bueno, dime, ¿cómo ha estado?
Chloe se estaba cambiando a regañadientes de sujetador delante de Maureen, que la miraba con curiosidad. Se quitó el suyo, que era de algodón blanco, y se puso el de encaje negro, que, en efecto, le quedaba perfecto.
—¿Que cómo ha estado? —repitió.
—En la cama, niña —respondió, impaciente—. Tuvimos una aventura hace unos cuantos años, y todavía tengo un recuerdo muy agradable de su... inventiva. No pareces muy resistente para aguantar su ritmo.
Chloe acabó de cambiarse rápidamente para no darle a Maureen más tiempo de catalogar sus imperfecciones físicas.
—Eso no es asunto tuyo.
—Claro que sí. Tengo que saber hasta dónde puede estar encaprichado. Lleva varios meses actuando de manera extraña y enamorarse de un pajarillo como tú es una de las cosas más raras que ha hecho.
—No se ha enamorado de mí. Sólo se sintió responsable después de... —su voz se apagó. Ignoraba qué sabía en realidad Maureen.
—Después de matar a Hakim —concluyó Maureen—. Bueno, al menos cumplió esa parte de la misión —masculló—. Aunque no entiendo por qué no esperó a que estuvieras muerta. Ni por qué no te liquidó cuando se dio cuenta de que seguías viva — sacudió su bien peinada cabeza.
—No tenía planeado matar a monsieur Hakim... —Claro que sí. Para eso estaba allí, entre otras cosas. Tú te pusiste en medio, nada más. ¿No me digas que ha conseguido convencerte de que se cargó a Hakim por ti?
—No —contestó Chloe amargamente.
Se levantó y, para su horror, Maureen comenzó a examinar la manta y luego deshizo la cama. —Parece que aquí no habéis hecho nada, pero nunca se sabe. Tratándose de pruebas de ADN, más vale prevenir que curar.
—Estás muy equivocada. A Bas... A Jean-Marc no le intereso. Soy un estorbo que te ha pasado a ti. —Eso parece. Pero me extraña que no probara al menos la mercancía. Tiene mucho apetito, y supongo que, a tu manera sanota y americana, le parecías atractiva.
Chloe no dijo nada. A pesar de que entraba luz por la puerta abierta, la habitación le parecía más claustrofóbica que nunca, seguramente por el humor venenoso de Maureen.
—¿Podríamos irnos? Me gustaría ir directamente al aeropuerto, si es posible.
Maureen cerró de golpe el maletín, en el que había guardado la manta y la ropa sucia.
—Sí —dijo alegremente—. Es hora de irse. Pero me temo que no vas a ir al aeropuerto.
Hacía más frío a cada instante. La casona estaba helada, y a pesar de que la nieve reflejaba la luz del sol, parecía estar cada vez más fría
—¿Adónde vamos, entonces? —preguntó.
—Yo voy a ir a ver a mi supervisor para decirle que he completado mi misión. Y tú, querida, no vas a ir a ninguna parte. Vas a morir.
Bastien siempre había tenido una intuición infalible. Sabía cuándo una misión iba a irse al traste, cuándo aparecía un topo, cuándo asestar el golpe y cuándo abortarlo. Sabía en quién podía confiar y hasta qué punto, y sabía quién acabaría traicionándolo.
Durante el último año había perdido esa habilidad. O la había perdido, o había dejado de importarle. Su cometido era bastante sencillo: librarse de Hakim, mantenerse al corriente de la nueva división territorial y asegurarse de que Christos no era puesto al frente del cartel.
Pero había dejado de escuchar las voces que le advertían del peligro. No se habían ido: seguían susurrándole al oído insidiosamente, advirtiéndole. Pero ¿advirtiéndole de qué?
Condujo a través de las calles nevadas de París a velocidad suicida. Había menos tráfico que de costumbre, pero los que habían salido tenían menos espacio para moverse, y la nieve no mejoraba sus aptitudes. El coche que le había llevado Maureen era un BMW último modelo, demasiado potente para las calles nevadas, pero se abrió paso hasta el hotel con destreza, rozando sólo a un taxi de pasada.
Un taxi. Habían encontrado al hombre al que había atado y amordazado en el aparcamiento subterráneo. Lo habían encontrado muerto, con la garganta seccionada, como la amiga de Chloe. Debería haberlo imaginado. A pesar de todas sus precauciones, habían conseguido seguirle la pista. Había comprado el periódico al ir en busca de Maureen, y había pensado un momento en la mujer del taxista, el búfalo acuático, y sus cuatros hijos. Si conseguía sobrevivir los días siguientes, quizá pudiera enviarles algún dinero. Eso no les devolvería a su marido y padre, pero aliviaría parte de las penalidades causadas por el Comité.
Habría sido Thomason quien había ordenado el golpe, Thomason quien hacía que le siguieran y eliminaran a todos los testigos, a cualquier superviviente. Debía de haber descubierto sus mentiras. Era un procedimiento estándar: una organización como la suya no aguantaba mucho tiempo si se dejaba viva a la gente para que hablara y se hiciera preguntas. El secreto era el principio esencial, aún más importante que cualquier misión que les hubieran asignado. Eran siempre la misma: salvar el mundo. Y, sin embargo, por mucha gente que hubiera matado, el mundo nunca parecía a salvo.
Se estaba acercando al hotel. Tenía reservada una pequeña suite, y el cartel estaba ya reunido en su mayor parte, esperando la llegada de Christos. Estaba vestido y listo para retomar su vida, sabiendo que Chloe Underwood se hallaba al cuidado de la mejor agente que conocía. Maureen y él habían trabajado juntos en unas cuantas misiones, incluida la última, en la que ella había hecho el papel de su esposa. Ella llevaría a Chloe a salvo al avión, y a partir de ese momento Chloe dejaría de ser problema suyo. Problema suyo. En realidad, al dejarla en manos de Maureen, ya había terminado su parte. Estaba listo para pasar página, para concentrarse en lo que importaba y olvidarse de una distracción momentánea. Pero algo no iba bien. Era algo que le inquietaba, que hacía cosquillear sus terminaciones nerviosas, y no acertaba a descubrir qué era. Le habría confiado su vida a Maureen. Su aventura había madurado hasta convertirse en una profunda amistad que quedaba fuera del alcance del todopoderoso Comité, y sabía que podía contar con ella.
Así pues, ¿por qué sentía el impulso de volver para asegurarse?
Quizá fuera sencillamente que le costaba separarse de Chloe. Hacía mucho tiempo que no se concedía el lujo de preocuparse por otro ser humano. No sabía si en realidad le importaba Chloe, pero había decidido protegerla, y ello había establecido entre ellos una especie de vínculo que el sexo no había logrado establecer.
Si era así de sencillo, si no quería dejarla, entonces podía hacer oídos sordos con toda tranquilidad a aquella insidiosa vocecilla. El sentimentalismo no tenía cabida en su existencia. Había perdido todo rastro de él hacía mucho tiempo, si es que lo había tenido alguna vez. Cuando se enteró de que su madre y su tía Cecile habían muerto en el incendio de un hotel en Atenas, se había limitado a encogerse de hombros. Esa parte de su vida había acabado hacía mucho, y la había olvidado.
Del mismo modo que tenía que olvidarse de Chloe y concentrarse en llevar a término su última misión. Ella ya no era su problema, su responsabilidad. De hecho, nunca lo había sido. Sólo había decidido convertirla en eso. Y ahora podía olvidarse de ella. Tomó el desvío tan deprisa que el coche derrapó sobre la calzada estrechada por la nieve y estuvo a punto de chocar contra otro taxi. Se estaba comportando como un idiota, y lo aceptaba, pero iba a volver a la casona de las afueras de París. Quizá sólo tuviera que decir adiós. Quizá sencillamente necesitaba asegurarse de que Chloe estaba bien. Quizá quería besarla una última vez. Hacerle el amor como se merecía.
Pero eso no iba a ocurrir. Si le quedaba un poco de sentido común, ignoraría aquel extraño presentimiento, se olvidaría de aquel asunto y acabaría su trabajo. Liquidar a Christos y ver si Thomason iba a ordenar también su asesinato.
Pero en ese momento no parecía tener mucho sentido común. Y no podría seguir adelante hasta que se asegurara de que Chloe estaba a salvo.
Chloe no se molestó en decir alguna estupidez como «¿qué quieres decir?». Sabía perfectamente a qué se refería Maureen. Lo había sabido desde el momento en que entró en su minúsculo refugio y Bastien la abandonó, a pesar de que habían estado hablando de cortes de pelo y ropa interior. Aquella mujer no tenía intención de dejar que se montara en un avión. Para eso era la ropa nueva: para que no pudieran seguir su pista por los indicios de su propia ropa. Para que no pudieran rastrear su cadáver.
Había pasado el punto del pánico.
—¿Para eso te trajo Bastien? ¿Porque no podía hacerlo él?
—Ah, Bastien. Esa identidad en particular no ha sido muy afortunada. Si fuera el de siempre, jamás habrías salido del cháteau. Tal y como están las cosas, he venido a limpiar el lío que ha montado. La atención hacia los detalles es el único camino hacia el éxito.
Estaba entre Chloe y la puerta abierta. Era más alta que Chloe, y a pesar de su elegante vestimenta parecía bastante más fuerte. Y Chloe no estaba precisamente en su mejor momento.
Se sentó al borde de la cama, con su ropa nueva, que le quedaba a la perfección, y miró a los ojos de su asesina. Se sentía abotargada, y aunque se despreciaba por ello, era incapaz de moverse. Iba a quedarse allí sentada, como un cordero esperando la muerte, sin presentar resistencia...
Y un cuerno. Se sentó más derecha, pero Maureen ya se le había adelantado.
—¿No vas a ser buena? —dijo con una leve sonrisa—. Muy bien. Te debo una buena ración de dolor. Me has jodido bien y no me gusta que me hagan quedar como una estúpida delante de mis superiores. —¿De qué estás hablando?
—De Jean-Marc. O Bastien, o comoquiera que lo llames. Eres otro ejemplo de su ambivalencia. Le has distraído, a pesar de que antes nunca se distraía. Matarte será mi regalo para él.
—¿Te trajo él aquí para que me mataras?
—Eso ya me lo has preguntado, chérie. Y puede que hayas notado que no te he contestado. Tendrás que preguntártelo, con tu último aliento. Ahora, empieza a moverte.
—¿Adónde?
—Esta habitación tiene refuerzos de acero, y estamos justo encima del cuarto de baño. Es probable que sobrevivan mejor a un incendio que el resto de este viejo montón de madera seca, y no quiero correr riesgos. Con una metedura de pata es suficiente.
—¿Vas a quemar la casa? Entonces, ¿por qué te has molestado en hacer que me cambiara de ropa? —Dios está en los detalles. Aunque, naturalmente, yo no creo en Dios. Pero nunca doy nada por descontado. Puede que encuentren parte de tu cuerpo, y no quiero que te identifiquen. Si fueras alemana o inglesa, no tendría que ser tan cuidadosa, pero los estadounidenses suelen armar mucho escándalo cuando un compatriota suyo resulta asesinado en el extranjero. Sal, chérie. Ya hemos perdido suficiente tiempo. —¿Y si me niego a moverme? ¿Y si te obligo a matarme aquí?
—No vas a hacer tal cosa. Pospondrás tu muerte todo lo que puedas. Es propio de la naturaleza humana. Harás lo que te diga en la esperanza de encontrar un punto flaco, una oportunidad de escapar. No escaparás, pero eso te resulta inconcebible. Así que vas a hacer exactamente lo que te digo, salir por esa puerta y bajar las escaleras hasta el rincón más alejado de la primera planta, donde te degollaré y luego prenderé fuego a la casa. Ya he colocado los aceleradores.
Pero a Chloe no le interesaban los aceleradores. —¿Vas a degollarme?
—Funciona bastante bien. Es silencioso, nada de disparos, y mientras vivas no podrás emitir más que un pequeño borboteo. La pega para ti es que no morirás enseguida, pero para mí eso es una ventaja. En ese caso se trata de una rencilla personal. No sólo por Jean-Marc. No suelo cometer errores, pero por culpa tuya he cometido uno grave. Y pienso arreglarlo con ganas.
—¿De qué estás hablando?
—¿Tan tonta eres? Tu amiga. Tenía el número del apartamento y una descripción general, y allí estaba ella. ¿Cómo iba yo a saber que tenías una compañera de piso? Fue muy embarazoso que me dijeran que había matado a la chica equivocada. —¿Embarazoso? —repitió Chloe. La botella de vino vacía seguía sobre la mesa. No serviría de gran cosa contra un cuchillo o una pistola, pero era algo. Si tenía valor para abalanzarse a por ella.
—Aunque, al final, no pasó nada grave. Habría tenido que matarla de todos modos..., aunque en otro orden. Y esta vez completaré mi misión sin más errores.
—¿Tú mataste a Sylvia?
Maureen soltó un bufido de exasperación.
—¿Es que no me estás escuchando? Claro que la maté. Y se resistió mucho más de lo que espero que te resistas tú. El apartamento estaba a oscuras y debió de pensar que era un ladrón, porque se resistió como el mismísimo diablo. Todavía tengo moratones. Pero sé que tú no vas a darme tantos problemas...
Chloe la golpeó en la cara con la botella vacía. El grueso cristal se rompió, pero Chloe ya había echado a correr cuando Maureen empezó a gritar, rabiosa.
No recordaba la disposición de la casa, pero a pesar del pánico logró encontrar las escaleras. Oía a Maureen detrás de ella, pero le llevaba cierta ventaja y bajó las escaleras todo lo deprisa que pudo.
En el último tramo se resbaló y perdió unos instantes preciosos. Para cuando logró levantarse, Maureen estaba en el rellano de más arriba.
Llegó al final de las escaleras y siguió corriendo a ciegas mientras escuchaba la trabajosa respiración de Maureen cada vez más cerca.
En el último momento le sonrió la suerte: atravesó a trompicones una puerta que daba al jardín, sucio e iluminado por la nieve. Estaba en lo alto de una escalera exterior que bajaba al patio. Incluso podía ver el taxi cubierto por la nevada que los había llevado hasta allí, pero la nieve, que había tapado todo rastro de sus huellas, formaba sobre cada escalón montones de al menos medio metro de espesor.
Comenzó a bajar las escaleras abriéndose paso a duras penas por entre la nieve, húmeda y compacta, pero era demasiado tarde. Estaba en mitad de la escalera cuando Maureen la alcanzó, la asió del pelo y tiró de ella hacia atrás.
—Zorra —escupió. Tenía la cara cubierta de sangre. Ya no parecía elegante y bonita, sino furiosa y letal. La empujó con fuerza contra los escalones cubiertos de nieve y la sujetó. La navaja que llevaba en la mano era pequeña, pero afilada, y Chloe experimentó un instante lúgubre y surrealista de desesperación. ¿Por qué siempre tenía que ser con un cuchillo? ¿Por qué no intentaban pegarle un tiro, limpia y rápidamente, en lugar de sajar su carne como cirujanos colocados con anfetaminas?
Cerró los ojos. Ya no se sentía valiente, dispuesta a afrontar la muerte, y oyó la risa gutural de Maureen. —Buena chica —dijo—. Basta de discusiones. —¡Maureen! ¡Alto!
No podía ser la voz ronca de Bastien. Él había preparado aquello. ¿Había cambiado de opinión? ¿Había vuelto? ¿Había decidido salvarla en el último momento, como en el cháteau?
—¡Vete, Jean-Marc! —dijo Maureen con una voz extrañamente serena, sin molestarse en apartar la mirada de Chloe—. Sabes que es lo mejor. No tenemos elección.
—¡Déjala en paz! —la voz sonaba más cerca, más calmada, pero Maureen no estaba escuchando. —Tú decides, Jean-Marc —dijo—. O ella o... — su voz se quebró en el instante en que sonó el estallido sofocado de la pistola, y bajó la mirada, sorprendida—. Mierda —masculló, y cayó hacia atrás, resbalando por las escaleras nevadas hasta quedar tendida en el suelo, a los pies de Bastien.
Había un ancho reguero de sangre carmesí sobre la nieve allí por donde se había deslizado su cuerpo. Chloe intentó moverse, pero la voz de Bastien la detuvo.
—Quédate donde estás —dijo, y su voz sonó extrañamente hueca. Se agachó y levantó en brazos, sin esfuerzo, el cuerpo sin vida de Maureen. Pareció olvidarse de Chloe mientras llevaba a Maureen hacia el taxi abandonado, apartando la nieve a puntapiés, y abría la portezuela empujando los ventisqueros.
Chloe se levantó a pesar de que le flaqueaban las piernas y bajó las escaleras siguiendo el rastro de sangre. La densa capa de nieve entorpecía sus movimientos. Debía echar a correr, salir a la calle, y quizás él desistiera de buscarla.
Pero no iba a ir a ninguna parte.
Bastien había colocado a Maureen en el asiento de atrás. Ella tenía los ojos abiertos. Él alargó la mano y se los cerró suavemente.
—Lo siento, cariño —musitó antes de retroceder y cerrar la puerta.
Pareció sorprendido de verla allí de pie, tan cerca. Estaba bien, pensó Chloe, aturdida. No tenía capacidad para reaccionar, lo único que podía hacer era quedarse allí parada, en medio del silencio del día invernal, mirando a Bastien mientras la nieve comenzaba a caer a su alrededor.
Capítulo 18
Les separaban apenas unos pasos, una corta extensión de sangre y nieve. Chloe ni siquiera lo pensó, se acercó a él y se arrojó en sus brazos. Apretando la cara contra su hombro, se aferró a él. Temblaba tan fuerte que creía que se le romperían los huesos.
Él la rodeó con sus brazos fuertes y firmes y la estrechó con fuerza. Era poderoso y cálido, y el leve temblor de su cuerpo tenía que ser fruto de la imaginación de Chloe.
Le puso una mano en la cabeza y le acarició suavemente el pelo.
—Respira —le susurró al oído, como un amante—. Respira despacio. Respira hondo, lentamente. Ella no se había dado cuenta de que estaba conteniendo el aliento. Él la agarraba de la barbilla, le acariciaba la garganta con el pulgar, sus caricias casi consiguieron que volviera a respirar. Chloe exhaló un hondo y trémulo suspiro y luego otro, y otro.
—Tenemos que salir de aquí —murmuró Bastien, y a ella le dieron ganas de reír, casi histérica. No había nadie allí para oírla: Maureen estaba muerta, el mundo era una masa informe, un torbellino de nieve y sangre, y si gritaba nadie la oiría...
Pero no gritaría. Podía absorber el calor de Bastien, su fortaleza, su aliento en los huesos. Se quedó así, abrazada a él, y Bastien no hizo esfuerzo alguno por obligarla a moverse; le concedió el tiempo que necesitaba.
Chloe levantó por fin la cabeza. Él parecía el mismo, pero eso pasaba siempre. Ella le había visto matar dos veces, y no había dejado traslucir reacción alguna. Era un monstruo, no un ser humano.
Pero era su monstruo, el que la mantenía a salvo, y a ella ya no le importaba.
—Estoy lista —dijo.
Bastien asintió con la cabeza y la soltó, pero enseguida la agarró de la mano. Chloe estaba helada y mojada por la nieve. Se aferró a su mano tan fuerte que le dolían los dedos, pero no se soltó. Bastien la alejó de la casa, deteniéndose un momento para echar algo de nieve sobre el rastro de sangre que bajaba de los últimos peldaños de las escaleras. El cielo empezaba a oscurecerse, aunque Chloe no estaba segura de si se trataba de una tormenta o de la hora. O tal vez fuera su propio empeño de clausurar una vida que empezaba a hacerse insoportable. Quizá estuviera convocando la oscuridad a su alrededor, para que acabara cerrándose sobre ella como un manto negro, dejándolo todo fuera, la luz, el horror, el dolor...
Bastien la trataba con mucha delicadeza, pensó vagamente mientras él abría la puerta de un coche
flamante que no reconoció, la acomodaba en el asiento delantero y le abrochaba el cinturón. Se había dejado el abrigo, y de pronto le parecía tremendamente importante, como si hubiera dejado en la casona su única salvaguarda.
—Tu abrigo... —dijo, dejando escapar un gemido tembloroso.
—Que le den por culo al abrigo. No lo necesito. —Yo sí.
Bastien no se movió, se quedó allí parado, con la portezuela abierta, mirándola. Preguntándose si había perdido el juicio, pensó Chloe. La respuesta era sí.
Al cabo de un momento asintió con la cabeza. —No te muevas —dijo, y cerró la portezuela del pequeño coche.
A ella le dieron ganas de reír. No podía moverse. Bastien le había abrochado el cinturón de seguridad, y sus dedos no funcionaban, no podrían desabrocharlo. Sus piernas tampoco la sostenían. Le costaba todas sus fuerzas seguir respirando como él le había dicho que hiciera, a bocanadas lentas y profundas.
Pareció que Bastien sólo se había ido un instante. Abrió la portezuela y le echó el abrigo sobre los hombros. Luego miró su cara.
—¿Estás bien? —Claro —dijo.
Respuesta errónea, supuso, porque él frunció un momento el ceño. Pero se limitó a asentir con la cabeza.
—Aguanta.
¿Qué otra cosa creía que podía hacer?, pensó Chloe, dejando caer la cabeza contra el asiento al tiempo que se arrebujaba en el abrigo. ¿Huir? Su huida había tocado a su fin.
Cerró los ojos mientras él conducía velozmente hacia el corazón de París, y escuchaba su voz serena sólo con una mínima parte de su cerebro. El resto de su ser flotaba con la nieve, arrebujado en el abrigo.
—El aeropuerto está abierto, pero vas a tener que esperar. Tengo que llegar al hotel. He dejado las cosas colgadas demasiado tiempo, y el único modo de mantenerte a salvo es conservarte a mi lado.
Eso bastó para hacerle abrir los ojos.
—¿Por qué has vuelto? —no reconoció su propia voz: era débil y crispada. ¿Qué demonios le pasaba? Se sentía atrapada en hielo.
Él ni siquiera la miró. Estaba concentrado en la conducción. Eso era lo único que Chloe no había hecho: conducir por las calles de París. Era capaz de afrontarlo casi todo, pero conducir por París era superior a sus fuerzas. Sylvia siempre se reía y la llamaba miedica. Sylvia...
—Respira —dijo Bastien ásperamente. Y ella obedeció.
Él condujo hasta la fachada del hotel Denis, uno de los mejores de París, pequeño, exclusivo y elegante. Se detuvo ante la discreta entrada principal, se bajó de un salto y se acercó a su portezuela cuando el portero apenas la había abierto. Le dijo algo al hombre, pero ella no estaba escuchando, y él le desabrochó el cinturón de seguridad y la ayudó a salir sin quitarle el abrigo de los hombros, rodeándole la cintura con el brazo, con la cabeza inclinada hacia ella como un amante considerado.
—Haz como si tuvieras sueño —le susurró al oído. En alemán, pensó ella con sorpresa—. Les he dicho que acabas de llegar de Australia y tienes jetlag. No esperarán nada de ti —le dio un beso suave en la sien, parte de su actuación, y si hubiera podido, ella se habría girado y le habría besado en la boca.
Atravesaron el pequeño y elegante vestíbulo del viejo hotel. Parecía que mil ojos la observaban y espiaban su avance mientras Bastien la conducía hacia el ascensor, con el brazo pasado alrededor de sus hombros, sosteniéndole el abrigo. Volvía a tener frío, sentía el pecho húmedo por la nieve, y ni siquiera el abrigo le daba calor.
Bastien logró de algún modo llevarla a su habitación. Ella ya no se daba cuenta de nada. Él cerró la puerta, encendió la luz y Chloe apenas se fijó en lo que la rodeaba.
—Tengo frío —dijo con voz extrañamente alta. Se quitó el abrigo de los hombros y lo dejó caer al suelo—. Tengo frío y estoy mojada —se tocó la pechera de la camisa, apartándose la tela húmeda del cuerpo. No entendía cómo se había mojado el pecho.
—Necesitas descansar. Haré que te suban algo de ropa. No esperaba traerte aquí. El dormitorio está ahí detrás. ¿Por qué no te metes en la cama y procuras entrar en calor?
Ella se tiró de la camisa de seda y luego se miró las manos, horrorizada. Estaban manchadas de rojo. Levantó la mirada hacia él, hacia su rostro impasible. Bastien se había limpiado las manos, pero Chloe vio en ellas restos ocres de sangre seca. Y su camisa estaba mojada: veía su húmedo brillo a la luz de la tarde.
—¿Estás herido? —preguntó—. Tu camisa...sin pensarlo, le puso una mano sobre el pecho. Sobre el corazón, que seguía latiendo.
Él sacudió la cabeza.
—Es sangre de Maureen —dijo—. Los dos estamos manchados.
Era la gota que colmaba el vaso.
—¡Quítamela! —gritó Chloe, tirándose de la camisa—. ¡Por favor! ¡No puedo...! —la suave tela sólo se estiraba bajo sus manos aterrorizadas. Perdió la poca calma que le quedaba. Estaba allí, en el presente, cubierta con la sangre de una mujer muerta, igual que él, y si no se libraba de ella, estallaría.
—Cálmate —dijo él y, agarrando el bajo de su camisa, se la sacó por la cabeza. Su cuerpo, su sujetador de encaje negro, las manchas de sangre sobre su piel blanca, quedaron al descubierto.
Bastien masculló una maldición. Ella no podía hablar, se tiraba de la ropa mientras boqueaba intentando respirar, y él la levantó en vilo, la llevó a través del dormitorio en penumbra y entró en el cuarto de baño. La luz inundó al instante el espacio, iluminando su piel. Bastien la dejó en la ducha, medio vestida, y abrió el grifo al máximo, metiéndose con ella bajo el chorro de agua caliente.
Le quitó el resto de la ropa rápidamente, con eficacia, tomó el jabón y la lavó mientras ella permanecía paralizada, temblando bajo el chorro humeante. Sus manos, rápidas y ásperas, cubrieron su cuerpo, haciéndola reaccionar, y Chloe comenzó a tirarle de la ropa manchada de sangre mientras sollozaba.
Bastien se sacó la camisa por la cabeza. Su pecho estaba manchado de sangre. Luego se quitó el resto de la ropa sin dejar de enlazar a Chloe con un brazo.
Ella le quitó el jabón y le restregó el pechó, cubriéndolo de espuma, ansiosa por borrar todo rastro de sangre, ansiosa porque el agua se lo llevara todo...
—Ya basta —dijo él y, tomándola de la mano, le hizo tirar el jabón al suelo de baldosas de la ducha, y la atrajo hacia sí bajo el chorro de agua, apretándola contra su cuerpo mojado y desnudo.
Chloe necesitaba desprenderse de todo aquello. No bastaba con el agua, el jabón no podía borrarlo. Necesitaba más, y la erección que notaba contra su vientre demostraba que él también. En circunstancias normales, quizá Bastien no la deseara, pero en ese momento la necesitaba tanto como ella a él. Necesitaba el olvido.
Chloe bajó la mano y le tocó, y su miembro, grande y pesado, vibró ligeramente, congestionado por el mismo deseo que la anegaba a ella.
Alzó la mirada hacia él por entre el agua de la ducha.
—Por favor —susurró, dejando que sus dedos resbalaran sobre la sólida prominencia de su verga—. Necesito...
—Lo sé —dijo él.
No cerró los grifos. Se limitó a levantarla en brazos y a llevarla al dormitorio en sombras. La tumbó sobre la cama y luego la siguió, cubriéndola, penetrándola antes de que ella pudiera siquiera recuperar el aliento.
Claro, que no quería respirar. Sólo quería aquello, fuerte, rápido, profundo, y se corrió casi de inmediato, ciñéndose con fuerza a su verga mientras su cuerpo quedaba bañado por el calor y la luz y una especie de oscuridad espinosa y tachonada de estrellas que se extendía interminablemente al tiempo que Bastien se movía dentro de ella, buscando su clímax con ciega concentración.
Él tampoco tardó mucho. Chloe estaba todavía estremeciéndose a su alrededor cuando sintió que su verga engordaba y se sacudía dentro de ella, y un nuevo orgasmo se apoderó de ella. Tensó las piernas alrededor de las caderas de Bastien mientras él se derramaba en su interior. Una vida caliente y húmeda la colmó, ahuyentando la oscuridad y la muerte.
Debió de hacer algún ruido, porque él le tapó la boca con la mano para acallarla. Chloe se lo agradeció y, desprendiéndose de sus últimas fuerzas, sollozó contra sus dedos hasta que no quedó nada de ella, nada en absoluto.
Bastien se apartó y Chloe dejó caer los brazos. Estaba ya inconsciente. A él le habría gustado creer que se había desmayado de placer, pero sabía bien que no era así. Chloe ansiaba la descarga física, el olvido, con el mismo anhelo que un yonqui ansía su dosis, y él se la había procurado, a ella y a sí mismo, y Chloe se había sumido en un sueño reparador antes incluso de que él se retirara.
Su cuerpo no había seguido aún a su mente: seguía agitado por los últimos estertores del orgasmo. Él la había deseado con frenesí, y aún no podía creer que el deseo de Chloe fuera igual de intenso.
No la había besado. Pero aquello no tenía nada que ver con los besos. Se trataba de la vida, de reclamar el ser. Se trataba del sexo y el renacimiento, del dolor y la necesidad, y Bastien empezaba a excitarse otra vez con sólo mirarla.
Se preguntaba si alguna vez se trataría de ellos dos. De desear a Chloe y de que ella lo deseara a él, o si sólo era un arma, una droga, una herramienta. No iba a averiguarlo. Iba a concluir su trabajo, esa noche, y a meter a Chloe en un avión. Iba a sobrevivir porque tenía que hacerlo, porque tenía que asegurarse de que ella salía a salvo de allí. Y luego esperaría a ver qué pasaba, si iban a por él y si lo dejaban ir.
El agua de la ducha seguía corriendo. Se quedó mirándola y envidió su sueño y su inconsciencia. Tenía muchas cosas que hacer: mantenerla a salvo y acabar con aquel asunto. No podía meterse bajo las sábanas con ella, envolver su cuerpo y sumirse en su dulce y cálido placer. Sólo podía sacar las sábanas de debajo de ella y taparla. Sólo podía inclinarse sobre ella y besarla en los labios.
Sólo podía dejarla.
Chloe abrió los ojos. No quería hacerlo. Por un instante no recordó dónde estaba. Los sueños la habían conducido de nuevo a su habitación del apartamento, pero la luz que entraba por la puerta abierta no era la adecuada, y al principio no reconoció la voz amortiguada procedente de la otra habitación. Sentía el cuerpo extraño, lánguido y al mismo tiempo tenso.
Entonces todo regresó como un mazazo. Cada detalle en vívidos colores, y se llevó una mano a la boca para ensordecer un gemido. ¿Qué demonios había hecho?
Se había acostado con Bastien. Otra vez. Pero al final aquello era lo que menos debía preocuparla
No era nada comparado con aquella letanía de muerte, peligro y sangre.
Sólo podía oír el timbre lejano de su voz y ninguna otra. Estaba hablando por teléfono con voz suave y serena, y quizá ella debía acercarse a la puerta y escuchar, pero no iba a hacerlo. Iba a lavarse, a borrar las huellas de Bastien de su cuerpo, y luego buscaría algo de ropa y saldría de allí a toda prisa.
No había ni rastro de su ropa negra en el suelo del espacioso cuarto de baño. Bastien debía de habérsela llevado, menos mal. Se lavó rápidamente y luego se envolvió en una toalla grande y entró en el dormitorio.
No era suficiente. Quitó la sábana de la cama y se la enrolló alrededor del cuerpo como una toga antes de acercarse a la puerta.
No pudo resistir la tentación. Se detuvo y escuchó su voz tranquila y desapasionada.
—He resuelto los últimos detalles. Limítese a cumplir su parte del trato. Si ocurre algo, lo que sea, se acabó, ¿entendido? —era una amenaza pronunciada en una voz suave y serena que hizo estremecerse a Chloe. Hubo una pausa, y ella contuvo el aliento y aguzó el oído—. Con tal de que lo entienda —dijo él—. Yo no voy de farol, y ella es la garantía.
La conversación acabó, y Chloe contó hasta cien en italiano antes de abrir la puerta. Bastien estaba sentado en un opulento sillón, las piernas estiradas hacia delante, sin moverse. La habitación estaba en penumbra, cosa que ella agradeció. No se veía capaz de soportar la estridencia de la luz eléctrica.
Él ni siquiera pareció percatarse de su presencia, pero un instante después dijo:
—¿Has oído algo interesante?
Chloe debería haberse dado cuenta de que sabía que le estaba escuchando. Bastien parecía tener una percepción casi sobrenatural en lo que a ella se refería. Claro, que esa percepción probablemente abarcaba a cualquiera que se hallase a su alrededor. Era así como sobrevivía.
—Sólo que soy yo la garantía —entró en la habitación, envuelta en la sábana—. ¿Vas a cambiarme por algo?
Bastien giró la cabeza para mirarla y observó su atuendo con expresión socarrona.
—Te voy a cambiar por dos bueyes y un montón de pollos.
—Olvidas que estuve en esas reuniones. Eso probablemente significa dos misiles tierra—aire y un montón de Uzis.
La sonrisa de Bastien se hizo un poco más amplia. —¿Qué sabes tú de misiles tierra—aire y Uzis? —No mucho —reconoció mientras se adentraba en la habitación.
—Valen más que la vida de una mujer, te lo aseguro.
Ella hizo una mueca.
—La vida parece tener muy poco valor en tu mundo —en cuanto aquellas palabras salieron de su boca lamentó haberlas pronunciado, pero él ni siquiera pestañeó.
—Tienes razón. Lo cual hace aún más difícil mantenerte con vida.
—No entiendo por qué lo haces. Debo de ser un enorme inconveniente.
—Eso es quedarse corto. Yo tampoco lo sé — dijo con voz fría y desdeñosa—. Hay algo de ropa en el vestíbulo. Tendrás que vestirte para esta noche.
—¿Por qué? ¿Vamos a salir por ahí?
—Vas a tener ocasión de volver a ver a tus viejos amigos. El barón y su mujer, el señor Otomi y los demás. Me temo que mi inesperada partida y la desgraciada muerte de Hakim interrumpieron nuestra reunión antes de que un personaje esencial hiciera acto de aparición. Llega esta noche, y entonces concluiremos nuestros asuntos.
—¿Y quieres que vaya contigo? —preguntó, incrédula.
—No te vas a apartar de mi lado. Harás lo que te diga y cuando te haga una señal tendremos una palea. Tú te irás al cuarto de baño y yo iré a buscarte unos diez minutos después. Te quedarás allí, oigas lo que oigas, ¿entendido?
—¿Y si no vas?
—Iré. Pase lo que pase.
—Acudiré a ti con la luz de la luna, aunque el infierno se interponga en el camino —murmuró ella. —¿Qué?
—Sólo es un viejo poema. Sobre un salteador de caminos. Supongo que tú eres una especie de equivalente moderno —dijo con desenfado.
—Yo no soy un ladrón. Y, no sé por qué, pero no te imagino pegándote un tiro para advertirme. Debería haber imaginado que conocía el poema: siempre la sorprendía.
—Bueno, ¿y cómo voy a vestirme? ¿De negro elemental? Por fin he comprendido por qué siempre vistes de negro.
—¿Porque tengo buen gusto? —sugirió él con ligereza—. ¿O porque soy malvado?
—Ninguna de las dos cosas —contestó——. Porque no se nota la sangre.
Se hizo un silencio en la habitación, tan denso que Chloe casi oía caer la nieve más allá de los ventanales.
—Vístete —dijo él por fin.
La ropa estaba en el pequeño recibidor de la suite. El nombre del diseñador aparecía en la bolsa y en las cajas. Si Sylvia hubiera visto aquello, habría pensado que estaba muerta y había ido al cielo...
Bastien llegó tan deprisa que Chloe apenas tuvo tiempo de tragarse el repentino nudo que notaba en la garganta.
—¿Qué ocurre?
Ella se giró para mirarlo y logró serenarse.
—Si te empeñaras, seguramente podrías adivinarlo. Tu ex novia mató a Sylvia, ¿sabes? Creyó que era yo.
—Lo sé.
—Entonces, ¿por qué me preguntas qué pasa? —Porque ahora no hay tiempo para eso. Cuando estés con tu familia podrás derrumbarte. Ahora debes tener nervios de acero.
—¿Y si no los tengo? Supongo que me matarás, ¿no?
Él no hizo intentó de tocarla.
—No —contestó—. Morirás, pero no seré yo quien te mate. Y yo también moriré. Imagino que eso es más un incentivo que una advertencia, pero sin mí no puedes sobrevivir. Y lo sabes.
—Sí —dijo ella—, lo sé.
—Pues tienes que ser fuerte. Nada de lágrimas, ni de pánico. Hasta ahora has logrado dominarte, y dentro de un par de horas estarás a salvo. Puedes aguantar hasta entonces. Sé que puedes
—¿Cómo lo sabes? —su voz estaba a punto de romperse—. Soy un desastre.
—Eres asombrosa —dijo con suavidad—. Has conseguido sobrevivir todo este tiempo. No voy a permitir que te pase nada más.
—¿Asombrosa? —repitió ella, conmovida.
—Ve a vestirse —contestó. Y se alejó de ella, repudiándola de nuevo.
Capítulo 19
Él había pensado en todo. Al principio, Chloe creyó que había olvidado comprarle un sujetador, y luego se dio cuenta de que no podía llevarlo bajo el ajustado vestido negro. Las braguitas de encaje negro eran poco más que un tanga, y el liguero y las medias a juego deberían haberla repugnado. Pero se las puso y pensó en las manos de Bastien sobre sus piernas.
Él había pedido los tonos de maquillaje adecuados: aquel hombre tenía un don. Con el pelo, no podía hacerse nada. Tendría que hacerlo pasar por lo último en estilo despeinado. Se quedó mirando los zapatos con recelo. Los tacones eran más altos de los que solía llevar, pero le quedaban perfectamente. Bastien parecía conocer mejor su cuerpo que ella misma, lo cual la inquietaba no poco. Él conocía y comprendía su cuerpo, y sin embargo seguía siendo un enigma para ella. Un enigma que anhelaba, pese a que fuera una locura. Él había dicho que era asombrosa. Por alguna razón, Chloe le agradecía el cumplido. Asombrosamente valiente, asombrosamente estúpida, asombrosamente curiosa, asombrosamente afortunada. Asombrosa.
Síndrome de Estocolmo, se recordó en una absurda letanía para mantener a raya sus desvaríos. Cuando estuviera en casa recordaría todo aquello con estupor. Si no decidía olvidarlo por completo, claro.
Las luces de París brillaban más allá de los grandes ventanales del cuarto de estar. Bastien estaba en el centro, a medio vestir, toqueteando algo que llevaba bajo la camisa abierta. Una camisa blanca: quizá no esperaba sangre.
—Necesito tu ayuda —dijo sin volverse a mirarla. —No pareces de los que piden ayuda.
—Siempre hay una primera vez para todo... —su voz se apagó al verla. Chloe estaba azorada y se sentía demasiado llamativa con el vestido negro. Pero aquella sensación se desvaneció cuando vio su mirada, una mirada que él se apresuró a ocultar. Quizás él también padeciera síndrome de Estocolmo.
Si era así, conseguía ignorarlo mucho mejor que ella. Un instante después, aquella sorprendente expresión de sus ojos oscuros podría haber sido fruto de la imaginación de Chloe.
—No puedo ponerme esto bien —dijo él.
La camisa blanca, abierta, dejaba al descubierto su piel suave y bronceada. Estaba intentando colocarse algo en un costado, una especie de apósito acolchado que parecía un vendaje, a pesar de que Chloe sabía que no tenía ninguna herida allí.
Se acercó a él, porque no tenía razón para no hacerlo. Y porque quería.
—¿Qué quieres que haga?
—Necesito pegarme esto a la piel, justo debajo de la cuarta costilla. Y no llego.
—¿Qué es?
Él titubeó un momento.
—Es para fingir un disparo. Tiene dentro un pequeño explosivo y una ampolla de sangre falsa. Parecerá que me han pegado un tiro, y tiene que estar bien puesto para que parezca un disparo fatal.
—De acuerdo —puso las manos sobre el apósito, muy cerca de él, y aspiró el olor de su colonia. Rozó con las manos su piel, suave, tersa y caliente, y sus dedos temblaron—. ¿Así está bien?
—¿Notas mis costillas? Debería estar justo debajo de la más baja.
Ella intentaba respirar con normalidad. Palpar los huesos de debajo de su piel resultaba incuestionablemente erótico, quisiera ella o no.
—Claro que noto tus costillas —dijo con voz crispada—. Eres un francés escuchimizado. Aunque en realidad no creo que seas francés.
—¿Ah, no? —su voz era muy suave. Estaban tan cerca que apenas tenía que susurrar, y su voz suave turbaba aún más a Chloe—. ¿Qué crees que soy, entonces?
—Un incordio —le costaba un poco respirar estando él tan cerca. Metió la mano bajo la camisa, por su costado, y apretó el esparadrapo—. ¿Así? — preguntó.
—Sí, así bastará. La pólvora me hará un agujero en la ropa, y hay suficiente sangre falsa para encubrir cualquier error de cálculo —la miró. La boca de Chloe estaba justo bajo la suya; ella cerró los ojos y apoyó la cabeza contra su hombro, hundiéndose en su calor y su fortaleza.
Dio un paso atrás, llena de nerviosismo, a pesar de que intentaba disimularlo. Él se abrochó la camisa y luego se puso la chaqueta. Un traje negro de gala, a juego con su vestido. Se había atado el pelo largo por detrás y tenía un aspecto elegante y despreocupado. Ella siguió con la mirada sus manos mientras se ataba la corbata de seda negra. Luego se descubrió mirándole la boca.
—Tenemos que hablar —dijo de pronto. —¿Sobre qué?
¡Maldito fuera!
—Sobre lo que pasó hace un rato, en el dormitorio —explicó ella, por si acaso seguía haciéndose el obtuso.
—¿Por qué? No hay nada que decir. —Pero...
—Fue una reacción humana normal. La supervivencia de las especies, ma belle. Cuando uno se enfrenta con la muerte violenta, reacciona afirmando la vida. No es nada personal.
Había sido una idiota por abrir la boca. Si hubiera cerrado el pico ese fin de semana, no habría disparado ninguna alarma, y todo el mundo seguiría llevando su vida normal.
—Tienes razón —murmuró, sin importarle parecer enfurruñada—. Es el síndrome de Estocolmo. —¿Qué?
Lo había dicho en voz alta. Era demasiado tarde para desdecirse, así que decidió actuar como si nada hubiera pasado.
—Síndrome de Estocolmo —repitió en voz más alta—. Es un estado psíquico documentado en el que un rehén cae...
—Sé lo que es —parecía al mismo tiempo alarmado y divertido. La había interrumpido antes de que ella dijera algo verdaderamente comprometedor, y Chloe se sentía levemente agradecida. Había conseguido no ponerse del todo en ridículo—. ¿Y tú padeces ese mal en particular?
—No tiene nada de raro —cada vez se le daba mejor mantener un tono de voz ligero y despreocupado—. Me has salvado la vida varias veces, estamos atrapados en una situación límite, y antes de que las cosas se pusieran así de feas había una clara atracción física entre nosotros —recordó el subsiguiente distanciamiento de Bastien y notó que se ponía colorada—. Al menos, conseguiste convencerme de que era mutua cuando te interesó —puntualizó—. Así que es lógico que me sienta un poco... dependiente en este momento. Pero se me pasará en cuanto salga de aquí a salvo.
—¿Dependiente?
No había manera de salir airosa de aquel atolladero, así que dejó de parlotear. Bastien intentaba azorarla, pero ella podía devolverle la pelota. Lo miró a los ojos con fiereza y procuró que el rubor desapareciera de su cara. Por desgracia, sólo consiguió que se desplazara hacia abajo.
—Eres mi caballero de radiante armadura —dijo con ligereza—. Mi héroe, mi salvador, al menos de momento. Ya se me pasará.
El regocijo había desaparecido de su cara.
—No, no lo soy. No soy un héroe, ni un salvador, ni un caballero. Soy un asesino al que sólo le interesan sus propios planes. Te conviene recordarlo. No eres nada para mí, salvo un estorbo.
—Entonces, ¿por qué estás aquí? —Porque no puedo librarme de ti.
Estaba pasando algo, algo que ella no entendía pero que hacía que se sintiera más osada, menos vulnerable a sus palabras frías y vacías.
—Claro que puedes —dijo con aire pragmático—. Puedes romperme el cuello, degollarme, pegarme un tiro. No pareces tener muchos escrúpulos respecto a la vida y la muerte. Si sólo querías librarte de mí, ¿por qué me has salvado?
—Porque estoy locamente enamorado de ti y no puedo remediarlo. Soy prisionero de tu encanto y tu belleza, no soporto separarme de...
—Cállate —dijo ella—. No estoy diciendo que te importe. Sé perfectamente que cualquier... sentimiento que haya entre nosotros sólo procede de mí y es resultado de la histeria producida por el trauma y nada más. Sólo estoy diciendo que no eres el monstruo que crees ser.
—¿No? —Chloe estaba demasiado cerca de él. Bastien alargó los brazos y rodeó su cuello desnudo con los dedos largos y elegantes. La atrajo hacia sí ejerciendo una suave presión. Tenía los dedos justo debajo de su mandíbula, y con el pulgar acariciaba la piel suave de su garganta—. Puede que me alimente del dolor y el espanto. Puede que te haya traído hasta aquí para matarte cuando empieces a confiar en mí.
Ella tragó saliva. El roce de sus manos resultaba perturbador, y tuvo que hacer acopio de energía para no tambalearse hacia él.
—Y puede que seas un mierda —dijo—. Puede que no me desees, pero tampoco quieres matarme. Su sonrisa era irónica.
—Ahí es donde te equivocas —aumentó un instante la presión de los dedos, y ella se sintió marea da, desorientada, hasta que se dio cuenta de que la había empujado contra la pared tapizada de damasco de la sala de estar y que se apretaba contra ella y le sujetaba la cara con los dedos mientras la miraba a los ojos en la penumbra creciente de la habitación. «¿Que me equivoco en qué?», pensó vagamente. «¿En lo de matarme o en lo de desearme?».
—Si las circunstancias fueran otras, te llevaría a la cama y te haría el amor durante días —dijo él con voz lenta, profunda, intensa—. Te recorrería con la boca hasta que no quedara una sola parte de tu piel inmaculada, y te haría correrte una y otra vez hasta que no pudieras sostenerte en pie, y luego te dejaría dormir en mis brazos hasta que estuvieras descansada. Después volvería a empezar. Besaría tus heridas, me bebería tus lágrimas, te haría el amor de maneras que aún no se han inventado. Te haría el amor en campos de flores y bajo cielos estrellados, donde no hay muerte, ni dolor, ni tristeza. Te enseñaría cosas con las que no has soñado siquiera, y no habría nadie en el mundo salvo tú y yo, entre tus piernas, en tu boca, por todas partes —Chloe lo miraba con los ojos como platos—. Respira —dijo él con suavidad y una sonrisa burlona, y ella se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento.
—¿Eso harías? —preguntó con voz débil. —Sí, pero no voy a hacerlo. No es buena idea. —¿Por qué no?
—No te conviene.
—¿Por qué no dejas que sea yo quien juzgue qué es lo que me conviene?
Bastien se echó a reír, y ella cayó en la cuenta de que nunca antes le había oído reírse. Por un momento le pareció muy bello, bañado por la luz de la luna, un hombre perfecto en un lugar perfecto
Y luego las sombras se cerraron sobre ellos una vez más.
—Tienes síndrome de Estocolmo, ¿recuerdas? — dijo con un leve deje burlón—. No durará mucho más. A medianoche estarás a salvo, lejos de aquí, y la semana que viene todo esto te parecerá una pesadilla distante. Dentro de un año habrás olvidado hasta que me conociste.
—No creo.
Pero la cuestión estaba zanjada. Bastien apartó las manos de su garganta y ella se dio cuenta de que había estado acariciándola.
—Harás lo que te digo, ¿verdad? Cuando te haga la señal, empezarás a pelearte conmigo, luego saldrás de la habitación con muy malos modos e irás a esconderte en el servicio. Yo iré a buscarte en cuanto pueda.
—¿Y si no vas?
—Aunque el infierno se interponga en el camino —dijo él con ligereza—. Vas a ver a tus viejos amigos del cháteau, donde pasaste tan buenos ratos.
—Sí, ya —dijo ella—. Prometo mantener la boca cerrada.
—No hace falta. Todo esto acabará esta noche. En realidad no importa lo que digas, siempre y cuando no les cuentes lo del dispositivo que llevo debajo de la ropa. Pero mantente alejada de Christos.
—¿Quién es Christos?
—Aún no lo conoces. Llega esta noche, y a su lado Hakim parecía la Madre Teresa. Procura no acercarte a él, si puedes. Puede que tu cháchara insulsa le saque de sus casillas, y conviene que no se enfade.
—¿Cháchara insulsa...?
Él ignoró su protesta indignada.
—Si te mantienes alerta y haces lo que te digo, acabarás la noche de una pieza.
—¿Igual que tú? —era una pregunta, no una afirmación.
No le gustó la leve ironía de su sonrisa.
—Igual que yo —dijo—. Una cosa más. No has acabado de vestirte.
—No había sujetador —repuso ella con nerviosismo.
—Lo sé. Por eso elegí este vestido —podía haber estado hablando del precio de las naranjas. Metió la mano en el bolsillo de su esmoquin y sacó un collar de diamantes—. Necesitas ornamentación adecuada. Date la vuelta.
Sostenía en la mano un collar pesado y de aspecto antiguo que tenía que estar hecho de diamantes. ChIoe no podía moverse, así que él se limitó a rodear le el cuello con los brazos para abrocharle el collar por detrás. La luz danzaba sobre las piedras preciosas, y el engarce de oro blanco desprendía un extraño calor. Bastien bajó la mirada hacia ella y ladeó la cabeza para evaluar el efecto.
—Te queda bien.
—¿De quién es? ¿Lo has robado? ¿O es la mejor falsificación que pueda comprarse con dinero? —¿Importa eso?
—En realidad, no —él había abierto la puerta, y Chloe comprendió que no iba a volver a aquel lugar. Jamás volvería a pasar un rato a solas con él, y cuando Bastien la agarró del brazo, se echó un poco hacia atrás—. ¿Me harías un favor?
—¿Cuál?
—¿Podrías al menos decirme tu nombre? Él sacudió la cabeza.
—Ya te he dicho que no necesitas saberlo. Cuanto menos sepas, más segura estarás.
Ella no esperaba menos.
—Entonces, ¿podrías al menos besarme? Sólo una vez, como si de verdad lo desearas —si no la besaba, quizá no soportara las horas siguientes. Si no la besaba, quizá no quisiera soportarlas.
Pero él negó con la cabeza.
—No —dijo—. Cuando estés en casa, habrá montones de jovencitos guapos deseando besarte. Espera hasta entonces.
—No creo —le echó los brazos al cuello, atrajo su cabeza hacia sí y lo besó con ímpetu. Esperaba a medias que él se resistiera, que la apartara, pero se limitó a dejar que lo besara, sin reaccionar, sin participar. Chloe podría haber estado besando su propio reflejo en un espejo.
Le dieron ganas de llorar, pero las lágrimas podían esperar tanto como los jovencitos guapos. Se echó hacia atrás con una sonrisa alegre en la cara.
—Para la buena suerte —dijo con desenfado. Y, sin otra palabra, salió al pasillo y dejó que la siguiera, cerrando la puerta tras ellos. Luego la tomó del brazo una vez más y la condujo despacio hacia su destino, o su perdición. Chloe averiguaría pronto cuál de las dos cosas la aguardaba.
Estaban todos allí. Otomi y su ayudante, cuyos tatuajes asomaban bajo los elegantes puños de su chaqueta. Bastien se preguntó vagamente si Otomi estaría cubierto de los tradicionales tatuajes de colores que lucían la mayoría de los yakuzas, o si siempre se había comportado como un ejecutivo. Todavía conservaba todos los dedos, así que tal vez no hubiera estado nunca en la brecha. A su impasible y silencioso ayudante sólo le faltaba una falange de un dedo. Estaba claro que no la cagaba muy a menudo.
El barón lo miró con cara de pocos amigos desde el otro lado de la mesa, y Monique se quedó helada cuando los vio aparecer. Chloe se agarraba al brazo de Bastien con nerviosismo, y él le dio unas palmaditas en la mano para tranquilizarla. Durante una hora, más o menos, una hora muy peligrosa, podría tocarla cuanto quisiera. Formaba parte del espectáculo, no significaba nada, podía permitírselo y ella nunca sabría lo terriblemente duro que era para él.
Imaginaba que tenía un cincuenta por ciento de probabilidades de acabar la noche con vida, pero iba a sacar a Chloe de allí aunque tuviera que cargarse a todo el mundo. Algunas de las personas que ocupaban la sala estaban ostensiblemente de su lado, suponiendo que tuviera algún lado. Pero eso no importaba: estaba dispuesto a sacrificar a cualquiera para mantener a Chloe con vida. Hasta a sus padres.
Ellos ya debían de haber llegado a París. Su llamada les había pillado en el aeropuerto: iban ya de camino a Francia para buscar a su hija desaparecida. Se había descubierto el cuerpo de Sylvia, así como el pasaporte de Chloe, y los gendarmes habían localizado a sus padres. Con suerte irían de camino al hotel y llegarían a tiempo de impedir que Chloe se viera atrapada en la masacre que iba a desatarse allí, estaba seguro de ello.
Ella no tenía ni idea de que, cuando la mandara salir de la habitación, la estaría mandando con sus
padres. Y ellos se asegurarían de que no volviera a entrar, por más ruidos que oyeran. Sólo podía confiar en que se marcharan antes de que empezara el tiroteo.
—Vaya, qué sorpresa —ronroneó Monique sin perderlos de vista—. Nos preguntábamos dónde os habíais metido. Suponíamos que habías matado a Hakim, pero no estábamos seguros de si la chica se había ido contigo o sola. Me alegra ver que le has seguido la pista.
—Yo le sigo la pista a todo, Monique —respondió él mientras acariciaba la mano fría y pálida de Chloe.
—Y bien, dime, ¿por qué mataste a Hakim? Estamos todos muy interesados. Fue inesperado, como mínimo.
—¿A alguien le importa en realidad? Monique sonrió.
—No. Era prescindible. Es simple curiosidad — extendió la mano fina y enjoyada y tocó la piel expuesta de Chloe—. Veo indicios de su obra —las heridas que le había infligido Hakim habían quedado reducidas a unas marcas muy tenues, y Bastien notó que a Chloe se le erizaba la piel al sentir el contacto de Monique.
La agarró de la muñeca y le apartó la mano. —No se toca, Monique —dijo—. Es mía. —Siempre es agradable compartir —contestó Monique con un mohín exagerado—. Es muy bonita cuando va bien vestida. ¿Y de dónde ha sacado esos diamantes tan espectaculares? Hacía mucho tiempo que no veía una cosa así. ¿De dónde los has sacado, pétite? —fijó su atención en Chloe, que dio un respingo.
—Me los ha regalado Bastien —contestó al cabo de un momento.
Monique frunció el ceño.
—Ignoraba que pudiera ser tan generoso. Si hubiera sabido que tenías en tu poder algo tan bonito, no habría puesto fin a nuestra relación.
Su mirada desafiaba a Bastien a contradecirla, pero él ya estaba hastiado. Monique disfrutaba jugando al gato y el ratón, pero esa noche no era su objetivo. Comparada con el hombre al que iba a enfrentarse, Monique era un juego de niños.
—¿Dónde está Christos? —preguntó—. ¿No ha vuelto a presentarse? —sería en parte una suerte que el griego no se molestara en aparecer por segunda vez. En cuanto hiciera acto de presencia, todos fijarían su atención en él. Si no aparecía, Chloe podía seguir siendo un objetivo tanto del cartel como del Comité. Y aunque la presencia de sus padres podía detener al cartel, el Comité apenas vacilaría.
No, sería mucho mejor que Christos apareciera y que todo saliera según lo previsto. Siempre cabía la posibilidad de sólo recibiera el disparo del costado, pero no contaba con ello. Mientras Chloe estuviera a salvo, lo demás le traía sin cuidado.
—Sabes lo mismo que yo —dijo Monique—. Si no aparece, encontraremos otro modo de ocupar el tiempo, no me cabe duda —alargó el brazo para tocar de nuevo a Chloe, pero esta vez ella se apartó dando un respingo.
—Las manos quietas, zorra —dijo con su voz más dulce. En alemán, la lengua materna de Monique.
Monique parpadeó y su sonrisa se hizo aún más amplia.
—Ah, es un pequeño tesoro, Bastien. Voy a pasármelo en grande con ella. Sí, ya sé. Por encima de tu cadáver —y les lanzó a ambos un besito antes de regresar contoneándose junto a su enfurruñado marido.
—Puede que no haya sido buena idea, Chloe — murmuró Bastien—. Pero no te lo reprocho —ella lo miró, y a la luz intensa de la sala él pudo verla con más claridad de lo que hubiera querido. Sus ojos marrones y angustiados, que se llenarían de lágrimas cuando supiera que había muerto. Su boca suave y carnosa, que otro besaría; otro al que ella devolvería sus besos.
—¿Eso era lo peor? —preguntó ella.
Se oyó cierto revuelo en la puerta y Bastien apartó la mirada de ella y miró al grupo de hombres que acababa de entrar.
—Me temo que no —dijo en voz baja—. Christos ha llegado.
Capítulo 20
Christos no parecía el monstruo que le había pintado Bastien, pensó Chloe. Comparado con Gilles Hakim, parecía sólo un empresario bien vestido, aunque iba rodeado de un pequeño ejército de guardaespaldas. Ella esperaba en parte que se pareciera a Zorba, pero no era precisamente un pescador jovial. Se quedó en la puerta, flanqueado por sus hombres, y dejó que sus ojos escrutaran la habitación, catalogando a los presentes. Tenía unos ojos poderosos: claros, casi incoloros, y cuando se posaron en ella, sintió un escalofrío.
—Me alegra ver que aún están aquí —dijo. Su inglés era perfecto, aunque tenía un fuerte acento extranjero—. Lamento no haber podido reunirme con ustedes antes, tenía asuntos que atender. Pero eso no significa que no llore la pérdida de nuestro querido amigo August Remarque. Tengo entendido que también hemos perdido a Hakim. Una lástima —clavó los ojos en Bastien, que lo miraba con total impasibilidad—. Pero ver a los viejos amigos compensa las pérdidas.
—¿A quién ha traigo consigo, Cristos? —preguntó con cierta aspereza el señor Otomi, cuya irritación saltaba a la vista. Los seis hombres que rodeaban la pequeña y elegante figura de Christos dejaban en ridículo al ayudante y guardaespaldas del japonés.
—Toda precaución es poca. Con todas estas muertes repentinas, he pensado que convenía asegurar mi integridad física. No pongan esa cara de preocupación, mis queridos amigos y colegas. Mis hombres están muy bien entrenados. No harán nada que no les diga que hagan.
A los demás no pareció tranquilizarles su explicación, pensó Chloe, acercándose infinitesimalmente a Bastien. Él tenía razón. Las reuniones anteriores habían sido simples escaramuzas comparadas con aquella atmósfera sobrecargada de tensión.
—Debemos discutirla disposición... —comenzó a decir el signore Ricetti con voz estridente, pero Christos lo atajó con un ademán. Sus manos eran pequeñas y pálidas, notó Chloe.
—Habrá tiempo de sobra para los negocios — dijo—. Entre tanto, me gustaría tomar una copa. Un buen vino francés, para variar. Estoy harto de retsina.
—Claro —madame Lambert, que parecía haber asumido el papel de anfitriona, le hizo una seña al camarero—. ¿Y para sus hombres?
—No beben cuando están de servicio —ronroneó Christos. Chloe sintió que la tensión aumentaba en la sala.
Bastien le enlazó la cintura con el brazo y la dirigió hacia la parte menos congestionada de la habitación. A ella le costó un gran esfuerzo de contención no dar un respingo al sentir su contacto, y luego un esfuerzo aún más grande no reclinarse contra él. El contacto de Bastien era una ilusión. No ofrecía mayor seguridad que una cobra que le reptara por la espalda. Pero le hacía sentirse mejor.
Él la acomodó en el suave sofá de cuero claro y luego se sentó a su lado, cerca pero sin tocarla. ¿Llevaba una pistola? Chloe no se acordaba. Se había fijado mucho más en su piel y su cuerpo que en las armas que portaba. Le estaría bien empleado si la palmaba, pensó con fastidio. Estaba enamorada como una idiota.
Alguien le había dado una copa de champán. Ni siquiera sabía cómo había llegado a su mano, pero bebió un sorbo por hacer algo y guardó silencio mientras veía cómo los demás miembros del cartel circulaban por la habitación con sus impecables modales de cóctel.
Monique estaba coqueteando con Christos, pero al cabo de un momento se giró y la miró fijamente a los ojos. Y luego se fue derecha a ellos con una sonrisa malévola en los labios rojos. ,Chloe sentía la tensión que irradiaba Bastien. —Hora de pelearse —murmuró él.
Debería haber sido bastante fácil. Bastien era irresistible y exasperante a partes iguales, y ella podía haberse concentrado en su faceta exasperante, pero notaba la tensión que reinaba en la habitación, veía al batallón de guardaespaldas de Christos y no pensaba ir a ninguna parte.
—Estoy bien —dijo en tono zalamero.
Él se giró en el asiento y la miró fijamente.
—Es hora de que te vayas —dijo en voz baja—. Las cosas se están poniendo peligrosas por aquí. Ella le lanzó una sonrisa radiante y límpida. —No voy a ir a ninguna parte sin ti —susurró. Los ojos oscuros de Bastien podían dejarla paralizada, pero no se dejó acobardar.
—No juegues a eso, Chloe —dijo él con voz amenazadora.
—No es ningún juego. No pienso salir de esta habitación sin ti. Si salgo, morirás, y no quiero que eso ocurra.
—Si te quedas, morirás tú.
—Probablemente. Lo cual significa que, si sigues decidido a salvarme, no tienes elección: debes venir conmigo —no tuvo tiempo de congratularse por su plan: la expresión de Bastien era serena y ligeramente aburrida, pero sus ojos tenían una mirada furiosa.
Él estaba bebiendo un vaso de whisky con hielo. Procedió a vertérselo en él regazo y se levantó de un salto, fingiéndose consternado.
—Discúlpame, querida —dijo en voz alta—. No sé cómo he podido ser tan torpe.
El líquido frío traspasó el vestido y mojó sus muslos, y Chloe tuvo que esforzarse por sonreírle, pero no se movió. El negro podía esconder otras cosas, además de sangre.
—Sólo ha sido una gota, amor mío —murmuró, y alargó la mano para agarrarlo del brazo—. No te preocupes.
—Creo que deberías ir a limpiarte —dijo. —No hace falta.
—Intenta librarse de ti, pequeña —Monique, por desgracia, se había unido a ellos—. Vete y déjanos
unos minutos a solas. Tenemos que estrechar nuestros lazos.
—Yo no lo creo —dijo Chloe con voz firme y agradable.
—Pues quédate, entonces —Monique se dejó caer en el sofá de cuero y tiró de Bastien para que se sentara entre ellas—. Nunca me ha importado tener público —y, agarrando a Bastien por la nuca, lo besó.
Él le devolvió el beso. Rodeó su fina cintura con un brazo, la atrajo hacia sí y le dio un largo beso. El beso que se había negado a darle a Chloe hacía un rato.
La tensión pareció subir unos cuantos peldaños en la habitación, y no eran imaginaciones de Chloe. El marido de Monique los observaba con ávida fascinación y sin el más leve indicio de incomodidad, y los otros contemplaban su pequeño sainete con diversos grados de interés, salvo los guardaespaldas de Christos, que se las habían ingeniado para colocarse alrededor de la habitación en lugar de rodear a su jefe. Pero ¿por qué no prestaba Bastien atención a aquella situación alarmante, pensó Chloe, en lugar de meterle la lengua hasta la garganta a aquella mujer?
Si se suponía que debía quedarse allí, mirando como una tonta, Bastien había errado el cálculo. Seguramente esperaba que saliera de la habitación hecha un mar de lágrimas, pero, aunque le dieron ganas, los hombres de Christos ocupaban todas las salidas. Le gustara a él o no, estaba atrapada en la sala con él.
Le puso la mano sobre el hombro y lo apartó de Monique de un empujón. Él la miró con expresión glacial.
—Vete —dijo en voz alta y clara para que todo el mundo lo oyera—. Estoy harto de ti —y acto seguido se volvió hacia Monique.
Estaba claro que la muy zorra se lo estaba pasando en grande, pensó Chloe, respirando hondo para calmarse. Los hombres inexpresivos que rodeaban la habitación no hacían caso de los manoseos del sofá: tenían los ojos clavados en el hombre que les controlaba. Christos observaba la escena con algo parecido al regocijo, pero no iba a dejarse distraer por mucho tiempo, y en cuanto diera la señal estarían todos muertos. Chloe estaba tan segura de ello como de su propio nombre.
Al menos sabía que el síndrome de Estocolmo podía ser una enfermedad mortal. Se giró. Monique tenía una mano sobre el pelo largo y sedoso de Bastien y otra sobre su bragueta.
Aquello era el colmo. Si iba a morir, al menos moriría dando guerra. Se levantó, agarró el brazo esquelético de Monique y la apartó de Bastien antes de que se dieran cuenta de lo que hacía.
—Quítale las manos de encima a mi novio.
Era la cosa más ridícula que podía haber dicho. La sala quedó en silencio, y Monique sonrió.
—No me molestan los tríos, chérie, si eres tan celosa. Puede que no seas suficiente para él, pero imagino que yo podré rellenar los huecos.
Chloe se abalanzó hacia ella, y Bastien la agarró en el aire y la apretó contra sí. Y luego se halló tumbada en el suelo, con Bastien encima, cubriendo su cuerpo, al tiempo que a su alrededor se desataba el infierno.
Estaba aplastada bajo él, no veía nada, pero el ruido era espantoso. Los disparos, algunos de ellos
silenciados, otros ensordecedores; los gritos, las maldiciones y el estruendo de una estampida.
Y, luego, el olor: el hedor de la cordita y el aroma acre y denso de la sangre. Bastien la mantenía pegada al suelo, pero estaba vivo, eso al menos Chloe lo sabía. Respiraba trabajosamente, y ella sentía el latido de su corazón en la espalda. No se movió, no quería moverse. Quizá se quedaran allí tumbados para siempre, y nadie notaría que no estaban muertos.
Luego, él se apartó, se puso de lado y la arrastró con él. La habitación estaban envuelta en oscuridad; la única iluminación provenía de los disparos. De todos modos, Chloe no quería ver la maraña de cuerpos, los que se retorcían, los inmóviles, la sangre por todas partes.
Bastien la llevó detrás del sofá, arrastrándola a medias, a medias sujetándola en vilo, y la empujó hacia una de las ventanas cubiertas con cortinas. La metió tras la cortina y la apretó contra la pared, le tapó la boca con la mano para que no pudiera hablar, ni gritar, ni respirar. En la otra mano llevaba una pistola: Chloe la notaba contra la piel.
—¿Estás herida? —susurró él.
Ella logró decir que no con la cabeza.
Las ventanas daban a un pequeño balcón cubierto de nieve. Chloe no veía si estaban muy arriba, ni le importaba. Estaban atrapados en aquel pequeño receso de la habitación, y sólo había dos salidas. O a través de los disparos. O por la ventana.
—Quédate aquí —dijo él y, apartándose de ella, se volvió hacia la cortina que los rodeaba.
—¡No! —gritó Chloe, aferrándose a él, pero Bastien la apartó de un manotazo, y ella cayó contra la pared. Él abrió la cortina y Chloe cerró los ojos con todas sus fuerzas y se llevó las manos a los oídos para ahogar el ruido espantoso.
Y luego él volvió.
—Salgamos de aquí —dijo con voz crispada.—Venga —abrió el ventanal y entró una racha de aire frío que hizo agitarse las cortinas. Él masculló una maldición y se guardó la pistola en el cinturón. Chloe vio entonces la mancha de sangre de su camisa—. Vamos.
Ella no tuvo tiempo de preguntarle dónde. Bastien la levantó en vilo, la tiró por la barandilla lateral del balcón y se arrojó al vacío tras ella.
Estaban en una primera planta, y Chloe aterrizó con violencia, pero la gruesa capa de nieve impidió que se hiciera daño. Él pareció hacerse más daño, pues se tambaleó al levantarse y, agarrándola de la mano, la condujo hacia las sombras. Sobre ellos, empezó a aparecer gente en el balcón: una algarabía de idiomas que ella no quería comprender.
—Mi coche está allí —dijo Bastien casi sin aliento mientras la empujaba delante de sí—. Siempre estoy preparado para cualquier contingencia. Sabes conducir, ¿no?
—¡Yo no conduzco por París! —exclamó ella. —Ahora sí —abrió de golpe la portezuela del conductor, la agarró del brazo y la metió dentro de un empujón. Chloe no tuvo elección. Al menos, a aquella hora, habría poco tráfico.
Bastien se dejó caer en el asiento del pasajero, a su lado.
—Conduce —dijo—. Dirígete al norte.
Ella le lanzó una mirada inquisitiva y luego decidió no ponerse a discutir. El BMW arrancó como la
seda, a pesar de que ella esperaba a medias que explotara. Dio marcha atrás haciendo rechinar las ruedas, derrapó al dirigirse hacia delante y el coche se caló.
Bastien estaba recostado en el asiento, con los ojos cerrados.
—Si no empiezas a moverte, vamos a morir — dijo con mucha calma.
—Hago lo que puedo —arrancó de nuevo el coche, metió primera y salió a la calle esquivando por poco tres coches y una motocicleta—. Mierda — masculló—. Mierda, mierda, mierda.
—¿Qué te pasa? —preguntó él cansinamente—. ¿Por qué no conduces por París?
—Porque conducen como locos. Me da miedo. Él se quedó callado tanto tiempo que ella creyó que se había quedado dormido.
—Chloe —dijo con infinita paciencia—, acabas de enfrentarte a algunas de las personas más peligrosas del mundo. Has sobrevivido a un baño de san gre, has visto morir a gente. Uno o dos conductores impetuosos no tienen la menor importancia.
Ella dobló una esquina a demasiada velocidad y se subió al bordillo. Si hubiera sido de día, estarían muertos, en medio de una pila de veinte coches. A esa hora, quizá tuvieran alguna oportunidad de llegar a su destino. Fuera éste cuál fuese.
Ella no pensaba preguntárselo.
—¿Un baño de sangre? —dijo al cabo de un rato.
—¿Qué crees que era eso? ¿Un juego de salón? No vi mucho antes de que nos marcháramos, pero el barón había caído, y el señor Otomi y Monique también.
—¿Monique?
—Le han pegado un tiro en la cara. ¿Eso te hace feliz? —parecía muy cansado.
—Claro que no. ¿Qué hay de Christos y sus hombres?
—Christos está muerto. Al menos eso lo hemos hecho bien.
—¿Cómo puedes estar seguro? Estaba muy oscuro...
—Porque soy yo quien le ha matado. Y, por si aún no te has dado cuenta, nunca fallo —cerró los ojos de nuevo—. Sigue conduciendo. Necesito pensar qué hacemos ahora.
—¿Era eso lo que tenías que hacer? ¿Matar a Christos?
—Si llegaba el caso.
—Entonces, ahora estoy a salvo, ¿no? Has cumplido tu misión.
—No les gustan los testigos, Chloe. No estarás a salvo hasta que llegues a casa.
Ella no iba a llevarle la contraria: tenía que concentrarse en el tráfico. La nieve se había derretido y luego se había convertido en hielo, y el BMW tenía demasiada potencia. Estaba segura de que había sobrevivido a un tiroteo sólo para morir ignominiosamente en un quitamiedos, pero de momento no le importaba. Estaba con él. Y sabía que no sería por mucho tiempo.
Bastien metió la mano en la guantera, sacó un teléfono móvil y marcó un número. La conversación fue tensa y escueta, y cuando cortó la comunicación, él dijo:
—Toma el siguiente desvío a la izquierda.
Chloe no dijo nada. Estaba pálido, exhausto, y por primera vez parecía casi humano y vulnerable, una idea que la aterrorizaba. No por ella, sino por él. —¿Estás bien? —dijo—. No te han dado, ¿verdad?
Su fría sonrisa no le sirvió de consuelo. —¿Recuerdas ese dispositivo que me pegaste al cuerpo? Me ha quemado al dispararse. Creo que sobreviviré.
—Pero si...
—Cállate —dijo con suavidad—. Sólo un par de minutos, cállate.
Ella obedeció, un sacrificio mayor de lo que él creía. Encendió la radio sólo para encontrarse con un boletín de noticias acerca de la masacre mafiosa que había tenido lugar en el hotel Denis. Al menos once muertos, cinco heridos, y algunas personas a las que estaban buscando. Movió el dial, sintonizó rap gangsta francés y apagó la radio. No estaba de humor para violencias de pacotilla, después de haber vivido en sus carnes lo que era la violencia de verdad.
—Gira a la izquierda aquí —dijo Bastien de pronto. Chloe no tenía ni idea de dónde estaban. Estaba oscuro, y se dirigían hacia las afueras de la ciudad por un barrio que no conocía. Sobre ellos se oía un sonido atronador, y de pronto comprendió que debían de estar cerca del aeropuerto.
Pero Bastien no la estaba guiando hacia las zonas públicas, los aparcamientos o las puertas de embarque. Siguieron avanzando, pasaron las terminales principales y llegaron a la hilera de hoteles del aeropuerto.
—Ve hacia la parte de atrás —dijo él cuando llegaron al Milton, y ella obedeció dócilmente. Al me nos iba a llevarla a un hotel antes de mandarla a casa. Si sólo iba a disponer de una noche más con él, la aceptaría agradecida.
—Para allí —dijo él, señalando la entrada de mercancías.
—No hay sitio para aparcar. —Haz lo que te digo.
Ella no tenía ni fuerzas ni ganas de ponerse a discutir. Paró junto al bordillo y puso el coche en punto muerto, echando el freno de mano.
—¿Y ahora qué?
—Ya puedes salir —dijo y, alargando la mano, paró el coche. Tenía también sangre en la mano. Chloe confiaba en que fuera la misma sangre falsa que manchaba su camisa, y no la de otra persona.
Abrió la puerta y salió. La calzada había sido despejada de nieve, pero notó una fina capa de escarcha bajo las sandalias de noche, y se sintió helada. El vestido se le había estropeado, estaba empapado de whisky y mojado de nieve, y el viento soplaba a su alrededor, agitando copos sueltos de nieve.
Vio salir dos figuras de la oscuridad, y por un momento se preguntó si Bastien la habría llevado allí sólo para que la mataran otros. Luego se dio cuenta de que las personas le resultaban algo más que familiares. Eran sus padres.
Dejó escapar un grito, cruzó corriendo la calzada helada y se arrojó en sus brazos. Durante un rato sólo pudo abrazarse a ellos, intentando recuperar el aliento, hacerse a la idea de que eran reales y estaban a salvo en un mundo enloquecido de sangre y pistolas.
—¿Qué hacéis aquí? —balbució cuando recuperó el habla—. ¿Cómo sabíais dónde encontrarme?
—Tu amigo nos localizó —dijo su padre—. Nos enteramos de lo de Sylvia, y ya veníamos de camino a Francia cuando nos llamó. Se suponía que teníamos que encontrarnos contigo en un hotel, pero nuestro avión se retrasó.
Ella se giró para mirar atrás. Bastien se había acercado a ellos y los observaba inexpresivamente, un poco apartado.
—¿Les dijiste que fueran al hotel aunque sabías lo que iba a ocurrir? ¡Podrían haber muerto!
El se encogió de hombros con cierta rigidez. —La cuestión era mantenerte viva. No me preocupaba particularmente a qué costa.
—Serás hijo de...
—Calla, Chloe —dijo su madre—. Te ha salvado la vida.
James Underwood soltó a Chloe y le tendió la mano a Bastien.
—Sólo quería darle las gracias por cuidar de nuestra hija. A veces es una lata.
—Ella era la menor de mis preocupaciones — dijo Bastien con su voz serena y firme.
—¿Quiere que le eche un vistazo a su herida? No sé si Chloe se lo habrá dicho, pero somos médicos... —Estoy bien —contestó—. Pero deberían irse. Sáquenla de Francia y no la dejen volver al menos en diez años. Seguramente no es mala idea que no la pierdan de vista durante al menos cinco.
—Eso es fácil decirlo —masculló su padre. Chloe vio la leve sonrisa de Bastien a la luz de las farolas. Él dio media vuelta sin decir palabra y regresó al coche, y ella se quedó allí parada, paralizada por algo más que el frío, segura de que iba irse sin una palabra.
Bastien abrió la portezuela del coche y luego vaciló. Sacó algo de la parte de atrás y se acercó a ella. Chloe estaba temblando, pero por alguna razón sus padres habían retrocedido, alejándose de ella.
—¿Por qué cojeas? —preguntó, intentando que su voz sonara ligera mientras él se acercaba.
—Me torcí el tobillo al caer —llevaba en los brazos su abrigo negro de cachemir y se lo echó sobre los hombros, envolviéndola en su calor y su olor—. Haz lo que te digan tus padres —dijo—. Deja que cuiden de ti.
—Nunca he sido muy obediente. —Lo sé. Hazlo por mí.
Estaba demasiado cansada para luchar. Se limitó a asentir con la cabeza y esperó a que él soltara el abrigo.
—Voy a besarte, Chloe —dijo en voz baja—. Sólo un beso de despedida. Y luego podrás olvidarte de mí. El síndrome de Estocolmo no es más que un mito. Vete a casa y encuentra a alguien que te ame.
Ella no se molestó en intentar explicarse. Se quedó allí parada mientras él tomaba su cara entre las manos fuertes y cálidas que la habían protegido y matado por ella. Sus labios eran suaves como un susurro, igual que una caricia. Le besó los párpados, la nariz, la frente, las mejillas manchadas de lágrimas, y luego le besó de nuevo la boca despacio, suave y profundamente con un beso que contenía todas las promesas de lo que nunca tendrían. Era el beso de un hombre enamorado, y por un momento ella flotó, perdida en la perfecta belleza de sus bocas unidas.
El la soltó.
—Respira, Chloe —susurró. Por última vez. Y luego se marchó, y el BMW desapareció en la noche
de París antes de que ella pudiera hacer otra cosa que agarrar el abrigo para que no se le resbalara de los hombros.
—¿Se puede saber dónde has conocido a un hombre tan interesante? —su madre se acercó a ella y la rodeó con un brazo—. Siempre has sido tan tradicional en lo que se refiere a tus novios...
Novio, pensó Chloe aturdida. La última palabra que había dicho en voz alta antes de que estallara el caos.
—Me encontró él a mí —dijo. Su voz sonaba extraña, crispada.
—Menos mal —dijo su padre—. Parece que ha conseguido sacarte de una situación muy peligrosa. Ojalá me hubiera dejado echarle un vistazo a esa herida de bala.
—No era un tiro en realidad —dijo Chloe—. Era sólo una farsa que preparamos... que preparó esta tarde. Sangre falsa y un pequeño mecanismo explosivo para simular que había recibido un disparo.
—Chloe, hija mía, odio tener que llevarte la contraria, pero he pasado más de diez años en el servicio de urgencias de Baltimore, y reconozco una herida de bala cuando la veo.
—No era... —y entonces se dio cuenta, con un extraño arrebato que la hizo sentirse enferma. La herida estaba en su costado izquierdo. Y el apósito lo llevaba en el derecho—. Dios mío —sollozó, intentando soltarse de sus padres—. Tienes razón. Tenemos que encontrarlo...
—No servirá de nada, cariño. Se ha ido. Estoy seguro de que irá derecho a un hospital...
—No. Morirá. Quiere morir —en cuanto pronunció aquellas palabra comprendió que eran ciertas
Bastien quería morir, había estado coqueteando con la muerte hasta que ella se cruzó en su camino. Y ahora que se había librado de ella, no había nada que se lo impidiera—. ¡Tenemos que encontrarlo, papá!
—Tenemos que tomar un avión, Chloe. Lo prometimos.
No podía hacer nada. Bastien se había ido a toda velocidad por las carreteras heladas, y no había modo de seguirlo, de dar con él. Buscaría ayuda o tal vez no, pero en cualquier caso ya no era asunto suyo. Bastien Toussaint había desaparecido de su vida para siempre.
«Respira», le había dicho siempre. Chloe tomó una honda y temblorosa bocanada de aire y se ciñó el abrigo. No dijo nada mientras sus padres la conducían con sorprendente calma a la entrada trasera del hotel, a la terminal internacional y, por último, al avión.
Iban en primera clase, pero Chloe no notaba aquellos lujos. Se recostó en el asiento y cerró los ojos, negándose a entregarle el abrigo a la solícita azafata. Ya no tenía ganas de llorar, no sentía nada en absoluto. Tenía sangre en la mano: sangre de Bastien, no sangre falsa. Y no tenía intención de lavársela. Era lo único que le quedaba de él.
Síndrome de Estocolmo, se recordó. Una aberración, o una leyenda, o quizás sólo un momento de completa locura por su parte. No importaba, había acabado. Con un beso perfecto.
Bastien no debería haber hecho eso. Hubiera sido menos duro para ella que se marchara sin más. De ese modo, jamás habría sabido lo dulce que podía ser, que había algo más, aparte de un deseo sexual que aceleraba la sangre.
Estaban en medio del Atlántico cuando abrió los ojos y vio que sus padres la estaban observando con expresión ansiosa.
—Estoy bien —dijo con calma, a pesar de que era mentira. Pero sus padres asintieron con la cabeza—. Sólo una cosa.
—¿Sí, cariño? —dijo su madre, y la nota de ansiedad de su voz demostraba que no se dejaba engañar.—No quiero ir nunca a Estocolmo —cerró los ojos de nuevo, dejando fuera de sí el mundo.
Capítulo 21
Era abril: un abril cálido, húmedo, lleno de nuevas promesas primaverales. París estaría abarrotado de turistas. Junto a agosto, abril era el mes de mayor afluencia. Pero Bastien estaba muy lejos de París, y pensaba estarlo por mucho tiempo.
Sabía cómo perderse mejor que la mayoría. Tenía el mejor entrenamiento del mundo. Y después de arrancarse la vía intravenosa del brazo y marcharse de la habitación de la clínica privada donde lo habían internado, había logrado esfumarse, a pesar de que se encontraba muy débil, y llegar a un lugar donde nadie, ni siquiera el Comité, daría con él.
Era el Comité lo que más le convenía evitar. Todos los demás querrían simplemente liquidarlo, y eso todavía estaba dispuesto a afrontarlo con ecuanimidad. El Comité no quería dejarlo marchar, y no aceptaba un no por respuesta. Si no regresaba, Thomason volvería a ordenar su muerte, y cuando echaba la vista atrás no estaba dispuesto a morir a manos de los suyos. Tenía demasiado orgullo para aceptar un destino tan ignominioso.
Había pasado una temporada en un villorrio de los Alpes italianos, esperando que curara la herida. La bala le había rozado el hígado, y durante un tiempo se había debatido entre la vida y la muerte, sobre todo porque habían tardado algún tiempo en descubrirlo, desmayado en el BMW, en la parte de atrás de la casa abandonada. Lo habían encontrado, y también a Maureen, pero era demasiado tarde para hacer nada por ella.
El Comité, sin embargo, no estaba dispuesto a permitir que desapareciera una de sus costosa inversiones, y Bastien había sido rescatado de las garras de la muerte dos veces. No iban a dejarlo marchar, y él dejó de resistirse y permitió que los médicos obraran su magia hasta que se halló lo bastante consciente como para controlar el dolor sin necesidad de medicamentos. Los fármacos atajaban el dolor, le mantenían dócil, le convencían para que hiciera lo que querían. Pero él no necesitaba sus drogas.
Había siempre un guardia apostado en la puerta de su habitación. De vez en cuando, si estaba lo bastante consciente, los veía, aunque ignoraba si estaban allí para protegerlo o para impedir que huyera. Nadie del Comité había asomado la cara, y no iba a esperar a que Harry Thomason apareciera para darle un ultimátum. Esperó hasta que fue capaz de caminar unos pasos, practicando cuando las enfermeras no estaban por allí. Luego se arrancó la vía, dejó inconsciente al guardia, le desnudó y se esfumó en la noche.
Los Alpes italianos primero y luego Venecia, una ciudad que conocía tan íntimamente como la mayoría de la gente conocía su casa. Nadie podría encontrarlo en los recovecos de Venecia. Si quería, podía permanecer perdido allí para siempre.
Pero no lo hizo. Estaba inquieto, se recuperaba más despacio que de costumbre, y tenía los nervios a flor de piel. Había dejado atrás otra porción de su vida, como tantas veces antes. Los años errantes con su madre y la tía Celeste, los años de egoísmo en los que pasaba de una mujer a la siguiente, usándolas para luego desaparecer. Y los años mortíferos, inacabables, eternos, trabajando a sueldo y bajo el control del Comité, que creía que el fin justificaba los medios, por monstruosos que fueran.
Y ahora volvía a errar por el mundo, solo esta vez. Moviéndose de un lado a otro, sin pararse el tiempo suficiente para dejar pistas. Abandonó Venecia después de la locura del carnaval y se dirigió hacia el oeste. Las Azores eran cálidas y apacibles, y sólo pensó en Chloe una vez, cuando, al oír el sonido líquido del portugués, se preguntó si ella habría logrado dominar también aquella lengua.
Estaba viva, estaba bien, se hallaba encerrada en las montañas de Carolina del Norte, y eso era todo lo que él necesitaba saber. Ella ya no tenía que contar con él para nada: ni para la comida, ni para el calor, ni para el sexo y la vida misma. A esas alturas, su solo recuerdo la haría temblar de espanto. Si es que pensaba en él alguna vez.
Sólo podía confiar en que no lo hiciera. Estaba mal equipada para los escasos días que habían pasado juntos: la muerte y la violencia no eran lo normal para una chica joven, sobre todo estadounidense. Si no había logrado dejar todo aquello atrás, Bastien estaba seguro de que sus padres la llevarían a rastras a un terapeuta para que la tratara hasta que estuviera curada. Curada del recuerdo. Curada de él.
Yacía al sol, dejando que su mente se vaciara y su cuerpo sanara. Ignoraba qué haría a continuación. Grecia estaba descartada y el Extremo Oriente no era buena elección. La mafia japonesa de los yakuza no se había tomado a bien la muerte de Otomi, y su red de espionaje rivalizaba con la del Comité. En cuanto pusiera un pie en Japón o en algún sitio cercano, sería detectado y eliminado, aunque a su alrededor hubiera millones de personas. Y había descubierto que ya no le gustaba coquetear con la muerte, aunque no entendía muy bien por qué.
No iba a ir a los Estados Unidos, de eso estaba absolutamente seguro. Estados Unidos era un país enorme, pero si ponía un pie más allá de sus inmensas fronteras, estaría pendiente de una única cosa. De una mujer. No haría nada al respecto, pero no sería capaz de concentrarse en nada hasta que volviera a marcharse. Incluso Canadá era demasiado cerca.
Suiza podía ser una buena elección, con su rígida neutralidad. O Escandinavia, quizá Suecia.
¡Cielos, no! Nunca más podría pensar en Estocolmo sin... En fin, ni siquiera sabía qué estaba pensando. Su mundo estaba inundado por ella, contaminado por ella. No había lugar al que pudiera escapar que no le hiciera pensar en ella. Quizá quería morir, después de todo.
O quizá aquello formara parte de su penitencia. Estaba bebiendo demasiado, pero ¿qué otra cosa podía hacer mientras yacía tumbado al sol, intentando no pensar? Beber y fumar, acostarse con las lindas camareras cuando estaba lo bastante borracho como para olvidar. Era una buena vida, se dijo mientras se colocaba las gafas de sol sobre la nariz y cerraba los ojos al radiante sol portugués. Quizá pudiera quedarse así para siempre.
El sol se ocultó y él esperó pacientemente a que reapareciera. Y luego abrió los ojos y vio a Jensen de pie junto a su tumbona.
Estaba muy cambiado desde la última vez que lo había visto al otro lado de la sala del hotel Denis, donde estaba acompañando a Ricetti. Su cabello castaño era más largo y muy negro, iba vestido con ropa vaquera de diseño y, aunque llevaba cubiertos los ojos por gafas de sol, Bastien estaba seguro de que ya no eran azules.
—¿Has venido a matarme? —preguntó con indolencia, sin moverse de la tumbona—. Estamos en un sitio bastante frecuentado, y odiaría que te atraparan.
Siempre nos hemos llevado bien. ¿Por qué no esperas a que esté en mi habitación, o solo en una calle desierta? —Te estás poniendo melodramático —contestó Jensen al tiempo que se sentaba en la tumbona de al lado. No parecía llevar pistola, pero Bastien no se llamaba a engaño. Ningún agente iba desarmado. Había demasiados enemigos desconocidos—. Si quisiera matarte, lo habría hecho en París cuando Thomason me lo ordenó, en lugar de dejarte marchar.
Bastien sonrió levemente.
—Pensaba que serías tú. ¿Qué te hizo cambiar de idea?
—Thomason es un cretino. No es eterno, y tú eres demasiado valioso para tirarte por el váter. Bastien esbozó otra sonrisa.
—Lo siento, Jensen. Mis servicios ya no están disponibles. Adelante, tira de la cadena.
Jensen sacudió la cabeza.
—Sólo mato cuando me pagan por ello —dijo—. ¿No quieres saber por qué estoy aquí?
—Si no es para matarme, entonces supongo que es para convencerme de que vuelva al redil. Y pierdes el tiempo. Dile a Thomason que le jodan.
—Thomason no sabe que estoy aquí, y si lo supiera, no le haría ninguna gracia.
Bastien se levantó las gafas de sol para mirar a su compañero.
—Entonces, ¿quién te manda?
—Tú y yo no somos los únicos miembros del Comité que asistimos a las reuniones.
—Dime algo que no sepa. Como quién más estaba en nómina.
Jensen negó con la cabeza.
—Eso es información privilegiada y, mientras estés fuera de la organización, es demasiado peligrosa para difundirla por ahí.
—Está bien —dijo Bastien, volviendo a ponerse las gafas—. No voy a volver, puedes decírselo. Puedes matarme o largarte.
—No he venido para hacerte volver, sino para advertirte.
—No necesito advertencias, Jensen. Me las he arreglado para mantenerme vivo hasta ahora, puedo seguir así mientras esté de humor.
—No se trata de ti, Bastien. Los dos sabemos que siempre estás en peligro. Es tu pequeña americana. Creemos que la han encontrado.
La primavera llegaba temprano a las montañas de Carolina del Norte, pero Chloe no estaba de humor para notarlo. Sus padres la mimaban, sus hermanos y hermanas revoloteaban a su alrededor, sus sobrinos y sobrinas la divertían, pero dentro de ella había un desgarro que seguía sangrando. Cada vez que pensaba que había cicatrizado, algo volvía a recordárselo, y empezaba de nuevo a temblar.
Maureen al caer en la nieve, el cuchillo volando de su mano, la sangre que empapaba los blancos ventisqueros. Sylvia, los ojos abiertos de par en par, mirando fijamente la muerte que se la había llevado. La maraña de cuerpos, los gritos, el olor de la sangre en el hotel Denis. Se acordaba y empezaba a temblar, y no había nadie allí que le recordara que debía respirar.
Estaban todos muertos: de eso se había asegurado. La policía había irrumpido en la escena de la masacre momentos después de que Bastien y ella saltaran por el balcón, y los que sobrevivieron al baño de sangre murieron en el hospital poco después. Resultaba muy conveniente que no hubiera quedado vivo nadie que pudiera contar la verdad. Monique había muerto en el hotel de un disparo en la cara, le había dicho Bastien. El barón había sucumbido un día o dos después, y los demás ya habían desaparecido.
Bastien era el único del que no sabía nada. Que ella supiera, podía estar muerto: llevaba demasiado tiempo coqueteando con la muerte, y había recibido un disparo. Claro, que no era fácil de matar. Quizá estuviera trabajando en una nueva misión, o quizá...
En todo caso, no iba a pensar en él. Bastien pertenecía a un pasado oscuro y confuso, un pasado al que ella no lograba dar sentido por más que se esforzaba. Así que lo dejaba correr, se movía de día en día en un estado de ánimo sereno y hasta firme, mientras sus padres la observaban con preocupación.
A mediados de abril habían empezado a relajarse. Se había matriculado en unos cursos en la universidad. El chino suponía un reto suficiente como para mantener su mente totalmente ocupada, y empezaría a trabajar como voluntaria en el hospital dentro de una semana o así. Cuando llegara el otoño estaría preparada para buscarse un empleo, y hasta para irse a vivir sola pese a las protestas de sus padres. Estaba recuperándose, y se negaba a pensar siquiera en el mal del que estaba curándose. Sólo sabía que requería tiempo.
De momento estaba a salvo. Los Underwood poseían más de ochenta hectáreas de terreno en la ladera de un pequeño monte, y su espaciosa casa era confortable, informal y se hallaba convenientemente aislada. La vieja granja había sido reformada, ampliada, derribada y vuelta a levantar a lo largo de un siglo o más, y en su estado actual era una casa laberíntica, desordenada y absolutamente acogedora. Su madre no fingía ser una persona pulcra, y aunque una mujer iba a limpiar una vez a la semana, el orden era una causa perdida. Todos los Underwood tenían demasiados intereses. Libros y proyectos, cañas de pescar y máquinas de coser, microscopios y telescopios y siete ordenadores en marcha ocupaban casi todo el espacio disponible.
Ni siquiera la casa de invitados se libraba, sobre todo porque Chloe estaba haciendo lo posible por mantener la mente ocupada. Leía constantemente: la televisión era demasiado efímera para distraerla. Hacía punto y jugaba al Tetris con denuedo en su Game Boy cada vez que tenía que pasar un rato en un sitio público. Hasta se llevaba la maquinita al cuarto de baño. Los pequeños bloques que caían en su lugar le proporcionaban una sensación de seguridad tipo zen, y jugaba hasta que se le entumecían las manos.
Se mostraba alegre, serena y agradable, y sus padres casi se dejaban engañar pensando que se estaba curando. Chloe sabía que iba a costarle mucho tiempo, pero no había prisa. Mientras tuviera la casa de sus padres para esconderse, dispondría de todo el tiempo que necesitaba.
—Creo que deberías venir con nosotros —le dijo su padre mientras apartaba un montón de papeles a un lado de la mesa del desayuno para poner un vaso alto de zumo de naranja—. Llevas mucho tiempo aquí aislada.
—No estoy aislada —contestó con calma, y aceptó el zumo de naranja que no quería, consciente de que sería inútil discutir—. Sólo estoy... de vacaciones. Si estorbo, siempre puedo...
—No digas tonterías —costaba trabajo hacer enfadar a su madre, pero Chloe era la más apta para conseguirlo—. Aquí siempre habrá sitio para ti, igual que para los demás. ¿Para qué crees que construimos la casa de invitados? De hecho, ya sabes que preferiría que te quedaras en la casa principal. Estaría más tranquila sabiendo que estás bajo nuestro mismo techo.
Chloe se bebió el zumo de naranja y no dijo nada. Sabía que su extraño mutismo era una de las cosas que más inquietaba a su familia, pero no podía hacer nada al respecto. Las conversaciones sin importancia habían dejado de interesarle, aunque consiguieran tranquilizar a su madre.
—Sé que la conferencia será un aburrimiento para cualquiera que no sea médico, pero tus hermanos van a ir con sus familias. Se celebra en un hotel precioso en la costa, y sé que te lo pasarías muy bien...
—Aún no —dijo ella en voz tan baja que su madre tuvo que inclinarse para escucharla—. Id y divertíos. Yo estoy bien aquí. No habéis ido a ninguna parte desde que volví, y sé lo mucho que os gusta viajar. Créeme, estoy perfectamente a salvo. Nadie va a molestarme, y me vendrá bien estar unos días sola.
—Llevas demasiado tiempo sola —se volvió hacia su marido, que acababa de entrar en la cocinaJames, convéncela para que venga con nosotros.
James sacudió la cabeza.
—Deja en paz a la niña, Claire. No le pasará nada. Sólo está cansada de tenernos alrededor. Un par de días de tranquilidad es lo que le conviene. ¿Verdad, Chloe?
Chloe logró levantar la voz.
—Desde luego que sí. No hay de qué preocuparse.
Claire Underwood miró a padre e hija con idéntica exasperación.
—No puedo oponerme a los dos —dijo—. Asegúrate de conectar la alarma, ¿entendido?
—Nunca usamos la alarma —protestó Chloe. —Pagamos un montón de dinero por ella, así que más vale usarla —dijo su padre, el traidor—. Prométeme que dejarás conectada la alarma y yo me aseguraré de que tu madre viene conmigo.
A Chloe no se le había ocurrido pensar que quizá su madre acabara negándose a ir. La sola idea de pasar un fin de semana a solas con ella le daba escalofríos. Y no porque no la quisiera, sino porque sus esfuerzos por estrechar sus lazos eran de una notoria ineptitud.
—Pondré la alarma —dijo—. Hasta iré a comprar una pistola y un par de perros guardianes si creéis que es necesario.
—No seas ridícula, Chloe —su madre se había dado por vencida—. Además, creo que tu padre tiene una vieja pistola en el desván.
—Estupendo. Iré a ver dónde están las armas antes de que ataquen las hordas mongolas.
—Muy graciosa —masculló su madre—. Sé que los dos pensáis que me preocupo demasiado...
—Y te queremos por ello —dijo James—. Pero, entre tanto, tenemos que irnos. Tú tienes que dar una conferencia y yo tengo que ver a mis nietos —miró a Chloe, que estaba sentada en un taburete con el zumo de naranja entre las manos—. Por cierto, no me importaría tener alguno más dentro de algún tiempo. No hay prisa, claro, pero podrías tenerlo en cuenta. Tengo entendido que Kevin McInerny ha vuelto de Nueva York y ha abierto un bufete en Black Mountain. Antes salías con él, ¿no? Un joven muy simpático.
—Sí, era simpático —dijo Chloe. Ni siquiera se acordaba de él.
—Puede que lo invite a cenar cuando volvamos —dijo su madre—. No te importa, ¿verdad, Chloe? Hubiera preferido que se le comieran los dedos de los pies unos lagartos.
—No, qué va.
Su madre se lo tragó sin rechistar y para entonces su padre había vuelto a aparecer con el equipaje.
—Que os divirtáis —dijo ella alegremente—. Yo estaré perfectamente.
Su madre le dio un rápido abrazo y se retiró para escudriñar su cara una última vez. No le gustaba lo que veía, pensó Chloe, pero no podía hacer nada al respecto.
—Ten cuidado —le dijo su madre.
Diez minutos después se habían ido y un delicioso silencio llenaba la enorme casona. Chloe conectó obedientemente el sistema de alarma en cuanto se aseguró de que habían salido de la finca, y luego se olvidó de él. Había un extraño frío en el aire. El olor dulce y maduro de la primavera había cesado de repente. Debería haber prestado atención al canal del tiempo, pero cuando veía tormentas de nieve en climas más septentrionales se ponía a temblar, así que normalmente evitaba verlo. El cielo estaba nublado, amenazaba lluvia, y el viento se había levantado y arrastraba un filo de hielo. Debía de estar llegando un frente frío, pensó mientras intentaba sofocar un nerviosismo instintivo. La borrasca no afectaría a su familia: le llevaban mucha delantera a la tormenta. Y tampoco la afectaría a ella: no tenía intención de ir a ninguna parte. Pensaba darse la gran vida mientras sus padres estaban fuera: tomar largos baños en el jacuzzi, ver viejos musicales en la televisión. Antes le gustaban las películas de artes marciales, pero desde que había regresado de París tenía poca tolerancia para la violencia artificial. Pero Judy Garland y Gene Kelly la calmaban y la inducían a creer en un lugar feliz donde la gente se despertaba cantando y bailando. Durante los días siguientes, iba a vivir en ese lugar, fuera cual fuese el tiempo que hiciera fuera.
Estaba oscureciendo cuando salió de la bañera y entró en la cocina envuelta en un grueso albornoz. El panel de seguridad estaba parpadeando, las luces verdes le decían que estaba a salvo, y por primera vez desde hacía meses se dio cuenta de que tenía hambre. Seguramente porque su madre no estaba allí, incordiándola para que comiera. Abrió la nevera que siempre estaba repleta y encontró lo que quedaba de una tarta de manzana. La sacó y cerró la puerta sólo para encontrarse de frente con los ojos oscuros y despiadados de Bastien Toussaint.
Capítulo 22
Se le cayó la tarta. La bandeja Pyrex se hizo añicos a sus pies, pero ella no se movió. Miraba a Bastien en estado de shock.
—Parece que has visto un fantasma, Chloe —dijo con aquella voz familiar e hipnótica—. ¿No creerías que había muerto?
Ella tardó un momento en recuperar el habla. —Tenía mis dudas —dijo. Él parecía cambiado. Estaba más delgado, su cara parecía haber enflaquecido a causa del dolor o de otra cosa, y tenía el pelo más largo y aclarado en algunas partes por el sol, a juego con su piel bronceada. Cosa rara, porque Chloe jamás se lo habría imaginado a la luz del sol, sino sólo en la oscuridad y las sombras.
—Cuesta mucho matarme —dijo.
Estaba muy cerca y Chloe comenzó a retroceder, pero él la agarró del brazo con fuerza. Ella forcejeó de manera instintiva, pero Bastien la levantó en vilo y luego volvió a depositarla en el suelo, lejos de los cristales rotos. Chloe había olvidado que iba descalza.
—Puede que quieras vestirte —dijo él—. Yo recogeré esto mientras espero.
—No hace falta que me vista —repuso ella—. No voy a ninguna parte, el que se va eres tú. Puede largarte ahora mismo. No sé por qué apareces de pronto, pero no te quiero aquí. Márchate.
—El collar. —¿Qué?
—He venido por el collar de diamantes —dijo con calma—. Te fuiste de París con él, ¿recuerdas? Tiene cierto valor y he venido a recuperarlo.
Ella lo miraba con estupor. —¿Por qué no has venido antes? —Estaba... incapacitado.
—¿Por qué no me has llamado para pedirme que te lo enviara?
—No es algo que yo confiaría al servicio de correos, ni siquiera a un servicio de mensajería. Lamento que mi presencia te moleste, pero no he tenido más remedio que venir en persona.
No sentía nada, se dijo Chloe. Era como pellizcar una herida, sólo para descubrir que estaba curada. Miró sus ojos oscuros e ilegibles y se convenció de que no sentía nada en absoluto.
—Está bien —dijo—. Voy a buscar el collar. Luego podrás irte. No tengo nada que decirte.
—No esperaba otra cosa —contestó él, recostándose contra la encimera—. Tráeme el collar y seguiré mi camino.
Ella se lo quedó mirando un momento. La cocina de su madre no era sitio para él. No podía estar allí, a unos pocos pasos de ella, mientras iba vestida sólo con un albornoz. No sentía nada por él, ni odio ni pasión: estaba totalmente abotargada, con aquel bendito entumecimiento que la había protegido durante esos días en París. Y tenía que sacarlo de allí enseguida, antes de que aquel aturdimiento se desvaneciera.
—Quédate aquí —ordenó y, pasando a su lado rápidamente, con cuidado de mantenerse fuera de su alcance, se dirigió hacia las escaleras de la cocina. Él no hizo intento de tocarla, y Chloe se sintió estúpida, pero no pudo remediarlo. Cuanto más cerca estaba él, más trémula se sentía.
La mayor parte de su ropa estaba en la casa de invitados, pero había algo de ropa limpia arriba, en la secadora. Encontró unos pantalones viejos de chándal de color gris, una sudadera holgada del mismo color y unos gruesos calcetines de lana. El pelo había empezado a crecerle otra vez, y se lo recogió en una coleta baja, pero se resistió a mirarse al espejo. Sabía qué aspecto tenía y no le importaba.
En realidad, se había olvidado del collar. Se lo quitó en mitad del Atlántico y cuando llegaron a casa su padre lo guardó en la caja fuerte. Si se hubiera acordado de él, quizás hubiera podido encontrar un modo de devolvérselo.
¿O quizá no? No sabía su nombre, para quién trabajaba, dónde vivía. No sabía absolutamente nada de él. Salvo que era capaz de matar.
La luz del anochecer era de un azul grisáceo, y miró por la ventana preguntándose dónde estaría su coche. ¿Cómo había logrado burlar el sistema de alarma? Una pregunta estúpida: seguramente podía traspasar paredes de piedra, si se lo proponía. Un sistema de alarma convencional sería para él un juego de niños.
Chloe miró con incredulidad los escasos copos de nieve que empezaban a caer. No debería nevar en abril, estando los narcisos y el resto del bello paisaje
a punto de florecer. Bastien debía de haber llevado la tormenta consigo, como el manto de hielo negro que rodeaba su corazón.