CAPITULO VII
—¿Estás dispuesto, Claude?
Lombass asintió con la cabeza.
—Claro que sí, Ivonne. Ya has oído a los demás. Están tan interesados como nosotros en descubrir el secreto de la cuarta pirámide, pero ni uno de ellos moverá un dedo sin permiso del profesor.
—Ya lo he visto.
—Yo no voy a esperar a que se decidan. Después de lo que ha traducido Lewis, del papiro que nos regaló el hombre vestido de oro, ya no me cabe la menor duda de que nos espera un descubrimiento extraordinario.
—Entonces, ¿a qué estamos esperando?
Volvieron a subir al mismo Land Rover, pero está vez no se dirigieron hacia el Valle de los Leprosos, evitando así que volviera a ocurrirles algún desdichado incidente.
Dando un gran rodeo por el Norte, evitaron atravesar el territorio de las tribus nómadas y dejando el Valle de los Leprosos a la izquierda, empezaron a atravesar valientemente la zona desértica que les separaba de la Puerta de la Luz.
Debido al gran rodeo que había dado, tuvieron que detenerse, al hacerse de noche, en un minúsculo oasis.
Mientras Claude encendía un pequeño fuego, Ivonne abrió unas latas de conserva para preparar la cena.
Sentados junto al vehículo comieron en silencio, ambos ensimismados. Cuando después de cenar, la muchacha preparó un poco de café y hubieron encendido sendos cigarrillos, Ivonne rompió el silencio:
— ¿Has olvidado lo que el hombre vestido de oro nos dijo?
—¿Te refieres a que debíamos esperar tres semanas?
Ya han pasado ocho días, pero no creo que tenga mucha importancia ese plazo.
Hubo un corto silencio; luego Claude:
—Hay muchas cosas que deseo esclarecer —dijo—. Empezando por aquel misterioso arreglo de nuestro coche, pasando luego por el atuendo que llevaban y, más importante aún, la exacta significación del papiro que nos entregó.
—Hay algo terriblemente extraño en ese hombre...
—Todo es extraño en este asunto Parece evidente que se trata de alguien que intenta mantener el secreto de un lugar sagrado. Lo que no comprendo es la necesidad de vestirse de esa manera.
—Quizá forme parte de algún ritual.
—Es posible —dijo Lombass ahogando un bostezo.
—También yo tengo sueño —dijo ella.
—No podemos dormir los dos al mismo tiempo. Sería necesario montar una pequeña guardia.
—Yo haré el primer tumo — decidió la muchacha — Échate a dormir dentro del Land Rover. Dentro de tres horas, te despertaré.
Sentada junto a la hoguera que iba apagándose lentamente, Ivonne pasó aquellas tres horas pensando en todas las cosas extraordinarias que le habían ocurrido desde su llegada a Egipto.
Sonrió al pensar que Claude, por el que sentía un gran afecto, no se habla atrevido nunca a decirle nada, aunque ella leyera en sus ojos unos sentimientos que habían nacido poco después de conocerse.
Pero como le ocurría a Ivonne, con idéntica pasión que ella, Claude, se sentía atraído hacia el formidable problema que había surgido con la traducción de los dos papiros.
Se percató de que era la hora de despertar a Lombass, y lo hizo, tendiéndose a su vez en el interior del vehículo.
Claude fue incapaz de sentarse empezando a pasear dando vueltas alrededor del minúsculo campamento. Sin darse cuenta, dio una patada a una de las latas de carne que no habían vaciado del todo, prosiguiendo luego su camino, presa de sentimientos contradictorios.
En contra de lo que él imaginaba, Ivonne no pudo conciliar el sueño. Un extraño presentimiento se había apoderado de ella, y se movió inquieta, sobre la colchoneta del asiento del coche, intentando escapar vanamente a aquella especie de angustia obsesiva que no se separaba de ella.
Era como si algo inevitable fuera a ocurrir, de un momento a otro.
Estuvo a punto, un par de veces, de levantarse para reunirse con su compañero; pero, percatándose de que iba a cometer una tontería y de que era estúpido dejarse llevar por un presentimiento, cerró los ojos, dispuesta a encontrar el sueño, fuera como fuese.
Fue entonces, cuando apenas traspuesta, oyó un alucinante grito de dolor que le atravesó los tímpanos.
Echando mano al fusil de repetición —esta vez llevaban armas en abundancia —, se precipitó al exterior, a tiempo de ver que Claude balanceándose como un hombre ebrio, se desplomaba ante ella en medio de un charco de sangre.
* * *
Los dos gigantescos negros convergieron hacia el doctor, que se había detenido ante la Puerta de la Luz.
Uno de ellos le dirigió una pregunta en un lengua que Moretti no conocía; pero, el médico, que se había tranquilizado bastante sonrió al tiempo que decía:
—Deseo ver a vuestro jefe
Los dos negros se miraron, y uno de ellos asintió con la cabeza haciendo un gesto al italiano para que le siguiera.
Mario podía apenas contener su emoción.
Pero cuando atravesó el umbral de la Puerta de la Luz, abrió desmesuradamente los ojos al ver ante él, en una sala subterránea de colosales dimensiones, una enorme pirámide de color plateado que le dejó boquiabierto.
Se volvió el negro hacia él, instándole de nuevo para que le siguiese, y así bajaron juntos por una escalera de caracol, cuyos escalones de piedra hablan sido desgastados y horadados por la acción del tiempo.
Usa vez en la parte baja de la gran sala, el negro se dirigió hacia una gran puerta, recubierta por lo que parecía ser una espesa plancha de oro, con inscripciones de jeroglíficos egipcios sobre su amplia superficie.
Profundamente impresionado. Moretti penetró en una sala, algo así como un despacho-biblioteca, cuyas paredes estaban cubiertas de estantes que contenían infinidad de papiros, aunque se veía también gran número de libros en algunos estantes.Un hombre alto, vuelto de espaldas, que llevaba una larga capa blanca que le llegaba hasta los pies, se volvió al oír entrar al italiano. Moretti se impresionó profundamente al ver el rostro noble de aquel hombre, con sus vestiduras del antiguo Egipto, todas ellas, desde la cinta que le cubría la frente hasta las sandalias de color dorado.
El italiano, ante la mirada serena del hombre, no sabía qué actitud tomar y, finalmente, con un hilo de voz, acertó a decir:
—Soy el doctor Mario Moretti.
—Yo me llamo Sinuris —dijo el hombre —. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Soy médico de la leprosería de la costa. He tenido ocasión de ver a uno de mis pacientes que había pasado por aquí y que recuperó los dedos que la enfermedad destruyó.
El hombre hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—No sé de quién hablas, porque son muchos los que han pasado por aquí y han sido curados.
—¿Cómo lo consigue... usted? —inquirió el italiano que no se atrevió a tutear al imponente personaje que tenía frente a él.
—No poseo ningún poder... Sólo la túnica mágica puede curar y regenerar.
—¿La túnica mágica? ¿Qué es eso?
El hombre avanzó hacia Mario.
—Sígueme.
Salieron de la estancia, y mientras se dirigían hacia la gran pirámide plateada:
—Tú eres un hombre de ciencia —dijo Sinuris—, y quizá puedas explicar un misterio que jamás hemos conseguido descubrir.
Penetraron en la pirámide, subiendo a ella por una pequeña rampa, atravesando luego una estancia completamente esférica, en cuyo centro había una especie de sitial ocupado por lo que al italiano le pareció un muñeco vestido de plata.
Pero apenas subió acompañado por el hombre por la rampa en caracol que conducía al sitial, cuando lanzó una exclamación de sorpresa:
—¡Un traje espacial!
Se acercó más, comprobando que el traje en cuestión estaba hueco así como la gran escafandra de color negro con la máscara traslúcida en su parte anterior.
—¿Cómo llegó esto hasta aquí?
—Sólo conocemos lo que dicen los papiros de lo que ocurrió en la época de los mil soles.
Moretti le escuchaba apenas Miraba al curioso traje espacial con una atención reconcentrada.
—¿Y dices que esta túnica cura la lepra? —inquirió atreviéndose a tutear a Sinuris.
Así es. De vez en cuando como ordenan los papiros, hacemos venir a algún que otro leproso que se mete en el interior de esa túnica. Le basta permanecer unos pocos minutos en ella para salir completamente curado.
—¡Es fabuloso! No sabes lo que me gustaría que me dejaras llevar esta túnica hasta mi hospital.
Sinuris esbozó una sonrisa.
—Tuya es si...
El italiano no escuchó el resto.
Se abalanzó como una fiera hambrienta hacia el codiciado traje espacial.
* * *
Ivonne se quedó petrificada.
—¡Claude! -exclamó corriendo hacia el joven
Haciendo un poderoso esfuerzo, Lombass consiguió ponerse de rodillas al tiempo que extendía hacia la muchacha un brazo casi completamente destrozado.
—Pero, ¿qué te ha ocurrido?
—Ha sido una hiena. Di una patada a una de las latas de carne, y la bestia después de devorar lo que había dentro, se me echó encima, atacándome por la espalda.
—Espera, no te muevas.
Ivonne penetró velozmente en el coche, apoderándose del maletín que contenía los medicamentos de urgencia y un reducido, pero eficaz instrumental quirúrgico.
Poco después, arrodillada junto a Claude, limpió las heridas, comprobando con horror... que los afilados colmillos de la hiena hablan fracturado los dos huesos del antebrazo izquierdo.
—Tendremos que regresar, Claude.
El denegó enérgicamente con la cabeza.
—Espolvoréame las heridas con antibióticos y ponme un suero antitetánico. No podemos regresar ahora, Ivonne. En este estado, el profesor no me permitiría volver a salir del campamento.
—Voy a darte un calmante. Conduciré yo, y cuando lleguemos a ese lugar, te arreglare lo de las fracturas. Voy a conducir sin descanso lo que queda de noche.
Instantes más tarde, tras haber ordenado a Claude que se echase en la parte posterior del vehículo, Ivonne apretaba el acelerador a fondo.
* * *
Los coches del grupo alemán se fueron acercando lentamente a la colina cónica.
Al informar a Von Ostenden de la existencia de centinelas negros, el profesor juzgó conveniente encargar al antiguo SS de la operación que iba a consistir en penetrar por la fuerza, en la Puerta de la Luz.
—No vamos a perder ni un solo minuto una vez que estemos dentro -explicó el profesor a su ayudante—. Nos limitaremos a cargar con todo lo que de valor encontremos.
—¿Y si hallamos resistencia?
—Esa bestia de Hans se encargará de abrirnos camino. Lo importante es llegar a la costa cuanto antes, fletar allí una nave de pequeño tonelaje y largarnos con viento fresco de este país
Detuvieron los coches al llegar junto a la colina. A la cabeza de sus hombres, armados hasta los dientes, Hans von Kramer se dirigió hacia el lugar en don de suponía le estaba esperando el doctor Moretti.
* * *
En cuanto las manos del médico se posaron en el traje espacial, un intolerable calambre le recorrió el cuerpo, lanzándole hacia atrás como si acabase de empuñar un cable de alta tensión.
Sonriente. Sinuris le tendió la mano para ayudarle a incorporarse.
—Nadie que no este enfermo puede acercarse a la túnica mágica — explicó el egipcio—. No eres tú el primero que intenta llevársela, pero nadie lo ha conseguido jamás.
Fue en aquel momento cuando un negro se acercó corriendo hacia ellos. Habló con el hombre vestido de oro en aquel extraño lenguaje que Moretti no comprendía y al que Sinuris contesto con unas breves palabras.
El sudanés volvió a alejarse a gran velocidad.
—Vas a tener la oportunidad de ver cómo cura la túnica mágica —dijo al italiano.
—¿De veras?
—Sí. Un hombre de tu raza acaba de llegar, acompañado por una mujer. Aquí llegan.
En efecto, Claude e Ivonne a los que acompañaba una pareja de negros subían en aquel momento la rampa de caracol que conducía al sitial.
—¡Doctor Moretti! —exclamó la joven al ver al italiano.
—¿Qué les ha ocurrido?
—Estábamos acampados, cuando una hiena atacó al señor Lombass. Nos dirigíamos hacia aquí.
Sinuris alzó la diestra reclamando silencio.
—Acérquese a la túnica —dijo a Claude—. En cuanto la roce se abrirá por la mitad y podrá usted penetrar en ella.
Así lo hizo Lombass, volviéndose a cerrar el traje espacial, ocultándolo por completo a la vista de los otros.
—¿Se da usted cuenta, señorita? —inquirió el médico.
—Esto es mucho más hermoso de lo que había imaginado — repuso Ivonne. Es fantástica esta pirámide plateada.
—¿Qué me dice del traje espacial? ¿Sabe usted el dinero que pagarían por una maravilla semejante?
—Yo pienso más en el bien que un objeto así podría hacer a los enfermos incurables —dijo Ivonne con mucha seriedad.
Fue entonces cuando el médico italiano se llevó la mano a la barbita blanca, mesándosela con visible nerviosismo.
—¡DiabIos! ¡Lo habla olvidado!
—¿El qué?
—¡Los alemanes! ¡Se disponen a atacar este lugar!
—¿De qué alemanes habla usted?
Moretti le explicó en pocas palabras lo que le habla acontecido desde que se encontró con Hans von Kramer.
—Tenemos que escapar de aquí, señorita. Esos individuos son muy peligrosos y vienen con la intención de apoderarse de todas las riquezas que existen aquí.
—Las riquezas significan la muerte —dijo la voz tranquila de Sinuris—. Los papiros dicen la verdad. Llegaréis a una tierra de maldad y repartiréis el bien a manos llenas. Pero nadie os agradecerá nada, y la maldad vendrá a buscar las riquezas que ansia.
Miró fijamente a la muchacha.
—Ahora, cuando la túnica mágica vuelva a abrirse, ustedes tres escaparan de aquí por un pasadizo secreto...
Justamente en aquel momento, se abrió el traje espacial, saliendo Claude que miraba, sin dar crédito a sus ojos, su brazo que había adoptado su forma y consistencia normales.
—Es prodigioso —dijo.
Pero Ivonne se acercó a él, explicándole lo que el doctor Moretti acababa de exponerle, así como las palabras que había pronunciado el egipcio.
Claude miro a Sinuris.
—Tenemos armas en el coche, señor. Armas suficientes para algunos de sus hombres. Podemos defender perfectamente este lugar.
Una misteriosa sonrisa se pintó en los labios del hombre vestido de oro.
—Mi muerte está llegando. Sólo necesito el tiempo necesario para poder enviar a los elegidos al lugar donde les llevará la pirámide de plata.
—Entonces, ¿está pirámide es un navío espacial?
—No conozco ese nombre —dijo Sinuris —. Sólo sé que la cuarta pirámide llegó a este mundo antes de que las otras tres fueran construidas.
—Pero, ¡eso es imposible! —Aunque... no había nadie, en el Egipto de aquella época, capaz de construir algo como estaba...
—Tampoco había nadie capaz de construir las otras tres pirámides, señorita —dijo el egipcio.
—¿Eh?
—Hubo un tiempo, —explicó Sinuris— en que la pirámide de plata cayó del cielo.
»En aquellos tristes días, las gentes que poblaban estas tierras estaban siendo sometidas al fuego de los mil soles: extraños globos de fuego que llevaban la muerte en sus entrañas y que hacían que la piel de los hombres cayese de los cuerpos como hojas caducas.
—Debe referirse a bombas atómicas —dijo Claude.
Pero Sinuris no escuchaba.
Tenía los ojos cerrados y la cabeza levantada, mirando hacia la parte más alta del interior de la pirámide de plata.
—Los que llegaron eran buenos y traían con ellos medios poderosos, como esta túnica mágica.
«Para evitar que la muerte se extendiera por todo el país que seguía recibiendo los globos de fuego que venían del Norte, los que llegaron construyeron tres grandes pirámides que albergaron a los más débiles, a los niños, a las mujeres... y a los ancianos.
«Veinte mil pobres criaturas habían sido quemadas por los soles, y todas ellas vinieron a la cuarta pirámide donde fueron curadas, penetrando como ha hecho este hombre en la túnica mágica.
«Pero los que vinieron cayeron igualmente enfermos y encontrándose lejos de la cuarta pirámide, perecieron sin poder gozar de las maravillas que habían traído de más allá del cielo.
«Sólo cuatro parejas quedaron aquí, cuatro hombres y cuatro mujeres, todos ellos demasiado jóvenes para poner en marcha a la cuarta pirámide...
Miró a los demás y esbozando una triste sonrisa:
—Yo soy el último descendiente adulto de aquella gente.
Cerró la túnica haciendo que desapareciera el brillante traje dorado que había bajo ella.
—Mis descendientes van a entrar dentro de unos instantes en la pirámide de plata. Los que vinieron trajeron libros con ellos, pero también aprendieron, en aquel remoto pasado, a entender el lenguaje y la escritura de los que ustedes llaman antiguos egipcios.
—Entonces —inquirió el médico—, ¿no han salido ustedes de aquí desde entonces?
Así es. Los que vinieron y sus descendientes, nosotros, hemos permanecido en la cuarta pirámide desde hace cuatro mil años.
—¿Y como han podido alimentarse en todo este tiempo? —preguntó Ivonne.
—Los que vinieron trajeron máquinas que no han cesado de producir alimentos con un mecanismo de transmutación. La Puerta de la Luz ha permanecido cerrada hasta que los papiros ordenaron que se abriera. Por eso nadie ha podido descubrirnos... hasta ahora.
—¿Y por qué no han continuado ocultos?
Sinuris entornó de nuevo los ojos.
—Fue culpa mía. Cuando me enteré de que había pobres leprosos en el valle, creí que mi deber era ayudarles. Por eso abrí la Puerta de la Luz.