CAPITULO VI
La expectación producida por el regreso de Claude e Ivonne, despertó al mismo tiempo la curiosidad de todos los miembros del campamento.
Reunidos alrededor de la mesa en el interior de la gran tienda de campaña que servía para las grandes ocasiones, escucharon atentamente el relato que Lombass les hizo.
Pero, cuando describió al grupo de hombres que les habían sacado del aprieto en el que se encontraban, algunas sonrisas florecieron en los labios de los presentes, siendo naturalmente la más irónica la del profesor O'Brien.
—¡Menuda mascarada! —exclamó Patrick —. ¿Están ustedes seguros de que no estaban rodando una película por aquellos andurriales.
—Es muy posible, señor —repuso Claude muy seria—, De todos modos, antes de llegar a ninguna conclusión, esperemos que Maroc haya terminado con la interpretación del papiro que me regaló el hombre vestido de oro.
Iba a agregar algo el irónico profesor, cuando Lewis penetró en la tienda, llevando en la mano un cuaderno en el que debía haber anotado la traducción del papiro.
—¿Y bien? —inquirió O'Brien con la misma sonrisa de incredulidad de siempre.
Lewis tardó unos instantes en empezar a hablar.
—¿No lo tome usted a broma profesor. Ni se asombre... porque lo que voy a comunicarle es algo que se sale de lo común.
—¡Adelante! ¡Hable!
Los símbolos del papiro son, cono los que encontramos en el ánfora, de la sexta dinastía Pero lo más extraordinario del caso lo constituye un anexo que se encuentra al final del jeroglífico. Se trata de dos dibujos que me han llamado poderosamente la atención: el primero representa las tres pirámides que todo el mundo conoce, rodeadas por soles...
El profesor movió la cabeza al tiempo que sonreía,
—Sin ser un criptólogo como usted, Maroc, conozco perfectamente la significación de esos soles: son símbolos de divinidades que en ese caso, vienen a ayudar a la liberación del faraón muerto y enterrado en la pirámide.
Lewis hizo un gesto de denegación.
—Lamento llevarle la contraria, profesor. Es cierto que un sol sobre una pirámide puede representar una presencia divina que viene en busca del alma del difunto. Pero he contado por lo menos diez soles alrededor de cada una de las tres pirámides.
—¡Simple exageración poética!
—Lo dudo — insistió Maroc—. Pero hablemos del último dibujo o ideograma si usted prefiere denominarlo así. Representa un sector del cielo y sobre uno de los astros, se ve una pirámide.
—Lo que le estaba diciendo antes —sonrió el profesor—. Usted sabe, tan bien como yo, el profundo sentido imaginativo que los antiguos egipcios poseían, especialmente en lo que se refería a sus muertos.
—La idea de un cielo, como última morada del alma de los muertos se encuentra en casi la totalidad de las creencias religiosas. No puede estar más claro, amigo mío. Esa pirámide sobre una estrella, significa sencillamente que el alma del difunto ha llegado a su celestial destino.
Lewis sonrió.
—Todo lo que usted acaba de decir, profesor, es la pura verdad. No obstante, permita que insista. No veo nada poético ni religioso en este último dibujo, ya que una serie de líneas señalan la posición exacta de una determinada estrella.
La sonrisa se amplió en los labios de O'Brien.
—Todos sabemos que los conocimientos astronómicos de los egipcios estaban bastante adelantados; pero dudo mucho que esa estrella no señale alguno de los planetas que por entonces se conocían.
—Se equivoca usted, profesor. La estrella que marca el ideograma está situada, sin duda alguna, fuera de nuestro sistema solar.
—Me hace usted gracia, Maroc. Pienso que si se hubiera dedicado a escribir novelas de ciencia Ficción, se habría hecho famoso.
Continuó la conversación durante largo rato, hasta que el profesor regresó a su tienda de campaña, permitiendo a los demás hablar con mayor libertad.
Estaban seguros de que los descubrimientos de Lewis eran de la mayor importancia, pero no acertaban a interpretar aquellos dos últimos dibujos de una manera satisfactoria.
* * *
La expedición, formada por seis vehículos, abandonó el Bunker a la calda de la tarde.
El profesor Von Ostenden había telefoneado a El Cairo, comunicando a las autoridades egipcias que se encontraba un poco enfermo y que deseaba tomarse unos di as de descanso
No dejó en la mansión más que uno de los guardas, con el encargo de contestar al teléfono, diciendo que se encontraba en La cama y que la fiebre le impedía responder.
El resto de los hombres, al mando de Hans, formaban parte de aquella expedición que avanzó velozmente hacia el sur, mientras el cielo se iba tiñendo de malva y el sol se ocultaba, semicírculo anaranjado, en la lejana línea del horizonte.
En el primero de los vehículos que conducía Otto Funker, iban el profesor, su ayudante Adolf y Erika.
Desde que se había enterado del descubrimiento que su padre había hecho, gracias a la instalación de micrófonos ocultos. Erika, dejando galopar su imaginación, soñaba ya con las fabulosas riquezas que le permitirían llevar una vida principesca en cualquier lugar del mundo, que no fuera Alemania.
A pesar de que las ganancias de su padre le habían permitido convertirse en la hija de un hombre rico, su ambición desmedida no se mostraba por eso satisfecha.
Había olvidado demasiado rápidamente la existencia de pequeña burguesa que llevó en Alemania, cuando el profesor ganaba un sueldo nada malo, pero insuficiente para satisfacer las caprichosas exigencias de Erika.
Ahora, todo sería distinto.
Junto a ella, Adolf Wanessann se dejaba igualmente llevar por ideas de grandeza. Pero él no había olvidado las estrecheces pasadas en su país natal, hasta que tuvo la fortuna de ser elegido por Von Ostenden para que le acompañase a Egipto.
Los sueños de Karl eran muy distintos.
Fanático nazi, siendo demasiado joven cuando los grandes profesores alemanes fueron «raptados» por americanos y soviéticos, tuvo que permanecer en una Alemania en ruinas y dividida, cuando pensaba haber acompañado a alguno de aquellos grupos, cobrando la fama que, por ejemplo, había conseguido Von Braun en los Estados Unidos de América.
La ocasión que había esperado tanto tiempo estaba a punto de ponerse al alcance de su mano.
Con el dinero que conseguiría con la venta del tesoro de la tumba, pensaba instalar un laboratorio de misiles en algún país de América del Sur donde, apoyado por el gobierno alcanzaría la fama que tan ansiosamente deseaba.
Hans von Kramer, sentado en la parte trasera del segundo vehículo, junto al médico italiano, seguía obsesionado con su brazo.
—Una vez más, doctor Moretti. ¿Está usted convencido de lo que vio por el microscopio?
—Completamente.
—Entonces, ¿puedo albergar alguna confianza?
—Seguro. Piense usted, señor Kramer, que los dedos del leproso habían desaparecido de la misma forma que su brazo le fue amputado. Pero puedo decirle aún más: su muñón está formado por tejidos vivos, mientras que los muñones de ese pobre enfermo no contenían más que células muertas, destrozadas por el bacilo de Hansen.
—¿Qué es eso?
—El microbio responsable de la lepra.
—¡ Ah!
—Lo que sigo sin explicarme, amigo mío, es cómo se consiguió una regeneración tan portentosa.
Hans sonrió, complacido.
—Eso lo veremos en cuanto lleguemos.
—Puede usted creerme. Estoy mucho más impaciente que usted.
—No lo creo.
La actitud del médico italiano había cambiado por completo.
Hasta se alegraba ahora de haber sido capturado por los alemanes, ya que así tenía la oportunidad única, de penetrar en aquel lugar misterioso al que todos llamaban la Puerta de la Luz.
Ningún interés tenía para él el tesoro que la tumba egipcia podría ocultar; lo que le quemaba de curiosidad era descubrir la manera con que la regeneración de los dedos del leproso se había llevado a efecto.
Si conseguía conocer el misterio, podría convertirse en el médico más famoso del mundo, lo que demostraba que incluso una persona como Mario Moretti albergaba también una inevitable ambición.
* * *
Lentamente, con paso mesurado, Sinuris descendió a la cámara inferior que una luz difusa, azulada, iluminaba.
La amplia frente del egipcio estaba surcada de arrugas.
Era como si una extraña premonición le asaltara; aunque pensaba que, después de todo, los augurios no podían equivocarse.
Nunca lo habían hecho.
Ni desde la explosión de los mil soles cuando los hombres que ahora poblaban la tierra vivían como animales, escondidos en grutas y cavernas, con el cuerpo cubierto por las pieles de los animales que mataban para su sustento.
Luego, el tiempo había transcurrido y los pueblos del norte, cada vez más poderosos, habían llegado hasta Egipto, dando a las pirámides la falsa interpretación que los mismísimos faraones les habían concedido.
Cuando terminó de bajar por la escalera, contempló a los diez muchachos y diez muchachas que, como de costumbre, estaban leyendo los viejos papiros en los que habían aprendido el profundo sentido del destino que les esperaba.
Deteniéndose un instante, Sinuris pensó en las innúmeras generaciones que habían precedido a aquélla que ahora tenía ante sus ojos, como también precedieron a la suya propia.
6.000 años habían pasado.
Como aquellos muchachos, también él había estudiado, esperando ser el elegido para penetrar en la cuarta pirámide; pero el momento no había llegado hasta ahora, y aunque los ojos del hombre no cambiaron de brillo sintió en la intimidad de su ser un poquitín de envidia hacia aquellos que iban a tener la suerte que tantas generaciones habían esperado inútilmente.
Los contempló durante un largo rato, sin despegar los labios; luego, con el ceño fruncido, giró sobre sí mismo, empezando a subir los escalones con el mismo lento y pausado paso con que los había bajado.
Sólo cuando penetró en la gran cámara, se dirigió a uno de los guerreros negros mirándole fijamente al rostro
—Ven conmigo, Aburis —le dijo—. Tengo que encomendarte una misión importante.
* * *
Los vehículos se habían detenido en pleno desierto.
Bajando del suyo, el profesor Von Ostenden se dirigió al Land Rover en el que viajaban Hans y el médico.
—Vengan un momento —les dijo.
Se apartó de la hilera de vehículos, esperando que los dos hombres se acercasen a él, y cuando ambos se detuvieron a su lado:
—Según mis cálculos, nos encontramos a unos dos kilómetros al sur de la Puerta de la Luz. Como ignoramos si alguien puede andar por allá, quiero que ustedes dos realicen una primera exploración.
Hans asintió con la cabeza.
—¿No sería mejor, señor, que nos acompañaran un par de hombres armados?
Karl le fulminó con la mirada.
—No estamos en Polonia ni en Rusia, Von Kramer. Sólo deseo que echen ustedes una ojeada a ese lugar y regresen inmediatamente para informarme de lo que hayan visto. ¿De acuerdo?
—Sí, señor.
—¡Pues... andando!
Hans y Mario empezaron a andar, bajo el cielo profusamente estrellado. No cambiaron una sola palabra durante el largo camino, rompiendo únicamente el silencio cuando, de repente, vieron ante ellos una colina de forma cónica.
—Parece una pirámide —dijo el médico.
Hans lanzó un gruñido por respuesta.
Estaba pensando, desde que dejaron los vehículos, que la suerte parecía haberse puesto de su lado.
El que el médico italiano le acompañara, le llenaba de gozo, aumentando su seguridad, ya que Moretti era la única persona capaz de entender lo que se tendría que hacer para que el brazo mutilado volviera a crecer.
Y si tal cosa acontecía, ¿para qué regresar junto al profesor y los otros?
Si tenía la suerte de encontrar algún vehículo en aquel lugar, Hans estaba dispuesto a cargar con todo lo que pudiera del tesoro de la tumba, huyendo hacia el norte hasta ponerse fuera del alcance de las manos del enfurecido Von Ostenden.
No estaba dispuesto a perdonarle la trampa de los «micrófonos ocultos», y se maldecía retrospectivamente por no haberse dado cuenta antes de aquel sucio truco.
Rodearon lentamente la alta colina cónica, caminando en completo silencio.
De repente, al llegar al lado norte, apercibieron una claridad azulada que escapaba de una gran entrada que había en la base de la colina.
—¡La Puerta de la Luz! —exclamó el italiano.
—¡Cierra el pico, matasanos! Vamos a acercarnos un poco más.
Así lo hicieron.
El último tramo, lo recorrieron arrastrándose, como fascinados por aquella luminosidad azulada que parecía brotar de las entrañas de la tierra.
Entonces vieron a los dos centinelas negros.
Tanto Hans como el médico abrieron desmesuradamente los ojos; pero fue Mario quién no pudo evitar el lanzar una exclamación de sorpresa.
—«Per la Madonna»! Van vestidos como los antiguos egipcios.
—Eso me importa un bledo —dijo el germano—. Si en vez de ir acompañado por un debilucho como tú, llevara a mi lado a uno de mis hombres, degollaríamos a esos dos negros en un abrir y cerrar de ojos.
Escupió rabiosamente en el suelo.
Su plan había fracasado.
El solo no podía encargarse de aquellos dos hercúleos sudaneses, y menos aún con un solo brazo.
—Voy a regresar en busca de ayuda —dijo—, Pero no se te ocurra moverte de aquí.
—No tema.
Moretti esperó un buen rato hasta estar seguro de que el germano se habla alejado lo suficiente.
Luego, con paso decidido se dirigió hacia la Puerta de la Luz, alzando ambos brazos en son de paz.