CAPITULO IV
Claude e Ivonne no tomaron más que lo necesario para el viaje de inspección que habían proyectado.
Cargaron en el Land Rover os víveres y aparatos de orientación, así como un mapa de la región que pensaban visitar. Por otra parte tal y como habla prometido. Lewis les proporcionó la copia de la traducción que había hecho del papiro
—Espero que tengáis buena suerte — les dijo al despedirse de ellos—. Pero do olvidéis lo que os dijo el médico italiano respecto a esos nómadas salvajes, que no dejan pasar a nadie hacia el valle.
Claude esbozó una sonrisa.
—No creo que se atrevan a meterse con nosotras
—¿Cuándo pensáis volver?
—Creo que una semana será suficiente para ver si lo que dice el papiro es verdad. De todos modos, mantendremos contactos con vosotros Todos los días, hacia mediodía, enviaremos un mensaje por radio.
Momentos después, d vehículo, conducido por Lombass, se alejaba ad campamento.
—Por el momento — dijo Claude— vamos a seguir directamente hacia el sur. En lo posible, evitaremos tropezamos con esos nómadas.
Ivonne le miró de reojo.
—¿Les crees capaces de cortarnos el paso?
—No lo se. De todos modos, por lo poco que conozco de esos pueblos, no están acostumbrados a obedecer órdenes de nadie.
—Estaban por aquí durante la guerra, ¿verdad?
—Sí. Casi todos, no se sabe exactamente por qué, ayudaron a las tropas germanas, aunque quizá fuera porque esperaban que Hitler, tal y como les había prometido, les convertiría en los dueños absolutos del norte de África.
—Eso quiere decir que odiaban a los ingleses, ¿no es cierto?
—Tampoco los ingleses hicieron demasiados méritos para ser amados por esa gente. A los ojos de los nómadas, hombres acostumbrados a vivir en completa libertad, la presencia de las tropas británicas, aplicando a veces una excesiva disciplina en esta tierra, terminó por exasperarles.
—Entiendo.
—Cuando los alemanes fueron vencidos, los ingleses cometieron el error de ejercer duras represalias contra las tribus nómadas que habían simpatizado con los nazis...
Lanzó un suspiro.
—...Desde entonces, procuran mantenerse alejados de la civilización, defendiendo con uñas y dientes esa zona de desierto inhóspito en la que viven.
—En el fondo, esa gente me da una cierta pena.
—No creo que sean tan inhumanos como dicen, pero como no les queda más que ese territorio, consideran a todos los que penetran en él como verdaderos enemigos.
Guardaron unos minutos de silencio.
Después de dejar la carretera, Claude introdujo el vehículo en una zona pobre de vegetación, cuyo suelo no era aun lo suficientemente arenoso como para ser calificado de desierto.
Seguían avanzando hacia el sur.
El calor se hada sentir cada vez con mayor intensidad, pero el coche carecía de ventanillas, lo que permitía que el aire circulase en su interior haciendo la atmósfera más respirable.
Después de haber encendido un cigarrillo, Ivonne dijo:
—Estaba pensando en el papiro.
—Yo también —confesó Claude—. En realidad, se ha hablado tanto de las pirámides, que no me extremaría que el papiro dijese la verdad, ya que deben existir otras tumbas donde fueron enterrados algunos otros faraones.
—Lo que más me extraña de lo que he leído —dijo la muchacha—, es la relación que parece existir entre esa cuarta pirámide y los leprosos.
—¿Qué quieres decir?
—Soy yo quien quisiera hacerte una pregunta.
—Habla.
—¿Crees que existían muchísimos enfermos de esa clase en la época de los faraones?
—No lo sé.
—Hablando con Lewis, hace un par de semanas, comentamos justamente este asunto.
—¿Y qué te dijo?
—Que por curioso que parezca, no había visto jamás en ninguno de los jeroglíficos que han pasado por sus manos, ningún símbolo que representara a alguien que padeciera esa horrible enfermedad.
—Sí que es curioso...
—Sin embargo, como sabes, aparecen figuras que representan a médicos que están operando a pariente realizando intervenciones quirúrgicas tan increíbles en aquella época como la trepanación.
—Es verdad.
—Por eso, si como dice en el papiro, existían tantos leprosos... y si no me equivoco, Lewis mencionó la cifra de 20.000, ¿cómo es posible que no se haya encontrado otro documento en el que se mencionara algo tan importante?
—Tienes razón. Es muy extraño...
Ella entornó los ojos, mientras fumaba en silencio.
Luego:
—Hay algo que me da vueltas en la cabeza.
—¿De qué se trata?
—¿Y si se tratara de una enfermedad distinta a la lepra?
—No sé lo que estás pensando, pero creo que la imagen que nos dio Lewis era bastante clara: hombres a los que se les cae parte del cuerpo.
—Eso ocurre también en otros casos.
—¿A qué te refieres?
—¿Has olvidado las lesiones por radiación atómica?
La sorpresa hizo que Claude perdiera un instante el control de la dirección, lo que hizo que el vehículo se desviase del camino. Frenó y, volviéndose hacia la muchacha:
—¿Te has dado cuenta de lo que acabas de decir, Ivonne?
—Sí.
—¿Es que quieres hacerme creer que los antiguos egipcios conocían la energía del átomo?
—Ya sé que parece una barbaridad y que no tenemos prueba alguna de que eso sea cierto. Pero hay cosas, en ese papiro, que me han hecho pensar en algo...
El etnólogo sonrió.
—¿Te refieres a eso de los «diez soles», ¿verdad?
Ella entornó los ojos, mirando hacia el parabrisas, pero con una mirada que parecía perderse en la inmensidad arenosa a la que se estaban acercando.
—Para mi — dijo sin volverse—, la imagen de esos diez soles posee una significación... como de una inmensa fuente de energía.
—¡Que imaginación la tuya!
Iba ella a responder cuando, de repente, una serie de orificios aparecieron en el capot del vehículo, seguidos casi inmediatamente por el estrépito de unos disparos.
* * *
—No entiendo...
Hans dirigió una mirada sardónica al italiano.
—Es muy sencillo, doctor Moretti De nada van a servir sus protestas. Estamos en un sitio aislado y alejado de la ciudad.
—Pero, ¿qué es lo que desea usted de mí?
—Qué hagas — dijo el germano apeando bruscamente el tratamiento— lo que ibas a hacer en El Cairo. Voy a proporcionarte todo lo que necesites para que estudies ese «fiambre»...
Y lanzando una sonora carcajada:
—...Y ahora sí que merece ese nombre, ya que lo he metido en la cámara frigorífica.
Moretti denegó enérgicamente con la cabeza.
—No tengo por qué obedecerle, signore. Mi deber es establecer contacto con mis colegas de El Cairo, y estudiar juntos el caso.
—Pues vas a hacerlo aquí solito y siguiendo mis instrucciones al pie de la letra.
—¡No haré absolutamente nada!
Los ojos de Hans brillaron intensamente.
—Sin duda alguna, habrás oído hablar de la SS, ¿verdad?
Mario se estremeció de pies a cabeza.
—Ya veo que sí —continuó diciendo el alemán—. Puede ocurrirte, amigo mío, lo que le pasó a ese leproso antes de que le curaran. Soy perfectamente capaz de ir cortándote los dedos uno a uno... o empezar arrancándote los ojos.
Fue el italiano a hablar, pero Hans se lo impidió con un gesto brusco.
—¿Ves este brazo? lo perdí en Rusia y, como puedes comprobar, lo tengo cortado por debajo del codo. Si a ese leproso le volvieron a salir los dedos, yo podría fácilmente recuperar lo que perdí en aquel maldito país.
—¡Esta usted completamente loco!
La dura mano izquierda del germano se estrelló en el rostro del doctor, que salió despedido como si acabara de recibir la patada de una mula.
—¡Levántate!
Mario obedeció, sintiendo que el lado izquierdo de la cara le ardía como si acabaran de aplicarle sobre la piel un hierro candente.
—Vas a empezar a trabajar ahora mismo —gruñó Hans—. Ya sé que tienes que comprobar lo que ha ocurrido con los dedos del muerto, y adivino que los resultados que obtendrás serán positivos.
—No sé...
—¡Claro que lo sabes, maldito italiano! Una vez hayas comprobado que esos dedos crecieron de nuevo, iremos al lugar donde se realizó ese prodigio.
—Los nómadas no nos dejaran llegar hasta allí.
El alemán soltó una nueva carcajada.
—Los nómadas son amigos míos, imbécil. Olvídate de todo eso y empieza a trabajar ahora mismo, si no quieres...
Moretti bajó la cabeza.
—Haré lo que usted me mande, señor; pero, por favor, no vuelva a golpearme... soy un hombre enfermo.
En realidad, no estaba enfermo, aunque fuera débil y no muy joven.
Por otra parte, ante aquella bestia humana que era el germano, Moretti se dijo que no tardarla en presentarse la ocasión de engañarle.
Desgraciadamente para él no conocía a Hans von Kramer.
No hubiera pensado en engañar a aquel hombre si hubiera podido leer en la mente del alemán cuál iba a ser su destino.
* * *
Instintivamente, al oír los disparos. Ivonne y Claude se agacharon, poniéndose a cubierto en el interior del vehículo.
Pasaron un par de minutos antes de que el etnólogo se atreviera a levantar la cabeza. Echando una ojeada a través del parabrisas, comprobó que no había nadie y levantándose definitivamente, saltó fuera del coche Ivonne le imitó.
Estaba más furiosa que asustada, y al ver que Claude levantaba el capot del Land Rover, se acercó a él.
—¿Es grave?
Antes de contestar, Claude hundió la cabeza, examinando detenidamente el exterior del potente motor.
—Creo que han roto el carburador —murmuró alzando la cabeza —. Lo que quiere decir que no podemos movernos de aquí.
—Pero, ¿quién ha podido disparar sobre nosotros?
—En principio, los nómadas. Aunque, hay algo que me extraña...
—¿El qué?
—El que nos hayan disparado con una metralleta. Fíjate en que hay seis orificios de bala en el capot.
Una sombra pasó por el rostro de la muchacha.
—¿Y qué vamos a hacer?
Tampoco esta vez respondió Claude. Miró lenta y pausadamente en todas direcciones, no viendo más que las dunas de arena y, aquí y allá, algunos matojos de raquítica vegetación.
—Enviaremos un aviso por radio al campamento — dijo finalmente—, Y esperaremos a que vengan a buscarnos.
Se dirigió al interior del coche, pero apenas había abierto la puerta y echado una ojeada al salpicadero, cuando juró en voz baja:
—«Mon Dieu».
—¿Qué ocurre? —inquirió Ivonne que, al acercarse a él había palidecido.
—Hemos tenido muy mala suerte —suspiró Claude—, Una de esas malditas balas ha destrozado la emisora.
Ivonne se mordió los labios.
El que aquella aventura empezará de forma tan desdichada, no dejó de producirle una cierta tristeza. Estaba visto que se habían mostrado demasiado optimistas, a pesar de las recomendaciones que les hizo el doctor Moretti.
—En realidad, dijo Lombass—, no debemos temer a que los nómadas nos ataquen. Si lo hicieran, tendrían a las tropas tras ellos en menos que canta un gallo. Se han limitado a inmovilizarnos aquí, demostrándonos que no desean que prosigamos nuestro camino.
Ella le miró con fijeza.
—Todo eso está muy bien, Claude. Pero me gustaría que me dijeras lo que vamos a hacer cuando se nos acaben los víveres y el agua. Hemos recorrido más de 50 kilómetros desde que salimos de la carretera.
Claude asintió con la cabeza.
—No va a quedarnos más remedio, pequeña —dijo— que intentar retroceder hasta la carretera, caminando únicamente durante la noche. Con este calor abrasador, nos derretiríamos antes de haber andado media docena de kilómetros.
Ivonne lanzó un suspiro.
—Tienes razón. No veo una mejor solución.