CAPITULO V
Fue una noche horrible.
De un lado, aquellos hombres silenciosos, que no se atrevían a mirar al sheriff, hundidos en sus pensamientos, sin saber exactamente, al menos alguno de ellos, si iban a hacer algo lógico o, por el contrario, cometer un error del que se arrepentirían toda su vida.
De otro modo, Pat, fumando cigarrillo tras cigarrillo, agradeciendo con una triste sonrisa las sucesivas tazas de café que iba sirviéndole la señora Thomason.
Todas las ideas de Pat giraban ante su hijo, como si desease envolverle con sus últimos y delicados recuerdos, como si quisiera llevar hacia él su postrer muestra de cariño.
El día estaba naciendo.
Pat se puso en pie y, mirando a los allí reunidos, dijo:
—La hora se acerca. Pero creo que antes deberíamos saber a qué conclusión hemos llegado esta noche. Todos nos la hemos pasado pensando y meditando. Veamos primero a los directamente afectados, y me refiero a Tower, Tiwf y Ruler. ¿Seguís en vuestros treces?
Fred asintió con la cabeza.
—Creo que respondo por los otros padres, Pat. Sí, seguimos pensando lo mismo.
—Bien. ¿Y tú, Thomason?
—He cambiado de opinión, Sleiter —repuso Clark—. Creo que no hay más remedio. Debes entregarte.
—¿Y usted, doctor?
—Sería inútil defendernos, Pat. No seríamos capaces.
—¿Y los otros? Pero ¿para qué abandonar? Ya veo... ¿Y vosotros, los jóvenes?
—No tienen que decir nada —intervino Thomason—. Para eso estamos nosotros aquí; ellos seguirán nuestras instrucciones.
El sheriff sonrió.
—¿Es cierto eso, Thomason? —inquirió, clavando sus ojos en los del mayor de los Thomason.
Este bajó la cabeza.
—Papá tiene razón —repuso el joven.
—De acuerdo. No veo por qué vamos a esperar a las nueve. ¡Vamos!
Al Torrester había palidecido. Miró a los otros con los ojos cargados de temor. Luego dijo:
—¿Es necesario que vayamos todos? —inquirió.
Pat asintió con energía.
—¡Naturalmente! Puedo pedir lo que desee, como se acostumbra a conceder a los condenados a muerte. Y yo soy, lo queramos o no, un condenado... Quiero que estéis junto a mí, que me veáis morir. Es algo que deseo que no olvidéis nunca.
Intervino Harry, el hijo mayor de los Matews:
—¿También tenemos que ir nosotros, papá?
Pero fue el sheriff quien repuso, cortando con un gesto al padre del muchacho:
—¡Claro que sí! De vosotros será el día de mañana esta ciudad. Y de cómo la regentaréis depende mucho lo que hoy vais a ver. Quizá se encuentre entre nosotros el futuro sheriff de Yellow Creek. Tenéis que saber que también es posible que esto se repita un día y que deberéis estar dispuestos a entregar vuestra piel.
Los jóvenes le miraron con horror. Sleiter sonrió y echó a andar hacia la salida de la casa.
* * *
Taffy se había despertado al amanecer y, después de abrir la ventana del banco, que daba a la calle, se había sentado, con un cigarrillo entre los labios, dejando que el humo se escapase lentamente del extremo quemado del papel.
Sonrió.
Un poco más de suerte y todo se acabaría como lo había previsto. Ahora pensaba en los hombres del pueblo y en cómo habrían reaccionado ante su exigencia de que le entregasen al sheriff.
¿Cómo sería el alguacil de Yellow Creek?
O muy estúpido o muy listo. El hecho de que hubiera desaparecido en el momento preciso parecía demostrar lo segundo, pero no conocía los planes de los Sullivan y, con toda seguridad, caería en el cepo.
«Los tenemos atemorizados —pensó—. Un poco más de presión en las clavijas y nos lamerán las botas. Pero no voy a permitir que Mat toque a esas chicas. Sería contraproducente. Y debo tener cuidado con Luke, cuando vuelva. El pequeño se vuelve loco cuando ve unas faldas o una cara bonita.»
Oyó un sonido de cascos por la izquierda y se irguió. Con una sonrisa en los labios, vio que se trataba de Luke, que regresaba ya. Pero enarcó el ceño al comprobar que su hermano menor traía al joven vivo.
—¿Qué mosca le habrá picado para no obedecer? —se preguntó en voz alta.
Luego fue a abrir la puerta del banco y gritó:
—¡Eh, Luke! ¡Estamos aquí!
El menor de los Sullivan torció el rumbo de los caballos y se acercó al edificio del banco rural.
Taffy hacía lo posible por contener la rabia que se había apoderado de él al comprobar que Luke no había obedecido sus instrucciones de acabar con aquel molesto testigo que era el hijo del sheriff. Vio que su hermano se apeaba del caballo y se acercaba, sonriente y con una sonrisa de triunfo en los labios.
—¿Cómo ha ido todo por aquí, Taffy? —preguntó.
—Mal hubiese ido si no hubiésemos seguido el plan previsto —repuso Davis, con voz hosca—. ¿Por qué diablos has dejado a ese tipo con vida?
Luke se encogió de hombros.
—Lo pensé mejor —repuso—. Además, iba desarmado y estaba medio muerto de miedo. ¿No crees que es mejor guardarlo como rehén por si el sheriff nos buscase dificultades? Y hablando del sheriff, ¿has conseguido que te lo entreguen?
—Todavía no ha acabado el plazo que di a los del pueblo.
—¿Y nuestros dos hermanos?
—Están ahí dentro.
—Vengo rendido. Me gustaría descansar un poco. He cabalgado toda la noche sin cesar.
—Pues tendrás que aguantarte. Tenemos muchísimas cosas que hacer. Los del pueblo no tardarán en llegar, ya que desearán que les devolvamos las tres muchachas que cogimos anoche como rehenes.
Los ojos de Luke brillaron como ascuas.
—¿Bonitas, Taffy?
—No pienses en ellas, Luke. Son un material sagrado y, al mismo tiempo, peligroso. Espera aquí. Voy a llamar a tus hermanos y podrás tomar algo en el interior. Luego pediremos comida al viejo del saloon. Ya te he dicho que teníamos mucho que hacer.
—¿Vale la pena este pueblo?
—Desde luego. Sólo ahí dentro, en el banco, hay una caja de caudales que debe de estar hasta arriba de oro. Pero no vamos a limitarnos a robar aquí. Nos llevaremos todo lo que haya de valor en cada casa. Será el mejor golpe que hayan dado los Sullivan en toda su vida.
—¡Bien pensado, hermano!
—Espera un poco. Voy a llamar a los otros.
Desapareció, y poco más tarde volvió seguido por Mat y Larry. Se veía claramente que ambos acababan de despertarse y el gordo se frotaba los ojos con fuerza, bostezaba y se desperezaba constantemente. Mat sonrió al ver a Luke. Acercóse a él y en voz baja le comunicó algunas de las características que había podido ver en las chicas que estaban encerradas en el piso de arriba.
—Si no hubiese sido por el idiota de Taffy... —le dijo, siempre en voz baja—. ¡Hay una pelirroja que es una preciosidad!
Luke se pasó la lengua por los labios.
—A veces no comprendo a nuestro hermano —gruñó.
—Yo tampoco. Te aseguro que me estoy cansando que se haga el jefazo en todas las ocasiones. Es como si nosotros no contásemos para nada, como si fuéramos, simplemente, ceros a la izquierda.
—Alguna vez terminará eso, no te preocupes.
—Cuidado; se acerca...
En efecto, Taffy, que había adivinado de qué estaban hablando sus hermanos, se plantó ante ellos y clavó la aguda mirada de sus ojos crueles en Mat y Luke.
—Si estáis pensando en las chicas —dijo—, olvidadlo. Y no vayáis a creer que lo hago por mi gusto. Conozco el paño. Eso es todo. En cuanto hayamos pasado la frontera y repartido el dinero, podréis hacer lo que os dé la gana. Hay mexicanas capaces de poner los pelos de punta a una estatua. Allí podréis divertiros, muchachos.
Los otros hicieron un gesto de asentimiento con la cabeza. Y fue en aquel momento cuando Mat, que se había quedado aparte, se volvió rápidamente hacia sus hermanos.
—¡Viene gente! —advirtió.
Se volvieron todos, y vieron avanzar por la calle una pequeña multitud que venía encabezada por el sheriff. Sleiter se había vestido por completo y llevaba la estrella prendida en el pecho. Los dos revólveres se balanceaban al compás de su cuerpo, y se había echado el sombrero hacia atrás, dejando ver un mechón de cabellos, bastante blanquecinos, que caía indolentemente sobre su frente.
Al ver a su padre, Dan sintió una emoción tremenda.
Este seguía sobre el caballo, con las manos atadas a la espalda, y no separó la mirada ni un solo instante de aquel hombre que tanto representaba para él. Se percataba claramente del peligro que se estaba formando en la atmósfera, como una tormenta imprevisible. Todavía no era capaz de adivinar los acontecimientos que iban a estallar de un momento a otro, pero una rara intuición le ponía un sabor amargo en la boca.
Cuando estuvo a una veintena de pasos de los cuatro hermanos, se detuvo y los de atrás lo hicieron, al mismo tiempo, dando la impresión de que se trataba de un extraño desfile perfectamente disciplinado. Un silencio completo cayó sobre la única calle de la ciudad, y hubiese sido posible oír el vuelo de una mosca. La tensión emocional llegaba al máximo y todos comprendieron que los momentos que iban a seguir serían definitivos y marcarían una pauta en la historia de Yellow Creek.
Fue naturalmente Taffy quien rompió el silencio. Abandonó la seriedad que cubría su rostro, sonrió y se adelantó un par de pasos, mirando con fijeza a Sleiter. Luego dijo:
—Ya veo que tus conciudadanos han cumplido su palabra, sheriff. ¿Sabes lo que esto significa?
—Sí —repuso Pat—. Lo sé perfectamente.
Su voz era tranquila y ni un solo músculo de su cara cambió la expresión estoica y decidida de su semblante.
—Hay una cosa con la que yo contaba —dijo el mayor de los Sullivan.
—Tu dirás —repuso el sheriff.
—Tus armas —y Taffy señaló los revólveres que colgaban del cinturón de Sleiter—, No se entrega a una persona armada. No creo que sea costumbre aquí...
—Y no lo es —dijo Sleiter—. Pero mi entrega está condicionada, ya lo sabes.
—No te entiendo.
—Claro que me comprendes. No te hagas el tonto. Tú eres el mayor de los Sullivan, ¿verdad? Te llamarás entonces David...
—Me llaman Taffy.
—Es igual. Yo vengo a entregarme, pero a condición de que antes sueltes a las tres muchachas que tienes como rehenes.
—¡Un momento! ¡Un momento! No creo que estés en situación de permitirte hacer el gallito.
—No me hago el gallito —repuso el sheriff—, Pero tampoco soy tonto. Ya puedes imaginarte que no estoy de acuerdo con lo que me han obligado a hacer mis conciudadanos. Si me hubiesen escuchado, las cosas hubieran pasado de otro modo.
—Desde luego.
—Me alegro de que lo comprendas. Pero ahora estoy decidido a que sueltes a esas chicas antes de quitarme los revólveres del cinturón. Piensa que estoy decidido a todo, Taffy. Sé perfectamente que tengo todas las de perder, pero también sé que, sin duda alguna, uno de vosotros caerá muerto antes de que yo me desplome, acribillado a balazos. Eso quiere decir que tengo aún algunas cartas en mi mano. Pero no creas que voy a utilizarlas tontamente. Tú prometiste la entrega de los rehenes si yo me presentaba, y ya estoy aquí. ¿Está bastante claro?
—Perfectamente.
La tranquilidad del sheriff había desesperado a Luke, que acercóse a su hermano y le dijo, con rabia:
—¡Déjame que le llene la tripas de plomo, Taffy!
—¡Estáte quieto, idiota! —le advirtió su hermano.
Luego, tras una corta pausa, sin abandonar su sonrisa, mirando fijamente al sheriff, dijo:
—Me gustan los hombres como tú, sheriff. Debes saber que no eres el primer tipo con estrella que me he cargado en mi vida. Antes, hace muchísimo tiempo, tenía la costumbre de coleccionar las chapas de los sheriffs que mataba. He llegado a tener unas cuantas...
—Lo sé. No hace falta que te hagas propaganda, Taffy. Sé los hombres que has matado y cómo los has matado.
—¿Qué quieres decir?
—Que tuviste que volver los cadáveres de los sheriff para quitarles la estrella. ¿Me equivoco?
—No querrás decir que les disparé por la espalda, ¿verdad?
—Eso es precisamente lo que he querido decir, Taffy. He oído hablar mucho de ti. Eres famoso, pero no como tú hubieras querido serlo. Muchos de los hombres que tumbaste eran más rápidos que tú. Pero te las arreglabas para que uno de tus hermanos le hiciera frente y luego, fríamente, acribillabas al sheriff por la espalda. ¿No es cierto?
David se encogió de hombros.
—Ya veo que no tienes pelos en la lengua, sheriff. Pero eso que a ti te parece mal, para mí ha sido un magnífico procedimiento. Lo importante es guardar el pellejo, ¿no te parece?
—Tarde o temprano, Sullivan, acabarás colgado de un árbol.
—Es posible. Pero lo que más me alegra, sheriff, es que tú no lo verás.
—Y eso ¿qué importa? Claro que conmigo podrás hacer, por vez primera, lo que no hiciste con los que me precedieron. Podrás matarme frente a frente, Taffy. ¿Lo entiendes? Porque lo harás cuando yo esté desarmado.
David se mordió los labios con rabia. La sonrisa había desaparecido de sus labios como por ensalmo.
—Hablas demasiado. Pero no creas que vas a enredarme. No me engañarás sheriff. Y ahora dejemos de hablar. Tenemos poco tiempo. ¿Vas a tirar tus revólveres?
—Sí. En cuanto esas chicas estén con los suyos.
—De acuerdo.
Taffy se volvió y, después de mirar a sus hermanos, se dirigió directamente a Larry, en quien tenía más confianza que en los otros, cuando se trataba de asuntos de mujeres
—Hazlas bajar, Larry —ordenó.
—Bien —repuso éste.
Nadie mencionó una sola palabra mientras el gordo estaba ausente. Aprovechando aquella ocasión, Sleiter miró a su hijo y le sonrió. Para Dan fue como un maravilloso bálsamo que le cerrase, de golpe, todas las heridas que la amargura había abierto en su corazón. Se sintió como nuevo, orgulloso de tener un padre como aquél y profundamente arrepentido de no haberle escuchado. Ahora se daba cuenta de que la violencia seguiría siendo algo importante en la vida de los pueblos del Oeste. Mientras hubiese hombres como los Sullivan, la ley tenía que estar asociada a la rapidez de las manos de un hombre que llevase una chapa, como la que colgaba del noble pecho de Pat Sleiter.
Larry apareció empujando a las muchachas que, con los ojos abiertos por el espanto, miraron la extraña escena que se desarrollaba ante ellas. Pero Taffy estaba alerta y las contuvo con un gesto. Después miró al sheriff.
—Ya están aquí —dijo—. Coge tus revólveres con las puntas de los dedos y tíralos al suelo.
—No tan aprisa, Taffy —repuso Pat—. Lo haré cuando ellas pasen por mi lado; no antes.
—De acuerdo. Pero no olvides que cualquier movimiento sería fatal para las muchachas. Porque están en la línea de nuestras armas y sacaríamos a toda velocidad.
—No temas. Yo acostumbro a cumplir mi palabra.
—Me alegro. —Se volvió hacia las jóvenes y dijo, con voz colérica—: ¡Andando, chicas!
Ellas apretaron el paso y luego echaron a correr, pasando junto al sheriff y precipitándose en los brazos de sus padres, que ya las esperaban detrás del Sleiter. Cuando hubieron pasado por su lado, Pat cogió cuidadosamente las culatas de sus Colt, con el índice y el pulgar de cada mano, y luego los tiró al suelo.
Ninguno de los Sullivan había sacado sus armas, pero todos tenían las manos cerquísima de las culatas, dispuestos a utilizarlas al menor movimiento sospechoso del sheriff.
Este sonrió.
—Ya ves que cumplo mi palabra, Taffy.
—Perfectamente —repuso éste—. Pero no creas que voy a olvidar que me has ofendido.
—Puedes irte al diablo. Tampoco me importa lo que digas. La única cosa que te pido es que dispares bien.
—Una bala al corazón, ¿verdad?
—Si. Es la única cosa que deseo.
Dan, sobre su caballo, no pudo contenerse más y gritó:
—¡No te dejes matar, papá! ¡Defiéndete!
Luke se volvió a medias y fulminó al joven con la mirada.
—Cállate, idiota. Y ve rezando por tu padre.
Fue entonces cuando a Taffy se le ocurrió aquella diabólica idea. Sonrió y, mirando con fijeza al sheriff, le dijo:
—Podría hacerte pagar ahora todos los insultos que antes me has dirigido, perro. Y creo que voy a hacerlo. Nunca he experimentado lo que siente un hombre cuando ve, ante sus ojos, cómo matan a su hijo.
El rostro de Sleiter se puso blanco.
—No puedes hacer esto Sullivan. He cumplido con mi palabra y puedes hacer con mi persona lo que desees. Pero ¿qué importancia tiene mi hijo ahora? El no está armado y, además, es incapaz de sostener un revólver en la mano. ¿Para qué matarle?
—Para hacerte sufrir.
El sheriff cerró los puños y sus ojos se clavaron en los revólveres que había tirado sobre el polvo que cubría la calle.
—No lo hagas, Taffy. Me obligarás a agacharme en busca de mis armas.
—Nunca llegarás a tocarlas.
—No lo intentes...
Detrás de Taffy, y sus tres hermanos se envararon, con las manos cerca de las culatas de sus Colt. La situación se estaba envenenando y la tormenta podía descargarse repentinamente de un momento a otro. Se hubiese podido decir que la frase archi sabida de que se estaba mascando la tragedia.
Pero Taffy siguió sonriendo.
—Me alegro que se me haya ocurrido esta excelente idea —dijo—. Voy a ordenar a Luke que le pegue un tiro a tu hijo. Un tiro de los que matan. Quiero ver tu rostro mientras ese cachorro de sheriff se retuerce de dolor en el suelo.
El rostro de Sleiter estaba blanco como el yeso.
—No hagas eso, Taffy. Ordena que disparen contra mí, haz lo que quieras con mi persona. Pero deja a mi hijo. Te repito, una vez más, que es un hombre incapaz de defenderse. Nunca quiso manejar los revólveres y tuve que expulsarle del pueblo porque todo el mundo se reía de él. ¿Qué ganarás matándolo? Tu enemigo soy yo; puedes apretar el gatillo y llenarme el cuerpo de plomo. ¿A qué esperas?
—Me gusta verte así, sheriff. ¿Adónde se han ido tus humos de antes? Ya no haces el gallito ni te atreves a insultarme. Me has faltado el respeto, ¿sabes?
—Estoy dispuesto a pedirte perdón.
—Eso me gusta más. Pero tendrás que hacerlo de rodillas.
Mordiéndose los labios de rabia, Dan dijo desde lo alto de su caballo:
—¡No lo hagas, padre! ¡No te arrodilles ante ese bandido!
Daba pena y miedo, al mismo tiempo, contemplar la expresión que se había pintado en el rostro del sheriff. Tenía la faz desencajada y los ojos desorbitados. Los puños estaban tan apretados que los nudillos se habían tornado blancos al no circular la sangre bajo ellos. Estuvo unos instantes contemplando los ojos de Taffy y luego, con brusquedad, se dejó caer de rodillas sobre el polvo de la calle de Yellow Creek.
—Te pido perdón... —dijo, entre dientes, mientras un frío estremecimiento sacudía su cuerpo.
Taffy lanzó una carcajada.
—¿Os dais cuenta, hermanos? —preguntó, sin volverse—. Es la primera vez que los Sullivan consiguen un triunfo como éste. Nunca olvidará la gente que obligaron a un sheriff a pedir perdón, de rodillas. ¡Menudo aspecto tienes ahora, amigo!
Sleiter estaba inmóvil, de rodillas, pálido como el papel.
—Pero no creas que has conseguido mi perdón —siguió diciendo, implacable, el bandido—. Me gusta ver cómo sufren los tipos que se vanaglorian de llevar esa chapa en el pecho. No has ganado nada, sheriff. Porque voy a ordenar a Luke que le meta un balazo a tu hijo en las tripas. ¿Te das cuenta de lo que va a sufrir?
Era demasiado.
Pat Sleiter sintió que algo horrible empezaba a latir en el interior de su cabeza. Una nube de roja ira pasó delante de sus ojos y lo olvidó todo, absolutamente todo, echando a rodar con la prudencia y no pensando más que en Dan, su hijo, lo único que había tenido hasta entonces y que debía seguir viviendo por encima de todo.
Fueron tan rápidos sus movimientos que casi sorprendieron a los Sullivan.
Al ponerse de rodillas, sus manos quedaron más cerca de los revólveres que había tirado antes sobre el suelo. Echóse hacia adelante y agarró las armas, al mismo tiempo que los hermanos sacaban las suyas. Pero el mayor de ellos comprendió en seguida que la postura del sheriff iba a dificultar el tiro y gritó cruel y despóticamente:
—¡Dejad que dispare yo!
Lo hizo.
Su posición le facilitaba un dominio absoluto sobre la silueta tendida del sheriff. Por eso, sacando a toda velocidad, disparó los dos revólveres al mismo tiempo, con una sonrisa cruel en los labios, sabiendo que no tiraba a matar y que los proyectiles, en su matemática trayectoria, iban a destrozar los brazos de Pat Sleiter.
Un dolor lacerante hizo que el sheriff se estremeciese; pero, a pesar de todo, la mano que apretaba ya el revólver se alzó un poco y logró disparar, aunque la bala sólo pasó rozando la cabeza de Taffy, que volvió a disparar de nuevo, hiriendo una vez más el brazo derecho de Pat.
Lanzando un grito horrible, Dan intentó saltar desde su caballo sobre Luke, que era el que tenía más cerca. Este se revolvió y disparó a una velocidad vertiginosa. Herido en la cabeza, el muchacho se desplomó y el caballo que montaba, espantado, salió corriendo. Dan se escurrió de la silla y quedó colgando sobre el suelo, con los pies trabados en los estribos, lo que hizo que el animal le arrastrase por la calle, levantando una enorme polvareda y haciendo que el grupo que estaba detrás del sheriff se abriese para dejar pasar al enloquecido animal.
Todo había sucedido en pocos segundos.
Viendo al sheriff que se retorcía de dolor en el suelo, Taffy se adelantó, con los revólveres aún humeantes, mirando a la gente que había retrocedido un poco.
—¡Que nadie se mueva! ¡Al primero que haga un gesto, le dejo seco!
Aquello inmovilizó por completo a los asustados habitantes de Yellow Creek.