CAPITULO II

Al bajar del viejo penco que montaba, Dan Sleiter sintió que su corazón se encogía. Ató al animal a la barra que había delante de la oficina de su padre, se sacudió el polvo que llevaba encima y sacó el paquete de tabaco. Lió un cigarrillo con manos nerviosas.

Era casi imposible que el sheriff no supiese ya lo sucedido en el rodeo.

Aquella idea torturaba al joven Dan y frunció el ceño. Hubiera dado cualquier cosa por evitarse la escena que le esperaba en el interior de la oficina. De todos modos, como cada año, las cosas iban a repetirse y tendría que escuchar palabras duras, quizá siendo ahora las definitivas e irreparables que, sin duda alguna, pronunciaría Pat Sleiter.

Dan recordaba perfectamente haber luchado contra aquel temor que se apoderaba de él, de una manera tremenda, cuando veía o se acercaba a un caballo sin domar. Había intentado explicarse miles de veces el motivo de aquel temor, y siempre lo atribuyó a la brutal caída que tuvo de muchacho, cuando se vio obligado a permanecer en el lecho muchísimo tiempo y, a pesar de lo que su padre decía, con el tremendo peligro de convertirse en un inválido para siempre.

Se lo había dicho en cierta ocasión, a solas, Andrew Foster, el médico de Yellow Creek. El golpe no dañó, afortunadamente, ningún hueso, pero estuvo a punto de troncharle la columna vertebral y transformarlo en un paralítico, cosa que aterró al muchacho que entonces era, y que se juró en su fuero interno no volver a montar ningún caballo salvaje.

Pero, indudablemente, no se trataba sólo de aquello, a pesar de ser muy importante.

Estaba lo de las armas.

Claro que este asunto estaba motivado por cosas completamente distintas al anterior. Su miedo a los caballos había nacido de aquella sacudida formidable que sufrió su organismo hacía tantos años; su repugnancia por las armas surgió cuando comprendió que la violencia no era el mejor ni el único camino de arreglar las cosas. No le había convencido su padre al hablarle de sus primeros tiempos, de las peleas en Yellow Creek, de los hombres sin conciencia que habían intentado apoderarse de las voluntades y de las riquezas de la localidad. Dan había leído demasiados libros para no entender las cosas de manera diferente. Pensaba, soñaba, en un Oeste civilizado, donde la ley no tuviese que residir forzosamente en los Colt del sheriff, sino en el cumplimiento de todo lo establecido en otros lugares, cosa que había demostrado su eficiencia.

¿No había gozado Yellow Creek de una tranquilidad absoluta en los últimos ocho años?

Allí estaba la prueba de que Dan tenía razón. Bastaba que un pueblo estuviese regido por una persona como su padre, que la cordialidad existiese entre sus habitantes, que se amasen los unos a los otros, que estuviesen estrechamente unidos, para que las armas sobraran. Lo cierto era que, poco a poco, los hombres de Yellow Creek habían olvidado los rifles y los revólveres, que ahora sólo adornaban las viejas paredes de las casas, armas oxidadas e inservibles. Y, a pesar de esto. Pat seguía obsesionado en sus ideas, a su hijo cada día le recordaba la necesidad de que el pueblo pudiese confiar en la personalidad de un hombre dispuesto a jugarse la vida por defenderlo contra cualquier clase de enemigo.

Pero ese hombre no sería él.

Suspiró.

Todo aquello estaba en su mente y formaba, por así decirlo, la esencia propia de su ser. Pero la realidad le llamó en seguida la atención y se dirigió, con paso lento, arrastrando los pies, hacia la puerta de la oficina de su padre.

La empujó y entró.

El sheriff estaba sentado detrás de su mesa de despacho.

—Pasa —dijo, con voz seca.

Dan se adelantó hasta llegar junto al borde la mesa de despacho, en la que apoyó sus manos. Sentía claramente que su corazón golpeaba con una intensidad inaudita en el interior de su pecho. La tranquilidad había huido de él desde que se acercó al pueblo. Todavía recordaba, con amargura, las palabras de advertencia que su padre le había dicho aquella misma mañana.

Hubo una larga pausa.

El sheriff contemplaba a su hijo como si fuera la primera vez que lo tuviera enfrente. En realidad, estaba intentando penetrar detrás de aquella frente amplia, al otro lado de los ojos azules de Dan, como si desease investigar lo que había en la cabeza del joven, cuáles eran sus ideas preferentes, cómo había nacido aquel repugnante y asqueroso miedo que le había convertido en el hazmerreír de todo Yellow Creek.

Cerró los puños velludos, mordiéndose los labios.

—Has vuelto a tener miedo, ¿verdad? —inquirió.

Dan bajó la cabeza.

—No he podido hacer más, padre. Ya sabes que es más fuerte que todo. Pero no creo que tenga tanta importancia como tú quieres darle...

—Ya lo sé. Tú encontrarás siempre argumentos para justificar una cobardía que me avergüenza y me enrojece. Bien sabes que, desde tu primer fracaso, no he querido volver a los rodeos. Todavía me estremezco al pensar lo que ocurrió aquel día. ¡Mi hijo! Por respeto a mí, apretaron los labios y no se echaron a reír al ver que temblabas como una mujerzuela, cuando te acercaron el caballo que debías montar. Ellos me conocen y saben perfectamente que no hubiera tolerado ninguna risa, ninguna burla. Pero, después, según he sabido, han dado rienda suelta a su hilaridad y se retuercen de risa al verte. Yo quise hacerte un hombre, Dan...

—Y lo soy, padre.

—¡Calla! Digo que quise hacerte un hombre, a mi medida, a mi forma. Uno de esos hombres que, a pesar de tus absurdas teorías, necesita el Oeste. Un hombre capaz de empuñar las armas y de llevar, con honor, esta estrella que pende de mi pecho. Un hombre en el que los otros confían, que garantiza la paz y la tranquilidad de un pueblo. Una fuerza que ninguna de tus ideas absurdas podrá destronar. Pero he fracasado...

—Yo creo que no, padre...

—¡Ojalá fuera cierto! Durante cierto tiempo, te creí. Creí que ese temor tuyo a los caballos era como un recuerdo amargo del golpe que recibiste cuando chico. Me metí en la cabeza la idea que tú mismo me proporcionaste, sabiendo, por experiencia, porque también he domado yo potros salvajes, que eso te pasaría, que olvidarías el golpe y que saltarías sobre los caballos con más fuerza y vigor de lo que tenías entonces, debido a tus pocos años. Pero me equivoqué. Todavía recuerdo, cuando eras pequeño, todo lo que esperaba de ti...

—No puedo, padre. No puedo.

—Y si con los caballos fracasaste —siguió diciendo el sheriff como si hablase consigo mismo—, ¿qué ocurrió cuando quise enseñarte a manejar las armas? Tenías, no obstante, heredada seguramente de mí, una puntería magnífica. Pero en seguida te horrorizaste. Me decías que las armas no contaban para nada, que el mundo iba a cambiar, que el orden y la ley se aplicarían de otra manera. ¡Iluso!

—Sigo convencido de que así ocurrirá, padre.

—Sigues convencido de lo que te conviene, cobarde. Yo ya he conocido otros hombres como tú, Dan. Buscan palabras, frases, teorías, hipótesis y todo lo que necesitan para justificar su miedo. Pero, en el fondo, son unos locos, unos insensatos. Porque no conciben la realidad y no saben adaptarse al ambiente en que viven. Tú me has dicho muchísimas veces, que has nacido demasiado pronto, que otras épocas vendrán en que la ley no estará apoyada por la dureza de los revólveres en las manos de un hombre con redaños para dispararlos. Pero la verdad es que has nacido ahora, que vives en el Oeste, que hay violencias y crueldad por todas partes, como lo demuestran estos pasquines que adornan mi despacho. Y mientras haya hombres, por mucho que evolucione el mundo, habrá violencia y será necesario que alguien, un sheriff o como quiera que se llame entonces, tenga la suficiente sangre en las venas para oponerse a los que intenten abusar de la ley y de los débiles.

—Yo no he nacido para ello, padre.

—Lo sé. Es triste confesarlo, pero lo sé. Lo que no puedo tolerar es que sigas siendo el objeto risible de este pueblo. Pocos años de vida me quedan, pero no quiero vivirlos con la amargura constante que me procura tu presencia. Además, pensándolo bien, creo que la vida puede enseñarte muchas cosas cuando no estés bajo mi cobijo, cuando te encuentres sin el amparo de mis revólveres. Cada hombre ha de hacer su propia historia, defender sus propios intereses y crear su propio destino.

Dan no dijo nada.

—Por eso te advertí esta mañana —siguió diciendo el sheriff—. Y no creas que mis palabras son como las otras veces. Son definitivas ahora.

El joven levantó la cabeza. Había una tristeza infinita en sus ojos azules.

—Entonces —dijo—, ¿debo irme?

—Sí. Es lo mejor. Te daré dinero suficiente para que puedas resistir un par de meses. Ve a donde quieras. Eso no mi importa. Voy a entregarte a la vida porque tengo la casi completa seguridad de que ella te enseñará. Si no eres capaz de aprender de ella, tanto peor para ti. Porque la vida, lo creas o no, es la mejor maestra de los hombres. Y cuando uno está solo, cuando tiene que defenderse contra todo y contra todos, vences... o pereces —se mordió los labios—. Y yo prefiero —dijo—saber que has caído en una lucha por defender tu propio ser que verte convertido en un fantoche, en algo que hace reír a todo Yellow Creek y que a mí, desdichadamente, me va matando...

—Está bien, padre. Si quieres que me vaya, me iré. Pero no esperes que me convierta en hombre violento. Mis ideas me lo impedirán.

—Haz lo que quieras. Sólo pido a Dios que tengas suerte, muchísima suerte. También le pido otras cosas, aunque veo que son pretensiones inútiles y vanas, ilusiones de un pobre padre que se hace ya demasiado viejo.

Abrió el cajón y extrajo de él un fajo de billetes, que antes había contado y atado con un elástico.

—Toma —dijo, tendiéndoselos a Dan—. Hay dinero suficiente para que puedas llegar lejos. Que Dios te bendiga.

—Gracias, padre.

—Coge ropa y cuanto necesites. Además de ese caballo vergonzoso que montas, puedes llevarte otro para el hato. ¿Entendido?

Sí.

Dos horas más tarde, montado en su caballo blanducho y dócil, llevando en reata a otro brioso y fuerte, cargado con todo lo que había considerado necesario, Dan Sleiter abandonaba Yellow Creek.

 

* * *

 

Todo el mundo se enteró de la marcha del hijo del sheriff pero nadie, en las horas que siguieron, se atrevió a decir una palabra delante de Sleiter. Sin embargo, la opinión general era que Pat se había extremado en su autoridad como padre y que Dan no se merecía, en modo alguno, aquel trato brutal.

Poco le importaba lo que se comentase en el pueblo y sólo le interesaba su propio sentimiento, el dolor que sentía, aquella angustia que había creído más fácil y que ahora, mientras Dan se alejaba por esos caminos de Dios, iba convirtiéndose en una verdadera obsesión, en la que la voz de conciencia reclamaba cosas horribles y, lo que era peor, el recuerdo de su esposa se asociaba, como si desde el otro mundo estuviese gritándole y reprochándole lo que había hecho.

Incapaz de permanecer un segundo más en su despacho, lo abandonó, cerró la puerta y cruzó la calle para penetrar en el saloon, donde casi todos los hombres mayores y algunos jóvenes estaban reunidos, en las mesas de juego, mientras que el viejo Al Torrester, el dueño del local permanecía detrás del mostrador, dispuesto a atender cuantas peticiones le hicieran.

Cuando el sheriff entró en el saloon, los hombres dejaron de hablar y de jugar. Parecía como si la varita mágica de un poderoso mago los hubiese convertido en estatuas. Pero todos ellos bajaron rápidamente la cabeza y volvieron a sus vasos, a sus juegos, mientras que Pat Sleiter cruzaba la salay se dirigía al mostrador donde pidió un vaso de whisky a Al Torrester,

—En seguida, Pat —se apresuró a decir el tabernero. Sleiter sabía que todas las miradas estaban clavadas en su espalda, las sentía como si se hubieran convertido en cosas materiales, en alfileres que lo hostigasen desde detrás. Pero hizo un esfuerzo, se llevó el vaso a los labios y bebióse el contenido de un solo trago. Luego sacó un paquete de tabaco e hizo un cigarrillo, sin dejar de mirar a Torrester, que se sentía molesto ante los ojos brillantes del sheriff.

—¿Quieres otro trago? —inquirió, finalmente.

—Sí. No me dices nada, ¿verdad?

—No sé... —se esquivó el otro.

Pat sonrió.

—Todos sois lo mismo. Seguro que estabais hablando de mí cuando entré aquí.

Se volvió, fulminando a los allí reunidos con la mirada.

—¡Hablo de vosotros! —gritó, con voz estentórea—. ¡Ya sé que estabais pensando lo que he hecho! Pues bien, ¡hecho está! Yo sé cumplir con mi deber y os he dado un ejemplo. ¿Cuántas veces os habéis reído de mi hijo en los rodeos? Entonces era divertido, como un espectáculo gratis. Yo os he quitado el motivo de la risa, amigos míos. Al mismo tiempo, os he demostrado que es mejor alejar a un muchacho como Dan que convertirlo en el hazmerreír de toda la población de Yellow Creek.

Nadie dijo una sola palabra.

Una vez que se hubo desahogado, el sheriff se volvió para beber, de un solo trago, el segundo vaso que le había servido Torrester.

—Todo el mundo te quiere —dijo el viejo Al—. No debes ponerte así, Pat.

—Ya sé que no tengo motivos...

—Nadie critica lo que has hecho —siguió diciendo Torrester—. Pero la verdad es que todos hemos sentido que Dan se fuese.

—Tenía que ser así.

—Lo comprendo.

Había algo de temblor en la voz del viejo tabernero. Y Sleiter se dio cuenta de que debía de estar pensando en su hijo, muerto en una riña, en Dallas City, hacía ya seis años. Completamente diferente a Sleiter, Torrester hubiera dado cualquier cosa por retener a su hijo que, desde muy joven, se aficionó al manejo de los revólveres. Pero no consiguió que permaneciera en casa y el muchacho se fue, sediento de aventuras. Dos semanas después de su marcha, comunicaron al viejo Torrester que había sido asesinado en un saloon de Dallas City, en una pelea estúpida y sin motivos.

—Dios quiera que Dan tenga mucha suerte —dijo el viejo Al Torrester.

—Gracias, amigo.

 

* * *

 

Taffy tiró de las riendas de su caballo.

Luego volvióse hacia sus hermanos y, señalándoles la aglomeración urbana que se veía al fondo de la pendiente, anunció:

—Ahí tenemos a Yellow Creek.

Larry, pasándose la lengua por los labios, dijo:

—Debe de haber un saloon, ¿verdad?

Taffy le fulminó con la mirada.

—Claro que lo hay. Pero no beberás ni una sola gota hasta que yo te lo ordene.

—¿Por qué?

—Porque primero tienes que llenar tu estómago. Es decir, primero tenemos que arreglar unas cuantas cosas. Vuelvo a repetiros a todos que no quiero la menor vacilación y que no toleraré nada en absoluto.

Luke dijo:

—¿Y si nos explicases tu plan, Taffy?

—De acuerdo. Eso sí que me parece interesante. Vamos a acercarnos, entraremos por la calle principal, la única que existe, e iremos directamente al despacho del sheriff. Ya comprendéis lo que tenemos que hacer allí. Lo haremos rápida y limpiamente. Luego...

Y siguió explicando su plan, cruel y terrible. Los otros sonreían a medida que las palabras salían por los labios de Taffy, en el que confiaban, ya que había sido su jefe desde el principio.

Cuando terminó, los miró, uno a uno.

—¿Qué os parece?

—Temblarán de miedo —dijo Mat.

—¡Buen plan! —exclamó Larry.

—Nos los meteremos en un bolsillo —concluyó Luke.

—Desde luego —dijo Taffy—, Hay que dar un buen escarmiento desde el principio. En cuanto hayamos concluido la primera fase, obligaremos a todos los habitantes a que se reúnan, por ejemplo en el saloon. Yo les hablaré. Sé lo que tengo que decirles.

—¿Y después? —inquirió Larry.

—Después comeremos, nos lavaremos y elegiremos las camas más limpias de todo Yellow Creek. Claro que habrá que establecer una guardia entre nosotros.

—Naturalmente —dijo Mat.

—Una vez hayamos descansado —siguió Taffy—, examinaremos el pueblo. Haremos un estudio detallado de todo lo de valor que se encuentre en él. Haremos que sus amables habitantes, nuestros súbditos, nos vayan entregando lo que después ha de ser nuestro botín. No dejaremos nada, absolutamente nada que podamos llevarnos. Pero cuento que podremos quedarnos en Yellow Creek un par de semanas. Las necesitamos, ¿eh, muchachos?

Ellos asintieron riéndose.

De repente, Larry se irguió sobre los estribos y, señalando hacia adelante, dijo:

—Hay un jinete que se acerca.

Todos miraron hacia allá y vieron, en efecto, un hombre que montaba un caballo de pesado y manso aspecto, seguido por otro brioso, cargado por unas maletas de madera.

—¿Quién será? —inquirió Luke.

—Alguien que se marcha del pueblo, si nos conoce, acabaremos con él. De todos modos —dijo Taffy—, podrá informarnos de algunas cosas interesantes que pueden sernos útiles.

Esperaron que el jinete llegase y, cuando estuvo ante ellos, le saludaron con fingida amabilidad. Taffy, que llevaba la voz cantante, acercó su caballo al del desconocido.

—¡Hola! —saludó.

—Buenas tardes —repuso Dan—. ¿Van a Yellow Creek?

—Sí, jovencito. ¿Y usted?

—Me marcho. Tengo negocios más al norte.

—Así que hombre de negocios, ¿eh?

—Sí, en cierto modo.

Hubo una pausa.

—Es la primera vez que venimos por esta parte del país —explicó Taffy, que se había echado el sombrero hacia atrás por si descubría algún gesto que significase que el joven reconocía a los Sullivan—. ¿Qué tal es Yellow Creek?

Dan sonrió tristemente.

—Un lugar encantador, señor...

—Me llamo Duncan.

—Un lugar encantador y tranquilo, señor Duncan. Trece casas en total y unos cuantos habitantes, no muchos.

—¿Hay un hotel?

—El viejo Torrester, el dueño del saloon, tiene unas habitaciones que suele alquilar cuando surge la ocasión. Es una persona muy amable y hace una excelente comida.

—Mejor que mejor. ¿Y el sheriff?

Dan fue a decir la verdad, pero se mordió los labios. Estaba todavía demasiado dolorido de lo ocurrido y, además, nada de su vida particular importaba a aquellos desconocidos.

—Se llama Pat Sleiter.

—¿Joven?

—No, pero tampoco viejo. Un hombre fuerte y decidido. Una excelente persona.

Le quemaban los labios aquellas palabras porque, en el fondo, seguía amando a su padre por encima de todas las cosas.

—¿Tiene algún ayudante?

—No. Vive solo. Perdió a su esposa hace muchísimo tiempo...

—¡Qué lástima! —exclamó Taffy, sin dejar de observar al joven. Luego, sonriente, inquirió—: ¿Mucha riqueza en el pueblo? No, no se extrañe que le pregunte eso. La realidad es que deseamos trabajo. ¿Cree usted que lo encontraremos en Yellow Creek?

—Creo que sí. Siempre se necesitan brazos. Hay mucho ganado, sobre todo el de los Thomason y el de los Tower. Pregunten por ellos cuando lleguen allí.

—Así lo haremos. Y muchísimas gracias por toda su información, señor...

—Me llamo Smith —mintió Dan.

Los otros hermanos estaban pendientes de un gesto de Taffy para sacar los revólveres y liquidar a aquel muchacho. Pero David se dijo que sería una estupidez alertar a los del pueblo con unos disparos y, además, aquel muchacho parecía de una inocencia tremenda. Por eso, llevándose la diestra al mugriento borde del ala del sombrero, dijo:

—Que tenga usted muy buen viaje, señor Smith.

—Muchas gracias. Y que ustedes resuelvan sus problemas de trabajo en Yellow Creek.

—Eso esperamos.

Dejaron pasar a Dan, que se alejó silenciosamente. Apenas había recorrido medio centenar de yardas ya había olvidado por completo a los forasteros. En su cabeza no había más imágenes que los recuerdos dolorosos de la entrevista que acababa de tener con su padre.

Esperando a que el joven desapareciese en el recodo del camino, en la pendiente de las colinas, los Sullivan permanecieron inmóviles. Luego, Taffy dijo:

—Sigamos, hermanos.

El sol empezaba a ocultarse en el horizonte y su luz teñía de rojo las altas crestas de las montañas que se veían al oeste. El camino seguía la pendiente y desembocaba en la calle principal de Yellow Creek.

Hacia allá marcharon los Sullivan.

 

* * *

 

Pat Sleiter bebió su tercer vaso y, considerando que ya había consumido una cantidad suficiente de alcohol, echó unas monedas sobre el mostrador de Torrester y dijo:

—Me voy a dormir.

—Que descanses.

—Gracias.

Cruzó la sala e hizo un gesto de saludo que le fue contestado por todos los presentes. Luego empujó las puertas basculantes del saloon y se asomó a la calle. A aquella hora, estaba casi completamente desierta y sólo vio a un par de mujeres, a las que reconoció en seguida, que entraban en el almacén de Jonathan Tiwf.

Cruzó la calle y ya delante de su casa su mano rozó el atadero donde había estado sujeto el caballo de su hijo. Aquella idea le hizo daño y, apresuradamente, abrió la puerta de su oficina para prepararse un poco de cena.

Entonces oyó unos cascos de unos caballos en el extremo de la calle.

Estaba demasiado cansado para hacer caso de aquello y supuso que se trataba de algunos viajeros que llegaban a la ciudad en busca de descanso antes de seguir el camino hacia el sur.

Subió a su habitación y empezó a desnudarse.

Nunca había encontrado su soledad tan angustiosa y completa.