Capítulo trece

El seis de enero de mil quinientos cincuenta y cuatro, Celia se despertó en su cuarto de la antigua abadía, por el ruido del granizo que golpeaba contra los vidrios y se estremeció al sentir el aire frío y húmedo que venía del Thames. Se puso a contar las siete campanadas de St. Saviour. Advirtió que Úrsula, que dormía junto a ella ya se había levantado, posiblemente para ir a misa temprano.

Es el día de Reyes, pensó Celia. Epifanía, el final del ciclo de Navidad… ¿Y el principio de qué? No había nada en especial que esperar. El tiempo había sido malo desde el día de la fiesta de los títeres. Anthony y Stephen no estaban nunca en casa y Úrsula y Celia se contagiaron de uno de los frecuentes resfríos de Mabel y tosieron penosamente durante diez días.

Celia todavía seguía tosiendo. Alzó la cabeza y sintió nuevamente ese dolor en la frente que la molestaba desde hacía varios días. Dejó caer la cabeza otra vez y cerró los ojos. Los abrió nuevamente cuando una sirvienta que le traía una bebida caliente corrió las cortinas de la cama.

—Buenos días, niña —dijo la mujer con una voz simpática—. Lady Wouthwell me encargó que la despertara.

Celia suspiró y murmuró:

—Buenos días —agregando en voz baja— ay, qué pereza tener que ir a misa.

—Pues entonces no vaya —dijo la mujer—. Dios no quiere que vaya.

Celia se demoró un instante en reaccionar ante las palabras de la mujer. Era una sirvienta que había entrado el día anterior.

—¿Qué ha dicho? —exclamó Celia—. ¿Qué es lo que quieres decir?

—Que nuestro padre celestial no quiere que vaya a la iglesia y simule que está masticando los huesos de su hijo y bebiendo su sangre.

—¡Debes estar loca! —exclamó Celia azorada aunque sintiendo ganas de reír—. ¡No debes decir cosas tan horribles! ¡Eso es una herejía! Si mi tía te oyera…

Celia miró el jarro con la bebida caliente y agregó:

—No puedo beber esto. No puedo tomar nada antes de comulgar. Tú no puedes dejar de saberlo.

La mujer asintió.

—Por eso mismo se lo traje. En la Biblia no está escrito que hay que ir a misa, ni que hay días de fiesta, ni se habla de agua bendita o de rezar a ídolos hechos por manos humanas, o con cuentas o que un hombre vestido con traje largo y encerrado en una casilla de madera pueda personar nuestros pecados…

—¿Estás segura? —dijo Celia sorprendida. Nunca había leído la Biblia, por supuesto, pero sabía que la religión cristiana se basaba en ella—. ¿Y cómo lo sabes? —dijo fastidiada bajándose de la cama y vistiéndose apurada para llegar a la misa de ocho.

—Porque he leído toda la Biblia de punta a rabo —dijo la mujer con voz triunfante—, Sir John Cheke fue el responsable de mi instrucción.

—¿Sir John Cheke? ¡Está encerrado en la torre por traición! Has recibido muy malas enseñanzas. ¡Tendré que pedirle al hermano Stephen que te encamine, pues de lo contrario no podrás quedarte aquí!

—¡Oh, señorita Celia…! —la sirvienta la miró tristemente—. Usted está tan ciega… pobrecita. Ningún hombre con faldas podrá apartarme de la verdadera palabra de Dios. Usted debería leerla, la confortará en sus tribulaciones y no necesitará ir a esa iglesia llena de muñecos.

Celia estaba confundida. Sabía que la mujer tenía que estar equivocada pero no encontraba palabras para refutarla. Lanzó un suspiro y comenzó a toser. Cuando la tos se calmó un poco, tomó el jarro con la bebida caliente y bebió todo su contenido. Sintió un alivio en su pecho. Desterró todas sus intenciones de asistir a misa. La enfermedad era una excusa admisible, pero sería un pecado venal que debería confesar el próximo sábado.

La mujer observó la cara bonita y atribulada y dijo rápidamente:

—Nuestro señor le proporcionará un buen marido señorita… si se lo pide como se debe, sin velas ni palabras en latín.

—¡Oh…! —exclamó Celia exasperada—. ¡No sé qué es lo que quiero! Déjeme en paz. Y no sigas hablando así porque tendré que contárselo a mi tía por lo menos. No podemos albergar a protestantes en esta casa. Y nada de alborotar a los demás sirvientes, tampoco.

—Haré lo que Dios me ordene hacer —respondió la sirvienta de buen modo—. Y él está siempre conmigo… en mi corazón —no pronunció ninguna otra palabra y se dedicó a cumplir con sus tareas habituales.

Ojalá tuviera yo algo en mi corazón, pensó Celia, pero luego se dio cuenta que era una tontería tener envidia de una pobre sirvienta.

Terminó de vestirse y bajó lentamente las escaleras, pero cuando llegó a la puerta del salón se detuvo sorprendida al oír la voz de su tía dando una entusiasta bienvenida. ¿Quién habrá llegado?, pensó Celia sin mayor interés. Entró al salón y la estrecharon en un fuerte abrazo.

—¡Dios te bendiga, querida, cuánto tiempo sin vernos!

—¿Maggie…? —dijo Celia absorta y echándose hacia atrás para poder ver quién le abrazaba. Era la mismísima Magdalen Dacre, pero totalmente distinta de la muchacha ansiosa e impetuosa que había visto en Cumberland.

Esta Magdalen estaba vestida de terciopelo verde y brocado plateado; tenía una capa forrada en armiño blanco y su pelo rojizo e indómito estaba cubierto por un gorrito bordeado de piel. Su cuello largo y su pecho cubierto de pecas estaban enmarcados por un gran volado muy a la moda. De su cinturón dorado colgaba el rosario y además un perfumero adornado con piedras preciosas del que fluía un perfume a claveles. Sus manos grandes y fuertes estaban cubiertas por un par de guantes primorosamente bordados.

—¿Qué sorpresa, eh, muchacha? —dijo Magdalen cuyos ojos pardos resplandecían—. Nunca adivinarás por qué estoy en Londres. ¿O ya se los ha contado Sir Anthony?

—N-no… —dijo Celia—, hace días que no lo vemos. Está siempre en la corte.

—¡Y allí es donde iré yo! —acotó Magdalen riendo—. No puedo creer en mi suerte.

—¿Te casaste? —preguntó Celia sintiendo un nudo en el pecho.

—No… no… —dijo Magdalen riendo—. Nada de eso —se dio vuelta para hacer partícipe también a Úrsula de su anuncio—. Su majestad la reina, Dios la guarde, me ha nombrado dama de honor. Mi padre se puso tan contento que me compró todas estas elegancias.

Magdalen aceptó las entusiastas felicitaciones con su modo tan cabal, sin ninguna falsa modestia. Pero no era su ropa elegante la que le daba a su silueta ese aire de esplendor, pues Celia sintió también un impacto al darse cuenta de la enorme diferencia de Durango. Celia nunca se había sentido inferior mientras estuvo en Cumberland en medio de los rústicos, violentos y groseros Dacre, pero ahora comprendió que Magdalen pertenecía a la nobleza, que su linaje se remontaba quinientos años atrás a los días de la conquista, que con excepción del nacimiento de Cristo, era la única fecha histórica que Celia conocía.

—Pareces algo debilucha, muchacha —dijo Magdalen súbitamente examinando la cara de Celia—. Pálida y enfermiza. ¿Será por el clima de Londres?

—Estuvo enferma —interpuso Úrsula—. Ambas estuvimos enfermas. Catarro y tos. Pero nos estamos reponiendo. Qué buena eres en venir a visitarnos, Maggie. Hemos estado muy aburridas, encerradas siempre aquí. —Ella también estaba absorta ante la transformación de Magdalen y algo apabullada, lamentándose que Celia estuviera vestida con su falda de diario, como correspondía para realizar sus tareas domésticas.

—No te ha olvidado —dijo Magdalen dándose cuenta de la situación. Su cariño por Celia había permanecido latente durante los últimos meses y aprovechando que ese día no tenía que estar en Whitehall acompañando a la reina y siguiendo un generoso impulso, decidió visitarla. Estaba muy impresionada por la flacura y el abatimiento de Celia.

—Bueno, mi querida —dijo al ocurrírsele súbitamente una idea—, no tienes por qué quedarte aquí encerrada, hoy es el día de reyes, tenemos que divertirnos. ¿Irás esta noche con tu tía a la recepción que ofrece la reina en Whitehall?

—¿A la corte? —preguntó Úrsula azorada—. Pero nosotros no podemos ir, Sir Anthony jamás mencionó semejante cosa.

—No le importará, tal vez se ha olvidado de decirles porque está tan ocupado con asuntos muy importantes —dijo Magdalen—. Pero estoy segura que si tuviera tiempo para dedicarles, no le gustaría nada verlas tan aplastadas. Además el palacio está abierto para todos esta noche. Habrá mil o más personas. Las mandaré buscar con un paje a las tres. Queda arreglado entonces y nada de complicaciones.

Abrazó cariñosamente a Celia, le dirigió una sonrisa a Úrsula y se marchó.

Pasados el primero momento de sorpresa, Úrsula se dedicó afanosamente a preparar el vestido… y el ánimo… de Celia, sin pérdida de tiempo. Quizás esa noche, pensó con su consabido optimismo, quizás esa noche algo sucedería para cambiar el destino de Celia como se lo había pronosticado el Maestro Julian.

El palacio de Whitehall estaba atestado de gente. La reina Mary sentada en su trono de la sala de audiencias resplandecía de felicidad. El emisario del rey de España, conde de Egmont, estaba parado al lado de la soberana; había sido enviado para ratificar el contrato matrimonial de Mary con el príncipe Felipe.

Hacía mucho frío afuera, el Támesis estaba parcialmente congelado y el granizo se había convertido en una fuerte nevada, pero los numerosos candelabros adosados a las paredes y la infinidad de chimeneas encendidas, así como los trajes de terciopelo forrados de pieles, impedían que los invitados sufrieran los efectos del frío.

Anthony estaba parado cerca del trono conversando sin mayor entusiasmo con el altanero y poderoso conde de Pembroke, que había sido amigo de Northumberland y que no aprobaba el casamiento de la reina con el príncipe español. Era el noble más importante después del duque de Norfolk, un enemigo acérrimo del catolicismo y hasta pocas semanas atrás, muy poco amable con Sir Anthony, pero su actitud cambió cuando la reina demostró una marcada predilección por el señor de Cowdray.

—¡Qué concurrencia tan desagradable! —observó Pembroke—. Nuestro malogrado y joven rey jamás hubiera tolerado semejante cosa. ¡Algunos son simples plebeyos!

Anthony arqueó las cejas y dijo:

—En efecto, milord, ¿y se refiere usted especialmente a mí?

—No, no, mi querido caballero, me refería —y con una mano señaló hacia el extremo del salón—: Me refiero a ese grupo parado junto a la puerta.

Anthony miró en esa dirección y vio al Maestro Julian conversando con los Allen y un hombre joven vestido con ropas doctorales.

—Los conozco a todos menos al hombre joven. Son gente muy respetable.

—Como lo es la cuarta parte de Inglaterra —refunfuñó el conde—. El hombre joven es John Dee y no lo considero respetable, dice ser médico y ahora es el astrólogo real. Un sujeto peligroso, practica magia negra, alquimia, brujerías… ¡No es posible tener semejante clase de sujeto en la corte!

Anthony no daba mucho crédito a las acusaciones del conde, pero decidió investigar qué clase de persona era Dee. Cuando se acercaba al grupo vio la alta silueta de Magdalen Dacre que sobresalía entre la concurrencia y vio que estaba acompañada por otras dos mujeres a las que inmediatamente y con gran sorpresa reconoció: eran Lady Úrsula y Celia. Avanzó rápidamente hacia ellas sintiendo al mismo tiempo una gran alegría y un sentimiento de culpa.

—Así es, señor —dio Magdalen advirtiendo el arrepentimiento de Anthony—, como usted parece algo descuidado con las mujeres de su casa, alguien tuvo que recordarle sus deberes esta noche de fiesta.

Anthony rio y golpeándose el pecho agregó:

Mea culpa, señoras, me alegro mucho de verlas.

Y así era en efecto, aunque no sabía muy bien qué hacer con ellas. Anthony se dio cuenta que tanto Úrsula como Celia era lo que el conde de Pembroke llamaba plebeyas, no eran parientes suyas y no era admisible que comieran en el salón con la reina.

Magdalen se apercibió de su dilema y dio alegremente:

—Yo puedo encargarme de pasearlas por el palacio. Un poco más tarde servirán comida y tortas en los cuartos del fondo —dijo dirigiéndose a Celia—, tienes que tratar de cortar bien la tajada para sacarte el poroto de la suerte, así serás reina durante esta noche, igual queso majestad.

—Gracias Maggie —dio Úrsula vivamente—, pero Celia y yo nos las arreglaremos lo más bien las dos solas. Ya hiciste demasiado en mandarnos buscar —tomó a Celia por el brazo dándose cuenta perfectamente bien del problema que le suscitaban a la muchacha con su presencia y apreciando su buen corazón.

—No vayamos allí… —dio Celia con una voz apagada.

Úrsula vio entonces al Maestro Julian conversando con los Allen.

—¿Y pensándolo bien, por qué no? —dijo Celia súbitamente. Alzó el mentón y con voz dura agregó—: No tenemos por qué circular entre todos esos pavos reales como unos alicaídos gorriones, y por lo menos ellos serán alguien con quien poder conversar.

Úrsula asintió aliviada al notar que la muchacha había superado su aversión hacia la señora Allen.

El público era tan numeroso que avanzaron dificultosamente, y cuando por fin llegaron junto a la puerta los Allen habían desaparecido y quedaban solamente Julian y John Dee.

Benvenuti… —dijo Julian besando la mano de Úrsula—. Parece que nuestros encuentros siempre se deben al azar, a un afortunado azar.

—Evidentemente —respondió Úrsula, retirando fríamente la mano— ya que por lo visto usted no se digna venir cuando requerimos urgentemente su presencia.

—Le ruego que me disculpe, Lady Wouthwell —dijo Julian—, pero Wat dijo que no era necesario y veo que Celia se ha recuperado aunque la noto algo pálida y delgada…

—Tal vez podamos darle a la señorita una muestra de nuestro «elixir vital» —interpuso John Dee inclinándose hacia ella—. Sería más prudente antes probarlo con… otras personas.

—¿Qué es lo que quiere probar conmigo, señor? —inquirió Celia conteniendo la risa—. Suena a algo espantoso.

—Es el «agua de la vida», mi querida. El doctor Dee y yo hemos instalado un laboratorio. Se asombraría usted señora de la cantidad de retorta y crisoles, y el cristal en el que el maestro John puede ver seres angelicales.

—¿Magia…? —susurró Úrsula entusiasmada—. Pero seguro que…

—Magia blanca, señora. Nada de brujerías. La alquimia es una rama de la medicina —explicó Julian.

—Por supuesto —asintió Úrsula rápidamente—. Y cómo me gustaría saber más de esas cosas. Tal vez ustedes señores podrían decirme si debería preparar mi purga de azufre durante la luna llena y si sería mejor que le agregara una clara de huevo pues no consigo que me salta transparente.

Celia escuchaba distraída las preguntas de su tía que eran respondidas con gran seriedad por el doctor Dee. Sintió que su corazón palpitaba con fuerza nuevamente y se lamentó de haber venido. Se sentía sola y abandonada.

—¿Señorita de Bohun? —dijo una voz mientras una mano masculina le tocaba el brazo. Se dio vuelta y se encontró con Sir John Hutchinson—. ¡Jesús bendito! —dijo—. Qué susto me dio, señor —agregó sonriendo. El robusto caballero se estremeció de alegría pensando que la radiante sonrisa se debía a un auténtico entusiasmo de Celia por su persona.

—He p-pensado mucho en usted, señorita, pero m-me enfermé esa misma noche de la comida —dijo Hutchinson tartamudeando como un muchacho—. ¿Pensó usted alguna vez en mí? —agregó tocándole la mejilla.

—Una que otra vez —dijo ella mintiendo caritativamente—. Yo también estuve enferma —y acto seguido comenzó a toser.

—No debería haber salido con este tiempo —exclamó el caballero— debería cuidarse, deberían mimarla… su tía me parece que es algo despreocupada —agregó mirando enojado a Úrsula.

—¡Mi tía no es despreocupada! —exclamó Celia—. Siempre es muy buena y cariñosa conmigo.

—¿Qué pasa? —dijo Úrsula acercándose a ellos pero sin poder recordar quién era Hutchinson—. Precisas que te defienda, mi querida. Sé que nos conocemos, señor, pero no recuerdo su nombre.

—John Hutchinson, caballero, viudo, procedente de Boston, Lincolnshire, comerciante en géneros, pariente de Lord Clinton, con una fortuna que asciende a diez mil libras, siempre y cuando no se hundan mis barcos que navegan rumbo a Calais.

—Lo que usted tiene, Sir John es una buena cantidad de aire en su pulmones —dijo Úrsula.

—No me gusta andar con rodeos —dijo él—. Es una pérdida de tiempo —sus penetrantes ojos azules se clavaron en Úrsula y ella comprendió inmediatamente el significado de tanta explicación, sobre todo al ver la mirada tierna que le dirigió luego a Celia, que estaba a mil leguas de las intenciones del robusto caballero.

—Hay demasiado ruido para poder hablar aquí como es debido —dijo Sir John—. Mañana por la mañana pasaré por la abadía. Y ahora llévela a la cama, señora y cuídela de las corrientes de aire —se inclinó y se alejó rengueando levemente en medio el gentío.

Úrsula se sonrojó y se mordió los labios. Su primera reacción fue de indignación. ¡Cómo se animaba un comerciante gordo y viejo a enseñarle cómo debía cuidar a Celia! ¡Cómo se animaba a codiciar su preciado tesoro! Un vulgar mercader tan viejo como ella. No permitiría que pusiera un pie en la abadía.

—Veo que está algo fastidiada, Lady Úrsula —dijo Julian suavemente. Había observado de lejos toda esa escena y como le sucedía frecuentemente cuando se trataba de Úrsula y Celia, el presente, todo el alboroto, la gente, la música, parecía diluirse, esfumándose hasta desaparecer por completo. Tenía la sensación de estar a solas con ambas mujeres hacia las que se sentía traído por fuetes y misteriosos lazos. Se sentía en cierta forma, como si estuviera predestinado a salvarlas de algo, como si estuvieran atrapadas por una extraña telaraña de la que solamente él podía liberarlas. Y al mirar a Úrsula, su rostro pareció desfigurarse. Sus clásicos rasgos ingleses, sus arrugas, su pelo gris se volvieron transparentes, dejando al descubierto otra cara más joven, de piel color mate, ojos oscuros y vivaces, una cara a la que una vez había amado y herido dolorosamente… en una época más allá de los límites de su memoria.

—Debe irse de Londres —dijo inclinándose hacia Úrsula—. Llévesela a Celia sin pérdida de tiempo. ¡Vayan a Cowdray! ¡Mañana mismo!

—¡Cowdray! —exclamó Úrsula—. Pero Maestro Julian, los caminos están cubiertos de nieve. Sir Anthony no lo permitiría y además… —agregó con voz vacilante—, me precisa aquí para ocuparme de la casa y las sirvientas y a veces hacer de dueña de casa. No tenemos nada que hacer en Cowdray.

—Allí estarán seguras —dijo Julian en un susurro—, Celia estará segura.

Ella lo miró azorada.

—¿Y desde cuándo se interesa tanto por nuestra seguridad? En dos oportunidades demostró que lo molestábamos.

Julian suspiró. Su presentimiento se desvanecía.

—Tal vez tenga razón —dijo encogiéndose de hombros—. Estoy influenciado por las visiones del doctor Dee. Discúlpeme, señora. Veo que la reina y sus pares han pasado al salón del banquete. ¿Qué le parece si buscamos algo de comer?

Úrsula no tuvo necesidad de enfrentarse con Sir John Hutchinson la siguiente mañana, pues el impaciente y enamorado caballero había abordado la noche anterior a Sir Anthony después del banquete de Whitehall.

—El viejo mercader está trastornado por su Celia —le dijo Anthony riendo—. Quiere casarse con ella inmediatamente y no le interesa en absoluto que no tenga ninguna dote. Está convencido que ella lo quiere. ¿Qué ha estado haciendo esa muchacha?

—Nada —respondió Úrsula vivamente—, anoche fue la primera vez que lo vio desde la función de títeres. Sir Anthony… esa unión sería absurda… espero que usted no lo haya alentado.

—No, lo saqué con cajas destempladas, aunque debe considerar que Hutchinson está muy bien considerado en los círculos comerciales, y es además bastante rico. Indudablemente tiene edad suficiente como para ser el abuelo de ella, pero una vez que Celia enviude y tenga unas cuantas propiedades, le resultará más factible hacer un buen casamiento. Hay que ser sensato.

—¿Y entonces por qué lo despachó? —preguntó Úrsula.

—Mi querida Lady Úrsula —dijo Anthony asombrado—. ¡Porque es un protestante!

—¡Jesús bendito! —susurró Úrsula dando un suspiro de alivio.

—Entonces el asunto está terminado. Sir Anthony… ¿Seguro que no somos una carga para usted? Alguien insinuó que sería mejor que volviéramos a Cowdray. Yo trato… ambas tenemos que ser útiles…

Anthony agarró unas cartas y se dispuso a leerlas.

—Usted… ustedes son muy útiles —dijo distraídamente frunciendo el ceño al leer una misiva del embajador Renard escriba en latín—. Qué demonios, podría escribir más claro… ¿Dónde está Stephen? Dónde se ha metido ese monje, desaparece todo el tiempo, seguro que está en casa del obispo conversando con sus hermanos. Descuida su trabajo conmigo y mucho me temo que tengamos problemas.

—¿Problemas…? —inquirió Úrsula tímidamente—. ¿Qué problemas pueden surgir ahora que la reina está coronada?

Anthony respondió con un gruñido pero su cara se animó al ver entrar a Stephen.

—¿Quiere decirme qué demonios quiere decir todo esto? —dijo pasándole la carta de Renard.

Stephen la ojeó rápidamente y dijo:

—El embajador teme una revuelta; dice que tenemos que prepararnos. Se espera que los rebeldes ataquen a Londres desde aquí… desde Southwark. Le ruega que junte todos sus hombres y todas las armas que tenga.

—No puedo creerlo… —dijo Anthony mirando a su capellán—. Tenía la impresión de que los ánimos se habían calmado. Y ese loco de Thomas Wyatt está tranquilamente en su casa de Kent.

—Está tranquilamente en Kent preparando un ejército —dio Stephen. Y lo que es Courtenay no le va en zaga, como así también el viejo duque de Suffolk al que le gustó mucho ver a su hija ocupando el trono aunque más no fueran nueve días. Y sitien esa pobre chiquilla no tiene suficiente arrastre como para hacer una revolución no puede decirse lo mismo de la otra.

—¿Qué otra? ¿Qué revolución? —exclamó Úrsula que se había quedado parada en silencio junto a la chimenea.

Los dos hombres se dieron vuelta. Habían olvidado a Úrsula. Anthony sonrió.

—No se preocupe, Lady Úrsula —dijo cariñosamente—. Todo pasará.

—No soy tan tonta como a veces lo parezco —dijo Úrsula—. Y si estamos corriendo peligro en Southwark, exijo saber por qué.

—Y lo sabrá, señora —dijo Stephen súbitamente—. ¿No compendio usted lo que significaba la representación de títeres?

Úrsula titubeó.

—Me pareció que era una mímica del futuro casamiento de la reina con el príncipe Felipe de España. Me parece muy conveniente.

—Así piensa también su majestad, pero no precisamente el resto de Inglaterra. La mayoría de los ingleses cree que serán convertidos en vasallos de España y súbditos de su santidad en roma. Muchos quieren rebelarse ante tal perspectiva. Y en eso estamos. ¿Entendido? Y como conozco su discreción —prosiguió diciendo Stephen—, le responderé a su segunda pregunta. La otra, es la princesa Elizabeth, la gran esperanza de las facciones protestantes.

—Comprendo… —dijo Úrsula al cabo de un momento—. Gracias, hermano Stephen y gracias Sir Anthony por su paciencia y por ocuparse de Celia.

Stephen alzó la cabeza y frunció el ceño.

—¿Celia? ¿Qué pasa con Celia?

—Oh —dijo Sir Anthony encogiéndose de hombros—, ha trastornado a ese viejo de Boston, John Hutchinson, ¿recuerdas? Supongo que querrá tener un hijo mientras todavía le sea posible. Su mujer anterior era estéril.

Stephen hizo un rápido ademán.

—¡Hay muchísimas otra mujeres para eso, sin necesidad de que se trate de Celia! —su cara se arrebató y su voz adquirió un tono extraño.

—Por supuesto —dijo Anthony empuñando su pluma—, pero el sujeto quiere a Celia. Está loco por ella. Pasión otoñal.

—Es indecente… —dijo Stephen con el mismo tono.

—No, muy honesto. Siento mucho por el pobre viejo, una pena que sea un hereje. Le estaba diciendo a Úrsula que no le será fácil a Celia encontrar otro partido como él.

—Con sus modos de pequeña libertina no le costará mucho encontrar alguien que se acueste con ella —dio Stephen—. Dudo mi querida Lady Úrsula, que pueda guardar su virginidad mucho más, tiene «le diable au corps».

—No comprendo el significado de sus últimas palabras ¡Pero puedo decirle que no me gustan! —dijo Úrsula vivamente—. Monje o no usted no tiene derecho a calumniar a Celia. Se ha vuelto usted muy duro, hermano Stephen, me cuesta ver ahora la suave bondad que demostraba en Cowdray.

El monje se sonrojó más aún. Tomó con su mano el crucifijo de oro que le había regalado el obispo de Winchester.

—Sirvo a Dios mejor que entonces —dijo enojado.

—Ojalá él piense lo mismo —replicó Úrsula dando media vuelta y saliendo del cuarto.

Anthony rio al ver la cara de su capellán.

—¿Cómo se le ocurre insultar a su tan preciado tesoro? Y en realidad estuvo demasiado duro. Ayúdeme ahora a confeccionar analista de mis sirvientes y de las armas y armaduras que tenemos.

—¿De modo que ahora se convenció de que va a haber una revuelta? —dijo Stephen.

—En efecto… Renard no es ningún tonto y ahora recuerdo la extraña conducta de Courtenay durante la recepción de anoche, cuchicheando con el embajador De Noailles y el duque de Norfolk. Presiento que corremos peligro.

—Tenemos una pequeña pieza de artillería en la casa de Byfleet. La precisaremos para defender el puente. ¿Cuál de mis hombres será capaz de manejarla?

—Posiblemente el viejo Hobson —dio Stephen pensativamente—. ¿No era el artillero de su padre?

Anthony asintió y prosiguió estudiando qué medidas defensivas tomar ayudado por Stephen.

El treinta y uno de enero el ejército rebelde había llegado a Dartford, distante diecisiete milla de Southwark. Nadie ignoraba la crisis que se avecinaba. El pánico cundió en Londres.

Anthony no consiguió reunir la cantidad de hombres que esperaba, y los partidarios de la reina disminuían día a día.

El primero de febrero Anthony cruzó a todo galope el puente de Londres rumbo a Southwark. En los pasillos y corredores de la vieja abadía se amontonaban numerosos hombres vestidos con cotas de malla y cascos de bronce. Entró al antiguo claustro, subió corriendo las escaleras y les anunció a todos los habitantes de su casa.

—¡Por fin! ¡Vamos a entrar en acción! ¡Londres se ha levantado en armas! ¡Wat, junta rápidamente todos los hombres, debemos llegar al otro lado del puente antes que lo hagan volar! Sir John Wyatt está a punto de cruzar el río y se supone que tratará de tomar la torre.

Celia oía todos los comentarios pero no podía creer que se tratara de algo real. Le parecía estar viendo una representación como la que vio una vez en Blackfriars.

Dentro de un momento los atores se irían, se apagarían las velas y todos volverían tranquilamente a sus casa.

Sus fantasías se disiparon cuando vio que Stephen entraba al salón. Anthony se dirigió hacia él alcanzándole una cota de malla.

—¡Debe ponérsela! Los herejes no respetarán los hábitos. Y además quiero que se quede aquí para cuidar a las mujeres. Le dejaré cuatro guardias. No necesita empuñar las armas si su conciencia se lo prohíbe, pero por lo menos puede impartir órdenes.

Stephen asintió y dirigió una mirada a las mujeres que quedaban a su cargo. Úrsula no había perdido la tranquilidad, estaba seriamente preocupada por las provisiones de la casa que estaban comenzando a escasear. Mabel estaba sentada junto al fuego; no había visto a Gerald desde que se desató la crisis y estaba otra vez malhumorada y empacada.

Stephen miró Celia y experimentó una sorpresa. Desde el día de la fiesta de todos los santos no había tenido tiempo de pensar mucho en ella, había estado demasiado ocupado ayudando a Sir Anthony para perder tiempo con una chiquilla de quince años, una muestra de las típicas tentaciones carnales del demonio, que sería mejor ignorar.

Pero la mirada fija y enigmática de sus grandes ojos no era la de una chiquilla. Ni contenía ningún dejo de coquetería. Sus ojos reflejaban una extraña intimidad, y algo que no querían demostrar, una antigua ciencia… pero él no podía apartar su vista de ella. Sintió que su pulso latía rápidamente y una oleada de calor que le hacía bullir la sangre en su venas. Agarró su crucifijo de oro y dio media vuelta hacia Anthony.

—¡De rodillas! —exclamó—. Rezaremos tres padre nuestros y tres avemarías para implorar la protección y ayuda divina.

Anthony lo miró asombrado por el tono áspero de Stephen. Al cabo de un momento todos obedecieron: Anthony, las mujeres, Wat, los sirvientes y los guardias que estaban en el salón.

Los hombres se descubrieron, juntaron las manos y miraron hacia Stephen que más parecía estar impartiendo instrucciones para la batalla que invocando la protección de Dios y de la virgen.

—Muy bien —dijo Úrsula relajándose luego que Stephen impartió la bendición—. ¡Escuchen! ¿Qué es eso?

Oyeron tres explosiones lejanas que hicieron vibrar las ventanas de la antigua abadía.

—Son los cañones de la torre, milady —dijo Anthony—. Wat, apúrate por Dios antes que destruyan el puente.

Las tropas de Sir Thomas Wyatt llegaron a Southwark dos días después, el sábado tres de febrero. La victoria estaba al alcance de su mano.

A las once de esa noche fría, Stephen oyó en el portón de entrada de la abadía el alboroto que había estado esperando. Reunió a todas las mujeres en el salón, Úrsula, las dos muchachas y todas las sirvientas. Nueve en total.

Todos oyeron el ruido de los cañones que golpeaban contra la pesada puerta de roble de la abadía.

—¿Qué pasa abajo? —inquirió Úrsula tranquilamente—. Parece que estuvieran tratando de forzar la puerta.

—Así es —dio Stephen dejando su breviario y poniéndose de pie—. Quédense aquí y no se muevan —salió y cerró la puerta con una tranca. Bajó la escalera y se encontró con el patio de entrada lleno de hombres armados. Los guardias de Anthony habían sido atados con unas sogas y encerrados en un cuarto. Uno de los arqueros de Wyatt custodiaba al cocinero y sus ayudantes.

Thomas Wyatt, con la espada desenvainada se acercó al pie de la escalera donde estaba Stephen.

—Buenos días, hermano —dio dirigiéndole un mirada irónica—. ¡Benedicite! Disculpe esta intromisión, pero pensé que la casa de Sir Anthony me serviría maravillosamente bien como cuartel general. A nadie le pasará nada si hacen lo que yo les ordene.

—¿Por ejemplo qué? —dijo Stephen abriendo instintivamente los brazos para defender la escalera—. Usted prometió no emplear violencia, yo mismo lo oí, sin embargo ha apresado a los guardias. ¡Le prohíbo subir las escaleras, se lo prohíbo en nombre de Dios y bajo la amenaza de eterna condenación! —su voz resonó con fuerza.

—¿Cómo? Usted se ha equivocado de vocación, hermano. Las armas pueden resultar convincentes, pero no así las arengas violentas. ¡Apártese de mi camino!

Levantó su espada y le asestó a Stephen un golpe en el hombro que lo hizo caer al suelo.

—Átenlo —dio Wyatt a sus hombres— y enciérrenlo con los otros. ¡Los demás, síganme!

Subió la escalera acompañado por treinta hombres. Quitó la tranca del salón y entró. Las mujeres se quedaron mirándolo. Una lavandera lanzó un grito. Mabel se acurrucó contra la pared y trató de disimular sus sollozos. Úrsula se acercó a él, seguida por Celia.

—Buenas noches, Sir Thomas —dijo Úrsula con fía dignidad—. Su aparición no es muy decorosa. ¿Qué ha hecho con el hermano Stephen y los guardias?

La mirada de Wyatt deambuló por todo el salón cerciorándose que no hubieran otros hombres, y se detuvo en Celia.

—No tiene nada que temer, señora —le dijo a Úrsula—. Quédese aquí… aunque en realidad me haría falta ungía. Esta vieja casona tiene infinidad de vericuetos y pasillos. Tú, mi querida —dijo tocándole el brazo a Celia—. Hace unas cuantas semanas te canté canciones de amor, ahora es la ocasión de agradecérmelo.

—¿Y si me niego a hacerlo? —dijo Celia con gran dominio de su persona, mientras Úrsula reprimía un gemido y las demás mujeres dejaban escapar sonidos entrecortados.

—Pues entonces no tendrá más remedio que obligarte, mi querida —dio Wyatt tomándola de la cintura.

—¡Acompáñalo Celia! —exclamó Mabel en medio de sollozos—. Haz lo que te dice pues de lo contrario nos matará a todas.

—Lo dudo —dijo Celia—. Sir Thomas es todo un caballero, si bien sus opiniones son equivocadas. Pero lo acompañaré, no se aflijan por ello. Tras lo cual le dirigió una sonrisa encantadora, la famosa sonrisa del hoyuelo junto a la boca y la mirada velada por las largas pestañas.

Wyatt se sorprendió tanto como las otras mujeres… pero luego se sintió feliz. La sonrisa de Celia estaba llena de promesas. Después de haber distribuido a sus hombres y organizado la defensa desde el techo de la abadía, tendría tiempo de disfrutar de este sabroso fruto que se le ofrecía de buena gana.

La muchacha estaba sumamente excitada. Toda su depresión y preocupación parecían haber desaparecido. Tenía en su poder a un verdadero combatiente, a un guerrero. Le gustaba la forma en que la agarraba de la cintura y le gustaba sentir su áspera cota de malla contra su brazo. Salieron del salón y él colocó otra vez la tranca.

Guio a Wyatt a través de pasillos y corredores hasta la torrecilla donde el viejo Hobson custodiaba la pieza de artillería.

Wyatt entró seguido de sus hombres. Se oyó un corto forcejeo y luego la voz triunfante de Wyatt.

Los hombres bajaron llevando consigo un bulto, que depositaron sobre el piso sucio de la buhardilla.

—El viejo vive todavía —dijo una voz—. Peleó más que todos los otros con libreas adornadas con flor de lis que custodiaban el portal.

Celia miró sin comprender. Vio que el bulto era el viejo Hobson y que un hilo de sangre corría por la comisura de sus labios. Se acercó con su vela para mirar.

—¿Sangre…? —susurró retrocediendo—. ¿Lo han muerto? —preguntó dirigiéndose a Wyatt.

—No, no, mi querida. Se pondrá bien —dijo el caballero con impaciencia—. Y ahora Celia, llévame a un cuarto más abrigado, a uno desde el que se pueda ver el río. Vamos, niña, ¿qué te ocurre?, pareces dormida.

—Solamente mi cuarto… —dijo con voz trémula, sin poder apartar la vista de Hobson, cuya cara no era precisamente un espectáculo reconfortante.

Wyatt agarró a la muchacha por el brazo y la dio vuelta para que no pudiera seguir mirando al viejo.

—Vamos a tu cuarto —dijo, molesto por el infortunado episodio, advirtiendo que se había roto el ambiente propicio a una aventura amorosa, que la coquetería de la joven había desaparecido y que se vería obligado a forzar su consentimiento.

—A tu cuarto, querida —dijo con voz suave y cariñosa—. Solamente porque necesito ver qué pasa en el río y en el puente, ¿comprendes? —y tomando un mechón del pelo rubio de Celia agregó—. Esta es la red en la que he caído y de la que no me puedo apartar; estoy preso en las redes del amor, Nadie le había hablado en esa forma nunca a Celia, y la joven se estremeció. Lo condujo sin decir palabra alguna por los corredores oscuros y vacíos hasta llegar al cuarto que compartía con Úrsula.

—Allí está la ventana que mira al río —dijo Celia.

Wyatt lanzó una carcajada.

—¡Al diablo con la ventana! Lo único que veo es la cama, mi querida, y una muy buena cama además.

Wyatt comenzó a desabrocharse su cota de malla en medio de maldiciones y forcejeos. Se desató luego su chaleco y se quitó las medias.

—¿Qué está haciendo? —susurró Celia retrocediendo contra el arcón.

—No te hagas la inocente conmigo… —dijo Wyatt—. No tenemos mucho tiempo. No puedo dejar a mis hombres solos.

—Tiempo… —susurró Celia. Se apretó más aún contra el arcón cruzando los brazos sobre su pecho, en ese ancestral gesto de defensa de la virginidad.

—Parecías bastante entusiasmada cuando estábamos en el salón y también durante la fiesta de todos los santos, no pienso perder tiempo en galanterías ahora. Hace semanas que no me acuesto con una mujer… ¡Y tú fuiste la que me trajiste a este cuarto! —se acercó a ella, la agarró con fuerza y le rompió la blusa de un tirón. Agachó la cabeza y le mordió el cuello. Celia lanzó un grito y le arañó la cara.

—¡Grita todo lo que quieras que nadie te escuchará, pequeña sinvergüenza!

La agarró por los brazos y comenzó a arrastrarla hacia la cama cuando de repente se abrió la puerta y apareció Stephen. Los guardias lo habían desatado para que pudiera administrarle los últimos sacramentos al viejo Hogson y luego salió en busca de Celia al comprobar que no estaba en el salón con las otras mujeres.

—¡Vete de aquí, miserable eunuco! —exclamó Wyatt soltando a Celia.

Stephen se puso pálido. Se quitó el crucifijo que cayó sobre la cota de malla de Wyatt, se acercó a este y le asestó un golpe en la mandíbula. El caballero cayó al suelo cubierto de paja. Stephen y Celia se quedaron inmóviles mientras las campanas de St. Saviour repicaban.

Wyatt reaccionó y se sentó lentamente agarrándose la quijada.

—Quién lo hubiera dicho —dijo al cabo de un rato—, el monje, el poderoso monje y la muchacha, desperdicias tus dones en un extraño candidato mi querida. Sin embargo le estoy agradecido al hermano Stephen pues me ha recordado mi deber.

Se levantó cuidadosamente, se puso la cota de malla, se ajustó el cinturón y la espada. Se acercó a la ventana, la abrió y miró hacia fuera.

—¡Dios mío! —exclamó— un barco avanza por la otra orilla. Parece que tiene intenciones de volar el puente.

Se oyó una explosión y una luz blanca iluminó la noche oscura. Las piedras de la vieja abadía se estremecieron.

—¡Es un cañoncito! —exclamó Wyatt con voz de triunfo—. ¡El cañón de Sir Anthony! Gracias mi querida por indicarme el camino hacia la torre —agarró su casco de bronce, hizo una reverencia en son de burla y salió a la disparada, dando un portazo.

Stephen y la muchacha permanecían inmóviles. Súbitamente se dieron vuelta el uno hacia el otro.

Celia vio la cara de Stephen como nunca la había visto: joven desnudo, indefenso. Reprimió un sollozo y susurrando: «¡Oh, mi amor, mi amor querido…!». Se arrojó en sus brazos. Él la apretó contra sí, pero como si fuera algo sagrado. Temblaba como una hoja al sentir sus pechos desnudos apoyados contra su hábito negro.

—Virgen santísima, perdóname —musitó. Inclinó su cabeza y la besó en la boca.

Debilitada por la emoción, Celia se tambaleó y se aferró a él.

Él la levantó en sus brazos y la depositó sobre la cama.

—Amor mío, amor querido —susurraba mientras él cubría de besos sus pechos.

No se dieron cuenta que un viento helado entrada por la ventana abierta ni oyeron tampoco los estampidos de los cañones de la torre.

La única vez que él habló, lo hizo gimiendo tan intensamente que su voz parecía un lamento iracundo.

—Te quiero, Celia, Dios mío… perdóname…

—No pienses más, mi amor, no pienses —susurró ella besándole el cuello, su oreja y el mechón de pelo oscuro que caía sobre su frente—. Tómame, Stephen, solamente así podremos seguir viviendo…

Él se estremeció, besó otra vez sus pechos y su boca ardiente que olía a violetas.

Finalmente oyeron una voz que susurraba —¡Jesús!— y el ruido de unos angustiosos sollozos. Stephen se dio vuelta lentamente y se levantó. Celia se encontró con la cara de Úrsula.

—No llores, querida tía —dijo Celia con voz lánguida y tranquila.

—¡Cúbrete el pecho, jovencita desvergonzada! —exclamó Úrsula arrojando sobre el cuerpo de la muchacha su tupido velo—. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Haber vivido para ver semejante cosa! ¡Qué monstruosidad!

Stephen dio vuelta a la cama y apoyó su mano sobre el hombro de Úrsula.

—Tiene razón, señora, es monstruoso —dijo con una gran tristeza—. Pero ella está intacta, Lady Úrsula. Quiero a la muchacha más que a mí mismo y casi más que a mis votos. No lo sabía hasta este momento.

Úrsula lo miró angustiada en medio de las tinieblas del cuarto.

—¡Cállese, monje hipócrita! Cómo voy a poder creer que usted no ha violado a mi sobrina y en cuanto a ella… parece una gata en celo… ¡Oh, sé muy bien qué es lo que vi…!

Stephen se acercó hacia donde estaba tirada la cadena con el crucifijo de oro y la agarró.

—Le juro por esto —dijo pausadamente—. Por el cuerpo destrozado de nuestro señor.

—Ah… —suspiró Úrsula—, por esta vez pasa, Stephen Marsdon, no lo llamaré más hermano, pero cuando su lujuria reaparezca y la de ella… no, ¡no me interrumpa! ¡Conozco el remedio!

Stephen inclinó su cabeza.

—Y yo también, señora —salió del cuarto y cerró la puerta.