Capítulo séptimo
El brumoso sol de agosto recién aparecía sobre el bosque de Troxton cuando los viajeros salieron de Cowdray rumbo a Cumberland.
Anthony, siempre dadivoso, había contribuido generosamente a la expedición. Úrsula y Celia montaban dos caballos mansos y fuertes. Un mula robusta cargaba lo cofres y los colchones y llevaban dos escoltas, un larguirucho muchacho de dieciséis años llamado Simkin y su padre, Wat Farrier.
Wat, que tenía treinta y nueve años, era un hombre robusto, de barba negra, mejillas rubicundas y unos ojos pequeños y agudos como los de un oso. Había nacido junto a los establos y se había criado en ellos, pero desde niño había demostrado tanta inteligencia y habilidad para realizar cualquier clase de trabajo, que el viejo Sir Anthony lo envió al colegio de Midhurst durante un año.
Así fue como Wat aprendió los números y las letras. Era un hábil halconero y vigilaba los guardabosques. Era además el jefe de la caballeriza de Cowdray y tan diestro en el manejo de la lanza como cualquier caballero. En vida del viejo Sir Anthony, Wat recorrió un poco el mundo acompañando a su amo en misiones diplomáticas o militares. Llegó a la frontera norte en mil quinientos cuarenta y tres, en una de la esporádicas tentativas para dominar a los escoceses; lucho en el sitio de Boulogne; y fue a Cleves junto con Sir Anthony para traer a Inglaterra Anne, la «yegua flamenca» que había disgustado tanto al viejo rey Enrique, que Sir Anthony pasó momento muy difíciles hasta la anulación de casamiento.
A pesar de lo mucho que apreciaba a Sir Anthony, a quien había enseñado a andar a caballo y a cazar con un halcón, Wat se sentía fastidiado por la vida apacible de Cowdray durante los últimos cinco años.
Por lo tanto se sintió feliz con la noticia de esta misión al norte, y feliz también de librarse durante un tiempo de su mujer, que se había convertido en una flaca regañona.
Wat había pensado muchas veces en mandarse mudar. Podía alistarse para pelear en Francia o podía unirse a la expedición de Sebastián Caboto que estaba reclutando hombres para zarpar con tres barcos en búsqueda de u nuevo paso hacia la India.
Pero la lealtad hacia la familia Browne, que venía de generaciones atrás, había sofrenado los deseos migratorios de Wat. Se había contentado con galopar hasta Portmouth en los días de fiesta, observar cómo cargaban los barcos y beber unos cuantos jarros de cerveza en el delfín en compañía de los marineros.
Tener que acompañar a dos mujeres en lo que probablemente sería un viaje cansador no era precisamente lo que más le entusiasmaba, pero debía cumplir con una misión secreta que podía hacer más interesante el viaje.
Wat dirigió una mirada amenazadora Simkin, que se tambaleaba junto a la mula, pero que por el momento no estaba haciendo nada que mereciera la reprobación paterna; miró luego a las mujeres. Lady Úrsula cabalgaba elegantemente a pesar de sus años, mantenía la espalda derecha y se balanceaba siguiendo el movimiento de su caballo sujetando las riendas con naturalidad en sus manos enguantada.
La muchacha era otro asunto. Se agarraba fuertemente a la montura y el pie izquierdo estaba clocado al revés en el estribo. Necesitaría muchas lecciones, pensó Wat, tratándose de una Bohun bastarda y una camarera de la posada. Era una muchacha bonita, sin embargo, o lo sería mejor dicho, si no fuera tan tiesa y seria y posiblemente malhumorada.
Encogió los hombros cubiertos por un chaquetón de cuero que ostentaba en la manga el emblema del ciervo colorado y espantó un tábano mientras canturreaba alegremente.
Atravesaron Basebourne y cuando pasaron junto al convento Úrsula miró nuevamente a Celia que no había dicho una sola palabra desde que se despidió de Sir Anthony en el portal de Cowdray. ¡Virgen santísima!, pensó Úrsula, la chica parece abrumada. Pero ya se le pasará. Bendito sea San Antonio que me permitió alejarla de aquí. Lugares nuevos y personas nuevas contribuirán a que desaparezca esta tristeza que no puede ser producida sino por una niñería, ya que inclusive la noche anterior Celia había estado alegre, riéndose de sus errores mientras la joven Mabel trataba de enseñarle a tocar el laúd y respondiendo con coquetería a las bromas del joven Lord Gerald.
Nada podía haber pasado desde entonces para que guardara ese frío silencio. La muchacha ni siquiera volvió la cabeza cuando pasaron junto a St. Ann’s Hill, donde un hilo de humo azulado indicaba que el hermano Stephen debía estar preparando su desayuno.
Úrsula estiró su brazo y apoyó su mano sobre el hombro de Celia.
—¡Te das cuenta querida que mañana a la noche o tal vez pasado llegaremos a Londres! —dijo alegremente—. Verás el puente y la torre, los palacios… iremos a una corrida de toros, si quieres. ¡Ah, qué divertido!
Celia no contestó y mantuvo sus ojos tristes fijos en las orejas de su caballo.
—¿Te sientes mareada, querida? ¿El movimiento del caballo al que no estás acostumbrada…?
—No, tía —dijo finalmente Celia dando vuelta la cabeza hacia el otro lado.
Una buena bofetada, pensó Úrsula. Los niños caprichosos deben ser castigados. Su madre la había educado dándole pellizcos y bofetadas cuando desobedecía. Pero Celia no había desobedecido, y no parecía una niña; su cara delicada denotaba un frío alejamiento.
Durante varias millas no se oyeron más sonidos que el «clop-clop» de los caballos y el ladrido de los perros de las granjas.
Celia parecía ignorar a los demás y ni siquiera prestaba atención al camino. La pequeña fracción de su mente que había contestado a la pregunta de su tía, no logró formar ninguna onda en la superficie del pozo negro y oscuro en el que estaba sumergida desde la víspera. En su pecho solo sentía un vacío oscuro. La desolación había reemplazado a la furia que sintió momentáneamente. Pero la furia era menos lastimosa y deseó poder sentirla otra vez. Lo odio, pensó. Lo dije y lo pienso lo pienso ahora también. Pero todavía perduraba el oscuro vacío, que se hacía más doloroso aún al ser atravesado de tanto en tanto por pequeñas ráfagas de humillación.
Celia había ido a ver a Stephen la noche anterior. De no haber sido por esa entrevista, no estaría cabalgando al lado de Úrsula rumbo al exilio.
Había ideado unos planes meticulosos para poder escapar. Durante los últimos tres días había escondido pan, queso y pescado ahumado en un pequeño hueco de un árbol, y había planeado también esconderse en la cabaña de Molly O’Whipple hasta que pasara el alboroto. La vieja Molly, la curandera, si bien era estimada por Lady Jane por sus hierbas curativas, era considerada por todos como una bruja. Todos le tenían miedo y jamás la habrían buscado en su choza. Esos eran los proyectos de Celia, ideados por el frenético deseo de permanecer junto a Stephen y por la certeza de que él así lo quería también.
Cuando se despidió oficialmente de él en la capilla de Cowdray arrodillándose para recibir la bendición, le pareció que le pedía que se quedara. En medio de súbito éxtasis de felicidad que experimentó cuando él le tocó el pelo y el cuello, le pareció haberle oído decir:
—No me dejes, mi adorada —Úrsula la sacó de la capilla antes que pudiera contestarle a Stephen, pero no dudaba de su mutua comprensión.
Ese secreto la había mantenido durante toda la tarde y durante la comida. Había reído alegremente hasta que se levantaron de la mesa, después que Sir Anthony brindara cariñosamente por las viajeras. Celia se disculpó entonces con su tía, diciéndole que quería despedirse de los cachorritos.
Úrsula, agitada por los últimos detalles del viaje, se limitó a sonreír comprensivamente. Todos sabían que Celia estaba encariñada con los cachorros.
Pero cuando Celia entró al corral, se detuvo un segundo solamente en la perrera donde los cachorros chillaban y se apeñuscaban junto a la madre. Pasó corriendo frente al granero y siguió su carrera rodeando las cabañas, hasta llegar al prado. Era casi la hora del crepúsculo y los campesinos estaban todos adentro de sus casas, preparándose para dormir. Nadie vio a Celia cuando cruzó el puente sobre el río Rother y se internó por el bosque de robles y olmos, trepando por el áspero sendero que conducía a la colina. Atravesó los restos del muro cubiertos de musgo y sin sorprenderse en lo más mínimo, vio a Stephen parado a unos pocos metros de su cabaña. Ella suponía que él estaría esperándola.
Estaba preparando un cantero donde pensaba sembrar las hiervas que le había hincado el Maestro Julian. Tenía el hábito recogido y sujeto en la cintura con el cordel. Sus piernas estaban salpicadas con tierra. Tenía la cara arrebatada y brillante. Se había quitado el crucifijo que se golpeaba contra el mango de la pala. Parecía más joven y menos monje de lo que jamás lo había visto y Celia exclamó alegremente:
—¡Stephen! ¡Aquí estoy por fin!
Corrió hacia él riendo.
Stephen dejó caer la pala y la miró azorado. La muchacha tenía puesto el vestido de lana color musgo que le había regalado Sir Anthony para el viaje y se cubría con una capa de terciopelo color tostado. El capuchón estaba caído, dejando al descubierto su pelo reluciente. Su cara tenía un brillo blanquecido y su aspecto era tan etéreo, parecía una dríade corriendo por el bosque y él se santiguó. Los paganos, pensó confundido, los paganos realizaban sus ritos en esta colina. Antes que llegara a Inglaterra la verdadera fe.
—Por qué me miras así, mi amor —dijo Celia sin dejar de reír—. Sabías que vendría a verte.
Stephen inspiró tan hondo que el ruido que hizo se oyó a pesar del castañeteo de las ardillas y el crujido de las hojas.
—No —dio.
Se bajó el hábito y se convirtió otra vez en esa persona alta y severa que conocía tan bien.
—¿Para qué has venido, Celia? Te dije adiós esta mañana.
—Fue una simulación —dijo ella sonriendo—. ¿Pensaste que te dejaría? ¿Qué me iría a cientos de kilómetros de donde estás? Vi la mirada de tus ojos. Me tocaste el cuello, me pediste que viniera aquí.
Su rubor se acentuó y con voz tajante le dijo:
—Lo único que dije fue el Benedicite —y era la pura verdad, sin embargo durante todo el día había penado con asombro que su mano le había acariciado el pelo y la suave piel de su cuello mientras estaba arrodillada por voluntad propia—. Por supuesto que te irás mañana al amanecer rumbo a Cumberland. ¿Qué más?
Ella percibió la debilidad en su pregunta y rio suavemente otra vez.
—Oh, es muy sencillo —murmuró inclinándose hacia él—. Lo tengo todo planeado. He juntado provisiones. Me esconderé mientras tanto en la cabaña de Molly O’Whipple y por las noches podré venir aquí. No queda lejos. Y Molly no hablará.
—Celia… —Stephen sabía que la joven no tenía una idea cabal del verdadero significado de su plan, sabía que su inocencia era auténtica, pero encontró rápidamente las palabras frías y razonables para disuadirla—. ¡Es una locura, pequeña! Una locura, una desobediencia y una ingratitud. Tienes tanto cerebro como un pajarito. ¿Cuánto tiempo piensas esconderte en lo de Molly? ¿Qué harás después?
—Pues… —dijo ella titubeando—, después de un tiempo volveré a Cowdray. Y tú los convencerás a tía Úrsula y a Sir Anthony. Ellos te escucharán… y los dos estaremos juntos.
—¿Para qué? —dijo Stephen duramente—. Yo no quiero tenerte cerca.
Ella dejó escapar un quejido y se retorció las manos.
—¡Eso no es verdad, Stephen! —murmuró mirándolo fijamente—. ¡Tú quieres tenerme cerca de ti! —se abalanzó hacia él y le rodeó el cuello con sus brazos. Él sintió la suave presión de su cuerpo y la vergonzosa reacción del suyo cuando ella lo besó. Sus labios eran ardientes y dulces. La vacilante llama que encendieron la había sentido solamente durante unos sueños malos de los que se despertaba tiritando y asqueado. Se separó de ella con un empujón.
—¡Ramera! —exclamó y la empujó con tal fuerza, que el pie se le enganchó con la pala y cayó al pasto. Quedó allí tirada, tapándose la cara con las manos.
—Eres una pequeña tonta Celia Bohun —dijo—, y por nuestra santísima madre ¡Creo que te odio!
Ella no se movió y él la miró sintiendo una alegría salvaje al verla así humillada. Vio la curva de sus caderas y una pierna esbelta y desnuda que asomaba por su falda. Su pecho se comprimió con un agudo dolor.
—Misericordia —dijo en un murmullo—. Estos son trucos lujuriosos, trucos del mismo satán.
Se oyó el tañido de la campana de la iglesia de Midhurst dando las ocho; una oveja baló en el valle junto al río. Dos ramas de olmo crujieron a la vez, al soplar la fresca brisa del atardecer.
Celia se paró de repente. Lo enfrentó apoyando sus brazos en la cintura, levantó el mentón y habló con la entonación vulgar de una camarera.
—¡Así es, monje timorato! Tiene razón. Soy una tonta. Me enamoré como una chiquilla. Pero yo también puedo odiar. Es mucho más fácil que todas las otras cosas que me enseñaste. No temas. Iré a Cumberland. Allí hay unos cuantos hombres que se alegrarán al verme, más de uno. ¡Adiós, hermano Stephen!
Se inclinó en una profunda reverencia, se alisó la falda y echó su pelo hacia atrás. Desapareció tal como había llegado, internándose en el bosque.
—Jesús bendito… —musitó Stephen. Se quedó un rato largo mirando la pala. Los ojos le ardían y se le llenaron de lágrimas. Caminó lentamente hacia la pequeña capilla y se arrodilló frente al altar de piedra—. Ave María gratia plena… —las palabras eran tan secas como las hojas que se movían con la brisa—. Pater noster… libera nos ab malo… —igual al castañeteo de las ardillas.
Entró a su cabaña y se sentó en el banquito; sus ojos se dirigieron como siempre hacia el cuadro de la virgen. La mirada bondadosa y llena de amor había desaparecido. Tuvo la impresión que esa cara tan bonita lo miraba con reprobación. Se quedó contemplándola durante un momento. Luego se levantó y cubrió el cuadro con el lienzo morado con que la cubría durante la cuaresma. Salió de su choza y bajó la ladera oeste de la colina, rumbo al pueblo, lejos de Cowdray. Caminó toda la noche por el poblado de Midhurst.
Dos días después, Wat Farrier condujo a las damas confiadas a sus cuidados, por Borreugh High Street hasta Southwark, en medio de un atronador repiqueteo de campanas que daban las doce del día.
—¡Virgen santísima, qué bochinche! —observó Úrsula sonriendo—. Había olvidado lo ruidosa que es la ciudad.
Además de las campanadas de las iglesias de ambas márgenes del río Thames, había un constante rumor producido por los carruajes, relinchos de caballos, ladridos de perros, órdenes impartidas a los gritos a los changadores, y los gritos melodiosos típicos de la calle.
—¿Quién quiere comprar? ¿Quién quiere comprar?
—¿Qué le hace falta?
—¡Leche… leche fresca…!
—¡Afilo cuchillos y tijeras…!
La calle se angostaba y se hacía más oscura por los balcones sobresalientes de los cuales partían periódicamente gritos de:
—¡Cuidado abajo! —mientras alguien arrojaba el contenido de una escupidera a la calle.
Pasaron frente a una posada y desde la calle oyeron el agradable y plañidero sonido de un laúd acompañado por los cantos de una persona.
—Era mucho más ruidosa antes —añadió Wat, encasquetándose el sombrero y guiñándole el ojo a una muchacha que acarreaba unas canastas llenas de duraznos y damascos—. También repicaban las campanas de los monasterios. A veces me parecía que se me iban a reventar los tímpanos. Por Dios que era verdad.
—Así es —asintió Úrsula pensativamente. Hacía muchos años que no iba a Londres y nunca había vivido en la margen izquierda. Pensaban alojarse en la casa de Sir Anthony en Southwark, que había sido anteriormente el monasterio de St. Mary Overies. El rey Enrique le había adjudicado este antiguo convento de los agustinos al viejo Browne, junto con la abadía de Battle. Úrsula no había sentido hasta entonces ninguna clase de escrúpulos por los monjes desposeídos, ni por los lugares sagrados convertidos en propiedades de particulares, pero al acercarse a la iglesia de la vieja abadía, que ahora era la iglesia parroquial, rebautizada St. Saviour y salvada por lo tanto de ser destruida, se quedó absorta al ver el estado lastimoso de las capillas adjuntas. Ambas habían sido tapiadas, y las preciosas esculturas góticas cubiertas con yeso, los cristales de color estaban rotos y habían sido reemplazados por papeles rotos. La capilla más pequeña se había convertido en una panadería y el horno estaba emplazado en el lugar del altar, la capilla de nuestra señora albergaba una piara de chillones y malolientes cerdos.
Wat, que compartía estos sorprendentes descubrimientos, lanzó una carcajada y dijo:
—Ya lo ve, señora, los tiempos cambian, y los cerdos y el pan son más útiles al hombre que una colección de monjes que no hacen más que rezar, aunque estoy seguro que mi antiguo amo jamás hubiera permitido semejante cosa. El joven patrón no se interesa por sus propiedades de la ciudad. Está metido permanentemente en Cowdray.
Úrsula no respondió, hasta los sirvientes más valiosos debían ser reprendidos cuando hablaban con demasiada confianza, pero se le ocurrió pensar que tal vez Anthony había obrado prudentemente al no frecuentar su casa de Londres. Allí fue donde lo llevaron preso por asistir a misa.
Es en realidad un momento muy peligroso para los católicos, pensó Úrsula. No se había dado cuenta de ello mientras estaba en Cowdray, y obedeció las órdenes de Sir Anthony durante la visita del rey, simplemente por temor a desagradar a su patrón. No parecía posible correr peligros serios, y, pensó Úrsula, con un arranque de sinceridad algo molesto, ¿acaso no había sentido un secreto alivio cuando encerraron al hermano Stephen en ese sótano? ¿Y un alivio también cuando se enfermó después de resultas de la mordedura de la rata?
Se acercaron al río y Úrsula exclamó mirando a Celia:
—¡Oh, mi querida, mira allá! ¡Ese es el puente de Londres!
La muchacha miró ansiosamente. Durante los últimos días de viaje en los que anduvieron por caminos llenos de barro, remontaron y bajaron el Weald, entraron y salieron de una cantidad de pueblitos y pasaron la noche en dos posadas mucho más lujosas que el Spread Eagle. El punzante y oscuro dolor de Celia desapareció. Lo había encerrado en un compartimiento secreto. Sabía que estaba allí, pero podía ignorarlo.
Se quedó contemplando el puente. Su madre le había hablado muchas veces de él, y le había enseñado la típica canción infantil.
—Pero son puras casas, tía Úrsula —dijo Celia—. Parece una calle. ¡Yo creía que era de mármol como la chimenea del gran salón de Cowdray!
—Ah, niña —dijo Wat riendo—, los sueños rara vez se parecen a la realidad. Ya lo aprenderá con el correr del tiempo.
—Por supuesto —replicó Celia vivamente, sacudiendo su cabeza en una forma que hizo reír a Wat. Estaba encantado de que a la muchacha se le hubiera pasado el mal humor con que empezó el viaje. Le hacía gracia ver que su hijo, el joven Simkin, se sonrojaba y abría desmesuradamente los ojos cuando ayudaba a Celia a desmontar. Podría ser una buena candidata más adelante, pensó Wat. Cuando el muchacho sea un poco mayor. No va a ser un palafrenero durante toda la vida. Yo me encargaré de ello. Si lo convierto en soldado puede escalar rápidamente posiciones. Wat sabía que Úrsula abrigaba esperanzas un poco elevadas para su sobrina, pero eso le parecía una tontería. Celia no era más que una muchacha que trabajaba en una taberna, cuyo padre era un bastardo de una familia extinguida. El mayordomo se negaba a darle un buen lugar en la mesa, lo que demostraba su posición. Y todos estaban al tanto de la dudosa situación de Lady Úrsula en Cowdray.
—Es aquí, señora —le dijo a Úrsula señalando una puerta y sujetando el caballo—. Esta es la casa de Sir Anthony. Espero que el casero esté por aquí, ya que no fue alertado de nuestra venida.
Wat hizo pasar a sus protegidas a los antiguos claustros. Le patio principal estaba plantado con nabos y hortalizas. Cuatro cuartos de la antigua abadía habían sido amueblados con unas camas, unas cuantas mesas y taburetes y algunos aparadores. Pero estaban sucios y mal ventilados. El cuidador, un monje temblequeante, que el viejo Sir Anthony había querido guardar por pura caridad, estaba durmiendo en un camastro de paja.
—¡Despierte, hermano! —exclamó Wat sacudiendo el hombro descarnado—. ¡Venimos de parte del señor de Cowdray!
El viejo pegó un salto. Manoteó su hábito rotoso y los miró asustado.
—No he hecho nada malo —susurró—. No se ha dicho misa aquí. Pueden verlo por ustedes mismos, no hay papistas por acá…
—No, no… —dijo Wat con impaciencia—. No somos enviados del rey. Venimos desde Cowdray, de la casa de Sir Anthony Browne. Nos quedaremos aquí unos días. Tranquilízate, viejo amigo.
Ante las afirmaciones conjuntas de Wat y Úrsula, el hermano Anselm se tranquilizó y se llenó de gozo. Hacía meses que estaba solo en la vieja abadía, y tenía una pierna lastimada por uno de los hombres que habían venido a apresar a Sir Anthony.
Celia mantuvo la vista apartada del monje mientras este continuaba hablando. Lo único que le hacía recordar su reciente disgusto era el hábito, pero como era un agustino y además sucio, se parecía poco a Stephen, resolvió entonces dedicarse a algo práctico y procedió a arreglar las camas y ayudó a Simkin a encender un fuego para cocinar. Había aprendido en su niñez que no hay nada mejor que la comida y el trabajo para olvidar los infortunios. Los dos días siguientes los dedicaron a visitar Londres. Úrsula estaba tan entusiasmada como Celia mientras cabalgaban desde la Torre siniestra hasta Temple Bar, contemplando a su paso los palacios que se erguían junto al Thames hasta que por fin llegaron a Westmisnter. Como buenas campesinas se quedaron boquiabiertas al contemplar la abadía, pero no pasaron de la entrada. Úrsula se negó a asistir a los servicios que se rezaban allí. Mientras estaba en Sussex había considerado su catolicismo como algo natural, pero al llegar a Londres se dio cuenta de lo destructiva que era esta nueva religión.
Por todas partes se veían ruinas de abadías, conventos, hospitales e iglesias demolidas y cuyas cuadras habían sido aprovechadas para construir nuevas casas de protestantes. Las calles quedaban muy raras sin los numerosos frailes, monjes y sacerdotes que de ordinario pululaban en ellas. Habían sido reemplazados en cambio, por mendigos hambrientos que se instalaban en los umbrales de las casas, gimiendo, desesperanzados y desamparados.
—Qué horror… —dijo Úrsula una mañana que pasaban por el Strand cuando una mujer harapienta lanzó un alarido, cayó vomitando sangre y murió frente a ellas—. Nadie se ocupa de ellos ahora. A nadie le importa nada de los viejos, los enfermos y los pobres.
Había repartido entre los menesterosos todo el dinero que Anthony le había dado para sus gastos de viaje, pero era como tapar el cielo con una mano. Agregándole además, que los precios se habían duplicado desde su última estadía en Londres.
Naturalmente, Celia no estaba tan impresionada. No tenía la madurez necesaria como para comprender los sufrimientos humanos en los que ella no tenía parte. Pero al oír los continuos lamentos de conmiseración de Úrsula, no pudo dejar de reconocer la maldad que reflejaban esas duras transformaciones. Iglesias convertidas en canchas de tenis, el hospital de St. Mary que contaba con cerca de doscientas camas había sido arrasado y entre sus ruinas crecían zarzas. La iglesia de los caballeros hospitalarios había sido volada con pólvora. Por dondequiera que miraran se veían brillantes fragmentos de cristales de colores y cruces rotas, apiladas unas sobre otras.
—Nunca imaginé que sería así —dijo Úrsula—. El demonio se ha apoderado de la ciudad de Londres.
—Sin embargo, querida tía —interpuso Celia cuando volvían después de pasear por la ciudad—, Wat dice que el rey Edward está edificando un hospital nuevo y que no es indiferente al bienestar de la gente humilde.
Úrsula meneó la cabeza.
—Dudo que ese flacuchín pálido pueda ayudar a su gente, ni que viva para poder hacerlo.
Estaban acercándose al puente de Londres, de regreso a Southwark cuando Úrsula hizo este comentario en voz alta e indignada. La súbita consecuencia de ello fue como un rayo.
Una mano áspera sujetó a Úrsula por su hombro, haciéndola girar sobre su montura.
Una cara sardónica y barbuda se aproximó a la suya.
—¡Vengan conmigo! —dijo el hombre que tenía puesto un casco de bronce y una chaqueta acolchada, tironeando de la rienda—. Y usted también, jovencita —le dijo a Celia—. ¡Las dos! —llevaba una pica y tenía una daga en el cinturón—. La oí claramente, señora —refunfuñó golpeando la pierna de Úrsula con el pico—. Y tendrán que responder por ello.
—¿Oír qué? ¿Responder por qué? —exclamó Úrsula a pesar de que su corazón latía apresuradamente—. ¡No se le ocurra tocarme!
—Por traición —el guardia escupió en el suelo cubierto de adoquines—. Y responderá por ello ante el duque. Está en Dirham House por el momento —agarró las riendas de los dos caballos, los hizo dar vuelta y les pegó una fuerte palmada en las ancas. El tráfico del puente se había detenido y se acercó a ellas un grupo de aprendices y amas de casa que las miraban y murmuraban.
—¿Qué pasa, tía? —susurró Celia—. ¿Qué es lo que quiere este hombre?
Úrsula oyó algunos de los murmullos:
—Uno de los hombres del duque… Northumberland —mientras el grupo que aumentaba de número, se apartaba de ellos, mirándolos con curiosidad pero temerosos.
—¡Virgen santísima! —exclamó Úrsula—. Soy Lady Wouthwell y esta es mi sobrina, estamos de paso en Londres rumbo al norte. Vivimos en Southwark donde están esperándonos para comer.
El guardia se encogió de hombros.
—Podría ser la mismísima reina de España por lo que a mí me importa… ¡E invocando los santos, además! Me parece que olfateo una católica ¡Venga conmigo!
—Parece que tendremos que seguir a este bribón, mi querida —dio Úrsula dirigiéndose a Celia que la miraba sin entender nada—. Ha cometido una equivocación tonta.
La muchacha asintió, sintiendo más agitación que miedo, y totalmente confundida. Nunca había oído pronunciar la palabra traición y desconocía su significado. Pensó que debían haber infringido alguna misteriosa ley de la ciudad; a lo mejor no debían haber cortado las flores que crecía junto al portón de entrada de la residencia de una persona de alcurnia que vivía en el Strand. Comprendía muy bien que existían derechos sobre la propiedad.
El soldado del duque las condujo nuevamente por el Strand Hast allegar a Dirham House, cuyo patio estaba repleto de postulantes y malandrines como ellas, custodiados por guardias. El mayordomo del duque iba solemnemente de grupo en grupo, investigando el motivo de la presencia de cada uno. Sus ojos pequeños brillaron y sus labios se contrajeron cuando abordó al guardia de Úrsula.
—Buen trabajo, Carson —le oyeron decir—. Sin duda su alteza querrá que Charles eche un vistazo a estas dos.
Esperaron otro buen rato en el patio, hasta que finalmente apareció uno de los guardias de la residencia, que con muy mal modo les ordenó desmontar a las mujeres y luego las hizo entrar al palacio. Las condujo a lo largo de un pasillo hasta la sala de audiencias, que era más grande y lujosa que cualquiera de las del rey. John Dudley, que recientemente había sido nombrado duque de Northumberland, estaba sentado en un trono con dosel, sobre el que colgaba un enorme escudo que había inventado él mismo.
La sala de audiencias estaba colmada de adulones, caballeros de reciente designación, aspirantes a distintas prebendas, y varios nobles que se habían acercado sagazmente al virtual gobernante de Inglaterra. Un escribiente sentado frente a un escritorio ubicado debajo del estrado esperaba, pluma en mano, para hacer la próxima anotación. Fueron muy pocos los que se volvieron para mirar a Úrsula y Celia cuando estas entraron al salón, pero el duque se puso tieso y miró fijamente a las dos mujeres.
El duque era un hombre feo de alrededor de los cincuenta años que ocultaba parcialmente su calvicie bajo un discreto gorro con plumas y que estaba vestido sobriamente como correspondía a un exponente del calvinismo.
—Buenos días, señora —le dijo a Úrsula, mientras le hacía señas con la mano para que se acercara. Esperó hasta que terminara su reverencia y agregó—: Mis guardias me informan haber oído expresiones malignas… no… traidoras de parte suya.
El escribiente anotaba todo afanosamente en el pergamino. Úrsula se quedó tiesa y callada durante un momento.
—No recuerdo semejante cosa, alteza; los que escuchan a escondidas y los espías se equivocan frecuentemente.
El duque dejó caer los párpados y bajó la vista, pues sabía que esto era verdad y pensó que realmente no valía perder su tiempo valioso con una viuda de provincia y una muchacha inmadura.
—Hizo usted comentarios adversos a la persona del rey y a su salud. Habló usted del demonio —agregó el duque—. E invocó un santo.
Úrsula titubeó, decidió ignorar la primera acusación y respondió rápidamente a la última.
—Fue un desliz, alteza. Soy una mujer vieja y tuve tal sorpresa por la falta de respeto demostrada hacia una persona de mi rango que pude haberme olvidado y haber empleado algunas palabras de la vieja religión.
Northumberland se puso tieso, dándose cuenta perfectamente bien que ella había conseguido eludirlo. La miró fijamente y de repente exclamó en voz alta:
—¿Qué es esa cadena que lleva alrededor del cuello? ¿Qué es lo que cuelga de ella que está oculto? ¡Muéstremelo!
Las mejillas sumidas de Úrsula se enrojecieron, sus labios temblaron. El escribiente alzó su cabeza y varios de los caballeros que estaban conversando se dieron vuelta para ver lo que pasaba. Celia se dio cuenta por primera vez que corrían peligro.
El duque hizo un gesto con la mano a uno de sus guardias, el que tironeó de la cadena de Úrsula dejando al descubierto el pequeño crucifijo de marfil que colgaba de ella.
—Ah… —dio el duque sonriendo afablemente y haciendo otro gesto al guardia. Este se acercó a él y luego de inclinarse le entregó la cadena de oro. Le duque arrancó el crucifijo deliberadamente, lo partió en dos, se agachó para recoger los pedazos y los tiró en la papelera del escribiente.
—No puede negarse que usted es realmente muy olvidadiza, señora —le dijo a Úrsula—. Olvida usted un decreto del rey y una ley de Inglaterra —súbitamente se dio vuelta hacia Celia—. ¿Y usted, jovencita, también usa esos amuletos prohibidos?
Ella meneó negativamente la cabeza y abrió bien grande sus ojos luminosos.
—No, señor…
El duque colgó distraídamente de su rodilla la cadena de Úrsula. Se acarició la barba mientras estudiaba a la muchacha sincera, pensó. Sus intuiciones habían sido una gran ayuda para subir al poder. Faltaba poco para la hora de comer y su estómago se lo recordaba; pensó que un buen susto sería más que suficiente para estas insignificantes personas. Una semana de cárcel y los comentarios sediciosos y desobediencia a las leyes se terminarían.
—¿En qué lugar de Southwark vives, jovencita? —siguió dirigiéndose a Celia porque la mujer mayor estaba enojada y empacada. Carson le había informado que vivían en Southwark, un suburbio modesto y su pregunta fue puramente formal.
—En casa de Sir Anthony Browne, en la vieja abadía de St. Mary Overies, alteza —musitó Celia—. Pero estamos de paso. Venimos de Cowdray.
Las aletas de la nariz del duque se ensancharon ¡Cowdray! Ese reconocido nido de católicos, si bien no habían recibido ningún informe que lo corroborara después de la visita del rey. Se había opuesto a que Edward se detuviera allí, pero luego permitió que el rey lo convenciera. Si lograba conseguir el apoyo de Anthony Browne, le sería de un gran valor en el futuro. Browne era un factor dudoso. Tenía buen carácter, era rico, algo tonto, un excatólico, por supuesto, pero que podría convertirse como tantos otros. Le duque miró más allá de Celia, hacia la puerta más alejada.
—¡Milord Clinton! —el duque llamó en voz alta a un noble gordo y algo canoso que acababa de entrar al salón.
Clinton se acercó al duque y se detuvo asombrado al ver a las dos mujeres.
—Ajá —dio el duque observándolo—. ¿Las conoce? Dicen que vienen de Cowdray.
—Recuerdo haberlas visto allí —dijo Clinton perplejo. Había cruzado unos cuantos saludos con Lady Úrsula en la mesa y por supuesto que había admirado a Celia, como lo hubiera hecho cualquier otro hombre—. ¿Qué sucede? ¿Tienen algún problema?
—Tal vez… —respondió el duque lentamente—. La mujer vieja es católica y fue sorprendida hablando muy indiscretamente sobre el rey. A lo mejor está un poco reblandecida y la dejaré ir si usted responde por ella.
El duque actuaba cautelosamente. Hacía muy poco que había conseguido que Clinton se contara entre sus partidarios. Clinton estaba terriblemente enamorado y lo proclamaba a vos en cuello, de la madrastra de Anthony Browne, con la que se casaría la semana próxima en Lincoln Shire. Le primer Lord del almirantazgo no era una persona con la que convenía estar en malas relaciones.
—¡Bah! —dijo Clinton—. Tonterías, Northumberland, está perdiendo el tiempo con ellas, hay asuntos más importantes… ¿Cuándo piensa reunirse con el rey en Salisbury?
—Dentro de una semana —respondió el duque—. Pero Cheke está ahora con él y yo tengo mucho que hacer aquí.
—Ya lo veo —dijo Clinton con impaciencia—, tiene mucho que hacer —agregó encogiéndose de hombros dando a entender lo exagerado que le parecía la detención de las mujeres.
Pero el duque, prudente como siempre, sospechó algo distinto.
—¿Volverán en seguida a Cowdray? —le preguntó a Celia, que se sonrojó, percatándose que existían tensiones ocultas. Pero no podía negarse a contestar a la pregunta ni veía razón alguna para no hacerlo.
—En seguida no —balbuceó—. Nos dirigimos rumbo al norte.
—¿A qué lugar del norte…? —preguntó el duque y esperó acariciándose la barba.
—Al castillo de los Dacre de Cumberland. —¡Eso sí que era una sorpresa! Acababa de regresar de Berwick donde había conferenciado con Lord Dacre. Dacre era el señor feudal de las tierras que lindaban con la frontera. Su poderío era de una importancia vital para defender las fronteras. Era también un católico recalcitrante, pero por razones prácticas era conveniente cerrar los ojos a las diferencias religiosas con los aliados de las salvajes tierras del norte, donde lo único importante era el poderío militar.
—Algunos de los Dacre de Gilsland estaban en Cowdray durante su visita del rey —interpuso Clinton—, y le cayeron en gracia su majestad. Basta de tonterías, John Dudley… las campanas de Saint Paul están dando las cuatro… ¡Se ha vuelto usted tan chinche como una vieja solterona!
Los párpados bajos ocultaron los destellos de furia de los ojos del duque. No le gustaba que lo llamaran por su nombre de pila; no le gustaron los términos de Clinton, y este tendría ocasión de arrepentirse más adelante. No obstante, accedió, pero hizo una última y sutil pregunta.
—¿Piensan pasar por casualidad por Hunsdon en su camino al norte, jovencita? —miró a la cara de la muchacha y luego a la mujer madura y solo encontró un auténtico asombro en ambas.
—¿Qué es Hunsdon, alteza? —preguntó Celia—. Nunca he salido hasta ahora de Midhurst, y no sé dónde nos detendremos durante el viaje.
—Usted, señora… —dio finalmente dirigiéndose a Úrsula—. ¿Sabe usted quién vive en Hunsdon?
—No, alteza —dijo con toda sinceridad Úrsula—. No lo sé.
—Me parece que ya tenemos bastantes líos para inventar otros más —dijo Clinton lanzando una risotada y palmeando al duque en el brazo—. ¡Termine de una vez!
El duque asintió.
—Pueden retirarse, señora… —dio arrojándole la cadena—, pero cuide su lengua en el futuro, fíjese en los amuletos que usa y no obedezca al perverso obispo de roma a menos que quiera terminar entre rejas, como le hubiera pasado hoy de no haber sido porque Lord Clinton quiso interceder por ustedes.
Celia dejó escapar un sonido entrecortado y se prendió de la mano de Úrsula.
—Entre rejas… —hicieron respectivamente una reverencia silenciosa y salieron de la sala de audiencia bajo la mirada curiosa de todos los presentes. Un paje las condujo hasta el patio. Montaron en sus caballos y volvieron a pasar por el Strand rumbo al puente de Londres. No hablaron hasta que llegaron a su alojamiento en la exabadía de Southwark.
Wat Farrier las esperaba ansiosamente.
—Empecé a temer por ustedes, debieron haberse hecho acompañar por Simkin, no es aconsejable deambular solas por las calles de Londres, podrían haber tenido problemas.
—Y los tuvimos —dijo Celia desplomándose sobre un banco—. Oh, Wat… —se agarró las manos fuertemente y empezó a llorar como una niña asustada.
Wat se quedó mirándola y luego volvió su mirada a Lady Úrsula que estaba pálida y demacrada. El hermano Anselm de cuclillas junto al fuego, revolvía un guiso de conejo. Simkin estaba disponiendo los cuchillos, platos y jarros de metal sobre la mesa de roble.
—Vamos, vamos, muchacha —dijo Wat rodeando los hombros de Celia con su brazo—. ¿Qué te sucede, qué les pasó?
—Comeremos primero —dijo Úrsula— y luego le contaré todo —había pasado ya la edad en que se llora fácilmente, y no podía reconfortarse de la forma en que lo hacía Celia, pero sus manos temblaban mientras se esforzaba por comer y luchó denodadamente contra el pánico que no había sentido durante la dura prueba que habían pasado.
Cuando finalmente le contaron la historia a Wat, este se desesperó mucho más que las mujeres, ya que estaba al tanto de muchas cosas que ellas ignoraban.
Wat sacó en limpio que el mayor disgusto de Úrsula era que el duque hubiera roto su crucifijo y que la hubiera tratado con una total falta de respeto, como si fuera una cualquiera. Cuando Celia se recuperó, comenzó a pensar en el episodio como si se tratara de una nueva aventura.
—Ese duque —dijo— no parecía realmente temible, dijo que podía habernos metido «entre rejas» pero estoy seguro que no lo pensaba.
—Vaya si lo pensaba —dijo Wat enfurruñado—. Fleet, King’s Bench o Marshalsea, a cualquiera de esos lugares las habría mandado de no ser por Lord Clinton.
—Bueno, pero no nos mandó —dijo Celia—, en qué palacio tan lindo vive ese hombrecito tan feo, qué tapicerías, qué dorados, alfombras y cristales. Es mucho más grande que Cowdray. Wat… ¿Dónde queda Hunsdon?
—¿Hunsdon? —repitió Wat alarmado—. ¿Se mencionó en algún momento a Hunsdon?
—En efecto —dio Úrsula empujando hacia atrás su plato—. Su alteza nos preguntó si pensábamos parar en Hunsdon durante nuestro viaje al norte. Nunca oí nombrar ese lugar.
Wat suspiró. A pesar de la visita real, que había sido solamente un breve y brillante interludio en el que casi no tomaron parte estas dos mujeres, ambas vivían en Cowdray en tal inocencia y tan recluidas como si estuvieran en un convento. Su ignorancia se estaba volviendo evidentemente peligrosa para ellas mismas y para los intereses de su amo. Se secó la boca con su manga de cuero y con voz firme dijo:
—La señora Mary está en Hunsdon. Queda en Hertiordshire y es el sitio preferido de ella haremos una etapa allí durante nuestro viaje.
Úrsula tragó.
—¿La princesa Mary? —preguntó con incredulidad.
Wat meneó la cabeza.
—Mejor será que recuerde que ya no se llama así, o de lo contrario acabaremos todos en la horca, milady.
Úrsula no habría tolerado semejante observación esa misma mañana, pero en cambio ahora se limitó a decir:
—¿Qué tenemos que ver con la señora Mary?
Wat titubeó. Dirigió una mirada al monje que estaba refregando un pedazo de pan por la cacerola y miró luego a su hijo que estaba contemplando a Celia totalmente embobado, mientras la joven, haciendo caso omiso del muchacho, esperaba atentamente su respuesta.
—Entregar un mensaje de Sir Anthony —dijo Wat escuetamente—. Es muy natural que pasemos a saludarla. Todavía sigue siendo la heredera del trono.
—¿Todavía? —exclamó Úrsula dando un respingo—. No cabe la menor duda de ello. Estaba escrito en el testamento del rey. Todo el mundo lo sabe.
—Ah… —dio Wat—, una cosa es saberlo y otra que se cumpla. La señora Mary es una ferviente católica.
—Y la princesa Elizabeth no lo es… —dijo Úrsula frunciendo el ceño.
—La señora Elizabeth no lo es. Indiscutiblemente es una pobre persona, tímida, vestida con trajes oscuros, desmayándose permanentemente y quejándose siempre de jaquecas, no sería capaz de matar una mosca. No me animaría a expresarme de esta forma si no fuera que el rey está ahora disgustado con sus dos hermanas. No quiere ni verlas.
—No obstante —dijo Úrsula ansiosamente—, no puede modificar el testamento de su padre.
—Un rey puede hacer lo que le de la gana —Wat se pasó la lengua por los labios y dijo que quizás esa tarde podrían asistir a una función en la que tomaba parte un oso y así distraerse un poco de los acontecimientos del día tenía tanta noción de la conspiración que estaba en marcha, como la tenía Sir Anthony, que apenas le había insinuado algo. Pero los rumores corren en secreto a gran velocidad. Los sirvientes sabían mucho más de lo que se imaginaban sus patrones, y durante la visita del rey, Wat había bebido unas cuantas copas con el valet de Lord Clinton. Este sujeto le dio a entender que el duque de Northumberland tenía unas ambiciones terroríficas. Aunque nadie sabía muy bien de qué podría tratarse.
—Puedes llevar a la señorita Celia a ver el oso —dijo Úrsula—. Yo prefiero quedarme tranquila. Cuídala bien.
—¿Se quedará usted aquí? —preguntó Wat con gran satisfacción—. Me parece bien que descanse, señora partiremos rumbo a Hunsdon al amanecer.
Úrsula asintió distraídamente. Quería estar sola. Sacó de su bolsito la cadena de oro y se quedó mirando la argolla rota de la que había colgado el crucifijo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, parpadeó rápidamente y comenzó a caminar de una a otra punta por el piso de piedra, sin saber qué hacer. Sintió unas ansias por tener alguien que la aconsejara, por ver a un sacerdote, pero no sabía dónde podía encontrar uno; sintió la necesidad de poder ir a un lugar sagrado y volver a ver los símbolos tan caros a ella, que habían sido siempre motivo de su devoción e inspiración. Miró por la ventana a las cuatro agujas de St. Saviour, se puso su capa, bajó al patio principal y entró a la iglesia.
Se quedó absorta al ver la desnudez del templo. No quedaba absolutamente nada, ninguna imagen, ningún altar, ni un banco dónde sentarse. Los pasos de Úrsula resonaban en la nave vacía. Se arrodilló en el presbiterio, sacó el rosario que su madre le había regalado para su primera comunión, pero antes de empezar a recitar el primer avemaría, miró rápidamente a su alrededor para ver si alguien la estaba mirando. Comenzó sus oraciones tratando de recuperar un poco de confianza, cosa que no había hecho nunca antes. Pero no tuvo éxito. De repente oyó un portazo. Pegó un salto y guardó el rosario en su bolsito. El mundo se ha vuelto loco, pensó. Soy una mujer muy vieja y no sé qué hacer.
Se paró, advirtiendo con sorpresa lo ágil que era todavía y salió de la iglesia sin haber encontrado consuelo.
El sol se estaba poniendo. Caminó costeando el río sin que nadie la molestara. Se internó por malolientes callejones hasta llegar a Borough High street y de allí rumbeó otra vez hacia el río. De repente se vio impedida de avanzar por una caravana de mulas que venían del sur cargadas con mercaderías. Se recostó contra una pared y oyó que la llamaban por su nombre. Pero estaba tan abstraída que no prestó atención, pensando que había confundido su nombre con los gritos que proferían constantemente los vendedores.
Dio un respingo al sentir una mano sobre su brazo y al oír la misma voz que repetía:
—¡Lady Wouthwell! —Úrsula volvió la cabeza y se encontró con el Maestro Julian que la miraba sonriendo.
—Su asombro no será mayor que el mío —dio riendo al ver su expresión—. ¡Mire que encontrarnos en Southwark!
Pasado el primer momento de sorpresa, Úrsula sintió un gran placer y un misterioso alivio. Su cara se iluminó.
—¡Qué feliz encuentro! —exclamó tomándole la mano—. ¡Estaba tan afligida!
—Me apena el oírlo —dijo Julian divertido y un poco emocionado por su caluroso saludo. Sabía distinguir un chispazo de amor en los ojos de una mujer y era suficientemente vivo como para despreciarlo, cualquiera que fuera su origen. Además, sentía cariño por Úrsula, y tuvo una agradable sorpresa con este inesperado encuentro.
Caminaron juntos hasta la antigua abadía. Entraron al patio del claustro, se sentaron en uno de los bancos y Úrsula le contó lo que les había sucedido esa mañana. Julian se dio cuenta que lo que perturbaba a esta buena mujer no era tanto el susto por las amenazas de Northumberland, como una sensación nueva e inquietante al comprobar el derrumbe de valores que ella consideraba fundamentales. Julian se dio cuenta que era la primera vez que Úrsula, cuya vida había transcurrido apaciblemente, se encontraba frente a frente con la crueldad.
—Y esa pobre iglesia —dijo gesticulando—, St. Mary Overies, me niego a pronunciar su nuevo nombre… lo que le han hecho… ¿Por qué Dios nuestro señor y la virgen no defendieron lo que les pertenece?
—Uno se pregunta… —dijo Julian, un poco para sí mismo—. Sin embargo, el mal triunfa a menudo en el curso de la historia. O lo que nosotros llamamos el mal, ¿cómo estar seguros?
Ella se quedó mirándolo fijamente.
—¿No estar seguros de lo que es el mal? ¡Está bromeando, Maestro Julian! O el fétido aliento del demonio lo está corrompiendo también a usted en esta maldita ciudad.
Julian se encogió de hombros.
—Quizás, nunca lo he visto, pero es verdad que tampoco he visto a un ángel —sus ojos grises pestañearon y Úrsula le dirigió una tímida sonrisa antes de sumergirse nuevamente en sus preocupaciones.
—¿Cree usted que encontraremos nuevos peligros en nuestro viaje? Tengo un poco de miedo de nuestra etapa en Hunsdon para ver a la princesa Mary. ¿Por qué no me habrá prevenido Sir Anthony? Y ese hombre, el duque… sentado en su trono como una enorme araña tejiendo su tela.
—Da vero… —asintió Julian, pensando por primera vez que su amistad con Úrsula podía ser perjudicial para él. No era aconsejable tener amigos católicos.
Julian se levantó y agarró su maletín.
—Bueno, querida señora —dijo cariñosamente—. Debo volver a casa y a Alison. ¡Que tenga muy buen viaje!
Úrsula se sobresaltó.
—¡No me diga que se va! —su grito fue tan lastimero que Julian le tomó la mano y se la besó con un gesto típicamente cortesano.
—Lo siento, pero no tengo más remedio. Por lo menos… —agregó sonriendo—, consiguió apartar a la pequeña Celia del enredo que tanto temía en Cowdray. Eso ya está solucionado.
—Así es —dijo Úrsula tragando—. Y a mi pequeña Celia le espera un futuro brillante. Usted lo dijo… ¡Su horóscopo, sus manos!
Julian se inclinó disimulando enfrío estremecimiento. Había visto otras cosas en el futuro de Celia, pero nada podía darse por sentado en los turbios dominios de lo profético, y últimamente se había negado a explorarlos.
—¡Maestro Julian! —exclamó Úrsula involuntariamente—. ¿Se casará usted con su amante? ¿Con Alison? —sus mejillas sumidas se arrebataron.
—¡Per bacco, no! —Julian estaba indignado—. ¡Casarse un Ridolfi di Piazza con la hija de un barbero! ¡Me está insultando, señora!
Úrsula se sonrojó más todavía, pero sus ojos reflejaron cierto alivio.
—Lo siento, maestro, estoy segura que podrá conseguir un partido mejor si lo desea.
Su ceño se distendió y la miró cariñosamente, dándose cuenta mejor que ella, del entusiasmo que sentía por él. Si hubiera sido rica, si hubiera tenido una posición encumbrada, los diez o más años de diferencia no lo habrían detenido. Era sana, lo quería, y además, de noche todos los gatos son pardos. Pero en las actuales circunstancias se limitó a inclinarse y decirle:
—Adiós Lady Wouthwell, con toda seguridad volveremos a vernos cuando regresen —salió del claustro y se olvidó de Úrsula no bien puso un pie en High Street.
Úrsula se quedó sentada en el claustro, sintiéndose más perdida que antes de encontrar a Julian; suspiró resignada y subió al otro piso para esperar allí a Celia.
Úrsula y sus acompañantes llegaron a Hunsdon el día siguiente por la tarde, estaban empapados por la lluvia y hambrientos pero tuvieron que esperar un buen rato hasta que les permitieron entrar a la gran mansión de ladrillos. Las visitas desconocidas eran poco frecuentes y siempre despertaban angustiosas sospechas. El guardia los dejó esperando junto al portón mientras él corría a consultar con alguien de mayor autoridad.
Finalmente apareció Sir Thomas Wharton, el mayordomo de la princesa Mary.
—Deben explicarme a mí qué es lo que buscan —dijo dirigiéndose a Úrsula que supuso que debería ser el personaje más importante de la comitiva por su porte y su vestido—. Su alteza real no se siente bien y no debe ser importunada por postulantes.
Wat dio un paso adelante con gran determinación.
—Venimos de Cowdray, señor. Soy portador de un mensaje de Sir Anthony Browne que desea que se entregue personalmente.
Wharton frunció el ceño al advertir el blasón con la cabeza de ciervo. No estaba muy seguro del catolicismo de Sir Anthony después de la visita real y estaba al tanto del compromiso entre su madrastra y Lord Clinton, reconocido partidario del duque.
—Entrégueme a mí el mensaje, buen hombre… —dijo Sir Thomas—. Si me parece conveniente me encargaré que llegue a destino.
Wat lo miró severamente.
—El mensaje está grabado en mi cabeza, mi amo quiere que lo entregue personalmente.
—De ningún modo —respondió Sir Thomas irritado por el tono del lacayo— ya le dije que su alteza no se siente bien. Puedes retirarte… —le hizo una seña al guardia, pero luego se quedó sorprendido e inmóvil como los demás, al oír una voz profunda, casi masculina, que lo llamaba desde una de las ventanas del otro lado del patio.
—¿Qué sucede, Sir Thomas? ¿Quién es?
Miraron hacia arriba y vieron una mujer que asomaba por la ventana su cabeza cubierta por una cofia cuajada de piedras preciosas.
—¡Hágalos pasar! —exclamó la voz.
Wharton gesticuló exasperado, pero no se animó a desobedecer.
Cuando entraron al salón vieron a la princesa Mary parada frente a la chimenea esperándolos.
Qué pequeña es la princesa, pensó Celia mientras imitaba la reverencia de Úrsula, pequeña y delgada por más que esté cubierta de alhajas y vestida de brocado dorado. Nadie la miraría dos veces si estuviera vestida con un sencillo traje de lana. Su pelo, que antes era rubio y brillante, estaba opaco y seco como paja. Su boca de labios finos tenía una expresión de obstinación. Sus ojos hundidos reflejaban dolor.
A pesar de que Mary tenía solamente treinta y cinco años, a Celia le pareció vieja e insignificante. Consideraba que esa visita era desagradablemente molesta, ya que tenía frío y hambre, y no sentía mucha curiosidad por el mensaje misterioso. Se quedó a un lado y de puro aburrida se puso a contar los cristales de las ventanas, mientras Mary interrogaba a Wharton con su voz dura y profunda. Wat esperaba agitado, pero se guardó muy bien de hablar. Úrsula advirtió que la aguda cara de la princesa reflejaba cada vez más sospechas, comprendió que prevalecería la decisión de Wharton y que los despacharían a todos otra vez fuera. Pero justo en ese momento descubrió el crucifijo de oro que colgaba en el pecho chato de Mary junto con otras joyas.
Úrsula metió la mano en su bolso y sacó su modesto rosario. Esperó hasta que Mary advirtió su gesto y entonces besó reverentemente la cruz de plata.
La princesa dio un respingo, su cara se transfiguró y sus labios finos y tensos se aflojaron en una sonrisa asombrosamente afable.
—Ah-h… bueno… —murmuró tocando su crucifijo—. Bienvenidos a Hunsdon —dijo—, en nombre de nuestro señor.
Impartió diversas órdenes al mal dispuesto Wharton y decidió que Lady Wouthwell compartiría su mesa.
—Usted me contará cómo estaba mi hermano el rey en Cowdray, Lady Wouthwell. Qué aspecto tenía y qué cosas contaba, hace mucho tiempo que no lo veo y ya no podemos conversar a solas. Antes me quería —agregó en voz baja—. ¡Virgen santísima, no es posible que ahora me odie!
Y así fue como todos fueron invitados a pasar la noche en Hunsdon.
Mary se había resignado a ese semiexilio, a ser dócil y tener paciencia. Pero no había transigido con una cosa. Se negaba a alterar su religión, la religión de su madre, y quería tener su confesor y su misa. Para poder obtener esto contra la oposición de Edward y su consejo, había invocado a su primo, el emperador Carlos, cuyas amenazas de una intervención armada habían protegido hasta entonces a Mary. Pero cansado del mundo y de las guerras, se le había pasado ya el entusiasmo por defender a una mujer madura, sin amigos y que probablemente no viviría para ascender al trono de Inglaterra.
Mary estaba obligada ahora a celebrar la misa en secreto; quería a su hermano y estaba convencida que sus nuevas veleidades religiosas se le pasarían no bien fuera un poco mayor, de lo que se convenció más aún al oír los cuentos de Úrsula sobre la visita real a Cowdray. Le pareció lamentable pero comprendió que fuera necesario encerrar al monje benedictino y desnudar la capilla en deferencia a los actuales caprichos de Edward.
Las dos damas prosiguieron con su conversación, comentando escandalizadas todos los últimos acontecimientos, mientras Celia guardaba silencio en el otro extremo de la mesa, añorando la deliciosa comida de Cowdray.
Cuando terminaron de comer, Mary recordó a Wat Farrier y su insistencia por transmitirle un mensaje. De las confidencias de Úrsula había sacado en claro que Anthony Browne era aún digno de confianza y quiso satisfacer su curiosidad.
Se retiró por lo tanto a su salón privado y mandó llamar a Wat.
—En efecto —respondió Mary de buen modo pero cansada—. ¿Cuál es el mensaje que tienes que transmitirme? ¿Te han dado bien de comer?
Él asintió.
—Gracias, alteza… —y guardó silencio durante un momento estudiándola disimuladamente.
Sacó de un bolsillo interior de su chaqueta un anillo de oro con un sello.
—Es este, alteza… y le ruego que lo mire cuidadosamente.
Mary agarró el anillo y vio que tenía grabada una cabeza de ciervo rodeada por el lema: «suivez raison», gastado por el uso.
—Bien… —dijo—. ¿Y qué debo hacer con él?
—¿Lo reconocerá si lo vuelve a ver? —preguntó Wat ansiosamente.
Ella asintió frunciendo el ceño.
—Si lo llega a ver otra vez, sea quien sea el que se lo entregue —dio Wat gravemente—, debe tener cuidado de todo lo que haya oído. De cualquier intimidación.
Ella pareció más preocupada todavía.
—Hablas muy confusamente, mi buen amigo. ¿Será posible que el mensaje sea tan ininteligible? ¿Qué intimidación?
Wat no sabía, Sir Anthony le había hecho aprender de memoria solamente esas palabras.
—No me gusta —dijo ella sintiendo un chispazo de ira—. Supongo que quiere ser una advertencia, y bien intencionada espero. ¿Sir Anthony te lo dio personalmente?
Wat permaneció en silencio, recordando las palabras de su amo: «muéstrale el anillo a su alteza, pero no digas una palabra que no sea las que te encargué que repitieras».
—¿Puedo irme, alteza? —preguntó Wat—. Me espera una buena cabalgata esta noche.
Mary se mordió los labios, fastidiada, comprendiendo que el hombre no diría nada más.
—¿Cómo? —dijo sorprendida—. ¡No pensarán partir para Cumberland ahora!
Él meneó la cabeza.
—Voy a Londres, alteza. Mañana vendré a buscar a mis damas.
Extendió respetuosamente la mano para que le devolviera el anillo. Mary se lo entregó, impresionada como siempre le sucedía, con la fuerza viril y la obstinación, así se tratara de un sirviente. Sintió nuevamente un fuerte dolor de cabeza y perdió todo interés en el episodio, en Lady Wouthwell y en su bonita sobrina.
Wat regresó al día siguiente luego de haber entregado el anillo a un joyero de Lombard Street de acuerdo con las instrucciones de Sir Anthony.
La comitiva de Cowdray partió a mediodía rumbo al norte, sin que ninguno de ellos tuviera la menor premonición de que volverían a ver otra vez a Mary.
Hasta la misma Úrsula, que lo había pasado tan bien conversando con ella la noche anterior, consideraba a la princesa como una nulidad que acabaría su días recluida y abandonada, pasando tristemente de uno a otro de sus rústicos castillos.