Capítulo tercero
El domingo por la mañana el tiempo seguía manteniéndose bueno. La suave luz del sol iluminaba el jardín de invierno cuando los huéspedes de ese fin de semana bajaron allí a desayunarse. La primera en llegar fue Sue, luego Harry, Igor, George Simpson y finalmente Myra, que había disfrutado de un sueño reparador y estaba resplandeciente con su informal pijama de jersey verde. Nadie habló mucho hasta que el impasible Dodge trajo el café y los huéspedes se sirvieron cada uno de la mesa que tenía las vituallas calientes.
—¿Y los dueños de casa? —inquirió Myra mordisqueando una tostada—. ¿La señora Taylor tampoco bajó? Harry, pareces algo cansado, querido. ¿Tuviste una noche muy agitada?
Harry tragó un bocado de arenque y le dirigió una mirada resentida. Cuando descubrió la noche anterior en el jardín que indudablemente no llegaría a nada con Celia, sus esperanzas volvieron a cifrarse en Myra. Golpeó su puerta después de la medianoche. La única respuesta que recibió fue una ahogada risita burlona. Estoy harto de las mujeres, pensó Harry. Desperdiciando lo que me queda de vida en ellas. Dios mío, me gustaría volver a ese mes de junio veintiocho años atrás. Luchando, peleando, retrocediendo, pero demasiado atareado tratando de sobrevivir para sentir miedo. Conduciendo a mis hombres por ese médano arenoso, el único lugar por donde podíamos avanzar y cuando maté al alemán que creía que nos había atrapado. Dios, cómo me gustaría poder estar nuevamente allí, o mismo un poco más tarde, durante los bombardeos, las bombas V2, pero por lo menos era un enemigo con el que se podía pelear. Decisión y juventud.
Harry se levantó.
—Necesito hacer un poco de ejercicio —anunció—. Creo que haré una caminata por las colinas. Iré a ver ese caballo blanco que alguien esculpió en la piedra. Díganselo a los Marsdon cuando los vean.
Los demás terminaron el desayuno y se dirigieron hacia la piscina, donde se instalaron a leer los diarios del domingo en silencio. Inclusive la energía de Myra y la exuberancia de Sue se diluyeron en medio de esa ociosidad general.
Igor fue el único en hacer un comentario mientras arrojaba una piedrita contra un macizo de iris.
—¿Me pregunto si hay algo decididamente dramático en el ambiente, o si es que soy hipersensitivo? Quiero decir que son pasadas las once y que uno normalmente espera… —se interrumpió; todos se miraron mutuamente al oír a sirena de una ambulancia que resonaba en medio de la pacífica campiña de Sussex, detrás de la pared de ladrillos del jardín.
Al mismo tiempo, Lily Taylor salió corriendo de la casa y se dirigió hacia ellos. Estaba vestida todavía con un batón azul, tenía la cabeza llena de ruleros, su cara radiante reflejaba una expresión triste, pero había recordado los huéspedes de Medfield.
—Es Celia —explicó—. Gravemente enferma, la llevan al hospital y Richard… —sollozó y se mordió los labios.
Luego de un silencio cargado de asombro, Myra tomó a la mujer por el brazo.
—Lo siento tanto, señora Taylor. ¿Qué podemos hacer? ¿Cómo no sea no entrometernos y volvernos a nuestras casas? Qué terrible para usted. ¿Puedo ayudarles con mi auto?
Era demasiado bien educada para insistir pidiendo detalles, pero Sue preguntó muy agitada:
—¡Oh, tía Lily, no me digas que va a perder el bebé!
—¿Bebé? —Lily meneó la cabeza aturdida—. Tengo que irme, quería que ustedes estuvieran enterados. Supongo que Dodge les servirá el almuerzo…
Lily volvió rápidamente a la casa.
—Pobre mujer —dijo Myra—. Y pobre Celia. Evidentemente, lo mejor será que nos vayamos. Te llevaré de regreso a la ciudad si quieres, Igor… y a Harry también, si es que aparece. No me siento responsable de los Simpson, esa mujer espantosa, pero me pregunto donde estará Richard. Creo que no es el tipo de hombre que se viene abajo por una emergencia, pero entonces está actuando de un modo muy raro. Oh, bueno… —encogió sus hombros delicados y se marchó en búsqueda de una sirvienta.
Akananda estaba reunido en consulta en el dormitorio de los Marsdon, con el doctor Foster que había llegado desde Lewes hacía una hora. El médico tenía el aspecto y actuaba como un irritable hacendado, con su cara roja como una remolacha y su bigotito gris bien recortado. Miraba a Celia con preocupación y le hablaba al hindú con impaciente condescendencia.
—Su aspecto es aterrador —anunció—. Evidentemente en estado de shock. Una especie de ataque de histeria, supongo, pero debo reconocer que nunca he visto nada semejante. ¡Qué les sucede a los brazos! ¡Y los ojos!
Sacó de un tirón el pañuelo con que Akananda había cubierto la cara pálida y sudorosa de Celia, antes que su madre pudiera verla. Los ojos dilatados como los de un caballo asustado estaban desviados hacia la izquierda. Foster sacudió un extremo de pañuelo delante de un ojo pero no hubo ninguna reacción. Todavía tenía los brazos estirados y rígidos sobre la cabeza y los dedos encogidos como si estuvieran agarrándose de algo. Los dos médicos habían tratado de bajar los brazos, pero estos parecían inflexibles como el hierro.
—La muchacha no está muerta todavía —prosiguió Foster—. Creo que tiene treinta pulsaciones. ¿No le parece a usted? Y está respirando, en cierto modo.
Akananda asintió.
—Creo que vivirá —dijo—, a pesar que la adrenalina no parece haber producido gran efecto. Tendremos una idea más exacta de sus funciones cardiacas cuando se rehaga un electrocardiograma. ¿Quizás entonces estricnina… o cortisona?
—¡Mi maldito aparato se ha vuelto a romper! —dijo Foster—. ¡Un aparato tan nuevo!
Dirigió una mirada a Akananda en la que se mezclaban el asombro y el disgusto. El hombre hablaba con autoridad, la llorosa madre que lo había llamado por teléfono había dicho que era un médico, pero había algo extraño en todo esto. Una muchacha que parecía estar muriéndose de miedo. ¿Y dónde estaba el marido?
—¿Dónde está Sir Richard? —preguntó—. Debía estar aquí.
—Está ausente. Y su presencia no es necesaria. ¿La llevamos ahora?
Foster se encontró llamando a los camilleros. Los hombres acostaron a Celia sobre la camilla.
—Cuidado con los brazos —dijo Foster—. No se pueden doblar, debemos andar con cuidado por los pasillos.
Lily se había quedado en su cuarto, como se lo pidió Akananda. Estaba vestida y esperándolo cuando él asomó la cabeza al pasar la procesión frente a su puerta.
—Venga —le dijo cariñosamente—. La llevaremos al hospital de Eastbourne.
—¿Pero dónde está Richard? —gimoteó ella—. ¿Dónde se metió después que finalmente lo despertó a usted?
—No lo sé —dijo Akananda—. Salió corriendo escaleras abajo y tal vez salió de la casa… lo buscaremos después. Rece, señora Taylor, por su hija y por Sir Richard.
—Por él no —dijo ella apretando los labios—. Se ha ido. Es inhumano —se reunió con la camilla y sus acompañantes en el vestíbulo.
Demasiado humano, pensó Akananda. Ese vistazo que había tenido de Richard mientras gritaba con voz ronca.
—Celia… vaya a ver a Celia, tengo miedo —si hubo alguna vez una cara y una voz con semejante expresión de culpa y terror… ¿Qué podía haber sucedido esa noche en un par de horas para producir semejantes desastres?
Su práctica psiquiátrica en Maudesley lo habían familiarizado con esa maloliente áurea de locura e inminente suicido, pero nunca hasta entonces se había visto implicado tan personalmente con los pacientes, ni sentido tan indefenso.
El sol estaba saliendo cuando Richard lo llamó y luego desapareció. Akananda no se apartó en ningún momento del lado de Celia durante el tiempo que demoraron en localizar al doctor Foster que estaba atendiendo una llamada de urgencia; pero no tenía ningún remedio a mano y tuvo que limitarse a levantarle los pies, abrigarla con varias frazadas y tratar de mantener viva a la muchacha inconsciente con la fuerza de su voluntad. Los sirvientes permanecieron en la ignorancia hasta la llegada de la ambulancia y después Dodge los mantuvo bajo estricta disciplina, susurrando y caminando de un lado a otro en su sector. Sin embargo, hubo uno al que no pudo controlar y cuando Lily subió a la ambulancia, la señora Cameron salió corriendo de la casa.
—Señora —gritó agudamente—. ¿Qué le pasa a mi señora? —empujó a Lily hacia un lado y echó un vistazo al cuerpo inerte acostado sobre la camilla—. ¡No me diga que está muerta! —balbuceó.
—No, no —dijo el doctor Foster que conocía desde hacía muchos años a la pequeña niñera escocesa—. Vuelva a la casa. Vea si puede encontrar a Sir Richard.
—El señor… el joven señor… ¿Qué ha hecho? —su voz tembló y sus ojos negros y redondos se llenaron de angustia.
—Que yo sepa no ha hecho nada —dijo Foster con impaciencia—. Simplemente no está aquí. Prosiga —le dijo al conductor, que puso en marcha el motor e hizo funcionar la sirena.
La señora Cameron se quedó mirando la ambulancia mientras esta avanzaba por el camino de salida y giraba rumbo a Eastbourne.
—Oh, Dios, oh, mi Dios —susurró. Enderezó su espalda y lanzó un penoso suspiro. Cuando entró a la casa se encontró con Myra que bajaba la escalera.
Myra ya estaba vestida con un elegante vestido de ciudad y llevaba en su mano un bolsón de cuero de cocodrilo. Se dio cuenta inmediatamente que la señora Cameron era algo más que una simple sirvienta, a pesar de no haberla visto nunca antes, y dijo con suave autoridad:
—¿Habrá alguien que me traiga el auto hacia aquí y que busque mi equipaje? El personal parece desorganizado. ¡Siento tanto que Lady Marsdon se haya enfermado, nos iremos todos en seguida! ¿No sabe usted dónde podría encontrar a Sir Richard?
—No lo sé, alteza —Nanny había oído descripciones de la duquesa en el comedor de servicio y había sentido una satisfacción personal al enterarse de que Medfield Place tenía una invitada tan aristocrática, como las que solían venir en el pasado, antes que muriera la anterior Lady Marsdon.
—Buscaré al señor —y agregó en tono suplicante—: No debe estar muy lejos, y se apenaría si ustedes se fueron sin despedirse. El hijo del jardinero se encargará de su auto y del equipaje, alteza. ¿Pero no podría esperar usted un momento?
Myra recapacitó y aceptó sin mayor entusiasmo. Estaba ansiosa por salir de esa atmósfera confusa, ligeramente amenazadora, pero al mismo tiempo se sentía un poco obligada a quedarse. Estando ausentes ambos dueños de casa y la señora Taylor, parecía necesario que alguien se hiciera cargo, por lo menos temporalmente.
—Esperaré aquí —dijo señalando la sala.
La señora Cameron esbozó una reverencia y desapareció. Los otros invitados se unieron sucesivamente a Myra, inclusive Harry, que había vuelto de su caminata y estaba sumamente conmovido por la noticia.
—Increíble… increíble —repetía continuamente—. Celia no estaba enferma anoche. ¿Dicen que la llevaron en una ambulancia? ¿Qué pudo haberle sucedido?
Nadie parecía saberlo, y Harry se sintió sorpresivamente afligido. Sentía pena, casi cariño. Celia se había comportado como una pequeña ramera la noche anterior, pensó asombrándose por haber usado una palabra tan anticuada. Insinuante, sería más acertado, permitiéndole besarla y acariciarla en el jardín y luego apartándolo y abofeteándolo como una cualquiera. Se había enojado mucho entonces, pero ya se le había pasado. Sentía una oleada de tierno afecto y tenía la certeza de que cualquiera que fuera la enfermedad que la aquejaba en esos momentos, Richard Marsdon la estaba haciendo muy desgraciada. Maldito sea, pensó Harry. Ojalá no hubiera venido a este espantoso fin de semana.
Todos los huéspedes compartían el punto de vista de Harry en distintos grados, pero George Simpson era el más arrepentido de todos, tratando de que su mujer recuperara un viso de normalidad. Edna se había despertado finalmente de su sobresaltado y angustioso sueño al oír la sirena de la ambulancia.
Le dolía muchísimo la cabeza y cuando trató de levantarla hizo una arcada.
—¿Dónde está mi tónico? —le preguntó a George dificultosamente cuando lo vio parado junto a la cama.
—Se terminó —echó un vistazo a la botella vacía tirada en la papelera—. Levántate, Edna y vístete. Lady Marsdon está muy enferma, acaban de llevarla al hospital.
Sus ojos tuvieron cierta dificultad para enfocar correctamente.
—¿Lady Marsdon…? ¿Muy enferma…?
Él asintió y dio un paso atrás al verla sonreír. La curva de sus labios y sus ojos hinchados reflejaban una maliciosa satisfacción.
—Ojalá se muera.
George la agarró por sus anchos hombros y la sentó de un tirón.
—¡Dios me ampare, no sé cómo has hecho, pero creo que estás borracha! ¡Vamos, camina al baño, te meteré bajo el agua fría!
Con un sacudón se libró de las manos de él y se convirtió en la estampa de la dignidad.
—¡George, cómo te atreves! Sabes perfectamente bien que en mi vida he probado una gota de alcohol. Es simplemente un dolor de cabeza. Me duele muchísimo, —se desplomó nuevamente sobre la almohada. Su boca se abrió cuan grande era y un hilo de saliva corrió por un costado.
George echó una mirada a la cama. ¿Qué haré con ella? No puedo permitir que nadie la vea en este estado. Las sirvientas hablarán. Y Sir Richard, qué va a pensar… una firma tan seria… no puedo haber visto esa mirada de satisfacción. Se estremeció y se dejó caer en la silla junto al escritorio, tomándose la cabeza entre sus manos.
La señora Cameron buscaba a su joven amo. Fue en primer lugar a la biblioteca, donde se guardaba La Crónica de los Marsdon. La biblioteca estaba vacía, y el gran libro de pergamino descansaba en su acostumbrado lugar en el estante más alto. Nanny lo bajó y pasó su dedo por el basilisco grabado en oro de la tapa.
—Cuidado —dijo en voz alta, como vieja conocedora que era del lema—. Dudo que hayan prestado suficiente atención a esa advertencia —meneó la cabeza y sintió de repente un chispazo de «la visión» que formaba parte de su herencia montañesa junto con su tosco sentido común.
Guiada por el chispazo, acarreó el pesado libro hasta el atril y lo abrió al azar. Echó un vistazo a una de las primeras páginas. Estaba cubierta por unos rasgos apretados y desteñidos, trazos largos y curvos y unas pequeñas ondas sobre lo que debían ser letras. Logró descifrar unas pocas palabras.
—La víspera de todos los santos… hechos inconfesables entristecen neutra casa… terrible lascivia… ordeno a mis herederos… temor de ser condenados… muchacha asesinada… Medfield…
En el margen, junto a esta anotación había un débil trazo hecho con lápiz.
—Esto es lo que lee y lo hace cavilar cuando está con ese humor especial —murmuró—. Algo malo de mucho tiempo atrás, sin embargo presente otra vez entre nosotros. Dios tenga piedad de nosotros.
Suspiró tristemente, cerró La Crónica de los Marsdon y la colocó nuevamente en su lugar. Salió presurosa de la biblioteca y comenzó una búsqueda sistemática por toda la mansión. Había llegado al pie de la escalera que conducía a la azotea en el ala oeste, cuando recordó el cuarto de música. ¡Ay! Con toda seguridad. Se dirigió por oscuros corredores, subiendo y bajando escaleras hasta llegar al viejo cuarto de estudio.
—Sir Richard… —llamó suavemente—. Señor Richard —no se oía ningún ruido adentro. Nanny trató de abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Golpeó y llamó otra vez—. Señor… soy yo, Nanny ¡Abra por favor!
Su oído era muy bueno y pudo distinguir un débil ruido adentro. El corazón latía con fuerza en su pecho, veinte años atrás había golpeado en idéntica forma en esta misma puerta. Esa mala época cuando el muchacho tenía doce años; el fatigoso cuidado, el trabajo y los horribles recuerdos. Golpeó otra vez, con más fuerza.
—¡Abra, Sir Richard! —gritó con la voz de mando que usaba cuando era niño—. ¡Es Nanny!
Seguía sin recibir respuesta ni oír más ruido.
—¡Haré que tiren la puerta abajo! —su voz se hizo chillona por el miedo.
Al cabo de un momento una voz ronca le respondió:
—Déjeme en paz. ¡Déjeme en paz!
Se apoyó contra la puerta, sujetándose en la manija.
—Señor, la señora está muy enferma, la han llevado al hospital. Sus invitados están esperándolo. Baje a verlos.
Hubo otro largo silencio hasta que por fin oyó un grito ahogado.
—¡Por el amor de Dios, déjeme tranquilo!
A pesar que insistió y suplicó durante unos cuantos minutos más, no oyó ningún otro ruido en el interior del cuarto.
Nanny recorrió otra vez los oscuros corredores. Bajó la escalera y entró a la sala. Todos la miraron ansiosa.
—¿Tuvo suerte? —preguntó Myra—. ¿Encontró a Sir Richard?
—¡Ay! Alteza, ¿puedo hablarle en privado?
Myra se levantó y la acompañó al escritorio de Richard.
—Bueno, ¿dónde está? —preguntó—. ¿Vendrá pronto?
La señora Cameron meneó la cabeza.
—Se ha encerrado en el viejo cuarto de estudio y no quiere salir de allí. La desgracia ha caído sobre los Marsdon.
—Oh, vamos señora… a propósito, ¿cómo se llama usted?
—Señora Cameron, Jeannie Cameron, alteza. Era la niñera de Sir Richard desde sus primeros años.
Myra asintió. Su propia niñera se había parecido mucho a la señora Cameron. Sensible, sumamente leal, pero supersticiosa.
—Bueno, señora Cameron —prosiguió Myra sonriendo—, estoy segura que no debemos temer una desgracia solo porque Lady Marsdon esté enferma y Sir Richard quiera estar solo. Regresaremos a Londres y usted se encargará de transmitirle a Sir Richard nuestro cariño y agradecimiento cuando lo vea. Eso es todo.
Los ojos negros de Nanny miraron con tristeza a ese rostro bonito e impaciente.
—No lo veré, alteza.
Era una manifestación categórica y desagradablemente convincente.
Myra suspiró, se sentó en el sillón estilo Tudor ubicado del otro lado del prolijo escritorio de Richard, encendió un cigarrillo y dijo:
—¿Qué es lo que quiere decir con eso? No comprendo.
—No —dijo la señora Cameron. Sus mejillas rosadas se arrugaron como una manzana pasada—. Usted no comprende.
Ay, Dios, ¿tendría que comprender? Pensó Myra. Era una pena que Celia estuviera tan enferma y que Richard perdiera totalmente la compostura y se encerrara atufado en ese siniestro cuarto de estudio, una conducta lamentable pero que no tiene nada que ver conmigo. Aprovechó que la ventana estaba abierta para echar un vistazo a su auto que estaba estacionado frente a la escalinata de entrada, con su equipaje en el interior.
Me demoraré dos horas en llegar a la ciudad, llamaré entonces a Gilbert y arreglaré algo para esta noche, algo divertido para olvidarme de todo este bodrio.
—Alteza —dijo Jeannie Cameron suavemente—. Estoy muy asustada, y no hay ninguna otra persona aquí a la que pueda explicarle el motivo.
El tono suave y ese viejo, ansioso y honesto rostro eran enternecedores.
Myra suspiró y se instaló nuevamente en el sillón.
—Siéntese entonces y cuénteme todo.
Myra se demoró un poco en comprender lo que trataba de explicarle la señora Cameron, no porque la vieja mujer se fuera por las ramas, sino porque era muy vehemente y lenta para ponerla al tanto de lo que había sido la niñez de Richard. Comenzó con la muerte de su madre cuando él tenía dos años y parecía demasiado pequeño para extrañarla, sin embargo así sucedió.
Los otros sirvientes le contaron que el niño decía muchas palabras, inclusive frases cortas, antes que su madre muriera, pero cuando ella entró como niñera, él no hablaba en absoluto, ni lo hizo durante muchos meses más. No lloraba tampoco, ni sonreía, bebía su leche y comía los cereales mecánicamente, como «esos extraños muñecos que saltan cuando se les tira de un piolín». Los otros sirvientes lo consideraban retardado; Sir Charles «el viejo señor era muy serio», entraba una vez por día al cuarto de juguetes y decía que el niño era anormal, y que debía llevarlo a Londres para hacerlo ver por un médico, a lo que la señora Cameron siempre se resistió. Ella quería a su pupilo y nunca dudó de que con el tiempo sería como todos los demás.
—Y así fue, alteza. Cuando cumplió tres años era el niño más vivo que conocí de esa edad. Aprendió las letras e inventaba cuentos para contárselos a sí mismo, aprendió a sonreír también, pero nunca fue un chico bochinchero y travieso como los otros.
Myra lanzó una mirada a su reloj pulsera. Esta historia banal de un niño huérfano de madre y con un padre distante y poco afectuoso, no parecía muy pertinente. A pesar que un psicoanalista podría sacar miles de conclusiones con ella. Pero la señora Cameron prosiguió tenazmente. Myra, que escuchaba a medias, recogió la impresión de un niño que hablaba y caminaba dormido, que parecía convencido de haber tenido una vida anterior a esta, que a veces insistía en que su nombre era Stephen, y que Stephen se había portado muy mal en el pasado. Siempre pareció tener al mismo tiempo vergüenza y miedo de Stephen. Y Nanny era la única que conocía este período. De todos modos, las pesadillas y fantasías desaparecieron cuando ella le encargó a su hermano, que era pastor en Argyll, un cachorro de «Collie», llamado Jock.
—Ese perro fue una bendición para el joven Dick, alteza.
—¿No me diga? —dijo Myra percatándose de repente que no había perros en esta típica casa de campo inglesa.
—Así es —la señora Cameron pareció leer sus pensamientos—. Hoy en día no hay ningún perro aquí. El señor Dick no quiso tener más perros después que mataron de un tiro a Jock. Él es así. Y nunca más volvió a mencionar a Jock, porque quería a ese perro con todo su corazón y creía que todo lo que él amaba tenía un triste final.
—¿Al perro lo mataron de un tiro? —dijo Myra algo apenada—. ¿Por qué motivo?
—Sir Charles creyó que estaba rabioso —se retorció las manos que tenía cruzadas sobre su falda de popelina gris—. No esperó a tener la confirmación, ni tampoco le dijo al muchacho el porqué en ese momento.
Myra tragó.
—Bueno, creo que uno no puede arriesgarse con un animal rabioso, pero me imagino lo terrible que debe haber sido para Richard. ¿Cuántos años tenía?
—Doce, alteza, el año que le sucedió de todo.
—¿Qué otra cosa más?
—Sir Charles se casó con esa sinvergüenza descarada y esa mujer lo puso al viejo totalmente en contra de su hijo. No había sido anteriormente un padre muy cariñoso, a pesar de que el joven Dick se esforzaba por complacerlo, y a veces iban juntos a pescar o a pasear por las montañas. Pero Sir Charles se volvió brutal después que cayó en manos de esa mujer. No podía soportar la presencia del joven Dick, se burlaba de él y le decía que era un loco.
—¿Pero seguramente Richard fue al colegio? Debía vivir lejos de su padre durante el período escolar.
La señora Cameron meneó la cabeza.
—Sir Charles no se molestó en mandarlo al colegio. Después… el párroco de Saint Andrew’s se encargó de la educación del muchacho.
Myra frunció el ceño. Vio el cuadro con toda claridad, una niñez patéticamente abandonada, las incomprensibles muertes de la madre y un perro y sus efectos en un niño sensible.
Se dio cuenta inclusive, que la enfermedad de Celia podía representar una amenaza tan grande que podía inducir a Richard a escaparse. Pero entonces Richard debía tener un problema mental, cosa que le costaba creer.
—Y después de todo —dijo en voz alta—, no se puede culpar a Richard por los golpes que ha recibido.
La señora Cameron se puso de pie y miró de frente a Myra.
—Eso es la clave del asunto, alteza. Él cree que lo es. Y también yo. Es una culpa del pasado. Figura en La Crónica de los Marsdon.
—Realmente, señora Cameron —dijo Myra tan sorprendida que no pudo evitar una risa—. ¿Por casualidad no ha estado hablando usted con la señora Taylor o el doctor Akananda? Usted es una persona demasiado sensata para creer en la reencarnación.
La señora Cameron se puso tiesa y habló con dignidad.
—No conozco esa palabra. No he hablado con nadie sobre esto, ni lo haría ahora si no fuera que Sir Richard se está comportado como lo hizo hace veinte años —su voz se hizo más baja y agregó en un susurro—. Tengo mucho miedo por él, cuando caiga la noche, a esa misma hora fue cuando ocurrió la vez anterior.
—¿Qué sucedió? —Myra hizo un esfuerzo para efectuar la pegunta.
La vieja mujer alzó la cabeza y miró sin ver hacia los estantes donde estaban los libros de cuentas de la granja.
—Entramos justo a tiempo… —dijo lentamente—. Estaba colgado de la vieja cañería de gas.
Los ojos verdes de Myra se dilataron y luego pestañeó. Apagó su cigarrillo. Se hizo un silencio durante el cual solo oyó débilmente el tic-tac del reloj del vestíbulo y los arrullos de las palomas en el palomar.
—Qué horrible… —dijo—, pero eso sucedió hace mucho tiempo, señora Cameron. Sir Richard ya no es un niño desdichado, creció y se casó, y si bien su esposa está enferma, eso no puede ser tan grave, no existe comparación entre esos hechos, mucho me temo que usted está algo nerviosa, pero realmente no debe imaginar…
Se detuvo al notar que la señora Cameron lanzaba un suspiro y que dejaba caer sus manos abiertas en un desesperanzado gesto.
—Antes utilizó las sogas de la cortinas, alteza, y todavía están allí —otra categórica afirmación.
Myra se estremeció y luego habló vivamente.
—Bueno, ¿y qué es lo que usted quiere que yo haga? Si está tan preocupada, busque a Dodge y al jardinero y pídales que fuercen la puerta.
—No me gustaría que los sirvientes sospecharan. ¿Se da cuenta?
Myra lo comprendió de mal gana. No creía que la situación fuera tan dramática como lo pensaba la vieja niñera. Más aún, ella tenía esa innata aversión típicamente inglesa, por todo lo que fuera emocional y por entrometerse en la vida privada de los demás, no obstante…
—Usted quiere que yo vaya a hablar con Sir Richard —dijo—. ¡Quiere que vaya a ver qué le pasa!
La señora Cameron la sorprendió.
—No, alteza, no serviría de nada. Quiero que llame por teléfono al hospital y le diga al señor hindú que venga. Es la persona indicada para ayudarnos. A mí nadie me haría caso.
Myra comprendió que tenía razón. Una duquesa podía pasar por encima de la complicada rutina de un hospital —cosa que por cierto no podría conseguir la señora Cameron—, sin embargo la urgencia, las explicaciones, qué molesto si los temores de la señora Cameron resultaban ser imaginarios, pero su mirada suplicante e insistente la conmovió.
—Muy bien —dijo agarrando el teléfono que estaba sobre el escritorio de Richard—. ¿Dónde está el número?
Un grupo ansioso rodeaba la cama de hospital, blanca y sencilla, donde yacía Celia, aún inconsciente e inmóvil. Tenía puesta en el brazo la banda para tomar la presión arterial; los dos médicos, Foster y Akananda, esperaban ver subir la temblequeante columna de mercurio, pero este solo se agitaba débilmente en la base. Foster, con el ceño fruncido, apoyó con más fuerza el estetoscopio contra las costillas, debajo del pequeño pecho izquierdo.
—Mucho me temo que se nos vaya… —le dijo a Akananda, quitándose el estetoscopio—. Pruebe usted una vez más.
Lily, que estaba al pie de la cama lanzó un sollozo ahogado.
La jefa de enfermeras y otra enfermera intercambiaron una mirada y miraron luego el frasco con suero glucosado que caía gota a gota en la vena del brazo izquierdo de Celia.
Tuvieron ciertas esperanzas unos minutos antes mientras estaban en la sala de operaciones. Ella había reaccionado ligeramente a las inhalaciones de oxígeno acompañadas por las lentas y monótonas órdenes del doctor extranjero.
—Descanse, Celia. Descanse. Afloje los brazos. Déjelos caer. Déjelos blandos. Cierre los ojos. Descanse. Aflójese.
Al cabo de cinco minutos la paciente súbitamente obedeció. Después de un estremecimiento, sus manos cogidas cayeron hacia delante y cerró los párpados. Entonces pudieron bajar los ahora flácidos brazos y las dos enfermeras, a pesar de lo acostumbradas que estaban a ver espectáculos desagradables, se sintieron muy aliviadas cuando desapareció esa aterradora mirada fija. Pero compartían la opinión del doctor Foster de que la enferma se estaba muriendo. El mercurio del aparato para la presión dejó de moverse en absoluto. Era evidente que ninguno de los dos médicos tenía certeza de oír latido alguno.
—Saquen del cuarto a la madre —aulló el doctor Foster y dirigiéndose a Akananda le dijo—: Paro cardiaco, podríamos hacer un masaje. Maldición, no hay ningún especialista del corazón competente, salvo en Londres, y yo nunca lo he hecho.
La jefa de enfermeras hizo salir a Lily del cuarto con muy buen modo y sin hacer más ruido que el crujido de su delantal almidonado.
Akananda meneó negativamente la cabeza.
—Un masaje del corazón implica romper costillas —dijo—. Grave peligro de punción y no será de ninguna ayuda. Ella no morirá, por lo menos ahora. Seguirá en este estado.
—Grandísimo tonto —exclamó Foster—. ¡Qué demonios sabe usted lo que va a pasar!
—Lo sé —respondió Akananda tranquilamente—. He visto varios casos de vidas detenidas transitoriamente en la India, algunos yoghis pueden hacerlo voluntariamente. En anticuados términos médicos occidentales, es una forma de catalepsia.
—En efecto —la furia de Foster se apaciguó—. Siento haber perdido los estribos, pero solo soy un clínico general recargado de trabajo y nunca he visto algo semejante. ¿Qué sucederá con su cerebro si llega a reaccionar? ¿Y qué demonios haremos con la muchacha mientras tanto?
—Desconozco la prognosis —dijo Akananda suspirando—. Debemos conseguir un psiconeurólogo. Le sugiero a Sir Arthur Moore y creo que debe llamársele sin pérdida de tiempo. Y respecto a Lady Marsdon, opino que lo única que podemos hacer es mantenerla abrigada y tal vez probar con cortisona. Quizás Sir Arthur tenga otras ideas.
—Sí —Foster se sintió aliviado. El sujeto parecía bastante sensato, y de todos modos nada más podía hacerse por el momento, salvo tratar de conseguir a Sir Arthur Moore y volver él a la sala de operaciones donde debía estar desde hacía un buen rato.
Cuando Foster y la jefa de enfermeras salieron del cuarto, Akananda puso su delgada mano cobriza sobre la frente fría y húmeda de Celia. La enfermera que quedó en el cuarto lo miró con desconfianza.
—Celia Marsdon —dijo Akananda silenciosamente—. ¿Dónde te encuentras ahora?
Esperó, mientras se sumergía con ella en esa profunda oscuridad, hasta que finalmente sintió un cosquilleo en su mano. El cosquilleo trepó por su brazo y en su mente percibió una escena pequeña y nítida, como si fuera una escenografía vista por el mal lado de unos gemelos. Vio la cima de una colina cubierta de pasto, castaños y robles; vio la característica forma de sus hojas y debajo de ellas el satinado brillo del acebo. Un muro de piedra gris cubierto de musgo rodeaba los árboles y vio también las ruinas de una capilla contra el muro. Comprendió que era una capilla por el arco puntiagudo de sus ventanas y por la tosca cruz de piedra que estaba sobre el portal. Contra la pared meridional de la capilla se recostaba una choza de madera con techo de paja, cuya puerta estaba sujeta por unas bisagras de cuero. Dos siluetas estaban paradas justo delante de la puerta, sobre el pasto pisoteado. Una de ellas era un monje con hábito negro; tenía un cordel anudado en la cintura y su cabeza inclinada permitía distinguir una tonsura redonda rodeada de pelo negro y corto. El monje aprisionaba en sus brazos una muchacha vestida con una falda azul y un corselete atado con cintas. El pelo ondulado y rubio de la muchacha le llegaba hasta las caderas, excepto unos mechones cuyos reflejos dorados contrastaban con las mangas negras del monje. Los dos estaban inmóviles como las fotografías en colores; pero a diferencia de una fotografía, la escena rebosaba emoción y unas ansias frenéticas e impacientes. Y luego la escena desapareció.
—¡Doctor! —repitió la joven enfermera, como ya lo había hecho dos veces.
El hindú abrió los ojos y se encontró con una cara insolente y reprobadora debajo de una cofia blanda.
—Sí, qué pasa, señorita —dijo.
—Una llamada telefónica de Medfield, la duquesa de Drewton quiere hablar con usted.
Akananda asintió, reaccionando lentamente.
—Muy bien, ¿dónde está el teléfono, en la oficina? No la toque ni moleste para nada, por favor —dio señalando Celia.
La enfermera le dirigió una mirada desdeñosa.
—No tema —dijo—. El próximo en tocarla va a ser el de las pompas fúnebres.
Akananda habló por teléfono con Myra y luego se encontró con Lily Taylor que esperaba angustiada en el hall.
—Voy a regresar a Medfield por un ratito —dijo él—. Pobre señora —exclamó luego al ver la cara de Lily—. Acompáñeme y descanse un poco. Por el momento no podemos hacer nada por su hija —tuvo un ligero titubeo pero comprendió luego que de todas las personas afectadas por esa crisis Lily era la única capaz de entender algo, agregó—: Creo que debido a una emoción intensa, Lady Marsdon ha regresado al pasado, a una vida anterior, junto con Sir Richard y también usted y yo. Entonces fue cuando tuvieron lugar las aciones y emociones violentas, cuyas consecuencias debemos sufrir inexorablemente hoy en día.
Lily lo tomó del brazo.
—¿Pero cómo podemos hacer para detenerlo? Celia se está muriendo. Oh, Dios, yo no comprendo… —se cubrió a cara con las manos.
—Nosotros debemos detenerlo, o más bien, con el auxilio de la misericordia divina tal vez podamos detenerlo —hablaba con más seguridad de la que realmente sentía. Porque según lo que le dijo la duquesa cuando llamó, también Sir Richard… rodeó a Lily con su brazo y se dirigieron hacia el auto.
Myra los esperaba en la escalinata de Medfield; la señora Cameron estaba parada justo detrás de ella.
—Qué contenta estoy de que haya venido, doctor Akananda —dijo Myra con vehemencia. Durante la última media hora llegó a compartir la angustia de la vieja escocesa y también su extraña fe en el hindú—. Richard sigue encerrado. Yo misma fui hasta la puerta del cuarto de estudio. No se oye ruido alguno. ¡Apúrese!
Akananda inclinó su cabeza.
—Pero debo estar a solas. ¿Serían tan amables de esperar todas bajo? —señaló la sala desde donde se oía un murmullo de voces apagadas.
Myra pasó su brazo alrededor de Lily que estaba tambaleándose. Akananda subió la escalera y se dirigió a su cuarto, mientras la señora Cameron respetuosa y obstinadamente lo seguía tres escalones más atrás. Ella esperó frente a la puerta cerrada mientras el hindú purificaba su mente para la lucha. Recitó en voz muy baja, palabras del Athrava-Veda.
—Semejante a la noche y al día que no sienten miedo, ni sufren dolores o pérdidas mi espíritu no te teme… semejante a lo que ha sido y a lo que será, que no sienten miedo ni sufren dolores ni pérdidas, mi espíritu no te teme.
Akananda esperó hasta que el tranquilo dormitorio inglés se disolvió en una luz blanquísima y dorada, la iluminación de la compasiva sabiduría, y levantó entonces sus brazos uniendo las palmas de las manos en el universal gesto de oración. Se puso de pie y abrió la puerta. Movió afirmativamente la cabeza sin sorprenderse en lo más mínimo por la cara expectante de la señora Cameron.
—Vayamos al cuarto de estudio —dijo.
La puerta del cuarto de estudio estaba abierta de par en par cuando llegaron y Richard estaba sentado frente a uno de los viejos pupitres escribiendo. La señora Cameron lanzó una exclamación y corrió hacia él.
—¡Señor Dick! ¡Gracias a dios! Qué susto me dio.
Richard la miró severamente y se encogió de hombros.
—Ya no tengo doce años, Nanny, y estoy mejor entrenado para enfrentarme con hechos desagradables. ¿Viene del hospital? —dijo dirigiéndose a Akananda—. ¿Cómo sigue Celia? —su tono era de una gran frialdad—. Supongo que estará en el hospital ya que oí llegar una ambulancia.
—Está realmente muy enferma, Sir Richard, sin conocimiento. Debe ir a verla.
—¿Preguntó por mí o por Harry Jones?
Akananda se sorprendió tanto como la vieja niñera por el tono y la sugerencia.
—¡Por Dios, muchacho! —exclamó la señora Cameron, agarrando a Richard por el brazo—. ¡Está inconsciente, moribunda, tiene que ir a verla, es su esposa!
Richard se paró y dio un paso atrás.
—Ya le he hecho suficiente daño a Celia. Mejor será que no nos veamos nunca más. Su madre se encargará de cuidarla y por supuesto, trataré de conseguir los mejores médicos.
Se hizo un silencio. Akananda observó que el crucifijo y las velas habían desaparecido del pequeño recoveco, mientras luchaba por conseguir la guía y la sabiduría que había sentido pocos minutos antes, sabiduría para combatir las inflexibilidades, distorsiones y crueldades de la voluntad humana.
—¿Qué sugiere usted, Sir Richard? —preguntó nuevamente.
—Desalojar a todos de mi casa, a todos los relacionados con estos últimos meses de mi equivocado matrimonio. Quisiera vivir solo de hoy en adelante, el tiempo que desee seguir viviendo.
—Se ha vuelto loco —susurró Nanny mientras las lágrimas corrían por sus mejillas—. Mi pobre niño, te has vuelto loco. Es la maldición de La Crónica que lees tan a menudo en la biblioteca, las viejas y antiguas culpas han recaído sobre ti.
—¡Bah! —exclamó Richard—. ¡Morbosas patrañas! Nunca más volveré a pensar en el pasado. El libro está cerrado.
—Eso, Sir Richard —dijo Akananda seriamente—, es imposible en su caso. En la vida actual se han reproducido ciertas circunstancias para que usted tenga la oportunidad de redimir sus culpas del pasado. Usted y Lady Marsdon. Ambos. Por el momento, usted está aumentando lo malo.
Richard alzó el mentón.
—No comprendo absolutamente nada de lo que usted está diciendo, doctor Akananda y no tengo intenciones de seguir prestándole oído ni un minuto más. Nanny, encárgate por favor de decirles a las sirvientas que me preparen el dormitorio colorado del ala este. Me mudaré allí hasta que saquen de aquí todas las pertenencias de Lady Marsdon y me quede solo en Medfield Place —salió del cuarto de estudio y avanzó por los pasillos en dirección al ala este.
El médico hindú y la niñera escocesa, esos dos seres tan dispares, intercambiaron una mirada de impotencia y desesperación.
—Él no es realmente desalmado y cruel, señor —dijo ella—. Nunca lo he visto así —buscó un pañuelo en su bolsillo y se secó los ojos—. Usted lo oyó, el tiempo que desee seguir viviendo… ¡Oh, doctor!
—Comprendo —respondió él—. ¿Podría mostrarme el libro del que me habló, La Crónica?
—Sí, señor —respondió y lo guio escaleras abajo hasta la biblioteca.
Akananda colocó el pesado volumen sobre el atril que estaba junto a la ventana. Estudió la anotación que le indicó la señora Cameron. Siguió cuidadosamente los trazos de la escritura Isabelina con su dedo broncíneo mientras sentía que sus convicciones se confirmaban. Aquí estaba la clave, que él todavía no lograba descifrar, no obstante, al mantener su receptividad, percibía imágenes fugaces de hechos reales del pasado, que hasta entonces solo había percibido como chispazos intuitivos, conocimientos anteriores y ondas ocultas de la psiquis de Celia.
—Ightham Mote —movió su cabeza en señal de asentimiento y luego leyó otra vez con renovado interés la referencia a los antiguos propietarios del período Tudor—: Sir Chris; Allen y su fastidiosa esposa… que tenía una mirada maligna —al releer este párrafo vino a su mente la imagen de Edna Simpson, la gorda del vestido con motas, mientras estaba sentada comiendo la noche anterior, mirando indignada a Celia— y luego derritiéndose por Sir Richard. Esa identificación parecía probable; en alguna forma esa mujer había vuelto a repetir la noche anterior su crimen del pasado. ¿Pero cómo? Meneó la cabeza. Sus posiciones y dudas. La situación ya era bastante dramática en esos momentos, y quizá sería peor aún, a menos…
Sintió la mirada ansiosa de los pequeños ojos negros.
—Así es —suspiró—, aquí hay muchas claves, si pudiéramos revivir toda la historia, ver claramente lo que sucedió…
—¿Podría hacerlo? —preguntó la señora Cameron con vehemencia—. ¿Hacerlos ver el pasado?
Akananda meneó la cabeza.
—No lo sé. No poseo poderes milagrosos. Pero existen algunas drogas y tal vez por medio de la hipnosis… a Sir Richard no, él se ha encerrado en sí mismo, pero posiblemente Lady Marsdon.
—Cuando yo era una muchacha había una mujer sabia que vivía del otro lado de la granja donde estaba nuestra cabaña, ella podía hacerlo, ella podía hacerle ver el pasado encendiendo una fogata con pasto. Así fue como impidió que Jemmie McCleod asesinara a su hermano, mostrándole que lo había hecho antes, en tiempos de Robert Bruce y que terminó colgando de la horca.
Miró a la señora Cameron con aprecio. La sangre oculta aceptaba esas cosas con la misma naturalidad que los hindúes, y él aspiraba a poder penetrar el torpe y ciego materialismo del mundo occidental.
—Meg hizo otra cosa —prosiguió diciendo la señora Cameron casi sin respirar—, aunque el pastor y mi madre no lo creyeron. Mi pequeña hermana Annie nació ciega, era sumamente triste verla estirando sus bracitos y cayendo y tan bonita por otro lado. El sacerdote dijo que era la voluntad de Dios, lo que yo consideré muy injusto pero Meg me mostró una noche en el humo del pasto que Annie había sido antes una mujer muy cruel y que le había quemado los ojos a un hombre con un hierro al rojo. Por eso ahora ella era ciega.
Akananda sonrió brevemente.
—Sí, a veces el castigo corresponde exactamente al crimen, pero por lo general no podemos ver resultados tan definidos. Como usted sabe, estamos enfrentándonos con grandes misterios.
—Así es —dijo la señora Cameron—, estamos en medio de una gran confusión y yo estoy muerta de miedo.
—Trate de no preocuparse —dijo él—. Mejor será que cumpla las órdenes que le dio Sir Richard, ya que no hay forma de llegar a él ahora.
Salieron de la biblioteca y Akananda se dirigió a la sala.
—Sir Richard está perfectamente bien —les anuncio al grupo—, pero quiere estar a solas.
Igor y Harry murmuraron unas convencionales trivialidades, estaban ya muy aburridos por la espera. Myra se puso de pie de un salto, percatándose del anticlímax.
—Bueno, tanto mejor, vayámonos de una vez —les dijo a los dos hombres—. Adiós, señora Taylor, espero que Celia se mejore pronto —estrechó la mano inerte de Lily—. Adiós, Sue —le dijo a la chiquilla que parecía algo desilusionada. Ese fin de semana terminaba de un modo tan triste y repentino y nadie quería contarle nada—. Llámame antes de volar a tu país —agregó Myra amablemente—. Te presentaré unos jóvenes buenos amigos.
Myra, Igor y Harry se marcharon. Los tres que quedaban en la sala oyeron el ruido del Bentley al ponerse en marcha y el crujido de la grava del camino.
—Debo volver al hospital sin pérdida de tiempo —musitó Lily tomando un trago de café frío y haciendo luego a un lado la taza—. Richard me acompañará, por supuesto.
Akananda se sentó en una silla Sheraton de respaldo curvo y juntó las manos.
—Señora Taylor, tengo que hablar con usted.
La opresión que Lily sentía en su pecho aumentó, pero comprendió en seguida lo que él quería decirle. Se dio vuelta hacia la muchacha y le dijo:
—Sue, mi querida, ¿podrías avisarle al párroco que Celia está enferma y que no podrá asistir a la reunión de mañana del Comité de la Flor? Pero que cuenten, por supuesto, con el acostumbrado ramo de rosas para el día de San Juan.
Sue asintió lentamente.
—Muy bien, tía Lily, con todo gusto. —Salió desconsolada del salón.
La ansiosa y clara mirada de Lily volvió a posarse en el hindú.
—¿Qué le pasa a Richard? —preguntó en voz bien baja—. ¿No está bien, verdad?
—No —respondió Akananda—. Señora Taylor, es preciso que le diga que él quiere repudiar su casamiento, que quiere que desaparezca de Medfield todo lo que está relacionado con Celia, lo que me temo que la incluya a usted y a la pequeña Sue. Él se ha encerrado detrás de un muro impenetrable. Nada lo hará cambiar su decisión.
Ella lanzó un sonido entrecortado.
—¿Se ha vuelto loco?
—Desde el punto de vista médico, no —respondió Akananda.
—Pero él la quería a Celia, lo sé positivamente. Y ella está moribunda, un marido no puede comportarse de esta forma, no es… ¡No es decente!
Akananda sonrió tristemente.
—Las emociones violentas jamás son decentes, señora Taylor. Son fuerzas ciegas, a menudo lo suficientemente fuertes como para seguir actuando más allá del curso de una vida.
—No puede ser —dijo Lily cubriéndose con su mano los ojos—. Tan solo porque Celia flirteó un poco con Sir Harry, y estaba algo rara anoche, pero no tiene sentido. Oh, me siento tan tristemente inútil. —Dejó escapar unos sollozos y buscó un pañuelo en su cartera—. No quiero llorar, no sirve para nada, pero si pudiera comprender qué es lo que nos ha pasado…
Akananda se levantó y caminó hacia la ventana. Miró en dirección a la línea verde oscura de las montañas, que se recortaban contra el sereno cielo azul.
Misteriosas y eternas, tan lejos de las cambiantes pasiones humanas como el bienaventurado estado de Samadhi, al que siempre había querido entrar. Y no podía hacerlo porque no se había liberado todavía de una antigua deuda. Él también estaba atado a la rueda de karma.
Regresó junto a la afligida mujer y le tocó el hombro.
—Yo también me encuentro en medio de la oscuridad, casi como usted, pero con su permiso me gustaría practicar un experimento con su hija después de haber tenido una consulta con Arthur Moore —y si ella vive, agregó para sí mismo.
—Cualquier cosa —susurró ella—. Cualquier cosa que usted crea que pueda servir de algo.
—Y a propósito —dijo Akananda suavemente—. ¿Qué pasó con los Simpson?
Lily se sobresaltó.
—No lo sé. Me había olvidado de ellos. ¿Será posible que estén aquí todavía?
—Así lo creo —sus sensibilizadas percepciones tenían conciencia de un foco oscuro dentro de la casa, un vórtice siniestro como un lento remolino en un lago oscuro—. No, espere —le dijo a Lily—. Y me encargaré de ellos.
Subió hasta el cuarto de los Simpson y golpeó la puerta.
—Entre —dijo una voz de mujer. Akananda obedeció y se detuvo en la entrada al ver una escena que hubiera sido ridícula si él no hubiese tenido tanta conciencia de la maldad.
Edna, con su cara colorada empapada de sudor y su cabeza cubierta de rulitos húmedos que parecían pequeños cuernitos, estaba parada luchando para abrocharse la faja, mientras George la ayudaba a tirar de la cintas.
—¡Cielos! —exclamó enojada— ¡yo creí que era la sirvienta! —manoteó un kimono japonés, y cubrió sus generosas carnes.
—Lo siento, señora Simpson —Akananda se inclinó levemente—. La señora Taylor me pidió que averiguara qué hacían ustedes. A lo mejor no se han enterado que hoy han ocurrido cosas muy serias en Medfield. Los otros huéspedes ya se han ido.
Edna se había recuperado bastante de los efectos del tónico —excepto por un sordo dolor de cabeza— y había decidido que los horrorosos recuerdos de la noche anterior formaban parte de una de las tantas pesadillas que la perseguían. Y en ese preciso momento recién pareció darse cuenta que el negro, al que había prestado tan poca atención hablaba un excelente inglés universitario, como el del locutor de la BBC, y parecía tener una gran intimidad con los Marsdon. Se arregló el kimono con cierta dignidad y habló amablemente.
—¿Lady Marsdon está enferma? Sí, el señor Simpson me lo dijo —señaló a George que estaba parado detrás de la cama y que miraba a su mujer con una mezcla de asombro y alivio. Nadie podía sospechar lo que parecía Edna una hora antes. Edna tenía un espíritu fuerte, después de todo. Alguien sobre quien poderse apoyar, ya pesar que a veces se volvía áspera e irritable, era un gran estímulo para él. Lo mejor era olvidar las horas anteriores.
—Yo también he estado bastante enferma —dijo Edna—, tan incómoda en una casa ajena, pero estoy segura de no haber dado trabajo. Si Sir Richard y la señora Taylor están deprimidos, nosotros nos quedaremos para animarlos un poco; ¿no es verdad George?
Akananda controló su cara y su exasperación ante la increíble fuerza de esa ciega estupidez y malicia. Podía ver una aureola oscura y sucia con rojos destellos zigzagueantes alrededor de la cabeza de esa mujer. Sabía que ella desconocía totalmente las fuerzas malignas que emanaban de su persona, como lo ignoraba también su marido e inclusive sus víctimas: Celia, Richard y Lily.
—La señora Taylor parte para el hospital para acompañar a su hija —dijo tratando de contenerla— y Sir Richard no está bien. Nos fijaremos en el horario de los trenes y alguien podrá conducirlos hasta Lewes.
—Ah, sí… —la firme mandíbula de Edna se puso rígida, pero se encontró con que no podía protestar como quería ni presentar argumentos convincentes para poder quedarse cerca de Sir Richard.
—Por supuesto, doctor —dijo George—. Estaremos listos en un momento, ¿verdad, querida?
Akananda, que los observaba con la clarividencia que a veces conseguía obtener, percibió un cambio en la aureola del pequeño abogado, la que hasta ese momento había sido débil y grisácea. Cuando Simpson se dirigió a su mujer, adquirió un leve tinte rosado, y más asombroso aún, los rojos violentos se acentuaron alrededor de Edna. Vio llamas devoradoras que bailaban alrededor de una cara hinchada, vociferante. Se estremeció y habló en un tono más suave.
—Sin duda alguna pronto tendrá noticias de Sir Richard, señor Simpson. Tanto él como Lady Marsdon querrían disculparse, si pudieran, por el abrupto final de este fin de semana. Le diré al sirviente que les traiga el horario de trenes —se inclinó y cerró la puerta.
—Bueno —dijo Edna—, ¡me parece que ese hombre se toma demasiadas atribuciones! ¿Qué supones que puede pasarle a los Marsdon? Me pregunto si no se habrán intoxicado con la comida. A mí me pareció que el cangrejo de anoche estaba un poco pesado. ¡Y pensándolo bien, yo también estuve enferma! ¡Apostaría la cabeza que fue el cangrejo!
—Tal vez —dijo George afanadamente—. Me alegro que estés bien ahora, mi vieja.
Entró apresuradamente al cuarto de vestir y comenzó a preparar su valija. Edna comenzó a empacar también, mientras su resentimiento por ser despedidos de Medfield se convertía en un ansia creciente. Empezó a sentir náuseas nuevamente, pero por suerte su farmacia estaba abierta los domingos. En cuanto llegara a Clapham podía buscar una nueva botella del tónico. El ansia por su bebida eliminó muy pronto toda otra consideración, pero no le mencionó este detalle a George.
En el hospital no se había registrado ningún cambio en el estado de Celia. Cuando Akananda entró acompañado por Lily, la pequeña enfermera petulante se puso de pie, y sus ojos adquirieron una mirada reprobadora. Contemplaba a Akananda con un silencioso desprecio, mientras el médico hindú examinaba a Celia. Había tenido tres años de entrenamiento y sabía reconocer un cadáver cuando se encontraba con uno. La jefa de enfermeras había coincidido con ella, cuando entraba al cuarto, de tanto en tanto.
—Tengo que sacarla de aquí —dijo la jefa de enfermeras—. Necesitamos la cama. Ha habido un choque múltiple en la a-veintisiete, y los tenemos en el piso de abajo acostados en las camillas. A nuestros hospitales les preocupan los vivos, y esta mujer no lo está; baronesa o no esto es ridículo.
Mientras realizaba su examen, Akananda estuvo muy próximo a compartir en privado la opinión de las enfermeras. No encontró signos fundamentales de vida, no tenía pulso, respiración ni reflejos, el cuerpo estaba frío y pálido, pero no tan frío como el de un muerto de verdad.
Tampoco se advertían indicios del rigor desde que el oxígeno la había hecho aflojarse. Todos los músculos de Celia permanecían flácidos.
Akananda trató de ver su aureola, como lo había hecho con los Simpson, pero su clarividencia le falló y lo dejó sin nada en que apoyarse, como no fuera en una fe obstinada. Y se encontró con que resultaba muy difícil mantener esta fe frente a las hostiles enfermeras.
—¿Pueden llevar el cuerpo de vuelta a la casa, doctor? —espetó la jefa de enfermeras luego de unos minutos de discusión—. Supongo que lo llevarán a enterrar desde allí, y además de que necesitamos la cama, este asunto no es natural y perturba a las enfermeras jóvenes, ni que hablar de los pacientes si llegaran a enterarse —agarró a sábana y cubrió con ella la cara de Celia.
Lily, que había estado observando, lanzó un gemido y bajó la sábana.
—¡No haga eso por favor, enfermera! Por favor no lo haga. Espere por lo menos hasta que llegue el especialista que viene de Londres —tomó la mano de Celia y la apoyó contra su mejilla.
La jefa de enfermeras apretó los labios.
—Bueno —dijo—. El doctor Foster dice que tal vez Sir Arthur llegue esta noche, y bien contento que se va a poner al descubrir que ha perdido su tiempo en vano. Yo quería tratar de evitarle el viaje.
—No —exclamaron Akananda y Lily al mismo tiempo. La jefa de enfermeras se encogió de hombros.
—Acompáñeme entonces —le dijo a la enfermera joven—. La necesito abajo —las dos figuras con sus cofias blancas salieron del cuarto.
—¿Cree usted que Richard permitirá que la llevemos a su casa? —susurró Lily, acariciando la mano de su hija.
Akananda meneó la cabeza. Solamente si estuviera realmente muerta, pensó. No dudaba que su educación y tradición obligarían al barón a realizar un funeral acorde con una Lady Marsdon. Aunque en realidad, no se podía estar seguro ni siquiera de eso. Cuando Akananda salía de Medfield Place rumbo al hospital, se le acercó la señora Cameron y le susurró horrorizada que Richard estaba rompiendo cuanta fotografía encontraba de Celia y que había cortado en jirones el nuevo retrato al óleo de su esposa que colgaba en el hueco de la escalera.
Las horas transcurrían lentamente mientras Lily y Akananda esperaban sentados junto al bulto cubierto por sábanas en la cama del hospital.
Pero no era todavía medianoche cuando Sir Arthur Moore emergió del Daimler que conducía su chofer y subió las escaleras del hospital rebosando esa seguridad y sutil amabilidad que le habían sido de gran ayuda para conseguir una abultada renta y un título nobiliario. Era bajo, grueso, calvo y su aspecto se asemejaba más al de un próspero concejal que al de un neuropsiquiatra, famoso entre la nobleza por su discreto tratamiento de varias enfermedades embarazosas como ser mal de San vito, epilepsia, manifestaciones histéricas e inclusive alcoholismo. Tenía plena conciencia de que últimamente su trabajo había comenzado a aburrirlo, y levemente sorprendido con su persona por haber abandonado dos horas antes la elegante comida de Lady blackwood, aún antes de terminar un delicioso sufflé grand marnier, para atender una llamada retransmitida de un desconocido clínico general de Sussex.
La jefa de enfermeras lo recibió en la puerta del hospital presa de gran agitación.
—Oh, Sir Arthur, es un gran honor, qué barbaridad hacerlo venir desde Londres, es totalmente inútil, pero ese médico extranjero, si es que realmente es un médico…
—¿Cómo? —la interrumpió Moore, agitando una mano gorda e impaciente—. El sujeto que me llamó no era extranjero… se llama Foster.
—Ese no —tartamudeó la jefa de enfermeras—. Me refiero al otro, el que no quiere admitir que su paciente está muerta, y estaba muerta cuando llegó, según creo yo, a pesar que obtuvieron unas reacciones post morten, pero eso fue hace horas, y para mí es perfectamente obvio que…
Se interrumpió cuando el prominente médico arqueó sus tupidas cejas blancas y le dirigió esa mirada fría y especuladora que había silenciado a estrepitosos miembros de la realeza, colegas reprobadores e inclusive directores de hospitales.
—Llame al doctor Foster y avísele que he llegado —dijo—, pero primero condúzcame hasta la paciente.
Sir Arthur entró al cuarto de Celia y se dirigió directamente a la cama, haciendo caso omiso de las dos personas que estaban apenas iluminadas por una débil luz de la lámpara nocturna. Encendió él mismo la luz de arriba y tomó la muñeca de Celia mientras observaba atentamente su cara. De repente soltó la mano, que cayó sobre el pecho inmóvil produciendo un ruido amortiguado que resonó en los oídos de todos los que estaban en el silencioso cuarto.
—Puede retirarse —le dijo Sir Arthur a la agitada jefa de enfermeras. Y agregó:
—No tengo nada que decir hasta que llegue el doctor Foster —borrando de ese modo su sonrisa triunfante y agregando para sí mismo mientras la enfermera se iba—: Qué mujer pesada, tiene razón, por supuesto, la muchacha está muerta sin lugar a dudas, pero…
Súbitamente se percató de la presencia del hombre y la mujer que estaban parados del otro lado de la cama.
—Lo siento —le dijo a la acongojada aunque bonita mujer madura—. ¿Usted es la madre? —Mientras Lily asentía en silencio, se dio vuelta hacia el hombre y dio muestras de un inusitado asombro—. ¡Dios mío! —exclamó—. ¿Es Jiddu? ¿Jiddu Akananda? —se quedó mirando la cara afilada y sin arrugas, el pelo negro y lacio, el cuerpo delgado que se adivinaba bajo un traje de sport de corte impecable—. Uno de los mejores alumnos de su curso en Guy’s y en el Maudesley. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Akananda sonrió tristemente.
—Estoy tratando de evitar que esta joven muchacha abandone totalmente su cuerpo actual y haciendo lo posible para impedir que otros la obliguen a hacerlo.
—En efecto —dijo Sir Arthur suavemente, dando vuelta alrededor de la cama y estrechando la mano del hindú—. ¡El mismo visionario de siempre! ¡No has cambiado en lo más mínimo! Deben haber pasado treinta y cinco años desde que sudábamos juntos en Guy’s. ¿Recuerdas el lío en que nos metimos? Un shock eléctrico creo, y en contra de órdenes expresas del viejo Murdock ¡Qué terrible! ¡Qué has hecho durante todos estos años!
—Calcuta, Londres, investigaciones, muy tranquilo en comparación con tu carrera, Arthur, y ahora preciso que me ayudes —dirigió una mirada a la cama y el otro médico se sobresaltó; se había olvidado de la situación actual por el placer de encontrarse con un compañero de estudios al que siempre había estimado, a pesar de que la mayoría de los otros estudiantes lo consideraban como un tipo raro.
—Sí, cuéntame todo lo que sabes sobre este caso —dijo Sir Arthur, todos los detalles.
Lily, que había sido hecha a un lado por los dos hombres, sintió un remoto alivio al entregarse a una impotencia total mientras esperaba el veredicto de los expertos.
Su tristeza se convirtió en apatía, y salió del cuarto rumbo al escritorio de las enfermeras musitando que tal vez encontraría una taza de café en alguna parte.
Sir Arthur se sentó en una silla de respaldo duro mientras Akananda hacía lo propio en otra igual. Sir Arthur sacó un cigarro y cuidadosamente le cortó la punta.
—Por lo general no hago esto estando al lado de un paciente —dijo encendiendo un fósforo—, pero me ayuda a pensar y sinceramente, mi querido amigo, no veo cómo podemos considerar a eso una paciente. No obstante, adelante con los pasteles.
Akananda habló durante diez minutos, comenzando por detalles y procedimientos médicos mientras su colega escuchaba atentamente, asintiendo a intervalos.
—Ya no es tan simple establecer la muerte clínica —añadió mientras Akananda hacía una pausa—, eso es lo que están descubriendo los que se dedican a hacer trasplantes de órganos. Pero a veces las ondas cerebrales pueden ser de alguna ayuda. Tendríamos que llevarla hasta el aparato para averiguarlo, aunque si no fuera por tu determinación, firmaría un certificado de defunción basándome solamente en las condiciones actuales. Es verdad que hasta que se manifieste el verdadero rigor y la putrefacción, no lo sabremos con certeza. Mantendré alejados a los vampiros en tu beneficio.
—Gracias —dio Akananda—, rezaba para que así lo hicieras.
El otro hombre pareció algo incómodo por el caluroso agradecimiento del hindú. Cruzó sus piernas gordas y dijo:
—Bueno, este es en realidad un caso excepcional, a propósito, pareces tener cierto interés personal en él ¿un golpe de romanticismo quizás? Debe ser una muchacha bastante atractiva cuando está con vida, como quien dice ¿o se trata de la madre? Recuerdo muy bien que tenías mucho éxito con las mujeres, las chicas se morían por ti. Yo me sentía celoso a menudo.
—No, no… —dijo Akananda sonriendo—. Hace tiempo ya que se terminaron esos días. Y si bien les tengo una gran simpatía a ambas mujeres, no es del tipo carnal al que tú te refieres.
—¿Siegues siendo tan ascético? ¿Nada de vino, mujeres o carnes rojas?
Akananda asintió.
—Parece espantoso ¿verdad?
—Hay para todos los gustos… —dijo Sir Arthur algo ausente. Miró hacia la cama y frunció el ceño, mientras su mente reconsideraba el problema actual—. El marido, el barón, parece un buen sinvergüenza de acuerdo a lo que tú me cuentas.
—Se está comportando como si lo fuera —asintió Akananda pausadamente—. Patológicamente. Pero está representando lo que le ordenan malignas presiones del pasado y sufre muchísimo.
—¿Un trauma de la niñez? —preguntó Sir Arthur haciendo un anillo de humo y mirándolo ascender hacia el techo blanco—. ¿Complejo de Edipo y todas esas teorías freudianas con las que nos llenaron la cabeza?
—En parte quizás sea así —Akananda dio vuelta la cabeza y contempló por la ventana oscura la noche estrellada—. Sir Richard se encuentra en un peligroso estado de escapismo, repudiando la realidad del presente. Como así también esta pobre muchacha —hizo un gesto con la cabeza señalando la cama—. Y como podrás apreciar, corriendo un serio peligro. También del pasado.
Sir Arthur asintió no muy convencido.
—¿Te parece indicado un análisis profundo? Un asunto tedioso y académico por el momento. No se puede analizar a un virtual cadáver. Y a propósito Jiddu, me pareció muy curiosa la observación que hiciste respecto a tratar de evitar que otras personas la obligaran a entregar su cuerpo. Suena a brujería o peor aún —dejó su cigarro y frunció el ceño—, suena a crimen. ¿No será eso lo que quieres decir?
Akananda suspiró y se puso de pie, agarrándose las manos detrás de su espalda.
—Crimen es exactamente lo que quiero decir —dijo mirando a su sorprendido colega—. Fue un crimen antes y lo será otra vez a menos que…
—¿Quieres decir que la muchacha está envenenada? —interrumpió Sir Arthur—. Nunca lo hubiera pensado. Haremos pruebas; Brainerd es el hombre indicado. Veré si puedo encontrarlo —se levantó de un salto.
—No, no —Akananda apoyó la mano sobre el hombro fornido—. Ella no tiene en su interior ningún veneno que pueda ser detectado por la ciencia occidental, por lo menos ahora.
—¿Y entonces a qué demonios te refieres?
—Terapia —dijo Akananda, seleccionando cuidadosamente sus palabras—, medidas preventivas, y liberación de sus emociones reprimidas —esperaba que estos términos sonoros satisficieran a su amigo—. Es decir, reconstrucción del trauma original con el objeto de producir una catarsis terapéutica.
Pero Sir Arthur refunfuñó enojado.
—Demasiada fraseología pretenciosa para un lego, mi viejo, yo mismo la he practicado cuando no sabía bien qué decir. En idioma común y corriente, ¿si la muchacha no está muerta todavía, tú esperas poder sacarla de este trance cataléptico o lo que sea, para obligarla a revivir inconscientemente y aceptar los desastres de los que trata de escapar de forma suicida?
—Algo por el estilo… —respondió Akananda al cabo de un instante. Él titubeó, deseando clarificar conceptos, para conseguir la cooperación total de su amigo y aventurarse a explorar el pasado. Pero sabía que la franqueza podía provocar dudas, inclusive hostilidad. Arthur era un neuropsiquiatra de primer orden y un firme convencido de la eficacia de métodos materiales como la quimioterapia. Desde el punto de vista analítico, aceptaría una posible regresión a cualquier pasado, inclusive el fetal, del cuerpo palpable en que se le presentaba un paciente. Pero sentía un profundo desdén por la existencia de otra vida anterior a la fetal o más allá de la tumba. Así pensaba el joven Artie Moore cuando era un estudiante de medicina y Sir Arthur Moore, el eminente especialista, evidentemente no había cambiado.
—Este médico clínico se está demorando más de lo debido —acotó Sir Arthur e inmediatamente pegó un salgo—. ¿Santo cielo, qué fue eso?
Giró sobre sus talones y miró hacia la cama. Se dirigió rápidamente allí y apoyó su oreja contra el pecho de Celia. El estado de la muchacha no había cambiado, no se sentían latidos, no tenía reflejos ni expresión alguna, excepto una de ligera sorpresa, muy común en los rostros de los muertos recientes.
—Me pareció haberla oído habar —dijo Sir Arthur. Sacó su pañuelo de seda y se secó la frente—. ¿Oíste algo, Jiddu?
El hindú no había oído nada y meneó negativamente la cabeza.
—¿Qué fue lo que le oíste decir? —preguntó suavemente.
Sir Arthur aplastó su cigarro.
—Totalmente idiota, por supuesto. Debo tener alucinaciones. Me hacen falta unas vacaciones. ¡Miren que ponerme nervioso como mis pacientes!
—¿Pero qué fue lo que te pareció oír? —insistió Akananda.
—Bueno, sonaba como «Stephen».
—Ah-h —dijo Akananda suspirando—. Oíste lo que ella estaba pensando, Arthur, por lo menos oíste un apasionado grito de su alma.
—¡Mi querido amigo! —estalló Sir Arthur—. Este caso ya es de por sí bastante original sin que tú lo compliques con tus teorías metafísicas extrasensoriales, transmigratorias y Dios sabe qué otras más. Las recuerdo muy bien ¡Cómo discutíamos! Yo imaginé haber oído algo, una simplísima alucinación auditiva. Siento haberlo mencionado pero me sorprendió.
Al ver que su amigo estaba confuso, cambió de tema salvo por una pequeña observación.
—Si puedes creer en la televisión Arthur puedes creer en cualquier cosa. ¿No te parece? Imágenes invisibles, palabras, continuas vibraciones alrededor de nosotros y que recién se ponen de manifiesto al apretar un botón en un aparato debidamente sintonizado.
—¡Tonterías, no existe paralelo alguno! ¡Y maldito sea, yo no soy una condenada radio! —oyó pasos afuera y exclamó—: Gracias a Dios, ese debe ser Foster. ¡Ahora podremos entrar en acción!
El doctor Foster hizo su aparición y Sir Arthur procedió a impartir las directivas y a tomar decisiones prácticas, para lo que era un perito.
A la mañana siguiente de otro precioso día de junio, Celia fue transportada a Londres e instalada en un lujoso cuarto en la London Clinic. El electroencefalograma que le tomaron en cuanto llegó había registrado una mínima función cerebral, ondas tan débiles y espaciadas que maravillaron no solamente al especialista, sino a todo el personal que observaba fascinado el gráfico. La prognosis era negra.
Akananda permaneció junto a Sir Arthur mientras este se encargaba personalmente y con sumo cuidado de proceder a un tratamiento de shock. Las ondas cerebrales de Celia permanecían igual.
—Esto me supera. Nunca he visto ni oído hablar de algo semejante —admitió finalmente—. Un cadáver viviente, como el que describió ese poeta norteamericano… ¿cómo se llama?… Poe. No más de diez años atrás ya la habrían embalsamado o cremado, y entonces sí que la habrían liquidado de veras. Pero por el momento… me doy por vencido. Jiddu, es toda tuya. ¿Qué quieres hacer con ella?
—Quedarme totalmente a solas con ella, sin interrupciones.
Sir Arthur suspiró.
—Muy bien. Daré las órdenes pertinentes. ¿Supongo que probarás con hipnosis o alguna otra tontería hindú?
—Quizás —respondió Akananda sonriendo—. Ahora iré a casa descansar, y regresaré junto a mi paciente un poco más tarde.
—¿A tu casa? —Sir Arthur parecía sorprendido. Su amigo parecía tan de arraigado y tan dedicado—. ¿No te referirás a mujer e hijos o inclusive nietos? Yo tengo uno. Un nieto. Mi pobre mujer murió hace seis años.
—No, nada de eso. Yo recorro un senda muy solitaria, en esta vida —agregó intencionalmente observando la expresión del otro, que se mantuvo cariñosamente inquisitiva, pues Sir Arthur permaneció serio a la implicación—. Tengo un pequeño departamento en Bloomsbury —agregó.
—Bueno, buena suerte —dio Sir Arthur, que se había quedado sin desayuno y almuerzo en su lucha por hacer reaccionar a Celia y que pensaba ansiosamente en su elegante casa de Mayfair, donde el cocinero le prepararía al instante una tortilla de riñones—. Dame un golpe de teléfono si se produce el menor cambio. Mañana vendré a verla —avanzó majestuosamente por el corredor, haciendo caso omiso de las numerosas enfermeras y mediquitos que esperaban poder cambiar unas palabras con él.
Akananda bajó hasta la sala de espera y encontró a Lily Taylor con la mirada clavada en un ejemplar cerrado de punch.
—¿Alguna novedad? —preguntó sin muchas esperanzas. Su cara ansiosa y sin maquillaje, su pelo rubio despeinado, el sencillo traje de tweed que se había puesto el día anterior en Medfield cuando se desencadenó la tragedia, todo contribuía a hacerle aparecer más joven e indefensa.
—Ninguna —dijo Akananda gentilmente—. Más tarde probaré mi experimento. Para eso debo estar solo pero sé que usted quiere estar cerca de ella. Trate de conseguir un cuarto en la ciudad. ¿Qué le parece el Claridge?
—¿No puedo hacer algo? —exclamó ella—. Es tan feo no poder hacer nada más que esperar.
Él asintió.
—De todas las desgraciadas tensiones que sufren los hombres, el suspenso inactivo es probablemente la peor. Le sugiero que se ponga a hacer algo.
—¿Pero qué? —exclamó—. No quiero ver gente, ni ir al cine, ni tratar de distraerme. Tampoco puedo rezar, ya lo he probado. Celia está muriéndose en una forma horrible que nadie logra comprender; Richard se ha vuelto loco o por lo menos insanamente cruel; esta pesadilla no puede ser real —dobló la cubierta de la revista y comenzó a romper pequeños pedacitos de papel, contemplándolos mientras caían sobre la alfombra.
Akananda la observó preocupado. Se dirigió con paso rápido al escritorio de las enfermeras y les dijo una orden. Volvió caminando resueltamente.
—Señora Taylor, quisiera que tomara usted un taxi y fuera a una iglesia, a algún lugar espiritualmente santo, donde se quedará sentada durante una hora. ¿Dónde le gustaría ir? ¿A Saint Paul, quizás?
—No, no —murmuró ella—. Mucho movimiento, muchos turistas.
—¿A una iglesia más pequeña?
Ella asintió sin dejar de doblar y romper la revista.
—Lily Taylor ¡Míreme!
Ella levantó lentamente la cabeza y se encontró con la mirada seria de él, sus ojos fijos y los iris de color marrón oscuro enfocándola como si dos haces de luz lograran penetrar la pantalla de miseria y fatiga total y una imagen se deslizó en su mente.
—Hay una iglesia —susurró— a la que me gustaría ir a rezar. Estuve una vez allí hace muchos años.
—Sí —dijo él—, ¡prosiga!
—Queda del otro lado del río, en Southwark… una catedral. Me gustaba mucho. Creo que la llamaban Saint Saviour, pero ese no es su verdadero nombre —se detuvo sobresaltada por un estremecimiento en su espalda, semejante al estremecimiento que se siente al oír las cadencias de una música nostálgica. Trató de apartar su mirada de Akananda, pero no pudo.
—Cómo se llamaba antes esa catedral, su antiguo nombre —le preguntó—. ¡Rápido! ¡No piense!
Su voz lo obedeció involuntariamente.
—St. Mary Overies. Al lado del priorato de Montagu.
—Ah-h —murmuró Akananda con un hondo suspiro—. Montagu —le había proporcionado una clave que necesitaba para ayudar a Celia.
Él había vivido en Southwark durante su internado en Guy’s hospital, y también se había sentido atraído por Saint Saviour y su historia. Se había sentido algo inseguro por la forma de guiar a Celia en su intento por penetrar su vida anterior. Parecía bastante posible que Celia hubiera vivido en algún período Tudor según los hechos registrados en La Crónica de los Marsdon, con el nombre «Stephen», que en forma tan curiosa Sir Arthur creyó haber oído o imaginado, pero no tenía ningún oro dato aparte de su extraño comportamiento en Ightham. Sabía que «Montagu» le brindaba una clave y que provenía de la recóndita memoria de la desdichada madre.
Una enfermera entró trayendo el sedante que él había ordenado.
—Tome esto, mi querida amiga —dio Akananda dándole a Lily una cápsula roja—. La tranquilizará. Vaya después a la catedral de Southwark que como usted bien lo dijo, antiguamente se llamaba St. Mary Overies. Allí debería poder rezar.
Lily asintió en silencio. La espantosa situación parecía haber dado un paso atrás; ella se encontraba en un estado de suspensión transitoria donde lo único real era Akananda y sus órdenes se puso los guantes y se levantó, sonriéndole amablemente al hindú. Salió del hospital y camino hacia la parada de taxis. Él la seguía discretamente la vio subir a un taxi y él a su vez subió a otro indicándole que lo llevara al British Museum. Pasó dos horas allí consultando la enciclopedia de Collins sobre la nobleza y el diccionario de biografías nacionales. Después de haber recogido suficientes datos, caminó hasta su apartamento de Bloomsbury donde adoptó la posición asana y gradualmente se sumergió en una profunda meditación.
La prolongada luz de ese día de junio estaba tiñéndose de violeta, la infinidad de luces que iluminaban la noche londinense brillaban como topacios cuando salió de su departamento y volvió al hospital donde yacía Celia.
Había entrado el turno nocturno de enfermeras, pero las órdenes de Sir Arthur habían sido obedecidas y fue recibido con amabilidad y velada curiosidad.
—El estado de Lady Marsdon no ha variado, doctor —dijo la eficiente enfermera irlandesa que lo acompañó hasta el cuarto de Celia—. La he vigilado atentamente pero sin tocarla, por supuesto. Sir Arthur dijo que no lo hiciéramos. ¿Le hará falta algún remedio?, ¿o suero? Tenemos preparado el cuarto goteo.
—Nada —dijo él sonriendo—, excepto que no me interrumpan por ningún motivo. Cerraré la puerta con llave y asumiré toda la responsabilidad.
Las cejas rubias de la enfermera se contrajeron, pero ella se limitó a decir:
—Muy bien, doctor —y luego agregó presurosa—; buena suerte, doctor. Rezaré para que la salve, pocas veces he visto un caso tan triste, es peor que la muerte, parecería que su espíritu está ahogado, me produce escalofríos. Pavoroso. Que Dios todopoderoso y sus santos ángeles tengan misericordia de ella —apretó los labios y se sonrojó—. Disculpe, doctor —salió del cuarto y cerró la puerta.
Akananda le echó llave. Acercó una silla junto a la cama y tomó la mano flácida y fría de Celia entre las suyas. Observó el plácido perfil con su nariz respingada; parecía una efigie de alabastro tan distante y desapasionada como la de una tumba de una iglesia medieval. Sus rulos oscuros, pegoteados y enredados por los electrodos, parecían tan desprovistos de vida como si fuera pelo pintado.
Su pecho cubierto por el camisolín del hospital no se movía. Akananda estaba consternado. ¿Se habría extinguido la débil llama de vida? ¿No tendría cura? Agarró su mano izquierda con fuerza, tratando de transmitir algo de vida en su cuerpo a través de su brazo y su mano. El fuerte apretón tropezó con una resistencia fría y metálica, y advirtió entonces que además de la alianza de oro tenía un pesado anillo con una amatista en forma de corazón. El anillo de casamiento de las esposas de los Marsdon. Lo había admirado casualmente la noche que llegó a Medfield y Sir Richard le dijo sonriendo:
—¡Es el símbolo de la servidumbre de la dueña del castillo, rematado por el maligno basilisco! —todos rieron y con toda seguridad Richard dirigió a su esposa una mirada burlona y cariñosa, sin embargo ya en ese momento Akananda percibió cierta tensión en Celia, que tragó repetidas veces y cuyos ojos grises adquirieron una expresión recelosa.
Preocupado y vacilante, Akananda sacó el anillo del dedo pequeño y frío y lo depositó sobre la cama. La observaba atentamente y le pareció ver en su rostro un ligerísimo estremecimiento. Pero sabía qué fácil era engañarse por un deseo intenso. Movió tentativamente el anillo de casamiento. Esta vez no cabía la menor duda de que había experimentado una leve reacción.
La mano se estremeció bajo sus dedos, y pudo apreciar una débil resistencia, a pesar de que el estremecimiento se desvaneció inmediatamente.
Le dirigió la palabra tentativamente aunque bastante aliviado.
—El símbolo de servidumbre de los Marsdon se ha separado de ti, Celia. ¿Pero deseas conservar la alianza?
No percibió ninguna clase de estremecimiento en su mano. Ella se había refugiado otra vez en su lejano trance. Suspiró y apoyó su otra mano sobre la frente de Celia.
—Celia… —dijo como lo había hecho antes en el hospital de Sussex—, Celia… ¿Dónde estás? —no obtuvo respuesta.
—Tienes que dejarme entrar, Celia —dijo en voz muy baja—. Debes conducirme al lugar donde te encuentras. Debes confiar en mí —recordó una de las enseñanzas de su maestro. No existe eso que llamamos tiempo limitado. El tiempo era una dimensión, como lo había demostrado Einstein a los hombres del hemisferio occidental capaces de comprenderle. Todo el tiempo existía ahora. El maestro había hablado de los «registros akashicos», también el indestructible y etéreo registro de todos los acontecimientos, y les había explicado a sus jóvenes discípulos que era semejante a un archivo, en el que se guardaban películas animadas que podían ser elegidas y estudiadas voluntariamente por todos aquellos suficientemente iluminados e instruidos para hacerlo. ¿Pero cómo?
La frente de Akananda se cubrió de sudor, mientras permanecía sentado en el cuarto de hospital, oyendo débilmente el ruido del tráfico londinense; crujidos ahogados y voces de la tumultuosa vida del hospital que seguía su curso en el exterior de ese tranquilo cuarto.
Le habló otra vez a Celia, valiéndose de palabras cuya fuerza sabía que podía llegar hasta ella.
—¿Está Stephen contigo? —preguntó ansiosamente. Pero no obtuvo ninguna respuesta.
—Montagu… —dijo luego—, Cowdray… Ightham Mote… ¿Tienes miedo, Celia?
La piel debajo de su mano pareció enfriarse, y experimentó nuevamente una abrumadora sensación de derrota. Los numerosos años de práctica en el mundo occidental se juntaron para reírse de él.
Qué tonto ingenuo lo considerarían Arthur Moore y sus maestros de Guy’s hospital. El neurocirujano, doctor Lawrence… «Señor Akananda, quiere proceder ahora a disecar esta glándula pineal; esperamos ansiosos hasta verlo descubrir ese místico tercer ojo del que habla permanentemente y quizá logre encontrar el alma o por lo menos su antigua habitación, pero debo ser justo y tengo que asegurarme que este cerebro está tan muerto como un fósil».
Cómo se habían reído los otros estudiantes, aprovechando el calce que les brindaba su arrogante y elegante profesor. Y yo reí con ellos. Temeroso de su desprecio. ¡Apóstata, adulón, cobarde! Transformé a esa disección en una brillante burla, repudiando todas mis enseñanzas y certezas. Abandonando los dos estudiantes que habían creído en mi. Recuerdo sus miradas sorprendidas y desilusionadas. Yo quería congraciarme con Lawrence, quería que me hiciera pasar el examen.
Una pequeñez, un incidente trivial, pero…
—Te portaste anteriormente en idéntica forma y el resultado no fue trivial.
Akananda oyó la acusación. Y las palabras fueron dichas en idioma bengalí. Abrió sus ojos y vio un resplandor en la pared pintada de amarillo detrás de la cama de su paciente. El resplandor dejó pasar una figura luminosa y blanca. De ella emanaba piedad y autoridad. Akananda se postró en el suelo.
La comunión no necesitó de palabras. Una serie de preguntas y órdenes. La presencia se desvaneció cuando las campanas de St. Marylebone dieron las diez. Akananda alzó su cabeza, tenía la cara bañada en lágrimas y sabía finalmente qué era lo que debía hacer para remediar los errores que había cometido y ayudar a los que estaban ahora en peligro. No podía mantenerse apartado de antiguos sufrimientos. Debía tomar parte en ellos y revivir el pasado.
Debía ignorar su actual humanidad e inteligencia. Debía contemplar el desarrollo de esa importante película, identificándose plenamente con cada personaje.
Akananda se paró y se secó la cara y sus manos húmedas con un pañuelo de hilo blanco. Se acercó a la mesa de luz y se sirvió un vaso de agua. Volvió a ocupar su lugar junto a la cama y apoyó sus dedos apretados contra el entrecejo de Celia.
—¿Dónde estás, Celia? —preguntó por tercera vez, pero ahora con autoridad—. ¡Contéstame!
Al cabo de un momento ella suspiró, sus labios morados se movieron y él oyó un débil murmullo.
—En el gran salón de los ciervos, estamos esperando al joven rey. La familia está de duelo, pero debemos ocultarlo. Una melodía alegre resuena en el balcón de los músicos. Huelo a perfume del tomillo y la lavanda entre las pajas nuevas que han desparramado por el piso. Temo por Stephen… lo han encerrado.
—Sí… —dijo Akananda. Pero debía hacer otra pregunta. Faltaba todavía un eslabón—. ¿Quién soy yo, Celia? —preguntó pausadamente—. ¿Estoy allí también?
Él percibió un débil asentimiento en su mano.
—¿Y quién soy, entonces?
Esperó un buen rato mientras los labios de ella se estremecían débilmente. No ejerció ninguna fuerza de voluntad, ni órdenes interiores. Esperó.
Finalmente ella habló.
—Eres Julian, el Maestro Julian.
Cuando ella pronunció el nombre él se puso tieso. La brecha había sido cubierta. Cerró los ojos y apoyó su cabeza contra la pared.