Posfacio
Me ha complacido mucho seguir el debate que mi pequeño libro, La edición sin editores, ha suscitado en las páginas de Le Monde. Las cuestiones que he tratado de subrayar se vinculan al porvenir de una cultura independiente, no sólo en Estados Unidos, sino también en Europa, y a ese respecto he apreciado los numerosos y útiles comentarios publicados. Morgan Scortes tiene toda la razón en destacar que el verdadero problema no es el dominio estadounidense. Es una cuestión más vasta, es la comercialización de las ideas, la industrialización de la edición y el control de la cultura por los grandes grupos internacionales que exigen una rentabilidad sin parangón en las normas de la edición. De las cinco empresas que detentan 80 por ciento del mercado estadounidense, tres están en manos de grupos europeos. Bertelsmann controla más de 30 por ciento de las ventas de libros en Estados Unidos y los grupos ingleses Pearson y Murdoch reinan también en un importante sector de la industria del libro estadounidense. A lo largo de los últimos años, tres editoriales estadounidenses han sido puestas a la venta porque no conseguían obtener 15 por ciento de beneficio que exigían los grupos que las poseían. Como he descrito en mi libro, la búsqueda de best-sellers a cualquier precio les había hecho perder sumas sin precedentes en el negocio. Que firmas como Bertelsmann hayan buscado escaparse de las exigencias del mercado de lengua alemana, no significa en modo alguno que no vayan a imponer los mismos niveles de beneficios a sus nuevos holdings. Han declarado, por otro lado, que ésa es su intención. Alianza en España, y muchos otros grandes grupos, no imponen a las casas editoriales que han adquirido objetivos de beneficios análogos, sino superiores.
La causa profunda de la transformación de la edición tal y como la hemos conocido es el paso de una rentabilidad de 3 o 4 por ciento, que era la norma tanto en Estados Unidos como en Francia, a exigencias de 15 por ciento e incluso más. Ése es el argumento central de mi libro.
Los artículos aparecidos en Le Monde giran en torno a dos cuestiones relativas a ese argumento. La primera es saber si la situación estadounidense es efectivamente tan grave como yo la describo. La segunda se centra en la posibilidad de que se consolide una situación análoga en Europa, en particular en Francia.
La situación estadounidense no es tan grave como yo la describo, es mucho peor. Las fusiones van a buen paso. Recientemente Murdoch ha adquirido Hearts, un grupo de tamaño mediano, y en los dos meses siguientes ha despedido a 80 de un total de 200 trabajadores. Resulta evidente que el propósito no es publicar más libros, según la optimista explicación de Monique Nemer. Se trata de agrupar los títulos más rentables de las diferentes editoriales y eliminar el mayor número posible de los restantes libros. No se trata de encontrar un equilibrio entre la calidad y las exigencias del mercado. Se trata de ganar la mayor cantidad posible de dinero. Para estar seguro de que no exageraba los efectos de estas fusiones, he estudiado recientemente los catálogos de las tres editoriales estadounidenses más importantes, HarperCollins, Simon & Schuster y Random House. He encontrado numerosos libros destinados a las listas de los best-sellers, pero lo que me ha sorprendido es que cierto tipo de libros había desaparecido de dichos catálogos. Entre los 500 títulos publicados, no existía una sola traducción, ni un libro de historia serio, ni una investigación científica, y ya no hablemos de filosofía, teología, historia del arte, etcétera, todos ellos ámbitos familiares de los editores en el pasado.
Sobre si Francia y el resto de Europa están a salvo de una evolución semejante, no puedo evitar recordar una visita a Suecia hace cuatro años. Los editores suecos hablaban de mi libro como los comentaristas franceses. Suecia era un país demasiado pequeño, demasiado singular para que los grupos se arriesgasen a intervenir en él. En los meses siguientes, Norstedts, la segunda editorial del país, era adquirida por el grupo holandés Wolter-Kluvers. Despojada de sus activos más rentables, con su prestigioso catálogo a la deriva, su propia supervivencia devino problemática, hasta que fue readquirida por un movimiento cooperativo. Toda editorial francesa cuyo capital está en manos del público corre el riesgo de ser comprada. Es peligroso pensar en términos de una línea Maginot cultural, que defendería las fronteras de ese tipo de incursiones. Tanto Olivier Bétourné como Olivier Nora insisten en las defensas internas de la edición francesa. Con justicia, se sienten orgullosos de sus catálogos, que pueden resistir la comparación con los mejores de Europa, y yo comparto la esperanza de que sus editoriales continuarán prosperando. Pero para poder estar seguros de conservar su independencia, no deben fiarse de las promesas de sus propietarios. Ésa es una lección que mis colegas y yo hemos aprendido, después de que todas las promesas que se nos han hecho hayan quedado incumplidas, como ha ocurrido en tantas editoriales y periódicos de Estados Unidos. Fayard y Calmann-Lévy pueden continuar publicando excelentes listas de títulos porque no se les ha pedido incrementar su rentabilidad a 15 por ciento, como claramente indica el artículo de Bétourné. Pero si, en un momento dado, sus propietarios cambian de política, no serán las diferencias culturales que evoca Monique Nemer el factor que los proteja, ni a ellos ni a los restantes editores franceses. El excelente editor alemán Klaus Wagenbach ha publicado recientemente un artículo sobre la edición en su país, donde, de manera elocuente, define la rentabilidad de 15 por ciento como la «todes zone», la zona mortal donde ninguna edición de valor puede sobrevivir. Y cita a Hans Magnus Enzensberger, que ha dicho que en cincuenta años no había encontrado en el catálogo Bertelsmann un solo título destinado a perdurar.
La edición que amamos sólo es posible si no está sometida a estas directrices. ¿Qué cortafuegos hay que colocar para salvaguardarla?
En la Feria del Libro de Frankfurt, los editores franceses y alemanes han realizado grandes esfuerzos para que el precio fijo del libro (la ley Lang en Francia) se mantenga en la Unión Europea. En Francia, el porcentaje de librerías independientes desciende peligrosamente y se aproxima al nivel estadounidense: 21 por ciento contra 17 por ciento. El ministro de cultura alemán, Michel Naumann, considera que 80 por ciento de las librerías alemanas corre el riesgo de cerrar sus puertas si se elimina el precio fijo. Sin embargo, el frente de los editores —alemanes y otros— no está unido en este punto. En los grandes grupos, muchos consideran que ganarán cuota de mercado si el precio fijo desaparece y si las cadenas de librerías pueden entrar en la guerra de los precios para vender los best-sellers que producen.
La señora Aubry ha abordado en Le Monde varias cuestiones muy próximas, en relación con el porvenir de la industria cinematográfica que va sujetándose progresivamente al control de los grupos estadounidenses de «entertainment». Hay que ser conscientes de que tal peligro amenaza la edición del futuro. Monique Nemer critica, con justicia, la frase de mi conclusión sobre un «espíritu localista». Se trata de una traducción. Yo hacía más bien referencia a una especie de gaullismo cultural, a una voluntad de proteger la edición independiente en Francia y en Europa. No ya para dar alas a alguna mediocridad local que se me escapa, sino para que quienes intentan mantener una cultura independiente dispongan de un espacio donde respirar. Me hubiera gustado que los artículos aparecidos hubieran también sugerido medidas estructurales para poner en práctica, apoyándose en la legislación europea contra los monopolios, organizando la defensa de la librería independiente. Como hemos constatado dolorosamente en Estados Unidos, la tradición cultural y la independencia tradicional —que nosotros también tenemos— no constituyen una garantía suficiente contra la globalización de la economía.