Tres
Después de la muerte de mi padre —yo tenía quince años— perdí todo contacto con Pantheon y nunca pensé que reanudaría mis lazos con ellos. Por lo tanto me sentí muy sorprendido cuando, en 1961, la dirección de la editorial se puso en contacto conmigo para preguntarme si desearía trabajar con ellos. Acepté encantado y llegué a Pantheon Books a comienzos de 1962, tan ignorante de los problemas de la edición como se puede ser a los veintiséis años (en la NAL era un editor asistente sin ninguna experiencia financiera ni comercial). Con gran placer me volví a encontrar en la esquina de la calle 4 y la Sexta Avenida, delante del rascacielos triangular que llaman el «pequeño Flatiron»[1] donde el despacho de mi padre había permanecido vacío como homenaje varios años después de su muerte. Era un edificio más bien calamitoso, ocupado por artesanos como un fabricante de acordeones y una multitud de confeccionistas. Pero también estaban allí ubicadas algunas de las más interesantes editoriales del país, New Directions, Pelligrini and Cuddahy, en el mismo piso que nosotros, con periódicos de izquierda, The Nation y la marxista Monthly Review.
Una vez que se fueron los Wolff, la editorial quedó a cargo de quienes antes se ocupaban de la producción y las ventas, todos ellos gente encantadora y llena de buenas intenciones, pero a la que por desgracia le faltaba talento editorial para mantener el nivel del catálogo y cumplir las expectativas de Random.
Entre los libros con los que debía trabajar había uno o dos títulos maravillosos, como las memorias de Constantin Paoustovski, Histoire d’une vie [Historia de una vida], pero básicamente se trataba de textos de segundo orden cuya publicación se había decidido al azar confiando ciegamente en el entusiasmo que mostraban los informes de lectura. Esta situación no podía durar mucho. Al cabo de unos meses nuestros despachos se mudaron a un pequeño edificio, cerca de Random House, en la esquina de la calle 50 y Madison Avenue, y los nuevos propietarios empezaron a prestar mayor atención a lo que habían comprado. No habían perdido dinero: los fondos de Pantheon y sus fructíferas colecciones de libros juveniles valían mucho más que el millón de dólares pagado. Pero el programa de libros para adultos era un desastre, y en los meses que siguieron a mi llegada, mis dos superiores decidieron marcharse.
Los colegas que quedaron eran en su mayoría de mi edad, un puñado de jóvenes no más versados que yo en la política editorial. Nos reunimos y sugerí que propusiéramos a Random que nos dejara llevar el negocio a nosotros solos. Les expliqué a los asociados que dirigían la sociedad, Bennett Cerf y Donald Klopfer, que no correrían gran riesgo. Teníamos suficientes títulos en marcha para mantenernos algunos meses. Si no éramos capaces de encontrar otros más atractivos, siempre podrían recortar los gastos. A los veintiséis años buscar trabajo no era algo aterrador. Por su parte, si la experiencia resultaba, su imperio se vería aumentado con un nuevo sector. En aquel momento no se me ocurrió que no era costumbre dejar las riendas a un equipo tan joven, pero existía al menos un argumento a nuestro favor: Random House acababa de comprar la prestigiosa editorial literaria Knopf, y no quería tener que cerrar sus nuevas filiales para fundirlo todo en un sello único. De hecho, Alfred Knopf temía que el futuro de su propia casa se viera comprometido si Pantheon desaparecía.
Pero, independientemente de estas consideraciones prácticas, había una parte de idealismo en la decisión de Random. Los asociados se sentían volver a su juventud, a sus comienzos en la edición, y nuestra apuesta les parecía una forma estupenda de acabar con la rutina. Nos apoyaron incondicionalmente y nos dieron carta blanca en los primeros años. Fue bastante más tarde cuando una expresión como «centro de beneficio» entró a formar parte de mi vocabulario. Tratábamos de publicar los mejores libros que podíamos encontrar y, si bien nos preocupaban las ventas, nuestras inquietudes quedaban muy por debajo de lo habitual, aun en esa época, en la edición estadounidense.
Esta situación nos permitió invertir nuestro tiempo en la búsqueda de los textos que nos parecían más interesantes. No éramos tan ingenuos como para descuidar la publicación de un eventual best-seller, y examinamos con atención los títulos que nuestros predecesores habían dejado. Gracias a los Wolff publicamos en el primer año El tambor de hojalata, de Günter Grass, y algunos autores de éxito en Pantheon, como Mary Renault y Zoe Oldenbourg. La experiencia, pues, era viable, y nadie tenía nada que objetar a los libros aparentemente más difíciles que empezamos a incluir en el catálogo.
En la vida cultural, 1962 fue un año rico en oportunidades. Aunque en principio el macartismo había terminado hacía diez años, desempeñaba todavía un papel importante en la vida política y en la educación en Estados Unidos. Yo había crecido durante esos años y había visto desaparecer del paisaje estadounidense cualquier punto de vista crítico, o simplemente progresista. Aunque era firmemente anticomunista, no podía dejar de percibir que numerosas voces habían sido reducidas al silencio o marginadas. En mis primeros meses en Pantheon propuse, pues, publicar a I. F. Stone, periodista de izquierda que había sido uno de los pocos en levantarse contra la locura de la era McCarthy y considerado desde entonces una gloria del periodismo estadounidense, un mentor para toda una generación de escritores y críticos. Esta propuesta incomodó a mis superiores: se excusaron explicándome que no les era posible lanzarse a una empresa tan polémica. Y, de hecho, recuerdo que en 1963, en las oficinas del New York Review of Books, el jefe de redacción, Bob Silvers, que acababa de encargar un artículo a I. F. Stone, estaba muy alterado: ¿quedaría arruinada la reputación del periódico? ¿Se darían de baja los suscriptores?
Como consecuencia de este clima, existían en la vida intelectual estadounidense grandes lagunas que pensábamos cubrir lo mejor y más rápidamente posible. Por fortuna, Victor Gollancz llegó un día a mi despacho con las pruebas de un vasto trabajo histórico de E. P. Thompson titulado La formación de la clase obrera en Inglaterra. Desde que empecé a leerlo, esa misma noche, vi que tenía entre las manos el tipo de libro de historia que había buscado durante todos mis años de universidad. Presentaba la historia social y económica de la gente común de una forma completamente nueva en el panorama de los estudios en lengua inglesa en los años cincuenta. Para nosotros suponía una verdadera suerte, un acontecimiento. Gollancz aceptó una oferta por 1500 ejemplares y lanzamos nuestro catálogo de historia (este libro, del que se vendieron más de 60 mil ejemplares, sigue disponible). Después de Thompson publicamos a otros historiadores ingleses más bien mal vistos en Estados Unidos, como Eric Hobsbawm, Christopher Hill, George Rudé y Dorothy Thompson. En la misma época recibimos una tesis doctoral sobre la historia de la esclavitud, escrita por un marxista estadounidense llamado Eugene Genovese, The Political Economy of Slavery [La economía política de la esclavitud], que había sido rechazada por doce editoriales universitarias, debido a la metodología marxista de su autor, que disimulaba mal su verdadera ideología, totalmente conservadora. A pesar de mis limitados conocimientos sobre la historia estadounidense, el extraordinario interés del trabajo era evidente. A su publicación siguieron otros títulos de Genovese (algunos publicados en Francia por François Maspero), a los que se añadieron los libros de prestigiosos historiadores estadounidenses como Herb Gutman e Ira Berlin, cuyo trabajo en muchos puntos era paralelo al de E. P. Thompson o Hobsbawm. Estos títulos fueron el origen de una nueva manera de pensar entre los historiadores en lengua inglesa, comparable en muchos aspectos a la Escuela de los Anales de Francia.
Las miras de los intelectuales estadounidenses no iban más lejos del rechazo del marxismo. La mayoría de las ideas innovadoras parecían demasiado arriesgadas. La historia de la locura, de Michel Foucault, publicada desde hacía años en Francia, no había llamado la atención de una sola editorial universitaria. Descubrí el libro husmeando en una librería parisiense. Desde la primera página supe que se trataba de algo totalmente excepcional, aunque el autor fuera para mí un desconocido. Poco a poco, Pantheon publicó todos los libros de Foucault, a pesar de contar con una audiencia muy reducida. Resultaba difícil incluso conseguir que alguna universidad lo invitara a dar una conferencia, tal era la estrechez de miras dominante en los departamentos de historia. Las críticas en los periódicos del establishment eran abiertamente desfavorables y sólo al aparecer la quinta obra empezó a labrarse un público.
Foucault fue sólo uno entre los numerosos autores franceses que publicaríamos más adelante. Entre éstos se encontraban científicos como François Jacob y Octave Mannoni, numerosos especialistas en ciencias humanas que iban desde Edgar Morin hasta Georges Balandier y Jean Duvigneau, periodistas como Claude Julien y André Fontaine, historiadores entre los que destacaban Georges Duveaux, Georges Duby, Moshe Lewin y muchos otros. Gracias a Gustav Bjurström, que trabajaba en Pantheon desde los años cincuenta, entramos también en el campo de la ficción, con autores que con el paso del tiempo serían célebres. Como otros editores se encontraban bajo la presión constante de la rentabilidad, hasta Jean-Paul Sartre estaba entre los autores rechazados (por Knopf, que hasta entonces había publicado la mayoría de sus textos). Con gran alegría publicamos sus últimos libros, al mismo tiempo que los de Simone de Beauvoir: las últimas Situaciones, los Diarios de guerra y la Ceremonia del adiós. Me parecía curioso que nadie en Francia se hubiera decidido a escribir una biografía de Sartre. Lo comenté con muchos editores franceses, pero Sartre parecía pasado de moda y nadie se interesaba por el proyecto. Me dirigí, pues, a Annie Cohen-Solal, cuya biografía de Nizan nos había parecido notable. Aceptó lanzarse a esa tarea colosal y tuvimos la satisfacción de vender los derechos del libro a Gallimard por un millón de francos. También tuvimos la suerte de publicar El amante, de Marguerite Duras, la primera novela francesa que fue un best-seller en Estados Unidos después de Los mandarines. Posteriormente publicamos muchas de sus primeras obras en bolsillo y mucho más tarde fue un gran honor para nosotros que Duras aceptase que The New Press contara entre sus primeros títulos con El amante de la China del Norte.
En el contexto en el que tuvimos la suerte de trabajar no se daba por sentado que cada título produjera ganancias de inmediato, ni que abriera ese camino para el libro siguiente del autor. De haber sido ése el caso, ninguna de las obras que he citado hubiera llegado a la imprenta. Mis criterios, por el contrario, eran muy simples. Lo que buscaba era esencialmente textos nuevos capaces de aportar a la vida estadounidense ese dinamismo intelectual que le faltaba, pero también quería encontrar portavoces que expresaran las opiniones políticas reprimidas durante los años del macartismo y de las que me sentía personalmente muy próximo. Era necesario que tomara contacto con aquellos que más admiraba y respetaba y que tratara de acercarlos a nosotros. En épocas normales tales proyectos son una utopía, pero a comienzos de los años sesenta tuve la suerte de admirar a autores a menudo descuidados o rechazados por otras editoriales. Tal fue, por ejemplo, el caso de Gunnar Myrdal, cuyos trabajos políticos y sociológicos me parecían cruciales para comprender nuestro país. Le encargué una serie de obras, la primera de las cuales, Reto a la sociedad opulenta, fue, al igual que La sociedad de la opulencia de Galbraith[2], uno de los primeros libros en plantear el problema de unos Estados Unidos divididos en dos: un país para los ricos y otro para los pobres. Se dice que este libro se encontraba sobre la mesa de Kennedy en el momento de su asesinato. De otra gran figura, Richard Titmuss, el principal teórico del estado de bienestar en Gran Bretaña, publicamos un libro que se convirtió en un clásico, The Gift Relationship [La relación de donación], donde la donación de sangre se tomaba como símbolo de las relaciones sociales. A medida que el clima de los años sesenta iba evolucionando, el New York Times presentaba esos libros en primera página. Es difícil decir en qué medida contribuimos a esos cambios en la opinión, pero es innegable que, unos años después de nuestros comienzos, los libros por los que apostábamos empezaban a suscitar gran interés.
La oposición a la guerra de Vietnam nos llevó a publicar muchos libros, en especial los de Chomsky. Su El poder americano y sus nuevos mandarines se convirtió en una referencia para los militantes contra la guerra, pero también para aquellos que trataban de comprender los errores que habían permitido que se desencadenara. Teníamos libros sobre Asia, que chocaban con las tesis oficiales sobre China y Vietnam, empezando por Una aldea de la China Popular, de Jan Myrdal. Habíamos recibido el libro en sueco, y nuestro lector especializado hizo un informe positivo pero aconsejaba una tirada lo más pequeña posible, por temor a que llevara a muchos lectores a simpatizar con la China comunista. El New York Times, en una crítica muy seria pero negativa, lo convirtió en un acontecimiento importante. Al leer atentamente el artículo quedaba en claro que el periodista tenía acceso al legajo de la CIA sobre Myrdal: el artículo estaba plagado de referencias a conversaciones que había mantenido en Pekín y que sólo podían proceder de los servicios secretos. Pero el tiempo jugaba a nuestro favor y la mayoría del público estadounidense empezaba a ver de otra manera la revolución china.
Nuestro horizonte se ampliaba también a América Latina y en especial a Chile. Teníamos en proyecto un pequeño libro de entrevistas de Allende con Régis Debray, sobre el futuro de la revolución chilena. Le pedí un prefacio al embajador de Chile en Washington, Orlando Letelier, y en el curso de un almuerzo al comienzo de la administración Nixon, le pregunté sobre Estados Unidos: ¿Iban a dejar en paz a su gobierno? Totalmente ignorante de los complots de Kissinger, me contestó que Washington tenía una actitud amistosa y que Nixon tal vez seguiría el mismo camino que lo había llevado a establecer relaciones con China. Después del golpe de estado que derrocaría a Allende, Letelier fue asesinado en Washington por la DINA, la policía secreta chilena. Tuve al menos la satisfacción de publicar un libro que arrojaba luz sobre ese asesinato y que fue importante para llevar a los culpables ante la justicia.
Sin embargo, fue en Europa donde encontramos nuestros mejores aliados entre los editores. Libros como los de Chomsky y otros fueron traducidos en todos los grandes países. Y como nosotros admirábamos mucho el trabajo de colegas como Paul Flamand, de Seuil, François Maspero y Jérôme Lindon de Éditions de Minuit, seguíamos atentamente su producción y traducíamos sus libros siempre que nos era posible. También buscábamos colaborar con editores europeos impulsando textos para publicar conjuntamente. Con los editores que habían traducido el libro de Myrdal sobre China, encargamos una serie de informes del mismo tipo sobre los pueblos de todo el mundo, utilizando la historia oral como documento sobre las conmociones sociales, con palabras de la gente corriente más que cuestionarios de sociólogos. En esta colección, para la cual colegas de media docena de países se dividieron la tarea de encontrar a los autores y de encargar los textos, se publicaron más de doce volúmenes. Dos de los libros más interesantes de la serie fueron encargados directamente a autores franceses: Edgar Morin, que aceptó utilizar sus investigaciones sobre el pueblo bretón de Plozevet para redactar su fascinante Comuna de Francia, y Jean Duvigneau, que retomó sus notas y sus grabaciones en un oasis tunecino para escribir Chebika, que se convertiría en un clásico de la sociología y la antropología francesas. Nuestra principal motivación era vencer la tendencia mercantilista en la edición. La idea de que los editores debían unir sus esfuerzos únicamente para ganar dinero nos parecía inapropiada para los problemas del momento. Con el tiempo, se estableció una colaboración internacional de alcance mundial, con Penguin a la cabeza, tratando de prolongar las transformaciones de los años sesenta en el curso de los setenta.
Uno de los mayores éxitos de esta colección fue Division Street: America, de un autor de Chicago poco conocido llamado Studs Terkel. Basándose en un estudio de los alrededores de Chicago, trabajó sobre los cambios producidos en Estados Unidos desde la década de 1930 hasta 1960.
Este libro hizo vibrar la fibra sensible de todo el país. Fue el inicio de una serie de libros de historia oral que terminaron por componer un panorama único de la sociedad estadounidense en el siglo XX, una crónica de la vida del país durante la gran depresión, la segunda guerra mundial y los años siguientes. Todos estos libros se convirtieron en best-sellers, y el trabajo de Terkel fue saludado con entusiasmo por las más prestigiosas instancias literarias y culturales del país. Más tarde constituiría la columna vertebral de The New Press en el momento de su fundación: sin vacilar, ni tomar en consideración sus intereses económicos, fue el primero de los autores de Pantheon que tomó abiertamente partido por nuestra nueva empresa. Pero de esto hablaremos más adelante.
Durante los años que trabajé en Pantheon, nuestras relaciones con España fueron especialmente estrechas. En parte, debido a mi interés por el modo en que se transformaba el país en su dejar atrás la época franquista; en parte, debido a mis relaciones familiares. Mi mujer es madrileña y sigue conservando la nacionalidad española. Su padre fue un militar de carrera, el coronel Federico de la Iglesia, uno de los pocos oficiales del estado mayor que permanecieron leales a la República. Participó en la defensa de Madrid y al final de la guerra logró escapar a Gran Bretaña, a donde lo siguieron su mujer y su hija. María Elena y yo nos conocimos siendo estudiantes en Cambridge y, después de casarnos, realizamos desde principios de los sesenta frecuentes viajes a España. Como mi familia había permanecido en Francia y la suya en España, teníamos una amplia red de familiares que visitar. Su madre había comprado una casita en lo que entonces era un minúsculo y deprimido pueblo de pescadores llamado Fuengirola. Fue ahí, paradójicamente, donde nació el primero de una serie de proyectos sobre la historia de España. Ahí conocí a Ronald Fraser, un joven inglés que vivía en el cercano Mijas y que había escrito una historia oral del antiguo alcalde republicano de esa localidad. Escondido narraba la extraordinaria historia de su vida clandestina en Mijas durante el franquismo. El relato constituía un notable microcosmos de la vida durante aquel difícil periodo histórico; el libro se convirtió en un gran éxito en España y también recibió gran atención en el resto del mundo. Con Escondido inicié una larga colaboración con Fraser que desembocó en una historia oral de Mijas (incluida dentro de nuestra colección Village Series) y luego en la gran historia oral de la propia guerra civil española, Recuérdalo tú y recuérdaselo a otros, considerada todavía hoy un clásico del género.
Año tras año contemplamos con fascinación la transformación de España en la democracia moderna que es hoy. Leí con admiración y asombro periódicos como El País, que pareció surgir ya formado de la frente de Zeus y que podía compararse favorablemente con Le Monde y otras instituciones que habían gozado de mucho más tiempo para desarrollarse. También contemplamos con interés y curiosidad las primeras elecciones, que daban a entender que, a pesar de lo relativamente exiguo de las cuotas de los afiliados, los partidos políticos españoles disponían de inmensas sumas de dinero. Años más tarde leería en las memorias de Kissinger su relato del modo en que el dinero de la CIA había sido canalizado hacia los partidos españoles usando la fundación socialdemócrata alemana Friedrich Ebert como pantalla para el dinero dirigido al PSOE. Poco después tuve ocasión de publicar un libro de Willy Brandt y durante la cena le pregunté por lo que decía Kissinger. «Es típico de Henry —dijo— atribuirse el mérito de una idea mía». Sin embargo, la historia ha quedado confirmada.
Aunque los periódicos pudieron crecer sin años de preparación, los libros tardaron más en ser escritos. Desde los inicios de Pantheon habíamos publicado a importantes novelistas en español, como Cortázar y Galeano, pero sólo mucho más tarde publicamos a Delibes. Los libros que publicábamos sobre España procedían sobre todo de autores que no eran españoles, como en el caso de la biografía de García Lorca realizada por Ian Gibson. Ese libro tardó veinte años en ser escrito y supongo que habría sido muy difícil que lo escribiera un investigador español. Sin embargo, los problemas de encontrar no ficción que traducir del español no significaban en absoluto una falta de intereses comunes con los editores españoles. Desde el principio de mi época en Pantheon, desarrollamos grandes vínculos con editores afines de España, como Crítica, Anagrama, Empùries y otras editoriales catalanas, así como Destino. Sobre todo en los sesenta y principios de los setenta, muchos de nuestros autores importantes, como Chomsky, encontraron enseguida editores en España, y con ellos trabajamos de forma estrecha en Frankfurt y otras partes, desarrollando proyectos comunes.
Cuando mis colegas y yo dejamos Pantheon, la respuesta más fuerte se produjo en España. No sólo los editores y los periódicos se unieron a las protestas que se enviaron a Newhouse, sino que los editores de Barcelona me invitaron a hablar de los cambios producidos en Estados Unidos y de sus implicaciones para Europa. La calidez de su apoyo y su amistad fueron muy importantes para nosotros, embarcados como estábamos en los planes para lanzar The New Press. Hace, pues, una década que la prensa española empezó a escribir sobre las experiencias descritas en estas páginas y a debatir sus implicaciones para el futuro de la propia independencia intelectual española. Es de esperar que España sea capaz de evitar en toda su magnitud los cambios que han tenido lugar en Estados Unidos y Gran Bretaña.
Con el paso del tiempo resultó claro que Pantheon no sería una fuente de ganancias sino que simplemente no haría perder dinero a Random. Algunos títulos que podían parecer muy intelectuales ya estaban en las listas de lecturas de varias universidades. Los fondos se vendían más cada año, lo que cubría en lo esencial los costos fijos. En el momento en que salimos de Random House, las ventas de Pantheon alcanzaban los 20 millones de dólares, cantidad aceptable para una editorial independiente aunque sólo representara una minúscula fracción del global de Random, que se acercaba a los mil millones. Nuestra experiencia era un éxito intelectual y si no producía grandes ganancias era, sin embargo, el tipo de empresa que un grupo editorial serio debía mantener en el marco general de sus actividades.
Por una ironía del destino, en el momento en que, en nuestro optimismo, nos esforzábamos por cambiar la sociedad en la que vivíamos, se producían cambios sustanciales en el grupo al que pertenecíamos. RCA, gigante de la electrónica y de la industria del ocio, y ejemplo clásico de gestión empresarial, compró Random. La racionalización que se producía en la edición estadounidense empezaba a alcanzarnos, pero sólo era el principio. Random empezó a imponernos ciertas reglas de rentabilidad habituales en el conjunto de la edición de la época. Ya no nos atribuían las ganancias de nuestros excelentes libros juveniles ni de nuestros libros universitarios, sino que se incluían en la contabilidad general del grupo. Los libros destinados a librerías eran por naturaleza deficitarios, todos los editores dependían de actividades más lucrativas y de los derechos subsidiarios para equilibrar la cuenta de resultados. Más tarde las reglas volverían a cambiar y cada libro debía hacer su aportación marginal para cubrir los gastos generales y dar ganancias que se suponía debían aumentar cada trimestre aunque, en las empresas más comerciales, esa curva fuera difícil de sostener. Robert Bernstein, el nuevo presidente de Random, estaba sometido a la presión constante que originaban tales exigencias, presión que todavía no recaía enteramente sobre nosotros.
La compra de Random House por RCA sólo era un caso más en una gran marea de adquisiciones. Otros grupos de electrónica/entretenimiento habían seguido este ejemplo y comprado editoriales. En esa época Wall Street ardía en rumores sobre la idea de sinergia. Se suponía que RCA entraba en el nuevo campo de las máquinas de enseñar, primera e infructuosa versión de lo que más tarde serían las computadoras. Esperaban que los manuales editados por Random House aportaran contenido a esta tentativa para beneficio de todos. Pero la adquisición no había sido bien pensada y RCA no se había dado cuenta de que los manuales eran uno de los puntos débiles de Random. Además, las leyes antitrust de la época prohibían tales acuerdos dentro de un mismo grupo. Random no era lo que RCA suponía, al igual que Holt no había sido lo que CBS esperaba o lo que Raytheon esperaba, por citar las otras adquisiciones importantes de la época. Todos estos reagrupamientos iban a deshacerse al cabo de unos años, dejando a las editoriales varadas como ballenas en la arena, sin saber quién podría venir a socorrerlas.