Cinco

Los acontecimientos de los últimos años, y en especial los que acabo de describir, ilustran bien los efectos de la doctrina liberal del mercado sobre la difusión de la cultura. Estimulados por las convulsiones políticas de la era Thatcher-Reagan, los propietarios de editoriales siempre trataron de justificar sus giros invocando al mercado: no corresponde a las élites imponer sus valores al conjunto de los lectores, el público debe elegir lo que quiere, y si lo que quiere es cada vez más vulgar, qué se le va a hacer. Casas tan respetables como lo fue Knopf no dudan en lanzar libros tan malsanos y violentos que ya han sido rechazados por otros grupos. La cuestión es saber elegir los libros que producirán mayores ganancias y no los que corresponden a la misión tradicional del editor.

El desarrollo de la ideología del mercado va a la par con modificaciones presupuestarias que también han cambiado la fisonomía de la edición. En Gran Bretaña, como en Estados Unidos, se han reducido drásticamente los fondos destinados a las bibliotecas, lo que compromete una de las infraestructuras de base de la edición seria, tanto para la no ficción como para la novela. En estos dos países, hubo una época en que las compras de las bibliotecas bastaban para cubrir una buena parte de los costos editoriales.

Otro giro en el trabajo editorial: la decisión de publicar o no un libro ya no la toman los editores sino lo que se llama el «comité editorial», donde el papel principal lo desempeñan los responsables financieros y los comerciales. Si se considera que un libro venderá menos de cierto número de ejemplares —número que se incrementa cada año, y en la actualidad gira alrededor de 20 mil en la mayoría de las grandes editoriales—, se afirma que la sociedad «no puede permitirse» lanzarlo, sobre todo si se trata de una primera novela o de un ensayo serio. Lo que El País ha llamado sensatamente la «censura del mercado» funciona a fondo en el proceso de decisión, basado en la existencia o en la ausencia de un prepúblico para cada libro. Por tanto, lo que se busca es el autor conocido, el tema de éxito, y los nuevos talentos o los puntos de vista originales difícilmente encuentran lugar en las grandes editoriales.

Las nuevas ideologías no nacen evidentemente de la nada. Participan del Zeitgeist, del espíritu de la época, pero también del surgimiento de estructuras nuevas, en este caso los grandes grupos internacionales. Lo que sucede en los países anglosajones es notable por su uniformidad: todas las grandes editoriales han expresado públicamente la opinión de que, a finales de siglo, los medios de comunicación estadounidenses (y por lo tanto mundiales) estarán dominados por media docena de majors. Y cada una manifiesta claramente su determinación de formar parte de ellas. Hay que hacer notar, de paso, la importancia de los medios de comunicación en la economía estadounidense: ocupan el segundo lugar de las exportaciones después de la industria aeronáutica, y si se tiene en cuenta el papel esencial de los militares en esta última, puede afirmarse que los medios de comunicación representan la primera fuente de exportación puramente civil. En consecuencia, la discusión sobre la preponderancia de los filmes estadounidenses en las pantallas europeas es muy importante en términos económicos. Algunas películas para el gran público como Parque Jurásico cubrieron gastos gracias a la exportación, sin contar con la recaudación en Estados Unidos. En menor grado, los grupos editoriales estadounidenses cuentan con Europa para cubrir una parte de los anticipos que necesitan para producir cada vez más best-sellers. Aunque la exportación todavía representa una pequeña parte de la rentabilidad de la edición estadounidense, y aunque a su vez el libro sólo supone una pequeña parte en la industria de los medios de comunicación, hay que tener presente el marco global cuando se discute el porvenir de los grupos mediáticos y su importancia para la cultura mundial.

La concentración creciente ha llevado a los grandes grupos, como hemos visto, a exigir tasas de rendimiento espectaculares. En la mayoría de las editoriales estadounidenses desde la década de 1920, sea en periodo de prosperidad o durante la gran depresión, la tasa media giraba alrededor de 4 por ciento después de impuestos, tanto para las editoriales muy comerciales como para las de perfil más exigente, intelectualmente hablando. En el mismo orden de ideas, es muy interesante echar una ojeada a las cifras actuales de las editoriales que todavía no han sido absorbidas por los grupos. Le Monde, en un estudio muy ilustrativo realizado en 1996 sobre la edición en Europa, procuraba cifras precisas. En Francia, la más prestigiosa de las editoriales tradicionales, Gallimard, sólo obtenía un poco más de 3 por ciento de ganancias, a pesar de contar con un fondo que es sin duda el mejor de Europa y con un sector juvenil muy creativo y floreciente. Seuil, otra gran editorial literaria, apenas alcanzaba más de 1 por ciento de ganancias. Estas dos editoriales pertenecen todavía a las familias fundadoras y a sus aliados, pero la estructura de su capital es frágil y su independencia no está garantizada en el futuro. Ahora bien, el nivel de sus ganancias está próximo al de los buenos editores estadounidenses de décadas anteriores.

Los nuevos propietarios de las editoriales absorbidas por los grupos exigen que la rentabilidad de la edición de libros sea idéntica a la de sus otros sectores de actividad, periódicos, televisión, cine, etcétera, todos ellos notoriamente lucrativos. Las nuevas tasas de ganancia esperadas se sitúan en una franja comprendida entre 12 y 15 por ciento, o sea tres o cuatro veces más de lo que era tradicionalmente la edición. Sin embargo, no puede decirse que los grandes editores históricos, los Alfred Knopf y otros, se hayan jubilado en condiciones miserables. Pero se daban por satisfechos al ver que el valor de su editorial crecía regularmente de año en año, no buscaban desangrarla porque eran conscientes de que se necesitaba capital para mantener el nivel del catálogo. Por el contrario, los nuevos propietarios insisten en guardar cada año, y aun cada trimestre, los beneficios previstos en sus presupuestos.

Para satisfacer estas demandas, los editores han modificado completamente la naturaleza de lo que publican. Todo el sistema se basa en los best-sellers, y los enormes anticipos pagados a los autores representan lo que se necesita para enganchar las «locomotoras» que se suponen tiran del resto del tren. Pero progresivamente los vagones de pasajeros desaparecen, y las locomotoras a menudo no tienen potencia suficiente para llegar al final del camino. Enormes anticipos se convierten en pérdidas, se generan déficits gigantescos y los editores se ven obligados a recortar aún más lo esencial, a eliminar todo lo que no son best-sellers, a arañar lo que queda de los presupuestos de lanzamiento y de publicidad de los «pequeños» libros, para intentar una vez más cambiarlos por un Jeffrey Archer o una Danielle Steele. Según la prensa británica, los recientes despidos en HarperCollins en Londres estaban directamente relacionados con el fracaso de un libro por el que se había pagado a Archer un anticipo de 35 millones de libras.

Que cierto tipo de libros desaparezca sólo representa la mitad del problema: en los cambios actuales, lo que está en juego es la naturaleza misma de los libros publicados. Un reciente artículo del New York Times pone el acento en el hecho de que las grandes compañías cinematográficas empiezan a publicar libros, y obtienen sustanciales ganancias con títulos tomados de sus películas de éxito (tie-ins). La Disney Corporation fundó en 1990 su propia editorial, Hyperion, para explotar los tie-ins de Disney. Un agente importante, Robert Gottlieb, describió el sentido de esta nueva empresa en el New York Times: «No estamos aquí para discutir con Farrar & Straus. No olviden que se trata de una empresa de entretenimiento muy comercial».

Para adaptarse, los editores de los grandes grupos cambian la naturaleza de su producción. Para ello, cambian de personal. El grupo Pearson colocó al frente de su división internacional —aureolada por el prestigio de Penguin Books— a Michael Lytton, que venía de Disney y que, apenas llegó, explicó cómo el famoso logotipo de Penguin iba a utilizarse para vender productos derivados, discos, etcétera. HarperCollins de Nueva York contrató como director general —por poco tiempo— a Althea Disney, que había sido la jefa de redacción de TV Guide, una de las publicaciones más populares y más rentables del imperio Murdoch. En 1997, el grupo creó una nueva rama, Harper Entertainment, que anunció la publicación de 136 libros en el primer año, todos consagrados a la televisión y a los tie-ins, aplastando así al resto de la producción de HarperCollins.

Es inútil señalar que no todas las editoriales pueden cumplir tales objetivos. Como hemos visto, algunos grupos son mucho menos rentables que hace cinco años, cuando realizaban una política tradicional y diversificada. Pero basta con que una sociedad lo logre para que se conmine a las otras a aumentar su esfuerzo. Si en alguna parte se alcanza 15 por ciento anual, se exigirá de las otras lo propio, y el infortunado que está a la cabeza deberá pasar a 16 por ciento.

Otro buen ejemplo del precio a pagar por las concentraciones lo aporta la historia del grupo angloholandés Reed Elsevier, que además de las editoriales y las filiales en los medios de comunicación es propietario de Publisher Weekly, el semanario profesional de libreros y editores. Sabemos por gente que trabaja allí que algunas filiales de Reed logran hasta 30 por ciento de ganancia anual, pero se les pide que establezcan presupuestos que prevean un incremento de la rentabilidad durante años, cuando ya es dos veces más alto que las tasas máximas exigidas en otros lugares de la profesión. Para terminar, el grupo llegó a la conclusión lógica de su política: después de haber comprado algunas editoriales de entre las más respetadas de Gran Bretaña —Methuen, Heinemann, Secker & Warburg, etcétera— y de haberlas agrupado bajo la significativa denominación de «Consumer Product Division» [Departamento de los productos de consumo], Reed anunció en agosto de 1995 su intención de vender sus editoriales tradicionales, porque «la edición de consumo», según su elegante fórmula, no puede de verdad alcanzar tasas de ganancia suficiente. Ahora bien, las cifras publicadas mostraban una rentabilidad general del sector edición de Reed de 12 por ciento, pero este nivel, que muchas empresas tratan infructuosamente de alcanzar, es considerado insuficiente por quienes tienen inversiones más rentables en otras partes: un auténtico Sísifo financiero. Es curioso que un grupo cuyas filiales más rentables son las que publican informaciones destinadas a los profesionales del libro y organizan las ferias del sector, trabaje para disminuir el número de editoriales de las que dependen en última instancia.

Reed decidió no invertir más en la edición tradicional sino concentrarse en las obras de referencia y en la edición electrónica. Cada vez más los editores hablan de concentrarse en la punta de la jugosa pirámide de la información, haciendo accesibles por ordenador los datos que hasta ahora se obtenían en los libros.

Aunque mi propósito no sea discutir aquí los méritos de esas nuevas tecnologías, que por supuesto son muy importantes, hay que señalar sin embargo que un número creciente de grupos considera este ámbito extremadamente rentable. Todavía no sabemos cómo se organizará el pago para tener acceso a la información en el futuro, pero el hecho de que los mismos que están al frente del cambio vean en él una fuente de ganancia potencial debe considerarse una señal de peligro. Ante la política del gobierno estadounidense sobre las «autopistas de la información», algunos se inquietan y temen que las bibliotecas públicas y otras instituciones de acceso gratuito tengan cada vez menos facilidades para obtener la información. Se puede imaginar una situación, en un futuro no muy lejano, en la que habrá que pagar un importe elevado para obtener datos que hasta ese momento se obtenían gratuitamente. Como el comunismo, que se ha derrumbado por limitar el acceso a la información, podemos ver aparecer un sistema donde la tarjeta de crédito reemplace al carné del Partido para obtener lo que debe ser accesible a todos y gratuitamente.

Y como si todo esto no fuera suficiente, la edición tiene que soportar un peso más, el de los gastos generales. Entre los efectos secundarios de la concentración, hay uno que todavía no ha sido estudiado: la tendencia de los editores de libros a imitar el estilo de vida de sus homólogos de Hollywood. En otra época, la edición se consideraba, al menos en los países anglosajones, como un «oficio de caballeros», eufemismo que en la práctica comportaba salarios relativamente bajos. Durante décadas a los editores se les pagaba más o menos como a los profesores universitarios. Recuerdo que en la época en que iba regularmente a Gran Bretaña, el director de Hutchinson, editorial todavía independiente, ganaba la fabulosa suma de 10 mil libras por año —una secretaria de la sociedad cobraba entonces veinte veces menos. Pero en la actualidad los salarios de los editores han alcanzado la cima con millones de dólares anuales. Una reciente encuesta de Publishers Weekly revela que el PDG (presidente director general) de McGraw-Hill gana más de 2 millones de dólares por año, más que los de Exxon o Philip Morris. El principal ejecutivo de Viacom, editorial pendiente de venta por rentabilidad insuficiente, ganaba 3.25 millones. ¿En qué medida la falta de ganancias está relacionada con los insensatos salarios de los dirigentes de Viacom, invertidos en detrimento de los libros y sus autores?

Además de estos salarios aberrantes, los despachos de los editores, cada vez más lujosos, empiezan a parecerse a los de los banqueros. En Random House, las reuniones de agentes de venta se realizan a menudo en lugares de prestigio, en las Bermudas u otro lugar parangonable, lo que costaba en la época en que me fui un millón de dólares dos veces por año. (Nuestros distribuidores actuales, W. W. Norton, realizan sus reuniones en un modesto hotel de Nueva York, por una ínfima fracción de esta suma). Los editores, al no poder enorgullecerse de lo que editan, se consuelan con las delicias de la vida de los grandes grupos, restaurantes de lujo, coches con chofer y otros símbolos de estatus social. Así, a la fuerte censura que impone el mercado se añaden estas exigencias internas, que nada tienen que ver con las necesidades objetivas de la producción y de la venta de libros. Forman parte de la nueva ideología del oficio. Cuando los editores ya no pueden sentirse orgullosos de su producción, cuando ya no pueden justificar su carrera por los libros que han sacado a la luz, buscan las compensaciones más cínicas para colmar esa brecha moral.