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Capítulo primero

Aldaberk, isla Fadden. Época del deshielo, año 43
Cuatro años después de la coronación de Arthayl Jörn
y Arthyra Sygnet

Grandes pedazos de hielo flotaban en el agua, los últimos restos de un invierno que se resistía a terminar. Aquel año la bahía de Fadden se había congelado y Artja conocía bien el peligro que aquellos bloques entrañaban para cualquier embarcación. El capitán del navío los evitó con pericia en la breve travesía que los conducía hasta Aldaberk, la población más importante de la isla Fadden, que alojaba su famoso astillero. Los mejores barcos de Neimhaim nacían allí.

Artja divisó a lo lejos los esqueletos de las embarcaciones a medio hacer cerca de la orilla. Las más pequeñas se construían dentro de cobertizos y las más grandes al aire libre, en unos diques secos que se extendían a la sombra de un colosal macizo verde esmeralda. Aquellas montañas albergaban viejos bosques que proveían de madera a los astilleros. Abetos y robles crecían en pendientes tan pronunciadas que se decía que si se arrojaba un verraco desde la cima caería rodando sin parar hasta la misma orilla.

—La isla Fadden fue uno de los pocos territorios en escapar de la destrucción que asoló Neimhaim tiempo atrás —le explicó el capitán Hoffdakulur, viendo su interés—. Por eso cuenta con los bosques más antiguos del reino. Y con los árboles más altos, cuyos troncos son necesarios para sostener la vela y fabricar la quilla. Los maestros constructores seleccionan bien los árboles que necesitan antes de talarlos, y siempre procuran que estén distanciados unos de otros, para que el bosque sufra el mínimo daño y se recupere fácilmente.

—Sabéis mucho sobre la construcción de barcos, capitán —notó Artja, admirada.

—En realidad no —reconoció Hoffdakulur—. En Sköll, donde nací y crecí, también los fabricábamos, aunque no tan buenos como estos.

Artja asintió, entusiasmada por el viaje.

Por primera vez después de un largo invierno, el sol asomaba entre las nubes y el aire comenzaba a ser más cálido. Respiró hondo, casi le parecía oler el verano. Hizo un esfuerzo por no dejarse llevar por la emoción y se ajustó el broche de su manto, que ella misma había hundido en la tintura de glastum unos días antes de salir de Vilaarn. Aquel rito había supuesto el final de cuatro años feroces en la Escuela de Guerra: era una alumna aventajada cuando entró, gozaba de gran popularidad por su heroico paso por las Jornadas de Tyr, por eso Kreian Waldyn fue inclemente con ella. Le exigió más que a nadie, se lo puso más difícil que a cualquiera. Le hizo conocer todos y cada uno de sus límites, tanto físicos como mentales, y el sufrimiento llegó a ser tan intenso que muchos le sugirieron que renunciara si no quería morir en el intento. Pero no lo hizo. Ella era más fuerte de lo que el maestro Kreian, sus hermanas o cualquiera pudieran pensar. Al acabar el segundo año ganó el manto albo. Le llevó dos años más teñirlo de azul.

Ahora vestía orgullosa su capa de color índigo: ya formaba parte de la élite guerrera de Neimhaim, los Jinetes Arthal, y había pronunciado el solemne juramento de protección y fidelidad ante los reyes. Después de que el maestro Kreian le entregara las flores de glastum para fabricar la tintura, el capitán Hoffdakulur, al que desde entonces debía obediencia, le hizo una confesión: sus méritos habían sido suficientes para haberse convertido en Jinete Arthal el verano anterior, a la vez que sus hermanas. Solo la edad lo había impedido. Los miembros de la Guardia Real eran considerados maestros de armas, no había muchachos entre ellos. Finalmente ella se convirtió en la más joven en conseguirlo, superando incluso a Sigfred Bäradlig.

Ahora se había embarcado en su primera misión: escoltar a los reyes a la isla Fadden, donde habían sido convocados con urgencia por los Mayores de la Marca.

Nunca había visitado la Marca de Fadden, así que tenía un motivo más para sentirse excitada con aquel viaje. Y en cuanto distinguió a lo lejos el embarcadero, apenas fue capaz de contener la expectación. Una numerosa bandada de gaviotas le dio la bienvenida, escoltándolos a través de la gran bahía.

—En Aldaberk encontraremos mucha hostilidad, mantén los ojos bien abiertos, Artja —le advirtió Hoffdakulur.

—Sí, capitán —le respondió ella, tocando el pomo de su espada.

—Sé que lo harás bien —contestó él, y le estrechó el hombro.

Su largo cabello castaño y canoso estaba revuelto por el viento, pero no parecía estorbarle. Tenía la mirada puesta en el horizonte y frunció el ceño.

—Jinetes, preparaos.

A su orden, todos se desplegaron para formar la escolta. Artja se apresuró a ocupar su puesto, el más alejado de los reyes, y al pasar junto a Myrta, esta la increpó:

—No nos dejes en mal lugar, renacuajo.

Sus hermanas siempre se habían burlado de ella por ser la más pequeña y la más débil. La vida en Hertejänen fue muy dura y su madre no trató a sus hijas con miramientos: para sobrevivir en la granja tenían que ser fuertes. Cuando no había comida suficiente para todas, competían ferozmente hasta la última migaja. La menos espabilada se quedaba sin comer y Artja muchas veces se fue a dormir con el estómago vacío. Se quedó pequeña y escuálida en comparación con el resto de sus altas hermanas. Pero el hambre agudiza el ingenio y por esa misma razón también se convirtió en la más lista y la mejor luchadora. La gente solía decir que su madre las había criado como una manada de lobas, y probablemente tenía razón. Artja se sentía orgullosa de ello. En aquella granja habían compartido todos los ciclos de la vida: comían juntas, dormían juntas y cuando una sangraba, sangraban todas. Se peleaban a menudo pero también se defendían con ardor cuando una de ellas era atacada por alguien de fuera. Eso no ocurrió muchas veces; vivían aisladas y las visitas eran extrañas, apenas tenían contacto con nadie. Solo los Sturnum se pasaban por allí de vez en cuando, y algún que otro mercader que les proporcionaba útiles y mercancías a cambio de carne o pieles. Los hermanos Hahnek viajaban hasta su granja una vez al año, en tiempo de estío, cuando los caminos estaban despejados de nieve. Sus hermanas se burlaban de las infructuosas tentativas de Kjartan por cortejarlas. Nunca habían necesitado un varón. Sus hermanas, su madre y ella siempre se habían bastado solas.

Hasta la noche en que llegaron los kĕngir.

Artja desvió sus ojos hacia el rey Jörn, envuelto en su gruesa capa, teñida del mismo azul que la suya. Su pelo blanco se derramaba sobre ella puro como la nieve. Mantenía una postura serena mientras miraba más allá de la proa, pocas veces se le había visto alterado. Para el viaje había preferido vestir cómodas prendas de lana, nada de pieles ni cuero, tampoco ningún adorno ostentoso: todo en él era sencillo y humilde. Solo la presencia de Thyrkaya en su cintura y el manto índigo recordaban que era el mejor guerrero de todo Neimhaim, así lo había demostrado en las Jornadas de Tyr.

Para los demás era el rey, Señor de los Kranyal e hijo de una leyenda. Pero cuando ella le miraba, seguía viendo a aquel osado joven que se coló furtivamente en su granja resguardado por la noche, silencioso como un rayo de luna, y cortó sus ataduras cuando aún estaba medio dormida. Liberó a su familia ante las narices de un ejército. Hizo frente a todos cuantos le salieron al paso. Y en ningún momento usó su acero para matar.

Todas las mujeres Urke eran buenas luchadoras, pero la forma en la que Jörn se enfrentó a sus oponentes, derribándolos con el menor daño posible, la dejó pasmada. Aquella noche vio con ojos nuevos el arte del combate.

Entonces no sabía que se trataba del hijo de los Reyes Blancos. En realidad no le importaba. Por él dejó Hertejänen, por él compitió en las Jornadas de Tyr, y en su corazón siempre supo que solo él podría haber sido el rey de Neimhaim. Su linaje no le importaba lo más mínimo. Formar parte de su guardia era más de lo que podía soñar. Fue una sorpresa que sus hermanas compartieran su camino. Lo habían perdido todo y decidieron entregar su vida a aquel que las había salvado.

Desde entonces, y en sus cuatro años de reinado, el rey Jörn había cambiado de forma sutil. Había crecido, tanto en madurez como en altura. Sacaba una cabeza a sus hermanas y seguía siendo tan delgado y fibroso como cuando le conoció. Su calma era engañosa: Artja sabía que podía ser un feroz rival para todo el que se enfrentara a él, y eso también inspiraba respeto en los demás.

—Allí, en la ensenada —indicó.

Señaló uno de los caladeros, que albergaba el esqueleto de un barco de gran tamaño. El palo mayor estaba torcido en un ángulo imposible, como si hubiera sido retorcido por unas manos gigantescas. Una muchedumbre se agolpaba en el lugar.

Hoffdakulur hizo sonar el cuerno para advertir de la llegada de los reyes, y otro cuerno los saludó desde tierra. Un grupo de lugareños se acercó al embarcadero para recibirlos.

Antes incluso de llegar, Artja se dio cuenta de que algo iba terriblemente mal. Fue una de las primeras en desembarcar. Vio la ofuscación en los rostros de curtidos guerreros, acostumbrados a las privaciones de una vida isleña y a ver e infligir cruentas heridas.

Dos ancianos los esperaban, los Mayores de la Marca de Fadden.

Branig Altvanter había sido maestro constructor de barcos desde su juventud, su espalda estaba torcida y sus manos, encallecidas de cepillar la madera. Su familia poblaba la isla desde hacía decenas de generaciones, todo lo contrario que Aldheria Dhion, la primera djendel que había llegado a aquel bastión kranyal, treinta años atrás. Entonces fue recibida con el recelo propio de los primeros tiempos de la Alianza; ahora Aldheria era una anciana casi ciega y una más entre el clan de los guerreros. Seguía siendo una fiel servidora de la Gran Madre, pero eso ya solo podía deducirse por su túnica: su rostro estaba surcado por tatuajes, tenía el pelo tan corto como un chiquillo y la piel arrugada de un pescador.

Branig y Aldheria fueron designados para gobernar la isla en tiempos de la regencia de Drumilda y Adroon, y desde entonces habían sido reelegidos una y otra vez, en cada asamblea. A la vista estaba que había un gran entendimiento entre ellos. Y en ese momento también compartían la misma honda ansiedad.


Aldaberk era una población kranyal de los viejos tiempos, apenas había sufrido cambios en los más de cuarenta años transcurridos desde que el clan de la montaña y el de las brumas pactaran su unión. En todo aquel tiempo muy pocos djendel se habían aventurado a vivir allí. Las casas de madera se apretaban en torno al puerto con sus picudos tejados, preparados para soportar avalanchas de nieve y coronadas con cráneos de osos, jabalíes y otras bestias. El aire estaba impregnado por el humo de las herrerías y los aserraderos, como cabía esperar, pero todo estaba en silencio. No se oía el tintineo del martillo golpeando el yunque, ni el hacha cortando la madera, ni el cepillo dando forma a las planchas. Una calma febril enfermaba el lugar.

Sygnet no pudo contener la curiosidad de mirar hacia la ensenada, hacia ese extraño esqueleto de barco retorcido del que tanto se había oído hablar. El horror de Aldaberk, lo llamaban. Y desde que lo había avistado, un horrible escalofrío le atenazaba la espina dorsal.

—Salud a los Altos, Sern Branig —pronunció Jörn al llegar junto a los Mayores de la Marca—. Salud a los Altos, Shon Aldheria.

Estrechó con firmeza el antebrazo al kranyal y tomó con suavidad las manos de la anciana djendel. Ella se esforzó por distinguir su rostro, le tocó las mejillas.

—Has crecido desde la última vez, muchacho.

Aldheria seguía tratándole como si fuera un chiquillo en vez de un rey, observó Sygnet. A otros los habría ofendido esa falta de respeto, pero a Jörn le agradaba la confianza de la anciana. Los ojos de la vieja djendel estaban cubiertos por un velo blanquecino que le impedía ver bien, con la edad menguaban los dones, y la enfermedad terminaba por derrotar al mejor dotado de los djendel. Ningún sanador la ayudaría en esto, era parte del ciclo de la vida, decían. La llamada a la tierra, así lo llamaban, porque era allí donde acabarían sus huesos.

Lo que les esperaba en el astillero, sin embargo, no tenía nada de natural.

—Salud a los Altos, Arthyra y Arthayl. Gracias por venir y por hacerlo tan pronto, la urgencia está justificada —les aseguró el viejo Branig, y no se anduvo por las ramas—. Lo hemos dejado todo tal y como lo encontramos, a la espera de vuestra llegada.

—No nos hemos atrevido a tomar una determinación, se trata de un asunto muy delicado, un asunto moral —les explicó Aldheria, muy seria—. Una decisión tan difícil solo puede ser dirimida por la Primera de los Djendel.

Sygnet intercambió con Jörn una mirada de nerviosismo. Él la tomó de la mano y se la estrechó. Más que infundirle ánimo, parecía buscarlo.

Diez días atrás habían llegado las funestas noticias a Vilaarn: un joven kranyal había desatado un don salvaje en la ensenada de Aldaberk, y su poder descontrolado había alcanzado a cinco de sus compañeros, con los que trabajaba en la construcción de un barco.

Cuando preguntaron de qué manera les había afectado, el caminante de Vilaarn no acertó a explicarse. Había visto las consecuencias de lo sucedido con sus propios ojos, a través del Mundo de las Brumas, y pidió disculpas por no poder darle más detalle.

—Los mayores solicitan que lo veáis con vuestros propios ojos.

—¿Han muerto o siguen vivos? —indagó Sygnet.

—No… No sabría decirlo, Arthyra.

Cuando por fin llegaron al lugar, Sygnet comprendió su duda. El nombre que había recibido aquello se había quedado corto. El horror de Aldaberk era mucho peor de lo que habían imaginado.

—Al parecer, el kranyal desplegó el don de la tierra —les informó Aldheria.

Sygnet sintió unas ganas inmediatas de vomitar, apenas pudo reprimirse. Se tapó la boca e inspiró hondo, tratando de comprender la horrible visión de pesadilla que tenía ante sí.

Las cinco personas, tres hombres, una mujer y un chiquillo, se habían fusionado literalmente a la madera de la estructura del barco, que se había retorcido sobre sí misma como una vasija de barro contrahecha. De ellos tan solo eran reconocibles algunas secciones sueltas: la mitad de un rostro, medio costado, una oreja, unos dedos implorantes. La carne se había unido a la madera sin apenas transición y se estaba pudriendo. El hedor era tan fuerte que se incrustaba en las fosas nasales. Con todo, lo peor era saber que aún estaban vivos. Sygnet vio que un ojo mitad carne, mitad madera, la seguía con la mirada. Estaba fijo en ella en un espantoso ruego.

—¿Quién es el responsable de esto? —preguntó Jörn. Estaba lívido; trataba de mantener la compostura, pero Sygnet jamás le había visto tan afectado por algo, ni siquiera cuando amputó la pierna a Søren en las Jornadas de Tyr.

—Se ahorcó en el bosque, Arthayl —le explicó el viejo Branig—. Su nombre era Kotte Tyrkik, aún no había cumplido quince inviernos.

—¿Había recibido adiestramiento para manejar sus dones?

—No, Arthayl, nadie sabía que era capaz de entrar en el Mundo de las Brumas. Yo misma le habría adiestrado de haberlo sabido —le informó la anciana djendel con profundo pesar. La responsabilidad del adiestramiento de los mestizos recaía sobre ella allí, en Fadden—. Su madre era una chiquilla que le concibió en los fuegos del solsticio, demasiado joven como para ocuparse de él, y le dejó a cargo de la familia Tyrkik. Kotte aprendía el oficio de la madera en los astilleros. Era un chiquillo amable, pero siempre era objeto de las burlas de otros muchachos. Algo debió de enojarle cuando… cuando sucedió. No era la primera vez que ocurría, hemos encontrado en el bosque señales de que su don ya había despertado antes, pero él lo mantuvo en secreto. Quizás pensó que podría mantenerlo bajo control, o que podría seguir con su vida como si nada hubiera pasado…

—Otro hijo del solsticio —maldijo Jörn en voz baja.

Sygnet sabía bien a qué se refería. Ya iban una docena de casos como ese. Chiquillos que ignoraban quiénes eran sus padres, o alguno de ellos. Descubrían por sorpresa que poseían una habilidad y creían poder controlarla por su cuenta. Según la Nueva Ley, ningún kranyal con dones tenía por qué esconderse, podían seguir usando sus armas. Podían seguir siendo guerreros. Tan solo debían ponerse en manos de un djendel para que les enseñara a manejar sus nuevas capacidades, pero al parecer habían esperado demasiado. Muchos guerreros renegaban de cualquier contacto con los sacerdotes. El recelo hacia el clan de las brumas era aún grande en algunos territorios; quizás pensaban que se contagiarían de alguna forma de su visión espiritual, y que terminarían vistiendo túnicas como ellos.

Con los niños que nacían en el seno de familias mestizas no había tantos problemas. Si uno de sus progenitores era djendel, no tenían motivos para recelar. El mayor peligro se producía cuando solo se habían criado entre guerreros.

En los casos contrarios también habían encontrado dificultades, sobre todo en algunas aldeas djendel de Schenneval. Algunos dos sangres que se habían criado como sacerdotes jamás habían despertado ningún don. Se los consideraba incompletos, una rareza, una tara. Todos los djendel despertaban sus habilidades tarde o temprano a partir de la pubertad, los únicos que no contaban con dones eran los niños. Por eso pensaban que los mestizos eran inmaduros, un fruto a medio hacer, y eran menospreciados.

Los problemas se acumulan, constató Sygnet.

Jörn estaba muy preocupado al respecto, muchas veces había hecho ver a los mayores la importancia de impedir el festejo del solsticio de verano, donde los dos clanes se cruzaban sin control alguno. Finalmente, el Consejo consintió su prohibición.

—No servirá de nada —le advirtió entonces Sygnet—. Lo viste con tus propios ojos, en el estío la sangre arde en las venas. Nada ni nadie impedirá que copulen como conejos.

La prohibición solo tuvo vigencia un año. Los fuegos no se encendieron, y por primera vez no se produjo el encuentro carnal entre el Gran Padre y la Gran Madre. Sin embargo, los encuentros furtivos se dieron igualmente en la oscuridad.

Jörn no parecía entender que ciertos instintos no se pueden contener. Prueba de ello era aquella aberración, que contemplaba con un insoportable sentimiento de fracaso.

—Arthyra, ¿cómo debemos proceder?

Invertir el proceso era imposible, Sygnet lo sabía bien, incluso con sus limitados conocimientos djendel. Pero aún había vida en aquellas personas, de una manera grotesca e inhumana. Tal y como había dicho la anciana, la decisión le correspondía a la Primera de los Djendel.

Sygnet no dudó.

—Que el fuego lo consuma todo.

Branig tardó en reaccionar a su sentencia. Finalmente hizo un gesto a los suyos. Enseguida trajeron antorchas, pero los kranyal no se atrevían a acercarse a algo tan monstruoso. No querían tocar con las llamas esos rostros que esperaban agónicamente un fin. Eran vecinos, amigos, incluso parientes. Si les prendían fuego su muerte tampoco sería rápida, sino lenta y llena de agonía.

—Está bien —asumió Sygnet—. Podéis retiraros, ¡todos!

Jörn sabía lo que iba a pasar a continuación. No le gustaba lo que iba a hacer, pero tampoco lo impediría. No había otra solución más compasiva. Su esposo estaba sufriendo profundamente con todo aquello. Se sentía frustrado, impotente por no poder salvar las cinco vidas atrapadas en esa situación terrorífica, y también porque no veía la forma de impedir que volviera a pasar algo así. De sus labios escapó una oración a los Altos.

Cuando el muelle estuvo despejado, Sygnet cerró los ojos. Inspiró y pronunció en voz alta las palabras de poder que hacían fluir el manantial que se hallaba en su interior. Eran palabras extrañas para todos los demás, vocablos procedentes de su lengua extranjera, que se derramaban como un aliento fantasmagórico de su boca. Y mientras lo hacía, el aire se calentaba más y más.

Al principio solo se escucharon algunos crujidos en los tablones que se tensaban y el siseo de la madera al perder su humedad. El calor que emanaba de allí calentaba sus caras como el aliento de un volcán. Entonces el barco estalló en una gran bola de fuego, cegándolos a todos. Sygnet sintió su piel arder incluso por debajo de la ropa. Fue una sensación efímera, la vaharada ardiente ascendió hacia el cielo, junto con los gritos y chillidos inhumanos, que duraron poco. En un instante la retorcida embarcación había quedado consumida, reducida a ascuas incandescentes: la madera, y también lo que no era madera. Una gran columna de humo negro subió al cielo, retorciéndose en tenebrosas volutas sobre sí misma.

El silencio más absoluto envolvió la ensenada de Aldaberk. Ni siquiera las gaviotas lo rompieron.


El nauseabundo olor de aquel fuego aún impregnaba sus fosas nasales cuando, llegada la noche, Hoffdakulur desplegó a la guardia bajo el techo del mayor Branig, que había dispuesto una cena en honor a los reyes de Neimhaim.

El ambiente estaba enrarecido, los comensales apenas habían tocado la comida y ni siquiera los perros mendigaban su parte. Hoffdakulur tuvo que contener una arcada al contemplar la carne asada dispuesta en las bandejas. Aún podía oler esa mezcla repugnante de putrefacción, de madera y carne quemada. Se habían encontrado otros casos abrumadores de dones salvajes, pero nunca nada tan espantoso como el horror de Aldaberk.

En la cabecera de la extensa mesa, el rey se esforzaba en comer lo justo para no ofender a su anfitrión; en el extremo contrario, la reina había pasado directamente a la cerveza negra. Un muchacho, nieto de Branig, colmaba su jarra cada vez que quedaba vacía, y ella bebía una tras otra sin ninguna clase de moderación, para asombro de sus compañeros de mesa. En su afán por terminarla de un trago, Sygnet derramó buena parte de su contenido sobre la túnica sagrada, la reliquia que había vestido el Primero de los Djendel durante incontables generaciones.

Aquello le dolió.

Qué poco se parece al rey Saghan, meditó Hoffdakulur.

—¡Otra! —solicitó la reina. Jörn la observó con paciencia y suspiró. Aquella noche su esposa caería inconsciente sobre la mesa y tendría que llevarla en brazos a la cama. Una vez más.

Al contrario que los djendel a los que representaba, Sygnet bebía siempre que podía, no tenía problema alguno por ello. Había heredado de su maestro dasarin el gusto por los jugos fermentados, y desde su traumático parto se emborrachaba como cualquier kranyal.

—Nuestra Arthyra sabe bien cómo ganarse la simpatía de los kranyal —observó Aldheria, que ejercía de acompañante para Jörn.

La vieja djendel no había hablado con ironía. Los habitantes de la isla Fadden habían recibido a la comitiva real con una frialdad que se podía cortar con un cuchillo. La tensión era palpable, había temor y mucha desconfianza respecto a los mestizos. Los kranyal eran tan bravos como supersticiosos, desconfiaban de las cosas que no se podían sajar con sus aceros. En aquella isla aún eran muchos los que veían con recelo a los habitantes de las brumas y hacían el signo del Señor del Trueno cuando uno de ellos utilizaba sus dones. Les resultaba terrorífico que de pronto un kranyal mostrara habilidades que estaban más allá de su comprensión. Y como no podían comprenderlo, lo temían ferozmente.

Que su rey tuviera dos sangres no ayudaba a ganarse su confianza. Que su reina ni siquiera fuera djendel, sino la hija de una extranjera con habilidades todavía más extrañas, lo ponía aún más difícil. Cuando Sygnet desplegó su poder en los astilleros, Hoffdakulur pudo ver el espanto en los ojos de los presentes. La reina había incinerado a cinco isleños con la misma facilidad con la que otros desenvainaban su arma: solo había soltado un puñado de palabras por su boca y todo había ardido como una tea. Después de aquello, el recelo y la hostilidad no habían hecho sino aumentar. Hasta ese momento.

El desinhibido comportamiento de Sygnet bajo el techo de Branig había llamado poderosamente su atención. Reconocían en la Primera de los Djendel un comportamiento muy familiar. Sygnet se estaba emborrachando como cualquiera de ellos, y eso les recordó que, al fin y al cabo, su padre era kranyal.

—¡Cuatro! —pronunció con la voz poco firme, y golpeó la jarra sobre la mesa.

Algunos aplaudieron. Otros la miraron con hostilidad. Hoffdakulur evaluó a los presentes y los ánimos de cada uno de ellos. Echaba de menos el reconfortante peso de su espada en la cintura, hubiera sido una descortesía portar armas bajo el techo de su anfitrión, así que él y el resto de los Jinetes Arthal tuvieron que dejar sus aceros en la entrada, como el resto de los invitados. Indicó con un gesto a los suyos que permanecieran alerta como lobos, procurando que ningún extraño se acercara más de la cuenta a su reina, que perdía por momentos el equilibrio.

Sygnet ya estaba completamente ebria, no obstante aquella noche era diferente, Hoffdakulur lo había notado enseguida. A ojos de cualquiera bebía con ánimo festivo o quizás para olvidar la traumática experiencia. Sin embargo, él sabía bien por qué lo hacía. Y Jörn también, a juzgar por la tristeza de sus ojos.

A la quinta jarra logró escandalizar incluso a la vieja Aldheria, a la que todos alababan por su tolerancia. La anciana se inclinó hacia el rey y le habló en confidencia:

—Tengo que decir, muchacho, que muchos djendel están descontentos con la reina. Corren toda clase de habladurías.

—Conozco muchas de ellas —le aseguró Jörn, sin sorprenderse—. ¿Cuál es la más bochornosa de las que habéis oído?

La anciana sonrió en silencio. En otra época quizás habría sido más prudente, pero a su edad raramente contenía la lengua.

—Que la Primera de los Djendel es más Bäradlig que su esposo.

Jörn sonrió sin alegría. No iba a negarlo.

La vieja Aldheria ve mejor que muchos, notó Hoffdakulur.

El temperamento de la reina ya era por todos conocido. Sygnet tenía un carácter endemoniado, muy poca paciencia y un arranque ciertamente violento para tratarse de la persona que encarnaba la figura más elevada y respetada de un pueblo pacífico. Su conducta era más propia del guerrero que tendría que haber sido su esposo.

Jörn, en cambio, era más templado cada año que pasaba. Desde las Jornadas de Tyr había renunciado a las armas, raramente portaba a La No Forjada y esperaba no tener que empuñarla jamás. Estaba lejos del aplomo que la reina había demostrado en el embarcadero, él en ningún caso habría tomado semejante decisión, Hoffdakulur estaba seguro de ello. No podían ser una pareja más extraña: un Señor de los Kranyal que nunca había matado y una Primera de los Djendel que nunca había usado un don.

No es raro que la gente hable sobre ello.

Una vez, cuando Hoffdakulur era niño y aún vivía en el fiordo de Sköll, las gentes de una aldea cercana construyeron un dique en la ladera. Su padre predijo que se quebraría en la primavera, bajo las fuerzas del primer torrente. Él solía escaparse allí con sus hermanas; los tres iban cada día, lo observaban desde lo alto hasta que se les quedaban los pies congelados, esperando el momento de la ruptura. Cuando los hielos se fundieron y el caudal del agua aumentó, el dique empezó a conmoverse. La tensión de los troncos y las ramas apiladas era casi palpable, cada estallido era sobrecogedor. El agua caía y caía con más fuerza, y Hoffdakulur comprobaba cada mañana cómo la presa había cedido un poquito más. La madera se doblaba, incapaz de retener por más tiempo la ingente presión. Cada día parecía el último, casi a punto de ceder del todo.

Ni Hoffdakulur ni sus hermanas estaban allí cuando la presa finalmente se vino abajo. Eso les salvó la vida. Una familia entera murió arrastrada por la riada. Él nunca olvidó ese dique.

Ahora tenía la misma sensación, la de una presión insostenible. Algo estaba a punto de quebrarse y se lo llevaría todo por delante.

—Todos los que están bajo este techo piensan que la reina se comporta como una borracha, que ha perdido la compostura —le explicó Jörn a la vieja djendel con calma—. Pero si os fijáis, Shon Aldheria, ha bebido cinco jarras en total, y no beberá ninguna más. Ha brindado por cada uno de los que se han consumido bajo su fuego.

Tal y como su esposo había anticipado, Arthyra Sygnet se puso en pie para anunciar que se retiraba a descansar. Lo hizo entre balbuceos y tambaleándose como un abedul sacudido por la brisa. Hoffdakulur acudió a su lado para acompañarla, ya estaba acostumbrado a esas situaciones. Pero entonces algo la envaró. Aunque no parecía capaz de ver más allá de sus narices, elevó un dedo tan tembloroso como acusador hacia uno de los comensales.

—¡Eres tú, zorra de Hell!

Aquella imprecación tensó a los Jinetes Arthal como si fueran un mismo hombre. Hoffdakulur miró a su rey, esperando su aprobación para intervenir. Jörn se puso en pie y le indicó cautela. Había reconocido a la mujer que era objeto de las iras de la reina.

El viejo Branig había reunido en su salón a sus más fieles allegados, parientes y amigos que darían la vida por él, que le seguirían a cualquier batalla. Entre ellos había varios Krimson. La mujer a la que Sygnet señalaba estaba sentada entre ellos. Hoffdakulur reconoció su peto de tachuelas afiladas.

Es la mujer que abofeteó a Sygnet en las Jornadas de Tyr, recordó. Debí haber imaginado que terminarían por encontrarse, Fadden no es tan grande.

La mujer se había puesto en pie, dispuesta a repetir su proeza, pero fue retenida por su acompañante, de fornidos brazos. Hoffdakulur observó que le faltaba una oreja. Era el herrero al que Jörn derrotó aquel día en el redil.

—No hay razón para disputas —aseguró el rey, dispuesto a mediar entre las dos mujeres—. Dejemos atrás las diferencias del pasado. Brindemos…

—¿Brindar? —escupió la mujer—. No hay razón alguna para brindar.

Envalentonado por su osadía, otro guerrero también se puso en pie, sin disimular su desprecio por los invitados. Sonrió con su enorme boca, tan grande que sus labios casi parecían tocar las orejas, como la de un anfibio. Con aquel pelo escaso y grasiento y esa piel sudorosa, realmente lo parecía.

—En esta isla solo respetamos a dos clases de personas: las que son fieles a los suyos y las que son fieles a sí mismas. Y tú no eres ninguna de esas cosas, lechoso —advirtió a Jörn.

Hoffdakulur cerró los puños con tanta fuerza que le dolieron los nudillos. Todo su cuerpo le pedía responder a aquel agravio de forma contundente, pero según las leyes kranyal no le correspondía a él hacerlo. Era el anfitrión quien debía responder, y el viejo Branig no tardó en hacerlo.

—Te voy a cerrar la boca de un hachazo, necio ingrato. ¡Sal de mi casa! —rugió, poniéndose en pie—. Avergüenzas a mis huéspedes en mi propio techo, los insultas en mi presencia. Son tus reyes, a los que yo he jurado respeto y lealtad, y también tú se lo debes. ¿Cómo te atreves?

—Solo he dicho la verdad, Baertur. Es lo que pensamos, bien lo sabes —se defendió el altivo guerrero.

Aquel desprecio, aquella impúdica falta de respeto, le estaba removiendo las tripas. Hoffdakulur sabía bien lo que era vivir rodeado de hostilidad; durante muchos años fue considerado por los suyos un traidor, la vergüenza de la Casa Vhalen. Había soportado insultos, murmullos a su paso, dedos acusadores que le recordaban que había dado la espalda a su padre y le había ultrajado. A sus ojos había cometido la mayor deshonra. Con el tiempo obtuvo el perdón de su padre y al final quemó su cuerpo con honor, pero en los fiordos no olvidaban. Más de uno le miraba aún con resentimiento.

—Habla con libertad, isleño, quiero conocer esos pensamientos —intervino el rey Jörn, para asombro de todos.

Hoffdakulur se sintió impresionado por su mesura, no le intimidaban las ofensas, parecía un junco doblándose ante la tormenta.

El guerrero tampoco se dejó amilanar.

—Por aquí se habla de lo que consiguió el retoño de los Reyes Blancos en las Jornadas de Tyr: un trono manchado de deshonra —dicho esto, miró a sus amigos y parientes con su enorme sonrisa—. Cuando el Señor de los Fiordos estaba a punto de vencerle, huyó como un conejo, así me lo han jurado. No solo eso: dejó de lado a sus banderizos por ayudar a un Vhalen del bando contrario, su amante, nada menos. Y juran que decapitó a uno de sus propios hombres por defenderle.

—No lo mató él, fue un estúpido colono pelirrojo —le corrigió Sygnet, y soltó un sonoro hipido.

—Lo creo —siguió diciendo el hombre que parecía un sapo—. Porque también se dice que el Señor de los Kranyal no ha matado nunca a nadie. ¿Es posible que el mejor de todos nosotros sea aún virgen?

Un coro de risas se extendió por el salón y Hoffdakulur tembló de impotencia. El dique se estremecía. Más fuerte.

—Sí, tenemos ante nosotros al mejor de todos los kranyal —continuó diciendo el isleño con burla—. Pero no ganó el combate que le hizo rey. ¿Y cómo puede ser, os preguntaréis? ¡Por una sucia argucia, digna de su linaje!

Hoffdakulur ya no esperó a que Branig pusiera orden. Dio un paso adelante y se dispuso a callar de una vez por todas al isleño, pero alguien se le adelantó: Artja había saltado sobre la mesa y tumbó al kranyal de una patada en la boca.

Aquello desató el caos en solo un instante. La mujer del peto de pinchos se arrojó hacia Sygnet con las peores intenciones pero Artja la atrapó a tiempo y las dos cayeron de bruces entre unos taburetes. Iracundos, los lugareños se arrojaron contra los Jinetes Arthal, que respondieron en consecuencia. La guardia se desplegó para proteger a los reyes y a los mayores, y demostró a los montañeses que su valía no era infundada.

Sygnet apenas se tenía en pie y Jörn tuvo que cogerla en brazos para que no se cayera de bruces. El rey estaba trastornado, no entendía cómo podía haber sucedido aquello. Semejante arranque de violencia le revolvía las entrañas; alzó la voz para detener la lucha, pero tuvo que esquivar un taburete dirigido a su cabeza.

Hoffdakulur los defendió con las manos desnudas. Hacía mucho tiempo que no luchaba sin armas y probó el sabor de la sangre en más de un golpe.

Entonces se oyó un gran estruendo: alguien había descargado los dos puños sobre la gruesa mesa de roble, con tal fuerza que vasos y jarras se volcaron o cayeron al suelo. Era Toll Krimson.

—Valientes kranyal de mierda, si tenéis ganas de pelea, ¿por qué no probáis vuestra fuerza con ese que decís que es tan débil? —los acusó el herrero, desafiante. Clavó su mirada en todos y cada uno de los que le rodeaban—. ¡Vamos! No debe de ser tan difícil, ¿no? Miradle ahí, protegido por su guardia como si fuera un niño de pecho. ¿Es que nadie se atreve?

Ninguno de los presentes osó romper el silencio.

—No, claro que no. Aquí solo hay uno que tuvo los cojones de cruzar su acero con él. Me falta una oreja, ¿lo veis? Tengo la jodida pierna muerta y la nariz torcida. Ese fue mi pago por participar en esas jornadas de las que tanto habláis todos. Así me dejó Jörn Bäradlig, ese a quien llamáis débil. Pensé que sería fácil ganarle, estaba herido y cansado, había luchado contra otros seis antes que yo y le fallaban las fuerzas. Me hundió en el barro como a todos los demás. No utilizó ninguna treta ni lo necesitaba, era el mejor guerrero que he visto nunca. Jamás he visto a nadie luchar como él.

—¿Cuántas barricas de wothkä habías bebido ese día, Toll?

Algunas carcajadas secundaron la ocurrencia, pero la mayoría permanecieron en silencio.

—Tú —increpó el herrero al bromista—. ¿Por qué crees que Dhaf Vhalen ya no puede empuñar Askell? ¿Te han contado que se cayó del caballo? Quizás el Señor de los Fiordos también se emborrachó para acudir a la batalla que podría haberle hecho rey. Sin duda por eso hundió su rodilla en el barro, sin aliento y con el codo izquierdo hecho astillas. Este que aquí veis, el hombre al que llamáis cobarde, se lo reventó con su escudo.

La voz del herrero resonó hasta el último rincón del salón.

—Esa y no otra es la razón por la que ya no puede empuñar la espada Vhalen. Su hermana Tkell reclamó el derecho de portarla y ahora es Señora de los Fiordos. También ella cayó bajo su acero en las Jornadas de Tyr. Vuestros ojos no han visto nada de esto, pero los míos fueron testigos de una maestría que jamás he visto en combate. Su duelo con el cuervo Hahnek, al que cortó la pierna como si fuera de manteca, es algo que jamás podré olvidar, por mucho que viva. Parecía un demonio, las ráfagas de nieve se movían con él, nadie podría haberle hecho frente. Y si un arma vistiera ahora su mano os habría postrado como a perros. La próxima vez que alguien se crea mejor que el Señor de los Kranyal, que piense que es débil o que no merece su puesto, que lo pruebe o se muerda la maldita lengua.

Dicho esto, ayudó a incorporarse a su compañera, dando por finalizado el altercado.

Jörn miró al herrero, asombrado. Había encontrado un inesperado aliado, y lo había hecho en el lugar y el momento más oportunos.

Acto seguido Sygnet vomitó de forma ruidosa y abundante, esparciendo el contenido de su estómago por el entarimado del salón. Como colofón, soltó un potente eructo.

—Lo siento —se disculpó.


La noche recuperó cierta calma después de la disputa. El capitán Hoffdakulur castigó severamente a Artja por su respuesta impulsiva: esa noche todas las mujeres Urke se encargarían de la ronda de guardia. Ninguna protestó, pero era obvio que Artja sufriría el mayor de los castigos de manos de sus propias hermanas. Hoffdakulur era muy sutil cuando se trataba de imponer escarmientos, meditó Jörn.

Por su parte, Branig se deshizo en disculpas por el agravio de sus invitados. Ofreció a los reyes su propia alcoba, que era la mejor de la casa, y pieles junto al fuego para su escolta. Jörn aceptó la comodidad para los Jinetes Arthal pero declinó con amabilidad su ofrecimiento para ellos. Se contentaba con un lugar tranquilo, alejado del bullicio, y el anciano dispuso para ellos la estancia más alta de la casa, una recogida buhardilla con un amplio ventanal.

Jörn ayudó a Sygnet a llegar hasta allí. Apestaba a alcohol y vómito, así que cuando se quedaron solos la despojó de sus ropas sucias y la limpió pacientemente con ayuda de una escudilla y un paño. Después la vistió con una túnica limpia y la guio hasta la cama.

Renovó el agua de la escudilla y lavó con cuidado la túnica sagrada que durante tantos años vistió su padre. Mientras lo hacía, afloraron a su memoria algunos recuerdos. Ella se quedó mirándole en silencio, algo más serena, pero todavía visiblemente ebria.

—No tienes por qué hacer eso —le dijo con voz pastosa—. Limpiar la ropa… limpiarme a mí.

—Prefiero hacerlo yo a que lo haga otro, no es agradable. Además, prometí cuidar de ti cuando enlazamos nuestras manos.

Ella no dijo nada al respecto.

El aire fresco entraba por la ventana, ayudando a dispersar el mal olor. Desde allí se podía ver toda la bahía Fadden, una masa oscura bañada por los brillos de la luna. Los restos del horror de Aldaberk se intuían entre las sombras del embarcadero.

A lo lejos, un búho ululaba. Jörn escurrió las sagradas vestiduras y las dejó secar sobre un arcón. Se quitó su propia ropa, también manchada, se lavó con agua limpia y por fin se tendió desnudo en el lecho que habían preparado para ellos. Lo acogió con verdadera necesidad. Se sentía agotado y le reconfortaba el olor del cercano bosque y de las montañas. Hubiera preferido dormir entre los abetos, lo más lejos posible de aquel lugar.

—Ha sido un día largo y duro —admitió Sygnet. Su vista no se apartaba de las enormes vigas que cruzaban el tejado, como si fijar sus ojos en algo concreto le ayudara a hacer que el mundo dejara de moverse a su alrededor.

—Tú te has llevado la peor parte —reconoció Jörn—. Has sido muy audaz.

Ella le miró perpleja por un instante, luego rompió a reír.

—Si te refieres a la audacia de vomitar en el salón del viejo Branig…

—Sabes a lo que me refiero —la interrumpió él.

Su sonrisa desapareció.

Era extraño, pero la admiraba. Sabía que pocos podrían compartir o comprender ese sentimiento. Sygnet podía cometer errores, y de hecho los cometía a menudo, pero jamás dudaba de sus propias decisiones. La que había tomado en los astilleros era una osadía, no podía negarlo. Había liberado a aquellas desgraciadas personas de un abominable sufrimiento, y lo había hecho de una forma rápida y eficaz. No obstante, al hacerlo había vulnerado el principio más sagrado para un sacerdote. Sygnet encarnaba la protección de la vida; el Primero de los Djendel era también el primer servidor de la Gran Madre, el gran guardián que vela por todas sus criaturas. Lo que había hecho tendría consecuencias.

—La Asamblea djendel no entenderá fácilmente tu compasión —le advirtió—. Tienen el poder suficiente para despojarte de tu liderazgo, no importa que Staat te señalara. Hay precedentes.

—Que se queden con su maldito liderazgo, su maldita túnica sagrada y su maldito ciervo místico. Yo no pedí esto —replicó Sygnet.

Últimamente recurría demasiado a menudo a sus palabras de poder, casi tanto como a la bebida. Lo hacía en cosas banales, tonterías sin importancia, y aquello irritaba a los djendel, que censuraban la ligereza con la que empleaba sus habilidades. Los kranyal recelaban de ella. La reina hechicera, la llamaban. A él no le molestaban los actos de Sygnet, sino la injuria de los demás. Hasta ese día nunca había hecho mal a nadie. Solo allí, en Aldaberk, había tenido que utilizar su destreza para segar la vida de otro ser humano.

No, en realidad ya es la segunda vez que lo hace. Acabó con toda la tripulación de un barco kĕngir, recordó.

Muchos reprobaban su comportamiento. Sigfred ya había claudicado en su empeño por impedir los comadreos.

No siempre fue así. Durante el primer año de reinado Sygnet hizo un gran esfuerzo por comportarse tal y como todos esperaban. Trató de ser una djendel ejemplar, puso verdadero empeño en ello. Pero cuando comprobó que seguían poniendo en duda sus decisiones, hiciera lo que hiciera, por el simple hecho de ser una Bäradlig, dejó de reprimirse y disimular. La mayor parte del tiempo Sygnet estaba obligada a ser quien no era, de manera que Jörn respetaba que rompiera sus ataduras de vez en cuando. Jamás la había censurado por ello, ni pensaba hacerlo.

—Eres demasiado bueno conmigo, albino —le reprochó Sygnet en la penumbra.

—Tienes una idea equivocada de mí. Ya te lo he dicho: prometí que te cuidaría.

—Ah, cierto. Es por eso. ¿Y si no te hubieran obligado a hacer esa promesa?

Aquella pregunta inquisitiva le dejó paralizado.

—Me siento en deuda contigo igualmente, ya lo sabes.

A pesar de su aturdimiento mental, Sygnet estaba lo suficientemente consciente como para saber a qué se refería. Se llevó la mano a su vientre plano, que ya nunca más volvería a alojar una criatura.

—Lo que pasó no fue culpa tuya —afirmó ella con una contundencia helada.

Jörn se incorporó, incómodo. Aún le estremecía el recuerdo de sus alaridos el día que nació su hija, cuatro años atrás.

La Señora Oscura estaba apostada junto a su lecho. Sentí su presencia muy cerca.

Ya en las últimas lunas de su gestación Sygnet sufrió muchos dolores. Su vientre era enorme y faltaban pocos días para el solsticio de invierno cuando rompió aguas. A partir de ese momento él no se separó de su lado, siguiendo la costumbre djendel.

Para el clan de las brumas traer una nueva vida al mundo era un momento sagrado. El sufrimiento del trance se consideraba una ofrenda a la Gran Madre, de modo que el hombre que había engendrado a la criatura tenía el deber y la responsabilidad de compartir ese padecimiento en igualdad con la mujer que daba a luz.

Los padres se fundirán en el dolor del alumbramiento, tal y como unieron sus cuerpos en el gozo de la concepción.

Así rezaba la ley de los djendel. Si bien Jörn no había disfrutado especialmente del momento de la concepción, quiso acatar ese mandato dentro de lo posible. Ese dolor compartido solo era posible a través del lazo espiritual establecido a través del alma de los progenitores. Jörn lo intentó sin éxito. Durante aquellos años había tratado de despertar esa parte djendel que había en él y sus esfuerzos siempre fueron en vano. Jamás había logrado conectar con el Mundo de las Brumas de forma consciente. Y fracasó estrepitosamente al tratar de despertar ese vínculo con Sygnet.

Tampoco le hizo falta: su dolor fue igualmente lacerante para él. Sufrió tanto o más que ella todos sus padecimientos.

Cada alarido, cada convulsión, cada borbotón de sangre que se deslizaba entre sus muslos le recordaba que él era el responsable de su estado.

Sygnet pedía ayuda a gritos, rogaba a los sanadores que se apiadaran de ella, mendigaba un alivio, pero los djendel no podían intervenir. Ella los maldecía y los amenazaba con toda clase de castigos, pero no se dejaron intimidar. Si moría, aseguraban, sería el sacrificio más hermoso a ojos de la Gran Madre, porque habría dado su vida por otra nueva.

Se rompió por dentro. Sus caderas eran anchas pero ella era más bien pequeña, y su hija Astryt era enorme tras una gestión que había durado un año entero. La destrozó al salir.

Jörn aún podía ver su rostro macilento, el signo inequívoco de quien ha sido señalado por la Dama Oscura.

Sygnet perdió mucha sangre, quedó tan débil que no pudo amamantar a la recién nacida. Lo hizo por ella su propia madre, Vije, que había parido el mismo día que ella sin dificultad. Trajo al mundo un varón sano, Thorval, un niño coronado por un vello tan rojo como el fuego. Thorval era el hermano de la reina y segundo vástago para el alto capitán de Neimhaim. Era una gran alegría para él, pero Jörn nunca había visto a su tío Sigfred tan preocupado como aquel día. Andaba desesperado de una torre a otra, atendiendo a su hija y a su esposa. Le vio rezar a la Gran Madre, rogándole por la vida de Sygnet. Jamás había hecho nada parecido.

La diosa atendió su súplica. Sygnet permaneció postrada dos lunas completas pero finalmente burló a la Señora Oscura. Pagó un alto precio: jamás tendría otro hijo, la matriz quedó inservible. Los sanadores trataron de consolarla, le contaron que la reina Ailsa también sufrió un trance parecido, al igual que su propia madre y también la madre del rey Saghan. Todas las mujeres que habían gestado una criatura del linaje blanco tenían eso en común, jamás volvieron a concebir.

Pero nada de eso habría sucedido si no la hubiera impregnado con mi maldita semilla, se recordó Jörn.

¿Cuántas veces se había arrepentido de lo ocurrido en aquella alcoba junto a las caballerizas, en su noche de bodas?

—No debí dejarme llevar por aquel impulso, aquella vil excitación me nubló los sentidos —le dijo a modo de disculpa.

—Me tomaré eso como un cumplido. Fui yo quien provocó tu vil excitación, ¿recuerdas?

Jörn sonrió.

Ella tenía esa cualidad, la de quitar peso a los momentos más dramáticos, sin duda lo había aprendido de su maestro.

—No me arrepiento de nada y tú tampoco deberías hacerlo. Tenemos una hija lista como un zorro, fuerte y preciosa. ¿Lamentas eso? —afirmó Sygnet, muy digna pese a su voz impregnada de alcohol.

Cuando se recuperó del parto había pasado tanto tiempo encamada que no sintió mucho interés por la crianza de la niña; su madre había estado cuidando de la pequeña desde el principio y lo hacía encantada, así que Sygnet dejó las cosas estar. Tampoco puso objeción a relegar en otros su educación. Afirmaba que había cumplido con creces con su deber reproductor y nadie se atrevió a decirle lo contrario. Algunos aseguraban que la reina no sentía afecto por su hija, pero Jörn sabía que no era cierto. La quería, desde luego, tanto como quería a su hermano Thorval y a su hermano Ulrik, que llegó un año después. Pero a Sygnet no le gustaban los niños, no podía evitarlo, y se sentía aliviada de que su responsabilidad maternal recayera sobre otro. Astryt había crecido feliz con sus tíos como hermanos y Jörn se sentía agradecido por los amorosos cuidados de Vije. Pero él no había renunciado a criarla ni a educarla. Amaba a su hija por encima de todo.

—No se puede cambiar lo pasado —le recordó Sygnet, una reflexión sorprendentemente lúcida, teniendo en cuenta su estado—. Si te equivocas, aprende la jodida lección y sigue adelante. ¿Qué necesidad hay de sufrir mientras tanto?

Illzar parecía estar hablando por su boca, notó Jörn. Sygnet echaba terriblemente de menos a su mentor.

Dos años atrás habían enviado al dasarin como emisario a Šumru. Su misión era anunciar que Neimhaim tenía nuevos soberanos y que los príncipes del Primer Pueblo serían igualmente bien atendidos. Era una forma sutil de recordar que aún tenían a los niños como rehenes y que el cambio de regentes no había modificado el pacto.

Sygnet le advirtió que no era una buena idea enviar a Illzar a la corte kĕngir. Jörn en cambio consideró que el dasarin conocía mejor que nadie los Reinos Extraños, que hablaba su lengua y se desenvolvería bien.

Se debió de desenvolver mejor que bien, porque no había regresado. Jörn temía lo peor, pero Sygnet estaba segura de que su tardanza estaba motivada por razones mucho menos preocupantes.

—¿Sabes qué? Mi maestro fue el único que me entendió —susurró Sygnet, en un arranque de sinceridad que solo daba la embriaguez—. Todos pensaron que sufrí terriblemente cuando me dijeron que no podría traer más niños al mundo, porque no hay nada más horrible para una mujer que eso —recalcó con ironía—. Pues me alegré. Sí, ¡me alegré! No quiero volver a ser madre, en realidad nunca he querido serlo. Ahora tengo la libertad de pasar la noche con quien me plazca sin sufrir las consecuencias, y sobre todo sin tener que escuchar las reprimendas de mi padre.

Dijo aquello con la cabeza bien alta, sin atisbo alguno de rubor ni vergüenza.

En Vilaarn todos sabían que los reyes dormían separados, y que no siempre lo hacían solos. Ni a Sygnet ni a él les importaba lo que pensaran los demás, a ellos les parecía un buen arreglo, teniendo en cuenta que no sentían el menor interés el uno por el otro en esos asuntos.

No obstante, y a pesar de lo mucho que los separaba, Sygnet y él habían llegado a un buen grado de entendimiento. En ocasiones, cuando hacían viajes como aquel, coincidían en el mismo lecho. Jörn nunca compartiría su forma de ver las cosas, pero no le importaba dormir con ella. Aquello los acercaba, y sentía que era bueno.

—Descansa ahora —le recomendó.

Al poco ya estaba durmiendo. Ajena a la tormenta que se avecinaba, Sygnet respiraba tranquila, su pecho subía y bajaba despacio, dos montes que se elevaban hacia el cielo y volvían a descender. Su rostro estaba relajado. Jörn entendía que otros hombres se sintieran atraídos por su cuerpo curvilíneo, su belleza y su picardía, pero sin duda no la habían visto roncar cuando se emborrachaba. Parecía mentira que un ruido tan profundo saliera de un cuerpo tan pequeño…

Acarició su cabello y se sorprendió de la palidez de su propia mano, en comparación con aquel pelo tan oscuro. No podían ser más opuestos, pero con el tiempo se habían tomado un sincero afecto.

En ese momento alguien golpeó la puerta con cautela. Sygnet no se alteró, estaba profundamente dormida.

Era fácil reconocer esa forma de llamar. El capitán de los Jinetes Arthal sabía bien que no interrumpiría a sus reyes más que en el sueño, pero siempre mantenía las formas.

—Arthayl, han llegado noticias urgentes de las islas Terje —le dijo desde el otro lado de la puerta.

Por un momento, Jörn temió otro horror como el de Aldaberk. Pero las noticias eran mucho más sorprendentes:

—Vuestro emisario, Illzar de Cendailtan, ha regresado. Y no ha vuelto solo.


—El mensaje ha llegado al rey —afirmó el caminante. Era un djendel enjuto, con una barba rala que le colgaba más allá del cinturón de su sayo y ojos saltones y somnolientos.

Una especie de rata crecida y vestida con túnica, observó Illzar.

Claramente vivía amargado en aquel terruño azotado por el mar del norte, lejos de sus tibias praderas. Por si fuera poco, le había sacado de la cama en medio de una noche tormentosa y no parecía nada contento por ello.

Tú estás seco, maldito ratón. Yo estoy helado y calado hasta los huesos, se dijo Illzar, tiritando. Deseó que pudiera leer sus pensamientos. Al menos recibió una manta para secarse y un cuenco de comida. Era un guiso cocinado con alguna clase de crustáceo apestoso, pero estaba caliente, así que hizo de tripas corazón. Afuera la lluvia arreciaba.

Aquel lugar era completamente nuevo para él y no precisamente de su agrado. El suelo de madera enmohecida crujía de forma desagradable bajo sus pies. Nada de esa finura que hacían los djendel, esa madera viva, modelada sin fisuras y sin necesidad de acabar con la vida del árbol. Aquello era madera bien muerta, planchas viejas, aserradas y clavadas las unas a las otras de forma ruda y sin el menor sentido estético. Tampoco lo tenían las láminas de pizarra apiladas sin ningún orden que formaban los muros. El agua se filtraba por los resquicios, formando incesantes goteras. El aire estaba viciado, olía a gente que no se lavaba demasiado, a humo y a humedad. Y en el hogar no era leña lo que se quemaba, sino…

Boñigas de vaca, reconoció Illzar, desalentado. Cuánto añoraba Šumru.

En realidad el bastión de la familia Waldyn no era más que una choza de grandes dimensiones, con enormes vigas que sostenían el pesado tejado de turba y colgajos de tela con toscos dibujos de dioses que vigilaban a los recién llegados desde cada oscuro rincón. Unas cuantas antorchas arrojaban una pobre luz sobre aquella estancia cavernosa. Dos largas mesas con bancadas ocupaban el salón y bajo ellas los perros se peleaban por las sobras de la cena. El centro era ocupado por un enorme brasero que calentaba a los guerreros en los días más crudos, con un agujero en el techo que apenas dejaba salir el humo.

Un trueno retumbó encima de sus cabezas e Illzar se recordó que al menos estaba a resguardo. Se acercó al hogar buscando calor, aunque fuera escaso. Tan escaso como el recibimiento que los dos Mayores de la Marca le habían brindado.

Tur Waldyn era un guerrero isleño más seco que una raspa y de un aspecto francamente desagradable: le faltaba un trozo de mandíbula cerca de la oreja derecha, seguramente a causa de algún accidente en el mar, con lo cual su cara se hundía de forma considerable en ese lado.

Su compañero en el gobierno era Mhyron Cliath, un djendel notablemente robusto y de buen comer, a juzgar por sus generosas carnes. Su espesa barba roja se expandía a lo ancho, tapando sus hombros, en vez de crecer hacia abajo. Illzar nunca había visto nada igual en su larga vida, no podía dejar de mirar fijamente ese espeso bosque encarnado.

—¿Os ocurre algo, dasarin? —indagó Mhyron.

—Arthayl Jörn ha convocado un Consejo urgente —los interrumpió el caminante, de forma oportuna.

—La ocasión no es para menos —asintió Illzar, encogiéndose de hombros.

—No esperéis que os lo agradezca —se quejó Mhyron—. Primero me levantáis en mitad de la noche y ahora, por vuestra culpa, tendré que caminar cuatro semanas hasta la capital real. La vuestra es una raza cruel y despiadada.

—No sabéis cuánto —le aseguró Illzar con una taimada sonrisa.

—Sern Mhyron, no tendréis que ir a ninguna parte —intervino el caminante ratonil—. Nuestro Arthayl ha convocado el Consejo aquí, en las islas Terje.

Tur abrió los ojos como si le hubieran propinado una patada en la boca del estómago.

—¡Eso jamás ha ocurrido en tiempos de la Alianza!

El Señor de las islas Terje no estaba pensando precisamente en la tradición, notó Illzar, sino en el tropel de huéspedes no deseados que invadirían su casa, a los que tendría que dar alojamiento, comida y bebida durante demasiados días. La vida era austera en la costa norteña, sus preciadas despensas flaquearían. Illzar solo esperaba recibir un lugar seco y caliente para dormir, cosa que creía difícil, a juzgar por lo que había visto al llegar a aquel mohoso peñón del mar del norte.

Mhyron también parecía perturbado, aunque su preocupación estaba relacionada con el inesperado huésped que aguardaba al otro lado del salón.

—Convocar el Consejo fuera de Vilaarn es inaudito, pero adecuado a las circunstancias. Sin duda ha sido sensato —comentó el sacerdote, mirando de reojo el oscuro rincón de la estancia.

—¿Sensato? Sensato habría sido no regresar a Neimhaim con semejante ralea —escupió el cabeza de familia de los Waldyn, sin poder contener ya la lengua—. Dasarin de los demonios, has tenido mucha osadía al desembarcar en mi casa de esta forma. Si hay una sola muerte bajo este techo o en cualquiera de las otras islas, te volveré ese pellejo dorado del revés y te colgaré del acantilado hasta que las gaviotas pelen tus huesos, ¡lo juro!

Lejos de sentirse amedrentado, Illzar hizo una seña. Una figura alta como una torre salió de las sombras.

—En realidad la ralea de vuestro invitado ennoblece este humilde suelo, Sern Tur, pues quien lo pisa es hijo de una divinidad —le explicó Illzar—. Mayores de Terje, os presento a su Excelsa Alteza el príncipe Lagash.