Icono_capitulos_06

Capítulo segundo

Primera Jornada de Tyr, praderas de Kranyalarn

Una pesada lluvia caía sobre los rediles, la hierba estaba empapada, las bestias nerviosas, los guerreros sujetaban sus armas y escudos con una impaciencia apenas contenida. Un silencio inaudito se mantenía en la extensa campiña que precedía a la capital kranyal, donde se habían congregado combatientes llegados de los rincones más lejanos del reino. Cientos de ellos, calculó Hoffdakulur, a los que se sumaban los habitantes de la ciudad, deseosos de presenciar un momento único en la historia de su tierra.

Envuelto en su pesado manto azul índigo, calado hasta los huesos, el capitán de los Jinetes Arthal respiró el aire húmedo, más propio del otoño que del estío. La madera crujía bajo sus botas, el estrado donde se encontraba ofrecía una buena vista de cada uno de los palenques y las pruebas, así como de los campamentos, con las tiendas agrupadas bajo los respectivos pendones. Ese año estaban presentes todas las Familias Mayores de Neimhaim, no había faltado ninguna. Según la leyenda, Kranyal, el gran guerrero fundador del clan, engendró diecisiete hijos e hijas. Cada uno de ellos erigió su propia casa y tuvo sus hijos, de ahí descendían las diecisiete grandes familias del clan de las montañas. Lo mismo sucedió en el clan de las brumas: la pacífica sacerdotisa Djendel, hermana de Kranyal, tuvo otros diecisiete hijos e hijas y cada cual fundó su propio hogar, que dio lugar a las diecisiete grandes casas de los sacerdotes. Así se cantaba en las baladas de la Alle-Taühien.

Y el día que ahora comienza también será legendario.

Todas las miradas estaban pendientes de Kreian Waldyn, de pie en el estrado junto a él. Aguardaban las palabras del Gran Maestro de Guerra, que supervisaría las Jornadas de Tyr con la misma severidad que aplicaba a sus alumnos, los mejores combatientes de Neimhaim.

Hoffdakulur tenía otro deber muy distinto: custodiaba a La No Forjada. Como Primer Protector de los Reyes, su deber era entregar la mítica espada a aquel que venciera en las Jornadas de Tyr. Fuera quien fuera, le había recalcado Sigfred. Tal había sido el deseo de la reina. Hoffdakulur nunca había sentido una carga más pesada que sostener aquel acero azul cobalto.

Cualquier kranyal tendría derecho a pugnar por el trono de Neimhaim, con independencia de su familia, su oficio o su lugar de procedencia. Todos eran iguales a los ojos del dios de la Guerra.

Un trueno sonó en la lejanía, más allá de las cumbres boscosas de Lonjard, y se oyó un prolongado relincho que sobrecogió el corazón de muchos. El futuro era ominoso. ¿Quién sería capaz de ocupar dignamente el lugar de Ailsa y Saghan, ahora que eran Altos de la Ciudad Dorada?

Ni siquiera su hijo podría igualarlos, meditó Hoffdakulur.

Envuelto en la misma capa de piel de oso que un día cubrió los hombros de su abuelo, el muchacho hacía un gran esfuerzo por guardar la calma mientras acariciaba los belfos de su caballo pinto. Respiraba hondo, revisaba las correas de su escudo.

Muchos tenían puestas sus esperanzas en el joven Jörn; también él, reconoció. A la vista estaba que había recibido un gran adiestramiento. Era inteligente y su forma de moverse delataba una experta destreza en las armas. Destacaba entre los demás no solo por la palidez de sus rasgos, sino también por su presencia, firme como el acero. Y el vigor propio de la juventud.

Parece más experimentado desde que ha vuelto de Hertejänen, pronto tendrá que demostrar si sus objetivos también están más claros, pensó Hoffdakulur.

Lucharía con todas sus fuerzas, no dudaba de eso. Pero le dolía ver que el hijo de Ailsa no combatiría por amor al acero, como hubiera hecho su madre. No había en él ni rastro del ímpetu salvaje que había hecho de ella la mejor entre los kranyal, Jörn solo desenvainaría su espada por obligación. Su carácter era más bien templado, como el de su padre, Saghan.

—El joven Bäradlig parece un djendel —le confió Aitne de forma discreta, tras adivinar sus pensamientos—. Será sumamente interesante verle combatir.

Su esposa seguía con mucho interés el curso de las Jornadas desde el estrado. Seguía siendo una preciosa rareza: era una sacerdotisa consagrada pero había nacido y se había criado en Sköll, bastión de los guerreros más fieros; estaba tan entusiasmada como los demás por saber quién era el mejor combatiente de todo Neimhaim.

No era la única djendel allí presente. Aunque repudiaban la violencia, muchos querían saber quién se convertiría en su rey y habían acudido a aquellas tierras santificadas al dios de la Guerra para presenciar el devenir del reino. El anciano Zheit Geffast lo observaba todo con gesto preocupado.

Los cuernos sonaron y su bramido se extendió por la pradera, bajo la lluvia. Enseguida fueron respondidos por el estrépito de cientos de armas golpeando los escudos. Todos estaban deseando comenzar.

Kreian alzó la mano y pronunció con voz alta y clara:

—Que todos aquellos que se sientan dignos de sentarse en el trono de Neimhaim den un paso al frente y presenten sus armas a Tyr.

Sabiendo que había llegado el momento, Jörn se adelantó. Era el heredero natural de sus padres, pero había perdido el derecho a ocupar su lugar, por lo tanto debía ser el primero en reclamarlo de nuevo. Desenvainó a Gyndaell y la alzó hacia el cielo tormentoso.

—Valeroso Tyr, soy Jörn Bäradlig y te ruego que aceptes de buen grado la sangre que mi acero derramará en tu nombre.

Su candidatura fue recibida con un excitado clamor. Hoffdakulur se sintió satisfecho de comprobar que el hijo de los reyes aún contaba con un apoyo importante.

Era el único Bäradlig que competiría en las Jornadas de Tyr, el suyo era un linaje casi extinto. Sus antepasados no fueron especialmente fértiles y muchos habían caído envenenados en la época de los saqueadores.

Muchas otras armas se alzaron al cielo. Los vítores se sucedieron con cada aspirante, se presentaron decenas de ellos, pertenecientes a las diecisiete grandes familias y también a otras casas menores.

De lo más profundo de los fiordos, baluarte de la Casa Vhalen, habían llegado montañeses de las casas Altfesen y Kalere, guerreros tan duros como la vida que llevaban. De la isla Fadden, los Krimson y los Altvander, expertos marinos y constructores de barcos; de las ásperas y heladas islas Terje, los Waldyn y los Ylkyn, enemigos acérrimos que habían competido desde tiempos ancestrales por los escasos recursos del lugar. La Marca de Lonjard, bastión de los Bäradlig, con su extensa cordillera de montañas suaves y frondosos bosques, estaba representada por las casas Kurtberg, Fewen y Dagan, conocidas por su templanza.

La vieja Shöjka pertenecía a esta última familia y jaleó a una guerrera que pelearía por los suyos. Su nombre era Kontha Dagan; una mujer delgada pero fibrosa, de pelo corto y tan rojo como el de una ardilla. Tenía los brazos surcados por dibujos de extrañas criaturas. Prometía dar que hablar en las lizas.

Por primera vez había representantes de dos territorios que tradicionalmente habían pertenecido al clan Djendel: la Marca de Schenneval y la Marca de Vilaarn. Las familias Dunstan y Korven se habían asentado en las llanuras neblinosas desde los primeros tiempos de la Alianza, pero sus corazones palpitaban con fuerza ante la llamada de Tyr, como cualquier otro kranyal. También había otra novedad: la remota Hertejänen estaría presente con los colonos Boltarg, Sturnum y Urke.

No todos los candidatos pretendían el trono, algunos solo querían probarse a sí mismos o entregarse al placer del combate, como era el caso de los servidores de Tyr. Uno de ellos, Melraki Ylkyn, se presentó completamente desnudo, sin más abrigo ni protección que un extraño escudo fabricado con la coraza de un animal marino y un tocado de cabeza de zorro que en otro tiempo debió de ser blanco pero que ya no era más que un pedazo de cuero pelado.

Algunos de los que habían dado su paso al frente bajo el aguacero morirían en aquellos palenques. Otros quedarían mutilados, heridos de gravedad o desfigurados, pero no había temor en sus ojos, todos estaban deseosos de entregarse a la lucha. Quien derramaba sangre en las Jornadas de Tyr tenía ganado su favor. Cada herida recibida o infligida era una ofrenda al dios de la Guerra. Quien muriese con coraje ganaría gloria y fama eterna.

Los últimos participantes dieron su paso al frente: Hoffdakulur saludó con la cabeza a Dhaf y Tkell, parientes suyos procedentes de Sköll. Dhaf era Señor de los Fiordos desde hacía unos años, descendía del hermano pequeño de su abuelo y contaba con muchos aliados en su territorio. Se decía que era honorable en la lucha, por ello Hoffdakulur le había concedido a Askell, la enorme espada de caballería que había pertenecido a su padre y que tradicionalmente portaba el jefe de la Casa Vhalen.

Hoffdakulur nunca quiso ese acero en herencia, tenía buenas razones para repudiarlo. Su padre, el orgulloso Skutvik, se abrió las carnes con él cuando, en el ocaso de su existencia, una enfermedad le dejó postrado y sin posibilidad de mover las piernas. Los djendel podrían haberle ayudado a ponerse en pie de nuevo, pero se negó a recibir cualquier ayuda del clan de los sacerdotes, por el daño que él les hizo en el pasado. Askell había abatido a cientos de enemigos, pero también había bebido la sangre de inocentes. Él merecía morir por ese mismo filo. Así lo explicó antes de expirar. Hoffdakulur recogió la espada de su lecho de muerte. Pensó en dejar que ardiera con él en una pira funeraria, pero Dhaf la reclamó. Se la cedió con la esperanza de que hiciera mejor uso de ella y enmendara el sufrimiento infligido.

Su hermana Tkell también habría sido una digna portadora, pero ella prefería usar dos espadas cortas que manejaba con una soltura letal. Era temida por su fiereza e inteligencia en combate. Su cabello era oscuro, como el de su hermano Dhaf; una cabellera tan indomable como su espíritu. El corazón se le encogió al verla alzar sus dos espadas hacia la lluvia torrencial, con una sonrisa desafiante, mientras el pelo mojado se le pegaba a la cara. Tkell se parecía dolorosamente a sus hermanas, las que había perdido cuando aún era joven.

Un silencio sobrecogedor se adueñó después de la campiña. Solo se escuchaba el chaparrón y los ríos de agua que se deslizaban pendiente abajo. Todos los combatientes aguardaban con sus armas desenvainadas.

Kreian se dispuso a darles la bienvenida, pero un último candidato dio un paso adelante. Era un hombre alto y de hombros anchos. Bajo su manto empapado asomaba una coraza con el emblema de un cuervo. Desenvainó su espada y la alzó con firmeza.

—Mi nombre es Søren Hahnek, que Tyr acepte con agrado la sangre vertida por mi acero.

Hubo algunas exclamaciones de sorpresa. Sigfred, que permanecía de pie junto al estrado, se sacudió el agua que resbalaba por su frente y maldijo por lo bajo.

Hoffdakulur había conocido al nuevo mayor de Hertejänen tan solo unos días atrás. Todos hablaban de él, se decía que había matado a centenares de enemigos en un solo instante con su don de aguador. Por su condición de dos sangres pretendió dirimir los asuntos de ambos clanes en la isla, donde contaba con el apoyo de los colonos, pero finalmente se vio obligado a ceder los asuntos djendel a Even Edane. Hoffdakulur no había intercambiado más que unas pocas palabras de cortesía con él, pero le pareció que era un hombre determinado en sus objetivos, de los que no se deja pisar por nada ni por nadie.

Le desconcertó verle allí, dispuesto a medirse en las lizas. Era inusual y preocupante, cuando menos.

—Søren Hahnek, las Jornadas de Tyr son para los guerreros kranyal —pronunció Kreian con recelo—. Y, según he oído decir, eres aguador. Un djendel.

Un rumor se levantó entre las empalizadas, se mezclaron imprecaciones de sorpresa y sonoras protestas. Algunos golpearon sus espadas contra los escudos.

Zheit se había acercado a Søren y trataba de persuadirle para que se retirara, pero este le rechazó de manera contundente, casi violenta, y aquello provocó las iras de su esposa Shöjka. Aunque pequeña y anciana, salió en defensa de su marido e hizo retroceder al mayor. La tensión iba en aumento.

—Nací kranyal y nunca he dejado de serlo —los contradijo a todos en voz alta, con la convicción de quien afirma que el sol sale por el este. Y retiró su capucha para que todos le vieran bien bajo la lluvia.

Nadie podría decir que no es un guerrero, observó Hoffdakulur. Tiene la mirada de un depredador.

Su hermano gemelo, que era un poco más alto y corpulento que él, se situó a su lado para apoyarle. Otros le imitaron, parientes Hahnek, adivinó Hoffdakulur, a juzgar por el emblema de sus ropas. Seguramente tíos o primos que con su silenciosa presencia atestiguaban su condición de guerrero.

—¿Es cierto que manejas el don del agua? —indagó el maestro Kreian.

—Es cierto, lo manejo con tanta destreza como las armas, si no más —afirmó de forma temeraria—. Soy un hijo del solsticio, no conozco a aquellos que me engendraron y crecí sin saber que tenía dos sangres en mis venas. Un día la herencia djendel se manifestó en mí, pero eso no cambia lo que soy. Y no soy el único de mi condición que ha desenvainado aquí su espada y pretende honrar al dios de la Guerra con su filo. Entre los candidatos hay otro guerrero mestizo que también ha hecho uso de sus dones.

Un inquietante murmullo se extendió bajo el pesado aguacero. Las preguntas se agolpaban.

—¿Quién es, Søren Hahnek? No temas señalarlo en voz alta.

Søren clavó su espada en el suelo.

—Es Jörn Bäradlig, el hijo de los Reyes Blancos.

La sorpresa fue generalizada. Sigfred dejó su puesto e hizo notar su presencia como alto capitán.

—Explicaos, Sern Søren —le increpó, y tuvo que apretar los dientes al referirse a la cortesía que debía a su cargo—. Lo que decís con tanta ligereza es una acusación muy grave.

Søren no se dejó intimidar. Buscó con la mirada a Jörn, para que no hubiera dudas de que lo que decía era cierto.

—Ante todos vosotros afirmo que el hijo y heredero de los Reyes Blancos también ha despertado su don, que es la curación, y ha hecho uso de él.

Hizo una pausa premeditada para que todos asimilaran aquellas nuevas, y luego prosiguió:

—Soy testigo de ello, he visto cómo sus heridas sanaban con una celeridad antinatural; él mismo me confesó que le habían asaltado visiones premonitorias, un signo claro de que su don está presente. Juro ante los Altos que lo que digo es verdad, también otros lo han visto con sus ojos. Si él puede combatir, sin duda yo también puedo hacerlo.


Si Søren le hubiera clavado su espada hasta la empuñadura, Jörn no habría sentido menos dolor. Cerró los puños y aspiró con fuerza, tratando de hacer llegar a sus pulmones el aire que le faltaba.

Tenía razón: había estado ante sus ojos durante todo ese tiempo. Nunca enfermaba. Había recibido heridas mortales y siempre se había repuesto rápidamente, sin sufrir demasiado. Y no solo se había curado a sí mismo. Probablemente también ayudó sin saberlo a Cyannan en sus peores momentos.

Por eso sobrevivió en la travesía hasta la Bahía de Reyk cuando otros murieron, comprendió. No era consciente de haber entrado en el Mundo de las Brumas, debía de haber ocurrido de una forma instintiva. Fue así como le salvé de la llamarada, y no por ningún halo divino.

—Jörn Bäradlig, debes responder a esa acusación: ¿lo que afirma el mayor de Hertejänen es cierto? —le interrogó Hoffdakulur.

El brillo encarnado de Gyndaell, que aún empuñaba en su mano, le produjo un escalofrío.

—Lo que afirma es cierto, no me había dado cuenta hasta ahora —respondió con honradez.

Miró a su alrededor con una extraña sensación de irrealidad. Si no podía tomar las armas, no podría participar en las Jornadas de Tyr. Nunca sería rey. A juzgar por el estupor y la confusión que veía a su alrededor, los demás habían llegado a esa misma conclusión. Los cimientos de Neimhaim se tambaleaban, lo notó con tanta intensidad como si la tierra se moviera bajo sus botas embarradas. Nada tenía ya sentido. Las leyes que habían imperado desde cientos de generaciones se deshilachaban ante sus propios ojos.

Algo era seguro, sin embargo: ni su tío Sigfred ni el Consejo de Mayores permitirían que el heredero de los Reyes Blancos no pudiera tener la opción de suceder a sus padres.

Y supo que Søren lo había conseguido, una vez más.


Los mayores kranyal y djendel allí congregados se reunieron con urgencia entre las empalizadas, bajo el diluvio inclemente. No tardaron en llegar a un acuerdo: todo guerrero sería libre de tomar sus armas y participar en las Jornadas de Tyr con independencia de su herencia y condición. Consideraban un agravio al dios de la Guerra que un hombre o una mujer con sangre kranyal no pudiera participar en sus sagradas jornadas, incluso si en sus venas también corría la sangre djendel y habían despertado algún don.

Únicamente había una condición inflexible: los combatientes solo podrían usar la fuerza y la destreza física. En el recinto de Tyr quedaba vedado el uso de los dones, y un grupo de djendel se encargaría de vigilar desde el Nifflheim que este estricto mandato se cumpliera. Aquel que empleara la ventaja de sus dones durante un enfrentamiento, tanto en su propio beneficio como en perjuicio de su oponente, sería expulsado de manera inmediata.

Even Edane se ofreció voluntario para ejercer esa vigilancia. Había acudido a las Jornadas de Tyr junto a su hermana, que estaba determinada a seguir ayudando a los heridos, aunque él sospechaba que lo que la había llevado allí era Søren Hahnek. Con ese convencimiento, Even solicitó el redil asignado al pendón del cuervo.

Respetaba la resolución tomada por los mayores, pero le parecía deleznable que alguien que había sido bendecido con los dones de la Gran Madre pudiera herir e incluso matar.

La sentencia en cambio había satisfecho enormemente a Søren y también animó a otros mestizos a participar. Ahora todos los palenques estaban llenos, pero solo seguirían adelante los que aún fueran capaces de sostenerse en pie cuando cayera la tarde y los cuernos volvieran a resonar en la llanura.

La primera prueba dejaría fuera a los más débiles: en diecisiete palenques, uno por cada una de las grandes familias, se enfrentarían todos contra todos en combate de a dos. Las pugnas podían tener lugar con cualquier arma, a caballo, a pie o incluso con las manos desnudas. Se escogía a los rivales de forma arbitraria pero también se admitían desafíos: un luchador podía elegir y retar a un adversario. Tradicionalmente las Jornadas de Tyr habían servido para solventar disputas, envidias o resentimientos. Los enemigos podían batirse a placer y matarse si era necesario, sin que trascendiera su odio más allá de los límites de la valla.

Una forma sangrienta de solucionar sus problemas, meditó Even.

Así había sido desde siempre con las casas rivales Ylkyn y Waldyn, y también con los Vhalen y los Bäradlig, que habían pugnado por el liderazgo generación tras generación. Los guerreros más ancianos no hacían más que hablar de ello, podía escucharlo en cada corrillo.

—No tendrás el placer de denunciarme —le advirtió Søren antes de empezar, mientras giraba su espada a un lado y a otro para entrar en calor—. Caeré herido por un acero, no por haber violado las normas. Te juro que las respeto más que nadie.

—Y yo te juro que seré justo —le contestó Even, sin apartar la mirada.

Para alivio suyo, en ese momento su hermana estaba lejos de allí, en el pabellón de madera dispuesto para atender a los heridos. Aunque ya no contaba con ningún don djendel, poseía conocimientos muy útiles para curar, podría ayudar mucho más que cualquier kranyal. Aquello la había animado, le ayudó a superar su apatía. Le hubiera gustado que esa idea fuera suya, pero en realidad era de Søren.

Se había portado muy bien con ella, no podía negarlo, pero cuando le miraba no podía evitar verle como el origen de todas las desgracias que padecía su hermana. Y no había olvidado la noche en la que se la llevó sin que él pudiera hacer nada para evitarlo.

Todo aquello le ardía por dentro, pero estaba resuelto a ejercer su cometido de manera honrada y ecuánime, y con ese ánimo buscó la calma en su espíritu y se adentró en el Nifflheim.

Sorprendentemente, encontró cierta armonía en las violentas luchas que tenían lugar en las praderas de Kranyalarn. En el Mundo de las Brumas todo se manifestaba en su más pura esencia, y Even notó que las Jornadas de Tyr eran una pugna limpia y natural, la misma que hacía que un lobo se enfrentara a otro por el control de una manada, o que un ciervo expulsara a un joven rival que amenazaba con arrebatarle a sus hembras.

Una imponente mujer de la familia Korven saltó al recinto y Søren dio la bienvenida a su primer adversario. Los tambores rompieron el silencio y aceleraron los corazones de combatientes y espectadores.

El aguador cumplió su palabra. Combatió como un kranyal más, haciendo uso de sus habilidades físicas y también sufriéndolas. La deformación de su rodilla le jugó más de una mala pasada. Su dolor era visible para Even: bajo las luces grises del Nifflheim la rodilla fulguraba como una centella, al igual que cada uno de los golpes y cortes que recibía. Casi podía sentir en sus propias carnes ese sufrimiento, su esfuerzo por seguir en pie cuando las fuerzas flaqueaban, su ímpetu por contraatacar cuando todo parecía perdido.

Es obstinado, tuvo que reconocer.

Venció limpiamente a cada uno de sus contendientes, uno tras otro. Sufrió dos cortes abiertos: una lanza le rasgó la cadera, justo por debajo de su coraza, y un hacha le pasó de refilón en la cara interior del muslo. Tuvo que quemarse las heridas con un hierro candente de las herrerías para poder seguir en liza. No dio su brazo a torcer en ninguno de los combates.

En otros recintos se repetían escenas similares: aceros afilados hundiéndose en la carne, huesos que se quebraban como las ramas de un árbol, gritos de dolor, risas estridentes, vítores ante la muerte.

Even se sentía cada vez más débil; la visión de la carne abierta le aturdía, también el olor a bebidas fermentadas, los alientos apestosos, las canciones mal entonadas. El redoble de los tambores tronaba en su cabeza, pero lo más insoportable era el sufrimiento ajeno, sobre todo porque conocía a muchos de los caídos: eran mestizos con los que había convivido bajo el mismo techo.

Søren y Jörn no se diferenciaban en nada de cualquier otro kranyal, pero en otros dos sangres prevalecía su herencia djendel: eran más débiles y estaban en clara inferioridad. Ninguno era rival para un guerrero veterano. Eran demasiado jóvenes, la mayoría no habían superado los dieciocho inviernos. Habían pasado su vida adulta siguiendo los preceptos djendel, Zheit les había enseñado a respetar y amar la vida, y él los había cuidado y querido a todos. Pocos quedaban en liza.

Gran Madre, te ruego que esto termine pronto.

Un nuevo contrincante saltó al redil de la familia Hahnek, el quinto para Søren. Estaba armado con espada y escudo pero ninguna prenda de vestir tapaba su peluda desnudez. Parecía una alimaña desnutrida, embadurnada con una mezcla de cieno, sudor, sangre y agua de lluvia. Una especie de locura nublaba sus ojos y no parecía sufrir por las muchas heridas que había recibido. Su estandarte era un zorro blanco y fue presentado como Melraki Ylkyn.

No se contuvo mucho: lanzó un alarido estremecedor y se arrojó al ataque poseído por un imparable frenesí combativo.

Søren paró sus primeros golpes con su escudo, pero no tuvo ninguna oportunidad de responder. El isleño no le dio tregua: atacó de las más extrañas formas, incluso se lanzó a su cuello y le mordió como una bestia. Søren se deshizo de él de una patada en el vientre y le sajó el antebrazo.

El guerrero Ylkyn retrocedió con un agudo chillido. Se chupó la carne abierta, soltó una estridente carcajada y arremetió con su escudo con fuerzas renovadas. Esta vez Søren no pudo frenar un empellón tan violento y cayó al suelo en una mala posición. Ahogó un gemido: se había golpeado la herida del muslo con su propio escudo.

Por primera vez, Even temió por la vida del aguador.


Con un berrido triunfal, Toll Krimson se adelantó con su hacha enarbolada sobre su cabeza, dispuesto a hundirla en el cráneo de su adversario de un solo golpe. Así había vencido a otros oponentes y esperaba ganarse de nuevo el favor del dios de la Guerra, derrotando a un rival con sangre de reyes, y si las habladurías eran ciertas, hijo de dioses.

Toll no era muy alto, algo usual en la isla Fadden, de donde procedía, pero sí fornido, como buen herrero que era. Y su hacha barbada tenía una forja especial que la hacía más ligera, manejable y mortífera. Sin embargo no era nada de eso lo que desconcertaba a sus enemigos, sino el hecho de que tenía un rostro afable, que inspiraba una inmediata simpatía. Parecía dispuesto a abrir una barrica de su mejor aguamiel a sus rivales, pero lo único que abría era cabezas: al último le había partido en dos la mandíbula de un tajo, un espectáculo que había atraído a muchos curiosos.

Mientras Toll se disponía a repetir la proeza, otra lucha diferente se producía tras el cercado. La familia Krimson y los recién llegados mantenían una fiera contienda por hacerse un hueco. Una mujer defendía su puesto con más ahínco que nadie: llevaba un peto de cuero rematado con tachuelas afiladas y de su cinturón colgaba una colección de cuchillos de diferentes tamaños, pero le bastaban los codos y los pies para apartar de forma contundente a los que trataban de colarse. Se aferraba a la valla mientras profería toda clase de improperios, y jaleaba al herrero como si le fuera la vida en ello. Habría saltado al redil si sus parientes no la hubieran sujetado.

El hacha descendió implacable y Jörn no hizo nada para evitarla. Parecía exhausto, ajeno a todo: los gritos, la lluvia, la hoja que silbaba en su dirección. Tan solo se aferró a su espada encarnada, como buscando la solidez que le faltaba.

¿Qué hace? ¡Le va a partir en dos!, se dijo Sygnet, con el corazón en un puño.

Cuando parecía que nada le salvaría, salió de su trance: giró el cuerpo en un movimiento fluido, sencillo, ejecutado en el momento preciso, y el filo del hacha pasó de largo. Con la misma precisión, alzó su acero rojo y le cortó la oreja de un solo tajo. La sangre le salpicó en la cara, pero Jörn no se detuvo y golpeó la corva de su rival con el pomo de la espada, paralizándole la pierna entera.

—¡Bien hecho! —lo celebró Sygnet, contagiada por la excitación del combate.

El herrero retrocedió cojeando con el rostro desencajado, tapándose la sangre que brotaba del hueco que antes había ocupado su oreja. Lejos de sentirse vencido, se golpeó con un puño la pierna dormida, tratando inútilmente de despertarla, pero estaba tan flácida como la verga de un viejo. Lanzó un bramido que estremeció la tierra y se arrojó de nuevo al combate con la cabeza chorreando y arrastrando la pierna inútil. Jörn había esperado en vano que aquello le hiciera desistir y no permitió que gastara esfuerzos: esquivó un último y desesperado golpe de hacha y le asestó un contundente golpe de escudo que le hizo estallar la nariz.

Toll Krimson no pudo reaccionar: cayó hacia atrás como un árbol talado.

La inesperada victoria arrancó rugidos de entusiasmo.

—¡Así se hace, esposo mío! ¿Qué te creías, herrero? ¡Vuelve a tu isla y llévate contigo esa oreja mugrienta! —le increpó Sygnet, eufórica, mientras sacaban a rastras al combatiente vencido.

Al escuchar aquello, la guerrera de los cuchillos no se contuvo: salvó el poste de un salto y se lanzó hacia ella con uno de sus puñales, dispuesta a destrozarla. No le importaba lo más mínimo quién fuera ni que estuviera encinta, y lo habría conseguido si el alto capitán no se hubiera interpuesto delante de su hija. Atrapó a tiempo la mano armada, pero la guerrera tenía la otra libre y la empleó para abofetear a Sygnet en plena cara.

—¿Cómo te atreves, zorra? —inquirió Sygnet, roja de ira, y se arrojó sobre la mujer de los cuchillos a pesar de su voluminosa barriga. Jörn tuvo que sujetarla y necesitó la ayuda de Illzar para evitar que las dos fueran demasiado lejos—. ¡Acabé con la tripulación de un barco entero en un instante, no me provoques!

—Disculpa a mi hija, yo mismo le coseré la boca —se excusó Sigfred.

La guerrera no dejó de maldecirla ni siquiera cuando los suyos se hicieron cargo de ella, arrastrándola por la hierba.

—¡Soy Filosangriento, recuerda bien mi nombre porque seré la zorra que te desgarre la garganta!

Sygnet aún sentía ganas de estrangularla cuando se topó con el rostro furibundo de su padre. Comprendió al instante que le convenía calmarse.

—Me dan ganas de abofetearte también, Sygnet, y te juro que lo haré si vuelves a repetir algo parecido —le advirtió, conteniendo a duras penas la cólera bajo una temible templanza—. Tienes una criatura dentro de ti, al heredero de la estirpe blanca. ¿En qué estás pensando?

—Pues pienso que os equivocasteis al elegirme como yegua de cría para engendrar a vuestros preciosos herederos.

—¡Sygnet! —le reprobó su madre.

Fuera de sí, su padre se agarró a la valla, conteniéndose apenas.

—Hija, todos estarán preguntándose qué clase de djendel eres, después de lo que has hecho y lo que has dicho —le hizo ver su madre.

—Es que no soy ninguna djendel —protestó Sygnet, airada—. ¡Y todos lo saben!

—No hay duda de que esta muchacha es una Bäradlig de la cabeza a los pies, debe de ser difícil contener algo así —sugirió Illzar con espíritu conciliador—. No conocí al gran Gursti, pero seguro que se enzarzó en alguna gresca con…

Sigfred levantó un solo dedo en señal de advertencia, y el dasarin, consciente de que toda la frustración paternal podría descargarse sobre él, dio un par de pasos hacia atrás con gesto inocente.

—Hablaremos esta noche sobre esto, Sygnet —le anunció con gravedad—. Y más te vale contener la lengua de ahora en adelante, porque no volveré a protegerte.

—Demos un paseo —sugirió su madre, y se lo llevó del brazo para que recuperara la calma.

Su padre la miró una última vez y se retiró consternado.

Sygnet tomó aliento, aún alterada por todo lo ocurrido. Se frotó la mejilla, que le ardía como una tea.

Maldita isleña…

Según se alejaban sus padres, Sygnet vio que alguien había seguido el alboroto desde la distancia. En la empalizada del pendón del cuervo también había mucha expectación, pero Kjartan no prestaba atención al combate de su hermano. Apoyado en la barrera del palenque, le guiñó un ojo y le dedicó una sonrisa de complicidad.

Ella le sonrió también. Después de haber consumado su pasión con aquel desvergonzado mercader ya no se sentía la misma. Había sido una ingenua al creer que cediendo al deseo lo aplacaría, porque había sucedido justo todo lo contrario: había encendido un fuego que ahora la abrasaba por dentro. Necesitaba repetir lo de aquella noche y a veces la urgencia la enloquecía, no podía pasar cerca de él sin desear volver a desnudarle y tener su cuerpo cerca. Estaba segura de que Kjartan sentía lo mismo. Tenía que inventarse alguna excusa para encontrarse con él a solas.

—Yo que tú me conformaría con mirar, al menos por ahora —le aconsejó Illzar, sacándola de su ensimismamiento—. Todos hablan del entusiasmo con el que la preñada esposa del heredero participó en los ritos del solsticio. Elegiste a tu compañero de cautiverio, bribonzuela, y ahora muchos se preguntan si el hijo que esperas no será suyo. Tu padre está realmente furioso, créeme. Es un momento delicado y muchas cosas le preocupan, te recomiendo que no pongas a prueba su paciencia o terminarás tus días encadenada en una caverna muy muy profunda —le advirtió con un toque en la punta de la nariz.

Ella valoró su consejo, pero no pudo dejar de mirar a Kjartan.

—Por otro lado —continuó diciendo Illzar—, veo a tu gallardo mercader muy abrumado con sus propias responsabilidades. Igual le satisface más esa mujer que le acompaña a todas partes. ¿No decías que le gustaban…?

Emuló unos grandes pechos y ella se lo reprobó con un pellizco.

—¡Cállate!

Se oyeron salvas y atronadores golpes en la barrera: ya había un vencedor en el palenque de los Hahnek. Søren había derrotado a un isleño peludo y embadurnado de barro.

Kjartan soltó una carcajada triunfal, se volvió a la nodriza que le acompañaba y abrió de golpe su capa de cuero. Como si de un talismán de buena suerte se tratara, besó la cabeza del bebé que se alimentaba en su pecho, guarecido de la lluvia, y también revolvió el pelo al niño que se aferraba a sus piernas. El pequeño príncipe kĕngir le seguía a todas partes como un cachorrillo, como si fuera lo último que le quedaba en el mundo. Kjartan le susurró algo y le hizo sonreír.

La robusta ama de leche que se encargaba de cuidar de los rehenes no compartía en absoluto su entusiasmo. Empapada en medio de la campiña y con los pies llenos de barro, no le agradaba la tarea que le habían encomendado, ni la compañía. A Kjartan le encantaba poner a prueba su paciencia, y la tentó con alguna clase de broma que no le hizo gracia en absoluto.

Se le ve un tanto ridículo como padre, pero no se le dan mal los mocosos, reconoció Sygnet.

Era una lástima verle relegado a tareas de crianza, podría haber sido un campeón en cualquiera de esos rediles; era más diestro y fuerte que su gemelo, así lo había demostrado en el Alas de Muninn. Pero no le interesaba ser rey y afirmaba que solo tomaría las armas si su hermano le requería para la prueba de la batalla campal, el último gran combate que enfrentaba a familias enteras.

—Lo que daría por verle luchar sin ropa alguna, como ese isleño —murmuró para sí, y dejó volar su imaginación recordando la colección de músculos que había descubierto aquella noche en la playa de arena negra.

Illzar la miraba como un gato a punto de salir de caza.

—Si ese kranyal lucha a pecho descubierto y sobrevive, esa noche no dormirá solo. Pero no será contigo, te lo garantizo.

—¿Qué te apuestas?

Illzar sonrió de oreja a oreja.

—Echaba de menos nuestras apuestas, picarona.

Por primera vez en su vida, Sygnet elevó un ruego a Tyr. Pidió al dios de la Guerra que Søren continuara en liza para que llegara hasta la batalla campal. Lo deseó con todas sus fuerzas.


Jörn tenía los ojos puestos en el mismo recinto, pero su atención se centraba en la cojera acentuada de Søren, según se reunía con su hermano. Se estrecharon el antebrazo y luego el aguador se volvió a un lado para escupir sangre. Había aguantado más de lo que nadie hubiera creído posible, derrotar al extraño guerrero-zorro no había sido fácil, solo lo consiguió después de sajarle un ojo. Se estaba esforzando demasiado, parecía decidido a dejarse la piel combatiendo. Jörn no pudo dejar de admirarle, pese a todo.

Él también se mantenía en pie, pero ni su espada carmesí ni sus protecciones Bäradlig le habían salvado de recibir golpes muy contundentes.

Se había distraído demasiado en los combates. La posibilidad de que sus dones de curación actuaran solos le abrumaba: no sabía exactamente cómo había sucedido otras veces, de manera que, mientras se defendía y atacaba, también se aseguraba de que sus heridas siguieran como estaban.

Al menos Zheit le había ayudado a ese respecto, conocía un brebaje capaz de inhibir el contacto con el Nifflheim de forma temporal. El anciano le aseguró que era una infusión muy potente y que su propio padre, Saghan, había probado sus efectos.

Fue en una ocasión muy necesaria y los resultados no pudieron ser más satisfactorios, le había garantizado Zheit con una enigmática sonrisa.

Jörn confiaba en el viejo sanador, pero el miedo seguía muy presente y esa falta de concentración le estaba costando cara. En uno de los combates, un mazo de batalla le había alcanzado de lleno en el costado. Su peto saltó en pedazos y el dolor era insufrible, un estallido ardiente le sacudía el cuerpo entero cada vez que se movía.

Sigfred le había ayudado con un fuerte vendaje pero apenas se sentía capaz de resistir otro combate. Y, lamentablemente, era el rival más solicitado. Aquel que lograra vencerle no solo ganaría el prestigio de haber derrotado al hijo de los Reyes Blancos, sino también a un adversario marcado por una estirpe divina. Algunos le respetaban, veían que su valía iba más allá de su herencia, pero otros estaban cegados por el ansia de gloria y recordaban que perdió el duelo contra la reina, lo que les daba esperanzas de vencer. No querían dejar pasar la oportunidad de convertirse en héroes.

Cada vez son menos, pensó, aliviado.

Respiró despacio, tratando de recuperar el aliento sin tener que doblarse de dolor, y echó un vistazo a los cercados circundantes.

En el recinto de la Casa Urke casi todas las hermanas seguían en pie, incluyendo a la pequeña Artja. Aquella chiquilla había derrotado a todos sus rivales. La sangre teñía de rojo su pelo trenzado, rubio como el cereal en verano, pero parecía poseída por el espíritu del mismísimo dios de la Guerra. Probablemente era la luchadora más joven de las Jornadas.

Es admirable, no me gustaría tener que enfrentarme a ella.

Otra mujer también llamó su atención: la representante pelirroja de los Dagan estaba recibiendo una impresionante paliza en un combate sin armas en el redil de los Kalere. Su rival, un guerrero rocoso como las montañas de las que procedía, la estaba machacando. Su cara era ya una masa sanguinolenta, pero Kontha Dagan se negaba a claudicar. Encajaba cada golpe y retrocedía un par de pasos, sin hincar su rodilla. Jörn admiró su fortaleza, sin duda merecía el favor de Tyr.

La Casa Vhalen seguía haciendo honor a su fama: Tkell y Dhaf continuaban en liza y en buena forma. En ese momento estaba teniendo lugar un enfrentamiento a lanza y caballo, el pendón del águila pescadora tenía todas las de ganar.

Jörn se acarició la delgada cicatriz de su antebrazo, apenas visible bajo las correas de su brazal.

—¿Dónde está Cyannan? —preguntó a Sygnet, al darse cuenta de que no le veía por allí desde hacía un rato.

Ella tenía los ojos puestos en el palenque de los Hahnek y se volvió hacia él con cara de no haber escuchado la pregunta.

—Alguien más te está retando. Es un colono —observó, señalando a sus espaldas.

Jörn se limpió la sangre de la cara en un barril de agua y se volvió para ver de quién se trataba.

—Volvemos a vernos, gusano —gruñó Mhuro Sturnum, pasándose la lengua por el hueco de los dientes. Entró en el recinto de un salto y empuñó con las dos manos una enorme espada bastarda—. Ahora puedo decirlo tan alto como quiera: ¡pondría a tu madre a cuatro patas y luego…!


Søren no pudo evitar una sonrisa cuando vio al hijo mayor de Ulf estrellarse contra la valla. El corpulento granjero cayó inconsciente con la cara sobre la hierba, su combate había terminado mucho antes de lo previsto.

Jörn se había bastado con el puño, que agitaba dolorido.

—¡De un solo golpe! —chilló histérica su esposa, lanzando vítores.

La proeza disuadió a algunos guerreros que habían considerado desafiarle.

No le va mal, reconoció Søren.

Ya sumaban ocho los adversarios que Jörn había derrotado. Respiraba de forma agitada, fruto de la ira que le desbordaba en ese momento. Se le notaba muy cansado y se llevaba la mano a un costado, debía de estar soportando un dolor agudo. Søren no veía el momento de enfrentarse a él, pero le convenía mantener la cautela.

Kjartan, por su parte, no prestaba atención alguna al que era su mayor rival.

—Esa muchacha te ha estrujado los sesos, hermano —rezongó Søren—. Los sesos o lo que sea… Será mejor que la olvides, teniendo en cuenta quién es y con quién enlazó su mano.

Lejos de seguir su consejo, mantuvo su mirada en Sygnet.

—Al contrario, hermano: lo tengo muy en cuenta, y estoy convencido de que a su esposo no le importará que otro se ocupe de sus menesteres. Sería una lástima ver a una belleza tan desaprovechada, ¿no crees?

Søren no pudo evitar echarse a reír.

—Te gusta jugar con fuego.

—¿A quién no? Y si te alzas con la victoria en las Jornadas de Tyr, ya no tendré de qué preocuparme: seré el orgulloso hermano del rey y ninguna mujer me negará su lecho. ¿Tan poca confianza tienes en ti mismo? Los kĕngir lo profetizaron, ¿no lo recuerdas? ¡Serás rey!

—Los kĕngir respiran demasiado hollín perfumado y además dijeron que uno de nosotros dos sería rey —recalcó el aguador—. Quizás seas tú quien ponga sus posaderas en ese trono resplandeciente del que todos hablan, con esa muchacha a tu lado.

Kjartan lo meditó un momento.

—Tentador, pero no me interesa decir a los demás cómo tienen que vivir sus vidas.

Søren inspiró, haciendo un esfuerzo por mitigar el sufrimiento punzante de su rodilla, de su muslo y de su cadera. También sentía los dientes de Melraki clavados en su cuello. Gracias a las Hilanderas, la lluvia les había dado una tregua y una pizca de sol los bendecía con su calor. Aun así, la hierba estaba empapada y resbaladiza, los rediles empezaban a convertirse en lodazales. Søren se sentía agotado y dolorido pero sonrió, agradecido por ese glorioso momento. No había disfrutado tanto en su vida.

—Søren Hahnek, tienes un desafío —le anunció Kreian Waldyn, deteniéndose en su cercado—. Se ha presentado un nuevo guerrero a las Jornadas de Tyr. Solicita un combate sin armas contra ti.

El estandarte del águila pescadora se situó junto al del cuervo. Even, que hasta ese momento había vigilado los combates con tranquilidad, se incorporó con una especial cautela al ver entrar al nuevo combatiente.

Søren no estuvo seguro de si el joven Vhalen era el guerrero más osado o el más loco que había conocido.


—Combatiremos de igual a igual, no me subestimes, Hahnek —le advirtió Cyannan con los ojos vendados.

—Nunca lo haría. Un cojo contra un ciego, yo diría que estamos empatados —le respondió.

No bromeaba, Cyannan detectó un sincero respeto en su voz. Pidió al Gran Maestro que le condujera hasta el centro del redil y aguzó su oído. El sonido de hebillas y correajes le indicó que el aguador estaba dejando su espada y su escudo a un lado, y también que se había desprendido de la coraza, un estorbo en este tipo de combate. Él tan solo llevaba un justillo de cuero.

—Siento curiosidad —le confesó Søren mientras terminaba de prepararse—. ¿Por qué lo haces? ¿Crees que soy el culpable de haberte convertido en lo que eres? Como no puedes descargar tu ira sobre Nyben, ¿prefieres hacerlo sobre mí?

Cyannan apretó los dientes y se negó a contestar. El corazón le latía con fuerza.

—Bien, si es cuestión de hacerte sentir mejor, aquí estoy, te concedo ese placer.

La rabia hizo brecha en su templanza y Cyannan se arrojó hacia Søren, guiándose por el sonido de su voz. Le escuchó moverse hacia la derecha, pero él fue más rápido: podía escuchar sus pisadas en la hierba mojada, adivinó hacia dónde se movía y le atrapó por la cintura. El aguador tensó sus músculos; tuvo que hacer un gran esfuerzo para no caer hacia atrás y Cyannan escuchó el chasquido de su rodilla. No podía ver, pero seguía teniendo la fuerza y los reflejos de un guerrero entrenado en la Escuela de Guerra, una ventaja de la que el aguador carecía por completo.

Søren gruñó como un animal para aguantar el dolor, el primero que cayera al suelo perdería aquel desafío.

—Ya entiendo —siseó triunfante, pese a todo—. Pretendes ayudar a Jörn, quieres apartarme de su camino, ¿no es cierto? Pues me temo que no te lo pondré fácil.

Aquello alimentó su rabia, Søren sabía leer en su interior como si fuera un libro abierto. Tal vez era demasiado evidente.

El aguador había conseguido que bajara la guardia pero no aprovechó ese instante para imponerse, como era natural. En cambio le abrazó con fuerza y le susurró al oído, con los dientes apretados:

—Te equivocas de bando, Vhalen. ¿Acaso no imaginas qué es lo primero que hará tu amado Jörn al llegar al trono? Seguirá el camino de sus inmaculados padres: prohibirá a cualquier mestizo tomar un arma, aunque él mismo tenga que someterse a esa ley. En su caso no supondrá sacrificio alguno, es más djendel que kranyal, lo sabes mejor que nadie. ¿Eso es lo que quieres?

Cyannan le contestó con un gruñido, bajó su posición y trató de atraparle por las piernas, pero Søren logró zafarse de él y se alejó hasta una posición más segura.

—Si Jörn logra ser rey, tú y yo no podremos seguir empuñando nuestras armas —le advirtió.

La lucha de Cyannan era doble: no solo tenía que enfrentarse a Søren, sino también a sus propios sentimientos. Lo que decía el aguador era cierto. No podía negarlo… pero podía contraatacar.

Solo tengo que derribarlo, y habrá terminado todo.

Cyannan lanzó dos puños al aire y Søren decidió tomar la iniciativa: le desorientó con un movimiento en falso y le atrapó por el costado en una posición de poca estabilidad.

—No lo hagas más difícil —le pidió mientras le empujaba hacia atrás—. Me ha costado mucho llegar aquí, todos son mejores que yo y cada paso me desgasta. Este es un escalón más para alcanzar el trono; si lo consigo, los dos saldremos ganando: seremos libres. Tú, yo, todos, con independencia de nuestra sangre. ¡Podremos usar los dones para nuestra propia defensa!

—¡No! —gritó Cyannan.

Ejecutó una técnica que, en otros tiempos, le habría servido para deshacerse fácilmente de un rival. Pero combatir a ciegas no era lo mismo; se tropezó con Søren y él se separó inesperadamente, de modo que perdió del todo el equilibrio y cayó de bruces. Su honor, su estima, su dignidad, todo eso también quedó desparramado por el cieno.

En ese momento sonó el bramido de los cuernos, un sonido que parecía llenar el mundo entero, y todos se quedaron escuchando la llamada.

—El carro de Saewelo toca ya el horizonte —pronunció Kreian para que todos le escucharan—. ¡La primera Jornada de Tyr ha terminado!

—¡Gana el cuervo! —anunció un kranyal en alguna parte, con la voz pastosa por el alcohol.

Se levantó un estridente barullo sobre él. Sonaron los tambores, algunos kranyal cobraron sus apuestas. El combate había propiciado muchas, teniendo en cuenta la excepcional condición de los dos contrincantes, y los vencedores cobraban lo apostado: pieles, collares, armas, cinturones, botas y hasta caballos. Todo valía.

—Lo lamento —le dijo Søren por encima de su cabeza, y su pesar era sincero. Le tomó del brazo y le ayudó a ponerse en pie—. Lamento verte dividido. Espero que recuerdes que en mí siempre tendrás a un aliado, nunca a un enemigo.


Aquella noche los combatientes se fueron pronto a descansar. Pero antes disfrutaron de los privilegios dispuestos para ellos en un pabellón levantado para la ocasión: espetones con asados para recuperar fuerzas, baldes de agua caliente donde podían lavarse las heridas y la suciedad, y barricas de aguamiel y cerveza. Flautines y tambores amenizaban la noche, en las hogueras se brindaba por los guerreros victoriosos y también por los caídos. En el pabellón de los heridos, situado en el corazón del campamento, tampoco hubo descanso alguno aunque el ambiente era muy diferente.

Nyben ya no era djendel, sin embargo no había desaparecido en ella la necesidad de ayudar a los demás. El amor por la vida seguía ahí, pulsante como el sordo dolor de un miembro amputado. Fue duro reunirse con otros djendel sanadores. La recibieron con incomodidad, algunos no sabían cómo reaccionar ante la noticia de su pavoroso castigo. Notó miradas de recelo, pero nadie le reprochó nada.

—Vamos, muchacha, tienes manos, ¿no? ¡Pues deja de mirar y ayúdame, mi pulso ya no es el que era! —le increpó la anciana Shöjka, y le puso en las manos aguja e hilo.

La vieja kranyal debía de haber curado más cortes de espada que cualquiera de los que estaban bajo esa lona, pensó Nyben. Se tragó su pesadumbre y aceptó el encargo.

Se sintió mejor al ver que allí ningún djendel podía utilizar sus dones. Todos estaban en su misma situación, también los kranyal, que aplicaban sus curas tradicionales y cosían la carne a su manera; no era lo más eficaz pero servía. Así se había hecho siempre en las Jornadas de Tyr y también en su vida cotidiana; los guerreros sabían bien cómo tratar los tajos abiertos por un acero afilado.

Cualquier herida recibida bajo la bendición del dios de la Guerra se consideraba un valioso presente, así que Nyben atendió lo mejor que pudo a los heridos. Curó a un herrero que había perdido la oreja y volvió a poner en su sitio un hombro que se había salido. Sintió que el corazón le daba un vuelco cuando vio entrar a Søren.

—Estoy bien —le aseguró él—. Solo algún corte de poca importancia.

La besó delante de todos y Nyben se sintió enrojecer, muy a su pesar.

Nadie sabía lo ocurrido la noche del solsticio. Hubiera preferido que siguiera siendo así, pero se dio cuenta de que su secreto había dejado de serlo. La vieja Shöjka los miró y luego siguió amputando un dedo destrozado por un mazo como si nada.

Nyben no intercambió con él ni una palabra, ni siquiera cuando Søren se desprendió de su ropa y dejó al descubierto las feas quemaduras de su cadera y de su muslo. Ella las trató cuidadosamente con ungüentos de plantas y aceite, lavó el mordisco de su cuello y le cosió algunos cortes menores. No le gustó la sensación de hundir la aguja en su carne: se parecía demasiado a la de herir con un arma. Sus dedos temblaban y no supo si se debía a tener que coserle las heridas abiertas o a la intensidad de su mirada sobre ella.

Él no se quejó ni una sola vez y en todo ese tiempo Nyben se sintió incapaz de levantar la vista y cruzarse con esos ojos negros como el ónice que, después de lo que había pasado, todavía la perturbaban y atraían con la misma intensidad.

De una forma inaudita, en Søren había encontrado el consuelo que nadie más había sido capaz de darle. Aquella noche del solsticio él le mostró una gran verdad: que aunque ya no era djendel aún seguía siendo una persona. Le hizo ver que había quedado libre de las cadenas morales que hasta ese día la habían apresado. La sacó de su estado de apatía con la fuerza de su deseo, se abrió paso dentro de ella con un calor inesperado, le regaló un inusitado placer y, lo más importante, la esperanza de que podría ser feliz en una nueva vida.

Desde entonces Nyben se sentía embargada por la necesidad de tenerle cerca, un sentimiento que la atormentaba, porque cuando estaba ante él se veía como una presa ante el cazador. Era obvio que Søren también se sentía atraído por ella, de una forma salvaje e irremediable. No dejaba de preguntarse por qué, ya que no podían ser más diferentes. Todo era una locura.

Echaba de menos la sensatez de Dharia. Ella también apreciaba a Søren, aunque de una forma muy diferente. La aguadora era mayor que él y se había preocupado por su bienestar desde que era un muchacho, no había nada en Søren que la atemorizara. Nyben tenía la sospecha de que ambos habían ido más lejos alguna vez en el pasado, sin llegar a nada que los comprometiera. Cuando estaba con ella, Søren era de otra forma, más calmado, más en paz consigo mismo. Lamentablemente, Dharia había tenido que quedarse en el norte, al servicio de los barcos que iban y venían de Hertejänen.

Cuando terminó de atender todas sus heridas le ayudó a vestirse de nuevo.

—¿No vas a decirme nada? —indagó Søren mientras introducía los brazos por las mangas del jubón.

Ella no tuvo más remedio que levantar la vista. Søren poseía una feroz determinación, eso era innegable, pero Nyben temió por él. Lo iba a dar todo por ganar las Jornadas de Tyr y no era el mejor preparado de los combatientes. Ambos lo sabían.

—Ten cuidado.

Aquella preocupación fue suficiente para él.

—Tendré que conformarme con eso.

Se despidió de ella con otro beso, mucho más intenso de lo que hubiera querido.

Al salir del pabellón Søren se cruzó con Jörn; los dos se detuvieron un instante, como si fueran a decirse algo, pero después cada uno prosiguió su camino.

—Muchacha, te necesito ahora —la reclamó Shöjka.

Acababan de traer a Melraki Ylkyn. Le llevaban a la fuerza: el servidor de Tyr se negaba a ser atendido a pesar de que había perdido un ojo y sangraba por la cuenca vacía y también por muchas otras heridas infligidas en su escuálido cuerpo.

El guerrero gruñía como una fiera a todo sacerdote que se acercaba a él, especialmente si intentaba quitarle su tocado de zorro para atender las heridas de su cabeza. Había tomado alguna clase de hongo para luchar y ahora que su efecto había pasado sufría el dolor de las heridas en toda su intensidad.

—Brindemos por el Señor de la Guerra —le instó la vieja kranyal, y vertió en su boca el contenido de una redoma que había sacado de un bolsillo de su falda.

Era adormidera, notó Nyben. Había reconocido el olor agrio y el color lechoso. Su efecto no sería inmediato, pero aquella cantidad era capaz de tumbar a un caballo de batalla. Por si acaso, Shöjka indicó a sus parientes Ylkyn que le sujetaran bien mientras ella le atendía.

—Todavía eres una gran sanadora —le aseguró la vieja guerrera al cabo de un rato, mientras terminaban de coser las incisiones del servidor de Tyr—. Sé que es duro, muchacha, no lo niego. Pero no es el fin del mundo.

Nyben agradeció su ánimo y miró a Zheit Geffast, que no había tenido un momento de respiro desde que llegaron los primeros heridos. Seguía en pie y ahora atendía las contusiones de Jörn: tenía media espalda teñida de un preocupante color púrpura.

El cansancio era evidente en su arrugado rostro, llevaba toda la jornada atendiendo las amputaciones y las incisiones más graves. No había logrado salvar a todos: algunos llegaron más muertos que vivos. Una veintena de guerreros ya estaban de camino a las Altas Praderas, calculó Nyben.

—Hace mucho tiempo, cuando esta tierra era muy diferente, Zheit también recibió un castigo ejemplar —le contó Shöjka, mirando a su esposo con una mezcla de tristeza y profundo orgullo—. Su único pecado fue amar a una kranyal, en una época en la que el menor contacto entre clanes estaba prohibido. Es cierto que no le arrebataron sus dones como a ti, pero le quitaron todo lo demás: era el Primero entre los Djendel y le expulsaron de su familia y del clan, le condenaron al exilio y renegaron de él. Ha sufrido mucho por su castigo durante mucho tiempo.

Tiró del hilo para dar la última puntada a la herida que cosía y el guerrero de cabeza de zorro se quejó con un sordo gruñido.

—Calla, apestoso animal —le reprochó la vieja kranyal—. ¿A quién se le ocurre combatir en cueros?

Nyben no pudo evitar una sonrisa. La vieja dio por terminada la cura y dejó que Melraki se marchara con los suyos, de regreso a la tienda de los Ylkyn. Entonces la tomó de las manos con afecto. Nyben se dio cuenta de lo mucho que había vivido aquella mujer y no pudo imaginar las cosas que habían contemplado esos ojos suyos, aún chispeantes y llenos de vida.

—Más allá de las fronteras de Neimhaim hay un mundo entero, yo lo he visto —le contó la anciana—. Allí la gente no tiene habilidades extraordinarias ni las necesitan. Viven sus vidas como todos nosotros, con tristezas y alegrías. Se casan, tienen hijos y también los pierden. Algunos ayudan a los demás y otros los matan por cruzar una palabra de más. Así es este mundo nuestro. Y estoy segura de que tú tendrás muchas cosas importantes que hacer en él.

Nyben deseó con toda el alma que la vieja guerrera tuviera razón.


Lejos del bullicio, en la parte más alta de Kranyalarn, había un enorme peñasco plano, en forma de lengua. Los viejos relatos decían que era la lengua de un gigante que se quedó petrificado mientras roncaba en un profundo sueño, tendido allí en el talud donde se fundó la ciudad. Otros aseguraban que era una gran roca que se desprendió un día desde lo alto de la cumbre y se partió al rodar hasta allí, matando a diez guerreros de una sola familia por el camino.

Fuera como fuera, era el lugar preferido de Sigfred; allí solía encaramarse por las noches cuando era niño para aullar como un lobo y escuchar la respuesta de las manadas en lo más profundo del bosque. Le sobrecogía la grandeza de las montañas en la oscuridad y la vista de la ciudad a sus pies. Era un buen sitio para hablar con su hija.

Sygnet acudió al encuentro en silencio, con una mezcla de cautela y enfado. Por un momento, los dos no se dirigieron la palabra, tan solo se quedaron mirando las luces de las hogueras, salpicadas por todo Kranyalarn como estrellas caídas, mientras el viento les traía el rumor de las risas, la música y la diversión de los demás.

—Te he hecho llamar porque ha llegado el momento de que sepas algo importante —le anunció a su hija—. Es algo que nunca te he contado, y espero te ayude a comprender quién eres y lo que se espera de ti.

La luna estaba casi llena en el firmamento despejado, su luz fría se derramaba sobre las montañas, el bosque y las praderas. Más allá, en la costa, podían apreciarse destellos plateados en el mar. Ella le miró y enarcó una ceja. Aún estaba airada, pero una pizca de curiosidad se había colado en su enfado.

—La noche en la que el rey Saghan concibió a su hijo, tuvo un sueño: vio a Jörn hecho un hombre y convertido en rey de Neimhaim. Tú estabas a su lado, tal y como eres ahora, una joven hermosa de cabello largo y oscuro como el azabache que sonreía con picardía. Un par de años después, tu madre quedó encinta. Podrías haber sido un varón, o una niña pelirroja como ella, pero la premonición resultó ser certera: eres tal y como aparecías en ese sueño. Nuestro rey nunca se ha equivocado con sus visiones. Y eso me desconcierta, y me preocupa, porque en ese sueño tú vestías la túnica sagrada del Primero de los Djendel. Sé que ahora parece imposible, pero todo indica que algún día conducirás el clan de los sacerdotes.

Aquella revelación dejó a su hija estupefacta, tal y como Sigfred había esperado. Sygnet soltó una risita nerviosa y le miró con incredulidad.

—¿Yo, Primera de los Djendel? ¿Qué clase de bebida fermentada tomó mi tío aquella noche?

—Nunca creí necesario que supieras de esta visión —continuó Sigfred, ignorando su sorna—, pero lo que hoy ha sucedido me ha hecho cambiar de opinión. Ese sueño premonitorio, el hecho de que vistieras las túnicas sagradas, fue lo que llevó al rey Saghan a tomarte bajo su tutela, por eso se esforzó en que aprendieras a vivir como una djendel. Pero hoy me he dado cuenta de que tienes razón, Sygnet. Aunque te cubras con prendas sacerdotales, tú nunca serás una djendel. Has heredado las habilidades de tu madre; pensé que serías dócil y tranquila como ella, pero eres Bäradlig de los pies a la cabeza, eso salta a la vista.

Aquella confesión dejó aún más perpleja a Sygnet, si eso era posible.

—Que tu herencia guerrera sea tan evidente solo te traerá problemas. Porque si al final se cumple lo predicho, no te lo pondrán nada fácil. No creo que el clan Djendel acepte de buen grado el liderazgo de un Bäradlig. Muchos se pondrán en tu contra, o dudarán de cada una de tus decisiones, solo por el hecho de que vienen de una mujer con la guerra en la sangre. Lo quieras o no, debes ser un ejemplo de conducta, más que cualquier djendel.

Sigfred tomó aliento. Lo había dicho, y un gran peso se había aliviado en su corazón.

—¿Por ese sueño me prometisteis también con Jörn? —preguntó ella, al cabo del rato.

Él asintió.

—Por ese sueño, y también porque era nuestro deseo enlazar nuestras familias. Pero es obvio que las cosas no han salido como esperábamos. Hubiera querido que todo fuera como cuando eras una niña, en Hertejänen, y estábamos tan unidos, hija. Pero a veces no puedo lidiar con esa parte de ti que es tan irreverente, me haces perder la paciencia, algo que nunca me ha fallado, ni siquiera en el calor de un combate. Jamás olvides que todo lo que hago, lo hago por tu bien. Y que me importas más de lo que nunca podrás llegar a imaginar.

La besó en la frente y la dejó a solas, con el deseo sincero de que aquello la hiciera recapacitar.

Cuando ya descendía ladera abajo, Sigfred escuchó una risotada que conocía demasiado bien. Illzar los había estado escuchando todo el tiempo desde las sombras y se había reunido con Sygnet, tremendamente divertido.

—No soy capaz de imaginar qué podría llevar a esos tiernos monjes a elegirte como líder, lo confieso —oyó que le decía—. Pero sin duda será grandioso ver en lo que se convierte el clan Djendel bajo tu mandato.