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Capítulo séptimo

Costa este de la Marca de Hertejänen
Tres días después

—Hemos llegado —les anunció Søren con un hilo de voz—. La granja Sturnum.

Estaba completamente consumido, débil como si no hubiera comido en semanas. Las piernas le temblaban tanto que apenas podía sostenerse en pie, y su rodilla maltrecha le dolía tanto que casi no podía ni pensar. El tiempo había empeorado mucho desde que se unieron a las mujeres Urke. Regresar a la casa tutelar con ellas habría sido una temeridad: tenían por delante diez días de camino por páramos helados sin ninguna clase de protección, así que decidieron buscar refugio para ellas en la granja más cercana, que era también la última que les quedaba por visitar.

Habían deambulado bajo un fortísimo temporal de nieve durante tres agotadoras jornadas. Søren había forzado al máximo sus dones de aguador para abrir camino a los demás. Para evitar que murieran congelados bajo la ventisca tuvo que permanecer casi todo el día en el Nifflheim, nunca se había esforzado tanto durante tanto tiempo. Ya no tenía ni fuerzas para calentar su propio cuerpo, y la congelación había hecho estragos en sus pies.

Finalmente llegó trastabillando a la granja, tan aterido por el frío como los demás.

Los muros habían quedado sepultados bajo la nieve y Søren tuvo que despejar con manos torpes la entrada para encontrar la puerta. Aporreó la madera con las fuerzas que le quedaban y una voz los increpó desde el otro lado:

—¿Quién demonios vaga por estos parajes bajo esta maldita nevada?

El hielo había trabado la puerta. Abrirla resultó una tarea complicada, pero el hombre que tiraba de ella desde dentro era grande y corpulento como un oso negro, y logró desencajarla de un brusco tirón.

Søren entró el primero y estuvo a punto de derrumbarse sobre sus rodillas al pisar suelo firme, al fin.

—¡El cachorrillo! —exclamó riendo Ulf Sturnum, y le atrapó entre sus brazos con tanta fuerza que Søren creyó que le rompería las costillas—. ¡Enwar, saca el queso y carne de cabrito para preparar un asado! ¡Familia, tenemos invitados!

El viejo amigo de su padre no había cambiado mucho desde la última vez que le visitó. Hacía años que Ulf ya no necesitaba raparse la cabeza para lucir sus tatuajes: no le quedaba un pelo más allá de las cejas. Para compensar su calvicie, una frondosa barba le cubría la cara y el pecho como una manta negra. No vio nuevas canas en ella.

—Yo también me alegro de verte, viejo jabalí. Pero no traigo buenas noticias.

Una vez liberado, Søren tosió para recuperar el aliento y volvió la vista hacia sus compañeros de viaje, que se habían quedado fuera.

—Varna Urke y sus hijas están también aquí. Han perdido su granja.

El veterano guerrero las saludó según iban entrando. Conocía bien a las mujeres Urke, eran vecinos y las estrechó con sentido dolor cuando supo su pérdida. Saludó con amabilidad a Cyannan y a Jörn y prometió sacar un odre de aguamiel para que calentaran sus cuerpos por dentro. Pero frunció el ceño cuando notó que Kjartan no estaba con ellos.

—¿Dónde está tu hermano, muchacho? —notó.

—Deja que nos calentemos junto al fuego. En cuanto vuelva a sentir los dedos de los pies te lo contaré todo, viejo —le prometió Søren.

Hacía ya cinco años que Ulf criaba vacas lanudas y ovejas en aquel páramo apartado con la ayuda de su mujer, sus tres hijos varones y sus respectivas familias. Tenía un puñado de nietos, el mayor era ya casi un muchacho, comprobó Søren.

Cuando se sentaron a cenar eran tantos que apenas cabían en las bancadas: el ambiente le recordó a esas bulliciosas casas de vino que Kjartan y él habían visitado en los Reinos Extraños, solo que aquí, en vez de ser amenizados por músicos o las mujeres que vendían su cuerpo, estaban acompañados por un coro de mugidos. Un par de vacas y hasta diez ovejas se apretaban en un rincón, vigiladas por varios perros enormes que estaban echados bajo la larga mesa. Una cabra preñada balaba cerca del fuego, protestando por los chupetones de un nieto de Ulf en sus ubres. Unos gatos se peleaban por los restos bajo los bancos.

Las hermanas Urke estaban agotadas y malheridas, y se retiraron pronto. Solo la madre se quedó, pese a que necesitaba descansar tanto o más que los demás.

—No dejes que esos lanceros dorados se apoderen de tu granja —le advirtió duramente a Ulf—. Y no digas que no podrán contigo. Ningún acero puede hacer frente al fuego de sus sacerdotes, eso puedo jurarlo por el mismísimo Tyr.

—Con este temporal dudo que puedan moverse de donde quiera que se encuentren —rumió el viejo kranyal, asumiendo todas las noticias recibidas—. Por el momento, descansad y reponed vuestras fuerzas. Después… ya veremos.

La mujer de Ulf trajo el aguamiel prometido, caliente y con especias, y sus tripas recibieron con gusto el preciado licor.

Su anfitrión brindó por tenerlos en su casa sanos y salvos, y también por que Kjartan regresara pronto a Hertejänen.

—Así que tu hermano se dejó atrapar por esos lanceros… Me cuesta creerlo. Nunca he visto a nadie tan tozudo, tendríais que haber visto cómo luchaba contra las olas en esa maldita tormenta en la que lo perdimos todo —les contó a los demás—. La gorda Gyda, qué buen navío era. Volvimos a Adertral con las manos vacías, Njörd nos dejó sin nada. Cuando supe que habían enviado a Søren a este terruño helado decidí acompañarle. No quería pasarme de resto de mi vida tragando agua salada lejos de mi mujer y mis hijos, había llegado el momento de asentarme. Aquí había mucha tierra libre para criar ganado. Y no quería perder de vista a este cachorrillo —aseguró, guiñándole un ojo.

—Podrías haber venido tú solo, padre —se quejó uno de sus hijos, un pelirrojo barbudo al que le faltaba la punta de la nariz, seguramente por la congelación. También él tenía tatuajes en la cabeza, le cruzaban la frente y se perdían en su espeso pelo encarnado.

—Puedes salir por esa puerta cuando quieras, Mhuro, sería un alivio para nuestra despensa —le reprochó Ulf.

Los demás prorrumpieron en carcajadas, pero a su hijo no le hizo gracia y despreció violentamente a su esposa cuando le ofreció más comida.

—¿Quiénes son estos dos imberbes que te acompañan, muchacho? —indagó Ulf, ignorando la ira de su hijo.

—Son mantos albos —respondió Søren—. Lo único que queda de una guarnición que iba a reforzar la defensa de la marca.

Les contó las noticias más recientes: un caminante había logrado llegar a Vilaarn y había hecho saber a los reyes todo sobre los ataques. El rey Saghan había promulgado una dispensa excepcional, limitada a la marca boreal, para que los mestizos pudieran tomar las armas ante la invasión kĕngir.

—¿Y los djendel también podrán defenderse? —inquirió Ulf, incrédulo—. Maldita sea, sí que han cambiado las cosas desde que dejé la península…

—No puedo decir que la idea me agrade —opinó Varna—. Hubiera preferido cien espadas de nuestro lado que un solo sacerdote empleando sus… lo que sea que hagan en la batalla. Pero después de lo que he visto, creo que es una decisión necesaria. Sabia y necesaria.

—Bah, los Reyes Blancos… ¿Qué sabrán ellos de lo que ocurre en nuestra isla? —gruñó Mhuro, lanzando un mordisco a una pata de cabrito—. Sus reales culos níveos están muy cómodos y calientes en su palacio de altas torres. He oído decir que son hermanos y que eso no les impide meterse mano el uno al otro… Así engendraron a su heredero, que no debe de ser más que un gusano malformado, un monstruo fruto del incesto.

Søren miró de reojo al aludido, temiendo su reacción. Jörn seguía comiendo con normalidad, como si no hubiera escuchado los injuriosos comentarios, pero a su lado, Cyannan cerró los puños y se puso en pie para responder al insulto. Jörn le obligó a sentarse de nuevo, y le retuvo del brazo con fuerza. Aunque el joven Vhalen tenía los ojos vendados, era fácil adivinar su incomprensión. No entendía cómo era posible que Jörn callara ante un agravio semejante.

A Ulf no se le escapó esa reacción e hizo un esfuerzo por calmar los ánimos.

—Los que han visto a los reyes con sus propios ojos juran que se parecen como dos hermanos, es cierto. Pero no lo son —le aseguró a su hijo, y echó un largo trago de una cerveza oscura que ellos mismos producían—. Conozco a dos o tres que estaban en el bosque de fresnos cuando fueron engendrados. Y hubo muchos más testigos de ello, así se selló el pacto de la Alianza.

—Bah, cuentos para críos —se burló Mhuro—. Lo cierto es que a la reina le gusta que sus parientes le calienten la cama, empezando por su primo, Sigfred Bäradlig, nuestro querido mayor de Hertejänen. —Pronunció el título con tanto cinismo que se le escaparon varios salivazos.

Esta vez Jörn dejó de masticar. Søren hubiera jurado que también había dejado de respirar.

—Dicen que Sern Sigfred se ocupó de suplir al rey en su ausencia, y que lo hizo con una pericia considerable, a juzgar por lo que se escuchaba por los corredores. —El pelirrojo hizo un gesto obsceno y sus hermanos rompieron a reír a carcajadas—. Y eso no es todo, lo más asombroso es que contaba con la bendición del mismísimo rey. Por lo visto, cuando los tres coincidían en Vilaarn en los Consejos de Plenilunio, el rey en persona le abría las puertas de su alcoba para cederle su puesto en el lecho, y más de una vez todos ellos…

Mhuro no pudo terminar la frase, cayó al suelo de espaldas y se llevó con él la mesa entera. Sobre él, Jörn se sostenía el puño, temblando de ira.

—Lo que hagan los reyes en su alcoba no es asunto tuyo, ni de nadie más —le advirtió con tal cólera que silenció todo el salón—. Si vuelves a hablar de ellos o de Sigfred Bäradlig con ese desprecio, te tragarás algo más que tus palabras.

Søren le miró sorprendido: era la primera vez que veía en él una respuesta semejante. Parecía haber rebasado una línea que jamás hubiera querido traspasar, y su presencia había crecido: su altura, su corpulencia, todo ello proclamaba lo peligroso que podía llegar a ser.

El pelirrojo se tocó los labios rotos, atónito. No entendía por qué le había agredido de esa forma, pero en cuanto notó los huecos de los dientes que había perdido, la sorpresa se transformó en una rabia muy peligrosa. Se arrojó sobre su agresor y los dos se enzarzaron en una violenta pelea. Derribaron taburetes, platos y jarras, se golpearon contra las paredes y rodaron por el suelo. Los perros ladraban, los niños gritaban entusiasmados y los dos hermanos de Mhuro intercambiaron apuestas sobre quién sería el vencedor.

Ulf puso fin a aquello con un cubo de agua helada.

—Mhuro, estúpido animal, deberías pensar bien lo que dices delante de un manto albo —le reprendió su padre, levantándole del pescuezo.

Jörn se levantó por su propio pie, tan empapado como el enemigo que acababa de ganarse. Tenía las mejillas enrojecidas, ya fuera por el calor de la pelea o por los puñetazos recibidos. Y algo más: en el transcurso de la contienda había perdido su crespina, dejando su cabeza al descubierto. Era la primera vez que Søren le veía el cabello en su totalidad, tan blanco como la nieve.

—Ulf Sturnum, he faltado a tu hospitalidad, te ruego disculpas —dijo, tan consternado por su conducta que no se dio cuenta de que se había convertido en el centro de las miradas.

Cada uno de sus rasgos revelaba quién era, pero nadie se atrevió a decir nada. Un silencio incómodo se extendió por el salón y Søren intervino oportunamente:

—Maldita sea, chico, no tienes ningún sentido del humor. —Le devolvió la crespina y trató de restar importancia a lo ocurrido—. A Mhuro le gusta bromear, solo es eso. Descansemos, ha sido un viaje agotador.


El temporal no remitía, y tuvieron que permanecer bajo el auspicio de Ulf Sturnum más tiempo del esperado.

Durante las siguientes jornadas nadie volvió a hacer mención al incidente y todos se centraron en los preparativos para abandonar la granja en cuanto dejara de nevar.

Tuvieron que sacrificar todo el ganado y salar la carne. Las hermanas Urke eran muy hábiles desollando y destripando los animales, Jörn en cambio se sintió más a gusto en la forja, cuando llegó el momento de preparar las armas para defenderse. Ulf tenía una buena fragua; en la granja vivían completamente aislados, de manera que contaban con un pequeño horno y un yunque de piedra, y no había duda de que habían sacado buen partido de ambos. Era un gran artesano, Jörn pudo verlo en los muchos enseres que había en la casa y que colgaban de las paredes. Su hijo menor, Enwar, había heredado su habilidad, según comprobó pronto. Al igual que su padre, llevaba tatuado en la cabeza un enorme verraco de afilados colmillos, se rapaba ese lado para que quedara bien a la vista que era un Sturnum. Era de la edad de Søren y, al contrario que sus hermanos, no tenía mujer ni hijos, así que estaba más desocupado. Fundió todo el hierro que encontraron en la granja y con él fabricó puntas de flecha.

Entre tanto, Jörn se dedicó a construir nuevos escudos, arregló las abolladuras de las corazas y enmendó las hojas gastadas de espadas y hachas. Le gustaba especialmente esa tarea: conocía bien cómo calentar el metal sin quebrarlo, sabía cuál era el color adecuado para golpear y cubrir el hueco de las mellas a pesar de no tener más hierro para hacer la aleación. Con expertos martillazos, estiraba el acero incandescente, manteniendo un delicado equilibrio para que la hoja conservara el filo y su flexibilidad sin partirse, y luego limaba su filo hasta que cortara el aire. Todos quedaron impresionados por su destreza.

También quitó la herrumbre al yelmo y la coraza de Søren y los dejó relucientes de nuevo.

—Parecen piezas muy antiguas —le dijo al entregárselas.

—Eran de mi padre adoptivo —le explicó Søren mientras pasaba los dedos por lo que quedaba del grabado de la coraza, casi perdido con el calor del incendio—. Llevaban años guardadas en un arcón, ahora volverán al combate.

Jörn notó una gran impaciencia en sus palabras.

—¿Es un cuervo? —le preguntó con los ojos puestos en la figura desdibujada.

Søren asintió con orgullo.

—El protector de los Hahnek, la familia de mi padre. Él habría apreciado mucho tu trabajo, tienes toda mi admiración y gratitud.

Jörn negó el cumplido.

—Me crie en un lugar tan aislado como este. Hay que trabajar duro para sobrevivir, y si nos ayudamos los unos a los otros tendremos más posibilidades.

Jörn era consciente de que su identidad ya no era ningún secreto, pero procuraba hablar de sí mismo lo menos posible. En cambio en aquellos días pudo conocer muchos detalles sobre el pasado de Søren.

Ulf era un hombre muy hablador, le gustaba contar historias de su propia vida y de la de los demás en todo momento: mientras ordeñaba, mientras cortaba la leña o mientras degollaba un carnero. Así supo que el día en el que Zheit se llevó a Søren fue el último que este vio a sus padres: murieron mientras se encontraba a medio mundo de distancia. Permaneció bajo la tutela del viejo sanador dos años, después se reunió con su hermano y juntos se dedicaron a mercadear con El charrán audaz. No todos los mercaderes tenían un aguador a bordo, gracias a ello los hermanos Hahnek se habían ganado una gran reputación, llegaban más lejos que nadie y contaban con mercancías exóticas que nadie más tenía.

Una noche después de la cena, Ulf sacó su odre de aguamiel y al calor del fuego les relató cómo encontró a Søren y a Kjartan entre sus ovejas, mojados como dos polluelos y unidos por una tira de cuero. Una cinta que años después los hermanos cortaron en dos y se anudaron en la muñeca.

—Pobres infelices —rememoró Ulf—. Aquel día Thor se había hecho dueño de los cielos, sus chispas encendían la oscuridad y hacía un frío endemoniado. Allí estaban ellos, sobre la paja, prácticamente desnudos y helados. Siempre me he preguntado quién tuvo el poco corazón de abandonarlos.

En ese momento Søren se encontraba montando flechas. Cada día se mostraba más contento por la perspectiva de volver a luchar de forma abierta, sin trabas morales. Aparentemente, la conversación le interesaba poco. Ante el relato de Sturnum, se encogió de hombros.

—¿Acaso importa? Lo más seguro es que fueran dos chiquillos con la sangre caliente por los fuegos del solsticio —les aseguró Søren, aunque a Jörn le pareció que no se sentía tan indiferente como pretendía demostrar.

Más tarde, cuando las mujeres Urke preparaban sus jergones para dormir en el suelo, cerca de las brasas, Jörn escogió un lugar cerca del aguador. Esperó a escuchar el habitual coro de respiraciones profundas y de ronquidos, y despertó al comerciante.

—¿Qué ocurre? —preguntó él, temiendo que los estuvieran atacando.

Jörn le indicó con una seña que no había nada de que alarmarse. Entonces le dijo en voz baja:

—Si yo supiera tu origen, ¿querrías que te lo dijera?

—¿Acaso lo sabes? —le preguntó él con suspicacia.

Jörn tardó en contestar. No sabía cómo explicarse.

—Creo que podría saberlo —admitió.

No le gustaban las visiones que se apoderaban de él cada vez que tocaba a Søren, no quería saber su significado, ni por qué sentía un vínculo tan fuerte con el aguador, una cercanía que era atrayente y repulsiva a la vez. Pero se sentía dispuesto a arriesgarse, incluso a ir más allá.

Søren no contestó. Se quedó envuelto en un mutismo que solo fue interrumpido, por el chasquido de alguna brasa.

Por un momento, Jörn se sintió intimidado por su mirada negra, indescifrable bajo el tenue resplandor de los rescoldos.

—No sé qué hace el heredero de los Reyes Blancos aquí, en esta marca remota, y no quiero saberlo —comentó el aguador finalmente—. Pero incluso siendo quien eres, me pregunto cómo podrías saber esas cosas sobre mí.

Jörn suspiró. Había llegado el momento de decirle la verdad.

—Creo que algo nos une, Søren, un lazo fuerte, de sangre —le reveló—. Es difícil para mí explicar cómo lo sé, porque ni yo mismo puedo entenderlo, pero estoy convencido de que podría saber más, si es lo que quieres.

Jörn se incorporó y le tendió la mano en la oscuridad. Søren la miró como si fuera una serpiente amenazadora. Alzó su propia mano, pero cuando sus dedos estaban a punto de tocarse se retiró de improviso, se envolvió en su manta y le dio la espalda.

—Procura mantenerte lejos de mí a partir de ahora —le advirtió.

Hablaba con gravedad, y Jörn se quedó desconcertado, sin saber en qué le había ofendido tanto.