I
Lilias Papagay tenía una imaginación desbordante. En su profesión, era una cualidad sospechosa, aunque necesaria, y había que vigilarla, que reprimirla. Sophy Sheekhy, quien veía con sus propios ojos y oía con sus propios oídos a los visitantes del otro mundo, era aparentemente más flemática y práctica. Hacían buena pareja por esa misma razón, tal como la señora Papagay había intuido cuando a la vecina de al lado, la señora Pope, le había dado un auténtico ataque de histeria al oír a su nueva institutriz hablando con la prima Gertrude y su hijo pequeño, Tobías, ahogados ambos hacía muchos años. Estaban sentados a la mesa del cuarto de los niños, dijo Sophy Sheekhy, y sus ropas, si bien totalmente nuevas y secas, despedían un olor a agua salada. Querían saber qué había sido del reloj de pared del abuelo que, en tiempos, estaba en el rincón del cuarto. A Tobías siempre le había gustado cómo el sol y la luna se perseguían el uno al otro por la esfera con sus caras sonrientes. La señora Pope, que había vendido el reloj, no quiso escuchar más. La señora Papagay ofreció asilo a la serena y menuda señorita Sheekhy, que recogió sus escasas pertenencias y se mudó. La propia señora Papagay nunca había ido más allá de la escritura automática (a pesar de que debía reconocer que la había practicado mucho), pero creía que Sophy Sheekhy podría obrar prodigios. De cuando en cuando provocaba pasmo y asombro, en efecto, pero no lo hacía a menudo. Pero precisamente esa parquedad era una garantía de autenticidad.
Al final de una tarde borrascosa de 1875, avanzaban a lo largo del paseo marítimo de Margate, para tomar parte en una sesión de espiritismo en el salón de la señora Jesse. Lilias Papagay, unos pasos por delante, llevaba un vestido de seda color vino tinto con una cola con volantes, y un sombrero cargado de un plumaje oscuramente reluciente: negro azabache, esmeralda tornasolada, azul libélula iridiscente sobre rechonchos soportes azul ultramar de alas sueltas con airosas plumas de cola, como las alitas que revoloteaban en el gorro o en los talones de Hermes en las pinturas antiguas. Sophy Sheekhy llevaba un traje de lana color paloma con el cuello blanco, y un práctico paraguas negro.
El sol se ponía sobre el agua gris: un gran disco rosa oscuro del color de una quemadura reciente, en un baño de rojiza luz dorada vertida entre las barras de nube acerada, como el resplandor del fuego de una parrilla bruñida.
—Mire —dijo Lilias Papagay, haciendo señas con una imperiosa mano enguantada—. ¿No ve al Ángel? Vestido de nubes y con un arco iris en la cabeza, como si su cara fuera el sol, y sus pies columnas de fuego. Y en la mano, un librito abierto.
Veía sus músculos y sus tendones nubosos abarcando el mar; veía su cálido rostro rojo y sus pies ardientes. Sabía que se estaba esforzando. Deseaba hacerlo así para ver a los habitantes invisibles del cielo entregados a sus asuntos, y el aire alado, cubierto de plumas. Sabía que aquel mundo penetraba e interpenetraba éste, el Margate sólido y gris, igual que Stonehenge y la catedral de Saint Paul. Sophy Sheekhy comentó que era, en efecto, una puesta de sol espectacular. Una de las piernas de fuego del ángel fulguró y se extendió, dejando fugaces ondas rosas en el agua apagada. Su tronco gris e hinchado se inclinó y se torció, ceñido de oro.
—Nunca me canso de ver la puesta de sol —dijo Sophy Sheekhy. Su cara era pálida como una luna llena; estaba un poco picada con cráteres de un ligero ataque de viruela, y ensombrecida en algunos sitios por unas cuantas pecas. Tenía la frente despejada, y una boca gruesa y descolorida, cuyos labios solían descansar juntos tranquilamente, igual que sus manos entrelazadas. Las pestañas eran largas, sedosas, y casi invisibles; se le veían un poco las orejas venosas, bajo unas pesadas ondas de pelo color heno. No se habría sorprendido si le hubiesen dicho que el sol y la luna son magnitudes constantes para la percepción del ojo humano, que les otorga dimensiones soportables, aproximadamente del tamaño de una guinea. Mientras que la señora Papagay, como William Blake, habría imaginado a toda una hueste de la Corte Celestial cantando: «Santo, Santo, Santo es el Señor Todopoderoso»; o como Swedenborg, que veía grandes huestes de criaturas celestiales flotando en el espacio como espadas llameantes. Un grupo de gaviotas enfadadas se disputaban un bocado en el aire; se elevaban juntas, chillando y dándose golpes, a medida que el ángel de la señora Papagay se apagaba y se derretía. Su último resplandor hizo que un rubor momentáneo cruzase la cara blanca de Sophy. Apuraron el paso. La señora Papagay nunca llegaba tarde.
El grupo habitual se reunía en el salón de la señora Jesse. No era una habitación confortable; la señora Jesse no poseía el don de hacer acogedores los sitios; tenía una pátina de polvo, el barniz estaba un poco rayado, y las cortinas de encaje algo raídas. Había muchos libros en vitrinas de cristal, y varias colecciones de piedras y de conchas acumulando polvo en cuencos y cajas. En la ventana había un telescopio de latón perfectamente limpio, y otros instrumentos náuticos: un sextante, un cronómetro, compases, ocupaban su propia vitrina. Reluciendo sobre el terciopelo carmesí, también estaba la Médaille de Sauvetage en Or del capitán Jesse, especialmente acuñada para él por el emperador Napoleón III, y la Medalla de Plata de la Sociedad Humanitaria Real, un objeto como una luna del tamaño de un plato. El capitán Jesse había obtenido estas dos condecoraciones tras retirarse a Margate, donde, a falta de una lancha de socorro oficial, había reanimado, nada menos que en tres ocasiones, a los pescadores y echado al agua un bote, manejando él mismo el timón, para rescatar barcos que se iban a pique en medio de galernas en alta mar. Había salvado a la tripulación entera en cada ocasión, un barco francés, un barco inglés, y un barco español. Eso fue antes de que la señora Papagay lo conociese, pero nunca se cansaba de escuchar los detalles de aquellos rescates a la vez tan prácticos y tan románticos. Lo veía todo, lo vivía todo: la turbulencia de las aguas, el azote de sus crestas, el aullido de aquellos muros que se desintegraban; los chillidos y los rugidos de la galerna, las estrellas como puntos entre las veloces nubes de tormenta, las luces de los faroles como alfilerazos en la furiosa oscuridad, la resolución del capitán Jesse amarrando cuerdas mojadas con manos expertas, trepando a gatas de vez en cuando por cubiertas chorreantes e inclinadas, bajando por una escalera resbaladiza hasta el remolino de una cabina burbujeante para rescatar al diminuto grumete francés, poniendo a salvo aquel cuerpo liviano y semiconsciente con su propio cinturón salvavidas, aunque, igual que muchos capitanes, no sabía nadar.
—William no sabe lo que es el miedo —decía la señora Jesse, con aquella voz firme y resonante, y el capitán asentía tímidamente con la cabeza y murmuraba que, al parecer, no tenía cabida en su carácter, que simplemente hacía lo que le parecía mejor en cada momento sin contar con que lo que podría costarle; de todos modos, no tenía la menor duda acerca de que el miedo les era útil a la mayoría de los hombres, pero, por lo visto, no formaba parte de su naturaleza, así que no tenía ningún mérito; de hecho, el verdadero valor sólo se daba en los que tenían miedo, pero él era como el príncipe de aquel cuento de hadas, no se acordaba de cuál exactamente, y no sabía muy bien en qué consistía aquello, aunque suponía que había visto sus efectos en los demás, cuando se paraba a pensarlo, cosa que tal vez no hiciera lo bastante a menudo; no, no pensaba sobre eso lo suficiente. La conversación del capitán Jesse era copiosa e indiscriminada, lo que no dejaba de resultar sorprendente en un hombre de acción con una apariencia tan digna.
Estaba de pie, delante de la repisa de la chimenea, alto y erguido, con su pelo cano y su barba totalmente blanca, hablando con el señor Hawke, en quien se conjugaban diversos oficios, diácono de la Iglesia de la Nueva Jerusalén, editor de la Hoja Espiritual, delegado del Fondo de Ayuda a los Marineros, coordinador de las reuniones nocturnas. El señor Hawke no tenía ningún aspecto de azor[18]; era un hombre bajo y regordete, como una manzana, pensaba la señora Papagay, con un vientre esférico y unos relucientes carrillos rojos también esféricos, sobre los que flotaban mechones de pelo leonado bajo un cráneo calvo, redondo y rosa. A su juicio, tendría unos cincuenta años, y no se había casado. Tanto él como el capitán Jesse eran hombres que sostenían una corriente continua de conversación, sin escuchar demasiado las respuestas del otro. El señor Hawke era un experto en teología. Había sido ritualista, metodista, cuáquero, baptista, y ahora venía a parar, definitiva o temporalmente, a la Iglesia de la Nueva Jerusalén, que había empezado a existir en el mundo espiritual en el año 1787, cuando la antigua orden había desaparecido, y aquel Colón espiritual, Emanuel Swedenborg, había realizado sus viajes a través de los diversos cielos e infiernos del universo, y a quien se le había revelado que este último tenía la forma de un Humano Divino, y que cada cosa espiritual o material correspondía a alguna parte de este Gran Hombre infinito.
El capitán Jesse y el señor Hawke estaban tomando té. El capitán Jesse hablaba del cultivo del té en las laderas de las montañas de Ceilán, y lo describía tras tomárselo.
—… aromático y con un sabor fresco, señor, como aquí una infusión de hojas de frambueso, el té transportado en arquillas reforzadas con plomo siempre tiene un regusto mohoso para los que lo han probado en su lugar de origen, sacado de sencillos cuencos de terracota no más grandes que este salero; sabe a tierra, señor, y a sol, a auténtico néctar.
El señor Hawke hablaba simultáneamente de que Swedenborg no cesaba de tomar café, a cuyos nocivos efectos algunos espíritus no precisamente gloriosos habían achacado sus visiones.
—Porque el café, al actuar sobre un temperamento puro, dicen que produce excitación, insomnio, una actividad anormal de la mente y de la imaginación, y visiones fantásticas; y también locuacidad. Doy crédito de estos efectos del café, he observado que son así. Pero es un pedante en medicina quien insinúe que los Arcana o el Diarium salieron de una taza de café. Aunque no deja de ocultarse una verdad en eso. Dios hizo el mundo y, por lo tanto, todo lo que contiene, incluido, supongo, el arbusto del café y su semilla. Si el café predispone a la clarividencia, no veo que los medios no justifiquen el fin. Sin duda, los videntes son estructuras tan uniformes como los cristales, y en su preparación no se omite ni una droga ni una baya cuando hace falta. Vivimos en una época materialista, capitán Jesse; dejando a un lado la metafísica, ya pasó el tiempo en el que se creaba cualquier cosa a partir de la nada. Si las visiones son buenas visiones, su origen material también es bueno, me parece. Que las visiones critiquen pues el café y viceversa.
—Sé de alucinaciones causadas por el té verde —respondió el capitán Jesse—. Teníamos una marinero lascar que veía constantemente demonios en las jarcias hasta que un compañero lo convenció de que restringiera la cantidad que ingería.
La señora Papagay se acercó a la señora Jesse, que compartía el sofá con la señora Hearnshaw, y ofrecía té en tazas ribeteadas con gruesos capullos de rosa y llamativos nomeolvides. La señora Hearnshaw estaba de luto riguroso, vestida completamente de seda negra, con un sombrero de encaje negro sobre su abundante cabello castaño, y un enorme relicario de ébano que colgaba sobre su pecho redondo de una cadena de eslabones de azabache labrado. Tenía la piel cremosa y los ojos grandes, de color marrón claro pero hundidos en un gris azulado, y su boca caída reflejaba cansancio. Acababa de enterrar a la quinta Amy Hearnshaw en siete años; todas habían tenido una vida muy corta, entre tres semanas y once meses, y a todas las había sobrevivido el pequeño Jacob, un niño de tres años, guapo y enfermizo. El señor Hearnshaw permitía a la señora Hearnshaw que acudiese a las sesiones, pero él no asistía. Era director de un pequeño colegio, y tenía firmes creencias cristianas un tanto tenebrosas. Creía que la muerte de sus hijas eran tribulaciones que Dios le había enviado para ponerlo a prueba y castigarlo por su falta de fe. Pero no llegaba a insinuar que hubiese algo esencialmente malo o perverso en las actividades espirituales: ángeles y espíritus abarrotaban las páginas del Viejo y del Nuevo Testamento. La señora Papagay creía que permitía a su esposa venir a las sesiones porque, si no, la intensa violencia de su dolor le parecía insufrible y desconcertante. Formaba parte de su modo de ser y de su oficio el reprimir las muestras de excesiva emoción. Si a Annie se la consolaba, su casa estaba más tranquila. O eso suponía que podría él razonar la señora Papagay, una gran tejedora de narraciones a partir de las sutiles hebras de las apariencias, las palabras y los sentimientos.
A la señora Papagay le gustaban las historias. Las hilaba con carretes de cotilleo u observación; se las contaba a sí misma por la noche o cuando iba andando por la calle; constantemente se veía tentada a irse de la lengua para recibir a cambio valiosos atisbos de otros argumentos, de otras cadenas de causas y efectos. Cuando se había quedado viuda y sin medios, pensó en escribir cuentos para ganarse la vida, pero sus habilidades lingüísticas no estaban a la altura o manejar la pluma con la intención expresa de escribir para el público la inhibía; por la razón que fuera, lo que escribía era una porquería afectada y empalagosa, carente de interés hasta para sus propias ambiciones, por no hablar de las de cualquier lector anónimo. (La escritura automática era diferente.) Se había casado con el señor Papagay, un capitán de origen mestizo, porque, como Otelo a Desdémona, la extasiaba con cuentos de sus aventuras y sus padecimientos en lugares remotos. Se había ahogado hacía diez años, en el Antártico, o por allí cerca, o eso creía ella, porque desde entonces nadie había vuelto a ver al Calypso ni a nadie de su tripulación. Realmente asistió a su primera sesión para averiguar si era viuda o no, y la respuesta, como suele suceder, fue ambigua. La médium de aquella vez, una aficionada, emocionada con el descubrimiento reciente de sus poderes, había dictado un mensaje de Arturo Papagay, identificando su ondulado pelo negro, su diente de oro, su sello de cornalina, y exigiendo comunicarle a su amor más preciado que descansaba en paz, y que deseaba que ella estuviese tranquila y contenta como él de que se acercase el tiempo en que el primer cielo y la primera tierra desaparecerían, y ya no habría mar, y Dios secaría todas las lágrimas de sus ojos.
La señora Papagay no estaba segura de que este mensaje proviniese de Arturo, cuyos términos cariñosos eran más concisos, más crudos y más picaros, y quien habría sido incapaz de descansar felizmente en paz en un mundo donde ya no hubiera mar. Arturo siempre tenía que estar haciendo algo, y el mar tiraba de él como un imán: su olor, su aliento, su peso movedizo y peligroso, cada vez más profundo. Cuando la señora Papagay probó por su cuenta con la escritura automática por primera vez, recibió lo que sin ningún género de dudas le parecieron mensajes de Arturo, de antes o de aquel momento, vivo o muerto, enredado en las algas o en su memoria. Sus decentes dedos escribieron imprecaciones en varios idiomas de los que no sabía ni palabra, y nunca se molestó en traducirlas, porque sabía de sobra lo que significaban aproximadamente, con tanta jota, tanto «cu» y tanto «co»: las palabritas de Arturo cuando se ponía furioso, las palabritas de Arturo cuando experimentaba un intenso placer. Ella había dicho, como en sueños: «Ay, Arturo, ¿estás vivo o muerto?» y la respuesta había sido: «Mala-mar lio-conchas arena arena rompe rompe rompiente c.j.j.c. mala Lilias, infin che’l mar fu sopra noi richiuso.»
De lo que dedujo que, en resumidas cuentas, probablemente se había ahogado mientras luchaba por salvar su vida. Así que se puso de luto, admitió dos huéspedes, intentó escribir una novela, y se dedicó cada vez más a la escritura automática.
Poco a poco se fue haciendo un hueco en la comunidad de aquellos que pretendían conectar con el mundo de los espíritus. A la gente le gustaba que se sumase a las sesiones de las casas particulares, porque en su presencia los visitantes invisibles siempre daban más golpecitos y enviaban mensajes más detallados y más sorprendentes que las vagas promesas a las que eran propensos. Empezó a ser capaz de caer en trance y a experimentar una especie de desmayo, caluroso, frío, húmedo, nauseabundo y penoso, por la pérdida de control, para alguien tan perspicaz y metódico como la señora Papagay. Era consciente, desde el otro extremo de un túnel reticular color crema, color gusano, de cómo golpeaban la alfombra sus propias botas, de cómo se esforzaban sus propias cuerdas vocales mientras aquellas voces ásperas hablaban a través de ella. Se daba cuenta de que hasta ahora no había estado completamente segura de que la escritura automática no la realizase alguna otra parte de su Yo coherente. Por medio de ella se manifestaban alternativamente un espíritu bueno llamado Pomona y otro malicioso y entrometido llamado Dago. Ahora que contaba con la compañía de Sophy Sheekhy, caía en trance menos a menudo, porque Sophy parecía deslizarse fácilmente hacia otro mundo, dejando tras ella a una criatura fría como el barro, cuyo aliento apenas empañaba una cuchara de plata. Relataba extrañas visiones y extraños dichos; era capaz de explicar, con una exactitud asombrosa, dónde había que ir a buscar los objetos y los parientes perdidos. La señora Papagay estaba convencida de que Sophy podía hacer que los espíritus se materializaran si quería, como el famoso Florence Cook y su espíritu Katie King. Sophy, que tardaba en dar muestras de curiosidad y en ver sus propios intereses, había dicho: «¿Qué?», y añadido que no acababa de imaginarse por qué los muertos iban a querer recuperar sus cuerpos, era muchísimo mejor estar como estaban. No existían para realizar trucos de circo, decía Sophy Sheekhy. Eso les haría daño. La señora Papagay era demasiado inteligente para no comprender su punto de vista.
Ahora, sin apenas darse cuenta pero con una mínima astucia, se habían deslizado del mundo de los experimentos meramente amateurs y particulares al mundo exquisitamente organizado de las médiums remuneradas. Nada vulgar: «regalos» de los caballeros que organizaban estas cosas, honorarios por consultas. («Estoy en mi derecho, señora Papagay, si recurro a sus habilidades como podría recurrir a las de un ministro de la Iglesia, un gran músico, o un sanador. Todos nosotros debemos poseer los recursos necesarios para mantener unidos el cuerpo y el alma, hasta el bendito momento en el que crucemos la meta para unirnos a esos otros, más allá.»)
La señora Papagay era el tipo de mujer inteligente que se cuestiona las cosas, el tipo que, en una época anterior, habría sido una monja con preocupaciones teológicas, o que, en una posterior, habría seguido una carrera universitaria, como filosofía, psicología o medicina. De cuando en cuando se hacía grandes preguntas, como por qué los muertos precisamente ahora, tan recientemente y con tanto empeño, habían elegido irrumpir de nuevo en el territorio de los vivos con golpecitos, palmaditas, mensajes, emanaciones, materializaciones, floraciones espirituales y estanterías de libros viajeras. No sabía mucha Historia, aunque había leído todas las novelas de Walter Scott, pero se imaginaba que alguna vez tenía que haber habido una época en la que se fuesen al más allá y se quedasen allí. En los días de los Discípulos y de los Profetas que los habían precedido, era verdad, los hermosos ángeles entraban y salían volando de las vidas de la gente, trayendo consigo luces brillantes y delicadas, música celestial, y una ráfaga de misteriosa importancia. Los padres de la Iglesia también los habían visto, y algunos habían contemplado espíritus inquietos. El padre de Hamlet caminaba, y muertos amortajados chillaban y farfullaban en las calles de Roma; siempre había habido, la señora Papagay estaba completamente segura, extrañas apariciones locales de poca monta en las carreteras, los caminos apartados y las viviendas viejas, cosas que se ponían a dar sacudidas, o despedían olores desagradables o tañidos encantadores, cosas que venían y clavaban en ti una mirada horripilante o hacían que se te helaran los huesos y que te afligieras: el fantasma, el duende, la presencia tenaz de algún malhumorado granjero muerto o de una muchacha que sufría muchísimo.
Pero aquellos nuevos ejércitos de la noche, tíos y tías, poetas y pintores, niños inocentes y escandalosos marineros ahogados, que parecían estar detrás de cada silla y encerrados en cualquier armario, que se congregaban en masa en el jardín y subían en tropel por las escaleras, ¿de dónde habían salido repentinamente?, ¿qué querían? En los muros de las viejas iglesias, tras el altar de la Capilla Sixtina, se les podía ver en sus antiguos sitios de costumbre sentados en filas apretadas en la corte celestial coronada de oro, o gimiendo y retorciéndose en los brazos de chivos negros con ardientes lenguas rojas, camino del infierno. ¿Los habían sacado de su sitio los nuevos conocimientos? Las estrellas brillaban y se precipitaban en espacios vacíos, había soles que podían sumir este pequeño mundo en el fuego, como una pepita de naranja en las brasas. Bajo el infierno estaban los campos verdes de Nueva Zelanda y los desiertos rojos de Australia. La señora Papagay pensaba: ahora lo sabemos, nos imaginamos que es así, están perdiendo su dominio sobre nosotros arriba y abajo. Y sin embargo no podemos soportar el pensamiento subsiguiente, que nos convertimos en nada, como los saltamontes y el ganado vacuno. Así que les pedimos, a ellos, a nuestros ángeles personales, que nos tranquilicen. Y acuden, acuden a nuestra llamada.
Pero no era por eso, lo sabía en el fondo de su corazón, por lo que se desplazaba hasta las sesiones, por lo que escribía y daba golpecitos y vociferaba, era por el presente, por más vida en el presente, no por la otra vida, que sería como era, como siempre había sido. Porque ¿qué le aguardaba a una viuda dudosa en apuros, si no la represión y el tedio? No podía soportar quedarse sentada charlando de gorritos y bordados, del eterno problema de las criadas, quería vivir. Y este comercio con los muertos era la mejor manera de saber, de observar, de amar a los vivos, pero no como se mostraban cuando se sentaban educadamente a tomar el té, sino en su yo más íntimo, en sus deseos y sus miedos más profundos. Se le revelaban a ella, a Lilias Papagay, como nunca lo habrían hecho en sociedad. La señora Jesse, por ejemplo, no era rica, pero sí toda una dama, los familiares del capitán Jesse eran terratenientes. La señora Papagay no se habría mezclado con los Jesse a no ser por la democracia del mundo de los espíritus.
II
La señora Jesse era una mujer bajita y guapa, de unos sesenta y pocos años, con una cabeza imponente que a veces parecía demasiado grande para su cuerpo menudo. Los ojos, de un azul muy claro, destacaban en aquel rostro agitanado de cutis moreno, de rasgos marcados, y con un acusado perfil. Su pelo negro y fino, entreverado de gris, seguía siendo abundante; lo llevaba peinado en delicadas crenchas, que caían a los lados de su cara. Tenía manos de pájaro, una mirada penetrante también de pájaro, y una voz asombrosamente grave y resonante. A la señora Papagay le había sorprendido mucho su fuerte acento del Linconshire. La señora Jesse era dada a enfáticas declaraciones; la primera vez que la señora Papagay la había visto, se había entablado una discusión sobre el proceso del dolor, y la señora Jesse había asentido solemnemente con la cabeza: «Lo conozco. Lo he sentido», como una especie de coro trágico. «He sentido de todo; lo conozco todo. No quiero ninguna emoción nueva. Sé lo que es sentirse como una piedra.» Si esta nota profética y repetitiva le recordaba a la señora Papagay al terrible cuervo del señor Poe con su «Nunca más», era en parte porque la señora Jesse siempre iba acompañada de su propio cuervo doméstico, Aarón, al que llevaba atado a la cintura por una correa de cuero y al que alimentaba con carne cruda de una siniestra bolsita que viajaba con él. Aarón asistía a las sesiones, lo mismo que Pug, un animal color elefante con unos diminutos dientes marfileños que descansaban sobre sus labios fláccidos, y unos inteligentes y protuberantes ojos marrones. Pug era insensible a las fluctuaciones de emoción que se producían en torno a la mesa, y solía quedarse echando un sueñecito en el sofá; a veces hasta roncaba o emitía otros ruidos húmedos y explosivos en los momentos más delicados. Aarón también era motivo de distracciones en los momentos de intensa concentración: un tamborileo de garras, un graznido estridente y repentino, o el frufrú de sus plumas cuando se sacudía.
La señora Jesse era la heroína de una historia trágica. En su juventud, cuando tenía diecinueve años, había amado, siendo correspondida, a un brillante joven, un amigo universitario de sus hermanos, que había visitado la rectoría donde la familia vivía recluida, y que se dio cuenta casi inmediatamente de que eran almas gemelas y le pidió que fuera su esposa. El destino, tomando en un principio la forma del padre mundano y ambicioso del joven, había intervenido. Se le prohibió verla, o comprometerse con ella, hasta que cumpliera los veintiún años. Ese día llegó y se fue: a pesar de la ausencia y la oposición constantes, los amantes habían perseverado fielmente en su verdad, el uno con respecto al otro. Así que se anunció el compromiso, y el joven pasó unas Navidades entrañables con su amada y su familia. También se intercambiaron cartas en las que expresaban su devoción. En el verano de 1833, él había viajado al extranjero con su padre, y escrito a Emily (Ma douce amie) desde Hungría, desde Pesth, de camino a Viena. A principios de octubre, el hermano de la señora Jesse recibió una carta del tío del joven. La señora Papagay se sabía de memoria el principio. Se lo había oído decir a la señora Jesse con su voz profunda y melancólica; y también al capitán Jesse, palabra por palabra, con su barboteo superficial y monocorde:
Mi querido señor:
Le escribo por expreso deseo de una familia sumamente afligida, porque, desde el abismo de dolor en el que han caído, no tienen fuerzas para hacerlo ellos mismos.
Su amigo, señor, y mi queridísimo sobrino, Arthur Hallam, ha dejado de existir; ha sido voluntad de Dios apartarlo de este primer escenario de la existencia, para conducirlo a ese Mundo mejor para el que fue creado…
El pobre Arthur tuvo un ligero ataque de escalofríos (de los que padecía a menudo), ordenó que encendieran el fuego, y charló tan animadamente como siempre. De repente perdió el conocimiento, y su espíritu lo abandonó sin dolor. El médico trató de extraerle algo de sangre, y al analizarla todos opinaron que no podía haber vivido mucho más…
La joven había bajado las escaleras, esperanzada, al oír llegar al cartero, y cuando su destrozado hermano le leyó aquello en voz alta, el mundo se desvaneció ante sus ojos en sombras, y fue víctima de un profundo desmayo; pero el despertar había sido mucho más terrible, más traumático, que el primer golpe; así lo contaba ella, y así lo creía la señora Papagay; incluso lo experimentaba de tan intensa que era la narración.
—Parece —relataba la señora Jesse— que se fue tan silenciosamente, de un modo tan imperceptible, que su padre fue capaz de sentarse junto al fuego con él, creyendo que estaban leyendo en compañía, hasta que le chocó que el silencio fuera demasiado largo, o tal vez que algo no iba bien, no se sabe, y él no lo recuerda. Porque cuando tocó a mi querido Arthur, no tenía la cabeza en una postura del todo natural y tampoco contestó, así que se mandó llamar un médico, y se le abrió una vena en el brazo y otra en la mano; todo inútil, se había ido para siempre.
Tras aquel día negro, ella se había encerrado durante todo un año en su dormitorio, postrada por el dolor y la impresión, para reaparecer luego ante su familia y sus amigos; la señora Papagay no se imaginaba la escena desde el interior del cuerpo de la joven, como le sucedía con la primera conmoción, sino a través de los ojos perplejos de los presentes cuando ella había entrado lentamente en la habitación, dolorosa y orgullosamente erguida, de luto riguroso pero con una rosa blanca en el pelo, como a su Arthur le gustaba verla. Regresaba al mundo pero no era de este mundo, tenía el alma enferma y moraba en las sombras. Tarde, demasiado tarde, como ocurre siempre en las historias trágicas, el adusto padre se arrepintió de su crueldad, y la amada de su hijo fue invitada a aquella casa a la que nunca había acudido con su amante; se convirtió en la amiga íntima de su hermana, en la «hija viuda» de su apenada madre, y en la destinataria, tal como se hizo saber, de una generosa renta de trescientas libras al año. Estas cosas siempre son secretas pero siempre se saben, el chisme vuela en un susurro de salón en salón, se alaba la generosidad y a la vez se cuestiona el motivo en tono despectivo: ¿para comprar afecto?, ¿para aliviar la culpa?, ¿para asegurarse una devoción perpetua? Esto último no se había conseguido ni total ni perfectamente, porque allí estaba el capitán Jesse. Cómo o dónde pasaba exactamente a formar parte del cuadro, la señora Papagay no lo sabía. Según los rumores, aquel matrimonio representó una cruel desilusión tanto para el viejo señor Hallam como para el hermano de la señora Jesse, Alfred, el mejor amigo de Arthur. A la señora Papagay le habían enseñado, con la más absoluta reserva, una carta de la poetisa Elizabeth Barrett (antes de convertirse en la señora Browning y de unirse ella misma a la feliz congregación de los espíritus) en la que calificaba el comportamiento de la señora Jesse como una «desgracia para las mujeres» y «el colmo de la maldad». La señorita Barrett se refería desdeñosamente al capitán Jesse (en aquel entonces, 1842, el teniente Jesse) como a un «teniente grandón». Despreciaba tanto al novio como a la novia por haber aceptado continuar recibiendo la renta que el viejo señor Hallam, con suma generosidad, no había retirado. Y llegó al colmo de la indignación con lo que la señora Papagay estaba a veces dispuesta a considerar como un toque poético y romántico: el nombre que le había puesto a su primer hijo, Arthur Hallam Jesse. «Eso fue un querer agarrarse desesperadamente al “sentimentalismo”… ¡pero falló!», había sentenciado la señorita Barret, hacía ya tantos años. ¿Tal vez la señora Browning habría sido más comprensiva?, se preguntaba la señora Papagay. Su compasión había aumentado de una forma tan maravillosa con su propia fuga y su propio matrimonio…
Por lo que respecta a la señora Papagay, le gustaba pensar que le habían dado ese nombre como una garantía de perpetuidad, como una manera de que su amante muerto siguiera vivo, como una confirmación para los creyentes de la maravillosa comunidad del mundo de los espíritus. Porque el propio Señor había dicho: «En el Cielo no hay matrimonio ni concesión en matrimonio.» Aunque de nuevo Emanuel Swedenborg, que había estado allí, había visto los matrimonios de los ángeles, que se correspondían con la unión entre Cristo y Su Iglesia; así que se lo sabía de otro modo, o al menos podía explayarse sobre por qué Nuestro Señor había dicho eso, cuando el amor conyugal era tan importante para los ángeles. Llamar Arthur Hallam Jesse al hijo mayor no fue muy afortunado, como se vio después. Era una especie de militar, pero parecía vivir en un mundo propio, quizá porque, como en el caso del capitán Jesse, sus ojos azul claro no veían mucho más allá de sus narices. Tenía, al igual que sus padres, un rostro de una belleza romántica y al mismo tiempo dulcemente afable. El viejo señor Hallam era su padrino, y también lo era del hijo mayor de Alfred, a su vez piadosamente bautizado in memoriam, aunque esto no se desaprobó de la misma forma, ya que Alfred Tennyson había escrito In Memoriam, que hizo de Arthur Hallam, A. H. H., un objeto de duelo nacional veinte años después de su muerte, y que más tarde llevó a la nación a confundir de algún modo a su joven promesa con el tan llorado príncipe Alberto, por no hablar del legendario rey Arturo, la flor y nata de la caballería y el alma de Bretaña.
Sophy Sheeky se sabía de memoria trozos enteros de In Memoriam. Le gustaban los poemas, parecía, a pesar de que nunca conseguía que le interesara una novela; un rasgo curioso de sus gustos, pensaba la señora Papagay. Decía que le gustaba el ritmo, que la conmovía; primero el ritmo, y luego el significado. Por lo que se refiere a la señora Papagay, le gustaba Enoch Arden, un cuento trágico de una marino naufragado que volvía a su hogar para encontrar a su esposa felizmente casada con hijos, y que moría virtuosamente resignado. El argumento recordaba al de la novela fallida de la señora Papagay, en la que un marinero, el único sobreviviente de un buque quemado en medio del océano, habiendo sido rescatado tras muchos semanas flotando en una balsa bajo el sol ardiente, así como encarcelado por una cariñosa princesa tahitiana, secuestrado por piratas, presionado por un buque de guerra que había vencido a los piratas, y herido en una gran batalla, volvía hasta su Penélope para encontrarse con que se había casado con su odiado primo y era madre de muchos pequeños que tenían sus rasgos pero no eran suyos. A la señora Papagay esto último le parecía un toque sutil y trágicamente irónico, pero no le daba la imaginación para el incendio, la esclavitud, Tahití y las rondas de enganche, a pesar de que Arturo había hecho que todo aquello le pareciese de verdad cuando caminaban por los Downs[19] o se sentaban de noche junto al fuego. Seguía echando de menos a Arturo, sobre todo porque no se había presentado otro amante que la distrajese. Le gustaba especialmente un poema del Laureado sobre los peligros del retorno de los muertos.
Pueden los muertos, cuyos ojos moribundos
se cerraron con llantos, reanudar su vida,
que se encontrarán con un cruel acogida
de la madre y el hijo cuando se levanten.
Bien estuvo, una vez templados por el vino,
brindarles una lágrima benevolente,
hablar de ellos, querer que estuvieran aquí,
considerar su recuerdo medio divino;
pero si se presentaran los que se fueron,
verían a sus novias en distintas manos,
y al rudo heredero pasear por sus tierras
decidido a no cederlas ni un solo día.
Sí, pues, aunque su hijo no fuese de ésos,
de igual modo el señor aún amado haría
que la confusión fuese peor que la muerte,
al tirar los pilares de la paz doméstica.
Ay, amigo mío, pero vuelve hasta mí:
pese a los cambios que hayan forjado los años,
sigo sin encontrar un solo pensamiento
que clame en contra de mi deseo de ti.
«Ay, amigo mío, pero vuelve hasta mí», murmuraba para sí la señora Papagay, junto con la reina y muchísimos hombres y mujeres afligidos, en un gran suspiro rítmico de desesperada esperanza. Y eso mismo sentía, seguro, Emily Tennyson, Emily Jesse, el amor que aquel joven había saboreado con la mitad de su mente pero que no había tocado; porque ella lo llamaba en sus sesiones, deseaba verlo y oírlo; para ella estaba vivo, aunque llevara ausente cuarenta y dos años, casi el doble de su estancia en la tierra. Nunca habían logrado comunicarse con él de un modo que no dejara lugar a dudas, ni siquiera Sophy Sheekhy; y la señora Papagay, una experta en autoengaño e imágenes vanas, sólo podía admirar la entereza con la que la señora Jesse se negaba rotundamente a dejarse seducir por simulacros, o espíritus displicentes, a mover mesas con sus propias rodillas o a instarlas, a ella y a Sophy, a mayores esfuerzos.
—Se ha ido muy lejos —había dicho Sophy en una ocasión—, tiene muchas cosas en que pensar.
—Siempre las tuvo —dijo la señora Jesse—. Y se nos dice que no cambiamos más allá de la tumba, que sólo continuamos por el camino en el que estamos.
III
El sofá donde Emily Jesse estaba sentada con la señora Hearnshaw era amplio, tenía el respaldo alto, y estaba tapizado con un lino estampado, diseñado por William Morris, en el que se veía una espaldera con ramas oscuras que se cruzaban al azar y a la vez se repetían geométricamente, sobre un misterioso fondo verde oscuro; el color, pensaba Emily, con el inveterado romanticismo de su familia, de las profundidades del bosque, de los bosquecillos sagrados, de los claros de hoja perenne. Las ramas estaban tachonadas de florecitas blancas como estrellas, y entre ellas serpenteaban granadas carmesíes y doradas, y pajaritos con crestas azules y rosas, el pecho moteado de color crema y los picos curvos: una especie de híbridos imposibles entre los exóticos periquitos amazónicos y el zorzal inglés. Emily no se preocupaba mucho de la casa, creía que en la vida había cosas más importantes que las vajillas y los asados domingueros, pero disfrutaba del sofá, del entretejido que el señor Morris había hecho de una especie de serie acabada y formal de objetos mágicos que le recordaban su infancia en la rectoría blanca de Somersby, cuando los once habían jugado a Las mil y una noches y a la corte de Camelot, cuando sus hermanos, de elevada estatura, habían esgrimido sobre el césped caretas y floretes mientras gritaban: «¡Toma, traidor con pintas de sapo!», o habían defendido con palos el puentecillo que cruzaba el arroyo, posteriormente inmortalizado, de los chicos del pueblo, como Robin Hood. En aquel entonces, allí todo tenía dos caras: era verdadero y querido, cercano y actual, y a la vez relucía mágicamente y despedía un vago perfume frío a mundo perdido, a huerto de rey, al jardín de Haroun-al-Raschid. Las ventanas del comedor gótico que su padre furiosamente enérgico, el rector, había construido con sus propias manos y la ayuda de Horlins, su cochero, podían verse, con una imaginación despierta, de dos maneras: como troneras que sirvieran de marco a damas vestidas a la última moda, listas para escabullirse en dirección a sus citas, o como ventanas mágicas tras las que Ginebra y la Azucena[20] aguardasen a sus amantes con el corazón palpitante. El sofá del señor Morris admitía esos dos mundos; se podía sentar uno en él, y hacía alusión al paraíso. A Emily le gustaba eso.
Había habido un sofá amarillo en el cuarto de estar de Somersby donde se sentaba la señora Tennyson a zurcir la ropa, y los pequeños retozaban como una camada de cachorros o como las olas de un mar picado, agitándose a su alrededor. Allí se había sentado Emily a solas con Arthur, en aquella visita navideña, el bello Arturo con sus rasgos cincelados y su aire de conocer los caprichos y las coqueterías del sexo femenino. Le había pasado la mano por el hombro, su amante aceptado, y su delicada boca le había rozado la mejilla, la oreja, la ceja morena, los labios. Hasta ahora podía acordarse de cómo temblaba Arthur, ligerísimamente, como si no pudiese controlar del todo las rodillas, y a ella la había invadido el miedo; ahora no podía acordarse exactamente de qué: ¿de verse desbordada?, ¿de responder de una forma inapropiada o inadecuada?, ¿de perderse? Él tenía los labios secos y templados. Escribió a menudo sobre el sofá amarillo después de eso, apareció en sus cartas, un misterioso objeto macizo con un sentido ambiguo, mezclado con suspiros chaucerianos sacados de algún romance ideal.
Ay, mi Emily
ay, que nos dejas
ay, mi reina sin corazón.
Él se había perdido tanto el principio como el final de este lamento:
¡Ay, la muerte, mi Emily!
¡Ay, que nos dejas!
¡Ay, mi reina sin corazón! ¡Ay, mi esposa!
Ella se lo decía a sí misma de vez en cuando: «¡Ay, mi reina sin corazón! ¡Ay, mi esposa!», cosa que nunca había llegado a ser. Pobre Arthur. Pobre Emily desaparecida, con sus largos bucles morenos y su rosa blanca. Tras aquel delicado abrazo ella había quedado tan conmocionada en cuerpo y alma que guardó cama durante dos días, aunque su corta visita apenas había durado dos semanas. Le escribió notitas desde su encierro en un italiano encantadoramente impreciso (o eso le había parecido a Arthur), que él le corrigió pacientemente y le devolvió con la página marcada en donde las había besado. Poverina, stai male. Assicurati ch’io competisco da cuore al soffrir tuo. Un verray parfit gentilhombre, Arthur.
La señora Hearnshaw no se fijaba en el sofá. Estaba contándoles su desgracia a Emily y a Sophy Sheekhy, que se había colocado en un taburete cerca de ellas.
—Parecía tan fuerte, ¿sabe, señora Jesse?, movía los brazos con tanto vigor y daba unas patadas con sus muslitos y sus piernitas… Y me miraba tan tranquila con aquellos ojos llenos de vida. Mi marido dice que tengo que aprender a no encariñarme tanto con estas criaturitas que están destinadas a pasar tan poco tiempo con nosotros. ¿Pero cómo no voy a encariñarme? Es lo natural, me parece. Se han desarrollado debajo de mi corazón, querida, he sentido cómo se revolvían de miedo, cómo temblaban.
—Hemos de creer que son ángeles, señora Hearnshaw.
—A veces soy capaz de creerlo. Otras me imagino cosas terribles.
—Diga lo que se le pase por la cabeza —dijo Emily Jesse—, le sentará bien. Mire, los que hemos sido heridos en lo más profundo sufrimos por todos los demás, en cierta forma nos han destinado a que soportemos su dolor. Nos lamentamos por ellos. No es ninguna vergüenza.
—Doy a luz a la muerte —dijo la señora Hearnshaw, expresando el pensamiento con el que se paseaba constantemente. Podía haber añadido: «Me doy horror a mí misma», pero se contuvo. La imagen mental de los miembros moteados tras la convulsión, del lecho de arcilla áspero y mohoso la acompañaba siempre.
—Es todo lo mismo —dijo Sophy Sheekhy—. Lo vivo y lo muerto. Como las nueces.
Veía con mucha claridad aquellas formas diminutas, enroscadas en sus cajitas, como los lóbulos blancos de piel marrón de las nueces secas, y un punto ciego como la cabeza de un gusano abriéndose camino hacia la luz entre un follaje aéreo. «Veía» mensajes a menudo. No sabía de quién eran aquellos pensamientos, si suyos o de otra persona, si provenían del exterior, o si todo el mundo veía mensajes similares de su propia cosecha.
El capitán Jesse y el señor Hawke se unieron a ellas.
—¿Nueces? —dijo el capitán Jesse—. Tengo debilidad por las nueces. Con vino de oporto, después de la cena, pueden resultar la mar de sabrosas. También me gustan las verdes y lechosas. Se dice que recuerdan al cerebro humano. Mi abuela me contó cómo se utilizaban en ciertos remedios campestres que debían de estar más cerca de la magia que de la medicina. ¿No le habría interesado esa comparación a Emanuel Swedenborg, señor Hawke? ¿La nuez encefalomórfica?
—No recuerdo haber leído nada en contra de las nueces en sus escritos, capitán Jesse, aunque son tan voluminosos que seguro que hay alguna referencia escondida en alguna parte. Cuando pienso en las nueces siempre me acuerdo de la mística inglesa doña Julian de Norwich, a la que se le reveló en una visión todo lo que es como una nuez en su propia mano, y a la que el propio Dios le dijo: «Todo estará bien, y tú misma verás que toda clase de cosas está bien.» Yo creo que puede que lo que ella viera fuera el pensamiento de un ángel, tal como se presentaba en el mundo de los espíritus o en el de los hombres. Puede que en cierto modo fuera una precursora de nuestro Colón espiritual. Sabrán que él cuenta cómo vio un hermoso pájaro en las manos de sir Hans Sloane, en el mundo de los espíritus, que no se diferenciaba en lo más mínimo de un pájaro similar de la tierra, siendo, sin embargo, según se le reveló, nada menos que el afecto de un determinado ángel, y desapareciendo al cesar la actividad de ese afecto. Ahora bien, parece que el ángel, al estar en el cielo, no sería consciente de esta aproximación indirecta al mundo de los espíritus, porque los ángeles lo ven todo en su forma más elevada, el Humano Divino. Se nos dice que a los ángeles superiores los que se acercan a ellos desde abajo los ven como niñitos, aunque no es así como se ven a sí mismos, porque sus afectos nacen de la unión del amor a la bondad, de un padre angélico, y del amor a la verdad, de una madre angélica, en amor conyugal.
»Y el propio Swedenborg vio aves en sus estancias en el mundo de los espíritus, y se le reveló que en el Gran Hombre los conceptos racionales tienen apariencia de pájaros. Porque la cabeza se corresponde con los cielos y el aire. De hecho experimentó en su propio cuerpo la caída de ciertos ángeles que se habían formado opiniones equivocadas en su comunidad sobre los pensamientos y su afluencia; sintió un temblor terrible en los nervios y en los huesos; y vio un pájaro oscuro y feo y dos delicados y bonitos. Y estos pájaros corpóreos eran los pensamientos de los ángeles, y él los veía en el mundo de sus sentidos: bellos razonamientos y feas falacias. Porque a todos los niveles todo se corresponde, desde lo más puramente material a lo más puramente divino, en el Humano Divino.
—Extraño, muy extraño —dijo el capitán Jesse, con cierta impaciencia. Al ser un gran charlatán, no podía escuchar pasivamente mientras el señor Hawke desenmarañaba para los presentes todas las hebras que conectaban al Humano Divino con los terrones de barro de este mundo. Una vez había empezado, el señor Hawke era dado a extenderse, y explicaba los Arcana y los Principia, la Clavis Hieroglyphica Arcanorum Naturalium et Spiritualium, los misterios de la Influx y la Devastación, el Amor Conyugal y la Otra Vida, porque sólo mediante su exposición el señor Hawke podía sostener en el aire todas las pelotas de su sistema a la vez, por así decirlo: un arco de malabarismo teológico, que Sophy Sheeky vio un momento, durante su digresión sobre los pájaros, como una ráfaga de palomas buchonas y de tórtolas de collar.
—En ese mundo, en el mundo espiritual —dijo el señor Hawke—, les llega la luz del sol espiritual, y no pueden ver el correspondiente sol material de nuestro mundo muerto. Para ellos se trata de una profunda oscuridad. También hay algunos espíritus bastante corrientes que no pueden soportar las cosas materiales, por ejemplo, los del plañera Mercurio, que corresponden en el Gran Hombre a la memoria de las cosas, extraída de las cosas materiales. Swedenborg los visitó, y se le permitió que les enseñara prados, tierras de barbecho, jardines, bosques y arroyos. Pero los detestaban, detestaban su materialidad, les gusta el conocimiento abstracto; así que llenaron meticulosamente los prados de serpientes y los oscurecieron, e hicieron que los arroyos se pusieran negros. Tuvo más éxito al enseñarles un agradable jardín repleto de lámparas y de luces, porque eso apelaba a su inteligencia, ya que las luces representan las verdades. Y también al enseñarles corderos, cosa que aceptaron, porque los corderos representan la inocencia.
—No muy distintos a algunos predicadores —dijo la señora Jesse—, los espíritus del plañera Mercurio. Capaces sólo de pensar en abstracciones relacionadas con otras abstracciones.
—Tampoco muy distintos a ciertos salvajes —dijo su marido—. Los que navegaron con el capitán Cook solían contar cómo los salvajes de Nueva Zelanda parecían incapaces de ver el barco anclado en la bahía. Se ocupaban de sus asuntos como si no estuviese allí, como si todo fuese igual que siempre, mientras pescaban y nadaban, ya saben, o hacían sus hogueras para asar los peces que habían cogido y todo eso, o cualquier otra cosa a la que se dedicaran. Pero en el momento en que se arriaron los botes y se hicieron a la mar, fue como si los hombres se hiciesen visibles, y provocaron que los salvajes se pusieran muy nerviosos, que se concentrasen muchas filas de ellos en la playa y agitasen los brazos saludándolos, y empezasen a gritar y a bailar como locos. Pero el barco parecía que no podían verlo. Cualquiera pensaría que podría haber funcionado una analogía, que podrían haber creído que se trataba de alguna gran cosa blanca con alas, alguna fuerza espiritual o qué se yo, si no podían verlo como un barco, pero no, no podían verlo en absoluto, al parecer, nada de nada. Lo cual contribuye, a mi entender, a reforzar la teoría de que el mundo de los espíritus puede estar yuxtapuesto a éste, puede acribillarlo por todas partes como los gorgojos el pan, y podríamos no verlo porque no hemos desarrollado una manera de pensar que nos permita verlo, ¿entienden?, como sus mercuriales o mercurianos, que no querían saber nada de campos ni de cosas, o como los propios ángeles que sólo pueden ver el sol como una profunda oscuridad, pobrecitos.
Aarón, el cuervo, que estaba posado en el brazo del sofá, eligió ese momento para alzar sus dos alas negras en el aire, casi batiéndolas, y luego las volvió a acomodar, con un frufrú de plumas y varios movimientos espasmódicos de su cabeza. Dio dos o tres pasos de lado hacia el señor Hawke, que retrocedió nervioso. Al igual que muchas criaturas que causan temor, Aarón parecía animarse con las señales de angustia. Abrió su grueso pico azul y graznó, echando la cabeza a un lado para observar el efecto que había producido. Los párpados de sus ojos también eran azulados y de reptil. La señora Jesse le dio un tirón a su correa a modo de aviso. El señor Hawke había preguntado una vez el origen de su nombre, suponiendo que tenía algo que ver con el hermano de Moisés, el sumo sacerdote que llevaba las campanas y las granadas diseñadas por Dios. Pero la señora Jesse respondió que su nombre obedecía al moro de Titus Andronicus, una obra de la que el señor Hawke no sabía nada, al no tener la erudición de los Tennyson.
—Una criatura negra, que se alegraba de su color, señor Hawke —había dicho ella en pocas palabras. El señor Hawke le contestó que creía que los cuervos eran, en general, pájaros de mal agüero. El cuervo de Noé, según la interpretación de Swedenborg de la Palabra, representaba a la mente caprichosa vagando sobre un mar de falsedades.
—Las falacias crasas e impenetrables —había dicho mirando a Aarón— son descritas según la Palabra como búhos y cuervos. Como búhos, porque viven en las tinieblas de la noche; como cuervos, porque son negras; como en Isaías 34, 11: «La lechuza y el cuervo morarán en ella.»
—Los búhos y los cuervos son criaturas de Dios —replicó la señora Jesse en esa ocasión con cierto humor—. No me puedo creer que algo tan encantador, tan suave y tan perplejo como un búho pueda ser una criatura del mal, señor Hawke. Fíjese en las lechuzas que le respondían al muchacho de Wordsworth, y en cómo imitaba él su ulular. Mi propio hermano, Alfred, tenía mucho éxito en ese tema cuando era niño, podía imitar a cualquier ave, y había toda una familia de mochuelos que venían cuando los llamaba para darles de comer con la punta de los dedos, y uno que se convirtió en miembro de nuestro hogar y vagaba por allí sobre su cabeza. Tenía un cuarto debajo del tejado de la rectoría, bajo el gablete. —La expresión de su rostro se suavizó, como siempre que se acordaba de Somersby. Sacó una bolsita de cuero y ofreció al cuervo un pedacito de algo que parecía hígado; él lo cogió con un rápido picotazo, lo volteó y se lo tragó. La señora Papagay estaba fascinada con los pedacitos de carne de la señora Jesse. La había visto meter a escondidas en su bolsita los restos de la carne asada de la cena, para el pájaro. Había algo desagradable en la señora Jesse, así como algo puro y trágico, claro. Allí sentada, con aquella ave de mirada fija y aquel monstruoso perrito gris de colmillos afilados y cabeza abombada, era como una cabeza erosionada y vigilante entre dos gárgolas del tejado de una iglesia, pensó la señora Papagay un momento, por la que hubiesen pasado siglos de viento y de lluvia mientras ella miraba fijamente, desgastada y tenaz, al infinito.
El señor Hawke insinuó que, si ya estaban preparados, debían formar el círculo. Se puso una mesa redonda, cubierta con un tapete de terciopelo con flecos, en el centro de la habitación, y el capitán Jesse colocó las sillas en su respectivos sitios, mientras se dirigía a ellas como si fueran criaturas vivas, «venga, vamos», «no seas pesada», «ya está bien». La señora Jesse suministró papel en abundancia, varios lápices y plumas, y una gran jarra de agua con vasos para todo el mundo. Se sentaron, en una penumbra únicamente iluminada por las llamas parpadeantes del fuego del hogar. La señora Papagay informó acerca de que así era cómo se hacía en los círculos espiritistas más avanzados. Parecía que a los espíritus les daba miedo la plena luz, o que les incomodaba; la composición de sus rayos no era la adecuada, había explicado una vez un caballero científico muerto en labios de una médium americana, Cora V. Tapman; un ambiente ideal para su manifestación era la tranquilizadora luz violeta. A Emily Jesse le gustaba el resplandor del fuego. Creía firme y sinceramente que los muertos tenían vida y se morían de ganas de comunicarse con los vivos.
Como su hermano Alfred, como los miles de fieles preocupados para los que en parte hablaba, sentía deseos, apremiantes pero amenazados, de saber que el alma individual era inmortal. Alfred, a medida que se iba haciendo viejo, se volvía más y más vehemente respecto a ese tema. Si no había otra vida, les gritaba a sus amigos, si se le demostraba que eso era así, se precipitaría al Sena o al Támesis, metería la cabeza en un horno, se envenenaría o se pegaría un tiro en la sien. A menudo se decía a sí misma los versos de Alfred:
Que todo el que parece algo independiente,
variará sus contornos y, al fusionarse
los alrededores del ser, se hundirá,
volviendo a emerger en el Alma total.
La fe es tan borrosa como desabrida:
la forma eterna seguirá separando
al alma eterna de sus proximidades;
y yo lo reconoceré al encontrarnos.
Le gustaba eso. «La fe es tan borrosa como desabrida» era un buen verso. Pero también le gustaba el fuego del hogar y parte de aquel antiguo yo infantil suyo, que esperaba maravillas. Habían jugado a juegos campestres junto al fuego los once niños hacinados en la bonita rectoría; se habían contado cuentos aterradores y visiones mágicas los unos a los otros. Su anciano padre se volvió medio loco de rabia y de desilusión y de frustración intelectual. Y de beber, para hacer honor a la verdad. La mitad de los niños sufrieron de melancolía; uno de ellos, Edward, a quien no se mencionaba nunca, fue encerrado a perpetuidad en un manicomio de York. Septimus se tumbaba, afligido, junto al fuego, y Charles se aficionó a los sueños del opio. Con todo, habían sido felices, recordaba, muy felices. Le cogieron el gusto a la oscuridad. Veían cosas extrañas y les entusiasmaba contarlas. Horatio, su hermano pequeño, al pasar en pleno crepúsculo de camino a casa por delante del Bosque Encantado, entre Harrington y Bag Enderby, vio una repulsiva cabeza humana, aparentemente cercenada, que corría a su lado en el interior del bosque mientras lo miraba fijamente por encima del seto. El propio Alfred durmió con cierta ceremonia en la misma cama de su padre, menos de una semana después de su muerte, deseoso, decía, de ver un fantasma. La rectoría estaba tan increíblemente silenciosa sin los aullidos y los estrépitos de su padre, que las niñas le suplicaron que no tratase de despertar a aquel espíritu perturbado. Pero Alfred se había aferrado a su idea, a caballo entre lo morboso y lo sobrenatural. Se encerró en aquella habitación mal ventilada y apagó la vela. Y pasó una noche tranquila, informó a la mañana siguiente, pensando mucho en su padre, en su amargura, su desdicha, su intelecto privilegiado, sus ataques de penetrante sensatez, a la vez que se esforzaba en ver cómo se paseaba a grandes zancadas, alto e imponente, por delante de la cama.
—O cómo te echaba la mano al cuello —dijo Horatio—, que es que no tienes ningún respeto.
—A ti no se te va a aparecer ningún espíritu, Alfred —dijo Cecilia—. Eres demasiado despistado para ver ninguno, no eres receptivo.
—Los espíritus no se aparecen a los hombres que tienen imaginación, creo —dijo Alfred, y prosiguió hablando de un pastor de ganado que había visto el fantasma de un granjero asesinado, con una horquilla que le salía de las costillas. Arthur Hallam le había descrito cómo Alfred había leído su único documento, titulado Fantasmas, a los Apóstoles de Cambridge, aquella sociedad erudita de jóvenes que iban a convertir el mundo en algo a la vez más justo y encantador.
—Tenías que haberlo visto, queridísima Nem, tan terriblemente guapo y tan terriblemente tímido y avergonzado, apuntalado contra la chimenea y escrutando sus páginas, para poner entonces la voz del narrador de cuentos del rincón de la chimenea de Sidney, y aterrorizarnos a todos con su horrible semblante.
Una vez, había leído la primera parte del documento en una reunión de los Tennyson de Somersby.
El que tiene el poder de hablar del mundo espiritual, habla de un modo sencillo de un tema importante. Habla de la vida y de la muerte, y de las cosas de la otra vida. Levanta el velo, pero la forma que hay detrás está envuelta en una oscuridad más profunda. Alza la nube, pero oscurece la perspectiva. Abre con una llave de oro las verjas de hierro del osario, las abre de golpe de par en par, y hace salir de las tinieblas interiores las colosales presencias del pasado, majores humano; algunos como vivieron, aparentemente pálidos, y ligeramente sonrientes; algunos como murieron, repentinamente helados aún por el frío de la muerte; y algunos como fueron enterrados, con los párpados cerrados, con los sudarios y las mortajas que los ciñen.
Los oyentes se arriman los unos a los otros, tienen miedo de su propio aliento, del latido de sus corazones. La voz del que habla solo, como un arroyo de montaña en una noche tranquila, llena e inunda el silencio…
A Arthur le habían encantado sus reuniones donde se contaban historias, el toque dramático, el acento moribundo que proporcionaba el grupo al relato de los demás. El hogar de Arthur, decía, era correcto y formal. Su hermano, sus hermanas y él mismo eran los supervivientes de una familia casi tan numerosa como los Tennyson. Se les vigilaba angustiosamente por si daban señales de decadencia, se les protegía como a un tesoro, se les ejercitaba en la virtud y se les educaba con rigor. No corrían a lo loco por los campos ni daban tumbos por los setos, no disparaban con arcos y flechas ni cabalgaban libremente por la campiña. Os quiero a todos, les había dicho a los Tennyson, con la cara arrebolada de felicidad, sabedor de ser también él portador de felicidad, porque ellos le querían a su vez; era bello y perfecto, iba a ser un gran hombre, un ministro, un filósofo, un poeta o un príncipe. Matilda lo llamaba el rey Arturo, y lo había coronado con hojas de laurel y acónitos de invierno. Él tenía paciencia con Matilda, que era un poco extraña, un poco brusca y cortante, debido a que de pequeña la habían dejado caer de cabeza y no había quedado bien. Matilda, a diferencia de Alfred, tenía apariciones de verdad. Ella y Mary habían visto cómo una figura alta y blanca, amortajada de la cabeza a los pies, avanzaba por la vereda de la rectoría y desaparecía luego a través de un seto en un sitio donde no había ningún hueco. A Matilda se le saltaron las lágrimas de la impresión, lloró y aulló como un perro, y se revolcó en la cama muerta de miedo. Unos días después fue Matilda la que se acercó andando hasta Spilby y recogió en la oficina de correos aquella carta terrible.
Su amigo, señor, y mi queridísimo sobrino, Arthur Hallam, ha dejado de existir; ha sido voluntad de Dios apartarlo de este primer escenario de la existencia, para conducirlo a ese Mundo mejor para el que fue creado.
Murió en Viena a su regreso de Buda, de apoplejía, y creo que sus restos llegarán por mar desde Trieste.
IV
El señor Hawke los colocó. Él se sentó entre Sophy Sheeky y Lilias Papagay, con un ejemplar de la Biblia y otro de Cielo e Infierno de Swedenborg delante de él. La señora Jesse estaba al lado de la señora Papagay, y al otro lado tenía a la señora Hearnshaw. El capitán Jesse se sentó entre la señora Hearnshaw y Sophy Sheekhy, en una especie de parodia del protocolo de una cena cuando no había hombres suficientes. Era costumbre del señor Hawke empezar la sesión con una lectura de Swedenborg y otra de la Biblia. Emily Jesse no estaba completamente segura de cómo había conseguido convertirse en la figura central, cuando hasta la fecha no había demostrado tener ningunas facultades mediúmnicas. Al principio se había alegrado de poder contarle los prometedores, si no alarmantes, resultados de sus primeros y cautos experimentos espirituales. Al igual que su hermano mayor, Frederick, y su hermana, Mary, era una abnegada devota de la Iglesia de la Nueva Jerusalén de Swedenborg, y también una espiritista convencida. Mientras que los espiritistas reivindicaban a Swedenborg, que había realizado unos viajes tan trascendentales al interior del mundo espiritual, como a un fundador de la fe, muchos de los swedengborgianos más ortodoxos contemplaban con recelo lo que veían como un inseguro y peligroso juego de poder de los espiritistas. El señor Hawke no se había ordenado pastor de la Nueva Iglesia, sino que era un predicador errante, a quien le estaba permitido hablar pero que carecía de un rebaño que guiar; un grado, como nunca se cansaba de explicar, al que Swedenborg se había referido como sacerdos, canonicus o flamen. Se sentó de espaldas al fuego y leyó en alto:
La Iglesia de la tierra ante el Señor es un Único Hombre. Se divide también en grupos, y cada grupo es a su vez un Hombre, y todo lo que está en el interior de ese Hombre está también en el Cielo. Cada miembro de la Iglesia es además un ángel del cielo, porque se convierte en ángel tras la muerte. Por otra parte, la Iglesia de la tierra, junto con los ángeles, no sólo constituyen las partes internas del Gran Hombre, sino también las externas, las que se denominan cartilaginosas y óseas. La Iglesia genera todo esto, porque en la tierra a los hombres se les proporciona un cuerpo en el que lo esencial espiritual está revestido de lo natural, lo cual da lugar a la conjunción entre el Cielo y la Iglesia, entre la Iglesia y el Cielo.
—La lectura de hoy de la Palabra —continuó— está tomada del Libro de la Revelación, capítulo veinte, versículos del 11 al 15.
Y vi un gran trono blanco, y al que estaba sentado en él, de cuya presencia huyeron la tierra y el cielo; y no hubo lugar para ellos.
Y vi a los muertos, grandes y pequeños, que estaban delante de Dios; y fueron abiertos los libros; y fue abierto otro libro, que es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras.
Y el mar entregó los muertos que estaban en él; y la muerte y el infierno entregaron los que estaban en ellos; y fueron juzgados, cada hombre según sus obras.
Y la muerte y el infierno fueron arrojados al lago de fuego. Ésta es la segunda muerte.
Y el que no fue hallado escrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego.
Este pasaje del Libro de la Revelación hizo que un estremecimiento de placer recorriese el esqueleto de la señora Papagay, a la que le encantaban sus sonoras resonancias y sus vistosos colores: escarlata, oro, blanco y el negro del abismo. También le encantaban, le había sucedido desde niña, todas aquellas visiones e imágenes extrañas: los ángeles enrollando el telón de fondo de los cielos y despejándolos para siempre, las estrellas cayendo del cielo al mar como una lluvia de dorados globos llameantes, los dragones y las espadas, la sangre y la miel, las plagas de langosta y las huestes de ángeles, esas criaturas puras y blancas y a la vez de ojos ardientes, arrojando sus coronas doradas por todos lados en un mar cristalino. Se había preguntado a sí misma cada vez más a menudo por qué a todo el mundo le encantaban tanto la ferocidad de san Juan y su terrible visión, y se había respondido de varias maneras, como una buena psicóloga, que a los seres humanos les gustaba que los aterrorizasen; no había más que ver como disfrutaban con los cuentos más horribles del señor Poe, con los pozos, los péndulos, los enterrados vivos. No sólo eso, les gustaba que los juzgasen, le parecía; no podían proseguir si sus vidas carecían de importancia, de una importancia absoluta, a ojos de un ser más elevado que los observaba y les confería realidad. Porque si no hubiese muerte y juicio, si no hubiera cielo e infierno, los hombres no serían nada más que bichos, nada más que mariposas y moscardas. Y si eso era todo, sentarse y sorber té, esperar que fuera la hora de acostarse, ¿por qué se nos había otorgado semejante gama de cosas que adivinar, que esperar, que temer, y que iban más allá de nuestros voluminosos pechos encerrados en sostenes, o de nuestros problemas con las estufas? ¿Por qué aquellas criaturas blancas y etéreas encumbradas sobre nosotros, o la mujer revestida de sol y el ángel que se alzaba en él?
A la señora Papagay no se le daba bien dejar de pensar. Tenían por costumbre sentarse en silencio, formando un círculo, levemente cogidos de las manos para fundirse en uno solo, a la expectativa: una mente pasiva para que la utilizaran los espíritus, para que entrasen en escena y hablaran a través de ella. Al principio habían empleado un sistema de golpecitos y de respuestas, uno para sí, dos para no, y de cuando en cuando aún les sobrecogían repiques estrepitosos que venían de debajo de la mesa, o sacudidas de su superficie bajo los dedos, pero esperaban a que los espíritus diesen señales de su presencia, y entonces se dedicaban a la escritura automática: tenían que sostener todos una pluma sobre el papel; todos, excepto el capitán Jesse, habían producido algún escrito, largo o corto, que luego habían examinado y sobre el que se habían preguntado cosas. Y así, si el día era bueno, los visitantes hablaban a través de Sophy o, más raramente, a través de ella misma. Y una o dos veces, Sophy pudo verlos, pudo describir lo que veía a los demás. Había visto al sobrino y a las sobrinas muertas de la señora Jesse, los tres niños de su hermana Cecilia: Edmund, Emily y Lucy, muertos respectivamente a los trece, a los diecinueve y, precisamente el año anterior, a los veintiún años. Tan lentos, tan tristes, pensó la señora Papagay, aunque los espíritus habían dicho lo felices que eran y lo ocupados que estaban en una tierra veraniega entre flores y huertos con una luz maravillosa. Era el matrimonio de su hermana, Cecilia, lo que se celebraba al final de In memoriam como el triunfo del amor sobre la muerte, con los piececitos de la novia en zapatillas. La señora Papagay los podía ver, trastabillando sobre las lápidas de los muertos en la vieja iglesia. Pero vivimos en un valle de lágrimas, tuvo que admitir la señora Papagay, necesitamos saber que existe el país del verano. El niño nonato que era la esperanza futura del poema del Laureado había venido y se había ido, como el propio A. H. H. Con quien, por alguna razón, ninguno de ellos, ni siquiera Sophy Sheekhy, era capaz de establecer comunicación.
El fuego del hogar proyectaba sombras sobre las paredes y los techos. La melena de pelo cano del capitán Jesse destacaba como una corona, su barba parecía la de un dios, y se reconocía la suave cabeza negra de Aarón en una silueta humosa y oscilante. Tenían las manos completamente iluminadas. Las de la señora Jesse eran largas y tostadas, manos de gitana con chispeantes anillos rojos. Las de la señora Hearnshaw eran delicadamente blancas, y estaban cubiertas de anillos de luto que contenían en estuchitos el pelo de los desaparecidos. Las del señor Hawke eran arcillosas, y con unos cuantos pelos pelirrojos. Tenía las uñas muy cuidadas, y llevaba un sello con una hematites. Era aficionado a dar palmaditas y apretones para animar y tranquilizar a sus compañeros. La señora Papagay también podía percibir sus rodillas, que de cuando en cuando rozaban las suyas, y estaba segura de que también las de Sophy Sheekhy. Sabía, sin necesidad de pensarlo, que el señor Hawke era un hombre excitable en ese sentido, que le gustaba la carne femenina, y pensaba mucho y muy a menudo en ella. Sabía, o creía que sabía, que le gustaba la idea de los muslos pálidos y frescos de Sophy Sheeky, que se imaginaba desabrochando el suave corpiño sin adornos, o pasando las manos por aquellas piernas pálidas que había debajo del vestido color paloma. Sabía, casi igual de seguro, que Sophy no respondía a su interés. Veía las pálidas manos de Sophy, de un color crema hasta debajo de las uñas, inmóviles e inertes en sus garras, y sin ningún sudor que denotase una respuesta, de eso la señora Papagay estaba segura. A Sophy parecían no interesarle aquella clase de cosas. Parte de su éxito espiritual podía deberse a aquella cualidad intacta suya. Era un recipiente puro, fresco, que aguardaba como en sueños.
La señora Papagay también sabía que el señor Hawke había considerado la posibilidad de que ella misma fuera una fuente de consuelo animal. Le había pescado mirándole el pecho y el talle, como tasándolos involuntariamente; y sentía cómo sus dedos templados masajeaban su palma en momentos de excitación. Una o dos veces le había descubierto tasando su boca gruesa y los rizos aún juveniles de sus cabellos. Nunca le había dado alas voluntariamente, pero no lo rechazaba de una vez por todas, como podía hacer, cuando tenía las manos muy largas o se frotaba contra ella. Trataba de sopesarlo todo. Creía que cualquier mujer que se lo propusiese podía arrancarle al señor Hawke una petición, si era razonablemente pechugona y él le gustaba un poco. ¿Quería ser la señora Hawke? La verdad era que necesitaba a Arturo, necesitaba lo que Swedenborg llamaba las «delicias conyugales» de la vida matrimonial. Quería dormir con unos brazos masculinos rodeándola, entre el perfume de las sábanas matrimoniales. Arturo le había enseñado muchas cosas, y ella había sido una alumna aplicada. Arturo tuvo el valor de hablarle a una esposa con los ojos desmesuradamente abiertos de lo que había visto en varios puertos, de las mujeres que le habían entretenido; y se extendió cada vez más cuando vio que su sorprendente esposa no se ofendía, sino que demostraba sentir curiosidad por los detalles. Lilias Papagay, ya lo creo, le podía enseñar al señor Hawke, o a algún otro hombre, un par de cosas que le sorprenderían. Si podía ponerse a ello después de Arturo. Una vez había tenido una pesadilla terrible, en la que abrazaba a Arturo y se encontraba devorada por una gran anguila marina, un dragón o una serpiente marina que, de alguna forma, había absorbido o extraído a medias partes de él. Aunque el sueño ocasional en el que él regresaba talmente «a la vida» casi le hacía más daño al despertarse. «Ay, amigo mío, pero vuelve hasta mí», se dijo la señora Papagay a sí misma y a su hombre muerto. Su pulgar extendido se vio calibrado, y frotado, por el pulgar tieso del señor Hawke. Intentó concentrarse en el objetivo de la reunión. Se reprochó su propia reincidencia al contemplar la fuerza expectante de la cara amplia y suave de la señora Hearnshaw.
A Sophy Sheeky se le daba mucho mejor vaciar su mente que a la señora Papagay. De hecho, antes de que la señora Papagay la hubiera llevado a hacer de ello una profesión, constantemente había disfrutado, o se había asustado o sentido incómoda con aquel deslizarse dentro y fuera de distintos estados de conciencia, igual que podía deslizar su cuerpo dentro y fuera de sus varios vestidos y abrigos, dentro y fuera del agua templada o del frío aire invernal. Una de sus lecturas bíblicas favoritas, y también una de las del señor Hawke, porque le permitía reflejar las experiencias de Swedenborg, era la anécdota de san Pablo en 2 Corintios 12.
Conocí a un hombre en Cristo, que hace catorce años (si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no lo sé: Dios lo sabe) fue arrebatado hasta el tercer cielo.
Y conocí tal hombre (si en el cuerpo o fuera del cuerpo, no lo sé: Dios lo sabe).
Que fue arrebatado al paraíso, y oyó palabras inefables que el hombre no puede decir.
De tal hombre me gloriaré, mas de mí mismo no he de gloriarme, sino en mis flaquezas.
Le gustaba aquella frase equivoca que se repetía «si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no lo sé, Dios lo sabe». Describía gran parte de sus estados y se podía usarlo, como la poesía, para inducirlos con el reiterativo murmullo de su ritmo. Si no parabas de decírtelo a ti mismo, al principio se volvía muy extraño, como si todas las palabras estuviesen locas y erizadas de pelitos de cristal reluciente, y luego muy sencillo y carente de significado, como transparentes gotas de agua. Y estabas y no estabas allí; Sophy Sheeky se quedaba sentada como una monja gris con el rostro bajo, y veía algo. ¿Qué veía? La propia Sophy no creía que se diese una gran discontinuidad entre las criaturas y los objetos que se encontraba en sueños, las que vislumbraba a través de las ventanas o por encima del dique marítimo, las evocadas en los poemas o en la Biblia, o las que no venían de ninguna parte y se quedaban un rato; se las podía describir a los demás, se las podía ver, oler, oír, casi tocar y saborear: algunas eran dulces, otras ahumadas. Echada de noche en su cama, esperando dormirse, veía procesiones de todas clases, a veces en el aire a oscuras, a veces con los mundos que traían consigo, desconocidos o familiares: dunas desiertas, brezales con maleza, el interior de armarios oscuros, el calor de lumbres, huertos cargados de fruta. Veía bandadas de pájaros y nubes de mariposas, camellos y llamas, hombrecitos negros y desnudos y muertos amortajados con la mandíbula sujeta, erguidos y resplandecientes. Veía lagartos ardiendo y familias de esferas doradas, enormes e infinitesimales, veía lirios transparentes y pirámides andantes de cristal. Otras criaturas indescriptibles vagaban por su conciencia: algo parecido a una pantalla morada de chimenea, con unos brazos orlados de plata, se aproximaba, se abría y se cerraba, dando una sensación de gran contento; y una especie de erizo naranja de pura angustia se hinchaba y estallaba delante de ella. Muchas de ellas nunca trataba de describírselas a nadie. Eran su mundo. Pero parte de estas cosas que venían, o que podían ser evocadas, eran seres humanos completos, con sus rostros y sus historias, y había aprendido lenta y dolorosamente que se la requería, en ambos lados al parecer, para que mediase entre éstos y aquellos otros que ni los veían ni los oían. Cuanto mayor era el peso de la esperanza, cuanto mayor el absorbente remolino de dolor que aquí clamaba una y otra vez por ellos, más le costaba a Sophy Sheekhy hacer lo que le pedían, invitar a aquellos visitantes en particular entre todos los demás, hacerles quedarse y hablar. A veces tenía la sensación de que la asfixiaban: los vivos, no los muertos.
Aquel día, al tranquilizarse, percibió que la habitación estaba llena de actividad. Tenía por costumbre recorrer despacio el círculo con la vista, para «ver» a sus miembros de una forma abstracta, sopesando, como si fuera con su sangre y con sus huesos, las preocupaciones y los movimientos de la mente, para luego deshacerse de ellos y permanecer a la escucha. A menudo, en torno al círculo de los vivos, veía otro de criaturas que pugnaban por entrar, ansiosas y atentas, deseosas de público, listas para ponerse a dar vueltas en corro, para soltar risitas ahogadas, o para aullar. Se miró tranquilamente las manos, vio cómo un dedo del señor Hawke acariciaba la membrana que unía los suyos, haciendo que se quedasen helados como un muerto, fríos como una piedra; así que permanecía allí sentada con una pesada mano de mármol, con la vida encogida en el corazón. Miró al señor Hawke y vio en su lugar, como solía sucederle, una especie de criatura roja de terracota cascada, que de algún modo le recordaba a Pug, o a una figura vidriada de un león chino, o a un acerico de raso erizado de alfileres con la cabecita de cristal; una cosa del color de la punta rabiosamente reluciente de aquella parte del señor Pope que él llevaba agarrada delante, apuntando tiesa hacia arriba, el día que había entrado sonámbulo en su buhardilla, mientras soltaba gemiditos roncos, antes de que ella consiguiera que su propio cuerpo estuviese completamente helado como un pescado muerto, helado como un melocotón de mármol, en el momento en que el señor Pope había puesto una mano caliente sobre él, y retrocedido de un salto, abrasado por el hielo.
A la señora Papagay la veía como la señora Papagay, porque la quería como era, aunque veía su cabeza toda coronada de plumas de pavo real y de ave lira y de las avestruces más blancas, igual que una reina de los mares del sur. A la señora Hearnshaw solía verla toda mojada y con las mollas de grasa relucientes de agua, como una sirena sacada de las aguas, como un enorme león marino que se quejase al cielo sobre una roca. A veces le parecía ver a través de la señora Hearnshaw como a través de un florero o un cáliz inmenso en el que las formas se debatían vagamente, igual que melocotones en un tarro. Y al lado de la señora Hearnshaw, sujetando su propia mano, estaba el capitán Jesse. Una vez, al mirarlo, había visto a un gran animal de plumaje blanco, un animal con unas alas inmensas y poderosas y un pico cruel, confinado en su cuerpo, apretujado tras sus costillas, como algo enjaulado que miraba al exterior con unos ojos dorados e inhumanos. Después, estaba segura de que había sido después, el capitán Jesse le había enseñado sus grabados del gran albatros blanco que había visto en sus exploraciones polares. Le había contado muchas cosas de los desiertos de nieve y de los perros que tiraban de los trineos y tenían los ojos zarcos, y a los que se comían cuando estaban agotados. Le había hablado de grietas donde los hombres se hundían sin dejar rastro en extensiones de hielo verde como esmeraldas; el poeta tenía razón, le decía el capitán Jesse a Sophy, es justo ese verde, el de las esmeraldas, es científicamente exacto, querida, y muy loable.
Por lo que respecta a la señora Jesse, Sophy Sheekhy la veía a veces joven y hermosa, con un vestido negro y una rosa blanca en aquel pelo azabache, como a él le gustaba verla. Había percibido que, al contemplar desinteresadamente a casi cualquier mujer, salía a relucir el fantasma de la muchacha que en su día había sido, a la par que la vieja bruja en la que iba a convertirse. También veía a la señora Jesse como a una bruja, envuelta y encapuchada con andrajos y harapos muy negros, de barbilla puntiaguda y nariz afilada, y con un costurón desdentado por boca. La muchacha no dejaba de esperar, y las manos arrugadas de la vieja descansaban junto a las garras del cuervo o acariciaban la fláccida molla de grasa del cuello de Pug.
—¿Por qué no cantamos un poco? —sugirió la señora Papagay. Le correspondía a ella guiar el acercamiento al mundo de los espíritus después de que el señor Hawke hubiese hecho valer la autoridad de la Palabra. Su himno favorito era el del obispo Beber «Santo, Santo, Santo», gusto que compartía con el Laureado y con Sophy Sheekhy, que se sentía traspasada por cristalinos dardos de pura alegría con la estrofa:
¡Santo, Santo, Santo! Todos los Santos Te adoran
arrojando coronas de oro al mar de cristal;
querubín y serafín, postrándose ante Ti
que fuiste, y eres, y serás por siempre.
La señora Hearnshaw, sin embargo, tenía predilección por «Hay un hogar para los niños pequeños» y
En torno al Trono de Dios un coro
de ángeles gloriosos hay siempre.
Estrellas ven, dulces arpas sostienen,
ciñen sus cabezas coronas de oro.
Así que los cantaron los dos, mientras alzaban rítmicamente sus manos unidas formando un corro, y sentían como la fuerza pasaba de un dedo a otro: una pulsación eléctrica a lo largo de la cual los hilos de comunicación se podían abrir a la tierra de los muertos.
El fuego se apagó un poco. La oscuridad se hizo más espesa. Sophy Sheekhy dijo, clara y distendidamente:
—Aquí hay espíritus, siento su presencia, también me huele a rosas. ¿Nadie más se da cuenta de este fuerte olor a rosas?
La señora Papagay dijo que creía que ella también percibía el olor. Emily Jesse aspiró con fuerza por la nariz, y le pareció que captaba un rastro de rosas entre el aliento a hígado de Aarón y los restos que aún quedaban de un pedo de Pug, pero todos estaban demasiado bien educados como para comentarlo.
—Sniff, sniff, sniff —hacía el señor Hawke, y Sophy le dijo amablemente que se quedase quieto, que las cosas no se harían manifiestas si él se esforzaba, que debía darles paso, ser pasivo, recibir. Y de repente la señora Hearnshaw gritó:
—Ah, ya lo huelo, ya lo huelo, me ha venido como una ráfaga de jardines en verano.
—Se me ocurre —dijo la señora Papagay— que tenemos que imaginarnos una rosaleda con macizos de rosas, y pérgolas de rosas, y céspedes mullidos, y grandes arriates de rosas de todos los colores, rojas y blancas y color crema y de todos los rosas posibles, y amarillas tirando a dorado, y de colores inimaginables en esta tierra, rosas encendidas como el fuego, rosas con el corazón azul como el cielo y de reluciente terciopelo negro…
Se las imaginaron. Ahora todo el mundo percibía la exquisita fragancia. La mesa que estaba bajo el círculo de manos empezó a tabletear y a moverse.
—¿Hay algún espíritu ahí? —dijo la señora Papagay.
Tres rápidos golpecitos afirmativos.
—¿Es un espíritu conocido?
Toda una plétora de golpecitos.
—He contado quince —dijo el capitán Jesse—. Quince. Cinco por tres. Cinco espíritus que conocemos, que ustedes conocen. Deben de ser sus pequeñas, señora Hearnshaw.
A Sophy la invadieron el dolor y la esperanza y el miedo de la señora Hearnshaw, como un pico enorme que la desgarrase. Gritó involuntariamente.
—Tal vez sea un espíritu maligno —dijo el señor Hawke.
—¿Quieren hablar con nosotros? —preguntó la señora Papagay.
Dos golpecitos de indecisión.
—¿Con uno de nosotros quizá?
Quince golpecitos otra vez.
—¿Quieren hablar con la señora Hearnshaw?
Tres golpecitos.
—Si cogemos las plumas, ¿las guiará? ¿Nos dirá quién es?
—¿Quién va a escribir? —preguntó la señora Papagay a los visitantes. Examinó a los componentes del círculo de uno en uno, y los espíritus se fijaron en ella, en la señora Papagay, como había esperado y creído que ocurriría. Podía sentir el tirón entre la señora Hearnshaw y Sophy, un tirón de puro dolor y una especie de vacío reluciente, y supo por instinto que tenía que intervenir, si había que enfrentarse a aquel anhelo voraz en vez de aumentarlo. Quería un buen mensaje para aquella pobre mujer desposeída, les rezó un poco a los ángeles para que la consolaran; que se consuele, les dijo mentalmente, antes de coger la pluma y vaciar la cabeza como era debido para que los mensajes le corriesen por los dedos.
Siempre había un momento de temor cuando su mano empezaba a moverse sin ninguna voluntad por su parte. En una ocasión, cuando estaba de visita en los South Downs en casa de una prima, la habían llevado a ver cómo trabajaba un zahorí que iba sosteniendo sobre un prado una rama ahorquillada de avellano hasta que la ramita se levantaba sola y se retorcía entre sus manos. Él se había fijado en la niña morena que estaba entre los familiares escépticos de su pueblo, y le tendió la ramita, diciéndole: «Prueba tú, venga, prueba.» Ella se quedó mirándola como si fuera un cuchillo, y su padre se rió y dijo: «Vamos, Lilias, no es nada más que un trozo de madera.» Y al principio había sido madera, madera cortada, madera muerta; y ella empezó a avanzar con cara de palo por la hierba, pensando que era tonta. Y entonces, de pronto, algo se vertió a lo largo y dentro de la rama que la hizo encabritarse y corcovear y retorcerse entre sus manos, y ella había dado semejante chillido de miedo que todo el mundo la creyó, nadie pensó que estuviera de broma. Ahora era fácil presentar este experimento como un primer contacto con los poderes del magnetismo animal. La señora Papagay lo contaba en los círculos espiritistas como un momento de fuerza espiritual vertida en sus dedos; una temprana indicación de los poderes que podría tener. Pero, en su momento, había enfermado de miedo, y ahora, siempre que cogía la pluma, por mucho que rebosara fe y esperanza, la ponía enferma una especie de miedo animal. Porque las plumas podían asumir ellas mismas el control como las ramas de avellano. La ramita de avellano corcoveaba y se retorcía entre las manos de una niña, ¿y qué quería decir eso? Invisibles canales de agua fría que corrían por debajo de la tierra. Y la pluma… La pluma corcoveaba y se retorcía entre sus dedos inertes, ¿y qué fuerza era la que formaba las letras?
La escritura automática de la señora Papagay tendía a comenzar con una especie de vaivén que rebuscaba entre sartas de palabras, como si estuvieran enganchadas las unas a las otras, hasta que de los garabatos surgía un mensaje o una cara, puesto que un lápiz serpenteante podía ir deslizándose hacia la representación de unos ojos habladores bajo una gruesa ceja, o cambiar de tempo y pasar de unas marcas sin objeto a una descripción urgente y precisa. El lápiz escribió:
Manos manos cruzadas manos mano encima debajo sobre entre bajo manos manitas morcillosas manitas morcillosas regordetas Corona Rosas manos sacudidas con lío sobre una calva calle sobre una calva calavera no calavera suave cabeza puertas del cielo abrieron en cabecita frías manos tan frías tan frías manos no más corona rosas AMY AMY AMY AMY AMY quiéreme te quiero te queremos en el jardín rosa te queremos tus lágrimas nos hacen daño nos queman la delicada piel como hielo quema aquí frías manos son rosas te queremos.
—Hable, señora Hearnshaw —dijo la señora Jesse.
—¿Sois mis niñas? ¿Dónde estáis?
Crecemos en un jardín de rosas. Somos tus Amys. Te vemos te velamos vemos todo lo que haces te reunirás con nosotras pasado un tiempo pasado un tiempo.
—¿Os reconoceré? —preguntó la mujer—. Recuerdo el olor de sus cabecitas —le dijo a Emily Jesse.
Ahora somos mayores. Crecemos y nos hacemos sabias. Los ángeles nos sonríen y nos enseñan a ser sabias.
—¿Tenéis algo que decirle a vuestra madre en particular? —dijo la señora Papagay.
La pluma garrapateó una larga curva en el papel, y de repente empezó a escribir incisivamente, sin la letra redondeada e infantil que había empleado hasta el momento.
Hemos visto formarse un hermano o una hermana nueva como una semilla terrenal que crece en la oscuridad, nos regocijamos a la espera de esa criatura en la tierra oscura y en este jardín de rosas. Deseamos que la aguardes con esperanza y amor y confianza pero sin temor, porque si se dispone que venga pronto a esta tierra veraniega será más feliz y tú soportarás el dolor ante esa certeza como soportarás el dolor de su venida soportarás el dolor de su ida nuestra muerte querida madre muerte querida te queremos y tú tienes que quererla. No debes darle Nuestro Nombre. Estamos aquí y vivimos para siempre y compartimos Nuestro Nombre pero basta. Somos los cinco dedos de una mano rosa.
La señora Hearnshaw parecía estar en trance de disolución. Se le estremecían las carnes, le temblaban; el rostro alargado se le había vuelto resbaladizo por efecto de una cálida película de lágrimas, le temblaban también los pechos enormes, y sus brazos ocultaban manchas de humedad.
—¿Cómo tengo que llamarla? —dijo—. ¿Con qué nombre?
Hubo una pausa. Luego, penosamente, en letras mayúsculas: «ROSA.» Una pausa más larga. «MUNDI.»
Luego, con la letra incisiva:
Rosamunda, Rosa de esta Tierra así que esperamos que se quede un poco contigo y te haga feliz en tu Tierra oscura querida Mamá no nos es dado saber si será así y nos encantará tener una nueva Rosa en nuestra corona si ha de suceder pero ella será fuerte si tú eres fuerte vivirá en tu tierra muchos años en eso confiamos y eso esperamos queridísima Madre muerte.
Era una peculiaridad de la escritura automática de la señora Papagay formar la palabra «muerte» cuando quería decir claramente «querida»[21], y viceversa. Se escapaba a su control, y los participantes habían decidido no darle mucha importancia, exceptuando al señor Hawke, que se había preguntado si habría un significado o una intención oculta en la similitud de las dos palabras. La señora Papagay estaba en cierto modo aterrada por la seguridad con la que los espíritus habían proclamado tanto que la señora Hearnshaw estaba esperando otro bebé como que ese bebé sería niña. Prefería que los mensajes fuesen más discretamente ambiguos, como los del Oráculo de Delfos. La señora Jesse estaba secándole las lágrimas a la señora Hearnshaw con un pañuelo arrugado que también había utilizado para limpiarse los dedos después de dar de comer a Aarón. Sophy Sheekhy se había puesto de una especie de color nacarado mate, y estaba inmóvil como una estatua. El señor Hawke hizo hincapié, como solía, en el aspecto científicamente verificable de toda aquella escritura tan tiernamente conmovedora.
—Es una auténtica profecía, señora Papagay. Que puede ser verdadera o falsa.
La señora Hearnshaw se vio anegada por otro torrente de agua salada.
—Ay, señor Hawke, pero ése es precisamente el quid de la cuestión. Llevan razón en lo que han dicho. Sólo lo sé con certeza desde hace una semana, y no le he dicho nada a nadie, ni siquiera a mi querido marido, pero es como ellas dicen, estoy esperando otro niño y, si he de ser sincera, estaba en un estado de mucho más miedo que esperanza, cosa que con mi experiencia es fácil de entender, me parece, y de la que no se me puede culpar, y mis queridas pequeñas se han fijado en mi miedo, lo han entendido, y han tratado de consolarme. —Su cuello largo y blanco cloqueaba con los sollozos—. Hice todo lo que pude… para evitarlo… Había perdido completamente la esperanza… Sólo tenía miedo, mucho miedo.
La imaginación incontenible de la señora Papagay se introdujo rápidamente en el dormitorio conyugal de la señora Hearnshaw, pasmada, salaz, excitada. Vio cómo aquella mujer grande y llorosa se cepillaba el pelo; debía de tener un cepillo de marfil bastante bueno, sí, y un pequeño espejo de bastidor, y llevaría una especie de peinador de seda negra, un peinador de luto; estaría cepillándose su espeso cabello y se habría quitado todas aquella joyas: aquellas cruces y relicarios de ébano y de azabache, los anillos y los brazaletes de luto; yacerían tristemente delante de ella entre las velas, como un pequeño santuario en honor de las cinco Amys. Y entonces entraría él, el pequeño señor Hearnshaw; era un hombre menudo, como una avispa negra, con unos bigotes negros muy tiesos para hacerlo parecer más grande, para inflarlo, y una cresta de hirsuto pelo moreno en la cabeza, como las crines rapadas de un caballo. Y daría alguna muestra de que aquello era lo que quería. Tal vez se acercaría sigilosamente y alzaría una o dos trenzas y besaría la nuca de su triste cuello, o la acariciaría con los dedos, si le daba por ahí. Y la cabeza de la pobre mujer se inclinaría cada vez más, porque quería cumplir con su deber conyugal pero tenía miedo, tenía miedo ya desde el principio, de la semilla arrojada en su interior… La señora Papagay le atizó un buen golpe en toda la cabeza a aquella imaginación suya tan calenturienta, pero no la podía parar… El señor Hearnshaw agarraba a la señora Hearnshaw y la empujaba hasta la cama. La señora Papagay reconstruyó el lecho, le puso cortinajes de terciopelo rojo y luego los hizo desaparecer, dada su inverosimilitud. Era una cama grande y oscura, de eso estaba segura, y amplia, como la señora Hearnshaw; tenía un edredón de seda morada y unas sábanas de lino limpias que olían a lavanda. Era una cama a la que había que trepar, y la señora Hearnshaw trepaba despacio, tras haberse quitado el peinador, y vestida ahora de algodón blanco adornado con bordados calados entrelazados con cintas negras. Sus pechos enormes se bamboleaban dentro de la bolsa formada por el camisón mientras se inclinaba sobre la cama y se metía dentro, con él siguiéndola de cerca, bien agarrado a sus voluminosas ancas; así era como lo veía la señora Papagay: el hombrecito empalmado, metiéndola a ella a empujones, como a una cerda en una cuadra. Veía sus piernas blancas bajo el camisón a rayas, cubiertas de pelitos negros entrecruzados como garabatos. Eran unas piernas delgadas, fuertes, angulosas, incómodas.
Y luego, el diálogo.
—Querida, necesito…
—No, por favor, me duele la cabeza.
—Lo necesito. De verdad. Sé amable conmigo, querida. Lo necesito.
—No lo puedo soportar. Tengo miedo.
—Ya se cuidará el Señor. Tenemos que hacer Su Voluntad y confiar en Su Providencia. —Mientras le pinchaba la cara con los bigotes, y las manitas tiraban de la carne abundante, y las rodillitas angulosas se movían cada vez más cerca de sus blancos costados.
—No sé si…
La señora Papagay, con un ataque de indignación, vio que el hombrecito montaba y bombeaba una y otra vez, como un poseso, de un modo masculino, sin consideración. Entonces se arrepintió y se enfadó consigo misma por su propia dramaturgia, que la había hecho indignarse, y trató de imaginárselo de otra forma: dos personas desconsoladas, que se querían mutuamente, que se volvían a oscuras la una hacia la otra, dejando cada una a un lado su dolor, para abrazarse en busca de consuelo; y al calor del consuelo surgía, naturalmente, una punzada de deseo. Pero aquello no le parecía tan natural como la primera escena. La señora Papagay regresó al presente, a la sesión (toda aquella acción había tomado cuerpo para luego desvanecerse en un abrir y cerrar de ojos), y se preguntó si las demás personas se contarían mentalmente cuentos como aquél, si todo el mundo se inventaba a los demás, a los vivos y a los muertos, si a aquello que sabía de la señora Hearnshaw se le podía llamar conocimiento o no eran más que mentiras, o las dos cosas, puesto que los espíritus habían sabido lo que la señora Hearnshaw había confirmado, que en efecto estaba encinta.
V
—Hay algo en la habitación —anunció Sophy Sheekhy como en sueños—. Entre el sofá y la ventana. Un ser vivo.
Todos miraron hacia el oscuro rincón; los que estaban frente a Sophy Sheekhy, especialmente Emily Jesse, que se encontraba justo enfrente de ella, volviendo la cabeza y torciendo el cuello, para ver tan sólo los borrosos contornos de las granadas y los pájaros y los lirios del señor Morris.
—¿Puede verlo claramente? —preguntó la señora Papagay—. ¿Es un espíritu?
—Puedo verlo claramente. No sé lo que es. No puedo describirlo. Hasta cierto punto. La mayoría de los colores no tienen nombre.
—Descríbalo.
—Está hecho de cierta sustancia que tiene aspecto de… No sé cómo decirlo… De… cristal trenzado, de cañones de pluma, o de tubos huecos de cristal, todos entrelazados como trenzas de pelo o como esos cuadros donde se ven los músculos de hombres despellejados todos imbricados… Pero éstos son como de cristal fundido. Parece que está muy caliente, suelta una especie de luz brillante y efervescente. En cierto modo, tiene la forma de un jarro o un frasco enorme, pero es un ser vivo. Tiene unos ojos llameantes a los lados de una especie de cabeza de cristal alargada, y un pico muy, muy largo… o una trompa… El cuello es largo y está ligeramente inclinado, y la nariz o el pico o la trompa… metida entre… entre las trenzas… de lo que, de alguna manera, es un pecho ardiente. Y por dentro es todo ojos, ojos dorados… En cierta forma tiene tres… tres capas de plumas, de todos los colores (no puedo describirlos), tiene plumas que forman como una niebla espesa, y una gola bajo la… cabeza… y una especie de capa rodeando la parte central… Y no sé si tiene una cola o un rabo o unos pies alados, no lo puedo ver, se revuelve todo el rato, y brilla y echa chispas y despide destellos de luz y tengo la impresión, la sensación, de que no le gusta que lo describa con palabras y comparaciones humanas que lo degradan… No le gustó que dijera «jarro o frasco», sentí su rabia, que era caliente. Pero estoy segura de que quiere que lo describa.
—¿Es hostil? —preguntó el capitán Jesse.
—No —dijo Sophy Sheekhy despacio—. Se enfada fácilmente —añadió.
—«Cubiertos su vientre y sus muslos de plumón dorado / y de colores bañados de cielo» —dijo la señora Jesse.
—¿También lo puede ver usted? —preguntó Sophy Sheekhy.
—No, citaba la descripción del arcángel Rafael en El paraíso perdido. «Un serafín alado; tenía seis alas para resguardar / sus divinas facciones.»
—Es interesante —dijo el capitán Jesse— lo de las alas de los ángeles. Se ha señalado que un ángel necesitaría un esternón que le sobresaliera varios pies para contrarrestar el peso de sus alas, como un pájaro, como un pájaro grande, ¿saben?, un esternón arqueado.
—Mi hermano Horado —dijo la señora Jesse— observaba una vez a una escultora que tallaba un retablo para una iglesia, y la desconcertó al decirle: «Los ángeles no son más que una especie de pollos mal hechos.»
—¡Qué frivolidad, señora Jesse! —dijo el señor Hawke—. ¡En un momento así!
—El buen Señor nos hace como somos, señor Hawke —contestó la señora Jesse—. Sabe que un poco de frivolidad es, en cierto modo, una expresión de temor reverencial, de nuestra propia incapacidad para asimilar prodigios. ¿Hemos de suponer que la señorita Sheekhy está contemplando en este momento la forma pura de un ángel? Un ángel hecho de aire, como el del señor Donne…
Entonces como un ángel, rostro y alas de aire,
no tan puro como él, aun siendo puro…
»¿Se puede comparar a un ángel con una botella de cristal con trompa?
La sesión, aun siendo la mar de intensa, visionaria y trágica, conservaba elementos del juego de salón. No es que la señora Jesse no creyera que Sophy Sheekhy viese al visitante; estaba muy claro que sí; era más bien que existían toda una serie de reservas de descreimiento, de escepticismo y de una cómoda y consoladora ignorancia de lo oculto, no reconocida, que funcionaban como controles y propiciaban una especie de prudente normalidad.
—Es posible —dijo el señor Hawke juiciosamente— que lo que ve la señorita Sheekhy sea la forma que ha tomado el pensamiento de un ángel en el mundo de los espíritus. Swedenborg tiene muchas cosas curiosas que contarnos de las emanaciones angélicas, reliquias de pasados estados mentales almacenadas interiormente para su futuro uso. Él creía, por ejemplo, que esas emanaciones eran introducidas en los niños mientras estaban en el vientre materno, a modo de reliquias de pasados estados de angélico amor conyugal; un afecto es una estructura orgánica que tiene vida, así que, en determinadas circunstancias, puede que se nos haga conscientes de él de un modo sensorial.
El señor Hawke, pensaba la señora Papagay, teorizaría aunque un enorme querubín rojo con una espada llameante avanzase hacia él para abrasarlo por completo; explicaría la situación mientras las estrellas cayesen del cielo al mar como higos maduros de una higuera sacudida.
Sophy Sheekhy observaba cómo la criatura hervía a fuego lento en el interior de sus brillantes frondas. Le hacía tener frío y calor alternativamente; la piel le palpitaba de color carmesí, y luego aquella marea caliente retrocedía y ella volvía a sentirse pálida, fría y húmeda. El frasco o la vasija que era la criatura parecía estar llena de ojos, estar hecha de grandes ojos dorados, de la misma forma que una masa de huevos de rana lo está de gelatina. De todas formas, tenía la sensación de que toda aquella masa de visión ardiente no la veía exactamente, que la conciencia de la criatura de la habitación donde se encontraban y de todos los presentes, era menos precisa, más vaga, que la que ella tenía de la masa. Emitía una serie de notas dolorosas que le herían los oídos.
—Dice: «¡Escribe!» —dijo con un hilo de voz.
La señora Papagay alzó la vista, toda preocupada, y vio que Sophy Sheeky estaba pasándolo realmente mal.
—¿Quién tiene que escribir? —dijo amablemente.
Sophy cogió una pluma. La señora Papagay vio que tenía rígidos los tendones del cuello.
—Tengan mucho cuidado —les dijo a los otros—. Esta comunicación es peligrosa y dolorosa para la médium. Estense muy quietos y concéntrense para ayudarla.
La pluma dio una sacudidita, y produjo una letra clara y elegante, completamente distinta de los caracteres de colegiala, grandes y redondos, de Sophy.
Tú no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente!
Tu estupidez me da mucho que pensar.
Tienes una obligación moral y no deberías
olvidar nunca a nuestra Dama que está muerta:
Laodicea Laodicea
La pluma vaciló y luego retrocedió, tachando «Laodicea» para escribir muy despacio y con mucho cuidado
Theodicaea Noviss Novissima. Restos perdidos, sus amados restos navegan por las plácidas llanuras del mar tu oscura carga. Perdida, perdida.
Tu oscura carga una vida perdida.
La señora Papagay podía percibir la emoción dividida pero fusionada de todo el grupo. La señora Hearnshaw estaba pasmada, le costaba respirar. El señor Hawke permanecía alerta, mientras su mente trataba de descifrarlo todo.
—Revelación 3, 15-16 —dijo—. La escritura encomendada al ángel de la iglesia de los laodiceos. «Conozco tus obras, que tú no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! / Más porque eres tibio y ni caliente ni frío, te vomitaré de mi boca.» Se nos reprocha la falta de celo. Lo de la Theodicaea no lo sé; puede ser que no pongamos el suficiente celo en promover el Reino de Dios en Margate. Pero las palabras no están relacionadas.
—Uno de los versos —dijo el capitán Jesse— procede de In memoriam, me parece. Es uno de los versos sobre el barco que trae al muerto a casa. «Tu oscura carga, una vida perdida.» Es un verso que siempre he admirado en especial, ya que el peso de la carga, por así decirlo, es el peso de la ausencia, de lo que ha desaparecido: una vida perdida. Lo pesado no es lo que queda, sino lo que no está allí, lo que es oscuro; creo que a esa figura se la llama paradoja, ¿no? El barco navega en una calma siniestra por la plácida llanura del mar, se desliza como un fantasma, mientras soporta…
—Richard, para de hablar —dijo la señora Jesse—. Todo el mundo sabe que ese verso es del poema de mi hermano. Los espíritus suelen utilizar ese poema para hablarnos, parece que es uno de sus favoritos, y no sólo en esta casa, donde naturalmente ocupa un lugar central en nuestros pensamientos, sino en muchas otras, en muchas otras realmente…
En la penumbra, volvió su rostro oscuro y feroz hacia Sophy Sheekhy. A su lado, el cuervo hizo crujir las plumas, y el perrillo enseñó sus dientecitos afilados.
—¿A quién va dirigido este mensaje, por favor? ¿A quién y de quién?
—¿Quién es «nuestra Dama que está muerta»? —añadió el señor Hawke, amablemente, a la par que concentraba su espabilada mente en el acertijo espiritual.
Sophy Sheekhy se quedó mirando al visitante cuyos ojos hervían con una especie de corriente inmaterial por convección. Volvió a coger la pluma.
Tu voz está en el aire rodante
Te oigo donde corren las aguas
Te alzas sobre el sol naciente
Y cuando se pone eres hermoso.
Revelación 2, 4.
El señor Hawke intervino inmediatamente.
—El ángel que se alza sobre el sol está de verdad en el Libro de la Revelación, pero no en el 2, 4, sino en el capítulo 19, versículos 17 y 18: «Y vi a un ángel que se alzaba en el sol, y clamó con gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan por el medio del cielo: Venid y congregaos al festín del gran Dios, que podréis comer carne de reyes, carne de capitanes…»
—Todos conocemos ese texto, señor Hawke —dijo la señora Jesse—. Y es, como usted dice, Revelación 19, 17-18.
El capitán Jesse, que había cogido la Biblia de la mesa, la leyó amablemente.
—Aquí está el versículo del capítulo 2, versículo 4. Está dirigido al ángel de la iglesia de Éfeso. «Pero tengo contra ti que has dejado tu primer amor.» Dios mío, qué interesante. ¿Qué puede significar?
—¿Quién es nuestra Dama que está muerta? —insistió el señor Hawke.
—Es una traducción del italiano, de uno de los sonetos de la Vita nuova de Dante —dijo la señora Jesse ásperamente—. La Dama muerta es Beatriz, que murió a los veinticinco años e inspiró La divina comedia. El poeta la conoció a los nueve años y permaneció fiel a su memoria, aunque se casó, tras la muerte de ella. ¿Nuestro visitante no nos va a revelar, señorita Sheekhy, a quién van dirigidos estos consejos?
Sophy Sheekhy se quedó mirando los ojos hirvientes y las orlas de plumas.
—Se está desvaneciendo —dijo.
La pluma escribió: «Ay, la muerte. Ay, mi E. Ay.»
—Es para usted, señora Jesse —dijo la señora Hearnshaw, que estaba menos puesta en la historia de la señora Jesse y, por lo tanto, menos alarmada por el carácter ligeramente amenazador de los mensajes, interpretados en términos de esta última.
—Eso he supuesto —dijo la señora Jesse—. Pero no sabemos de quién. Muchos espíritus, vivos o muertos, pueden entrar en el círculo, como todos sabemos.
Levantó las dos manos, y se las llevó a aquella cabeza suya con sus crenchas de pelo oscuras como la plata, rompiendo el círculo. Alertado por este movimiento, el cuervo alzó de repente sus grandes alas y las batió por encima de él, a la vez que abría su pico negro para mostrar una lengua negra, afilada y viperina, y daba una serie de gritos chillones y ásperos. Oscuras sombras emplumadas azotaron el techo. Pug salió de su sueño e hizo un ruido, mitad gruñido ronco, mitad ronquido ahogado, seguido de unos explosivos redobles de su barriga. Un Vesubio liliputiense de carbones se desmoronó en el hogar fulgurando espasmódicamente, primero escarlatas y luego carmesíes, con una vaharada de gas. El visitante de Sophy Sheekhy ya sólo era unas cuantas líneas brillantes en la oscuridad, un esquema más pálido que los frutos dorados y las estrelladas flores blancas del sofá que había tras él, y luego nada. La señora Papagay llevó la sesión a término. Le habría gustado muchísimo preguntarle con detalle a la señora Jesse sobre el significado de los mensajes del visitante, porque estaba claro que para la señora Jesse lo tenían (un significado muy preciso), que los espíritus habían dado en la diana, y que la señora Jesse no estaba dispuesta a compartir con los demás lo que había comprendido. Normalmente tomaban una taza de té o de café tras sus esfuerzos, y discutían el significado de lo que había ocurrido, pero en esta ocasión la señora Papagay se dio cuenta de que la señora Jesse estaba cansada y de que sería mejor que se fueran.
La señora Jesse no se lo agradeció. El capitán Jesse empezó una laberíntica perorata sobre la descripción que el Laureado hacía del mar en su gran poema. Afirmó que las estrofas sobre el entierro en el mar eran especialmente buenas.
—Podría pensarse que es la visión que tiene un hombre de tierra de esa ceremonia, y se estaría en lo cierto, claro; a un hombre que viva en tierra el mar le afecta de distinta manera que a un marinero. Me parece que el mar es más prosaico y más omnipresente y me atrevería a decir más misterioso para un marino que para un hombre de tierra; un marino se da cuenta a la fuerza de la profundidad y la extensión de esa agua salada en perpetuo movimiento que lo rodea constantemente, y en la que no podría sobrevivir; y tal vez eso le lleva, lógicamente, a ver nuestra existencia humana como algo precario y transitorio; el hombre que vive en tierra se deja llevar más por una ilusión de estabilidad y permanencia, claro, le impresiona más la desaparición del cadáver en el agua, aunque yo nunca he visto hundirse un cuerpo con su blanca estela de burbujas, mientras el aire se mete en el agua, ¿saben?, y luego sale otra vez, forzado a subir, a medida que el cuerpo se adentra más y más despacio en ese otro elemento donde descansará… Nunca lo he visto sin una punzada de dolor y un momento de espanto… A todos los marinos les da miedo ese elemento, y con razón… Y se sorprenderían de cuántos hombres de mar se dicen a sí mismos en voz baja esos versos sobre la madre que suplica que Dios salve a su hijo marino justo en ese momento.
La lastrada hamaca que lo amortaja
se hunde en su inmensa y errante tumba.
»Eso de “Inmensa y errante” está muy bien, muy, muy bien. Los hombres de mar guardan el libro debajo de la almohada, ¿saben?, aprecian su comprensión…
—Para ya de hablar, Richard —dijo la señora Jesse.
VI
Un cabriolé se llevó a la señora Hearnshaw. El señor Hawke se ofreció a acompañar a las dos señoras hasta su casa; le cuadraba de camino, era de noche, el paseo les sentaría bien a todos. Ya en la acera intentó coger a ambas del brazo, pero Sophy Sheekhy retrocedió y, de alguna manera, acabaron avanzando por el paseo marítimo con el señor Hawke y la señora Papagay al frente y Sophy unos pasos detrás, como una niña obediente. A lo largo del paseo había farolas de gas, cuyas llamas amarillas bailoteaban y resplandecían. Más allá, el mar estaba negro como la tinta, con algún rizo que otro de cresta blanca debido a la brisa que corría. Una inmensa y errante tumba, ciertamente, pensó la señora Papagay. A estas alturas Arturo no debía de ser más que arena de huesos blancos. Era probable que no hubiese habido nadie que los envolviese pulcramente en una hamaca lastrada. Ay, amigo mío, pero vuelve hasta mí. Nunca más, musitó su mente.
—Detesto a ese pájaro, señora Papagay —dijo el señor Hawke—. Creo que no pinta nada en semejantes ocasiones. He tratado de insinuarlo, pero la señora Jesse se hace la sorda. El perrito no es un perrito agradable, es un perrito apestoso, si he de ser franco, señora Papagay. Pero a veces me parece que ese pájaro está poseído por un espíritu maligno.
—Me recuerda inevitablemente al cuervo de Edgar Allan Poe, señor Hawke.
«Viejo cuervo siniestro y cadavérico
que vagas por la orilla de la noche…
¡Dime cuál es tu nombre señorial
en la orilla de la Noche Plutónica!»
Pero el cuervo respondió: «Nunca más.»
—Es difícil —dijo el señor Hawke— adivinar si ese poema está compuesto como una especie de broma macabra, o como legítima respuesta al sentimiento de pérdida que tenemos por los seres amados que se han ido. Tiene un soniquete que es difícil tomarse en serio en unas circunstancias tan tristes y siniestras.
—Es muy fácil de aprender —dijo la señora Papagay—, y no hay quien se lo saque de la cabeza una vez que se te ha metido dentro.
Se apretó más el boa al cuello con la mano que le quedaba libre, y recitó sin pensar:
«Pero el cuervo continuaba incitando
mi alma compungida a la sonrisa,
y enseguida corrí un mullido asiento
frente al ave, el busto y la puerta.
Entonces, tras hundirme en terciopelo,
me dediqué a ir encadenando
quimera con quimera, y a pensar
lo que aquella ominosa ave de antaño…
lo que aquella siniestra, torpe, horrible,
escuálida, ominosa ave de antaño
daba a entender al graznar: “Nunca más.”
…
Sentado cavilaba en estas cosas,
la cabeza blandamente apoyada
en forro de cojín de terciopelo
que la luz de la lámpara bañaba,
pero cuyo terciopelo violeta
bañado por la luz de aquella lámpara
ella no ha de oprimir, ¡ay, nunca más!»
—La verdad es que es muy gráfico —dijo el señor Hawke, dubitativamente—. Describe el dolor obsesivo, del que usted, en su profesión, con sus dotes, señora Papagay, tiene que saber más de lo necesario. Me ha impresionado mucho lo apropiadas que resultaban algunas de las comunicaciones de esta noche a la situación de la señora Jesse. «Pero tengo contra ti que has dejado tu primer amor.» A menudo se tienen ciertos reparos sobre la conveniencia de un segundo matrimonio, especialmente ahora que se sabe que el compañero humano sobrevive íntegramente como espíritu más allá de la tumba. Puede parecer que unirse a un segundo compañero es una equivocación. ¿Cuál es su opinión a este respecto, señora Papagay?
—En la India —dijo la señora Papagay— creo que a las viudas se las obliga a colocarse junto a sus señores en la pira funeraria, y a someterse voluntariamente a la incineración. Me cuesta imaginármelo, aunque se hace, y se dice que hasta es normal.
Había intentado imaginárselo: la mujer con su sari de seda, exaltada, subiéndose al montón de madera aromática para abrazar la carne muerta y embalsamada. Trataba de imaginarse las llamas. Se imaginaba muy bien la furiosa lucha involuntaria de la mujer reacia, cuya juventud se rebelaba, y las manos morenas y los rostros severos que la derribaban, que la ataban, que la vencían.
—Pero en una sociedad cristiana —insistió el señor Hawke— la señora Jesse, por ejemplo, ¿ha hecho bien o mal?
—La señora Jesse sólo estaba comprometida con aquel joven —objetó la señora Papagay—. No había habido boda.
—A ese respecto —dijo el señor Hawke— Swedenborg dice, como usted sabe, que todos encontramos el verdadero amor conyugal pero sólo una vez, que nuestras almas tienen un alma gemela, otra mitad perfecta, que deberíamos buscar sin parar. Que un ángel, hablando con propiedad, reúne dos partes en un todo, en amor conyugal. Porque en el matrimonio celestial, y el cielo es un matrimonio, de y en el Humano Divino, la verdad se junta con el bien, el entendimiento con la voluntad, el pensamiento con el cariño. Porque la verdad, el entendimiento y el pensamiento son masculinos y, según se nos dice, el bien, la voluntad y el cariño, femeninos.
»Así que una pareja casada en el cielo no está formada por dos, sino por un ángel; eso es lo que quieren decir, nos explica Swedenborg, las palabras del Señor: “¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra? Y dijo: ‘Por esto dejara el hombre al padre y a la madre, y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne.’ De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.”
—Eso es muy hermoso y muy cierto —dijo la señora Papagay, distraídamente. Su imaginación no podía engancharse al bien, a la voluntad, a la verdad y al entendimiento; eran palabritas frías y nulas, como monedas idénticas de seis peniques, dejadas caer, chine, chine, en el platillo de las colectas un domingo. Podía imaginarse «una sola carne», la bestia de dos espaldas, había dicho Arturo, y una deliciosa sensación de disolverse y desvanecerse en algo templado por toda la parte delantera, desde el pecho hasta la llave y la cerradura que los mantenían unidos.
Con su mano libre, el señor Hawke le dio una palmadita en la suya, que descansaba recatadamente en el brazo de él, y dijo:
—Swedenborg describe las bendiciones conyugales de los cielos de una manera absolutamente preciosa, absolutamente… iridiscente. Nos cuenta que, en el corazón del cielo, el amor conyugal (que es un estado de inocencia, señora Papagay) está representado por varios objetos bellos, como por ejemplo una virgen adorable en una nube resplandeciente, o como atmósferas brillantes como diamantes, y chispeantes como si tuvieran carbunclos y rubíes. Todos los ángeles, señora Papagay, van vestidos según su naturaleza, porque en el cielo todas las cosas se corresponden. Los ángeles más inteligentes llevan prendas que relucen como llamas, y otros emiten un resplandor como si tuvieran luz, mientras que los menos inteligentes llevan prendas de un blanco claro o mate sin esplendor, y los menos inteligentes aún llevan prendas de varios colores. Pero los ángeles del corazón del cielo van desnudos.
El señor Hawke, que casi se había quedado sin resuello, hizo una pausa para impresionar, y le dio unas palmaditas a la mano enguantada de la señora Papagay, que seguía descansando en su brazo. La señora Papagay se había distraído con la palabra «carbunclos», que ella siempre interpretaba, cuando leía u oía algo sobre el cielo, en su sentido terrenal o carnal, como bultos de carne dura, hinchados y dolorosos, en el pie, la nariz o la nalga. Así que el Humano Divino tiene carbunclos, trató de decir una parte de ella que no podía reprimir, una parte que tenía que ver con Arturo.
—Swedenborg —dijo el señor Hawke portentosamente— fue el primer fundador religioso que le dio a la expresión del placer sexual en el cielo el lugar central que ocupa en muchos de nuestros corazones terrenos; para vaticinar y constatar así que el amor terrenal y el celestial son realmente uno, en su más elevada expresión. Eso supone una comprensión noble y apabullante de nuestra naturaleza y nuestro verdadero deber, ¿no le parece?
—Mejor es casarse que abrasarse —dijo la señora Papagay pensativamente, citando el tenebroso consejo del misógino san Pablo, pero pensando en el propio estado de su mente y de su cuerpo. El señor Hawke la hacía tomar conciencia de aquel discreto ardor suyo que le calentaba a ella el costado.
—¿Y usted, señora Papagay? ¿Pensaría en algún momento en casarse por segunda vez?
Lo había sacado bien a colación, pensó la señora Papagay, Interiormente le dijo: «¡Bravo!» por haberlo hecho así. Le estaba pidiendo algo, pero a la vez les dejaba abierta a los dos una retirada decente a lo puramente espiritual. Era franco y era tortuoso. «¡Bravo!», se dijo la señora Papagay a sí misma, mientras contemplaba el mar oscuro, y pensaba en Arturo en el fondo de él. ¿Era Arturo su alma gemela, la otra mitad de su ángel? No lo sabía. Sólo sabía que Arturo había satisfecho su cuerpo de un modo que nunca imaginó, que la había acariciado con una miríada de llamas deliciosas, que todos los días echaba de menos su olor: a macho, a sal, a tabaco, a seco, a deseo, en el interior de su nariz y de su vientre. Y el cuerpo que le había proporcionado semejante placer nadaba hecho trizas y jirones en alguna parte de toda aquella masa de agua fría. La escritura automática había empleado parte de sus términos de uso privado; «manitas morcillosas», había dicho. «Mira qué manos y qué pies más morcillosos tienes, mi pequeña Lilias», decía Arturo. No sabía si «morcillosos» sería una mala traducción de una palabra de las muchas lenguas que sabía, o una palabra inventada para algo que •le gustaba lamer y acariciar. Suponía que era casi seguro que un capricho de su propia mente había introducido la palabra de Arturo en el mensaje de las Amys de la señora Hearnshaw. Pero tal vez hubiera sido Arturo, para decirle que estaba allí.
—No sé muy bien, señor Hawke —dijo la señora Papagay—. Era feliz con el capitán Papagay, y lloro su pérdida, y estoy resignada a llevar una vida solitaria en esta tierra. Me las apaño lo mejor que puedo. Trato de ser buena y activa. Es cierto que echo de menos el estado de casada. Supongo que les pasa a muchas mujeres, a muchos seres humanos; al fin y al cabo es natural. No sé nada de «almas gemelas». He visto cómo se consumían por amor hombres y mujeres, y no aspiro a eso, no consigo imaginarme cómo podría ser. Pero el consuelo de un hogar compartido, de una vida compartida, del cariño mutuo, sí que he de confesar que lo deseo, por mucho que trate de conformarme con lo que tengo.
—Yo nunca he experimentado esa felicidad y ese consuelo, señora Papagay. Una vez pareció que sí, pero me quitaron la copa de los labios en el último instante, cuando los acercaba al borde. Yo también tuve que resignarme a esta vida a medias que es la soledad. No creo que en ese momento hubiese encontrado a mi alma gemela, aunque entonces me lo pareció. Swedenborg dice que el Señor en Su Humano Divino comprende que los hombres pueden casarse muchas veces en esta tierra, en su sincera búsqueda de la única alma gemela verdadera, y no condena esos matrimonios, tal como condena los adulterios acometidos con un espíritu frívolo.
A la señora Papagay le parecía difícil responder a eso.
—¿Cree usted —dijo— que podría haber alguna duda, señor Hawke, en lo que se refiere a la identidad de… esa persona?
—Creo que sí, señora Papagay. Me parece que un hombre puede mirar a muchas mujeres y preguntarse: «¿Será ella?, ¿será ella?», y dudarlo realmente. Yo me lo he preguntado muchas veces. Pero nunca la he reconocido.
Siguieron andando en silencio, y Sophy Sheekhy iba flotando detrás de ellos con sus botas color paloma.
Llegaron a la casa de la señora Papagay, donde solían tomar los tres juntos una copa de oporto o de jerez antes de que el señor Hawke siguiera su camino. Era una casa adosada, alta y estrecha, con un llamador en forma de grueso pez que le había gustado a Arturo, y al que Sophy le tenía mucho cariño. A Betsy, la criada para todo, se le había mandado que les encendiese el fuego en las frías noches de invierno, cuando regresaban exhaustos de las sesiones. Ardía vivamente en el hogar del salón, tras las altas y angostas ventanas de aquella habitación del primer piso, también alta y estrecha. La señora Papagay se ocupó de las copas y de las licoreras. El señor Hawke se quedó de pie junto al hogar, calentándose las piernas. Sophy se sentó a cierta distancia del fuego y de los otros dos, apoyada contra el respaldo, con los ojos cerrados. El señor Hawke se dirigió a ella.
—¿Está usted muy fatigada, querida, tras las experiencias de hoy? La criatura que ha descrito era realmente extraña, demasiado extraña para ser producto de su imaginación, un regalo maravilloso.
—Estoy muy cansada —dijo Sophy Sheekhy—. No creo que pueda con una copa de oporto. Tomaré un poco de leche, si no es mucha molestia, señora Papagay, y me retiraré enseguida. Me encuentro muy mal. Algo ha quedado sin terminar. Me siento sobrecargada. Necesito estar tranquila y quieta.
De hecho, apenas pudo alzar los párpados para aceptar la leche, y los miembros le pesaban como el mármol. Se la tomó a sorbitos, mientras el señor Hawke paladeaba su oporto, y el fuego se avivaba un poco, disipando la mezcla de humo y corrosión marina que parecía dominar el ambiente de la habitación.
Sophy Sheekhy se levantó somnolienta y se fue a la cama. El señor Hawke se sentó en una butaca, de cara a su anfitriona. Al moverse para volver a llenarle la copa, la señora Papagay se vio un momento en el espejo que había sobre la mesa, y pensó que no había perdido del todo su atractivo. Tenía buen color, de vida, de salud; unas buenas pestañas negras seguían sombreando sus grandes ojos oscuros, la nariz se le había afilado y curvado un poco, pero dentro de los límites del buen gusto, y no había ganado ni perdido demasiado peso. Se topó con su propia mirada, desafiante, interrogativa, y vislumbró al señor Hawke detrás de ella calibrando su cintura, sus caderas, con una mirada que ya conocía. De pronto estuvo segura de que él iba a decirle algo. Va a declararse y a exigir una respuesta.
Se tomó su tiempo con la licorera, mientras pensaba lo que iba contestarle. Disfrutaría de una posición mucho mejor si fuera una mujer casada y respetable. Necesitaba compañía, necesitaba cotillear, alguien de quien ocuparse, y Sophy Sheekhy no tenía aspiraciones sociales ni curiosidad; vivía en otro mundo, estaba muy claro. Al señor Hawke debían de haberle enseñado a reírse un poco, a suavizar su solemnidad; un hombre lascivo como aquél no podía limitarse meramente a sermonear tras las puertas cerradas de un buen hogar. Me defenderé un poco, se dijo a sí misma, de lo que puede ser mi mejor oportunidad. Por lo menos tengo que mostrarme moderadamente alentadora, tengo que responder con cierto entusiasmo prudente, eso será lo mejor, dejarle sitio y ver quién es y qué hace.
El señor Hawke se aclaró la garganta con un sonoro «ejem».
—Me gustaría volver al tema de nuestra charla anterior, señora Papagay. Me gustaría tratarlo… hipotéticamente… de un modo más personal. Aquí estamos los dos, sentados junto al fuego, muy a gusto el uno en compañía del otro, diría yo, muy cómodos, disfrutando de las buenas cosas de la vida y compartiendo también elevados ideales, grandes intuiciones e insinuaciones apremiantes —se iba por unas ramas por las que no quería irse, pero sus aires de predicador podían con él—, insinuaciones apremiantes de lo oculto, del mundo de los espíritus, que se nos echa encima por todas partes, próximo y maravilloso.
—Es verdad —dijo la señora Papagay—. Así es, y deberíamos estar agradecidos.
Eso sonaba un poco falso, pensó.
—Espero —dijo el señor Hawke— haber aliviado un poco su soledad con mi… interés… con mi… comprensión… ¿con mi cariño, tal vez, señora Papagay?
—Me he dado cuenta de eso —dijo la señora Papagay con una vaguedad deliberada y solemne. No sabe si está en una iglesia o en un cuarto de estar, pensó. ¿Lo sabrá alguna vez? En un dormitorio, ¿sería capaz de distinguir? ¿Rezarían interminablemente él y su mujer junto a la cama, o incluso (su imaginación se había disparado otra vez) durante el acto?
—Lilias —dijo el señor Hawke—. Me gustaría saber que tengo derecho a llamarla Lilias.
—Hace mucho tiempo que nadie me llama Lilias —dijo la señora Papagay.
Y entonces el señor Hawke hizo una cosa terrible.
—Job —dijo—, mi nombre es Job. —Y se arrojó con todo su peso sobre la señora Papagay, que se estaba sentando en su sofá de terciopelo color cereza; tal vez porque perdió el equilibrio, pensó la señora Papagay después; a lo mejor sólo quería sentarse a sus pies, o besarle la mano, pero el hecho fue que descargó más o menos todo el peso de su pequeña y oronda persona contra su regazo de seda negra, como cuando el Pug de la señora Jesse daba un salto para dejarse caer a plomo en el sofá; de tal manera que sus manos le toquetearon el pecho, y su aliento, cargado de oporto, le invadió los labios y la nariz. Y la señora Papagay, aquella precavida mujer de mundo, pegó un grito y lo rechazó automática y decididamente con las manos, con lo que él rebotó de culo en la esterilla de la chimenea, agarrado a sus tobillos, mientras de la cara amoratada le salía un sonido sibilante.
VII
Emily Jesse encendió el quinqué y se puso a pensar en la escritura automática. La sirvienta, una muchacha desaliñada, agresiva e histérica, con tendencia a desvanecerse en una neblina de vapores de jerez y una capacidad demoníaca para provocar la evaporación del whisky en las licoreras y de las cucharillas de plata en las cajas, se llevó las tazas de té y atizó el fuego moribundo. El capitán Jesse se paseaba por delante de la ventana, mirando las estrellas, mascullando cosas sobre el tiempo, como si tratase de conducir la casa hacia algún puerto distante a través de simas insondables. No se podía ver el mar desde la ventana, pero se podría haber pensado que sí, por la manera que él tenía de mirar hacia fuera. Mascullaba observaciones matemáticas, y se hacía comentarios a sí mismo sobre la visibilidad de Sirio, de Casiopea, de las Pléyades.
—Para ya de hablar, Richard —dijo Emily automáticamente, mientras contemplaba los papeles con el ceño fruncido. Una vez había oído sin querer cómo su cuñada, Emily Tennyson, le decía a alguien que Alfred tenía que irse a la fuerza de casa, con una excusa u otra, si se enteraba de que el capitán Jesse iba a venir, porque el capitán Jesse parloteaba sin ton ni son y Alfred necesitaba una tranquilidad absoluta para componer su poesía. «Arropa a Alfred como a una momia, y le abrocha los botones como a un bebé», se decía sin concesiones Emily Tennyson a sí misma, pero sólo a sí misma, porque los Tennyson estaban muy pero que muy unidos, y furiosamente apegados los unos a los otros; todos, excepto el pobre Edward en su manicomio. Y también habían hecho todo lo posible para quererlo e incluirlo en su círculo, hasta que quedó claro que no podían. Alfred había compuesto cosas muy buenas, mejores que las de ahora, en medio del restringido e ingenioso barullo de la rectoría; cosas con las que Arthur disfrutó muchísimo en 1829, en 1830, durante aquellas pocas semanas, cuando su airado padre se encontraba fuera, en Francia, y todos habían florecido, expansivos y juguetones. En aquel entonces Alfred era un gran poeta, y lo era ahora, y Arthur se había dado cuenta enseguida, con una seguridad deliciosa, fortalecedora y serena.
Se puso a pensar en la letra de los mensajes, tan diferente de los lazos y los redondeles inocentes de Sophy Sheekhy. Estaba a caballo entre la letra pequeña y rápida de Arthur y la de Alfred, también rápida y pequeña, pero menos apretada. Titubeaba un poco en algunos sitios. Tenía la «d» minúscula característica de Arthur, con un ganchito hacia atrás en la parte de arriba, pero no siempre. Tenía esa «d» en las dos «des» de «muerta»[22] («No olvidar nunca a nuestra Dama que está muerta»), y también en la polémica y problemática Theodicaea. Todos los mensajes, sin la menor duda, guardaban relación con Arthur, y tal vez ella debería haber gritado, de dolor y de nostalgia, como había hecho la señora Hearnshaw, cuando había visto sus palabras, en una reproducción pasable de su escritura. Pero no lo había hecho. Se había formulado preguntas. Había disimulado. Ella, la Dama de la eterna devoción de su Arthur, Monna Emilia, mi Emilie, queridísima Nem, queridísima Nemkin, sabía, por ejemplo, que aquellos versos de Dante no procedían tan sólo de la Vita Nuova, sino también de la propia traducción de Arthur de los poemas en los que Dante mostraba su devoción por su Dama muerta, Monna Beatrice, hecha muy poco antes de su muerte. Le había dado a ella «L’amaro lagrima che voi faceste» para que la tradujera, para tomarle el pelo por su mala memoria, por sus construcciones imperfectas. «La amarga lágrima que provocaste», referida a los propios ojos del poeta, que se habían posado brevemente en otra doncella, cuando «tenían una obligación moral y deberían / no olvidar nunca a nuestra Dama que está muerta.» A los periódicos espiritistas, a los miembros de la Iglesia de la Nueva Jerusalén los dejaría pasmados que a un doliente se le pudiera enviar un mensaje tan bonito, tan privado, tan adecuado. Pero aún había más: aparte de la cita habitual a aquellas alturas de In memoriam, estaba la Theodicaea. A. H. H. había escrito la «Theodicaea novissima» para aquellos intelectos privilegiados, los Apóstoles de Cambridge, que la consideraron absolutamente original y muy acertada. Él argumentaba que la razón del mal era la necesidad que tenía Dios de amor, de la pasión del amor, lo que le había llevado a crear un Cristo finito, a modo de objeto de deseo, y un universo repleto de pecados y de penas, para aportar un medio adecuado donde esta pasión pudiera desarrollarse. La Encarnación, sostenía Arthur, había hecho el amor humano («la tendencia a una unión tan íntima, que prácticamente equivalía a una identificación») uno con el Amor Divino, de forma que la amorosa muerte de Cristo era un camino hacia Dios. A este respecto, Emily no acababa de comprender por qué el mal le era tan necesario a este Amor, y cómo podía estar Arthur tan seguro. El ensayo era abstracto y desbordaba pasión humana. Arthur había deseado que ella no lo leyera.
Más bien tiendo a sentir que hayas leído esa Theodicaea mía. Tiene que haber confundido, más que aclarado, tu visión de esas importantes cuestiones. No creo que las mujeres tengan que preocuparse mucho por la teología: nosotros, que somos más propensos a las sutiles objeciones del Entendimiento, tenemos más necesidad de blandir las armas que las abaten. Pero donde se da una mayor inocencia, hay materiales más capaces de una fe resuelta. Es por medio del corazón, y no de la cabeza, como todos debemos convencernos de las dos grandes verdades fundamentales, la realidad del Amor, y la realidad del Mal. No dejes, mi amada Emily, que turbios recelos o perplejidades aturdan tu percepción de ellas y del gran Hecho que las acompaña, es decir la Redención, que las convierte en objetos de gozo, no de horror.
«No creo que las mujeres tengan que preocuparse mucho por la teología.» Esa frase le había parecido escalofriante y repulsiva a la vez; se había tomado mucho trabajo, de una forma poco metódica, en entender los recovecos y las sutilezas de la Theodicaea, sólo para provocar una de las cartas más arrogantes de Arthur, que siempre la hacían estremecerse un poco de ansiedad y de otra sensación indefinida, consciente como era de su provinciana falta de trato social y de su femenina carencia de conversación culta. Le era difícil ahora, a los sesenta y cuatro años, recordar que Arthur sólo tenía veinte cuando había escrito aquello, y veintidós cuando murió. Era como un joven dios. A todas las personas que conocía les parecía un joven dios. No había sido tan arrogante cuando habían estado cara a cara; se ponía colorado (en parte por el problema circulatorio al que, incluso entonces, debía su enfermedad) y las manos se le llenaban de sudor, y la boca de ansiedad. Pero, en total, sólo habían estado frente a frente durante cuatro semanas antes del compromiso, y durante tres breves visitas más antes de su muerte. La trataba como a una mezcla de diosa, de ángel del hogar, de niñita y de corderito amaestrado. Se suponía que eso no era nada raro. No lo parecía. Lo había amado apasionadamente. Había pensado en él la mayor parte del tiempo, la mayoría de los días, tras aquel primer abrazo nervioso en el sofá amarillo.
Retomó los escritos de los espíritus. Todo eran reproches, reproches amargos, que aspiraban a hacer daño. Eran intencionados.
Pero tengo contra ti que has dejado tu primer amor.
Tu estupidez me da mucho que pensar.
Restos perdidos.
La gente siempre está enfadada y desilusionada, pensó Emily Jesse. Le habría gustado tanto hablar con el desaparecido Arthur, confirmar que se le perdonaba no haber sido capaz de ser lo que la hermana de Arthur, Julia Hallam, llamaba una «monja devota». Pero tal vez Arthur, como su familia, como Alfred, tampoco la perdonase de verdad. Guardaba en su escritorio una carta de su sobrino, Hallam Tennyson, quien llevaba el mismo nombre que su propio hijo, Arthur Hallam Jesse, por el desaparecido Arthur, y quien, como él, era ahijado del anciano señor Hallam, el cual había sido exageradamente amable con ella, como un memorial, in memoriam.
Mi querida tía:
Se podrá imaginar mi sorpresa cuando se me hizo saber que un ejemplar de los Restos de Arthur Hallam, con una dedicatoria de su padre para usted, fue puesto a la venta por un librero de Lyme Regis. Mi Padre y yo damos por sentado que el Volumen fue vendido en un descuido (aunque no tenemos claro cómo pudo suceder) y lo hemos puesto a buen recaudo. Está aquí, en nuestra Biblioteca, donde seguirá guardado, a no ser que usted sugiera otra cosa. Entenderá usted el sentir de mi Padre al realizar este desafortunado descubrimiento…
Estaba convencida de que era la venta de los Restos lo que había disgustado a los espíritus. Hasta podía tratarse del propio disgusto de Arthur, aunque tenía la esperanza de que Sophy Sheekhy, gracias a algún proceso de magnetismo animal o de telegrafía etérea, se las hubiese arreglado para transmitir el rumor de la desaprobación de Hallam Tennyson, o la desilusión de Alfred. Era verdad que no debería haber vendido los Restos. Era de pésimo gusto haber vendido los Restos, de los que el anciano señor Hallam sólo había hecho imprimir un centenar de ejemplares con un carácter privado, para los amigos íntimos de su hijo y para su familia: el testimonio de su genio, trágicamente malogrado. Contenían escritos sobre Dante y el Amor divino, sobre la simpatía y Cicerón. También incluían la vigorosa reseña sobre los Poemas de Alfred, Principalmente líricos (1830), que había provocado la mofa del quisquilloso Christopher North con respecto a la «pedantería sobrehumana, o más bien sobrenatural» del joven crítico, lo que había despertado las iras impotentes de todos los Tennyson, que pretendían defender a los dos jóvenes: a Alfred, morbosamente sensible a la crítica, y a Arthur, en apariencia más fuerte por una mera cuestión de orgullo. Estaban además los poemas del pobre Arthur, incluidos los que le había susurrado reverentemente a ella, y algunos de un amor anterior, Anna Wintour, cuyas gracias, tal como hacían los jóvenes, le había enumerado a Emily, sentados en el sofá amarillo, ofreciéndole su persona y todo lo que había llegado a ser hasta aquel momento en su corta vida. Los poemas de Anna, pensaba Emily, eran en general mejores que los de ella; eran más alegres, y estaban menos llenos de incienso y de la sensación de santificación. También había un poema en el que se la invitaba a ella, a Emily, a ingresar en el templo de la poesía italiana, mientras se le aseguraba que aquel festín musical, «ese placer que me debes», no le haría ningún daño a su delicado espíritu
ni haría menos querido
ese elemento del cual debes extraer tu vida;
doncella y esposa inglesa.
Ese poema le recordaba sus esfuerzos por dominar el italiano, para agradarle. Era extraño que los espíritus hubiesen citado con semejante precisión una de sus traducciones de la Vita Nuova. Él se las había enseñado orgullosísimo, pero no estaban incluidas en los Restos. El viejo señor Hallam se había atrevido a quemarlas, al encontrarlas «demasiado literales en realidad, y por consiguiente ásperas». A ella casi le gustaba esa aspereza; tenía una especie de vigor masculino, una especie de franqueza que le habían enseñado a apreciar. El viejo señor Hallam se había encargado de muchas cosas, incluso de tener la culpa de haber separado a los dos amantes, y de preocuparse por el triste futuro de Emily, que iba a estar al lado del suyo propio: un futuro igual de triste. Lo había intentado, pensó. No la habían educado para que la rigurosa formalidad de los Hallam le pareciese fácil. Le gustaba Ellen, la hermana más pequeña, que, como Arthur, no se dejaba llevar por la dramática tensión de las diferencias sexuales, sino por una especie de soltura amable. Pero la verdad era que su amistad no había sobrevivido; es decir, no había sobrevivido a su matrimonio.
No es que hubiera tomado realmente la decisión de vender los Restos. La casa estaba llena de libros, y de vez en cuando ella o Richard se deshacían de un par de cestos, para hacer sitio a los nuevos. Ahora que lo pensaba, recordaba vagamente haber entrevisto las cubiertas de los Restos entre otros libros desalojados del mismo estante. Las había visto, pero había hecho como que no. Esperaba que Arthur la perdonase. Los objetos que inspiraban la devoción de sus fíeles, incluida ella misma, incluida aquella muchacha desesperada que se desvanecía por momentos, le resultaban insoportables. No estaba nada segura de que Arthur la perdonase. Sus escritos eran la mejor parte de sí mismo, su futuro truncado. No debería haber vendido los Restos, ya fuera intencionadamente o no. Se sentía culpable.
Nunca le habían gustado los Restos, al menos en parte, porque le recordaban, inevitablemente y de un modo que la ponía enferma, aquella carta terrible.
«Murió en Viena, a su regreso de Buda, de apoplejía, y creo que sus restos llegarán por mar desde Trieste.»
En aquellos primeros días, no le gustaba pensar en el horrible destino de aquellos restos de carne y de sangre, y sin embargo algo la llevó a hacerlo. El cuerpo se pudría en la tierra, el espíritu volaba libre. Alguien le contó que el corazón de Arthur lo enviaban en un cofrecito de hierro aparte. Le habían hecho la autopsia. Lo habían cortado en pedazos, lo habían destrozado; pobre Arthur, muerto e insensible; «al médico le costó obtener una muestra de sangre y, al examinarlo, todos opinaron que no habría vivido mucho tiempo». Lo habían desmembrado y examinado mientras se iniciaba el proceso de descomposición. Ella se había pasado su ausencia imaginando su regreso: las manos extendidas, los ojos risueños, la frente despejada con el «saliente de Miguel Ángel» en el hueso de encima de los ojos, del que se sentía tan orgulloso. En aquellos días no podía dejar de imaginarse lo que iba a ser de todo eso. La «cosa» que se acercaba tan despacio por el mar la llenaba de un horror que nunca le confesó a nadie. El propio Arthur tal vez lo habría comprendido. Había hecho una broma sobre el cadáver hediondo de la bella Rosamunda al criticar el empleo que Alfred hacía del verbo evocar para describir los perfumes del jardín de Las mil y una noches. «Puede que las abejas evoquen la miel; puede que la primavera “evoque la juventud y el amor”; pero para el uso preciso de esa palabra no existe, nos tenemos, ni en inglés ni en latín, mayor autoridad que el monástico epitafio de la Bella Rosamunda: “Hic jacet in tombâ Rosa Mundi, non Rosa Munda, non redolet, sed olet, quae redolere solet.”» O quizá no lo habría entendido. Se necesitaba estar profundamente afectado, tocar la carne muerta con la imaginación y quedarse allí, como había hecho ella durante todos aquellos años de enfermedad y de aflicción. Alfred también había estado allí. Alfred tampoco decía nada, pero a lo largo de In memoriam se veía claramente que su imaginación había afrontado y explorado lo que quedaba, o lo que ya no quedaba con un aspecto reconocible, de aquella forma tan amada.
Viejo tejo que te agarras a las piedras
que nombran a los muertos que hay debajo,
tus nervios lían la cabeza sin sueños,
tus raíces se enmarañan en sus huesos.
Pero eso era horripilante y en cierto modo hermoso, al convertir a los muertos en parte de la naturaleza. Peor, más brutal, era
No libro ninguna disputa con la muerte
por los cambios que forja en forma y rostro;
no hay vida inferior al abrazo de la tierra
que pueda con él crecer o mi fe espantar.
El desarrollo de la «vida inferior» también había rondado sus propios sueños; de hecho sólo dejó de hacerlo muy poco antes de In memoriam, publicado en 1850, tras diecisiete años de la muerte de Arthur y ocho después de su matrimonio, que debía de haberla purgado de horrores. In memoriam reavivó muchas cosas que descansaban en paz. El duelo de Alfred había sido largo y obstinado. En última instancia, hizo del suyo, por muy intenso, tenebroso y apasionado que fuera, un motivo de vergüenza. Sin embargo, ella también tenía sus momentos de violencia. Al recibir la carta de Hallam Tennyson, a solas en su cuarto de estar, se había paseado arriba y abajo como si la habitación fuese demasiado pequeña, y le había gritado al vacío: «¡Que lo recupere y lo perfume con violetas!» Las violetas brotaban en In memoriam por todas partes. «Mi pesar / se convierte en violeta de abril / que brota y florece con las demás.»
En aquella reseña encarnizada, Arthur había escrito de Alfred: «Cuando muera este poeta, ¿no se lamentarán así las Gracias y los Amores, “fortunatâque favilla nascentur violae?”», y Alfred le devolvía el cumplido al Arthur muerto, llorándolo con violetas. Cuando tenía pocos ánimos, cosa que también le sucedía, Emily Jesse comparaba los Restos con el tiesto de albahaca de Isabella, que producía hojitas con olor a bálsamo porque lo regaban con lágrimas de dolor y extraía
el alimento además, y la vida, de los temores humanos,
de la cabeza invisible que se descomponía rápidamente.
Estaba mal, sabía que estaba mal, acordarse de Arthur en términos de cabezas en descomposición y de opresión moral. Cuando llegó a Somersby, lo había convertido en un verdadero paraíso particular, en un país de cuento. Aún lo podía ver, saltando del calesín al césped, bajo los árboles, abrazando a Alfred, a Charles, a Frederick, sus amigos de Cambridge, sonriendo afablemente a los muchachos más jóvenes y al ramillete de muchachas que se habían juntado, Mary la bella, Cecilia la inteligente, Matilda la inocente desencantada, Emilia, Emily, la independiente y la tímida.
—Las amo a todas —les había dicho, sentado en el césped a la luz del atardecer—. Estoy enamorado de cada una de ustedes, por muy romántico, prosaico, extraño, fantástico, o decididamente realista que pueda parecer.
Había alzado los brazos formando un gran círculo, en un gesto que las abarcaba a todas y que resonaba o, mejor dicho, era evocado en los gestos de los olmos escoceses en In memoriam, los árboles que «posaban en el campo sus oscuros brazos». Los recordaba leyendo a Dante y a Petrarca en voz alta, recordaba cómo cantaban y tocaban el arpa; y los ojos y los oídos atentos y encantados de Arthur proporcionaban a la música una especie de perfección en su intención y en su resonancia que nunca tenía cuando la familia tocaba y cantaba sólo para sí misma. Y también esto lo había captado Alfred perfectamente, en efecto, en el poema de la memoria, in memoriam, de modo que, aunque su propia voz fantasmal aún sonaba a la fantasmal luz de la luna en sus recuerdos particulares, siempre iba acompañada de sus palabras.
Qué felicidad, cuando en círculo trazado
en torno a él, corazón y oído se nutrían
al escucharle, mientras tumbado leía
a los poetas toscanos sobre la hierba:
o en el atardecer dorado por completo
un invitado, o una hermana feliz, cantaba
o acercaba hasta allí un arpa y le tañía
una balada a la luna ahora más clara.
Emily creía que, al principio, Arthur había estado indeciso entre enamorarse de Mary o de ella misma. Ella era una chica que reparaba inteligentemente en todo, cuando no se dejaba desbordar por un sentimiento apasionado, y en un principio sólo había compartido la veneración general de los Tennyson por aquel ser tan brillante. Él se sentaba y escribía poemas para las dos, para Emily y para Mary; admiraba ambos pares de ojos oscuros, traía ramilletes de flores silvestres a las dos muchachas de sus paseos por el bosque con Alfred. Era todo un experto en coquetear con las mujeres, como se estilaba en la ciudad, cosa que asustaba más Emily que a la sosegada Mary, y la hacía verse a sí misma como un ratón de campo, a pesar de que antes de su llegada se había visto, especialmente cuando montaba a caballo, como una independiente heroína de Byron, que sólo aguardaba a que su elegante príncipe la apartase de su propio mundo. Definitivamente, Emily decidió que él amaría a Mary, a quien ella también quería y seguía queriendo hasta la fecha, y con quien compartía las esperanzas visionarias y las delicias de la Iglesia de la Nueva Jerusalén y los descubrimientos espiritistas.
Y entonces se encontraron en el Bosque Encantado, él y ella, cuando toda la familia, que estaba de excursión, se había separado de alguna manera. Fue en abril de 1830, y el tiempo era húmedo y había una luz entre plateada y dorada, y el cielo estaba lleno de movimiento: largas y presurosas cintas de nubes, velos de agua, destellos de arco iris, y los árboles tenían los troncos sombríos pero rebosaban brotes de un color verde claro, y la tierra olía a moho y estaba salpicada por todas partes de pálidas anémonas y lustrosa celidonia amarilla. Y ella se quedó a un lado del claro, jadeando porque había estado corriendo, y él al otro, con la luz tras él como un halo, y el rostro en sombras: el amigo de Alfred, Arthur. Y le dijo:
—Parece usted, de verdad que sí, un hada vagabunda o una dríada. En mi vida había visto nada tan hermoso.
Algunas mujeres, al rememorar esta escena, tal vez habrían recuperado su antigua visión de sí mismas para llenar el espacio a este lado del claro, o para contrapesar el de él, ansioso y sonriente, en el suyo, pero Emily no se miraba mucho al espejo, no era tan consciente de su propia imagen. Ni siquiera conseguía acordarse de lo que llevaba puesto, sólo la energía del placer de Arthur al verla, y de ella avanzando hacia él, que en aquel momento no era el amigo de Alfred, sino un hombre joven que la veía y rebosaba recelo e ilusión a partes iguales. Así que ella había caminado hacia él sobre la alfombra de flores, en medio de aquel olor a moho de hojas, y él la había cogido de las manos para decirle:
—¿Sabe que me parece que estoy enamorado de usted desde siempre, y en realidad sólo puede ser desde hace un mes?
Siempre pensaba en el núcleo de su amor por Arthur de esa manera: en dos criaturas juntando sus manos en un bosquecillo frondoso y florido. Un bosquecillo así, decía Arthur (porque compartió con ella, se inventó en realidad, el carácter sagrado de aquel momento), de tipo inglés, como los que podrían haberse hallado en Malory o Spenser, como los eternos bosquecillos sagrados de Nemi y Dodona. Dirigía sus cartas a Nem, a la queridísima Dod, un balbuceo infantil de algo demoníaco, o eso esperaba ella. La comparaba con la Bella Persa de Los recuerdos de las mil y una noches de Alfred, «con trenzas de ébano fragante, que forman un precioso bucle oscuro». Comparaba su bosquecillo del Bosque Encantado con «las grutas y enramadas verdinegras» de aquella abigarrada visión, y recitaba, con su voz clara y modulada, más aguda que el sonoro murmullo de Alfred, la visión del ruiseñor en el bosquecillo.
Y los aires vivientes de la medianoche
murieron junto al ruiseñor mientras cantaba;
pero no era él, sino algo que poseía
la oscuridad del mundo, el gozo, la vida,
el tormento, la muerte, el amor eterno,
que no cesaban, mezclados, desinhibidos,
al margen del espacio, reteniendo el tiempo…
En aquellos días, Somersby era un lugar que la imaginación había creado y vuelto eterno, un lugar que cantaba como el ruiseñor. La Oda a la memoria de Alfred, como Los recuerdos de las mil y una noches, fue el primer intento de un joven, decía él, de dejar constancia de la sensación de que ya tenía un pasado propio irrevocable: sus lecturas infantiles, el Paraíso Terrenal en que había convertido el jardín. A medida que se iban haciendo mayores, los Tennyson recordaban cada vez más el jardín de la rectoría en palabras de Alfred.
O un jardín tupido de ramas
con trenzados paseos de la rosa trepadora,
largos paseos que desciendan hasta grutas crepusculares,
o se abran a rasos arriates
de lirios coronados, en pie
junto a la lavanda claveteada de morado:
¿En dónde, apartados en la otra vida
de las tormentas pendencieras,
del fastidioso viento,
infundidos de nuevo de juvenil fantasía,
podremos mantener una conversación con todas las formas
de la mente polifacética,
con aquellos a quienes la pasión no haya cegado,
de pensamiento sutil, de mente infinita?
¡Amigo mío, vivir contigo a solas,
sería muchísimo mejor que poseer
una corona, un cetro y un trono!
Emily Jesse barajó los papeles de los espíritus con sus manos gitanas, mientras volvía a sentirse atrapada en la espesura de pensamientos que rodeaban aquel Somersby atemporal, hecho por los hombres y para los hombres. Allí estaba Alfred, deseando vivir a solas con su amigo, a quien le aplicó, sin ironía, el mayor elogio que Coleridge le había dedicado a Shakespeare, «de mente infinita». No era que estuviera celosa de Alfred; ¿cómo iba a estarlo? Era con ella, con Emily, con quien Arthur tenía intención de casarse, era su proximidad la que le hacía retener el aliento, era en sus labios donde depositaba aquellos besos nerviosos y urgentes. Se moría de ganas de casarse, se consumía de impaciencia, eso estaba muy claro. Alfred era diferente. Alfred había puesto terriblemente a prueba la paciencia de Emily Sellwood, la hermana de la esposa tan amada de Charles, Louisa. La había atormentado con su compromiso, subscribiéndolo y anulándolo una y otra vez, durante doce largos años, para por fin casarse con ella en 1850, el año de In memoriam, cuando ella tenía ya treinta y siete años, y su juventud se había ido para siempre. En su momento, Emily Jesse había recibido unas cartas desesperadas de Emily Sellwood, en las que le pedía alguna garantía de la continuidad de su afecto y su amistad, mientras Alfred se sumía en la melancolía, y no daba una respuesta clara, y desaparecía, y escribía. Era curioso, pensaba siempre Emily Jesse, que Emily Sellwood contase una y otra vez la historia del encuentro con Alfred en el bosque de Holywell, cuando paseaba por él con Arthur.
—Llevaba mi vestido azul celeste —decía Emily Sellwood—, y Alfred apareció de improviso entre los árboles con una larga capa azul, y me dijo: «¿Es usted una dríada o una náyade, o qué es usted?» Y de golpe, yo estuve completamente segura de que lo amaba, y ese amor nunca ha flaqueado, cualesquiera que fueran las tentaciones o los sufrimientos.
Emily Jesse se imaginaba a los dos jóvenes conversando juntos en la habitación que compartían por las noches. Se imaginaba a Arthur contándole a Alfred, mientras fumaban tumbados en los dos canapés blancos del ático, la visión que había tenido de ella en el Bosque Encantado, y a Alfred transformándolo en una especie de poema dentro de su cabeza, que se encontró representando de improviso, enfrentado a otra Emily, con otro vestido azul, del brazo de Arthur. Alfred lo difuminaba todo en poesía tan pronto… Nunca había sido muy capaz de distinguir un ser humano de otro; Jane Carlyle, una de sus más íntimas amigas, que se había encontrado con él en una de las reuniones teatrales de Dickens en 1844, había visto cómo la cogía de la mano y le decía con la mayor seriedad: «Me gustaría saber quién es usted; sé que la conozco, pero no recuerdo su nombre.» Emily Jesse creía que la reacción de Emily Sellwood a que la saludasen como a un hada le había supuesto un duro destino, aunque a la postre disfrutaba de una especie de felicidad. Dos hijos y un devoto marido laureado, que la paseaba por sus dominios en un cochecito de inválidos.
Cuando las mujeres se dedicaban a cotillear, lo sabía, convertían los amores en algo apasionante. Lo que decía un hombre, su aspecto, a lo que se atrevía, su maestría, su encantadora timidez, todos estos cuentos eran deliciosamente entretejidos y calcetados mientras se charlaba tranquilamente, de modo que una mujer que volviese a quedarse a solas con su supuesto amante, tras haberle pasado revista concienzudamente con sus hermanas y sus amigas, se llevaría un susto, tal vez emocionante, tal vez intimidatorio, tal vez descorazonador, por las diferencias existentes con esa figura inventada. No sabía qué dirían los hombres de las mujeres cuando hablaban de ellas. Normalmente se creía que tenían distintos temas, y más importantes, de los que ocuparse. «De pensamiento sutil, de mente infinita.» Arthur y Alfred habían hablado de ella y de Emily Sellwood, ¿en qué términos?
Si era totalmente honesta consigo misma, la visión que había tenido de aquellas dos espaldas masculinas, de aquellos dos pares de piernas que se morían de ganas de llegar hasta el ático de la camas blancas cuando subían por las escaleras, era la de alguien excluido del paraíso. Se pasaban las horas hablando del amor y la belleza, a veces hasta el amanecer; ella percibía los ecos del indescifrable flujo de palabras, el murmullo meditabundo, la voz rápida, concluyente y saltarina. De vez en cuando les oía recitar. La «Oda a un ruiseñor». «Sobre una urna griega.» «Tú, novia de la paz aún no violada»; ella se sabía las palabras, podía añadir las demás, a medida que resonaba el ritmo. Arthur había alabado los poemas de Alfred comparándolos con los de Keats y Shelley. Lo denominaba «poeta de la sensación», citaba las cartas del joven poeta trágicamente muerto. «¡Por una vida de sensaciones más que de pensamientos!», repetía, aprobadoramente, alabando a Alfred por abarcar las ideas del bien, la perfección, la verdad, bañadas por el colorido del «vigoroso principio del amor a la belleza». El Dios de Arthur, afirmaba en la «Theodicaea», había creado el universo lleno de pecado y dolor para poder experimentar el amor por Su Hijo, al redimir este mundo caído y hacerlo hermoso.
Una vez se los había encontrado a los dos sentados en el césped, recostados en tumbonas de mimbre, y con sus respectivas cabezas echadas hacia atrás y apoyadas en unos cojines maltrechos, mientras discutían, de un modo muy masculino, la naturaleza de las cosas. El humo de la pipa de Alfred se ensortijaba en el aire y luego se difuminaba. Arthur clavaba una y otra vez en la hierba una especie de punta con la que el jardinero (a quien los Tennyson coartaban y recriminaban, porque les gustaban las malas hierbas) había tratado de arrancar margaritas y tréboles sin mucho éxito.
—Todo proviene de la vieja y mítica creencia neoplatónica —decía Arthur—. La Mente, la mente suprema, Nus, se sumerge en la Materia inerte, Hilo, y crea la vida y la belleza. El Nus es masculino, la Hilo femenina, de la misma forma que Urano, el cielo, es masculino, y Gea, la tierra, es femenina; o que Cristo, el Logos, la Palabra, es masculino, y el alma que Él anima es femenina.
La joven Emily Tennyson, que llevaba su cesta de libros, con su Keats y su Shakespeare, su Ondina y su Emma, pasó por delante de ellos y los escrutó escondida tras sus crenchas de pelo oscuro. Se recostaron y la miraron con satisfacción. Entre los combados brazos de mimbre sus manos casi se tocaban sobre el césped, la una extendida hacia la otra, una de un color moreno sucio, y la otra bien cuidada y blanca.
—¿Por qué? —dijo Emily Tennyson.
—¿Cómo que por qué, querida mía? —respondió Arthur—. Qué preciosa estás ahí, contra las rosas, con el pelo alborotado por el viento. No te muevas, me encanta verte.
—Haz el favor de decirme por qué la Materia inerte es femenina y el Nus que la anima masculino.
—Porque la tierra es la madre, porque todas las cosas bonitas salen de ella: los árboles, las flores, los animales.
—¿Y el Nus, Arthur?
—Porque los hombres llenan su estúpida cabeza de ideas, la mitad de las cuales son meras quimeras, cosas sin importancia, que les llevan por mal camino.
A Arthur no se le daban bien las bromas. Hablaba con demasiada decisión, como si fuese a dar una conferencia.
—Ésa no es respuesta —insistió, ruborizándose.
—Porque las mujeres son hermosas, pequeña, y los hombres son meros amantes de lo hermoso, porque las mujeres son buenas por naturaleza y perciben esa bondad en los aposentos de sus tiernos corazones mientras su sangre pura no deja de entrar y de salir; y nosotros, pobrecitos machos, sólo captamos la verdad porque somos capaces de percibir vuestras virtudes, para que nuestras elevadas fantasías conserven los pies en la tierra.
—Ésa no es respuesta.
—Las mujeres no deberían ocupar sus bonitas cabezas en todas estas teorías —dijo, empezando a cansarse. Alfred se había abstraído; sus largas pestañas negras descansaban sobre sus mejillas. Ella se fijó en los dos dedos que remataban los brazos fláccidos, relajados; tocaban la tierra, se señalaban tranquilamente el uno al otro.