—Debería bailar, señor Adamson —dijo lady Alabaster desde su sofá—. Es usted muy amable al quedarse conmigo aquí sentado y traerme vasos de limonada, pero la verdad es que creo que debería bailar. Nuestras muchachitas se han puesto guapas en su honor, y me gustaría que sus esfuerzos no hubiesen sido en vano.

—Me parece que están todas preciosas —dijo William Adamson—, pero ya se me han olvidado los bailes de salón.

—En la selva no se bailará mucho —afirmó el señor Edgar Alabaster.

—Al contrario. Se baila muchísimo. Hay fiestas religiosas, fiestas cristianas, en las que toda la comunidad se pasa semanas enteras bailando. Y en el interior hay danzas indias, en las que uno tiene que imitar los saltitos de los pájaros carpinteros o el meneo de los armadillos horas y horas.

William abrió la boca para decir más cosas, y la volvió a cerrar. La tendencia a la avalancha de datos era un gran defecto de las personas que regresaban de un viaje.

Lady Alabaster acomodó sus carnes embutidas en seda negra sobre el satén rosa de su sofá. Insistió.

—A no ser que usted mismo la elija, voy a pedirle a Matty que le busque una bonita pareja.

Las muchachas pasaban ante ellos dando vueltas, resplandecientes a la luz de las velas: rosa nacarado y azul celeste, plata y amarillo limón, gasa y tul. Una pequeña orquesta de dos violines, una flauta, un fagot y un violonchelo rasgueaba, chirriaba y retumbaba en la galería de los músicos. William Adamson sentía cómo le apretaba el traje que le había prestado Lionel Alabaster, pero estaba a gusto. Recordaba una festa en el río Manaquiry, iluminada con lámparas hechas con media cáscara de naranja llena de aceite de tortuga. Había bailado con la Juiza, la reina de la fiesta, descalzo y en mangas de camisa. Allí su piel blanca le había llevado automáticamente a presidir la mesa. Aquí parecía cetrino, con aquel dorado de ictericia añadido al moreno del sol. Era alto y flaco por naturaleza, pero estaba casi cadavérico tras sus terribles experiencias en el mar. La gente, pálida a la luz tenue, pasaba rápidamente bailando la polca, murmurándose cosas. La música paró, las parejas despejaron la pista mientras aplaudían y se reían. A las tres hijas de los Alabaster las traían de vuelta hasta el grupo que rodeaba a su madre. Eugenia, Rowena y Enid.

Las tres eran criaturas marfileñas y de un dorado claro, de grandes ojos azules y largas pestañas claras y sedosas, visibles únicamente a contraluz. Enid era la más joven; aún le quedaba un rastro de gordura infantil, y llevaba un vestido de organdí rosa fucsia guarnecido con capullos blancos, además de una corona también de capullos con una redecilla de cintas rosas en el pelo. Rowena era la más alta, la risueña, la que tenía un color más vivo en las mejillas y en los labios, y la cola del pelo recogida en la nuca, tachonada de perlas y de margaritas con un toque encarnado. La mayor, Eugenia, llevaba unas enaguas de seda lila cubiertas de muselina blanca, un ramillete de violetas en el pecho, más violetas en la cintura, y violetas y yedra entretejidas en su lustrosa cabeza dorada. Sus hermanos también tenían aquella coloración dorada y blanca. Formaban un grupo encantador y homogéneo.

—El pobre señor Adamson no tenía ni idea de que íbamos a dar un baile a su llegada —dijo lady Alabaster—. Vuestro padre le escribió inmediatamente para invitarlo cuando se enteró de que lo habían rescatado en el mar después de llevar quince días a la deriva en el Atlántico, qué horror. Y vuestro padre, naturalmente, pensó más en las ganas que tenía de ver los especímenes del señor Adamson que en la fiesta que habíamos preparado. Así que, cuando llegó el señor Adamson, se encontró con toda la casa revuelta y los criados corriendo de acá para allá en medio del más absoluto desorden. Afortunadamente, tiene una estatura muy parecida a la de Lionel, que pudo prestarle un traje.

—De todas formas, no habría tenido qué ponerme —dijo William—. Todas mis pertenencias terrenales o se han quemado, o se han hundido, o las dos cosas, y entre ellas no había un traje de etiqueta. Durante mis dos últimos años en Ega ni siquiera tuve un par de zapatos.

—¡Vaya, vaya! —dijo lady Alabaster con soltura—, debía usted de disponer de inmensos recursos de fuerza y de valor. Estoy segura de que no le fallarán a la hora de darse una vuelta por la pista de baile. Vosotros también tenéis que cumplir con vuestro deber, Lionel y Edgar. Aquí hay más damas que caballeros. Siempre pasa lo mismo, no sé en qué consiste, pero siempre hay más damas.

La música volvió a sonar: un vals. William hizo una reverencia a la señorita Alabaster más joven, y le preguntó si le concedía aquel baile. Ella se ruborizó, sonrió y aceptó.

—Me mira usted a los zapatos de otra forma —dijo William, mientras la sacaba a bailar—. No sólo teme que baile torpemente, sino que mis pies se tropiecen con sus bonitas zapatillas por la falta de costumbre. Procuraré evitarlo. Pondré todo mi empeño. Tiene que ayudarme, señorita Alabaster, tiene que apiadarse de mi ineptitud.

—Todo esto tiene que parecerle muy extraño —dijo Enid Alabaster—, después de tantos años de peligros, de penas y de soledad, participar en una fiesta de esta clase.

—Me parece precioso —dijo William, mirándose los pies y ganando confianza. El vals se bailaba en ciertas clases de sociedad en Pará y en Manaos; había dado vueltas y vueltas con damas de piel aceitunada o aterciopelada y morena, de moral dudosa o carentes de ella. Había algo inquietante en la criatura suave y blanca que sostenía entre sus brazos, saludable como la leche y a la vez etéreamente intangible. Pero sus pies se movían seguros de sí mismos.

—Baila usted muy bien el vals —dijo Enid Alabaster.

—No tan bien como su hermano, por lo que veo —dijo William.

Edgar Alabaster estaba bailando con su hermana. Era un hombre corpulento y musculoso; el pelo rubio se le rizaba formando ondas uniformes pero despeinadas en lo alto de su esbelta cabeza, y tenía la espalda tiesa y derecha. Pero aquellos pies enormes se movían rápida e intrincadamente para trazar elegantes dibujos con sus saltitos junto a las zapatillas gris perla de Eugenia. No se dirigían la palabra. Edgar miraba por encima del hombro de Eugenia, ligeramente aburrido, inspeccionando la sala de baile. Eugenia tenía los ojos semicerrados. Daban vueltas, flotaban, se detenían un instante, giraban sobre sus pies.

—Practicamos mucho en clase —dijo Enid—. Matty toca el piano y nosotras no paramos de bailar. A Edgar le gustan más los caballos, claro, pero en realidad lo que le gusta es moverse, como a todos nosotros. A Lionel no se le da tan bien. No se deja ir de la misma manera. Algunos días me parece que podríamos estar bailando siempre, como las princesas del cuento.

—Las que desgastaban sus zapatillas a escondidas todas las noches.

—Y por la mañana estaban agotadas, y nadie sabía por qué.

—Y se negaban a casarse de tanto que les gustaba bailar.

—Algunas señoras casadas también bailan. Ahí tiene a la señora Chipperfield, mire, la de verde claro. Baila muy bien.

Edgar y Eugenia habían abandonado la pista y regresado a sus puestos junto al sofá de lady Alabaster. Enid siguió hablándole a William de su familia. Cuando volvieron a pasar por delante del sofá, le dijo:

—Eugenia era la que lo hacía mejor de todas, antes de su desgracia.

—¿Qué desgracia?

—Verá, se iba a casar, pero su prometido, el capitán Hunt, se murió de repente. Fue un golpe terrible, la pobre Eugenia empieza ahora a recuperarse. Yo creo que es como quedarse viuda sin haber estado casada. No hablamos de ello. Pero todo el mundo lo sabe, claro. No soy una chismosa, ¿sabe? Pero pensé que, ya que va a quedarse aquí una temporadita, le vendría bien saberlo.

—Gracias. Es usted muy amable. Así no diré ninguna tontería sin darme cuenta. ¿Cree que bailaría conmigo si se lo pidiese?

—Puede ser.

Y así fue. Le dio las gracias muy seria, alzando levemente sus suaves labios y sin la menor alteración de sus ojos profundos y distantes (o al menos así era como los veía él), y alzó las manos elegantemente para coger las suyas. Su presencia, al asirla (o eso le pareció) era más liviana, más flotante, menos saltarina que la de Enid. Sus pies eran diestros. Contempló desde las alturas su cara pálida y vio aquellos párpados grandes, veteados de azul, casi translúcidos, y las espesas franjas de pestañas de oro blanco que los orlaban. Sus finos dedos, que descansaban en los suyos, estaban enguantados y tan sólo tibios. Los hombros y el busto sobresalían, blancos e inmaculados, de aquella espuma de tul y muselina, como Afrodita de las olas. Una sencilla hilera de perlas, blanco nacarado sobre blanco nacarado que sólo se distinguía por el brillo, descansaba sobre sus clavículas. Estaba orgullosamente desnuda, y a la vez era absolutamente intocable. La llevaba por la pista, y sentía, para su vergüenza y asombro, las inequívocas turbulencias y aceleraciones de la excitación corporal en él mismo. Recompuso la figura dentro del traje de etiqueta de Lionel Alabaster, y pensó (al fin y al cabo era científico y observador) que aquellos bailes estaban hechos para despertar su deseo precisamente de esa forma, por muy recatados que fueran los guantes de la joven que sostenía entre sus brazos, o por muy inocente que fuera su vida cotidiana. Recordó la danza del vino de palmera, un círculo ondulante que, a un cambio de ritmo, se rompía para transformarse en parejas abrazadas que se ponían a instigar y a bailar alrededor de la víctima propiciatoria, el bailarín que se había quedado sin pareja. Se acordaba de cómo lo habían agarrado, de cómo lo habían restregado con la boca y con las manos, de cómo se le habían arrimado provocativamente, en un derroche de energía, mujeres de pechos morenos y brillantes por efecto del sudor y del aceite, cuyos dedos carecían de pudor.

Parecía que nada de lo que hacía ahora escapaba a esa doble visión, de cosas vistas y hechas de otra manera, en otro mundo.

—Está pensando en el Amazonas —dijo Eugenia.

—¿Le lee usted el pensamiento a la gente?

—Qué va. Pero me pareció que estaba muy lejos. Y eso está lejos.

—Estaba pensando en la belleza de todo esto: la arquitectura, y las jovencitas con sus gasas y sus encajes. Estaba mirando esta hermosísima bóveda gótica en abanico que forma un arco sobre nosotros, y pensaba en las palmeras que se alzan en la selva, y en todas las preciosas mariposas como de seda que revolotean entre ellas, muy arriba, sin que se pueda cogerlas.

—Tiene que ser muy curioso —dijo Eugenia; hizo una pausa—. He hecho una cosa muy bonita, una especie de colcha, o mejor un bordado, con algunos de los primeros ejemplares que le envió a mi padre. Los he prendido con mucho cuidado, son un primor; dan un poco la sensación de un cojín festoneado, sólo que sus colores son más delicados que los de cualquier seda.

—Los indígenas se creían que los coleccionábamos para los dibujos del percal. Ésa era la única manera que tenían de explicarse nuestro interés por ellos, ya que las mariposas no se comen; de hecho, creo que muchas son venenosas, al alimentarse de plantas venenosas. Y ésas son precisamente las más luminosas, y vuelan por allí lenta y majestuosamente, luciendo sus colores a modo de aviso. Ésas son los machos, claro, que se ponen brillantes para sus apagadas compañeras. Los indios se parecen a ellas en eso. Es el hombre el que se pone plumas vistosas y pinturas de colores y piedras. Las hembras son más discretas. Mientras que aquí los hombres llevamos caparazones como si fuéramos escarabajos negros. Y ustedes, las damas, son como un jardín de flores en desbandada.

—Mi padre lo sintió tanto cuando se enteró de que había perdido usted tantas cosas en ese naufragio horrible. Por usted, y por él mismo. Tenía muchas ganas de ampliar su colección.

—Conseguí salvar una o dos de las más raras y de las más bellas. Las tenía guardadas en una caja especial debajo de la almohada (me gustaba mirarlas), así que estaban a mano para cogerlas cuando vimos que debíamos abandonar el barco. Es un poco patético salvar una mariposa muerta. Pero una, especialmente, es una rareza; no le voy a decir nada más, pero creo que su padre se alegrará de tenerla, y usted también, pero es una sorpresa.

—No me gusta nada la gente que me dice que va a darme una sorpresa pero no me dice lo que es.

—¿No le gusta el suspense?

—Nada de nada. Me gusta saber dónde estoy. Me dan miedo las sorpresas.

—Entonces tengo que acordarme de no darle nunca una sorpresa —dijo él, y le pareció que había dicho una tontería, y no se sorprendió cuando ella no respondió. Tenía una manchita carmesí, del tamaño de una hormiga mediana, donde se juntaban, o se dividían, sus pechos redondos, donde empezaba una sombra violeta. Había venas azules diseminadas por la superficie cremosa, justo debajo de la piel. Su propio cuerpo volvió a tirar de él, y se sintió procaz y peligroso.

—Es todo un privilegio —dijo— que se me permita formar parte de esta familia tan feliz durante una temporada, señorita Alabaster.

Al oírlo, ella levantó la vista hacia él, y abrió sus enormes ojos azules. Los tenía bañados en lo que parecían lágrimas no derramadas.

—Adoro a mi familia, señor Adamson. Somos muy felices juntos. Nos queremos muchísimo.

—Tienen ustedes suerte.

—Pues sí, sí que la tenemos. Ya lo sé. Tenemos mucha suerte.

Desde sus diez años en el Amazonas, y más aún desde aquellos días delirantes a bordo de un bote salvavidas en el Atlántico, William había llegado a ver las camas inglesas, limpias y mullidas, como el corazón de un reducto de gloria terrenal. Aunque ya era de madrugada cuando se retiró a su habitación, había una doncella delgada y silenciosa esperando para traerle agua caliente y templarle las sábanas mientras se movía rápidamente delante de él con los ojos bajos y pasos sigilosos. Su dormitorio tenía una ventanita salediza excavada en la pared, con una vidriera redonda que representaba dos lirios blancos. Disponía de modernas comodidades entre sus paredes góticas: una cama de caoba con una intrincada talla de hojas de yedra y bayas de acebo, cuyo lecho consistía en un colchón de plumas de ganso, suaves mantas de lana y una colcha nívea con rosas Tudor bordadas. Sin embargo, no se metió inmediatamente entre las sábanas, sino que puso la vela en el escritorio y sacó su diario.

Siempre había llevado un diario. Cuando era joven, en un pueblo a las afueras de Rotherham en Yorkshire, había hecho examen de conciencia por escrito cotidianamente. Su padre era un próspero carnicero y un devoto metodista que había enviado a sus hijos a una buena escuela de la localidad, donde aprendieron griego y latín y algunas nociones de matemáticas, y además les había exigido que fueran al templo. Los carniceros, había observado William, con ánimo clasificador incluso entonces, tendían a ser hombres entrados en carnes, extrovertidos y de fuertes convicciones. Martin Adamson, como su hijo, tenía una melena de pelo oscuro y lustroso, una nariz larga y maciza, y unos penetrantes ojos azules bajo unas cejas rectas. Disfrutaba con su oficio, con el descuartizamiento de las reses sacrificadas y su destreza con el cuchillo o su habilidad para hacer salchichas y empanadas, y le tenía un miedo terrible al fuego del infierno, cuyas llamas parpadeaban de día al borde de sus fantasías y consumían de noche sus sueños. Surtía de carne de vaca de primera calidad a los propietarios de los molinos y de las minas en sus puestos, y de pescuezos y rollos de carne picada a los mineros y a los empleados de las fábricas en los suyos. Tenía puestas sus ambiciones en William, pero en nada concreto. Quería que se dedicase a buen negocio, con posibilidades de expansión.

William se fue preparando para su oficio en el corral y entre el serrín sanguinolento del matadero. En la vida que eligió al final, las habilidades de su padre tuvieron un valor incalculable a la hora de desollar, de armar o de conservar ejemplares de aves, bichos e insectos. Diseccionaba hormigueros y saltamontes y hormigas con la exactitud de su padre, pero reducida a una escala microscópica. En los días de la carnicería, su diario lo llenaban su deseo de ser un gran hombre y las reprimendas que se echaba a sí mismo por sus pecados de orgullo, de falta de humildad, de amor propio, de dejadez, de vacilación al perseguir la grandeza. Intentó ser maestro de escuela y supervisar a los cardadores de lana, y escribió en su diario sobre la pena que le daba el éxito obtenido en estas tareas (era un buen profesor de latín, veía lo que no veían sus estudiantes; era un buen supervisor, podía detectar la holgazanería y paliar los verdaderos motivos de queja), porque no estaba usando sus dones únicos, cualesquiera que fuesen, no estaba yendo a ninguna parte, y él pretendía llegar más lejos. Ahora no podía leer aquellos diarios recurrentes y angustiosos, con sus gritos de asfixia y sus épocas de autocensura, pero los guardaba en un banco porque eran un documento, un documento preciso, del desarrollo de la mente y la personalidad de William Adamson, que aún pretendía ser un gran hombre.

Los diarios habían cambiado cuando empezó a dedicarse al coleccionismo. Daba largos paseos por el campo (la parte de Yorkshire donde vivía consistía en asquerosos sitios oscuros entre campos y tierras escabrosas de gran belleza), y al principio había paseado en un estado de ansia religiosa, combinado con una devoción por la poesía de Wordsworth, buscando señales del Amor Divino en las flores más humildes que se llevaba el viento, en arroyos burbujeantes y en las cambiantes formaciones de las nubes. Pero luego empezó a llevar una caja de coleccionista, a traer cosas a casa, a prensarlas, a clasificarlas, con la ayuda de la Enciclopedia de las plantas de Loudon. Descubrió las crucíferas, las labiadas, las rosáceas, las leguminosas, las compuestas, y con ellas la furiosa variedad de formas que resultaron encubrir para realzar así el riguroso orden subyacente de las distintas ramas familiares, que cambiaban con la situación y con el clima. Escribió durante un tiempo en su diario sobre las maravillas del Plan divino, y el examen de sí mismo dio paso insensiblemente al registro de los pétalos observados, la forma de las hojas en las que se había fijado, los pantanos, los setos y las riberas enmarañadas. Su diario estaba vivo por primera vez, gracias a una felicidad que poseía un objetivo. También comenzó a coleccionar insectos, y se quedó asombrado al descubrir los cientos de especies de escarabajos que existían en unas pocas millas cuadradas de un páramo abrupto. Rondaba por el matadero, tomando nota de dónde preferían poner sus huevos las moscardas, de cómo se movían y mascaban las cresas, del enjambre, de su rebullir, de aquel revoltijo animado por un principio ordenador. El mundo parecía distinto, más grande, más brillante; no capas de acuarela verde, y azul, y gris, sino un dibujo deslumbrante de finas líneas y puntitos mareantes, azabaches, de un carmesí rayado y moteado, un esmeralda irisado, un caramelo casi líquido, o plateados como el légamo.

Y entonces descubrió su pasión predominante, los insectos sociales. Escudriñaba las celdas uniformes de las colmenas, observaba los carriles de hormigas que se pasaban mensajes las unas a las otras con sus delicadas antenas, que trabajaban juntas para trasladar alas de mariposa o tajadas de pulpa de fresa. Se quedaba parado como un gigante estúpido y veía cómo aquellos seres incomprensibles, intencionadamente inteligentes, construían y destruían en las grietas de sus propias losas. Ahí estaba la clave del mundo. Su diario se convirtió en el de un estudioso de las hormigas. Eso fue en 1847, cuando tenía veintidós años. Ese año, en el Instituto Técnico de Rotherham, conoció a un compañero, entomólogo aficionado, que le enseñó los informes de Henry Walter Bates en la Zoológica, sobre coleópteros y otras materias. Escribió a Bates, incluyendo algunas de sus propias observaciones sobre las sociedades de hormigas, y recibió una amable respuesta, que lo alentaba en su trabajo y añadía que el propio Bates «con mi amigo y colaborador en este campo, Alfred Wallace», estaba planeando una expedición al Amazonas en busca de criaturas desconocidas. William ya había leído el relato sumamente pintoresco de Humboldt y W. H. Edwards acerca de la exuberancia salvaje, de los alegres y juguetones coatíes, agutis y perezosos, de los llamativos quetzales, motmotes, picos, zorzales campanilleros, papagayos, mónacos y mariposas «del tamaño de una mano y del azul metálico más vivo». Había millones de millas de selva sin explorar; podía acoger en sus brillantes profundidades vírgenes a otro entomólogo inglés, junto con Wallace y Bates. Habría especies nuevas de hormigas, que tal vez acabarían denominándose adamsonii; habría espacio para que el hijo de un carnicero llegase a ser alguien grande.

Los diarios empezaron a entremezclarse con anotaciones arrebatadas y visionarias de detalladas sumas necesarias para el equipo, para las cajas de recolección, de nombres de barcos, de direcciones útiles. William se puso en camino en 1849, un año más tarde que Wallace y Bates, y regresó en 1859. Bates le había dado la dirección de su agente, Samuel Stevens, encargado de vender los especímenes que le mandaban por barco los tres naturalistas. Stevens fue el que le presentó a William al reverendo Harald Alabaster, que había heredado su baronía y su mansión gótica solamente tras la muerte de un hermano sin hijos en 1848. Alabaster era un coleccionista obsesivo que había escrito a su amigo desconocido largas cartas que llegaban muy de tarde en tarde, en las que le preguntaba por las creencias religiosas de los indígenas, así como por las costumbres de la esfinge colibrí o la hormiga sauba. William le contestaba: las cartas de un gran naturalista desde un territorio salvaje y sin hollar, salpicadas de un sugestivo sentido del humor muy crítico consigo mismo. Era Harald Alabaster el que le había contado el calamitoso incendio del barco de Wallace en 1852, en una carta que tardó casi un año en llegar hasta él. De alguna manera, William había supuesto que aquello era una especie de seguro estadístico contra el naufragio de otro naturalista en el viaje de vuelta, pero no fue así. El bergantín, Fleur-de-Lys, se había podrido y era innavegable, y William Adamson, a diferencia de Wallace, que era más despistado, no se había asegurado debidamente contra la pérdida de su colección. Aún lo invadía el sencillo placer que experimenta el superviviente al seguir vivo, cuando le llegó la invitación de Harald Alabaster. Hizo el equipaje con lo que había salvado, que incluía sus diarios tropicales y las mariposas más valiosas, y partió hacia Bredely Hall.

Sus diarios tropicales estaban muy manchados; de parafina en la que en su día había sumergido la caja donde los guardaba para evitar que se los comiesen las hormigas y las termitas; de rastros de barro y de hojas estrujadas procedentes de accidentes de canoa; de agua salada, como si se tratase de torrentes de lágrimas. Se había sentado a solas bajo un techo de hojas entretejidas, en una choza con el suelo de tierra, y había garrapateado descripciones de todas las cosas: las hordas devoradoras de las hormigas soldado, los gritos de las ranas y de los caimanes, los propósitos homicidas de su tripulación, los chillidos monótonos y siniestros de los monos aulladores, las lenguas de varias tribus con las que había estado, los variopintos dibujos de las mariposas, las plagas de los mosquitos que picaban, el desequilibrio de su propio espíritu en aquel mundo verde donde todo era derroche, crecimiento feroz, y una mera existencia sin objetivos producto de la pereza. Había escrutado aquellas páginas a la luz de lámparas de aceite de tortuga, y dejado constancia de su soledad, de su insignificancia ante el río y la selva, de su decisión de sobrevivir, mientras se comparaba a sí mismo con un mosquito bailarín en un frasco de coleccionista. Había llegado a hacerse adicto a la forma escrita de su propia lengua, que no hablaba apenas nada, aunque hablaba con soltura el portugués, la lingoa geral empleada por la mayoría de los indígenas, y varios dialectos tribales. El latín y el griego habían hecho que se aficionara a los idiomas. Escribir hizo que le cogiese gusto a la poesía. Leyó y releyó El paraíso perdido y El paraíso recobrado, que llevaba consigo, y una antología de Maravillas escogidas de nuestros poetas mayores. Y a ella recurrió ahora. Debía de ser la una de la madrugada, pero tenía la sangre y la mente aceleradas. No se podía dormir aún. Había comprado un cuaderno nuevo, de un elegante color verde con tapas veteadas, en Liverpool, y ahora lo abrió por la primera página en blanco. Copió en ella un poema de Ben Jonson que siempre le había intrigado, y que de repente había adquirido una urgencia nueva.

¿Habéis visto crecer siquiera un lirio radiante,

antes de que toscas manos lo hayan tocado?

¿Habéis observado al menos la caída de la nieve,

antes de que la tierra la haya tiznado?

¿Habéis acariciado el pelo del castor

o el plumón del cisne en alguna ocasión?

¿O habéis olido el capullo del rosal silvestre

o el nardo en la lumbre?

¿O habéis probado el cestillo de la abeja?

¡Pues así de blanca, así de suave, así de dulce es ella!

Eso era exactamente lo que quería consignar. ¡Pues así de blanca, así de suave, así de dulce es ella!, quería decir.

Fuera de eso, lo demás era un terreno desconocido. Recordaba una frase de un cuento de hadas de su infancia, una frase que decía un príncipe árabe sobre una encantadora princesa china, y que le susurraban brevemente espíritus maliciosos mientras ella dormía. «Me moriré si no puedo tenerla», había dicho el príncipe, a su criado, a su padre y a su madre. William sostuvo un momento la pluma sobre el papel y luego escribió:

«Me moriré si no puedo tenerla.»

Se quedó un rato pensativo, pluma en mano, y luego escribió de nuevo, debajo de la primera línea:

«Me moriré si no puedo tenerla.»

Añadió:

No me moriré, claro; eso es absurdo, pero esa antigua declaración procedente de un viejo cuento parece reflejar perfectamente la clase de corrimiento de tierras, o de vorágine, que se ha producido en mi mente desde esta noche. Creo que soy un ser racional. He sobrevivido, conservando la cordura y el buen humor, a la inanición casi absoluta, al aislamiento prolongado, a la fiebre amarilla, a la perfidia, a la malevolencia, y a un naufragio. Recuerdo que, de niño, al leer mi libro de cuentos, esa frase fue como un presentimiento del espanto, más que del placer, en que podía consistir el amor humano. «Me moriré si no puedo tenerla.» El amor no me corría prisa. No me esforcé en buscarlo. El plan racional que había trazado para mi vida (además del plan romántico, que ahora coincide con el racional, y los dos implican un regreso a la selva, tras un razonable descanso) no dejaba lugar a la búsqueda de esposa, porque creía que no tenía ninguna especial necesidad de una. En mi delirio en el bote, es verdad, y aún antes, ante las atenciones, o los tormentos, de aquella bruja inmunda en cuya casa me curé de la fiebre, soñé de hecho de vez en cuando con una presencia bondadosamente femenina, como algo que necesitaba intensamente, pero de lo que me había olvidado sin razón, como si un fantasma llorase por mí de la misma forma que yo lloraba por ella.

¿Adónde quiero ir a parar? Escribo casi en el mismo estado delirante por el que pasé entonces. Desde un punto de vista convencional resultaría chocante que permitiera que la sola idea de unirme a ella se apoderase de mi mente (porque, desde una perspectiva convencional, nuestra posición social es muy distinta, y lo que es peor, yo no tengo dinero ni visos de llegar a tenerlo). Pero no me voy a dejar llevar por la prudencia habitual (y no siento el más mínimo respeto por las categorías y los rangos artificiales, basados en la endogamia familiar y en frívolos pasatiempos); soy un hombre tan válido, visto en su conjunto, como E. A., y me atrevo a asegurar que he empleado mi inteligencia y mi valentía física en propósitos más importantes. ¿Pero qué valor tendría esa consideración para cualquier familia así, construida exactamente para rechazar semejantes intr…?

El único proceder sensato es olvidarlo todo, suprimir estos sentimientos inoportunos, ponerles el punto final.

Se quedó pensativo un momento, y luego escribió por tercera vez:

«Me moriré si no puedo tenerla.»

Durmió bien, y soñó que perseguía a una bandada de pájaros dorados por la selva, que se posaban y se atusaban las plumas con el pico y le dejaban acercarse, y luego se levantaban y salían revoloteando, dando chillidos, para volver a posarse, fuera de su alcance.

El estudio, o gabinete, de Harald Alabaster estaba cerca de la pequeña capilla de Bredely. Tenía forma hexagonal, las paredes revestidas de madera y dos ventanas hondas, talladas en piedra, de estilo perpendicular[1]; el techo también era de piedra tallada, de un color claro, dorado grisáceo, como un panal de hexágonos más pequeños. Tenía una claraboya poco común en el centro, reminiscencia de la Linterna de la catedral de Ely, bajo la cual se había situado un enorme escritorio gótico de impresionante aspecto, que proporcionaba a la estancia la apariencia de una sala capitular. Por las paredes había altas librerías arqueadas repletas de cuero lustrado, y cómodas de grandes cajones. También había tres vitrinas hexagonales aisladas, de brillante caoba, en el interior de una de las cuales reposaban, en sus alfileres, varias de las primeras capturas de William: helicónidos, papiliónidos, danaides, itómidos. Encima de las vitrinas colgaban textos transcritos con una cuidadosa caligrafía en letra gótica, y ribeteados con encantadores dibujos de frutas, flores, hojas, pájaros y mariposas. Harald Alabaster se los señaló a William Adamson.

—Mi hija Eugenia disfruta haciendo esos dibujos para mí. A mí me parecen muy bonitos; están primorosamente escritos y realizados con sumo cuidado.

William leyó en alto:

«Hay cuatro cosas pequeñas en la tierra que, sin embargo, son más sabias que los sabios:

Las hormigas no son un pueblo fuerte, pero preparan su comida en el verano;

Los damanes no son sino un pueblo débil, pero se hacen su casa en las rocas;

Las langostas no tienen rey, pero avanzan todas en escuadrones;

Las arañas, que se cogen con la mano, y habitan los palacios de los reyes.

Proverbios 30, 24-28[2]

—También fue Eugenia la que hizo esta elegante composición con los lepidópteros. Me temo que no está basada en principios muy científicos, pero tiene la complejidad de un rosetón hecho con formas vivientes, y consigue resaltar la brillantez y la belleza extraordinarias de estas criaturas. Me gusta especialmente la idea de puntuar las filas de mariposas con esos escarabajitos verdes tornasolados. Eugenia dice que sacó la idea de los nuditos de seda de los bordados.

—Anoche me describió su trabajo. Evidentemente tiene muy buena mano para manipular los ejemplares. Y los resultados son realmente preciosos, encantadores.

—Es buena chica.

—Es muy guapa.

—Espero que también sea muy feliz —dijo Harald Alabaster. No parecía, pensó William, atento a cualquier matiz, enteramente convencido de que eso fuera a ser así.

Harald Alabaster era alto, enjuto, y se encorvaba ligeramente. Su cara era una versión huesuda y marfileña del rostro familiar, con los ojos azules un poco más húmedos, y los labios enterrados en las frondas de una barba patriarcal. Tenía la barba y el abundante cabello blancos en su mayor parte, pero el rubio original persistía en algunos sitios, y le proporcionaba al blanco una nota de color latón que, paradójicamente, le hacía perder su lustre. Llevaba un alzacuellos y una chaqueta negra floja sobre pantalones holgados. Por encima de todo esto usaba algo parecido a un hábito monacal de lana negra, con las mangas largas y una especie de capucha. Eso podía tener una finalidad práctica; los extremos más alejados de la casa eran terriblemente fríos, incluso con todas las chimeneas encendidas, cosa que no solía suceder. William, que llevaba carteándose muchos años con él, pero que ahora lo conocía en persona por primera vez, se había imaginado a un hombre más joven, más importante, acomodado y alegre como los coleccionistas que había conocido en Londres y en Liverpool, hombres de negocios dados a las aventuras intelectuales. Había bajado los tesoros que había podido salvar, y los dispuso en ese momento sobre el escritorio de Harald Alabaster, sin abrirlos.

Harald Alabaster tiró de una especie de cordón que colgaba junto a su escritorio, y un criado de pasos sigilosos entró con una bandeja de café, lo sirvió y se fue.

—Ha tenido usted mucha suerte al escapar con vida; hay que dar gracias por eso; pero la pérdida de sus especímenes tiene que haber sido un duro revés. ¿Qué piensa usted hacer, señor Adamson, si no es una indiscreción por mi parte?

—Apenas he tenido tiempo de pensarlo. Esperaba vender las suficientes cosas como para poder quedarme en Inglaterra una temporada, escribir sobre mis viajes quizá (llevé diarios muy detallados) y ganar el dinero suficiente para equiparme y regresar al Amazonas. Casi no habíamos empezado ni a recolectar ramitas, señor, los que hemos trabajado allí; son millones de millas sin explorar, de criaturas desconocidas… Hay algún problema en especial que me propongo resolver; han acabado interesándome sobre todo las hormigas y las termitas. Me gustaría hacer un estudio exhaustivo de ciertos aspectos de su vida. Creo, por ejemplo, que puedo tener una explicación mejor para los curiosos hábitos de las hormiga corta-hojas que la propuesta por el señor Bates, y también me gustaría encontrar el nido de las hormigas legionarias (las Eciton burchelli), cosa que no se ha hecho nunca. Hasta me he preguntado si serán tal vez viajeras permanentes que sólo construyen campamentos temporales; las hormigas que conocemos no son de esa naturaleza, pero éstas se aprovisionan en tantos sitios y tan ferozmente, que puede ser que tengan que desplazarse continuamente para poder sobrevivir. Y luego hay una cuestión muy interesante (y esto reforzaría las observaciones del señor Darwin) sobre la manera en que ciertas hormigas que habitan en determinadas bromeliáceas parecen haber influido en la forma de esas plantas a lo largo de milenios, de modo que las plantas parecen de hecho construir cámaras y corredores para sus insectos huéspedes durante su proceso natural de crecimiento. Me gustaría ver si se puede demostrar; me gustaría… Perdone, no paro de hablar saltando de un tema a otro. ¡Qué falta de educación! Ha sido usted tan amable en sus cartas, señor; cuando las recibía se producía unos de esos rarísimos momentos de lujo durante mi estancia en la selva. Sus cartas, señor, llegaban con artículos de primera necesidad como la mantequilla y el azúcar, el trigo y la harina que no probábamos jamás, y aún las recibía con mayor placer. Racionaba su lectura, para saborearlas más tiempo, lo mismo que racionaba el azúcar y la harina.

—Me alegro de haberle proporcionado a alguien tanto placer —dijo Harald Alabaster—. Y espero ser capaz de ayudarlo ahora de una forma más material. Dentro de nada examinaremos lo que ha traído; le haré un buen precio por cualquier cosa que me haga falta, un buen precio. Pero me pregunto si… Me pregunto… si le gustaría formar parte de esta familia durante un periodo de tiempo suficiente como para…

»Si sus ejemplares se hubiesen salvado, supongo que le habría llevado un tiempo considerable identificarlos y catalogarlos todos; habría sido una labor bastante ardua. Ahora tengo los trasteros llenos (me da vergüenza decirlo) de embalajes que les compré entusiasmado al señor Wallace, al señor Spruce, al señor Bates y a usted mismo, además de a exploradores de la península malaya, de Australia, de África; me temo que he menospreciado la tarea de ordenarlos. No está nada bien, señor Adamson, robarle a la Tierra sus bellezas y sus curiosidades, y luego no utilizarlas para lo único que justifica nuestros estragos: el fomento de los conocimientos provechosos, del prodigio humano. Me siento como el dragón del poema, sentado sobre una montaña de tesoros de los que no hace buen uso. Podría ofrecerle el trabajo de poner todo en orden (si usted aceptara), y eso le daría tiempo para reanudar su propio camino en la dirección que le pareciera mejor tras una profunda reflexión…

—Es una oferta sumamente generosa —dijo William—. Me proporcionaría a la vez un techo bajo el que cobijarme y un trabajo para el que estoy capacitado.

—Pero tiene sus dudas…

—Siempre he tenido una visión clara, una especie de cuadro en mi cabeza, de lo que debía hacer, de cómo debería ser mi vida…

—Y no está seguro de que su vocación incluya Bredely Hall.

William se quedó pensativo. Su mente la ocupaba una imagen de Eugenia Alabaster: su busto blanco emergiendo del mar de encaje de su vestido de baile, como Afrodita de la espuma. Pero no iba a decir eso. Hasta disfrutó de la doblez que significaba no decirlo.

—Sé que tengo que encontrar los medios de organizar otra expedición.

—Tal vez —dijo Harald Alabaster cautamente— yo podría, en una fecha futura, servirle de ayuda a ese respecto. No sólo como comprador de sus ejemplares, sino de alguna forma más sustanciosa. ¿Puedo sugerirle que se quede aquí más tiempo y le eche un vistazo al menos a lo que tengo guardado? Por supuesto, le pagaría una cifra convenida de antemano por ese trabajo, lo enfocaríamos de un modo profesional. Y no le exigiría que esa tarca acaparase toda su atención, no, señor, así que también tendría tiempo de posar sus ideas para escribir ordenadamente. Y luego, andando el tiempo, se podría tomar una decisión, encontrar un barco, y yo tal vez podría esperar que algún sapo monstruoso o algún escarabajo de feroz aspecto del fondo de la selva me inmortalizara: Bufo amazoniensis haraldii, Cheops nigrissimum alabastri. Me gusta la idea, ¿a usted no?

—No sé cómo iba a rechazar semejante oferta —dijo William; mientras hablaba, desenvolvía la caja de los especímenes—. Le he traído algo, algo muy poco común, que da la casualidad de que ya lleva el nombre de alguien de esta casa en la selva virgen. Aquí tengo un grupo la mar de interesante de lepidópteros helicónidos e itómidos, y aquí hay varias Papilios muy llamativas: algunas con pintas rojas, otras de un verde oscuro. Espero poder discutir con usted algunas variantes significativas en la forma de estas criaturas, que parecen indicar que las especies pueden estar siguiendo un proceso de modificación, de cambio.

»Pero aquí… aquí tenemos lo que creo que le va a interesar más. Sé que recibió la Morpho menelaus que le envié; fui en busca de su congénere, la Morpho rhetenor, cuyo azul es aún más brillante y más metálico, y mide unas siete pulgadas de ancho. Tengo de hecho una Morpho rhetenor, mírela; no es un buen ejemplar, está un poco rasgada y le falta una pata. Vuelan por los senderos anchos y soleados de la selva, flotan muy lentamente, batiendo de vez en cuando las alas, como los pájaros, y casi nunca descienden por debajo de los veinte pies, así que es casi imposible atraparlas, aunque resultan increíblemente bonitas planeando a la luz verdosa del sol. Pero contraté a unos cuantos niñitos muy ágiles para que treparan a los árboles, y consiguieron traerme un par de especies afines igual de raras y, a su manera, igual de preciosas, aunque no son azules; aquí están, mire: el macho es de un blanco satinado brillante, y la hembra de un color lavanda claro más discreto, pero también primoroso. Cuando me las trajeron en tan buen estado, sentí que se me subía la sangre a la cabeza, de verdad que creí que iba a desmayarme de la emoción. Entonces no sabía lo adecuadas que eran para sumarlas a su colección. Están emparentadas muy de cerca con la Morpho adonis. Y con la Morpho uraneis batesii. Son Morpho eugenia, sir Harald.

Harald Alabaster se quedó mirando aquellas criaturas muertas y relucientes.

—Morpho eugenia. Extraordinarias. Una criatura extraordinaria. Qué bonitas, qué diseño tan delicado, qué maravilla que algo tan frágil haya conseguido llegar hasta aquí, atravesando tantos peligros, desde el otro extremo de la tierra. Y son muy raras. Nunca había visto una. Y tampoco sé de nadie que las haya visto. Morpho eugenia. Vaya…

Volvió a tirar del cordón, que sólo produjo en la estancia un débil sonido chirriante.

—Es difícil —le dijo a William— no convenir con el duque de Argyll en que la extraordinaria belleza de estas criaturas es en sí misma la prueba de la obra de un Creador, un Creador que también creó la sensibilidad humana hacia la belleza, hacia la forma, hacia las variantes sutiles y los colores vivos.

—Nuestra espontánea respuesta a ellos —dijo William con cautela— me lleva instintivamente a estar de acuerdo con usted. Pero desde un punto de vista científico, creo que debo preguntarme qué propósito cumple la Naturaleza con toda esta brillantez y esta belleza. Sé que el señor Darwin se inclina a pensar que el hecho de que sea tan corriente que los machos de las mariposas y las aves tengan unos colores tan vivos (mientras que las hembras suelen ser discretas y apagadas) indica que tal vez represente alguna ventaja para el macho hacer gala de sus escarlatas y sus dorados, que podrían llevar a la hembra a escogerlo como pareja. El señor Wallace afirma que el color apagado de la hembra es una coloración protectora; puede colgarse de una hoja a poner sus huevos, o acomodarse en la oscuridad del nido, y confundirse con las sombras. Yo mismo he comprobado que las mariposas macho de vivos colores revolotean en grandes bandadas a la luz del sol, mientras que las hembras parecen tímidas, y se esconden bajo los arbustos o en los lugares húmedos.

Alguien llamó a la puerta, y un lacayo entró en el estudio.

—Ah, Robin, a ver si encuentra a la señorita Eugenia, y a todas nuestras muchachitas; tenemos algo que enseñarles. Dígale que venga tan pronto como pueda.

—Sí, señor. —La puerta se cerró.

—Hay otra cuestión —dijo William— sobre la que me interrogo a menudo. ¿Por qué las mariposas más brillantes se solazan con las alas abiertas en los haces de las hojas, o vuelan batiéndolas despacio en vez de rápidamente? A las Papilios, por ejemplo, se las conoce también como farmacófagas, o comedoras de venenos, porque se alimentan de los tallos venenosos de la Aristolochia; y parecen saber que pueden pavonearse impunemente, que los predadores no las van a picotear. Es posible que su llamativa exhibición sea una especie de advertencia desafiante. El señor Bates hasta ha insinuado que ciertas especies inofensivas imitan a las venenosas para disfrutar de la misma inmunidad. Ha descubierto ciertos piéridos (blancos y de color azufre) que no se distinguen a simple vista de algunos itómidos, y a los que ni siquiera un observador atento podría diferenciar sin un microscopio.

Eugenia entró en la estancia. Iba vestida de muselina blanca, con unas cintas y un lazo de color rojo cereza, y un fajín también cereza, y estaba preciosa. Cuando se aproximó al escritorio de Harald para que le enseñaran la Morpho eugenia, William sintió confusamente como si llevara consigo un halo propio, una nube de polvos mágicos que a la vez lo atraía y lo mantenía a la distancia exacta de una barrera invisible. Se inclinó cortésmente ante ella, y pensó al mismo tiempo en la entrada ebria y perspicaz de su diario: «Me moriré si no puedo tenerla», y en un barco en fuga, con el agua verde y revuelta apartándose de la proa, y la espuma alejándose a toda velocidad. No temía el peligro, pero era sagaz, y no disfrutaba con la idea de consumirse en un fuego infructuoso.

—Qué criatura más hermosa —dijo Eugenia. Dejó su suave boca entreabierta, de modo que él pudo ver sus dientes húmedos y uniformemente lechosos.

—Es una Morpho eugenia, querida. No le han puesto ese nombre por ti, pero sí te la ha traído a ti el señor Adamson.

—Qué maravilla. Ese blanco resplandeciente es precioso para una hembra…

—No, no, ésa es el macho. La hembra es la pequeña, la de color lavanda.

—Qué pena. Prefiero la de raso blanco. Pero, bueno, yo soy una hembra, así que es lo lógico. Me gustaría que pudiésemos verlas volar. Parecen un poco tiesas, como hojas muertas, hagas lo que hagas para que resulten naturales. Me encantaría poder tener mariposas como se tienen pájaros.

—Es perfectamente factible —dijo William—. En un invernadero, si se cuida adecuadamente a las larvas.

—Me encantaría sentarme en un invernadero en medio de una nube de mariposas. Sería la mar de romántico.

—Podría conseguirle esa nube con suma facilidad. No de Morpho eugenia, claro. Pero azules, y blancas, y doradas, y negras, y de damasco rojo; de especies autóctonas. Usted sería Morpho eugenia. Quiere decir bella, ya sabe. Bien proporcionada.

—Ah —dijo Eugenia—. Lo contrario de amorfa.

—Exactamente. Aquella selva primitiva, la monotonía infinita del verde, las nubes de moscas y mosquitos, la esforzada masa de enredaderas y maleza, me parecían a menudo el compendio de lo amorfo. Y entonces algo perfecto y bellamente formado se dejaba ver y te cortaba la respiración. Eso pasaba con Morpho eugenia, señorita Alabaster.

Volvió su mirada líquida hacia él para comprobar si se trataba de un piropo, como si tuviera un sentido especial para ello. Él se encontró con sus ojos y sonrió, breve, tristemente, y ella le devolvió un instante la sonrisa, antes de dejar caer sus pestañas sobre los charcos azules de sus ojos.

—Voy a hacer una caja especial de cristal para ellas, señor Adamson, ya verá. Bailarán juntas para siempre, vestidas de raso blanco y de seda lavanda. Tiene usted que decirme qué hay que pintar en el fondo, qué hojas y qué flores; me gustaría hacerlo bien, naturalmente.

—Estoy a sus órdenes, señorita Alabaster.

—El señor Adamson ha aceptado quedarse aquí una temporadita, querida, para ayudarme a organizar mis colecciones.

—Estupendo. Entonces podré darle órdenes, como ha dicho él.

Entender la vida cotidiana de Bredely Hall no fue fácil. William se encontró con que era a la vez un antropólogo independiente y un príncipe de cuento de hadas atrapado por verjas invisibles y ataduras de seda en un castillo encantado. Todos tenían su lugar y su forma de vida, y durante meses descubrió cada día gente nueva, cuya existencia no había sospechado previamente, que llevaba a cabo tareas de las que no había sabido nada.

Bredely estaba construida como una casa solariega medieval, pero con dinero reciente. En 1860 sólo había cumplido treinta años, aunque se hubiese tardado más en construirla. Los Alabaster eran una familia antigua y noble, que siempre había conservado la pureza de su sangre y nunca había detentado mucho poder, pero que en cambio había cultivado sus campos, coleccionado libros, caballos, curiosidades y aves de corral. Harald Alabaster era el segundo hijo del Robert Alabaster, que edificó Bredely con el dinero aportado por su esposa, la hija de un comerciante de las Indias Orientales. La casa la había heredado el hermano mayor de Harald, también Robert de nombre, casado a su vez con una mujer rica (la hija de un conde de poca categoría), quien le dio doce hijos, muertos todos en la infancia. Harald, un segundo hijo convencional, se había ordenado sacerdote y obtenido una capellanía en los Fens[3], donde dedicaba su tiempo libre a la botánica y a la entomología. En aquel tiempo había sido pobre; la fortuna de Robert el mayor estaba ligada a Bredely, que le había correspondido a Robert el pequeño. Harald se casó dos veces. Su primera esposa, Joanna, le dio dos hijos, Edgar y Lionel, y murió de parto. Gertrude, la actual lady Alabaster, se casó con él inmediatamente después de quedarse viudo. Gertrude Alabaster también aportó una dote sustanciosa; era la nieta del propietario de una mina aficionado a las obras de caridad, así como a las inversiones astutas. Además, sobrevivió a la maternidad con reiterada complacencia. William había supuesto en un principio que los cinco hijos que conocía eran los únicos existentes, pero descubrió que había al menos tres más en el cuarto de estudio (Margaret, Elaine y Edith) y una pareja de gemelos en el cuarto de los niños (Guy y Alice). También formaban parte de la comunidad varias solteronas subordinadas de diferentes edades, parientes de los Alabaster o de sus esposas. Una tal señorita Fescue estaba siempre presente en las comidas, masticando ruidosamente y sin hablar nunca. Había una delgada señorita Crompton, normalmente conocida como Matty, que, aunque no era la institutriz (ésa era la señorita Mead) ni tampoco la niñera (ésa era Dacres), parecía que se dedicaba de alguna manera al cuidado de los miembros más pequeños de la familia. También había hombres jóvenes de visita, amigos de Edgar y de Lionel. Luego estaban los criados, desde el mayordomo y el ama de llaves hasta las fregonas y los limpiabotas y recaderos en las profundidades oscuras detrás de la puerta de servicio.

Sus días comenzaban con las oraciones matinales en la capilla. Tenían lugar tras el desayuno, y asistían a ellas aquellos miembros de la familia que se habían levantado y un conjunto cambiante de sirvientes silenciosos: doncellas vestidas de negro con delantales blancos inmaculados, criados con trajes negros, que se sentaban atrás, los hombres a la derecha y las mujeres a la izquierda. La familia ocupaba las filas de delante. Rowena acudía a menudo, Eugenia raramente, los niños siempre, con Matty y la señorita Mead. Lady Alabaster sólo asistía los domingos, y tenía cierta tendencia a echar una cabezadita en la esquina de delante, morada por efecto de la luz de la vidriera de colores. La capilla era muy sencilla, y bastante fría. Los asientos consistían en bancos de duro roble, y no había adónde mirar a no ser las altas ventanas, con sus cristalinas uvas azules y sus lirios cremosos, y Harald. Durante los primeros días en que William asistió, Harald predicó sucintos sermoncitos. A William le interesaban. No guardaban relación alguna con las amenazas y el éxtasis de la religión en la que se había educado, las rojas cavernas del fuego eterno, los torrentes rojos de sangre sacrificial derramada. Su tono era amable, su tema el amor material, el amor familiar, como resultaba apropiado a la ocasión, el amor de Dios Padre, que vigilaba la caída de cada gorrión con un cuidado infinito, que había dividido Su infinitud en Padre e Hijo, para hacer más accesible Su amor a las criaturas humanas, cuya comprensión de la naturaleza del amor empezaba con los lazos naturales entre los miembros del grupo familiar, con el calor de la madre, la protección del padre, la cercanía de los hermanos, y estaba diseñado para volcarse hacia fuera, emulando al Padre divino, y abarcar así toda la creación, de las familias a los clanes, de los clanes a las naciones, de las naciones a todos los hombres, y de hecho a todos los seres vivientes, maravillosamente creados.

William observaba atentamente el rostro de Harald durante estos discursos. Si Eugenia estaba presente, se fijaba en su cara cuando se atrevía, pero ella siempre tenía los ojos pudorosamente bajos y una gran capacidad para mantenerse inmóvil, sentada con las manos quietas sobre el regazo. Harald cambiaba de aspecto. A veces con la cabeza alta y las blancas frondas de su barba atrapando la luz, parecía el mismo Dios Padre, de mirada penetrante, blanco como la lana, anciano de días[4]. Otras, cuando hablaba bajo, de forma casi inaudible, y miraba al suelo ajedrezado en blanco y negro que había bajo sus pies, casi tenía un aspecto descuidado, al que contribuía la apariencia ligeramente mohosa, raída, de su toga. Y otras, sin embargo, le recordaba a William brevemente a los frailes misioneros portugueses que había conocido allá lejos, de ojos febriles y rostros estragados, hombres que no conseguían comprender la incomprensión de los indios plácidamente evasivos. Y esta analogía a su vez hacía que William, sentado bajo aquella grisácea luz inglesa en su duro banco, recordase otras ceremonias, las reuniones exclusivamente masculinas para beber caapi o Aya-huasca, la Parra del Muerto[5]. La había probado una vez y había tenido visiones de paisajes y grandes ciudades y torres muy elevadas como si estuviera volando, se había encontrado perdido en una selva rodeada de sierpes, y en peligro de muerte. A las mujeres no les estaba permitido probar aquellas cosas, o ver los tambores que convocaban a los participantes, los botutos, so pena de muerte. Se acordaba de aquellas mujeres desapareciendo rápidamente con la cara tapada, sentado entre esta decorosa familia inglesa, con los hombres a un lado y las mujeres al otro, mientras observaba cómo la lengua rosa de Eugenia humedecía sus suaves labios. Sentía que estaba condenado a una especie de doble conciencia. Todo lo que experimentaba sacaba a relucir su imagen opuesta de allá lejos, lo que producía el efecto de que no sólo las ceremonias amazónicas, sino también el sermón inglés, pareciesen extraños, irreales, de una naturaleza incierta. Se había llevado una vez un botuto escondido bajo unas mantas, de noche en una canoa, pero se había perdido con todas sus demás cosas, bajo millas de agua gris. Tal vez le había traído mala suerte.

—Nunca debemos cesar de dar gracias al Señor por todas las mercedes que nos concede —decía Harald Alabaster.

Se dispuso un taller para William en un cuarto donde se guardaban sillas de montar que no se usaban, cerca de las cuadras. Estaba medio lleno de las cajas de hojalata, los embalajes de madera, las cajas de té llenas de cosas que Harald había adquirido (al parecer sin ningún interés prioritario evidente), procedentes de todas las partes del mundo. Había pieles de mono y delicadas pieles de loro, lagartos disecados y serpientes monstruosas, cajas y más cajas de escarabajos muertos, de un verde brillante o un morado iridiscente, demonios atezados de monstruosas cabezas con cuernos. También había cajones de muestras geológicas, y paquetes de musgos, frutos y flores variadas, provenientes tanto de los trópicos como de los casquetes polares, dientes de oso y cuernos de rinoceronte, esqueletos de tiburones y matas de coral. Al parecer algunos bultos habían sido reducidos a polvo en suspensión por la acción de las termitas, o condensados en una masa viscosa por efecto del moho. William preguntó a su bienhechor bajo qué criterio quería que procediese, y Harald le dijo: «Póngalo todo en orden, ya sabe. Que tenga sentido, colóquelo todo siguiendo un orden.» William acabó viendo que Harald no había llevado a cabo esta tarea él mismo, al menos en parte, porque no tenía una idea concreta de cómo ponerse a hacerlo. Tuvo momentos de verdadero mal humor al ver que tesoros por los que hombres como él habían arriesgado la vida y la salud andaban por allí tirados de cualquier modo, deteriorándose en una cuadra inglesa. Se agenció una mesa de caballete y varios libros de cuentas, una serie de cómodas de coleccionista y algunas alacenas para ejemplares que no podían ponerse acostados ni meterse y sacarse cómodamente de los cajones. Montó su microscopio, y empezó a hacer etiquetas. Cambió las cosas día a día de cajón a cajón, hasta que se encontró con una plétora de escarabajos y una repentina plaga de ranas. No podía inventarse un criterio ordenador, pero prosiguió tenazmente haciendo etiquetas, armando, examinando.

El cuarto de las sillas de montar era oscuro, terriblemente frío, salvo donde daba la luz que entraba por la ventana, que estaba muy alta, demasiado alta como para asomarse. Trabajaba entre el ruido y los olores de los mozos que limpiaban las cuadras, el olor vaporoso del estiércol, el olorcillo a amoniaco de la orina de los caballos, las pisadas de botas de cuero, el siseo del heno en una horquilla. Edgar y Lionel eran ambos jinetes avezados. Edgar tenía un semental árabe de un castaño reluciente, con un musculoso y sedoso cuello arqueado, y unos ojos que destaraban, blancos, en la penumbra de su cuadra, por donde se paseaba enseñando los dientes. Su nombre era Saladin. El caballo de caza de Edgar era Ivanhoe, enorme, gris acero, rebosante de avena, y un gran saltador. Edgar siempre estaba aceptando retos de saltar objetos imposibles con Ivanhoe, que siempre se ponía a la altura de las circunstancias. Los dos se parecían en algunas cosas, la ondulación de sus músculos mientras se mantenían erguidos, su forma de pavonearse con una fuerza contenida en vez de fluir como el confinado Saladin, como las yeguas y los potros en la explanada, como Rowena y Eugenia. William oía cómo entraban y salían Edgar y Lionel para sus cabalgadas mientras él trabajaba, el rápido trapalear del hierro sobre las piedras, el rechinar de los cascos de los caballos que giraban sobre sí mismos y bailoteaban. Las jovencitas salían a veces con ellos. Eugenia montaba una yegua negra, bonita y dócil, y llevaba un traje de montar azul que le hacía juego con los ojos. William trataba de arreglárselas para salir de su caverna y verla montar, el pulcro piececito en las manos del mozo, sus propias manos enguantadas en las riendas, el pelo ceñido con una redecilla azul. Edgar observaba a William desde las alturas de la silla de montar de Ivanhoe. William notaba que no le caía bien a Edgar. Lo trataba como trataba a la gente que estaba a medio camino entre la familia y los criados invisibles y mudos. Se limitaba a saludarlo, a hacer un gesto con la cabeza cuando se encontraban, y no le animaba a charlar.

Lady Alabaster se pasaba el día en un saloncito con vistas al césped. Era el cuarto de una dama, y tenía un papel pintado granate oscuro, salpicado de ramitas de madreselva en colores rosa y crema. Tenía también gruesas cortinas de terciopelo rojo, a menudo medio echadas para protegerse del sol: los ojos de lady Alabaster eran delicados, y frecuentemente sufría dolores de cabeza. Siempre había un fuego encendido en el hogar, que al principio a William, que había llegado a comienzos de la primavera, no le resultó nada chocante, pero que le hizo sudar bajo su chaqueta a medida que fue avanzando el verano. Parecía que lady Alabaster estaba inmovilizada por efecto de un letargo natural más que de alguna dolencia concreta, aunque se balanceaba, más que andar, cuando avanzaba por los pasillos para ir a comer o a cenar, y a William le daba la impresión de que, bajo sus faldas, tenía las rodillas y los tobillos enormes y tal vez dolorosamente hinchados. Yacía en un hondo sofá, bajo la ventana pero de espaldas a ella, orientado hacia el fuego. La habitación era un nido de cojines, todos con bordados de flores, frutas, mariposas azules y pájaros escarlatas, en punto de cruz en la lana, y con hilo de seda en el raso. Lady Alabaster tenía siempre un bastidor de bordado junto a ella, pero William nunca la vio cogerlo, aunque eso no probaba nada; podía haberlo dejado a un lado por cortesía. Le señalaba, con su voz descolorida, los trabajos de Eugenia, Rowena y Enid, de la señorita Fescue, Matty y las niñitas, para que los admirase. Tenía además varios fanales con cápsulas de amapola y cardenchas y hortensias secas, y varios escabeles, con los que se tropezaban los huéspedes y los criados al abrirse camino en la penumbra. Parecía que se pasaba la mayor parte del día bebiendo: té, limonada, licor de frutas, chocolate, agua de cebada, infusiones de hierbas, que iban y venían constantemente por los corredores, llevadas por las camareras en bandejas de plata. También consumía ingentes cantidades de galletas dulces, mostachones, mantecados, pastelitos de jalea, y lenguas de gato, que acababa de hacer la cocinera y le traían desde la cocina, y cuyas migajas eran sacudidas y barridas posteriormente. Estaba enormemente gorda, y no llevaba corsé salvo en ocasiones señaladas, sino que yacía con una especie de voluminoso batín de té brillante, fajado con chales de cachemira, y un gorrito de encaje anudado bajo sus múltiples papadas. Como en muchas mujeres entradas en carnes, su piel había conservado cierta lozanía, y tenía una cara de luna suave y, curiosamente, sin arrugas, con los ojos claros hundidos en dos hoyos de carne abultados. A veces, Miriam, su doncella personal, se sentaba junto a ella y le cepillaba el cabello aún lustroso durante media hora por sesión, sosteniéndolo con mano experta al mismo tiempo que pasaba rítmicamente una y otra vez el cepillo con reverso de marfil. Lady Alabaster decía que le aliviaba el dolor de cabeza que le cepillaran el pelo. Cuando era muy fuerte, Miriam aplicaba compresas frías, y humedecía los párpados de su señora con hamamelis.

William sentía que esta presencia inmóvil, vagamente afable era una fuente de poder en la casa. El ama de llaves iba y venía para que le diese órdenes; la señorita Mead le llevaba a las niñitas para que le recitaran sus poemas y sus tablas, el mayordomo le traía documentos, la cocinera entraba y salía, el jardinero, tras limpiarse las botas, le llevaba tiestos con bulbos, ramilletes de flores, trazados para nuevas plantaciones. A esta gente solía hacerla pasar o acompañarla a la salida Matty Crompton, y fue Matty la que fue a buscar a William al establo para lo que resultaron ser sus instrucciones.

Se quedó en las sombras de la entrada, una figura alta, delgada y oscura, con un mohoso vestido negro provisto de un cuello y unos puños blancos muy prácticos. Tenía la cara fina y no sonreía, el pelo oscuro bajo una sencilla cofia, y la piel también morena. Hablaba tranquila, claramente, pero casi sin expresividad. A lady Alabaster le gustaría que tomara una taza de té con ella cuando acabase su trabajo. Había emprendido una tarea muy grata, al parecer. ¿Qué era lo que tenía en la mano? Su aspecto resultaba bastante alarmante.

—Se ha soltado del ejemplar al que pertenecía, creo. Algunas partes de varios ejemplares se han soltado. Tengo una caja especial para las más desconcertantes. Esta mano y este brazo pertenecen evidentemente a algún cuadrumano bastante grande. Por lo que veo usted se podría suponer que son los de un infante humano. Le puedo asegurar que no. Los huesos son mucho más livianos. Debe de parecerle que estoy haciendo prácticas de brujería.

—Oh, no —dijo Matty Crompton—. No quería dar a entender semejante cosa.

Lady Alabaster le ofreció té y bizcochos, y bollos calientes con crema y mermelada, y dijo que esperaba que se encontrase cómodo y que Harald no lo estuviese sobrecargando de trabajo. No, dijo William, tenía mucho tiempo libre. Abrió la boca para decir que se había acordado que le quedase algún tiempo de sobra para escribir su libro, cuando Matty Crompton dijo:

—Lady Alabaster expresaba su esperanza de que usted pudiese sacar un poco de tiempo para ayudarnos a la señorita Mead y a mí misma en la educación científica de los miembros más jóvenes de la familia. Cree que se beneficiarían de la presencia entre nosotros de un naturalista tan distinguido.

—Naturalmente, me encantaría hacer lo que pueda…

—Matty tiene tan buenas ideas, señor Adamson. Es tan ingeniosa. Cuéntale, Matty.

—No hay mucho que contar, la verdad. El caso es que ya hacemos excursiones para coleccionar cosas: pescamos en los estanques y en los arroyos, cogemos flores y bayas, pero sin orden ni concierto. Si usted nos acompañara una o dos veces, y nos sugiriese una especie de propósito para nuestras indagaciones carentes de él; si nos enseñara lo que hay que descubrir… Y luego está la clase. Hace mucho tiempo que tengo la pretensión de construir una colmena con un lado de cristal, como hizo Huber, y también una especie de comunidad de hormigas que sea viable, para que las pequeñas puedan observar las labores de los insectos sociales con sus propios ojos. ¿Podría usted hacerlo? ¿Lo haría? Usted sabría por dónde tendríamos que empezar. Nos diría lo que hay que buscar.

Respondió que le encantaría servirles de ayuda. No tenía ni idea de cómo tratar a las niñas, se dijo a sí mismo, y hasta creía que tampoco le gustaban mucho. Le desagradaba oír sus chillidos cuando salían corriendo por la hierba, o por la explanada.

—Muchísimas gracias —dijo lady Alabaster—. Pues sí que vamos a aprovecharnos de su presencia entre nosotros…

—A Eugenia le gusta venir con nosotros en nuestras excursiones a la naturaleza —dijo la reservada Matty Crompton—. Se trae sus cuadernos de dibujo mientras las pequeñas se van de pesca, o recolectan flores para prensarlas.

—Eugenia es una buena chica —dijo lady Alabaster distraídamente—. Todas son buenas chicas, no nos dan ningún problema. Mis hijas son toda una bendición.

Hizo excursiones a la naturaleza. Se sentía obligado a ello, consciente de su situación de dependencia ante los planes de la señorita Mead y de Matty Crompton, pero al mismo tiempo disfrutaba con esos paseos. Las tres chicas mayores iban a veces y otras no. En ocasiones no sabía si Eugenia formaría parte del grupo hasta el mismo momento de la partida, cuando se juntaban en el paseo de grava delante de la casa, armados de redes, de tarros de mermelada con asas de alambre, de cajas de metal, y de tijeras adecuadas. Había días en que su trabajo matinal se le hacía casi imposible a causa de la tensión de su diafragma por si la vería o no, de la imaginación que él mismo espoleaba para hacerse una idea de qué aspecto tendría cuando cruzase el césped hacía la verja del muro, cuando atravesase la explanada y el huerto bajo los árboles frutales en flor, camino de los campos que descendían en cuesta hacia el pequeño arroyo, donde trataban de pescar pececillos y espinosos, larvas de tricópteros y caracoles de agua. Le gustaban bastante las niñitas; eran criaturitas dóciles y pálidas, que siempre iban muy bien abrochadas y sólo hablaban cuando se les hablaba. Elaine en concreto tenía buen ojo para los tesoros escondidos en el envés de las hojas, o en las interesantes perforaciones de las riberas fangosas. Cuando Eugenia no formaba parte del grupo, se volvía a sentir el mismo de antes, al escudriñarlo todo con una atención minuciosa que en las selvas había sido tanto la atención de un cazador primitivo, como la de un moderno naturalista; tanto la de un pequeño animal amedrentado por los ruidos y los movimientos amenazadores, como la de un explorador científico. Aquí no asociaba el picor de su piel al miedo, sino a la nube invisible de fuerzas eléctricas que espejeaban en el aura de Eugenia mientras se paseaba tranquilamente por los prados. Tal vez fuera miedo. No deseaba sentirlo. Se limitó a quedarse en suspenso hasta que lo sintió otra vez.

Un día, cuando estaban todos ocupados a la orilla del arroyo, incluidas Eugenia y Enid, le hicieron hablar de sus sentimientos acerca de todo esto. Había caído un fuerte chaparrón primaveral, y varios matojos de hierba y de ramitas flotaban a la deriva en la superficie habitualmente plácida del riachuelo, entre las ramas colgantes de los sauces llorones y los grupos de álamos blancos. Había dos patos blancos y una focha nadando afanosamente; el sol se cernía sobre el agua, los botones de oro hacían honor a su nombre, bailoteaban los primeros mosquitos. Matty Crompton, una cazadora paciente, había capturado dos espinosos y rastreaba el agua con su red, atenta a la sombras bajo la orilla. Eugenia estaba cerca de William. Aspiró profundamente y suspiró.

—Qué bonito es todo esto —dijo—. Qué afortunada me siento siempre por vivir precisamente aquí entre todos los lugares de la tierra; por ver brotar las mismas flores cada primavera en los prados, y ver correr siempre el mismo río. Supongo que debe de ser una existencia muy limitada para usted, con su experiencia del mundo. Pero mis raíces son tan profundas…

—Cuando estaba en el Amazonas —respondió sencilla y sinceramente—, estaba obsesionado con la imagen de un prado inglés en primavera; tal como está hoy, con sus flores, su hierba fresca, las primeras flores, la brisilla que corre por todas partes, y el olor a tierra mojada después de que haya llovido. Me parecía que un escenario semejante era realmente el paraíso, que no había en la tierra nada más bonito que una loma inglesa en flor, que un seto inglés variado con rosas y espino, madreselva y nueza. Antes de ir, había leído relatos muy coloristas de la brillantez de la selva tropical, de las flores y los frutos y sus llamativos animales, pero allí no hay nada tan repleto de color como esto. Todo se reduce a una monótona sucesión de verdes, y a tal masa de vegetación lujuriante, trepadora, asfixiante, que a menudo no se puede ver el cielo. Es verdad que el clima es como el de la edad de oro; todo florece y da fruto constantemente con el calor tropical; siempre es primavera, verano y otoño a la vez, y no hay invierno. Pero la misma vegetación tiene algo de perjudicial. Hay una especie de árbol llamado el Sipó Matador[6] (que se traduce como Sipó asesino) que crece alto y delgado como una enredadera y se agarra a otro árbol para abrirse camino hasta una altura de treinta o cuarenta pies a cielo abierto, mientras se alimenta de la mismísima sustancia de su anfitrión hasta que éste muere, y el Sipó se derrumba a la fuerza con él. Se oyen los extraños quejidos de los árboles que se vienen abajo en pleno silencio, como estallidos de cañonazos, un ruido terrible y aterrador que no pude explicarme durante meses. Allí todo es desmesurado, señorita Alabaster. Hay una clase de violeta (mire, aquí hay algunas) que crece hasta convertirse en un árbol enorme. Y sin embargo así es en muchos aspectos el mundo inocente, original, la selva virgen, el pueblo salvaje del interior que ignora los medios modernos, los males modernos, en la misma medida que nuestros primeros padres. Hay afinidades curiosas. Allí ninguna mujer se atreve a tocar una serpiente. Corren a pedirte que se la mates. Les he matado muchas serpientes a mujeres asustadas. Han recorrido distancias considerables para pedírmelo. La conexión entre la mujer y la serpiente se ha establecido hasta allí, como si fuese de hecho parte de un modelo universal de símbolos, incluso donde nunca se ha oído hablar del Génesis. Hablo demasiado, me temo que la estoy aburriendo.

—Qué va. Estoy absolutamente fascinada. Me alegra oír que nuestro mundo en primavera le recuerda en cierto sentido a su ideal. Quiero que sea feliz aquí, señor Adamson. Y estoy intrigadísima con lo que tenga que decir sobre las mujeres y las serpientes. ¿No vivió usted en compañía de nadie civilizado, señor Adamson? ¿Sólo entre salvajes desnudos?

—No del todo. Tuve varios amigos, de todas las razas y colores, durante mi estancia en varias comunidades. Pero a veces sí, a veces era el único huésped blanco de las aldeas tribales.

—¿No tenía miedo?

—Muy a menudo. En dos ocasiones, por casualidad les oí tramar planes para matarme a hombres que no sabían que conocía su lengua. Pero también recibí un trato muy amable y amigable de personas mucho menos simples de lo que se podría suponer al verlas.

—¿De verdad van desnudos y pintados?

—Algunos sí. Otros van a medio vestir. Otros vestidos del todo. Son muy dados a pintarse la piel con tintes vegetales.

Era consciente de los límpidos ojos azules posados en él, y percibía que, tras su delicado ceño, ella pensaba en sus relaciones con aquella gente desnuda. Y entonces sintió que sus pensamientos la manchaban, que estaba demasiado enlodado y demasiado sucio como para pensar en ella; por no hablar de rozar sus secretos pensamientos con su propio yo secreto.

—Hasta esas hierbas flotantes —dijo— me recuerdan las grandes islas flotantes de árboles y enredaderas y arbustos desarraigados que van abriéndose paso por el gran río. Solía compararlos con El paraíso perdido. Leía a Milton en mis momentos de descanso. Pensaba en el pasaje en el que Paraíso se suelta, después del Diluvio.

Matty Crompton, sin levantar los ojos de la superficie del arroyo, aportó la cita.

y entonces este monte del Paraíso

será desalojado por la potestad de las olas

de su sitio, embestido por la gran riada,

con todo su verdor estragado y sus árboles a la deriva,

río abajo hasta el golfo abierto,

y allí echará raíces una isla salobre y pelada,

guarida de focas y de oreas, estruendo de gaviotas.

—¡Qué lista eres, Matty! —dijo Eugenia. Matty Crompton no respondió, sino que zambulló y retorció de repente su red de pescar, y sacó un pez furioso que no dejaba de sacudirse: un espinoso; grande, al menos para tratarse de un espinoso, con el pecho rosa y el dorso verde oliva. Le dio un golpecito para que cayera de la red al frasco con las otras capturas, y las niñas se arremolinaron para mirar.

El animal dio una boqueada y se quedó flotando, inerte. Luego se vio cómo recobraba sus fuerzas. Se puso más rosa; tenía el pecho de un color realmente asombroso, una capa superior, o inferior, de un rosa chillón, más el verde oliva que impregnaba el resto. Desplegó su aleta dorsal, que se transformó en una especie de cresta espinosa propia de un dragón, y entonces se convirtió en un látigo casi invisible que no cesaba de revolverse para atacar a los otros peces, que no tenían donde esconderse en su prisión cilíndrica. El agua burbujeaba. Eugenia se echó a reír, y Elaine a llorar. William acudió al rescate y, vertiendo a los peces en otros frascos tras tener que atrapar a alguno en la hierba, se las arregló para aislar al agresor del vientre rosa en un frasco para él solo. Los demás peces abrían y cerraban sin parar sus bocas trémulas. Elaine se agachó sobre ellos.

—Es muy interesante —dijo William— que sólo sea este macho tan agresivo el que tiene el barniz rosa. Dos de los otros son machos, pero no están rojos de rabia, o de alegría, como él. El señor Wallace afirma que las hembras son descoloridas porque defienden sus nidos en general, pero el padre construye y guarda su propio nido hasta que los alevines se van nadando. Y aun así sigue rojo de cólera, tal vez a modo de aviso, hasta mucho después de que la necesidad de atraer a una hembra a su bello hogar haya desaparecido completamente.

—Probablemente, hemos dejado huérfanos a sus huevos —dijo Matty.

—Devuélvalo al río —dijo Elaine.

—No, no, llévelo a casa, vamos a quedárnoslo un rato, y a devolverlo cuando lo hayamos estudiado —dijo la señorita Mead—. Construirá otro nido. A cada momento, los demás peces se comen miles de huevas. Así es la Naturaleza, Elaine.

Nosotros no somos la Naturaleza —dijo Elaine.

—¿Y entonces qué somos? —preguntó Matty Crompton. No ha estudiado mucha teología, se dijo William, sin hablar en alto. La Naturaleza era risueña y cruel, eso estaba claro. Le ofreció sus manos a Eugenia, para ayudarla a levantarse de la orilla del río, y ella se agarró con las suyas, aferrando las de él con sus guantes de algodón de por medio (siempre con guantes de por medio), templadas por su calor, impregnadas por lo que fuera que exudaba aquella piel.

Era difícil saber qué hacía Harald Alabaster todo el día. No salía, como hacían sus hijos, si bien de vez en cuando se le podía ver dando un solitario paseo crepuscular entre los macizos de flores, las manos juntas en el hueco de la espalda, la cabeza gacha. Parecía que no se ocupaba de lo que había coleccionado tan asidua, aunque indiscriminadamente. Eso se lo dejaba a William. Cuando William iba al estudio hexagonal para informarle de sus progresos, le ofrecía una copa de oporto o de jerez, y le escuchaba atentamente. A veces hablaban, o hablaba William, del proyecto de William sobre los insectos sociales. Luego, un día, Harald dijo:

—No sé si le he contado que estoy escribiendo un libro.

—No, no lo ha hecho. Me muero de curiosidad por saber qué tipo de libro.

—El tipo de libro imposible que ahora trata de escribir todo el mundo. Un libro, respetable en cierta forma desde el punto de vista intelectual, que demostrará que no es imposible que el mundo sea la obra de un Creador, de un Diseñador.

Se detuvo y dirigió a William, bajo sus cejas blancas, una mirada astuta, calculadora.

William intentó sopesar en silencio la negación: «No es imposible.»

—Soy tan consciente como usted —dijo Harald— de que todos los argumentos de peso están de la otra parte. Si ahora fuera un hombre joven, un hombre joven como usted, me sentiría forzado al materialismo ateo por la pura belleza y la complejidad de los argumentos del señor Darwin, y no sólo del señor Darwin. Antes estaba muy bien que Paley afirmara que un hombre que se encontrase un reloj, o incluso dos ruedas engranadas de un reloj tiradas en un simple brezal, habría supuesto la existencia de un Hacedor de ese instrumento. Entonces no había otra explicación para la complejidad de la mano prensil, o la tela de araña, o la visión del ojo, más que un Diseñador que lo hiciera todo con un propósito concreto. Pero ahora tenemos una explicación poderosa, casi enteramente satisfactoria, en la acción gradual de la Selección Natural, de una lenta transformación, a lo largo de un número inimaginable de milenios. Y cualquier argumento que pretenda descubrir realmente un Creador inteligente en Sus obras debe tener en cuenta la belleza y la fuerza de esas explicaciones, no debe mofarse de ellas, ni tratar de refutarlas en aras de defenderlo a Él, a Quien no se puede defender con razonamientos parciales y poco convincentes…

—En eso tiene toda la razón, señor. Creo que ésa sería la única forma de proceder.

—No conozco sus opiniones en lo que respecta a estas cuestiones, señor Adamson. No sé si tiene alguna creencia religiosa.

—Ni yo mismo lo sé, señor. Creo que no. En realidad me parece que mis estudios, mis observaciones, me han llevado a creer que todos nosotros somos un producto de las leyes inexorables del comportamiento de la materia, de las transformaciones y las evoluciones, y nada más. Si esto es lo que de verdad creo en el fondo de mi corazón, no lo sé. No me parece que una creencia tal surja espontáneamente en el género humano. Estoy de acuerdo en que el sentido religioso, de un modo u otro, forma parte de la historia de la evolución de la humanidad en la misma medida que la habilidad de guisar la comida, o el tabú del incesto. Y en ese sentido, lo que me lleva a creer mi razón se ve constantemente modificado por mis instintos.

—Esa sensación de que la idea de un Creador es tan natural en el hombre como sus instintos jugará un importante papel en lo que espero escribir. Tengo una gran confusión en lo que respecta a las relaciones entre el instinto y la inteligencia en todas las criaturas. ¿Diseña el castor la presa? ¿Entiende la abeja, o piensa de alguna forma, la intrincada geometría hexagonal de sus celdas, que siempre se adaptan al espacio de que disponen, cualquiera que sea su forma? Es la libertad de nuestra propia inteligencia, señor Adamson, la que hace que nos resulte imposible concebir este universo infinitamente maravilloso (incluida nuestra propia inteligencia que mira hacia el pasado y hacia el futuro, reflexiona, inventa, contempla, razona) sin una Inteligencia Divina, fuente de todas las inferiores. No podemos concebirlo, y esta incapacidad sólo puede tener dos razones. Una, porque sea así; la Primera Causa Divina es inteligente, y ES. Dos, la contraria, que últimamente ha sido cada vez mejor expuesta: que somos seres limitados, como cualquier artrópodo o cualquier quiste estomacal. Fabricamos a Dios a nuestra imagen, porque no podemos hacer otra cosa. No puedo creer eso, señor Adamson, no puedo. Abre el camino a un oscuro foso de horrores.

—Mi propia falta de fe —dijo William indeciso— procede en parte del hecho de que crecí entre cristianos de una clase muy diferente a la suya. Recuerdo un sermón en concreto, sobre el tema del castigo eterno, en el que el pastor nos mandó imaginarnos que toda la tierra era solamente una masa de arena fina, y que al final de cada mil años, un grano de esta arena salía volando hacia el espacio. Entonces nos dijo que nos imagináramos el lento avance de los siglos, grano a grano, y el enorme espacio de tiempo antes de que pareciera siquiera que la tierra había disminuido un poco de tamaño, y luego miles de millones de millones de eternidades, hasta que el globo fuera más pequeño, y así una y otra vez hasta que el último grano saliese flotando, y luego nos dijo que todo este tiempo inimaginable no era más que un grano del tiempo infinito del castigo eterno, y vuelta a empezar. Y se nos dio una descripción horriblemente vívida, sumamente imaginativa, del tormento eterno: el siseo de la carne ardiente, el desgarramiento de los nervios, la perforación de los globos oculares, la desolación del espíritu, la incesante viveza de la respuesta del cuerpo y del alma al puro dolor, que nunca se embotaba ni desfallecía a lo largo de todos esos milenios de ingeniosa crueldad…

»A pesar de que creo que ése es un Dios hecho a imagen de los peores hombres, ante cuyos excesos todos nos echamos a temblar —en un tono más bajo—, creo que de cuando en cuando he observado que también la crueldad es instintiva, por lo menos en algunas de nuestras especies. He visto funcionar la esclavitud, sir Harald, he visto una muestra de lo que hombres corrientes pueden hacerles a los hombres cuando la costumbre se lo permite…

»Me sentía limpio cuando rechazaba a ese Dios, señor, me sentía libre, y a plena luz, como podría sentirse otro hombre al sufrir una conversión cegadora. Sé de una señora a la que esos temores la llevaron al suicidio. Debería añadir que mi padre me ha desheredado completamente y, por consiguiente, ha renegado de mí. Ésa es una razón más de mi pobreza actual.

—Espero que sea feliz aquí.

—Lo soy. Han sido muy amables.

—Me gustaría proponerle que también me ayude con el libro. No, no, no me malinterprete; no a escribirlo. Sino discutiendo cosas de vez en cuando. Me hace falta conversar, incluso que me contradigan, para clarificar y poner a prueba mis ideas.

—Será un honor, mientras esté aquí.

—Se morirá de ganas de marcharse otra vez, lo sé, de retomar sus viajes. Espero servirle de ayuda material respecto a ese propósito a su debido tiempo. Nuestro deber es buscar los caminos y los lugares secretos de la Naturaleza, o respaldar y animar a quienes son capaces de hacerlo.

—Gracias.

—Ahora bien, Darwin, en su pasaje sobre el ojo, ¿parece o no admitir la posibilidad de un Creador? Compara el perfeccionamiento del ojo con el perfeccionamiento de un telescopio, y habla de los cambios sufridos durante milenios por una gruesa capa de tejido transparente, con un nervio sensible a la luz bajo él, y continúa hasta subrayar que, si comparamos las fuerzas que forman el ojo humano con el intelecto humano «debemos suponer que siempre hay una energía observando atentamente la mínima alteración fortuita de las capas transparentes». El señor Darwin nos lleva a suponer que esta energía atentamente observadora es inconcebible, que la fuerza empleada es la necesidad ciega, la ley de la materia. Pero yo digo que en la propia materia está contenido un gran misterio. ¿Cómo llegó siquiera a existir? ¿Cómo se produce su organización? ¿Al final no acabamos teniendo que enfrentarnos cara a cara, al considerar estas cosas, con el Anciano de Días, con El que preguntó a Job: «¿Dónde estabas tú cuando puse los cimientos de la tierra? Dilo si lo sabes. Cuando las estrellas de la mañana cantaban juntas, y todos los hijos de Dios gritaban de alegría»? El propio Darwin escribe que sus capas transparentes forman «un instrumento óptico viviente superior a uno de cristal, en la misma medida que las obras del Creador lo son a las del hombre».

—Eso dice. Y a nosotros nos es más fácil imaginar la atención paciente de un observador infinito que comprender el puro azar. Nos es más fácil imaginarnos cambios y fluctuaciones en una gelatina transparente utilizando la imagen de los granos flotantes que se desprenden del mundo de arena en el sermón; uno casi puede llegar a imaginarse el puro azar de ese modo, grano a grano, infinitesimal pero acumulativo…

Matty Crompton le recordó a William la promesa que le había arrancado de construir una colmena de cristal y un hormiguero. La colmena de cristal se construyó bajo la dirección de William, con el ancho de un panal de miel, un agujero de entrada para las abejas recortado en la ventana del cuarto de las niñas, y cortinas de tela negra colocadas sobre los lados. Las abejas se las proporcionó un aparcero, y fueron introducidas, mientras zumbaban a oscuras, en su nueva casa. Por lo que respecta a las hormigas, se trajo un enorme depósito de cristal de la ciudad más cercana, que fue colocado en su propia mesa sobre un tapete verde. Matty Crompton dijo que ella misma acompañaría a William en su búsqueda de hormigas. Había visto procesiones de diversas clases de hormigas en el bosquecillo de olmos el verano anterior. Salieron juntos con dos cubos, varios frascos, cajas y probetas, un desplantador estrecho y varios pares de pinzas. Ella tenía el paso rápido, y no era dada a la conversación. Condujo a William directamente a lo que él inmediatamente reconoció como un gran nido de hormigas de los bosques, la obra de una generación tras otra, apoyada contra un tocón de olmo, y techada con una alta cúpula de ramitas, tallos y hojas secas. Se podían ver desordenadas filas de hormigas entrando y saliendo.

—He intentado criar estos insectos yo misma —dijo Matty Crompton—, pero parece que tengo un toque mortal. Daba igual lo bonita que fuese la casa que construyera, o la cantidad de flores y frutas que les diese; los animalitos se hacían una pelotita y se morían.

—Seguramente no había capturado a una reina. Las hormigas son animales sociales: parece que sólo viven en beneficio del nido entero, y el centro del nido es la hormiga reina, cuya puesta y alimentación todas las demás atienden sin cesar. La matan o la arrastran hasta fuera, es cierto, si deja de reproducirse; o la abandonan, y se muere de hambre rápidamente porque es incapaz de apañárselas por su cuenta. Pero viven para colmarla de atenciones cuando está en la flor de su vida, a ella y a su prole. Si vamos a reproducir una comunidad real, tenemos que apresar una. Las obreras pierden las ganas de vivir sin la cercanía de una reina; se quedan inmóviles y lánguidas, como señoritas en decadencia, y luego exhalan el último suspiro.

—¿Y cómo vamos a encontrar una reina? ¿Tenemos que romper el hormiguero? Vamos a producir un destrozo enorme.

—Miraré por los alrededores y trataré de encontrar un nido construido hace poco, una comunidad reciente que se pueda trasladar más o menos entera.

Se paseó de un lado a otro, dándoles la vuelta a las hojas con un palito, y siguiendo pequeños convoyes de hormigas hasta sus hendeduras y grietas en las raíces y en la tierra. Matty Crompton permanecía vigilante a su lado. Llevaba un vestido de paño marrón, austero y poco favorecedor, y el pelo moreno recogido en una trenza alrededor de la cabeza. Se le daba bien quedarse inmóvil. William sintió una oleada de placer al recuperar su faceta de cazador y explorador, que no había ejercitado entre las paredes de la mansión. Bajo su mirada, el suelo entero del bosque se llenó de vida, de movimiento: un ciempiés, varios escarabajos, una lustrosa lombriz sanguinolenta, cagarrutas de conejo, un plumón diminuto, una hierba untada con los huevos de alguna polilla o mariposa, violetas florecientes, orificios cónicos de entrada con un polvo fino en su interior, una ramita que se cimbreaba, un guijarro que cambiaba de posición. Sacó sus lentes de aumento y se quedó mirando un sendero de musgo, guijarros y arena, y vio un tumulto de energías anteriormente invisibles afanándose una y otra vez: corredores con miríadas de patas, invisibles artrópodos semitransparentes, arañitas como botones. Sus sentidos y su mente se apegaron a ellos, eran como un campo magnético, que tiraba de aquí y de allá. Aquí había un nido de hormigas negras, Acanthomyops fuliginosus, que vivían en pequeños hogares dentro de los campamentos interconectados de las hormigas de los bosques. Ahí, en el lindero del bosquecillo, una fila de hormigas esclavistas, Formica sanguinea. Siempre había querido estudiarlas en acción. Se lo dijo a Matty Crompton, a la vez que le señalaba las diferencias existentes entre las hormigas de los bosques, Formica rufa, con sus cabezas de color lodo y sus gastros (o partes traseras) pardos y las sanguíneas de color rojo sangre.

—Invaden los nidos de las hormigas de los bosques y les roban las pupas para criarlas con las suyas, de modo que se conviertan en obreras sanguíneas. Se libran batallas terribles entre las invasoras y las defensoras.

—En eso, como en otras muchas cosas, se parecen a las sociedades humanas.

—Parece que los comerciantes británicos de esclavos dependen menos de sus esclavos que la Formica rufescens suiza que estudió Huber, que subraya que las obreras de estas especies no se dedican a otra cosa más que a capturar esclavas, y sin cuya labor su tribu se extinguiría sin la menor duda, ya que la cría de las larvas y la recolección de comida la realizan las esclavas. El señor Darwin señala que, cuando estas hormigas sanguíneas británicas emigran, se llevan a sus esclavas a su nuevo hogar; pero las amas suizas, que son más feroces, son tan dependientes que necesitan que la esclavas las transporten entre sus mandíbulas, porque por sí mismas son incapaces.

—Puede que todas estén encantadas con su cometido —observó Matty Crompton. Su tono era neutro, tan extraordinariamente neutro que habría sido imposible descubrir si hablaba con un matiz irónico o con cierta suficiencia convencional, incluso en caso de que William le hubiera estado dedicando toda su atención, cosa que no estaba haciendo. Había encontrado un exiguo techo de paja que se disponía a excavar. Cogió el desplantador que ella tenía en las manos y retiró varias capas de tierra, que hervían de furiosas hormigas guerreras y estaban salpicadas de larvas y ninfas. Una especie de ataque de indignación acompañó sus siguientes movimientos, a medida que iba llegando al corazón del nido. La señorita Crompton, según las instrucciones que él le iba dando, recogía obreras, larvas y ninfas en grandes terrones, entremezclados con ramitas y hojas.

—Muerden —observó lacónicamente, a la vez que se sacudía a sus diminutas atacantes de las muñecas.

—Sí. Hacen un agujero con sus mandíbulas e inyectan ácido fórmico con sus gastros, que curvan hacia dentro con mucha elegancia. ¿Quiere darse por vencida?

—No. Puedo competir con unas cuantas hormigas furiosas con razón.

—No podría decir lo mismo de las Solenopsis o las tucunderas de la selva, que me hicieron sufrir semanas de tormentos cuando hurgué imprudentemente en su hormiguero. En Brasil dicen que la Solenopsis es el Rey, y tienen razón. No se las puede confinar, ni desviar, ni evitar; los hombres abandonan sus casas para escapar de sus estragos.

Matty Crompton, sigilosa, cogía hormigas sueltas de sus puños y las desperdigaba por las cajas de coleccionista. William siguió un túnel y se encontró con la cámara de cría de la hormiga reina.

—Aquí está. En la Gloria.

Matty Crompton echó un ojo.

—Nadie diría que es de la misma especie que sus pequeños y ajetreados sirvientes…

—No. Aunque es menos desproporcionadamente gruesa que las reinas de las termitas, que son como enormes tubos hinchados, del tamaño de almiares comparadas con los diminutos y dóciles machos, que se encuentran a su servicio en la misma cámara, y con las obreras, que trepan por encima de ella para limpiar y reparar y llevarse la infinita serie de huevos, así como cualquier desecho.

La reina de las hormigas de los bosques sólo era la mitad más grande que sus hijas, obreras y sirvientes. Estaba hinchada y lustrosa, a diferencia de las obreras mates, y parecía que tenía rayas rojas y blancas. Las rayas eran de hecho el resultado de la hinchazón de su cuerpo provocada por los huevos que albergaba en su interior, que desarticulaban su coraza castaña, y dejaban a la vista una piel más frágil, más elástica y blancuzca en los intersticios. La cabeza parecía relativamente pequeña. William la levantó con sus pinzas; varias obreras se vinieron con ella, agarradas a sus patas. La colocó sobre algodón en rama en una caja de coleccionista y guió a la señorita Crompton en su recolección de varios tamaños de hormigas obreras, de larvas y de ninfas, procedentes de distintas partes del nido.

—Deberíamos llevarnos también una muestra de la tierra y del manto vegetal con los que han construido el nido, y fijarnos en lo que parece que comen; y así las niñas, si tienen paciencia, podrán hacer experimentos muy útiles en lo que se refiere a sus preferencias alimentarias cuando se encuentren en su nuevo hogar.

—¿No tendríamos que buscar también hormigas macho?

—No habrá ninguna en esta época del año. Sólo hacen acto de presencia en el nido en junio, julio y tal vez en agosto. Nacen a veces (o eso se piensa) de huevos puestos por obreras sin fecundar: una especie de partenogénesis. No sobreviven al apareamiento con las reinas en los meses de verano. Son fáciles de reconocer; tienen alas y ojos enormemente desarrollados, y no parece que puedan defenderse por sí solas en absoluto, o construir o forrajear. Parece que la selección natural ha favorecido en ellas el desarrollo de esas habilidades que garantizan el éxito en la danza nupcial, a expensas de las demás.

—No puedo menos de fijarme en que eso parece todo lo contrario de lo que sucede en las sociedades humanas, donde es el éxito de la mujer en esa clase de habilidades lo que determina su vida…

—Yo también le he dado vueltas a eso. Se da una grata paradoja en los vistosos vestidos de baile, en la evanescencia de las jovencitas en este mundo nuestro, en contraposición a la oscura rigidez de los jóvenes. En las sociedades salvajes, como entre las aves y las mariposas, son los machos los que hacen alarde de belleza. Pero no creo que la posición de la hormiga reina sea mucho más privilegiada que la del enjambre de pretendientes inútiles y rechazados. Me pregunto si estas diminutas criaturas que corren por todas partes, que se transportan y se alimentan amorosamente las unas a las otras y muerden a los enemigos, serán seres individuales, o serán como las células de nuestro cuerpo, partes de un todo, dirigidas todas por la misma mente, el Espíritu del Nido, que las utiliza a todas: reina, sirvientes, esclavas, compañeros de baile, en beneficio de la propia raza, de la propia especie…

—¿Y también hace extensiva esa pregunta, señor Adamson, a las sociedades humanas?

—Tentado estoy. Provengo del norte de Inglaterra, donde a los científicos propietarios de las fábricas y de las minas les gustaría hacer de los hombres partes de una máquina gigante que se deslizaran suavemente. A la Filosofía de los fabricantes del doctor Andrew Ure le gustaría que se pudiese adiestrar a los obreros para que cooperasen los unos con los otros, «para que renunciasen a sus irregulares hábitos de trabajo, y se identificaran con la regularidad invariable del autómata complejo». Los experimentos de Robert Owen son el lado vistoso de esa manera de pensar.

—Interesante, pero no es lo mismo —dijo Matty Crompton—. El deseo de los propietarios de las fábricas no es el Espíritu del Nido.

William frunció el ceño mientras meditaba esta cuestión.

—Podría serlo —dijo—. Si diéramos por supuesto que los propietarios de las fábricas, con su producción en serie, obedecen de hecho de la misma forma al deseo del Espíritu de la Colmena.

—¡Ah! —dijo Matty Crompton con una especie de regocijo—. Ya sé por dónde va. Por un calvinismo moderno con entrada por la puerta de atrás, la puerta del nido[7].

—Piensa usted mucho, señorita Crompton.

—Para ser mujer. Estaba a punto de añadir, «para ser mujer», y luego se contuvo, lo que no deja de ser una cortesía. Es como más me divierto, pensando. Pienso de la misma manera que las abejas toman el sol o las hormigas atacan a los áfidos. ¿No cree que deberíamos surtir de áfidos cualquier paraíso artificial de hormigas que se precie, señor Adamson?

—Pues claro que sí. Deberíamos rodearlo de las plantas favoritas de los áfidos si es posible. Si se puede tolerar su presencia en el cuarto de estudio.

Las niñas se amontonaron para observar a las hormigas con una mezcla de grititos de fascinación y repulsión. Las hormigas se pusieron a excavar y a organizar su nuevo hogar con una aplicación ejemplar. La señorita Mead, una persona de edad con la cara fofa y horquillas que sobresalían de su pelo ralo, les soltó unos discursitos a las niñas sobre la bondad de las hormigas, que trabajaban en beneficio de las demás, y a las que se podía ver obsequiando a las hermanas que pasaban junto a ellas con traguitos de néctar de sus reservas; que se acariciaban las unas a las otras y criaban a sus hermanas nonatas dentro de los huevos, o en el estado larval, con amorosa solicitud, trasladándolas de un dormitorio a otro, limpiándolas y alimentándolas con abnegada dedicación. Margaret le dio un codazo en el costado a Edith y dijo:

—¿Ves? Eres un gusanito, un cochino gusanito.

—Las tres sois más cochinas de lo que deberíais —dijo Matty Crompton—. Lo habéis puesto todo perdido de tierra, no sólo vuestros delantales.

La señorita Mead, que evidentemente estaba acostumbrada a hacer caso omiso de los pequeños disgustos, se embarcó con voz soñadora en la historia de Cupido y Psique.

—A las hormigas, mis queridas niñas, se las ha considerado útiles al Hombre desde la más remota antigüedad. La historia de la desgraciada princesa Psique lo demuestra. Era tan bella, y todos los que la veían la amaban tanto, que la diosa de la belleza, Venus, tuvo celos de ella, y le dijo a su hijo, Cupido, que castigara a la bella muchacha. A su padre, el rey, le contaron que había ofendido a los dioses, y que, en castigo, su encantadora hija tendría que casarse con una terrible serpiente voladora. Debía vestirla como a una novia y llevarla hasta la cumbre de un horrible peñasco a esperar a su monstruoso prometido.

—Aparecerá alguien y matará al dragón —dijo Edith.

—En este cuento no —dijo Matty Crompton.

La señorita Mead se meció en su silla, con los ojos entrecerrados, y prosiguió.

—Así que allí estaba la pobre muchacha, encima del risco, con todos sus encajes, sus guirnaldas de flores y sus bonitas perlas. Era muy desgraciada, pero al poco rato se dio cuenta de que toda su ropa ondeaba por efecto de una suave brisa, que al final acabó por alzarla y llevarla muy lejos hasta un bonito lugar, con salas de mármol, colgaduras de seda, cuencos de oro, deliciosas frutas comestibles, y donde no se veía a nadie por ninguna parte. Estaba completamente sola en medio de aquel lujo exquisito. Pero la servían manos invisibles, y oía tocar a músicos también invisibles, y no necesitaba mover un dedo; sus deseos se cumplían al instante. Cuando por fin se echó de noche a descansar, una voz de una gran dulzura y amabilidad le dijo que él era su nuevo marido, y que trataría de hacerla feliz sólo con que ella se fiase de él. Y ella supo que podía fiarse; una voz tan bonita no podía pertenecer a nada dañino. Así que eran felices juntos, y su marido la avisó de que aquello sólo podría continuar así si obedecía sus instrucciones, que consistían fundamentalmente en que nunca intentase verlo.

Así que ella se quedó allí, en la gloria, hasta que pensó que le apetecía ver a su familia y le expresó este deseo a su gentil marido, cosa que lo puso muy triste, porque sabía que aquello no traería nada bueno, pero no podía negarle nada. Conque su familia se vio inmediatamente arrebatada por el viento del oeste hasta donde estaba ella, y no salían de su asombro. Sólo sus hermanas se pusieron un poco celosas, queridas, como suele suceder entre hermanas, y aunque se alegraban de que no hubiese sido devorada, no acababa de gustarles verla tan feliz. Así que le preguntaron cómo sabía que su marido no era una serpiente monstruosa (una a la que se había visto, dijeron, nadando en el río), y le sugirieron que cogiese una vela de noche, cuando su amado estuviese dormido, y que mirase a ver quién era. De modo que ella hizo lo que le dijeron, sin ninguna prudencia, y la llama de la vela alumbró, en vez de a una serpiente, al hombre de cabellos dorados más guapo que había visto en su vida. Pero unas cuantas gotas de cera de la vela cayeron sobre su piel y lo despertaron, y él dijo muy triste: «Ahora ya no me volverás a ver», y desplegó sus alas (porque se trataba del alado Cupido, el dios del amor) y se fue volando.

Ahora bien, Psique era una muchacha tan ingeniosa como desgraciada, conque se fue a recorrer el mundo en busca de Amor. Y Venus se enteró de sus vagabundeos, e hizo correr el rumor de que se trataba de una sirviente suya fugada, y Psique fue capturada y llevada a rastras ante la airada diosa. La diosa le encomendó una serie de tareas imposibles y, como no consiguiera realizarlas, se la desterraría y nunca volvería a ver a su marido ni a sus amigos, sino que pasaría a ser una mera esclava y trabajaría para ganarse el sustento.

Una de estas tareas era la selección de semillas. La diosa arrojó un montón entero, una auténtica montaña de semillas mezcladas (trigo, cebada, mijo, lentejas, habichuelas, y semillas de amapola y arveja), y le dijo a la pobre muchacha que tenía que separar las distintas clases por la noche. Y Psique se sentó y se echó a llorar, porque no sabía por dónde empezar. Y entonces oyó cómo una voz muy débil, áspera y susurrante, le preguntaba desde el suelo cuál era el problema. Y la que hablaba era una hormiguita, una criatura diminuta, absolutamente insignificante.

—Tal vez yo pueda ayudarte —le dijo.

—No sé cómo —respondió Psique—, pero te agradezco la intención.

Pero la hormiga no se dejó desanimar, y llamó a sus amigas, a sus parientes, a sus vecinas, a millares y millares de hormigas que surgieron en grandes oleadas…

—Me pica la piel —le dijo Matty Crompton a William— sólo de imaginarme esos benévolos ejércitos.

—Y yo me pongo nervioso con la sola idea de clasificar una montaña de semillas o de cualquier otra cosa. Me recuerda que estoy descuidando mi trabajo.

—Es curioso, ¿verdad?, cómo en los cuentos seleccionar algo es casi siempre una de las tareas imposibles del príncipe o la princesa. Hay muchos amantes frustrados a los que les ponen a clasificar semillas. ¿Cree usted que existe alguna buena explicación antropológica?

—Sin duda. Pero no la sé. Siempre he pensado que esos cuentos trataban de la sagacidad y la utilidad de esos animalitos, de las hormigas. Puede que me condicione mi interés por ellas. No es fácil convivir con las hormigas tropicales. Lo he intentado; viví una temporada en un cuarto con el suelo de tierra donde había dos montículos de tierra enormes, levantados por las hormigas sauba. Allí fue donde también encontré un modus vivendi con varios nidos de grandes avispas caseras marrones. Construyen unos hogares la mar de ingeniosos, como copas invertidas que cuelgan de las vigas. Me congratulaba que supieran que yo era el amo de la casa de la que colgaban las suyas; lo cierto es que nunca me picaron, aunque sí atacaban a los extraños que pasaban por allí. Me daba la sensación de que formábamos una cooperativa, aunque eso debían de ser imaginaciones mías; eran muy feroces manteniendo a raya a los moscones y a las cucarachas, a los que mataban con una terrible precisión. Llegué a admirarlas por su belleza, su ingenuidad y su heroica ferocidad. Hice todo un estudio sobre su trabajo, como constructoras y como carniceras.

—Nuestras hormigas de los bosques tienen que parecerle un poco mansas después de todas esas criaturas salvajes.

—Soy muy feliz aquí. Soy útil, y todo el mundo es muy amable conmigo.

—Espero que pueda rematar su selección para satisfacción de todos —dijo Matty Crompton. Más tarde él decidió que se había imaginado el tono intencionado de su voz.

Tuvo momentos, a medida que la primavera fue madurando y se convirtió en el principio del verano, en los que empezó a aburrirse de su labor de selección. Trataba de imaginarla, en cierto sentido, como una labor de amor, pero no conseguía ver la recompensa final. ¿Qué recompensa podía ser? Eugenia no era para él. Cada vez se le relegaba más a una especie de mundo intermedio, como compañero de las niñas, y como compañero y asistente del anciano. Los jóvenes entraban y salían constantemente entre un número creciente de amigos, tanto varones como féminas. Había un joven, Robin Swinnerton, a quien se podía ver a menudo ayudando a descabalgar a Eugenia de lomos de su yegua negra, Dusk[8], mientras le ceñía la cintura con las manos y volvía su cara risueña hacia la de ella. La confusión atenazaba a William Adamson cuando los veía, una confusión compuesta del placer vicario experimentado al imaginarse él mismo apretando aquellos músculos jóvenes, de una punzada de envidia ciega, y de una voz razonable y fría que le decía que lo mejor sería que se declarase cuanto antes, porque entonces se sentiría libre. Ya podía sentirse libre, dadas las esperanzas que tenía, se respondía a sí mismo, pero no se hacía caso. Con un dedo, trazaba en sus propios labios el arco perfecto de los de ella, tal como sería si lo acariciara.

Estaba acostumbrado a la soledad; no tenía ni idea de cómo se cotilleaba, o de cómo se atendía a los cotilleos, aunque era consciente, como se es consciente de las nubes de polen que desprenden los árboles grandes en los días templados, de que había especulación en el ambiente. Y un día iba de camino por la galería del claustro hacia el estudio hexagonal, cuando se topó con Robin Swinnerton que venía andando deprisa en dirección contraria. Era un joven de pelo rizado, castaño rojizo, con una agradable sonrisa, que ese día le llegaba de oreja a oreja y consiguió engañar a William Adamson. Casi tiró a William, y se detuvo para disculparse, le dio la mano y se echó a reír.

—Tengo que dar un recado maravilloso, señor, estaba preocupado…

—Ese joven —dijo Harald Alabaster cuando William entró— quiere casarse con mi hija. Le he dado mi consentimiento, y dice que ya sabe lo que ella va a decir; así que tiene usted que darme la enhorabuena.

—Y se la doy de todo corazón.

—El primer polluelo que se va del nido.

William se dio la vuelta para mirar por la ventana.

—Los demás la seguirán pronto, si las cosas siguen su curso.

—Lo sé. Tiene que ser así. Me preocupa Eugenia, he de confesarlo. Me parece que esta noticia no va aumentar su felicidad precisamente, aunque puede que la subestime.

A William le parecieron horas el tiempo que le llevó encontrarle un sentido a esta confesión.

—¿Entonces no es… no es la señorita Eugenia Alabaster la que se va a casar?

—¿Qué? Ah, no. ¿Es eso lo que he dicho? No, no. Es Rowena. Es Rowena la que se va a casar con el señor Swinnerton.

—Creía que el señor Swinnerton daba señales de haberse encariñado con la señorita Eugenia.

—También mi esposa… era de esa opinión… Pero resulta que es Rowena. Puede que a Eugenia no le guste que Rowena se case primero. Ella también estaba prometida, ya sabe, pero aquel joven murió en un trágico accidente. Y desde entonces, no sé qué es lo que pasa, ha tenido muchos pretendientes; muchísimos, dadas las limitaciones del vecindario… Pero nada… No sé si es que ella desprende frialdad o qué… Es una buena chica, William, aguantó muy bien el dolor, no se debilitó ni se dedicó a quejarse, siguió tan dócil como siempre… Pero me temo que, hasta cierto punto, se le fue la vida, y ya no ha vuelto más.

—Es tan bella, señor, tan, tan bella y… y… perfecta… que no puede estar mucho tiempo sin encontrar… a alguien que la merezca.

—Eso creo yo, pero su madre está preocupada. Me parece que a su madre no le haría mucha gracia que Rowena se casase primero; no está bien… Pero no veo cómo íbamos a impedir la felicidad de Rowena, aparte de que no debamos hacerlo. La verdad es que no está nada bien que le hable de mi preocupación por Eugenia cuando va a ser un día tan feliz para Rowena, que es en lo que deberíamos pensar.

—Creo que su preocupación por Eugenia es muy natural, es tan sensato de su parte como siempre. No es cosa mía, pero a mí también… —Estuvo a punto de añadir «me preocupa Eugenia», pero ganó la prudencia.

—Usted es un joven bueno, y su presencia es muy agradable —dijo Harald Alabaster—. Me alegra mucho que esté aquí con nosotros. Tiene buen corazón. Y eso es lo más importante.

William observaba a Eugenia con una nueva intensidad, cuando la veía, a la caza de señales de desdicha. Parecía tan serena como siempre, y habría pensado que su padre estaba equivocado, si un día no hubiera sido testigo de una curiosa escenita en el cuarto de las sillas de montar. Pasaba por allí sin hacer ruido, de camino a su lugar de trabajo, cuando se dio cuenta, al echar un vistazo por la ventana, de que Eugenia estaba dentro, hablando con alguien a quien él no podía ver desde su situación de espía, y por sus ademanes parecía inquieta, incluso llorosa. Parecía que suplicaba algo. Pintonees oyó pasos rápidos y se agachó para que no lo vieran; Edgar Alabaster pasó dando zancadas por delante de él, con la cara encendida por la cólera, camino de la casa. Poco después Eugenia salió al patio y se quedó completamente inmóvil un momento antes de alejarse andando con paso inestable hacia la explanada y la zanja de la cerca. Sabía, porque la amaba, que la cegaban las lágrimas, y adivinó, porque la había estudiado, porque la amaba, que heriría su orgullo pensar que alguien había visto sus lágrimas. Pero la siguió, porque la amaba, y se puso a su lado en la hierba, mientras ella miraba a la zanja por donde discurría la cerca, la barrera que separaba la casa del mundo exterior, invisible desde el patio. Caía la tarde; los álamos arrojaban largas sombras sobre los prados.

—No pude evitar ver que estaba mal. ¿Puedo ayudarla en algo? Haría cualquier cosa por ayudarla, si pudiera.

—No se puede hacer nada —dijo desganadamente, pero sin efectuar ningún movimiento para rechazarlo.

No sabía qué más decir. No podía revelarle que conocía su situación, porque no era ella la que se la había contado. Tampoco podía decirle: «La amo: quiero consolarla porque la amo», aunque su cuerpo palpitaba con el deseo de que ella se volviese hacía él y llorase en su hombro.

—Es usted guapa y buena; merece ser feliz —dijo tontamente—. No puedo soportar verla llorar.

—Es usted muy amable, pero no se me puede ayudar, es imposible. —Miraba, sin verlas, aquellas sombras largas—. Me gustaría estar muerta, si he de ser sincera, me gustaría estar muerta —dijo mientras las lágrimas corrían más deprisa—. Debería estar muerta —añadió violentamente—. Muerta, como Harry.

—Estoy al tanto de su tragedia, señorita Alabaster. Lo siento mucho. Espero que se la pueda consolar.

—No creo que esté usted realmente al tanto —dijo Eugenia—. Nadie sabe nada de nada. No se puede.

—Así debe ser. Ha demostrado usted un gran valor. Por favor, no se ponga triste. —Trataba de pensar qué decir—. Hay tanta gente que la quiere, no puede sentirse desgraciada.

—En realidad no me quieren, no me quieren de verdad. Creen que sí, pero no pueden. No pueden. No se me puede amar, señor Adamson, no soy digna de ser amada, es como una maldición, usted no lo entiende.

—Sé que eso no es verdad —respondió con vehemencia—. No conozco a nadie más digno de ser amado, a nadie. Tiene usted que darse cuenta… Yo no estoy en situación de… Si mi vida fuese diferente, si mi posición en la vida… En resumen, haría lo que fuera por usted, señorita Alabaster, debe saberlo. Creo que las mujeres saben estas cosas.

Ella soltó un ligero suspiro, casi de consuelo, pensó él, y bajando la cabeza dejó de mirar petrificada más allá de la cerca.

—Es usted el que es bueno y amable —dijo con una nueva dulzura—. Y valiente, a pesar de que no lo entienda. Ha sido muy amable con todo el mundo, hasta con las niñas. Somos afortunados al tenerle aquí.

—Y yo me sentiría muy afortunado, y honrado, si usted creyera que podía dejarme ser su amigo (a pesar de las diferencias que hay entre nosotros), si pudiera confiar un poco en mí. No sé de lo que estoy hablando… ¿Por qué iba a fiarse de mí? Deseo tanto ser capaz de hacer algo por usted. Cualquier cosa. No tengo nada en el mundo, como ya sabe. Así que es una locura. Pero, por favor, pídame lo que sea si puedo servirle de la más mínima ayuda, en cualquier momento.

Estaba secándose la cara y los ojos con un pañuelo de encaje. Tenía los ojos ligeramente rojos por los bordes, e hinchados. A él le pareció conmovedor y excitante. Ella soltó una risita.

—Les ha regalado a las niñas un hormiguero y una colmena de cristal. Una vez me prometió una nube de mariposas. Era una bonita idea.

Extendió la manita (siempre enguantada), y él la acarició con los labios; un beso de mariposa que, aun así, azuzó sus sentidos y repercutió en sus venas.

Decidió que ella debería tener sus mariposas.

Cambió su relación con ella el haberla visto tan triste. Un nuevo instinto protector vino a mezclarse con lo que había sido pura veneración, para hacerle fijarse en cosas nuevas: la brusquedad de Edgar para con Eugenia, la forma que tenían sus hermanas de charlar ilusionadas sobre sus planes de boda mientras ella se paseaba a cierta distancia, no estaba seguro de si segregada o reacia a unirse a las demás. Empezó a reunir orugas de distintas especies y diversos lugares, y reclutó a Matty Crompton y a las niñas sin confesarles para qué quería los animalitos. Les dio instrucciones: había que cogerlos siempre con las plantas que les servían de alimento, con las hojas donde se los encontraran, cualesquiera que fuesen. Pidió prestadas conejeras y jaulas de palomas en las que, a medida que las orugas fueron tejiendo sus capullos, las colocó para criarlas. Resultó que era difícil coordinar una nube, pero perseveró, y consiguió criar varias azules pequeñas, una gran colección de blancas, algunas Vanessa atalanta, Nymphalis y fritilarias, junto con una o dos mariposas de los bosques verdosas y una colección de polillas, armiños pardos, ártidos, cosos de los sauces y otras voladoras nocturnas. Sólo cuando creyó que sus crianzas constituían una nube decente, dentro de lo que él podía conseguir, le pidió permiso a Harald Alabaster para soltar los animalitos en el invernadero.

—Me encargaré de que no estropeen las plantas, no hay riesgo de una invasión de larvas famélicas. Le prometí a la señorita Alabaster una nube de mariposas y creo que ya la tengo.

—Ha tenido mucha perseverancia, por lo que veo. Desde luego son más bonitas volando que con alfileres. Le va a encantar.

—Quería… quería hacerla reír… y no tenía nada que ofrecerle.

Harald miró a William Adamson y se le juntaron las cejas blancas.

—Está preocupado por Eugenia.

—Les hice a las niñas una colmena y un hormiguero de cristal. A ella le prometí, en un momento de locura, una nube de mariposas. Espero que usted me permita darle este regalo… efímero. Sólo durará unas cuantas semanas como mucho, señor; ya sabe usted.

Harald tenía una manera de mirar penetrante y benigna, como si leyese los pensamientos de los demás.

—Creo que a Eugenia le va a encantar —dijo—. Y a todos nosotros, compartiremos ese momento mágico. La magia no es una cosa mala, William. La transfiguración no es mala. Las mariposas salen de unas cosas nada prometedoras que se arrastran por la tierra.

—Espero no…

—No diga nada, no diga nada. Sus sentimientos le honran.

Soltó las mariposas una mañana muy temprano, antes de que nadie de la casa se hubiese levantado. William, que había bajado corriendo las escaleras a las seis, se encontró con una población muy distinta de la diurna: una hueste de jóvenes vestidas de negro, silenciosas y diligentes, que acarreaban cubos de ceniza, cubos de agua, cajas de utensilios para encerar, puñados de escobas y cepillos y sacudidores de alfombras. Habían salido como una nube de avispas jóvenes de debajo del alero de la casa, con las caras pálidas y los ojos legañosos, y se inclinaban silenciosas ante él cuando pasaba junto a ellas. Algunas no eran más que unas crías, apenas diferentes de las del cuarto de las niñas, salvo que estas últimas iban delicadamente envueltas en enaguas, volantes y suaves festones de muselina, mientras que estas otras eran en su mayor parte escuálidas, vestían corpiños ceñidos y sin adornos, faldas oscuras y susurrantes, y llevaban cofias formidablemente almidonadas en el pelo.

El invernadero unía la biblioteca con los claustros de la capilla por su lado más lejano al estudio de Harald. Estaba sólidamente construido con cristal y hierro forjado; tenía un techo alto y abovedado, y una fuente en el lado de la pared, rodeada de piedras cubiertas de musgo con una pequeña estatua de una ninfa de mármol que sostenía un cántaro por encima del agua. Había peces de colores en la somera cuenca donde el agua caía. La vegetación era abundante, y en ciertos sitios vigorosa; una serie de espalderas de hierro forjado, con forma de hojas de yedra y ramas entrelazadas, sostenía una mezcla de plantas trepadoras y enredaderas, componiendo una serie de cenadores semiocultos, en cuyo interior colgaban enormes cestos de mimbre, todos llenos de plantas en flor de vistosos colores y delicadamente perfumadas. Había palmeras en algunos sitios, plantadas en tinas de latón que brillaban como el oro, y el suelo estaba enlosado con un reluciente mármol negro que daba la impresión, desde ciertos ángulos y con ciertas luces, de un lago profundo y oscuro con una superficie reflectante.

William llevó dentro sus cajas de insectos somnolientos, y las colocó cuidadosamente en la tierra húmeda, en los cestos, entre las hojas. El chico del jardinero lo contemplaba con aire desconfiado, pero luego se entusiasmó cuando una o dos de las mariposas más grandes, templadas por el sol naciente, vagaron perezosas por el techo, de cesto en cesto. William le encargó que mantuviera las puertas cerradas, y a la familia alejada con cualquier excusa, hasta que el sol estuviera alto y las mariposas en movimiento; las mariposas se alimentan de luz, las mariposas bailotean cuando el sol las calienta. Cuando se encontraran en pleno baile, traería a Eugenia.

—Le prometí a la señorita Eugenia que le conseguiría una nube de mariposas —dijo.

El chico añadió impasible e inexpresivamente:

—Le va a gustar, señor, estoy seguro.

Le salió al paso en las escaleras después del desayuno. Como el desayuno era tarde, ya había amanecido y el sol estaba alto. Tuvo que llamarla dos veces por su nombre: parecía preocupada y muy seria. Le respondió con cierta impaciencia.

—¿Pero qué pasa?

—Por favor, venga conmigo. Tengo algo que enseñarle.

Llevaba un vestido azul, guarnecido de cintas de tartán. Hubo un mal momento en el que pareció que se iba a negar, y entonces su cara esbozó una sonrisa, y se dio la vuelta y fue con él. La llevó hasta la puerta del invernadero.

—Entre rápidamente y cierre la puerta.

—¿No corro peligro?

—Conmigo ninguno.

William cerró la puerta tras ella. Al principio, en medio de aquel cristal centelleante y verde bañado por el sol, creyó que había fracasado, y entonces, como si la hubieran estado esperando, las criaturas salieron del follaje, descendieron de la bóveda de cristal, velozmente, flotando, revoloteando: naranja leonado, azul celeste y azul marino, amarillo azufre y blanco nuboso, rojo oscuro y ocelo de pavo; y bailotearon alrededor de ella y se posaron en sus hombros, y rozaron sus manos extendidas.

—Confunden su vestido con el cielo —susurró él. Ella se había quedado muy quieta, y giraba la cabeza a un lado y a otro. Más y más mariposas se abrieron camino en el aire, más y más se quedaron temblando suspendidas del brillo azul de la tela, del blanco nacarado de sus manos y su cuello.

—Las puedo espantar —dijo él—, si las encuentra desagradables.

—No, por favor —dijo ella—. Son tan ligeras, tan suaves como una brisa de colores…

Casi es una nube…

—Es una nube. Hace usted milagros.

—Son para usted. No tengo nada material que darle; ni perlas, ni esmeraldas, no tengo nada… Pero tenía tantas ganas de regalarle algo…

—La vida —dijo ella—. Están vivas. Son joyas vivientes, o más que joyas…

—Se creen que usted es una flor.

—Eso parece, es verdad. —Se puso a dar vueltas despacio, y las criaturas echaron a volar y se posaron formando dibujos ondulantes.

La vegetación no era la de ningún sitio concreto de este planeta, y a la vez era la de todas partes. Prímulas y campánulas azules, narcisos y azafranes ingleses relucían entre las exuberantes enredaderas tropicales de hoja perenne, mientras sus suaves perfumes se mezclaban con el exótico estefanote y el dulce jazmín. Ella daba vueltas y más vueltas, y las mariposas la rodeaban, y el agua cautiva salpicaba en su pequeña cuenca. Pensó que siempre la recordaría así, sucediera lo que sucediera con ella, con él, con ellos, en este palacio centelleante donde se juntaban sus dos mundos. Y así fue, de cuando en cuando, durante el resto de su vida: la muchacha vestida de azul con la cabeza rubia iluminada por el sol, entre las enredaderas y las flores primaverales y la nube de mariposas.

—Son tan terriblemente frágiles —dijo ella—. Se las puede lastimar con sólo tocarlas, bastaría cogerlas sin cuidado. Nunca le haría daño a ninguna. Nunca. ¿Cómo puedo agradecérselo?

Hizo que se comprometiera a volver por la noche, cuando, en vez de las mariposas, echarían a volar sus hermanas nocturnas con sus delicados matices, cretosas y fantasmales, de color amarillo claro o del color del ante o de plumas plateadas. Las niñas se pasaron el día entrando y saliendo a la carrera del invernadero, lanzando exclamaciones y gritando los colores y los movimientos. No les hizo extensiva la invitación nocturna. Esperaba poder sentarse un ratito a solas con ella durante el crepúsculo, amigablemente. Ésa era la recompensa que se había prometido a sí mismo, lo que demuestra que las cosas habían cambiado un poquito, que él había cambiado respecto a ella. Hasta repasó un par de veces los comentarios de Harald, tan cargados de una especie de significado, tan ambivalentemente impenetrables. «No diga nada, no diga nada. Sus sentimientos le honran.» ¿Qué sentimientos? ¿Su amor, o su respeto por su diferencia, por su posición social? ¿Qué respondería Harald, si le dijera: «Amo a Eugenia, debo tenerla o moriré.»? No, eso no, eso era ridículo. «Amo a Eugenia; me resulta muy doloroso estar en su presencia, a no ser que pueda tener esperanzas sobre lo que no puedo esperar tenerlas…» ¿Qué diría Harald? ¿Se había imaginado la benevolencia paternal de su mirada? ¿Saldrían a relucir la ira y la indignación paternales si hablase con él? ¿Qué respetaba Harald: su paciencia o su discreción?

Cuando llegó la noche, tenía otro capullo grande a punto de abrirse, que se llevó con él al invernadero; observarlo sería una tarea bastante razonable mientras esperaba a ver si ella acudía. Se sentó en un banco bajo, por encima del que colgaban parras trepadoras y una pasionaria errante. La pared de cristal contra la que tenía apoyada la espalda estaba fría por el aire nocturno. En algunos sitios reflejaba el halo reluciente de las lámparas ocultas entre cortinas de hojas. En otros era transparente y se podía ver la hierba oscura y descolorida, el cielo vacío, y el fino gajo plateado de la luna. Las mariposas nocturnas se movían; una nubecilla rodeaba cada lámpara, que él había cubierto con tela metálica. No entraba en sus planes que sus criaturas se chamuscaran. Los colores eran más bonitos de lo que había esperado. Verde hierba, blanco papel, amarillo crema, gris luminoso. La enorme mariposa (era una Gran pavón, el único satúrnido británico) se abría camino hacia el exterior rajando el capullo, sacudiendo el tejido arrugado de las alas, mirando fijamente con sus grandes ocelos y meneando débilmente las antenas emplumadas. William nunca dejaba de tener una sensación de absoluta maravilla ante este proceso. Una oruga entera rebosante de vida, de un verde claro con rayas marrones y peludas verrugas amarillas, desaparecía dentro de un capullo y se transformaba en una especie de natillas informes. Y de las natillas salía la Gran Pavón, con los ocelos engarzados en terciopelo castaño y un cuerpo grueso de piel color ratón.

Oyó el clic de la puerta al abrirse, y la oyó a ella escuchando en el umbral a ver si él estaba allí. Luego oyó sus pies sobre el mármol, amortiguados por las zapatillas, y el frufrú de su falda. Y entonces hizo su aparición, con un traje de noche plateado, de enaguas lilas. Morpho eugenia. La oscuridad le quitaba a su cara incluso el poco color que tenía normalmente.

—Aquí está. Siempre hace usted lo que dice que va a hacer. Sus mariposas están tratando de inmolarse como las viudas hindúes.

—Como puede usted ver, les he puesto una tela metálica a las luces para protegerlas. No sé por qué son tan dadas a ofrecerse en holocausto. No sé si se puede explicar como una función de alguna estrategia normal de supervivencia que se anula con nuestra costumbre de entrometernos poniendo luces artificiales relucientes. Me he preguntado si se guían por la luz de la luna y confunden las velas con cuerpos celestes muy brillantes. No la encuentro una hipótesis satisfactoria del todo. ¿Por qué no se sienta, a ver si las mariposas nocturnas se creen que usted es la luna, de la misma forma que las diurnas la confundieron con las flores y el cielo?

Se sentó a su lado en el banco, y su presencia lo inquietó. Estaba dentro de la atmósfera, o la luz, o la fragancia que ella desprendía, como un barco se ve arrastrado por un remolino, como una abeja cae en el lazo del perfume procedente del cuello de una flor.

—¿Qué es eso?

—Una Gran Pavón recién salida. Una hembra. Dentro de poco, cuando ya esté fuerte, le quitaré la tapa y la soltaré.

—Parece muy débil.

—Se necesita mucha fuerza para salir de la pupa. En el momento de la metamorfosis es cuando todos los insectos son más vulnerables. Cualquier depredador los puede picotear.

—Espero que aquí no haya ninguno.

—¡Qué va!

—Menos mal. Qué bonito está esto a la luz de la luna, con las mariposas dando vueltas tranquilamente.

—Esto es lo que me prometía a mí mismo a cambio de conseguirle su nube de mariposas. Este ratito aquí sentado tranquilamente con usted. Nada más.

Ella inclinó la cabeza, como si estuviera examinando atentamente a la Gran Pavón. Una mariposa chocaba una y otra vez contra el cristal, parecía que intentado entrar, y a ésta se unió otra. La trémula hembra se estremeció y sacudió las alas.

—No me conteste, y no piense que hablo para asustarla o molestarla… Sólo quiero decirle que no puede saber lo mucho que estos escasos momentos significan para mí, cómo los recordaré siempre: su cercanía, su serenidad… Si las cosas fueran diferentes, tal vez le diría… cosas muy distintas. Pero sé cómo son las cosas, soy razonable, no tengo ninguna esperanza… Salvo quizá ser capaz de decirle algo en pocas palabras y honestamente, porque no creo que eso pueda herirla…

Grandes insectos avanzaban por el suelo negro, con las alas extendidas. Se veía a más tratando de introducirse a la fuerza por un pequeño agujero que había en el panel de la puerta del invernadero. Más aún bajaban volando del techo, lanzándose a ciegas en la penumbra. Las pequeñas conmociones de los bichos en las paredes y el techo de cristal aumentaron en número e intensidad. Avanzaban: un ejército desordenado, impetuoso, que chocaba contra la cabeza de Eugenia, que zumbaba contra su piel; treinta, cuarenta, cincuenta, una nube, los machos de la Gran Pavón saliendo de la noche para abalanzarse sobre la hembra aletargada. Llegaron más. Y más. Eugenia trató de apartarlos, se sacudió la falda, se quitó a tirones los que se habían prendido en sus mangas, en las hendiduras de su vestido. Empezó a gimotear.

—Lléveselos. No me gustan.

—Son los machos de la Pavón. Los atrae la hembra de alguna extraña manera. La llevaré a la otra punta del invernadero… Allí, ¿ve? La seguirán y la dejarán a usted…

—Aquí hay otro, atrapado en el encaje. Voy a chillar.

Regresó abriéndose paso entre la multitud de machos que avanzaban a ciegas, y metió los dedos en el encaje del cuello para sacar al intruso.

—Debe de ser el perfume…

Eugenia lloraba.

—Ha sido horrible, como murciélagos, como fantasmas, qué cosa más asquerosa.

—Tranquilícese. No quería asustarla.

Él estaba temblando. Ella le pasó los brazos por el cuello y apoyó la cabeza en su hombro, y se quedó así dejando que soportase su peso.

—Querida…

Lloraba.

—No quería…

—No se trata de usted —exclamó—, usted trataba de ayudarme. Es por todo. Soy tan desgraciada.

—¿Es por lo del capitán Hunt? ¿Aún llora tanto su pérdida?

—Él no quería casarse conmigo. Se murió porque no quería casarse conmigo.

William la estrechó mientras ella seguía llorando.

—Eso es una tontería. Cualquier hombre querría casarse con usted.

—No fue realmente un accidente. Eso es lo que dijeron. Él lo hizo porque no quería… casarse conmigo.

—¿Y por qué no? —preguntó William, como uno interrogaría a un niño que ve un duende imaginario donde no hay nada.

—¿Y cómo lo voy a saber? Pero así fue. Lo tengo muy claro… que no quería… Se había preparado la boda, los trajes… Yo ya tenía toda mi ropa, se había comprado todo, los vestidos de las damas de honor, las flores, todo. Pero él no podía soportar…

—Me tortura usted diciendo esas cosas. Mi mayor deseo en el mundo, como ya debe saber, sería ser capaz de pedirle que fuese mi esposa. Cosa que no puedo hacer, porque usted tiene una fortuna, y yo no puedo sostener a una esposa, y ni siquiera a mí mismo. Lo sé. Pero me resulta insoportablemente doloroso oírle hablar de esa manera y ser incapaz… yo mismo…

—No necesito casarme con nadie rico —dijo Eugenia—. Ya lo soy yo.

Hubo un largo silencio. Algunas mariposas macho más, muy decididas, pasaron torpemente por delante de ellos y se unieron a la alfombra hirviente de machos que tapizaba las paredes de alambre de la caja de la hembra.

—¿Qué está diciendo?

—Mi padre es un hombre bondadoso, y cree en la hermandad cristiana, en la igualdad de todo el mundo a los ojos de Dios. Él cree que usted es un hombre de grandes dotes intelectuales, que él considera muy valiosas, tan valiosas como las tierras y la renta y las cosas. Me lo ha dicho.

Lo miró con los mismos ojos enrojecidos, hinchados y vulnerables.

—Podría haber una doble boda —dijo Eugenia—. No debería casarme después, de Rowena, sobre todo si de verdad me voy a casar.

William tragó saliva. Una mariposa le rozó la frente. Olía los espectros de los olores de la selva y el aliento dulce y espeso de las gardenias. Una mariposa pequeña, un ártido rosa, estaba posada en el lustroso pelo de Eugenia, bajo su barbilla. El corazón le doy un vuelco.

—¿Quiere que hable con su padre? ¿Mañana?

—Sí —dijo Eugenia, y alzó la boca para que la besara.

William había supuesto que la actitud de Harald respecto a él cambiaría bruscamente en el momento en que sacase a relucir la cuestión de casarse con Eugenia. Harald había sido vagamente amable, y a veces había parecido que casi le estaba sorprendentemente agradecido a William por su conversación y su atención. Ahora, se decía a sí mismo, eso cambiaría. El patriarca blandiría la espada defensora. Haría que percibiese el atrevimiento de su propia falta de perspectivas y de posición. Casi seguro que lo echaría de allí. La absoluta seguridad de Eugenia de que eso no sería así sólo reflejaba su inocente confianza. Se encontró en pugna consigo mismo. Moriré si no puedo tenerla, clamaba su sangre en su propio tono. Y aun así tenía sueños que eran reminiscencias de los inducidos por los espíritus del caapi, sueños de raudos vuelos sobre los bosques, de planear a gran velocidad por encima del mar, impulsado por el viento de las alturas, de luchar contra los rápidos de los recodos más altos del Amazonas, de abrirse camino entre las enredaderas con un machete.

Le contó a Harald que llevaba tiempo amando a Eugenia en silencio, y que sólo había caído en la cuenta por casualidad de que ella le correspondía, o podría corresponder al menos sus sentimientos. No había querido hacerlo a espaldas de su padre, se había propuesto no decir nada, pero ahora le parecía que debía preguntar, y que si era rechazado debería irse.

—Desgraciadamente sé que no tengo nada que ofrecer que pueda compensar mi falta de perspectivas.

—Usted es valiente e inteligente, y amable —dijo el padre de Eugenia—. Todas las familias tienen necesidad de esas cualidades si quieren sobrevivir. Y al parecer usted cuenta con el amor de Eugenia. Tengo que decirle que daría cualquier cosa por ver feliz a Eugenia. Ha tenido muchos problemas y yo casi había perdido la esperanza de que reuniese las fuerzas necesarias para alcanzar su propia felicidad en este terreno. Ella dispone de su propia fortuna, que es vinculante y permanecerá en sus propias manos.

Tal vez se debiera a la falta de valor de William Adamson, o fuera quizá una muestra de la delicadeza o el tacto adecuados, el que no sacase a relucir en ese momento la cuestión de las capitulaciones, de los acuerdos de manutención, de sus propias expectativas. Resultaba algo más que vulgar, siendo hombre y no aportando nada, preguntar qué podría recibir, de recibir algo. Harald seguía hablando, con soltura, distraídamente, haciendo promesas calurosas e imprecisas. William era lo bastante astuto como para darse cuenta de esa imprecisión, pero no tenía deseos, ni de hecho razones, para poner peros o exigir claridad.

—Podría quedarse aquí —dijo Harald—, con esta familia, de momento; usted y Eugenia, de modo que cuando, como usted bien podría desear, haga otro viaje, ella se encuentre entre su propia gente. No creo que vaya a apetecerle cambiar enseguida, creo que será muy feliz aquí. Espero que haga viajes más tarde, si le apetece. Espero que sí le apetezca, y poder serle de gran ayuda a ese respecto. Y también espero que entretanto consienta en dedicar parte de su tiempo a la conversación con la generosidad que ya ha demostrado con creces. Eso espero. Me doy cuenta de que me abro camino mucho mejor entre las marañas del pensamiento sobre nosotros mismos y el mundo en el que estamos, contando con el beneficio de la claridad de su mente. Hasta podríamos dejar constancia por escrito de nuestras discusiones como si fueran una especie de diálogo filosófico.

Por lo visto, tendría que pagar con sus pensamientos. Eso era algo que podía permitirse fácilmente, algo que podía hacer de la misma forma que respiraba aire o comía carne y pan. Y durante el tiempo que transcurrió entre la aceptación de Eugenia y su boda, que fue lo más corto que se pudo para que no hubiera que retrasar el matrimonio de Rowena, justo el necesario para la confección del traje de novia, William charló con Harald Alabaster. Él mismo había rechazado la religión de tormentos, sufrimientos y promesas de felicidad de su padre con un suspiro de alivio: el suspiro de alivio del cristiano cuando se le cae la carga del hombro tras el Cambio de Piel. Pero Harald estaba parcialmente metido en esa piel. Sus pensamientos le suponían un tormento; su propio rigor intelectual, una fuente de privación y de dolor.

Hablaba a menudo de la locura de aquellos que argumentaban sin poder de convicción en favor de la existencia de Dios, o de las verdades de la Biblia, cosa que iba en perjuicio de su propia causa. ¿Cómo se atrevía William Whewell a afirmar que la duración de los días y las noches se ajustaba a la del sueño del Hombre?, preguntaba Harald. Estaba dolorosa y gloriosamente claro que toda la creación vivía y se movía a un ritmo que respondía al calor y la luz del sol y a su retirada: la savia corría por los árboles, las flores se abrían y se cerraban, los hombres y las bestias dormitaban o cazaban, el verano seguía al invierno. No debíamos ponernos en el centro de las cosas, a menos que pudiéramos percibir de verdad que estábamos allí. No debíamos hacer a Dios a nuestra imagen y semejanza, o pareceríamos tontos. Era porque esperaba, porque a veces esperaba más allá de toda creencia, que se pudiese demostrar la existencia de un Creador Divino más allá de una duda razonable, por lo que no podía soportar aquellos razonamientos sobre las tetillas de los machos y la cola rudimentaria del embrión humano, que veían al Creador como un artesano revoltoso que había cambiado de opinión a medio camino. Un hombre podía comportarse así, pero Dios no, si pensaban con claridad, sin dejarse nublar por la emoción, un solo momento. Y sin embargo había argumentos provenientes de la analogía entre la Mente Divina y la mente humana que aceptaba, que le servían de apoyo, que no descartaba.

—¿Qué me dice del argumento de la belleza? —preguntó a William.

—¿Qué clase de belleza, señor? ¿La de las mujeres, la de los bosques, la belleza de los cielos, la de los animales?

—La de todos ellos. Me gustaría afirmar que nuestra capacidad humana para amar la belleza de todas estas cosas (para amar la simetría, y la gloriosa claridad, y la intrincada excelencia de las formas de las hojas, y los cristales, y las escamas de las serpientes y las alas de las mariposas) indica en nosotros algo desinteresado y espiritual. ¿Un hombre que admira una mariposa es más que una bestia bruta, William? Desde luego es más que la propia mariposa.

—El señor Darwin cree que la belleza de la mariposa existe para atraer al macho, y que la belleza de la orquídea está diseñada para facilitar que la abeja la fecunde.

—Y yo le contesto que ninguna abeja ni ninguna orquídea experimenta nuestra exquisita sensación de alegría al ver la perfección de los colores y las formas de estas cosas. Y vamos a suponer que un Creador creó el mundo entero por el placer de establecer la variedad de las especies, de las piedras y la arcilla, de la arena y el agua, ¿no? ¿Sólo vamos a imaginarnos a ese Creador precisamente porque nosotros mismos estamos poseídos por una necesidad de fabricar obras de arte que no pueden satisfacer ningún bajo instinto de mera sobrevivencia o de perpetuación de las especies, sino que sólo son bellas, y complejas, y nos sirven de alimento espiritual?

—Un escéptico, señor, le respondería que nuestras propias obras, tal como dice usted, no son distintas del reloj de Paley, del que él dijo que llevaría a cualquiera a deducir un Hacedor cada vez que se encontrase dos ruedecillas engranadas. Tal vez la sensación de pasmo ante la belleza, ante la forma, de la que usted habla no es más que lo que nos hace humanos en vez de brutos.

—Yo creo, igual que el duque de Argyll, que la brillantez superflua de las aves del paraíso es un poderoso argumento a favor de que quizá, en cierto sentido, el mundo original fue hecho para disfrute del hombre. Porque ellas no pueden recrearse en ellas mismas, como nosotros en ellas.

—Danzan para sus compañeras, como hacen los pavos y los pavos reales.

—¿Pero no siente que su propia sensación de asombro corresponde a algo que va más allá de usted mismo, William?

—La verdad es que sí. Pero también me pregunto qué tiene que ver esa sensación de asombro con mi sentido moral. Porque no parece que esa Creación que admiramos tanto posea un Creador que se preocupe de sus criaturas. La Naturaleza tiene «rojos colmillos y garras», tal como dijo el señor Tennyson. La selva amazónica despierta en efecto un sentimiento de asombro por su abundancia y exuberancia. Pero allí hay un espíritu, un espíritu terrible de lucha estúpida o de inercia indiferente, una especie de codicia vegetal e inmensa decadencia, ante las que resulta mucho más fácil creer en una descuidada fuerza natural. Porque supongo que no aceptará los viejos argumentos deístas, según los cuales los tigres y las lujuriantes higueras fueron diseñados para proteger los misterios de la vejez del ciervo y de la podredumbre de los troncos de los árboles, en mayor medida de lo que acepta las ideas de Whewell sobre el día y la noche…

—El mundo ha cambiado tanto, William, en lo que llevo de vida. Soy lo bastante mayor como para haber creído de niño en nuestros Primeros Padres en el Paraíso, en Satán oculto tras la forma de la serpiente, y en el arcángel con la espada llameante cerrándoles las puertas. Soy lo bastante mayor para haber creído, sin cuestionármelo, en el Nacimiento Divino en una noche fría con el cielo lleno de ángeles cantores y los pastores contemplándolos maravillados, y los reyes exóticos avanzando por la arena sobre camellos con ofrendas. Y ahora se me presenta un mundo en el que somos lo que somos por las mutaciones de una gelatina blanda y de la materia cálcica del hueso a lo largo de un número inimaginable de milenios; un mundo en el que los ángeles y los demonios no se baten en los Cielos por la virtud y el vicio, sino que comemos y somos comidos y absorbidos para formar otra carne y otra sangre. Toda la música y toda la pintura, toda la poesía y todo nuestro poder son sobre todo una ilusión. Me descompondré como una seta cuando llegue mi hora, que no está lejos. Es probable que el mandato de amarnos los unos a los otros no sea más que un prudente instinto de sociabilidad, de proteccionismo paternal, en una criatura emparentada con un gran simio. Solía gustarme ver cuadros de la Anunciación, el ángel con sus alas bañadas de arco iris, del que la mariposa y el ave del paraíso eran ecos pobres e imperfectos, sosteniendo el lirio blanco y dorado y arrodillándose ante una muchacha pensativa que estaba a punto de ser la Madre de Dios, el amor hecho carne, el conocimiento que se nos daba, o se nos prestaba. Y ahora es como si todo eso se hubiera borrado, y hay un telón de fondo negro en un escenario vacío, en el que se ve a un chimpancé, de ojos perplejos, cejas sobresalientes y con una dentadura grande y fea, sujetando a su cría peluda contra el pecho arrugado, ¿y eso es el amor hecho carne?

»Sé mi respuesta: Lo es. Si Dios hace algo, lo hace en el simio para convertirlo en hombre; pero no puedo medir mi pérdida, es la fosa de la desesperación misma. Empecé mi vida como un niñito cuyos actos se fundían en el registro dorado de sus acciones buenas y sus acciones malas, donde podrían ser sopesadas y examinadas por Alguien de ojos misericordiosos hacia quien yo caminaba, tambaleándome paso a paso. La termino como una hoja reducida a su esqueleto que se convierte en humus, como un ratón tronzado por un búho, como una ternera que va al matadero, a través de una puerta que sólo se abre de un lado, hacia la sangre, el polvo y la destrucción. Y entonces pienso: Ninguna bestia bruta podría tener semejantes pensamientos. Ninguna rana, ni siquiera un sabueso, podría tener una visión del Ángel de la Anunciación. ¿De dónde sale todo eso?

—Es un misterio. El misterio puede ser otro nombre de Dios. Se ha sostenido, con razón, que el misterio es otro de los nombres de la materia; nosotros somos la Mente y tenemos acceso a ella, pero la Materia es misteriosa por su propia naturaleza, por mucho que decidamos analizar las leyes de sus metamorfosis. Las leyes de la transformación de la Materia no la explican de una forma convincente.

—Ahora está usted poniéndose de mi lado. Y sin embargo tengo la sensación de que todos estos razonamientos no son nada, tan sólo los movimientos de unas mentes que no están capacitadas para llevarlos a cabo.

—Y luego está la esperanza, y también el miedo. ¿De dónde proceden? ¿De nuestras mentes?

Lejos del estudio hexagonal, se prestaba mucha atención a los misterios de lo mundano y de lo material. Eugenia y Rowena, y las otras muchachas también, ya que iba a haber toda una corte de damas de honor, se pasaban el tiempo probándose cosas. Un flujo constante de modistas, sombrereras y costureras entretejían sus caminos entrando y saliendo de los distintos cuartos y tocadores. Se podían tener extraños vislumbres de las damitas, inmóviles, envueltas en seda, mientras sus pequeñas sirvientas, pulcras y modestas, con la boca erizada de alfileres y las manos ocupadas en chasquear las tijeras, daban vueltas a su alrededor. Se hacían los preparativos de los nuevos dormitorios de William y Eugenia. Ella le llevaba a veces muestras de telas cruzadas de seda o de damasco para que les diese el visto bueno. Él tenía la sensación de que no era posible negarse y, en cualquier caso, le interesaban lo bastante poco los caprichos de su muchachita como para que le divirtieran ligeramente toda aquella laboriosidad y toda aquella demostración de buen gusto, aunque le hacía menos gracia ser él mismo el centro de atención del sastre y el ayuda de cámara de Lionel Alabaster, que le confeccionaban un vestuario que no sólo consistía en su traje de boda, sino en la ropa de campo adecuada para un caballero: pantalones de montar, americanas, botas… A medida que se aproximaba la fecha, las cocinas empezaron a oler deliciosamente con la cocción de hornadas de pasteles, jaleas y pudines. Ahora se esperaba que William, prácticamente al contrario que antes, se sentara en el salón de fumar con Edgar y Lionel y Robin Swinnerton y sus amigos, cuya conversación giraba siempre en torno a dos temas: los misterios de la cría de caballos y sabuesos, y la realización de apuestas y la aceptación de desafíos. Después de unos cuantos vasos de oporto, Edgar se ponía siempre a relatar los momentos más importantes de su vida. La vez en que él y Sultán habían volado por encima del muro para caer en una explanada lejana, donde casi se habían partido el cuello. La vez en que había hecho saltar a Ivanhoe por una ventana del vestíbulo, y habían salido patinando hasta el otro lado sobre una alfombra turca. La vez en que había atravesado el río crecido con Ivanhoe, y casi se los había llevado la corriente.

A William le gustaba quedarse tranquilamente sentado en su rincón durante estos relatos, invisible, o eso esperaba, tras una nube de humo. A Edgar se le hinchaban las venas de las sienes y del cuello. Tenía fuerza bruta y a la vez un temperamento nervioso, como su caballo. Su voz iba de un murmullo profundamente melodioso a una especie de grito ahogado desagradable al oído. William lo juzgaba. Pensaba que era probable que muriese de una apoplejía en un futuro no demasiado lejano, lo que no tendría ninguna consecuencia, ya que su existencia carecía por completo de finalidad o de valor. Se imaginaba al pobre caballo bufando y deslizándose por el suelo del vestíbulo, las ancas de seda retorcidas por la tensión. Y al hombre, riéndose como se reía en acción, mientras lo hacía bailotear sobre la piedra como nunca habría hecho en plena naturaleza. William no se había deshecho enteramente de la religión hipercrítica de su padre. Juzgaba a Edgar Alabaster a los ojos de un Dios en el que ya no creía, y lo encontraba falto de virtudes.

Una noche, sólo una semana antes de la boda, se dio cuenta de que Edgar también lo juzgaba a él. Estaba cómoda e invisiblemente sentado mientras Edgar contaba una historia de meterse con un calesín por los estrechos huecos que había entre siete setos, y debió de dejar que sus pensamientos le aflorasen a la cara, porque se encontró con el rostro caliente y rojo de Edgar desagradablemente cerca del suyo.

Usted no debe de tener el coraje ni la fuerza para hacerlo, señor. Se queda ahí sentado y sonríe como un tonto, pero usted no podría conseguir una cosa semejante.

—Seguro que no —dijo William pacíficamente, las piernas estiradas hacia adelante, los músculos relajados, como sabía que deberían estar, enfrentados a semejante agresión.

—No me gusta su actitud. Nunca me ha gustado. Sé que en el fondo me desprecia.

—No es ésa mi intención. Ya que vamos a ser cuñados, espero no dar esa impresión. Estaría muy mal.

—¡Ja! Cuñados, dice. No me gusta la idea. Usted no tiene clase, señor, usted no es un buen partido para mi hermana. Su sangre no tiene categoría, es vulgar.

—No acepto lo de que no tiene categoría ni lo de vulgar. Soy consciente de que no soy un buen partido porque no tengo porvenir ni dinero. Su padre y Eugenia han tenido conmigo la gran amabilidad de pasarlo por alto. Espero que usted sepa aceptar su decisión.

—Más bien debería usted desear batirse conmigo. Le he insultado. Es usted una criatura miserable sin educación ni valor. Debería levantarse, señor, y enfrentarse conmigo.

—Yo creo que no. En cuanto a lo de la educación, tengo a mi padre por un buen hombre, un hombre honrado y amable, y no encuentro otra buena razón para respetarlo más que su gran éxito. En cuanto a lo del valor, creo que debo señalar que he vivido diez años en el Amazonas en condiciones muy duras, que he sobrevivido a conspiraciones para matarme y a serpientes venenosas, y que un naufragio y quince días en un bote salvavidas en medio del Atlántico tal vez puedan compararse razonablemente a hacer que un pobre caballo entre en una casa por la ventana. Creo que sé lo que es el verdadero valor, señor. Y desde luego no consiste en responder con puñetazos a los insultos.

—Bien dicho, William Adamson —dijo Robin Swinnerton—. Bien dicho, mi compañero en estas lides del matrimonio.

Edgar Alabaster agarró a William por el cuello de la chaqueta.

—No la tendrá, ¿me oye? No está hecha para nadie como usted. Levántese.

—Por favor, no me eche el aliento a la cara. Parece usted un dragón enfadado. No va a conseguir que deshonre una casa y una familia a las que espero pertenecer.

—Levántese.

—En el Amazonas, los jóvenes de las tribus que se vuelven estúpidos con el alcohol se comportan como usted. A menudo acaban matándose los unos a los otros en un descuido.

—No me importaría que usted acabara muerto.

—No. Pero le importaría acabarlo usted. Y a Eugenia le importaría mucho si se tratase de mí. Ella ya ha…

No había sabido adónde estaba yendo a parar. Estaba horrorizado de que su lengua, por muy indignado que estuviera, hubiese llegado tan lejos como para citar al amante muerto de Eugenia. El efecto que produjo en Edgar incluso aquella alusión a medias, inmediatamente abortada, fue sobrecogedor. Se puso blanco, se incorporó torpemente y se sacudió con fuerza el polvo de los pantalones varias veces. William pensó: «Ahora intentará matarme de verdad», y esperó el golpe, giró para evitarlo, para saltar a un lado y darle una patada en la entrepierna. Pero Edgar Alabaster se limitó a emitir un sonido incoherente y ahogado, y salió de la habitación mientras seguía sacudiéndose la ropa con las manos. Lionel dijo:

—Le ruego que… que no tenga muy en cuenta a Edgar. Se pone como loco cuando bebe, y luego se tranquiliza; a menudo no recuerda lo que ha pasado. Fue la bebida lo que le hizo insultarlo.

—Me alegro de poder aceptar esa explicación.

—Mi compañero en estas lides es un buen hombre, un hombre civilizado. No somos guerreros armados, ¿verdad? Somos hombres civilizados, con sus batines puestos, que se quedan sentados como es su deber. Le admiro, William. Edgar es un anacronismo. Apuesto a que usted creía que no conocía esa palabra…

—Al contrario. Gracias por su amabilidad.

—Tendremos que vernos a menudo a lo largo de nuestros matrimonios.

—Será todo un placer.

Más tarde le resultó difícil recordar exactamente las emociones del día de su boda. Sacó en conclusión que todas las ceremonias traían consigo, además de una sensación de trascendencia intensamente vivida, otra intensificada de irrealidad, como si él fuera un espectador en vez de un participante. Pensaba que esta sensación de estar al margen derivaba de la carencia de una simple creencia en la historia cristiana, en el mundo cristiano, tal como Harald se lo había descrito tan conmovedoramente. Analogías irrelevantes se abrían camino entre las cortinas de su ojo interior, incluso en aquellos momentos tan sagrados, de modo que, mientras permanecía junto a Robin Swinnerton bajo el órgano atronador de la iglesia parroquial de San Zacarías y veía cómo avanzaban Eugenia y Rowena por el pasillo del brazo de Edgar y Lionel, pensaba en los festivales religiosos de Pará y Barra, en las grotescas imágenes de la Virgen, adornada con encajes y cadarzos y cintas de plata, sonriendo perpetuamente de camino a la iglesia y aún más allá, hacia las danzas de los poblados indios, donde él parecía un enano al lado de seres enmascarados con cabezas de lechuza, o de ibis, o de anacondas.

Y aun así, fue una boda muy inglesa, muy bucólica. Eugenia y Rowena iban vestidas como hermanas, pero no como gemelas, con trajes de seda blanca con largas colas de encaje, una toda adornada con capullitos rosas, y otra, la de Eugenia, con nata y oro. Ambas llevaban coronas de los mismos capullos, y collares de perlas. Las dos sostenían también una mezcla de lirios y rosas; su perfume lo mareó mientras el cortejo llegaba hasta el sitio donde él aguardaba para recibirla. Tras ellas venía una corte de niñitas, con cintas y gallardetes en rosa y oro, que llevaban vestidos de redecilla blanca y fajines de raso. La iglesia estaba abarrotada: la ausencia de amigos y familiares suyos se vio compensada con creces por las filas de Alabaster y Swinnerton y de amigos de las cercanías, y demás parientes, todas con la cabeza cargada de flores y cintas. Rowena estaba colorada de la emoción, y Eugenia blanca como la cera, con un toque dorado en las pestañas abatidas, los labios pálidos, y las mejillas uniformemente descoloridas por igual. Hicieron sus promesas ante Harald, que casó a sus dos hijas con una sonora satisfacción en la repetición de las frases y habló brevemente de la conmovedora naturaleza de una doble boda, lo que dejaba más claro que nunca que la familia aumentaba el número de sus miembros más que verse despojada de ninguno de ellos; porque Rowena permanecería en la parroquia, y Eugenia en casa por el momento, ahora que William Adamson se encontraba allí, lo que era motivo de alegría.

Debería haber sido consciente, pensaba, de aquellas dos almas que hacían juntas sus promesas, pero no lo fue. Fue consciente de todos los delicados adornos que envolvían el cuerpo de Eugenia, del perfume de las flores, y de la perfección y la claridad con las que decía sus responsorios, al contrario que Rowena, que se embrollaba y se trabucaba, y se llevaba la mano a la boca, y sonreía a su marido pidiéndole perdón. Eugenia miraba directamente al frente, al altar. Cuando él le cogió la mano para ponerle el anillo, tuvo que empujar, que forcejear, como si el dedo no tuviera voluntad o vida propia. Y pensó, allí de pie en la iglesia, en la circunferencia de sus faldas, ¿estaría tan entumecida de noche en la cama?, ¿qué iba a hacer? Y entonces consideró cuántos hombres en su situación debían de haber tenido aquellos pensamientos secretos, todos ellos acallados e indecibles. Y pensó, a medida que volvían a posarse en la iglesia, que entre las damas respetables con sus casquetes de flores y los oscuros hombres con sus corbatas de seda, entre los sirvientes modestamente ataviados con sus sombreros de paja y los escasos braceros del fondo, todo el mundo en la boda tendría un pensamiento secreto sobre él y ella, ¿cómo se comportarían aquellos dos cuando los dejasen juntos a solas? La imaginación de cada uno de ellos le cosquilleaba, le aguijoneaba y se agarraba a él a medida que pasaba por delante de ellos. Ella era demasiado inocente para saber, pensó. Intentó imaginarse a lady Alabaster proporcionando información a Eugenia, y no pudo. Allí estaba, en primera fila, sonriendo benignamente de malva brillante.

Todo el mundo sobrevive a su noche de bodas, pensó, mientras regresaba parpadeando a la luz del patio de la iglesia, a la cháchara de los pájaros en los árboles y a los grititos agudos de las niñitas. La especie se propaga, las niñas inocentes se convierten en esposas y madres, en todas partes, todos los días. La mano de Eugenia reposaba muy quieta en la suya, la cara blanca, el aliento débil. No tenía ni idea de lo que estaba pensando o sintiendo.

Las niñitas les tiraban pétalos que una repentina ráfaga de viento alzó en el aire como una nube de alas, rosas, doradas y blancas. Se arremolinaban en torno a las dos parejas, emitiendo sus ruiditos agudos, y lanzando sus delicados misiles.

El día transcurrió entre comida y discursos y carreras por el césped, y al final hubo un baile. Bailó con Eugenia, que seguía blanca y silenciosa, mientras medía atentamente sus pasos. Bailó con Rowena, que se reía, y con Enid, que le habló de su llegada a la casa como de la de un náufrago desconocido. Vio pasar a Eugenia en brazos de Edgar, y luego en los de Lionel, y después en los de Robin Swinnerton, y parecía que todo el mundo daba vueltas medio mareado incluso cuando paró la música. Cuando por fin los jóvenes Swinnerton se retiraron y los Alabaster empezaron a hacer los preparativos para la noche, no sabía muy bien adonde ir y nadie le ofreció ayuda. Edgar y Lionel ganduleaban en el salón de fumar, y pensó que no sería bien recibido incluso si quisiera estar allí, que además no quería. Harald se cruzó con él en el pasillo, le hizo detenerse y dijo:

—Dios te bendiga, hijo. —Pero no le dio ningún consejo.

Lady Alabaster se había retirado temprano. Las pertenencias de William se habían trasladado de su cuartito del ático a su nuevo vestidor, que daba a la nueva alcoba dispuesta para él y para Eugenia. Se encaminó hasta allí, nervioso y solo (Eugenia ya había subido), sin estar seguro de cuál era el ceremonial a seguir, si es que había que seguir alguno.

En su vestidor, un ayuda de cámara estaba abriéndole la cama y templándole las sábanas, una actividad que seguro se juzgaba innecesaria. Le habían preparado una nueva camisa de dormir, y unas flamantes zapatillas de seda, bordadas por Eugenia. El ayuda de cámara, una criatura delgada vestida de negro, de largas manos blancas y suaves bigotes rojizos, vertió agua de un jarro azul en su jofaina, y le proporcionó jabón y una toalla. Le señaló los nuevos cepillos de pelo con revés de marfil, un regalo de Eugenia, y salió rápidamente de la habitación haciendo una reverencia, casi sin sentir. William fue hasta la puerta que comunicaba las dos habitaciones y llamó con los nudillos. No tenía ni idea de cómo estaba ella, de en qué estado se encontraba, de lo que debía hacer. Creía vagamente que podrían consultárselo el uno al otro.

—Pasa —dijo la clara voz, y él abrió la puerta para encontrarla de pie en medio del círculo replegado y arrugado de su vestido, con todo el encaje desparramado por el suelo y los hombros blancos sobresaliendo de su combinación, marmóreos e intocables como los había visto aquella primera noche. Su tocado estaba tirado sobre la cómoda, y había empezado a marchitarse. Su doncella estaba quitándole las horquillas del pelo. Le caía en arroyuelos encrespados sobre los hombros. La doncella, una muchacha delgada, con un vestido de paño negro, cepillaba aquel cabello sedoso, pasada tras pasada. Se alzaba eléctricamente para ir al encuentro del cepillo, y se quedaba allí pegado, hinchándose como un globo, hasta la siguiente pasada. Crepitaba.

—Lo siento —dijo él—. Me iré.

—Martha sólo tiene que desabrocharme y acabar de cepillarme… Necesito por lo menos que me lo cepille doscientas veces cada noche si quiero que mi pelo tenga algo de vida. Espero que no estés demasiado cansado.

—¡Qué va! —dijo él, de pie en el umbral. Era blanca toda ella. Hasta sus pezones debían de ser blancos. Recordó a Ben Jonson. «¡Pues así de blanca, así de suave, así de dulce es ella!» Entonces se sintió un intruso, con toda su ropa encima, delante de Martha, la doncella, que compartía su incomodidad, que torcía la cabeza y cepillaba y cepillaba y cepillaba, cada vez más absorta.

Eugenia no se sentía incómoda. Se salió del anillo de las colas de encaje y las sedas flotantes desechadas.

—Como ves —dijo—, ya casi hemos acabado. Ocúpate de estos encajes, Martha, deja de cepillarme hasta que los hayas quitado de aquí. No creo que todo esto esté como esperabas encontrarlo. ¿Te gustan tus aposentos? Presté especial atención a los colores que parecías preferir: una especie de verde, con toques de carmesí en algunos sitios. Espero que todo esté a tu gusto.

—Claro que sí. Es todo precioso, muy acogedor.

—No tires, Martha. Desabróchame, aquí y aquí. Sólo me llevará un momentito, William.

Le estaba diciendo que saliera. Regresó a su vestidor, dejando la puerta entornada, y se puso su propia camisa de dormir y las zapatillas bonitas. Luego esperó, de pie a la luz de la vela, con la luz de la luna tras ella: una curiosa figura amortajada, atenta a los ruiditos. Oyó ir y venir a la doncella, oyó crujir la cama cuando Eugenia se subió a ella. Y luego oyó a la doncella llamar suavemente a su puerta para abrirla después.

—La señora ya está preparada para usted, señor. Si no le importa entrar, todo está listo.

Y le sostuvo la puerta abierta, e hizo una reverencia, y dobló hacia fuera la punta del embozo y salió rápidamente de la habitación con pasos silenciosos y los ojos bajos.

Le daba miedo hacerle daño a Eugenia. También le daba miedo, de un modo más oscuro y apremiante, mancharla, como la tierra manchaba la nieve del poema. Él no llegaba puro hasta ella. Había aprendido cosas, muchas cosas, en los disolutos lugares de baile en Para, en las horas de sueño después de las danzas en los poblados de los mulatos, cosas que era mejor no recordar aquí, aunque esos conocimientos podrían tener su utilidad. La vio incorporada en la cama, que era amplia, tenía cortinas y una serie de edredones de plumas de ganso, fundas de almohada guarnecidas de encaje blanco y cojines mullidos, amontonados los unos sobre los otros: un nido acogedor en medio de una caja severamente amenazadora. Cómo debía de temer la hembra inocente el poder del macho, pensó. Y con razón; ella tan delicada, tan blanca, tan intacta, tan intocable. Se quedó allí parado, con las manos en los costados.

—Bueno —dijo Eugenia—. Aquí estoy, ya ves. Aquí estamos.

—Ay, querida. No me puedo creer lo feliz que soy.

—Vas a coger frío, si no te lo puedes creer lo suficiente como para venir hasta aquí y meterte dentro.

Llevaba un camisón con un bordado calado, y el pelo bien cepillado desparramado en abanico sobre los hombros. Su rostro bailaba ante sus ojos a la luz de las velas, en torno a las cuales bailoteaba y se precipitaba una sola mariposa nocturna, una armiño parda. Cuando se aproximó hasta ella, lentamente, muy lentamente, temeroso de sus propios conocimientos ilícitos y de su poder, ella soltó una risita, apagó de repente la vela, y se sumergió bajo las sábanas. Una vez metido en la cama, ella extendió sus brazos invisibles hacia él y William buscó su suavidad, que descubrió al tacto. La abrazó con fuerza para evitar los temblores, los suyos y los de ella, y le susurró entre el pelo:

—Te he amado desde el primer momento en que te vi.

Ella respondió con una serie de sonidos sin articular, dulces y lastimeros, mitad de miedo, mitad los de un pájaro que se acomoda. Él le acarició el pelo, los hombros, y sintió que lo ceñían sus brazos, sorprendentemente fuertes y seguros, y luego la vacilación de sus piernas contra las suyas. Ella se hundía más hondo y más adentro, y tiraba hacia aquel nido oscuro y templado, casi asfixiante, en el que cada vez aumentaba más el calor, y con él una humedad que brotaba rápidamente en su piel, en la de ella, entre los dos.

—No quiero hacerte daño —dijo, y los gemiditos y grititos e insinuaciones de placer e incitación de ella se volvieron más perentorios mientras se retorcía risueña, primero contra él, y luego apartándose. La siguió un rato, tropezando con sus manitas calientes donde ponía las suyas, armándose de valor para tocarle los pechos, el vientre, el hueco de la espalda; y Eugenia respondía con suspiritos, si de miedo o de satisfacción no lo sabía. Y cuando, por fin, su propia urgencia lo desbordó, y entró en ella con un grito estremecedor, sintió sus dientecitos afilados en el hombro, mientras lo recibía, palpitante, doliente y desfallecida.

—Ah —dijo, entre el calor y la humedad—, eres pura miel, eres tan dulce, querida.

Oyó una extraña risita ahogada, algo entre la risa y el llanto, proveniente de su garganta. Pensó en los misterios del conocimiento, en lo que el hombre y la mujer, al igual que los animales, podían hacer si seguían sus instintos sin temor. Ella, la blanca y fría Eugenia, le hundía la cara caliente en el cuello, y le besaba una y otra vez donde le latía la vena. Tenía los dedos enredados en su pelo, las piernas entrelazadas con las suyas, y aquélla era Eugenia, de quien había dicho que moriría si no podía tenerla.

—Ah, querida mía —dijo—, vamos a ser tan felices, vamos a ser tan felices juntos, esto es desbordante.

Y ella soltaba risitas ahogadas, y giraba sobre su espalda y tiraba de él, y pedía más. Y cuando se durmieron, inquietos, William se despertó en la oscuridad del amanecer para ver que ella tenía sus enormes ojos clavados en él, y se encontró con que sus manos le acariciaban las partes íntimas y los ruiditos sollozantes empezaban otra vez, y le pedían más, y más, y más aún.

Y entonces la doncella llamó a la puerta, con el agua caliente y el té mañanero y las galletas, y Eugenia giró sobre sí misma y se apartó, rápida como un lagarto sobre una piedra caliente, y se quedó inmóvil, como la bella durmiente, la sonrosada cara serena bajo su pelo.

¿De modo que vivió feliz para siempre? Entre el final del cuento de hadas con su triunfo nupcial, entre el final de la novela con su visión moral obtenida a duras penas, y el breve atisbo de muerte y obligada descendencia, yace una pseudo-eternidad de armonía, apacible y tranquila, de cariño creciente y retoños balbuceantes, de huertos maduros y campos de maíz de pesadas mazorcas, recolectados en noches calurosas. William, como muchos seres humanos, se esperaba algo parecido en algún tranquilo rincón de sus emociones y, aunque no lo habría reconocido si se lo hubieran preguntado, se habría mostrado debidamente precavido respecto al incierto futuro. Desde luego, esperaba que se desarrollase una especie de nueva comunicación íntima entre él y su esposa y, de alguna manera, contaba con que fuese ella quien la iniciara. Las mujeres eran expertas en cuestiones emocionales, y gran parte de las cosas que le preocupaban: su ambición, su deseo de descubrir cosas, sus ganas de viajar, parecían temas inadecuados para exploraciones tan delicadas. Durante las primeras semanas de su matrimonio tuvo la sensación de que sus cuerpos se hablaban el uno al otro en una especie de revoloteo de oro fundido que los bañaba, una especie de tienda radiante de tacto sedoso y suavidad reluciente, de manera que los silencios largos y tiernos eran una forma natural de comunión a la luz mundana y gris del día. Luego, una tarde, su mujer vino hasta él con los ojos bajos y dijo en un susurro sereno que creía estar esperando un niño, que creía que podían esperar un feliz acontecimiento. Si su primera emoción fue un pinchazo de miedo, se apresuró a ocultarla, para acariciarla y felicitarla, para hacerla volverse, risueño, y decirle que parecía muy distinta, una criatura nueva, maravillosamente misteriosa. Ella se sonrió rápida y brevemente al oírlo, y luego dijo que no se sentía del todo ella misma, que se encontraba un poco mal, que tenía algunas náuseas, aunque sin duda era de lo más normal. Y tan deprisa como se había abierto la puerta de su felicidad, se cerró de golpe de nuevo, el jardín dorado de las noches, la miel y las rosas. Dormía solo, y su mujer dormía sola en su nido blanco y se hinchaba poco a poco, mientras se le desarrollaban unos pechos enormes y una papada cremosa, junto con el bulto que llevaba delante.

Con su embarazo, Eugenia desapareció en un mundo de mujeres. Dormía mucho, se levantaba tarde, y se retiraba otra vez al atardecer. Se entretenía haciendo ropitas de encaje, fajitas de gasa, gorritos con cintas, y calcetines diminutos. Se pasaba horas sentada mirando en el espejo la redondez cremosa de su cara, mientras tras ella su doncella le cepillaba una y otra vez el pelo, que se volvía más brillante a cada pasada. Se le hincharon los tobillos; se quedaba tumbada en los sofás, con un libro cerrado en la mano, mirando al vacío. A su debido tiempo la espera llegó a su fin, se llamó al doctor, y se retiró a Eugenia a su habitación con una multitud de enfermeras y sirvientas, una de las cuales, tras un periodo de casi dieciocho horas, anunció a William que era el feliz padre no ya de una, sino de dos criaturas vivientes, dos niñas, las dos en perfecto estado. Mujeres atareadas se deslizaban por delante de William mientras asimilaba esta información, cargadas con cubos de lavazas inidentificables y cestos de paños manchados. Cuando entró para ver a Eugenia, estaba recostada sobre almohadas recién almidonadas, con el pelo adornado con una cinta azul celeste, y el cuerpo oculto hasta la barbilla bajo colchas inmaculadas. Sus hijas yacían junto a ella en un cesto, como dos huevos en una caja, fajadas como momias diminutas, las caritas con manchas pasajeras de color rojo y marfil y azul pizarra, estrujadas bajo capotas sujetas con imperdibles. Había un olor a lavanda proveniente de las sábanas, y perduraba aún toda otra serie de olores debidos al alumbramiento, posteriormente disimulados, de carácter furtivo, lechosos y sanguinolentos. William se inclinó para besar a su mujer en la mejilla, que estaba fría, a pesar de que tenía gotas de sudor en el nacimiento del pelo y a lo largo del labio superior. Eugenia cerró los ojos. Él se sentía enorme, sucio, inflado, impropio en aquella habitación, entre aquellos olores. Eugenia dio un suspirito, sin decir nada.

—Estoy muy orgulloso de ti —dijo William, a la vez que sentía cómo su voz masculina gruñía y raspaba entre aquellas capas de suavidad.

—Ahora tiene que irse, está agotada —le dijo la comadrona.

A las niñas les pusieron de nombre Agnes y Dora, y las bautizó Harald en la capilla. Para entonces, ya tenían cara. Idénticas caras, idénticas bocas que se abrían en idénticos momentos, idénticas mejillas e idénticos ojos azules. Recordaban al propio Harald, eran de pura cepa. Tenían una ligera pelusilla blanca en sus cabecitas palpitantes.

—Como las crías de cisne —le dijo William a Eugenia, una vez que se encontró, en contra de su costumbre, sentado a su lado en el salón, cuando la niñera bajó a las niñas para la visita diaria a su madre—. Tú eres como el plumón del cisne, y ellas son tus crías. No se parecen nada a mí.

Eugenia, embozada en chales de seda, sacó una mano de entre las niñas y le cogió la suya.

—Ya se parecerán —dijo, con una nueva esperanza de matrona—. He visto tantos bebés… Cambian de una semana para otra, incluso de un día para otro. Los parecidos pasan por sus caritas como las nubes, a papá un día, al abuelo el otro, a la tía Ponsonby el martes y a la bisabuela el viernes a la hora de cenar. Es por lo blandos que son, los pobrecitos, por lo plásticos; de repente ves tu propia barbilla en Agnes y a una de tus abuelas sonriéndote desde los ojos de Dora a poca paciencia que tengas.

—Seguro que tienes razón —dijo William, a la vez que notaba con sorpresa y satisfacción que la manita redonda seguía en la suya, que aquellas yemas tan suaves seguían en contacto con su palma.

A las niñitas las amamantaba una nodriza, Peggy Madden, que no se correspondía en absoluto con las fantasías de William al respecto, quien se imaginaba una mujer de imponente aspecto, toda abundancia y generosidad, con los brazos gordos y el regazo amplio, además del pecho capaz. Peggy Maden era una criatura delgada, con el cuello largo como una grulla, y brazos de alambre. Por regla general, llevaba un vestido color tierra, abotonado hasta la barbilla, bajo un delantal azul marino. Bajo esta ropa discreta y modesta, se veía que sus pechos eran desproporcionados, dos globos prominentes sin relación alguna con su elegante cintura y sus hombros delicados. Su contemplación hacía que William tomara incómoda conciencia de la correspondiente hinchazón que provocaban en su cuerpo. De todas formas, la existencia de Peggy había restablecido el uso del cuerpo de Eugenia, y William, de retirada, se encontró la puerta del dormitorio de ella insinuantemente abierta, y un fuego cálido parpadeando más allá. Se adentró en su resplandor, y fue recibido en la cama con los mismos arrumacos acogedores, el mismo éxtasis fulgurante, los mismos grititos que antes, sólo que la piel estaba más blanda y dilatada, que los pechos donde reclinaba su cabeza triunfante eran más grandes y azucarados, que el centro estaba más blando y replegado. Y el modelo completo se reprodujo otra vez: las breves semanas de placer, los largos meses de languidez amistosa y excluyente, la fabricación del nido, el nacimiento de su hijo, otra cría de cisne con la cabeza blanca, y vuelta a empezar, exactamente igual, hasta que tuvo otro par de gemelas, Meg y Arabella. Eugenia dijo que el niño tenía que llamarse Edgar, y ésa fue la única vez que puso pegas o que trató de hacerse valer. Había un Edgar en cada generación de Alabasters, dijo Eugenia poniendo morritos y metiendo su generosa barbilla. William dijo que su hijo no era un Alabaster sino un Adamson, y que desearía darle un nombre de su propia familia, por poco distinguido que fuera.

—No veo por qué —dijo Eugenia—. No vemos a tu familia, ni nos tratamos con ella, ni parece que vayamos a hacerlo. Tu familia no viene hasta aquí, y Edgar no los va a conocer, supongo. Nosotros somos tu familia, y creo que debes reconocer que hemos sido buenos contigo.

—Más que buenos, querida, más que buenos. Sólo que…

—¿Sólo que…?

—Me gustaría tener algo mío. Y mi hijo es mío, en cierto modo.

Ella lo meditó entristecida, confusa. Luego dijo pacíficamente:

—Podríamos llamarlo William Edgar.

—Mi nombre no, el de mi padre, Robert. Robert es un bonito nombre inglés.

—Robert Edgar.

Parecía una descortesía protestar porque le pusieran Edgar después de eso. Y al niño se le conoció por Robert, y a veces William pensaba que veía su propia mirada despierta en la cara de la criaturita, aunque el niño, como los otros cinco, era sobre todo un Alabaster, una criatura pálida, bien dibujada, nerviosa. Cinco en tres años era, incluso en aquellos días, una familia extensa y rápida, una masa de carne infantil tambaleante como una camada de cachorros, se sorprendió William pensando una vez. Porque no era feliz. Tal vez no hubiera sido nunca exactamente feliz, aunque tenía lo que había deseado, lo que había escrito en su diario que había deseado.

No era feliz por muchas razones. Ante todo, y todos los días, le preocupaba haber perdido sus objetivos, incluso su vocación. No podía pedirle a Harald que le ayudara a organizar otra expedición, con unos hijos recién nacidos tan pequeños; parecía una grosería. Volvió a ponerse a catalogar la colección de Harald, y dedicó horas y días y semanas de trabajo a enmarcar especímenes, a inventar ingeniosas formas de almacenaje, y hasta a comparar, bajo el microscopio, hormigas y arañas africanas con las procedentes de Malaya y de América. Pero la colección era tan aleatoria, tenía tantas lagunas, que a menudo se descorazonaba. Y aquel trabajo no era para lo que estaba hecho. Él quería observar la vida, no conchas muertas, quería conocer los procesos de las cosas vivientes. A veces establecía una analogía, casi amargamente, entre la colección de élitros y cajas torácicas y patas de elefante y plumas del paraíso de Harald con el interminable libro circular de Harald sobre el Plan divino, que se metía en un lío tras otro, que pasaba de un claro momentáneamente iluminado al matorral espinoso de la duda honesta.

Cuanto más miraban los dos pieles, dientes, flores, picos y trompas, más consciente se hacía él de una inmensa fuerza inexorable, fortuita y constructiva, que no era paciente porque era necia y descuidada, que no amaba porque era implacable descartando lo inútil o lo dañado, que no era artística porque no hacían falta maravillas para abastecer sus delicadas y brutales energías, sino que era compleja, bella y terrible. Y cuanto más se deleitaba en las propias observaciones derivadas de los trabajos que iba haciendo, más vanos y patéticos le parecían los intentos de Harald de arrojar una red de teología sobre ella, de buscar en sus manejos y en sus cavilaciones un espejo de su propia mente, de exigirle bondad o justicia. A veces habría discutido ferozmente con Harald; siempre experimentaba una especie de inhibición a la hora de expresar con total claridad lo que creía, porque se sentía en deuda con aquel hombre mayor que él, además de deferente y protector. Y era lo bastante arrogante para creer que, si decía todo lo que pensaba de verdad, llevaría a su mecenas y suegro a la desesperación más absoluta. Y también era lo suficientemente humano como para que le repugnase hacerlo.

Pero esa inhibición acrecentaba la soledad que era su otro problema. Había estado solo en las selvas del Amazonas. Se había sentado junto a un fuego en un claro, mientras escuchaba aullidos de monos y zumbidos de alas, y se había dicho a sí mismo que habría dado cualquier cosa por escuchar una voz humana, una pregunta convencional, «¿Qué tal estás?», un comentario banal sobre el tiempo, o sobre el monótono sabor de la comida. Pero allí también había tenido conciencia de sí mismo: un ser pensante que sobrevivía gracias a aguzar su ingenio, una mente en un cuerpo frágil, bajo el sol y la luna, bañado en sudor y en los vapores del río, picado por mosquitos y moscas agresivas, con los sentidos alerta por las culebras y los animales de los que podía alimentarse. Aquí, en medio de la cerrada y complicada sociedad de la casa de campo, se sentía solo de una manera diferente, a pesar de que casi nunca estaba exactamente solo. No tenía cabida en el mundo femenino de la cocina, el cuarto de los niños, y el saloncito. A sus pequeñas se las pasaban de mano en mano, de la nodriza a la niñera, las llevaban en cochecitos y las alimentaban con frascos y cucharillas. Su mujer sesteaba y cosía, y sus sirvientas la alimentaban y acicalaban. Las otras muchachas se ausentaban para hacer una cosa u otra, se vestían y se desvestían y jugaban a juegos complicados por las noches con palitos y cartas alfabéticas, con tableros y dados. Los jóvenes no solían estar en casa y, cuando lo estaban, se pasaban el tiempo fumando y haciendo ruido. Le gustaba Robín Swinnerton, a quien parecía caerle bien, pero las relaciones entre Eugenia y Rowena se habían enfriado cuando Rowena no había tenido niños y Eugenia sí, y los Swinnerton solían salir de viaje a los Lagos, o a París o a los Alpes.

Los criados siempre estaban ocupados y, en general, callados. Se perdían de repente tras sus propias puertas en zonas misteriosas en las que él nunca se había internado, aunque se los encontraba en todos los recodos de los lugares en donde se desarrollaba su propia vida. Le preparaban el baño, le abrían la cama, le servían la comida y le retiraban los platos. Se llevaban su ropa sucia y se la traían limpia. Tenían tantas cosas que hacer urgentemente como pocas los niños de la casa. Una vez que se había levantado a las cinco y media porque no se podía dormir, había cruzado una puerta que llevaba a la cocina, con la intención de coger un poco de pan y caminar hasta el río, para ver el amanecer sobre el agua, y había sorprendido a una ayudante de cocina, un diminuto duendecillo negro con una cofia, que llevaba una escoba y dos cubos enormes, y que dio un gritito al verlo, porque no se lo esperaba, y dejó caer un cubo con gran estrépito. Al percibir señales de movimiento, él miró en el cubo y vio un hervidero de escarabajos negros, de varias pulgadas de fondo, que se tropezaban y agitaban las patas y las antenas, pringados de algo gelatinoso.

—¿Qué está haciendo? —le había preguntado.

—He estado vaciando las trampas —contestó la niña. No era más que una niña. Le temblaba la boca—. Cuando bajé, el fregadero estaba lleno de bichos, señor. Tengo que colocar las trampas por la noche, la señorita Larkins me enseñó cómo, se pone melaza en uno de estos cubos de lata tan profundos, y así caen dentro y no pueden ponerse derechos. Y luego tengo que sacarlos y echar agua hirviendo encima. Se asombraría de ver cómo vuelven, señor, da igual a cuantos achicharre. Odio el olor —dijo, y luego, como temerosa de aquel comentario humano, agarró el cubo—. Le ruego que me perdone —dijo vagamente, segura de que, de alguna manera, estaba equivocada.

Se le pasó por la cabeza la idea de hacer un estudio sobre aquellos escarabajos, que eran tan abundantes y tan poco deseados.

—Me pregunto si hay alguna manera de ver cómo se reproducen. ¿Cree usted que podría conseguirme unos veinticinco ejemplares gordos y saludables? A cambio de algo, claro.

—Comen casi de todo —dijo—, supongo. Son unos bichos asquerosos, te estallan bajo los pies por la mañana. No creo que a la señorita Larkins le guste que coja ninguno vivo si a usted le da lo mismo, quiere que los abrase, y pronto, antes de que los señores se levanten. Le preguntaré de su parte, pero no creo que le haga gracia.

Su aliento tenía un ligero olor que se distinguía a cierta distancia. Tanto la melaza como los insectos que se revolvían y crepitaban tenían un olor penetrante y enfermizo. Retrocedió, olvidándose del pan. Ella recogió sus cubos, mientras se le tensaban los músculos de sus hombros delicados y de su fino cuello. No pudo ponerse a imaginar su vida, sus hábitos de pensamiento, sus esperanzas y sus miedos. Pasó a tener una confusa impresión de ella en la memoria, con sus coleópteros atrapados, debatiéndose sin esperanza.

Si tenía un sitio era en los espacios entre la molicie acolchada de la familia y las jerarquías de sirvientes encerradas en los áticos, los sótanos y los trasteros. En el cuarto de estudio, por ejemplo, donde a veces se descubría a sí mismo observando a las habitantes de la colmena y del invertido hormiguero de cristal, ambos consolidados con éxito y en pleno funcionamiento. Se iba hasta allí cuando sabía que las niñas estaban jugando fuera o de paseo, y de vez en cuando se encontraba con Matty Crompton, cuya posición en la casa, pensaba a veces tristemente, era tan incierta como la suya. Los dos eran pobres, los dos empleados a medias, los dos, ahora, parientes de los amos, pero no amos. No se lo contaba a Matty Crompton, que se andaba con más cautela con William desde su matrimonio y se dirigía a él con puntilloso respeto. Empezó a preguntarse cómo pasaría los días, de la misma forma que también empezó a fijarse en el duro trabajo de criaturas como el duendecillo que achicharraba a los escarabajos, y llegó a la conclusión que a Matty Crompton se le pedía que «fuese útil» sin adjudicarle ningún puesto que la degradara. A las mujeres se les daba mejor ocuparse en algo útil, suponía. Las casas como aquélla las llevaban mujeres, y estaban pensadas para ellas. Harald Alabaster era el amo, pero constituía, hasta donde llegaba el runrún de los relojes y los engranajes domésticos, un deus absconditus que lo ponía todo a funcionar, y tal vez pudiera pararlo con un solo toque, pero tenía poco que ver con la utilización de la energía.

Fue una sugerencia casual de Matty Crompton, de cualquier forma, lo que le llevó a emprender de nuevo una actividad con una finalidad concreta. Se la encontró una mañana de finales de primavera, sentada en la mesa, enfrente del hormiguero con un platito de porcelana con trocitos de fruta, de pastel y de carne, y un gran cuaderno, en el que escribía afanosamente.

—Buenos días, espero no molestarla.

—De ningún modo. Estoy haciendo experimentos sobre el comportamiento de estos fascinantes animalitos. Sin duda, a usted mis investigaciones le parecerán muy toscas.

Él lo puso en duda, y le preguntó qué estaba estudiando.

—He estado poniendo distintos alimentos en la superficie de la tierra del tanque, y contando el número de hormigas que se apresuran a aprovisionarse de comida y lo rápido que acaban con ella, y cómo lo hacen. Acérquese y mire; les atraen mucho los trozos de melón y de uvas; a este pedacito de fruta dulce le ha llevado casi exactamente media hora convertirse en poco más que un acerico viviente. Siempre empiezan por lo mismo, mordiendo la fruta y absorbiéndola desde abajo, enterrando sus cuerpos en ella si se puede y chupándola poco a poco hasta que la dejan seca. Mientras que los trocitos de jamón los levantan a pulso varias hormigas a la vez, y los introducen en el nido por las rendijas de la superficie, donde se los pasan a otras hormigas. No se puede dejar de admirar la manera que tienen de comunicarse las unas a las otras la existencia del melón o del jamón, el número de hormigas que hace falta para chuparlo o transportarlo. Parece que sus métodos no tienen orden ni concierto, pero son tan deliberados… Estoy convencida de que todo este hormigueo se puede traducir en mensajes dados y recibidos. Espero que mi Formica prima no se ahogue en el jugo. Lleva sin moverse de ahí lo menos diez minutos.

—No me diga que ha llegado a reconocer a las hormigas una por una.

—Durante unas cuantas horas puedo seguir a una, si es que alguna vez tengo unas cuantas horas, pero no se me ocurre ningún método para marcar a alguna de modo que pueda reconocerla cuando la vuelvo a ver. Me he fijado en que algunas hormigas, me parece, son mucho más activas que otras, incitan a las otras a moverse, cambian de actividad o de dirección. Pero nunca puedo quedarme lo suficiente de una sola vez.

—Si marcásemos a una con cochinilla, puede que sus compañeras la rechazasen…

—Seguramente sería una manera… ¿pero se vería el color?

—¿Puedo ver su cuaderno?

Miró sus dibujos, perspicaces y cuidadosos, a lápiz, con tinta india, de hormigas alimentándose, de hormigas luchando, de hormigas levantando parte del cuerpo para regurgitarse el néctar las unas a las otras, de hormigas acariciando larvas y cargando pupas.

—Hace usted que me avergüence, señorita Crompton. He estado dándole vueltas en secreto a… la interrupción de mis esperadas investigaciones sobre la vida de los insectos en la cuenca del Amazonas… dada la buena suerte que tengo últimamente… Y aquí está usted, haciendo lo que yo debería estar haciendo, observando el mundo desconocido que tenemos a mano.

—Naturalmente, mi radio de acción es más limitado. Estoy acostumbrada a fijarme en lo que tengo más cerca.

Sintió su mirada examinándolo, tasándolo.

—Si en algún momento —dijo— quisiera hacer un estudio del gran hormiguero del que salió esta colonia, por ejemplo, estoy segura de que podría «contratarnos» a mí y a las niñas como humildes ayudantes y encargadas de cuentas…

—He visto nidos tanto de Acanthomyops fuliginosus como de la Formica sanguinea que se dedica a atrapar esclavas cerca de nuestra ciudadela original. Un estudio comparativo podría ofrecer mucho interés…

—Pero no podemos ver lo que pasa dentro, como aquí…

—No, pero podemos inventar medios y maneras de ver muchas cosas. Le estoy muy agradecido, señorita Crompton.

Estuvo a punto de decir: «Me ha devuelto usted cierta esperanza», pero se dio cuenta a tiempo de que no venía al caso, y hasta era un poco desleal.

Esta conversación tuvo lugar, por lo que pudo recordar luego, en la primavera de 1861, poco después del nacimiento de Agnes y Dora. Llevaba en Bredely casi un año exacto. Más tarde, vería en esta conversación el origen del estudio cada vez más ambicioso de las comunidades de hormigas y, en menor medida, de las colmenas de las inmediaciones del Hall, que a lo largo de los tres años siguientes iban a realizar él mismo y un equipo de ayudantes: las niñas del cuarto de estudio y la señorita Mead, el chico del jardinero y su hermanito, y la propia Matty Crompton, despierta y eficiente. Las hormigas son animales estacionales, que viven intensamente en los meses de verano y duermen cuando hace frío. William empezaba a descubrir en 1861 que su propia vida estaba sujeta a las mismas fluctuaciones estacionales. El renovado interés de Eugenia por él, una vez las niñitas se encontraron a salvo en el cuarto de los niños con Peggy Madden y sus pechos hinchados, coincidió así con los acontecimientos en el campo a los que Matty Crompton le invitaba a prestar atención. Eugenia, la respetable madre, ya nunca estaba dispuesta a unirse a ningún paseo comunitario por la orilla del río, por no hablar de andar revolviendo la tierra del bosquecillo de los olmos, pero solía aparecer por allí una o dos veces, exquisita y vulnerable, vestida de muselina blanca, con cintas azul celeste y una sombrillita blanca, y se quedaba esperando que le hiciera caso, cosa que le premiaba con una sonrisita lenta y secreta. Después, la mayoría de las veces se daba la vuelta y regresaba despacio hasta la casa, sabiendo que él tenía que seguirla, que soltaría su desplantador y se uniría rápidamente a ella, que su mano lícita descansaría amorosamente en su fajín azul mientras, con una cierta conciencia, se irían adentrando en sus propias habitaciones. No obstante, de una manera un tanto fortuita, en ese primer año se descubrieron y clasificaron varios nidos.

Había un nido madre, con un túmulo de seis pies y una ciudad subterránea de aproximadamente cuatro, al que la vivaracha Margaret apodó irrespetuosamente el nido Osborne, por la residencia de verano de la reina Victoria. Tenía sus satélites o colonias, el Tronco del Bosquecillo de Olmos, la Colonia de las Zarzas y el Nido del Muro de Piedra, y una que había caído en desuso, denominada por la señorita Mead, que tenía un toque poético, el Pueblo Desierto. Fue también la señorita Mead la responsable del nombre del Tronco del Bosquecillo de Olmos, una acertada descripción de la localización del floreciente nido nuevo en el tocón del árbol, pero una referencia además al poema de Robert Browning «Nostalgia del hogar en el extranjero», en el que se describe la nostalgia del expatriado por la primavera inglesa, que William había experimentado tan intensamente en medio del calor constante, sin estaciones, de los trópicos.

Ay, quién estuviera en Inglaterra

ahora que allí es abril

y cualquiera que se despierte en Inglaterra

ve, por sorpresa, una mañana

que las ramas más bajas y el haz de matas

que rodean el tronco del olmo se cubren de hojitas,

mientras el pinzón canta en una rama del huerto

en Inglaterra, ¡ahora mismo!

Hasta la primavera siguiente, en 1862, la añoranza contraria de olores tropicales, de monos aulladores, del espacio del río y de la gente indolente que había conocido, no se hizo sentir con su propia fuerza. En 1861 les dijo a la señorita Mead y a Matty Crompton cuánto había significado ese poema para él, cómo se habían grabado en su imaginación las hojitas y la frescura de la primavera, y ellas respondieron que todo eso les parecía muy interesante. El Nido Madre y sus satélites eran todos ciudades de la hormiga de los bosques, Formica rufa. Pero también se descubrieron ciudades de hormigas negras, Acanthomyops fuliginosus, y de hormigas amarillas del césped, Acanthomyops umbratus, y de las ferruginosas esclavistas, Formica sanguinea. La señorita Mead quería ponerles de nombre a las ciudadelas de estas últimas Pandemónium, según la ciudad de los demonios de Milton, y se quedó en el claro, con sus anteojos brillando a la luz del sol, y recitó El paraíso perdido.

«… pero sobre todo el espacioso vestíbulo…

totalmente plagado, tanto su suelo como su aire

acariciados por un frufrú de alas al rozarse.»

—Eso eran abejas —dijo Matty Crompton—. Sigue diciendo,

«… Igual que las abejas

en primavera, cuando el sol transita por Tauro,

rebosan racimos de su populosa prole

por toda la colmena; entre frescos rocíos y flores

vuelan de acá para allá, o sobre la alisada tabla,

la colonia exterior de su ciudadela hecha de paja,

con bálsamo recién frotada, detallan y cotejan

sus asuntos de estado: así de densa la etérea multitud

bullía y se apretaba; sin embargo, a una señal,

¡oh, maravilla!, los que hasta entonces parecían

superar en tamaño a los hijos gigantes de la tierra,

ahora menores que los más diminutos enanos, en un angosto espacio

se apiñan incontables, como esa raza de pigmeos

tras la cordillera india; o mágicos elfos,

cuyas juergas nocturnas, a la vera de un bosque

o de una fuente, algún campesino rezagado ve

o sueña que ve, mientras en lo alto la luna

se posa conciliadora, y más cerca de la tierra

sigue, rodando, su pálido curso; en sus risas y bailes

absortos, ellos con músicas alegres le encantan los oídos;

de contento y miedo al tiempo, el corazón le da un vuelco.»

—Deberíamos rebautizar la colmena con el nombre de Pandemónium si vamos a hacer referencia a Milton.

William se dio cuenta de que las observaciones de Milton sobre las abejas eran exactas, y de que la señorita Crompton se sabía su Milton extraordinariamente bien.

—Me hicieron aprenderme ese pasaje de memoria como ejemplo de comparación heroica —dijo la señorita Crompton—. La verdad es que no me arrepiento, es muy bonito, y no se puede decir que me costara aprenderlo. Tengo buena memoria, se me quedan las cosas rápidamente. Pero si le ponemos Pandemónium a la colmena, ¿qué nombre vamos a darle al hogar de las hormigas esclavistas?

—¡Qué comercio más horrible! —dijo la señorita Mead, con inusitada vehemencia—. Nunca he llorado tanto con un libro como con La cabaña del tío Tom. Rezo todas las noches por la causa del presidente Lincoln.

Se acababan de producir los primeros enfrentamientos en la guerra entre los estados. En Bredely había división de opiniones respecto a este tema (gran parte del dinero de la familia provenía del comercio de algodón de Lancashire), y por consiguiente no se discutía a fondo sobre él. William le contó a la señorita Mead que había visto el funcionamiento de la esclavitud en las plantaciones de caucho brasileñas, y estaba de acuerdo en que era tremenda, a pesar de que funcionaba de otra manera en aquel país donde sólo una pequeña parte de la población era racialmente pura, ya fuera blanca, negra o india.

—Varios de los compañeros más agradables que tenía allí —dijo— eran negros liberados, hombres de sólidos principios y amable disposición.

—¡Qué interesante! —dijo Matty Crompton.

—Y hay una ley que les prohíbe a los portugueses hacer esclavos a los indios, comprándoselos cuando son niños a los jefes de las tribus. Eso ha dado lugar a que los comerciantes portugueses de carne humana empleen un curioso eufemismo. Utilizan la palabra «rescatar» (resgatar) para decir que compran gente. La tribu de Manaos es muy guerrera y hace esclavos a sus prisioneros, que son luego «rescatados» por los portugueses y forzados a la esclavitud. Así que resgatar es la palabra corriente para la compra de niños a lo largo del río. Con lo cual se degrada el concepto de rescate, tanto en un sentido teológico como humano.

—¡Qué horror! —dijo la señorita Mead—. Y usted vio esas cosas…

—Vi cosas que ni se me pasaría por la cabeza contarles —dijo William—, por miedo a provocarles pesadillas. Pero también vi inconcebibles muestras de bondad humana y de sana camaradería, sobre todo entre la gente de raza negra y mixta.

Volvió a sentir la mirada penetrante de la señorita Crompton. Era como un pájaro, de vista aguda y atenta.

—Me gustaría que nos contara más cosas. No deberíamos vivir a espaldas del resto del mundo.

—Reservaré mis relatos de viajes para las veladas de invierno junto a la chimenea. Ahora tenemos que ponerle un nombre al nido de las Formica sanguinea.

—Podríamos llamarla Atenas con toda justicia —dijo la señorita Crompton—, ya que la civilización griega, que tanto admiramos, se fundó sobre la esclavitud, y hasta me atrevería a decir que no habría brillado con tanto esplendor a no ser por ella. Claro que su arquitectura, si se puede denominarla así, es menos gloriosa.

Las diminutas habitantes del lugar correteaban bajo sus pies o entre ellos, nerviosas e irritables, acarreando pedacitos y hebras de esto y de lo otro.

—Propongo el Fuerte Rojo —dijo William—. Suena bastante guerrero, y hace alusión al color de las Sanguinea.

—El Fuerte Rojo entonces —dijo Matty Crompton—. Me consagraré a su geografía y a su historia, si no ab urbe condita, al menos a partir de nuestro descubrimiento de él.

Y una o dos veces más se la encontró trabajando diligentemente, registrando episodios de la vida de la colmena y la ciudad. Las hormigas de los bosques de toda aquella parte de Surrey escogieron la fiesta de San Juan para su vuelo nupcial. Nadie había contado con eso en 1861; de hecho, los jóvenes y las ocupantes del cuarto de estudio estaban todos participando en una merienda de fresas en el césped, cuando cientos de criaturas aladas, aturdidas y tambaleantes, machos y hembras, cayeron del cielo sobre los sandwiches de pepino y la nata líquida de las jarritas de plata, escabulléndose a toda prisa por parejas, ahogándose en jugo de fresas y en Orange Pekoe, trepando por cucharillas y servilletitas bordadas. Eugenia se enojó mucho, y se quitó con dos dedos y una quisquillosa mueca de disgusto varios machos que erraban por el cuello de su vestido, ayudada por William, que apartaba de una manotazo la multitud de patitas que se agarraban a su pelo y a su quitasol. Las niñitas corrían de un lado a otro chillando y sacudiéndose la ropa. La señorita Crompton sacó su cuaderno de apuntes y se puso a dibujar. Cuando Elaine trató de echar un vistazo a sus bocetos cerró el cuaderno de golpe y lo metió en su cesto, para dirigir su atención a la batalla entre los Alabaster y las hormigas, sacudir el mantel con un vigoroso tirón y guardar la mantequilla. Las hormigas muertas y las moribundas se acumulaban en sedosos montoncitos plateados y negros. La cocinera los barría del alféizar de la cocina con una escoba. Mientras las criadas se apresuraban a meterse dentro con las cosas de la merienda, William tuvo otro vislumbre de su diminuto duendecillo de los escarabajos, que trotaba porfiadamente por la hierba con la pesada tetera. La señorita Crompton, eximida de su responsabilidad, sacó de nuevo su cuaderno de dibujo. William (estaba en el final de su segunda luna de miel) siguió a Eugenia al interior de la casa para que se cambiara de vestido, para asegurarse de que ningún bicho de la plaga se había quedado atrapado en algún volante o algún pliegue de algodón almidonado.

Durante el invierno, incómodo por el frío, tanto por el humano de Eugenia como por el climático, William tuvo su primera discusión real con Harald Alabaster. El frío tampoco era bueno para Harald. El estudio estaba todo lo lejos posible de la cocina y de las instalaciones de la calefacción para que el amo de la casa se viese libre de los olores de la comida y del humo; por consiguiente, incluso con un fuego encendido en el hogar, era demasiado frío para trabajar. El invierno aportó vitalidad a los hombres más jóvenes de la casa. Edgar y Lionel se pasaban el tiempo fuera, disparando o cazando, y regresaban con pesadas cargas de animales sanguinolentos, con las plumas o la piel salpicadas de sangre, y sangre a menudo también en sus manos y en sus ropas. Su vitalidad hacía que el aislamiento de su padre pareciese aún mayor. Parecía casi confinado en su estudio, y era prácticamente invisible cuando se paseaba por los pasillos o se quedaba rondando el umbral del cálido nidito de su mujer. Mandó un criado para pedirle a William que fuese hasta allí y viese un pasaje nuevo que había confeccionado sobre las evidencias de la providencia divina.

—Pensé que le interesaría echarle un vistazo, sobre todo porque contiene ciertos argumentos, ciertos ejemplos, que caen dentro de su especialidad. He llegado a este razonamiento siguiendo la dirección del misterio y la certeza del amor. Tal vez tenga usted la bondad de echarle una ojeada.

Le alargó sus papeles, escritos con una letra diminuta y precisa, que empezaba a mostrar señales del temblor de las manos ancianas, del debilitamiento de los nervios y los músculos. El papel estaba muy trabajado, y recordaba una especie de labor de retales, con párrafos tachados con rayas negras, reinsertados más arriba o más abajo, encerrados en redondeles o partidos. William se sentó en la silla de su suegro y trató de encontrarle un sentido, mientras su irritación iba en aumento. Era una nueva exposición de viejos argumentos, algunos de los cuales el propio Harald ya había descartado, por insostenibles, en sus conversaciones.