Segunda Parte
(Las Vegas - el pasado)
Tiro los dados con todas mis esperanzas, mis creencias y la fotografía de la abuela que hacia magia. Los dados cargados con todas las imágenes de lo posible. Los cubos giran golpeándose en el aire entre sí, en todas sus combinaciones posibles. Elevo mi intuición al cielo, me encomiendo a lo sagrado y contengo la respiración al momento en que éstos golpean la pared de la mesa de juego donde rebotan, y en un último giro, caen incólumes en el área donde las fichas que representan dinero descansan en montones, y todo lo que se había detenido vuelve a ponerse en movimiento, excepto un dado, el cual continua girando y girando obligándome a mí y a todos los jugadores en la mesa, a mantener la respiración en un hilo… He aquí la suerte; las meseras yendo de un lado a otro llevando tragos, el sonido combinado de la ruleta, las máquinas de juego y las fichas cayendo sobre las mesas, la voz del crupier quien estira las apuestas, los gritos de los otros perdedores, de los pocos ganadores, la adversidad que nadie se espera. El dado gira, y es mi rostro en diferentes ocasiones; todos los “yo” que abren los ojos cada mañana, el que apuesta y siente mariposas en el estómago mientras arroja los dados al aire a una velocidad inusitada.
Mientras dejamos los dados se detengan, y los rostros de los hombres recuperen sus facciones, vayamos atrás en el tiempo y permitamos al hombre frente al espejo de un baño equis, de un lugar equis, reconocerse así mismo, entre los destellos de luz de otro día en su carrera contra el tiempo…
18Acabo de vomitar, tengo un sabor terrible en la boca aunque no conservo nada en el estómago. Estoy un tanto mareado, cogido del lavabo, con lágrimas en los ojos… no sé quién soy. Busco dentro de la chaqueta, encuentro una identificación en el bolsillo interior y leo mi nombre. Es como si lo escuchara por primera vez, sencillamente no me suena. Mi cara en el reflejo no logra encuadrar con aquella que desde la identificación me mira. Llevo sangre en los nudillos, aunque descubro no es mía, dado que no hay dolor y la mancha se disuelve con agua. Me entra temor pues no recuerdo. Mi camisa también tiene sangre, pero no estoy herido de ninguna parte, compruebo palpándome; tengo algunos rasguños, una pequeña inflamación en el pómulo derecho, otra más en la frente. Me despojo de la chamarra, la camisa y pongo ésta última en la basura. Me quedo en camiseta. Vuelvo a mirar la fotografía en la licencia de conducir del estado de Nevada. No hay duda alguna, el tipo en la foto debo ser yo; dos, tres años más joven, el pelo más largo y la cara más delgada, pero es el mismo que desde el cristal del baño público me observa, al menos eso quiero creer... Es posible que haya sufrido un golpe en la cabeza, pienso, y de ahí mi extrañamiento… Quizá durante la borrachera se me nubló la vista, me cambió la personalidad, o el maldito alcohol me deslavó la memoria, a saber. Me refresco el rostro nuevamente y me vuelvo a vestir la chaqueta de color negro, subo el cierre hasta el cuello. Me limpio los zapatos manchados de lodo, algunas manchas en el pantalón, más sangre. Por último me aliso el cabello y me seco las manos con papel. Cruzo una puerta, de una puerta más. Salgo del baño a un lugar de luces tenues, atmósfera azul y una música cadenciosa galopada por una mujer que en el tubo, al centro del stage, se mueve sensualmente para gusto de otros hombres. Todos beben, se relamen los labios y arrojan billetes de a dólar cada vez que la bailarina les enseña su bonito trasero, sus perfectas tetas cubiertas apenas por un minúsculo sostén. La mujer se coge del tubo, se eleva en el aire y se abraza a el con las piernas, se deja caer de espaldas. Es entonces que la reconozco, es Patricia, la mujer con quien duermo y comparto casa, mi novia. Su cabello castaño corto le cubre una parte de la cara y recuerdo porque la amo… Ahora la stripper sonríe, lanza besos a la oscuridad antes de ponerse a girar en el tubo, gira, gira, gira... Como el dado en la mesa… Como el planeta y el sistema solar… Gira como el pescado empanizado que lanzó del sartén al aire para cocerlo del otro lado en una cocina donde otros hombres parten vegetales, lavan trastos y se mueven con platillos preparados de un lado a otro a un ritmo nervioso; todo son sombras, haces de luz que pasan…
Giro en cama y me despierto; abro los ojos, muevo la cabeza de un lado a otro, tardo un momento en ubicarme, en saber quién soy. Me pongo de pie de un salto, corro la cortina; los brillos del sol entran por la cortina y me obligan a cerrar los ojos, ha de ser el mediodía. Me encuentro a varias millas de una pirámide egipcia, una torre Eiffel y a unas cuadras de una iglesia de casamientos instantáneos. Estoy en Las Vegas, mejor dicho, trabajo en Las Vegas para ser exactos. Vivo rodeado de corredores de lo ajeno, tratantes, prestamistas, golpeadores, drug dealers, dueños de burdeles y antros, por supuesto políticos corruptos -uno no se salva de ellos-, jueces de hule, dueños de casas de empeño, guardaespaldas, bailarines, espías, actores, sacadores de borrachos, borrachos, mafiosos, gente del espectáculo, policías, traficantes de menudeo, comediantes, ladrones de todas las calañas, prostitutas, padrotes, agiotistas, developers y abogados off course, entre otros vivos; y uno que otro muerto de miedo, de hambre, de soledad, qué importa. En “Ciudad Vicio” esta fauna es normal, todos son votantes y la mayoría son ciudadanos de este país. ¿Qué otra fauna podría rodearme? Más allá de los indispensables apostadores, cadis, taxistas, botones, cocineros, cuidadores de puertas, choferes, mirones, meseros, recamareras, chicas de la suerte y amigos de una noche; claro sin olvidar a los investigadores privados, los nuevos ricos, los retirados, los corruptos del tercer mundo aficionados a las apuestas -las rubias y la coca-, las modelos y los fotógrafos, así como doctores expertos en recetas para drogas duras, los productores de porno, los lavadores de plata y algunos otros más; como los extranjeros que agregan su granito de arena al sabor de la ciudad y van y vienen. De entre estos, hay varios tipos, los más comunes son quienes vestidos de shorts y camisas hawaianas, entran a los casinos a ver y a gastar los veinte dólares obligatorios en las maquinas, buscando ingenuamente su primer millón. O los que armados de teorías de cuántica y física, vienen a probar que el juego no es un asunto de suerte, sino de conocimiento. Muchos son los típicos japoneses expertos en números y ecuaciones; hindúes genios de las computadoras y alemanes maestros en la teoría de las posibilidades. Deambulan también y no podían faltar; los jeques árabes y sultanes dueños del petróleo de sus países, los príncipes, duques y otros de sangre azul que viven a expensas de sus ciudadanos y nunca han trabajado, o los ex políticos dándose la vida loca, entre otros ricos de varios sabores y colores; aunque junto, a veces codo con codo, los aficionados, los ilusos, los creyentes al vudú, Cristo o Buda y otros cultos y sectas de inclinaciones varias, encomendándose a su dios; el dios suerte, dios vía el billete; in good we trust y en nadie más, rezan mientras avientan los dados, arrojan las cartas, o miran embobados como giran las canicas en la ruleta. “Ayúdame diosito con esta y te prometo que cambiaré”. Claro está, entre los turistas no todos son ricos y creyentes, sino habría que mencionar a los transas, los vividores, los adivinadores y los farsantes... en fin, mis vecinos. Un ejemplo, el hombre de la casa de junto es un actor, y como yo, se mueve en el área del entertainment. Es un freelance, trabaja en un casino importante y lo he visto vestido de Elvis, disfrazado de Burth Reynolds y hasta de Dark Bader. Con decirles, una noche casi me da un paro cardiaco; venía medio ebrio, estacioné la carcacha, no hubo donde sino hasta tres cuadras adelante. Caminaba rumbo a casa, pensando quien sabe qué tontería, ya ustedes sabrán, mirando mis pasos; cuando al cruzar la esquina se me aparece Dark Bader, casi me cago, no por el monote que si impone, sino porque hay mucho loco por acá también, ahora mismo andan dos serial killers trabajando en el área de dowtown; el caso es que me quedé paralizado, no supe que hacer y seguramente me hubieran muerto si no es porque de la cabeza metálica salió un: “Buenas noches vecino, hasta mañana...” en la cavernosa voz del rey del lado oscuro queriendo ser amistosa. Levanté el brazo y él hizo lo mismo, hasta la borrachera se me bajó, joder sólo en esta ciudad del neón y el aire acondicionado; sin el cual no se puede vivir. De hecho, la gente sale de su carro con aire acondicionado y corre a meterse a los refrigeradores gigantescos que son los establecimientos, y es que el sol mata. La verdad, deberíamos de estar agradecidos a Las Vegas por la destrucción ambiental, mejor aún, deberíamos cobrarles por apostar con nuestras vidas y jugársela en la ruleta. ¿Se imaginan la energía, el costo de agua, electricidad y capas de ozono que se necesita para mantener frescos estos gigantescos casinos? Sin exagerar, pero dicen que con lo que gastan los neones de esta meca del destino en un sólo día, podrían mantenerse iluminadas las principales ciudades de Centro América toda una semana, o toda una zona de África. De hecho, si usted llega a Las Vegas de día, va a encontrarse con una ciudad pálida y cruda, como una puta desmaquillada después de una noche de mucho sexo, o un apostador ebrio tirado sobre las bolsas de basura a la mañana siguiente después de perderlo todo. De día es una ciudad sin sentido -otros dirían que todas lo son-, pero está en particular no es un lugar para gente normal. Más de la mitad de la población duerme de día, tal vampiros; y la otra cuarta parte, evita la luz del día lo más posible, por eso del calor que fríe las ideas. Así que todo mundo vive en ambientes artificiales, congeladores y bajo gruesas cortinas. Al principio cuando llegué, no le tenía respeto a este lugar, el más mínimo. Van a decirme que eso pasa con todas las ciudades recién uno llega y todo depende de cuánto se viva o se lleve viviendo ahí para empezar a detestar o amar el sitio. Tal vez tengan razón, pero esta ciudad no es sino una fachada en la que sus habitantes somos sombras. Huelga decirles, tiene el record en cuanto a rubias per cápita; el record mundial en cuanto a flores artificiales también –nomás dense una vueltecita por los lobbies de los hoteles y restaurantes-; el record en cuanto al uso de make up -sólo un poco atrás de California-, así como el de pintura para el pelo y otras grasas de la transformación. Por supuesto nos llevamos el de los billboards, las luces artificiales, las máquinas tragamonedas y por supuesto el de los shows, los mejores del mundo sin duda, ya lo dice la canción. Los hay para todos los bolsillos y gustos. Pueden ser desde chicas cuerísimos modelando ropa de última moda y babydolls, a luchadores zumo –con dos elefantones japoneses embistiéndose uno a otro-, y de ahí a peleas de gallos o perros en lugares clandestinos, pasando por concursos de camisetas mojadas, u orgías masivas, donde cualquiera si paga su entrada, puede participar. El caso es soltar billete y entretenerse; llegar al día siguiente, librar la noche. Las Vegas es la ciudad de noche por excelencia, donde hasta el amor y otros sentimientos son nocturnos, como sus mujeres. Pongo el caso de otra vecina, es una vieja de nombre Adria, si uno la ve a la luz del día da horror, pero nomás llega la noche, vuelve a ser joven otra vez, como si fuera la novia de Drácula o algo; hasta la piel del cuello se le estira, no sé que se hace pero rejuvenece, quizá es sólo por ser una bruja, aunque no es la única, se los juro. Otra que conozco, hasta de su silla de ruedas se levanta, tendrían que verlo para creerlo. En fin, lo que deseaba decirles es que Las Vegas es un sitio raro, ni discutirlo -desde su nacimiento; dicen que surgió de un grano de arena, así nomás, como las palomitas en el microwave. Es bien conocido, Las Vegas fue construida por la mafia. Es una ciudad homenaje al billete. Es producto de una borrachera de Bugsy Siegel, fundador del Flamingo allá por el año de 1947 cuando fue bautizada como Ciudad Pecado -The City of Sin-, aunque para muchos es un lugar más que fascinante, un oasis en el desierto del cual se han ido ricos. Yo no estoy tan seguro todavía, me gusta apostar, pero fuera de eso en mi opinión todo son luces, cartón piedra y escenografía, de hecho Sin City es bastante fea, dado que como dije antes, es una ciudad para verse de noche, cuando se transforma en otra cosa y es realmente espectacular, única; todo es felicidad, hay música en las calles, hasta sopla la brisa y las palmeras ondean en lo alto. Dicen también que las ciudades se parecen a sus habitantes y viceversa, digo esto porque de igual forma, nosotros también nos vemos deslavados, somnolientos y tristes, aunque quizá la verdadera razón, sea porque vivimos de noche y dormimos casi todo el día; porque compartimos la vida con gente quien no duerme lo suficiente y se desvela, o está todo el tiempo expuesto a la luz artificial, especialmente al neón que encanece el pelo. A veces tengo la impresión de que Las Vegas es un espejismo, el cual desaparece cada mañana bajo los rayos solares y vuelve a aparecer en las noches con todo su ruido, sus carros y su gente variada; principalmente necios que viene a probar suerte, guapas en busca del vejete millonario, estafadores -de ambos sexos-, viciosos del juego y las apuestas, alcohólicos en proceso de quedarse sin nada, locos del azar, riders de la ruleta. Aquí todos somos jugadores, todos, incluidos quienes no estamos apostando, o cuidando a que la casa no pierda, en eso se nos va la vida; en apostar, jugarse el destino y la suerte. En lo referente a mí, soy aspirante a Chef, pero a veces freelance del entertainment como la mitad de la población de esta ciudad donde una mitad paga a la otra para carcajearse a sus costillas. Le he hecho de todo. Mi primer trabajo en el campo del performance, inmediatamente después de hotdoguero en un carrito en el área de Downtown recién aterricé desde Los Ángeles, fue bajo el disfraz de Mickey Mouse a las afueras del hotel Disney. Un trabajo fácil si se dice así, pero ya me gustaría verlos seis horas al día bajo el intenso sol, dentro de varias capas de fibra de vidrio. No sólo por el sudor -termina uno empapado-, sino por la falta de visibilidad y el aislamiento en el cual se haya uno, cargando la rígida y pesada cabezota de Miguelito. Casi tres meses de ratón –en un trabajo que empezó como sustituto- y dos más como perro, en el traje de Pluto, hasta que un día me desmayé, así nomás. Insolación, fue el veredicto del doctor, una semana de descanso, mucha agua y los de Disney ni las gracias dijeron; otro Pluto ladraba y movía las manos cuando regresé por mi puesto. Después trabajé en una cocina de un gran hotel, medio tiempo, de lavaplatos. Más tarde en una empresa de jardinería, de ahí pasé a ser jefe de acomodadores de cajas en una bodega; pero también albañil y mensajero. Regresé a la cocina, esta vez como asistente de parrillero en un casino. ¿Qué cómo aterricé en Las Vegas? Si les dijera que de verdad no lo sé, no me creerían. Abrí los ojos y aquí estaba, aunque quiero pensar que vine a Las Vegas para superarme, pues según me dijeron aquí se encuentran algunos de los mejores chefs del mundo. Creo tener talento para la cocina. Quien me metió en la cabeza lo de ser chef, fue mi amigo Pedro, a quien conocí en Los Ángeles, donde coincidimos. Él notó que se me daba el mezclar ingredientes y que el resultado sabía bien. “Tener sazón es un don único hermano y más si lo perfeccionas. Con eso puedes abrirte muchas puertas y llegar a ser alguien, sobre todo en este país donde a la gente le gusta comer ”. Digamos me convenció. Lo de Las Vegas es también una idea de Peter, supongo, él trabajaba parte del año aquí y parte en LA según el flujo de turistas. Aún hoy en día, dice que su sangre de Inca no le permite asentarse en un sólo lugar. Peter resultó un hombre movidísimo y medio bohemio, a quien también le gustaba tocar la guitarra y leer. Gracias a este amigo comprendí muchos aspectos culturales de este país; como el gusto por el shopping, su fascinación por los serial killers y el de las tetas duras, como pelotas. Hago la aclaración, estaba un poco perdido antes de conocerle. En una de aquellas fiestas inolvidables que se organizaban en casa su casa, se me acercó un tipo, Ross, me dijo que podría hacerme de una chamba con él, sí me animaba. Me dio su tarjeta, era manager de varias gentes en varias ciudades, y no le llamé hasta verme en Las Vegas. Me conectó con una empresa de entretenimiento, me colgaron el mote de freelance y comenzaron a enviarme a fiestas, veladas, tiendas e inauguraciones. Al principio me gustó el nombre, hasta romántico me pareció, aunque pronto descubrí que significaba hacer de todo cuando se puede y cobrar con recibo de honorarios. Además, sólo pagan las horas de trabajo por minuto devengado, ni un segundo más, y el médico corre por cuenta del empleado, ya no se diga si se muere... ¿Qué jijos de puta no? Freelance, trabajador libre, se dice orgullosamente en español. Libre de morirse de hambre será. El primer trabajo a través de Ross, fue moviendo un cartel en forma de flecha sobre la acera para una inmobiliaria. Siguieron otros. Uno memorable es uno que hice un día de mi cumpleaños, dejen les cuento.
19Quienes trabajamos en el campo del entertainment, sabemos que días de descanso, para nosotros son días de trabajo. El jale consistía en competir con otros… cosa de todos los días. Aquella mañana me levanté más temprano que de costumbre aunque era domingo. Hice una serie de sentadillas y otra de abdominales, no desayuné sino agua, algo como tres vasos. Iba a un concurso gastronómico en donde era uno de los participantes. A diferencia de otras competencias, no necesitaba casco, guantes especiales o entrenador. Me dirigía a una comida y no precisamente como invitado. Era un concurso de comer, para que otros se divirtieran, alitas de pollo frito, marinadas en salsa búfalo según el paquete. El contrato era bien claro y se parecía a la mayoría de todos hoy en día; si me moría durante la race ellos no pagaban nada, ni la incineración; nadie me obligaba a tal acto y la secuelas próximas a la competencia eran mi problema -esto quería decir que si una de las malditas alitas estaba podrida o algo peor, ellos se deslindaban-. En otra de las clausulas estaba escrito que debía llevar vestido en el pecho, espalda, cabeza y hombros los nombres de la salsa, las alitas y la compañía contratante -por la nada desestimable cantidad de treinta dólares la horay lo peor, si ganaba el primer lugar, el trofeo quedaba en manos de la firma y Ross con le cincuenta por ciento. Joder, ya lo diría el filósofo aquel: no somos nada. No sé si les dije, tengo ya varios años de hacer de todo en este país; desde estacionar autos y ser tiro al blanco en las ferias, hasta aventarme en una alberca llena de cerveza en pelotas; recibir el pastelazo después de la fiesta; o ser a quien la cae la cubeta de agua cuando cruza la puerta. Además de albañil, mecánico, carpintero, jardinero y mensajero. La necesidad es cabrona… y los sueños, posibilidades, si se enfoca uno lo suficiente, según mi abuela. Hasta eso, me considero bastante optimista y siempre estoy en espera de un cambio. Lo de ser chef, era algo relativamente nuevo en mi mente. Estaba cansado de trabajar de cualquier cosa, especialmente de clown, más que la verdad, claro, sin peluca y maquillaje pero al fin y al cabo un maldito payaso, no un payaso fellinezco, pues detesto el melodrama y las lagrimitas. Soy un payaso que se la toma con calma, trata de sobrellevar la vida y sonreír; coger fuerte, comer mejor y esperar el cambio en la pinche suerte, aunque a veces si me encabrono mucho conmigo mismo y especialmente, con los que me hicieron daño. ¿Qué más les puedo decir, como me puedo justificar? ¿Qué no es mi culpa; sino del destino, la suerte y las circunstancias? ¿Qué de chiquito quise ser otra cosa y estaba lleno de sueños? ¿Qué por eso estudié la preparatoria y quise llegar a la universidad? ¿Qué la violencia llegó a nuestra ciudad y después a la puerta de mi casa? ¿Qué es culpa de los presidentes mexicanos –y sus amigos- tan incapaces como mediocres que han saqueado al país? Pues sí, a lo mejor todo eso es cierto, sin duda, como que soy un tipo que ahorra y se preocupa por lo que sucede en este mundo de payasos sin narizota… De una cosa si estoy orgulloso; nunca he robado, ni violado. Por si les interesa o algo añade a este relato, tengo un nombre falso en este país y mi nombre de Social Securty también lo es. Que soy de Hermosillo, si señor; chistosillo, nombrecillo, pueblo acabado por los mismos de siempre, aunque ahora unidos al narco. En fin, volvamos al pasado. Estoy vestido y bañado. Doy dos vueltas a la cerradura en la puerta de la casa compartida y bajo los escalones. Me pongo dentro de mi viejo auto, prendo el radio e inmediatamente enciendo el cooler. Me encamino a Fremont Street, los demás payasos detrás de sus cristales me miran con atención mientras me rebasan. Vengo con la mente en blanco, aunque preparado no se crean. Soy un competidor nato, no lo olviden y este es mi gran día; no comí ayer, no cené, ni desayuné. También traigo un Melox y otro vomitivos, así como aceite de oliva, para una vez dentro, salgan las pinches alitas que me esperan. Cargo además un termo con un té especial recetado por la comadre Lola para tales menesteres, ella lo usa cuando da blow jobs y quiere disolver lo que por accidente ha pasado por su garganta. Lola vive en uno de los cuartos de la casa donde rento y también es latina, aunque del caribe, llegó en una balsa y dice que de los veinte sólo sobrevivieron a los tiburones ella y dos mujeres más. Me dispongo a tragar, tragar y ganar... pienso hacer uso de todas mis mañas y ojalá mi estómago no me abandone. La verdad, me preocupa la renta y si de algo tengo miedo, es a ser homeless y a quedarme sin sustento. Ya lo dijo un escritor famoso; todos los mexicanos llevamos un Macario adentro, y a eso me estoy encomendando, más a las enzimas del té que espero funcionen. En fin, deséenme suerte y agárrense que llevo bala y los incisivos bien afilados.
Estacioné el auto en un espacio entre dos
enormes limousines, tal supositorio. Lo que quiero decir, es que
manejo un pequeño compacto japonés medio destartalado, al cual debo
comprar llantas, alinear y cambiar el aceite, sí quiero pase la
inspección, se viene en un mes. El carrito se lo compré a un
transa, se dijo mi amigo y trabajaba para una agencia de seguros
especializada en siniestros, esto es; reciclan las carcachas
inservibles una vez dada la manita de gato; entre los jodidos, los
negros, las putas caídas en desgracia, las madres solteras, los que
viven del welfare y los indios. Me ajusté la corbata y volví a
meterme la camisa en el pantalón. En la entrada de la casona había
un gran despliegue de seguridad, no sólo policías y guardaespaldas,
sino me pareció que hasta los del servicio secreto se habían dado
cita ahí. Me puse en la línea y me colgué el gafete entregado por
Ross la noche anterior.
-¿Qué se le ofrece?
-Vengo al concurso.
-¿Qué concurso?
-Pues el de las alas.
-¿Alas...? ¿De qué carajos estás hablando? –respondió el gigantón
desde sus lentes oscuros.
Otro no menos grande, ni menos fornido vino a
nosotros.
-¿De qué se trata?
-Mire, habrá un concurso de haber quien devora más alas y soy uno
de los concursantes.
Intercambiaron miradas.
-Vengo a divertir a esta gente hombre, así de fácil.
-OK, por la puerta trasera.
-¿Por qué? Soy uno de los concursantes.
-Me importa un carajo, aquí sólo entran los invitados y la gente
importante. El resto entra por detrás.
-¿Qué un concursante no es importante?
-Mira enano–sentí el dedo índice del segundo grandulón picándome el
pecho-, no es como que estás en el pinche tour de Francia y
nosotros somos tus admiradores, ya escuchaste al teniente, por aquí
sólo pasan los VIPS y los invitados especiales.
-Pero es que...
-¿Estás sordo? Nos estás haciendo perder el tiempo, si nos traes
invitación y no eres nadie, debes de mover tu culo hacia la puerta
trasera, ahí te arreglas... ¿o quieres que te acompañemos?
Los miré a los ojos, les insulté sin abrir la
boca y me encaminé muy a la fuerza hacia donde se me indicaba.
Detesto a los privilegiados, aunque detesto más a sus mastines; por
pinches descerebrados musculosos y pendejos. Me formé en la cola de
la puerta trasera. Además de los meseros, estaban los músicos, las
bailarinas, las recamareras, los de la limpieza, los tramoyistas,
los magos, los acróbatas y los tragadores de alas, en total éramos
seis; un gigantón de cabeza rapada, un negro de gran panza, un
chino que parecía un campeón de karate, otro blanco y flaco con
cara de idiota, uno más con un gran bigote, el cual debía ser ruso
o algo, y un servidor. Parecía una fiesta en grande. Nos hicieron
descalzar, sacarnos las monedas de los bolsillo y quitarnos los
cinturones, además de pasar por una de esas máquinas existentes en
los aeropuertos, los casinos, los restaurantes de lujo, las
escuelas, los bancos, las oficinas de gobierno y casi en todas
partes, dizque el terrorismo y las arañas; la manga, los ricos
teniendo miedo de los pobres, no otra cosa. Dos policías más con
caras de perro, pero estos con uniforme, me pasaron un escáner
hasta por el culo. Volví a ponerme zapatos, cinturón y cogí mis
monedas de una cajita de plástico. Al calvo le hicieron dar la
vuelta cuatro veces, con todo y les explicó: llevaba dos prótesis
de metal, una en la rodilla y otra más a la altura del hombro. Lo
vi hartarse y bien hubiera sido que no le dejaran entrar, al final,
fue quien más lata dio. A los del show bussines nos pasaron a los
vestidores, Ross me esperaba. Cada uno de los seis come-alas representábamos a una empresa. Nos
hicieron vestir overoles, cachuchas con logotipos, gorras y unos
grandes baberos con el nombre de la firma. A regañadientes seguí
las instrucciones de Ross y lo mandé al carajo cuando me dijo que
debería entrar a escena dando maromas. Por unos pinches dólares
quieren les enseñe el ojo del trasero. Saqué mi contrato, aquello
de los saltos y las maromas no estaba estipulado ahí en el papel y
se lo hice saber. Hoy en día es más difícil que me quieran ver la
cara de tonto y se pasen de listos conmigo, suficientes mierda
aguanta uno en este negocio como para todavía aguantar más. Aprendí
de Peter, todo puede perderse menos el orgullo. Ross se alejó
ofendido y finalmente me quedé solo, frente a un gran espejo
rodeado de focos. Traté de concentrarme, esto de salir a escena no
es tan fácil, a veces se requiere ser un maldito histrión. Me
encomendé a la Santa Muerte. Apreté lo ojos y pensé en Macario, en
el hambre de millones de mexicanos que no comen sino medio taco al
día, y en los cientos de desnutridos que generan año con año las
políticas globalizadoras en el planeta. Mi estómago me pareció
grande, enorme como un balón; le escuché gruñir, entrar en
comunicación con mi cerebro. De pronto sentí un hambre muy grande,
de siglos y siglos de escasez y necesidad, comencé a levitar y a
sentir mi intestino, mis riñones, mi... en eso estaba cuando
regresó mi empleador. Había llegado mi hora; la tercera llamada, en
estos menesteres es el momento en que te avientas del trampolín a
la alberca. Insistió una vez más con lo de los saltos y las
maromas, pero ni le respondí, me concreté en lanzarle una mirada
asesina la cual entendió muy bien, y no dijo nada, sino un lacio:
“mucha suerte muchacho, que la fuerza te
acompañe”. Me puse de pie y caminé hasta la salida, sin
olvidar que era sólo una chamba de domingo y en tres horas sería
cosa del pasado. Fui hasta el pódium y tomé asiento en un lugar
asignado para mí, sin dejar de encomendarme a Macario, santo
patrono de los hambreados. A través de una ranura en la cortina
pude observar. Había unas doscientas personas, todas sentadas en
sillones de jardín, bajo una carpa color azul cielo y un ambiente
aromatizado a perfume de orquídeas, era una escena ideal. Los
meseros servían copas, bocadillos y una música instrumental flotaba
en el ambiente, hasta parecía de verdad una fiesta de gente
decente; sino fuera porque les conocía a todos. Vino un hombre y me
levantó de la silla, dijo me ocultara y regresara al escuchar mi
nombre; maestro de ceremonias dejaría de ser. Hice lo indicado y me
puse detrás de una pared falsa, donde los otros payasos se
encontraban listos para la función. El chino se afilaba la
dentadura. El blanco hacía sentadillas, movía los brazos, la
cabeza. El negro se sobaba la barriga con crema. La cortina del
proscenio se corrió y saltó a escena el maestro de ceremonias con
una sonrisa de ceja a ceja, dijo algunos chistes malos, saludó a
los más poderosos en la concurrencia y finalmente nos presentó,
siempre exagerando un poquito. El calvo resultó un campeón
internacional olímpico en eso de tragar alitas grasientas; el chino
un raro espécimen de Pekín y sobreviviente de la revolución
cultural maoísta; el negro sobrino del carnicero Amín Dada y los
otros dos, no recuerdo, finalmente yo, un mexicano escapado de las
hambrunas en Chiapas, las cacerías de los Minut Men y la border
patrol. Todos dieron vueltas, saltos y maromas, menos un servidor,
dado que no estaba especificado en el contrato; “pinche mexicano
aburrido”, oí gritar a alguien y respondí a mis adentros:
“jódanse motherfuckers…suficiente
chinga me llevo trabajándoles”. Hice una reverencia y me senté en
mi sitio.
-¡Hagan sus apuestas, escojan su caballo, cada uno de estos
tragaldabas tiene hambre en verdad y se van a devorar entre ellos
llegado su momento, se los juro! ¡Mírenlos! No dan miedo, son unas
bestias hambrientas, unos devils dogs que a al momento de sonar la
campanilla no dejarán nada sobre sus platos... Vean los dientes de
ese mexicano; no son los de un perrito chihuahua, ni los de un
jornalero agrícola de California... ¡no!, son los de Pancho Villa,
el chupacabras, el Zorro... Ahora vean al chino, ¿no es
impresionante? Es la boca misma de Genghis Khan y sus
compinches....En cuanto al negro, esos dientes blancos, son los del
esclavo que se rebeló contra sus patrones, del esclavo rabioso, no
del noble Uncle Tom... ¡Nooooo! ¿Y qué del ruso? Es nada menos que
el hijo secreto de Stalin, el que engendró en las estepas y fue
educado por lobos hambrientos. ¿Y el flaco? Ese se llena las
piernas y los brazos cuando ya no le cabe nada más en la barriga.
¡Aplaudan! Porque estos seis animales, estas bestias de mandíbulas
de acero van a terminar con esos enormes cazones de pollo marca
Ferdinande, contra ellas librarán la batalla nuestros campeones de
esta mañana... ¡Aplausoooos!”
Todos aplaudieron y el presentador dio varios
saltitos motivando a los presentes:
-Y ahora, para hacerlo más difícil y entretenido, llamemos a este
pódium a uno de los oficiales de la policía, para que los espose,
pues estos animales no necesitan manos para cumplir su cometido,
eso sería como serviles un platillo en un buffet... ¡No! ¡Estas
bestias no requieren de manos, pues sus bocas es lo único que
necesitan para destazar a un animal entero, a dos, a una manada de
elefantes si les dejamos...! ¡Aplausos a estos hombresboca! Gracias oficial. Espóselos por la
espalda, para ver nomas de lo que son capaces... ¡Aplausos al
teniente Stanley por favor!”
Más aplausos y porras; había gente gritándole
al chino, al ruso, al negro, pero nadie a mí, quizá por no dar
maromas, aunque ni lo necesitaba pues ahí estaba Macario sentado
junto conmigo, con su mano en mi hombro dándome ánimos:
“Come hijo, come”.
-Bien… listos todos, en sus maaaarcas, ¡fueeeraaa! ¡Corre el
reloj.
Sonó la campanilla y hundí mi rostro en el cazón, tratando de meterme un par de alas en la boca, masticar con rapidez aunque con cuidado de no morder el hueso. Escuché como mi calvo compañero de show los trituraba con las malditas mandíbulas, como si los hiciera polvo, más que hocico era una maldita licuadora, aunque no me achicopalé, sino que eso me motivó y comencé a pasarme la carne y algunos huesos, aunque sin querer, como si fueran malditas aspirinas... doscientos dólares son mucha plata, pregúntenle a los cientos de latinoamericanos que cruzan la frontera día con día, a los cubanos que se arriesgan en barcazas para alcanzar las costas de Miami, a los chinos empaquetados en contenedores industriales, a los pakistaníes en el doble fondo de los aviones, a los filipinos escondidos en los motores de los barcos, a los africanos importados como ganado y al todo el tercer mundo en general muriéndose de hambre y miseria, trescientos dólares son un sueño. Ustedes no saben todo lo que puede hacerse con doscientos dólares en el bolsillo, pregunten en Colombia a que suena una cantidad como esa, en Iraq, en Tijuana... doscientos dólares detrás de una vitrina, como la zanahoria amarrada al burro que mueve al mundo y hace girar la economía, la maldita tierra desde su eje mismo, doscientos hermosos papelucos verdes con la cara de Franklin, la ilusión, el ideal a alcanzar...
Levanté la cara una vez terminado mi primer
cazón, y tomé aire, como un corredor de maratón. Sentí la salsa de
búfalo hasta dentro de los ojos que comenzaron a chillarme, pero no
presté atención y hundí mi jeta en el segundo cazón lleno de alitas
clónicas. Mi contrincante más cercano, el calvo levantó la cabeza
también de su cazón como un doberman y volteó a mirarme con
desprecio por un instante, mientras le recogían el cazón vacío para
ser substituido por uno lleno. Me percaté de su odio, aunque no le
di importancia y sentí a Macario palmearme la espalda echándome
ganas. Comencé a dejar de masticar, las malditas alitas caían a mi
estómago como monedas en una maldita alcancía donde revoloteaban,
levanté el rostro nuevamente y pedí cazón. Escuché como el chino, a
mi costado izquierdo lanzaba un sonido gutural y después, el sonido
del vómito estallar en el piso.
-El chino ha quedado descalificado, un aplauso para tan valiente
contrincante de la tierra de Confucio, de nada le sirvió cerrar los
ojos al pobre, ja ja ja.
Escuché a los lejos al maldito anunciador, y
una nueva ola de carcajadas ante otro de sus malos
chistes.
-Nuestro amigo negro, parece muy civilizado, quizá se ha
acostumbrado demasiado a usar los cubiertos, véanlo, sigue en el
primer cazón. ¿Qué pasa boy, ya
olvidaste tus modales...? Ánimo, la concurrencia espera más de ti,
un aplauso para nuestro negro competidor, parece desanimado porque
estaba esperando bananas.
Más risas, parecía que nuestro animador era un
tonel sin fondo de chistes racistas.
-Vean al blanquito escuálido, también ha perdido... recuerden, no
deben levantar la cabeza del plato hasta que está completamente
vacío, descalificado nuestro amigo con el número tres. ¡El cinco
también fuera! Ya sólo nos quedan ¡Yupa Yupi! el mexicano Gonzáles
y aquí, nuestro fuerte y entrenado mister alitas mundo, campeón de
campeones, azote de las gallinas e hijo de Putin.
Más risas y aplausos.
-Vamos a ver, el mexicano devora una de nuestras deliciosas, bien
empaquetadas y listas para el desayuno, la cena y a cualquier hora
alitas Ferdinande, mientras el otro se mete dos en la trompa,
véanlos devorar. Es increíble la forma, mejor dicho, el estilo
pulcro de nuestro participante número dos... Oh oh, el mexicano
comienza a ponerse morado, parece no poder más, véanlo haciendo el
esfuerzo sobre humano de derrotar a su contrincante quien lleva la
delantera como por unas treintena de nuestras deliciosas y bien
marinadas alitas Ferdinande, al alcance de todos y envidia de los
mejores gourmets... Esto es batalla
señores, esto es ganar y perder en Las Vegas, esto es competencia.
Y que mejor premio, que nuestras únicas y especiales alitas
Ferdinande… Empieza el conteo, cuando ya sólo nos quedan dos
contrincantes, capaces de completar este maratón de alitas
Ferdinade y cuando a nuestro competidor número dos le quedan unas
cuantas piezas en el cazón, para derrotar a nuestro mexicano, el
cual se ha batido como los mejores, una porra a nuestro spedy,
vamos date prisa boy... come on mexican, nosotros sabemos, tienes
hambre, puedes hacer el esfuerzo, recuerda a los aztecas, que de
haber conocido nuestras maravillosas alitas Ferdinande seguro
hubieran dejado de comer los corazones de sus enemigos. ¿Qué pasa
contigo?... Vean ahora, el número dos ha aprovechado el pequeño
descuido y se ha adelantado, eso sin duda, y ahora está bien cerca
de llevarse en el bolsillo sus doscientos dólares y este hermoso
trofeo orgullo de cualquier competidor, patrocinado por las alitas
light, ¡Ferdinandeeee! Dos alitas más hermano, dos más, eso, tú lo
tienes... ahí está, así se hace.
De reojo vi como mi contrincante levantaba la
cabeza y sonreía a la multitud.
-¡Tenemos un ganador, increíble...! El mexicano ni se ha dado
cuenta, aún tiene metida la cara en el plato, aunque ya no tiene
sentido, pero el sigue obcecado en terminar lo que le han servido,
vaya si esta raza es única, eso que ni qué...
Levanté el rostro, la cabeza me daba vueltas y una sensación de asco rondaba mi ser... como en penumbras rojas, por la salsa de búfalo en mis ojos, vi como levantaban en alto la mano de mi compañero de show, a quien la gente aplaudía y vitoreaba. Con trabajos me puse de pie como un autómata, descendí del podio, a grandes zancadas corrí hacia el baño, cerré la puerta a mis espaldas y caí de rodillas, metiendo la cara ahora en el cagadero. Mis interiores se contorsionaron, sentí desangrarme, pero por el hocico; expulsé las asquerosas Ferdinande grasientas, transgénicas y de pésima calidad, ¡bruuuuuuu, hijas de puta, arrgggg! tragué aire, ¡bruuuuuuuuuu!, ¡fuck! Volvía a coger aire, ahora con más trabajo, el hueso de una puta alita obstruía mi garganta, el aire se me iba, metí dos dedos, no sé cómo en la desesperación, detrás de las anguinas que se dolieron. Localicé el hueso Ferndinade y logré arrancarlo de donde estaba con mucho dolor, ¡huesito hijo de puta!, ¡vete a la mierda! bruuuu, coff, coff, tosí. Bruuuu, más vómito, ahora por las narices, cofcofcof, aventé un cuajarón de saliva, esta vez fuera de la taza, en la pared, por donde escurrieron pedazos de hueso, sangre, piel, no sé qué más, saliva y dolor, por supuesto. Para que negarlo, me dolió hasta el alma. Fuck, pero volví a respirar, ¿algo importante no creen? Cogí papel de baño y a duras penas me soné la nariz, me sentía mareado, el papel tenía un ligerillo olor a rosas, por mis orificios salió una serie de asquerosas cosas que prefiero no describir en detalle con tal de ahorrárselas. Me recargué en la pared... quizá había sido una estupidez lo de pasarse enteras las putas alas sin madre, todo por el billete, por billete es capaz uno de tragar mierda a cucharadas. En el espejo mi cara era completamente anaranjada, abrí la llave del lavabo y me lavé la cara con de jabón líquido de una botella azul, me limpié las narices con agua, los ojos, las manos, me quité la camiseta y la arrojé al bote de la basura. Tomé aire, segundo lugar, no estaba mal a fin de cuentas. Sin querer los jodía, dado que como en el contrato no se mencionaba nada del segundo lugar, ni de la comisión, pues la plata era del toda mía, sonreí en mi dolor. Tomaría té de enzimas, el resto de la melcocha la pensaba arrojar por la puerta trasera de la boca en los próximos días, me prepararía una ensalada con mucho aceite de olivo. Me alisé el cabello, volví a mirarme en el espejo. Abrí la puerta, debía sonreír, así lo hacen los ganadores, los charros y ¡que viva Martin Urrieta cabrones! Me esperaba afuera mi manager, según él dice, aunque no es más quien me consigue estas ridículas chambas. “Ganaste el segundo”- me dijo secamente, quizá porque se le habían ido de las manos cincuenta dólares. Me extendió la maleta donde llevaba mi segunda muda de ropa; camisa limpia, pantalón, perfume y otros menjurjes. Tomé el termo y bebí un gran trago de té; yo sé cómo es esto, no es la primera vez, bueno eso de ahogarse con un hueso de pollo sí que lo era, y debo parar con estas chambas de mierda, sino un día voy a morir. Debo buscar algo mejor o más estable para los pinches fines de semana... ¿Pero qué? cuando la única industria que paga bien es la del espectáculo. ¿Qué harían ustedes? La vez pasada, en el anterior concurso de traga más, fueron tacos, dizque mexicanos, bastante experimentales a mi gusto, con mostaza adentro y otra basura poco identificable, aggggh. ¿Pueden creerlo? Pinches Frankenstein tacos, no otra cosa. En esa ocasión tuvimos que llevar sombrero y pistolas de juguete al cinto. Ahí si me llevé el primer lugar. Doscientos dos tacos, aunque apenas dos arriba del más cercano de mis competidores, otro mexicano of course. Dicen que no hay peor enemigo de un mexicano, que otro mexicano, especialmente cuando a tacos se refiere. Me ayudó que el cabrón no sabía contar, sino arrasa, se le veía el hambre en los ojos... Después de eso odié los tacos por más de dos meses, a ver cómo me va con el pollo. Se trabaja de lo que se puede en este desigual mundo, no de lo que se quiere... Aunque nada paga tan bien como hacer reír a otros. Nomás hagan cuentas, cincuenta del premio, más mis honorarios de veinte la hora, ¡setenta dólares...! joder. Por menos puedes obtener la cabeza de tu enemigo en bandeja servida en Michoacán... Macario me felicitó, mientras terminaba de vestirme. “Eso si es ganar hermano, payaso que arriesga y hace reír le va bien, ya lo diría el rey”. Ese Macario, es chistoso, estoy casi seguro que en la película se mete unos hongos alucinógenos, aunque no recuerdo bien, claro, además de los cuatro kilos de pollo que se sampa en una sentada, lo que es el hambre caray. El López Tarso ese se lleva las palmas -así se llamaba el actor con cara de indio ladino que hizo el papel en la película-, anyway. Por el micrófono dijeron mi nombre y pasé a recoger mi premio en manos del payaso mayor, el anunciador racista de unos cincuenta años, vestido en traje azul marino. Una vez tuve el cheque en mano, le dije sonoramente en su oído sin dejar de sonreír a la concurrencia, “Fuck you pice of shit...” Así nos llevamos, quiero decir, así son las reglas en ésta industria del espectáculo; si no hablas no sobrevives, y en el caso de que no les caigas bien y no te defiendas, te ponen a lavar los baños. Los dos reímos abrazados ante la instantánea. El grandulón del primer lugar me miró despectivamente, le regresé la misma mirada y una patada de mala vibra. Hasta entonces me di cuenta, era por lo menos dos veces más grande que yo, sobre todo a los lados, un tractor lonjudo y calvo de apariencia terrible. Nos hicieron parar juntos para la foto, me detuve junto a él, le llegaba al hombro. Un par de edecanes se tomaron pictures junto a nosotros y un supuesto reportero con pulso de borracho y apariencia de gorrón nos hizo estúpidas preguntas. Me despedí de la concurrencia, recibí algunos aplausos y salí por detrás de la carpa, argumenté sentirme mal y de verdad así era. Mi manager se acercó y dijo que en dos días habláramos, me tenía una magnífica propuesta... No quería saber nada de comida, fue mi respuesta. “No, para nada, es algo mejor, ya verás...” Como no cabrón, eso vengo escuchando desde el primer día en tu empresa; ni siquiera me atrevía a preguntarle, si de algo estaba seguro, se trataba de humillarse un poco cada vez más.
Salí a la calle, puse la llave en el encendido y me quedé pensativo unos minutos, mientras me empinaba media botella de Melox. “Lo de las esposas no estaba en el contrato”- pensé- “... aja, en eso había consistido el error”. Ya ven, uno tiene que andar en todo, porque si no se lo comen, error grave el mío carajo, me hubiera rehusado... pero ya lo dijo alguna vez un filósofo del show busines: “una vez frente al público ya no importa nada, si piden tu piel, pues se las das, por lo menos hasta el siguiente show si quieres sobrevivir”. Animador racista hijo de puta... ¿Cuánto le habrán dado de mordida los politiquillos organizadores del evento por vernos sufrir...? Mothefucker. “Mala suerte esta vez hermano”, me dijo Macario ajustándose el cinturón de seguridad del copiloto. Encendí la radio y metí primera. ¿Es paradójico no les parece? Venir al desierto a buscar la suerte, el oasis en donde todo es arena, la buena racha en el azar mismo, la abundancia en medio del vacío… joder. Aceleré, entré al highway un poco arriba del límite indicado y entonces tuve una epifanía; llevaría a cabo mi sueño de ser un chef, quizá uno famoso con mi propio restaurante, un show en televisión... bueno, soñar no cuesta nada.
Y bueno, las cosas no se dan solas, siempre viene algo con otro, o viceversa.20
Lo otro resultó Patricia. La conocí una mañana
después de haber pasado toda la noche en vela estacionando carros y
acomodando abrigos en los vestidores de una fiesta privada, en un
casino exclusivo. Un sitio increíble, con pista de aterrizaje y
helipuerto, uno de esos sitios únicos que a los ricos encantan;
remoto, híper seguro y discreto. En la superficie daba la
apariencia de una simple casa de campo, aunque una vez adentro el
lugar se agigantaba y llegaba a doce pisos bajo tierra, y como la
mayoría de los grandes casinos incluía un hotel, bar, alberca y
spa. Se llamaba “The Atomic Shelter” y
era parte de la cadena de “Hoteles Internacionales Cinco
Estrellas”, misma que administraba otros seis casinos, entre ellos
“El Cosmos”, mi jale de semana. Como de
costumbre llegué a tiempo -en esta cultura es importante; “a donde
fueres has lo que vieres” decía mi abuela y me gusta seguir sus
recomendaciones lo más posible-. Me detuve en la casilla del
guardia, mostré mi identificación y el permiso del carro. Logré
encontrar lugar y estacioné el auto en el primer subterráneo,
asignado a empleados de planta y temporales. Caminé hasta el
elevador, la puerta de este se abrió en el cuarto piso, fui a la
subestación, en la ventanilla se me entregó un traje guinda similar
a los que llevan los botones de hotel. El manager de esa noche nos reunió en un cuarto de
paredes redondas después supe había sido parte de la torre de
observación de un proyecto trunco donde se planeaba vender asientos
a turistas que quisieran ver los experimentos con bombas atómicas-.
Seríamos treinta de nosotros entre hombres y mujeres, ya vestidos
de botones y listos para atender a los VIP de la noche. Éramos los
de fin de semana, así que cubriríamos los puestos vacantes. El tipo
a cargo nos fue asignando posiciones según nos pusimos frente a él.
A mí me envió con otros tres al coat room.
-Por supuesto es un posición delicada, por aquello de las bolsas,
las carteras y otros objetos de valor, you know?– dijo el tipo y
remató; así que al final serán sujetos a inspección por un
guardia... ¿estamos?
-Pues si- respondimos no muy convencidos. Cuando eres pobre
sospechan que eres ladrón, aunque debería ser a la inversa.
En “ The Atomic
Shelter” todas las transacciones se llevaban a cabo con
fichas; podían usarse lo mismo en las mesas de juego, en el bar, o
en las maquinitas; lo mismo para recibir y regresar prendas, que
para nuestros pagos. Al terminar la jornada se nos entregaría una
cantidad de fichas, las cuales al final cambiaríamos por
cash, dependiendo de cuantos clientes
atendiéramos. En Las Vegas muchas cosas funcionan con fichas. Yo he
pagado comida, tragos, compañía y hasta la lavandería con fichas-.
El caso es que una vez terminado el jale, me cambié y me
esculcaron. Salí del estacionamiento, el sol me deslumbró. Era
lunes, muy de mañana y andaba con tres cuartas partes de mi salario
encima, el otro cuarto lo había perdido jugando a los dados antes
de salir hacia un par de horas, ya como cliente. -Con todo y que
había baños sólo para empleados, restaurantes para empleados y
hasta elevadores para el personal, como si tuvieran vergüenza de
nosotros, podíamos jugar lo que quisiéramos, siempre y cuando no
estuviéramos en horas de trabajo y no lleváramos el uniforme. Venía
yo pensado en mis cien dólares perdidos en los dados, cuando salí
de la brecha de tierra y subí al highway. Me había prometido no jugar más; o no tenía
suerte, o el casino estaba arreglado. He tenido mis rachas. Por las
buenas decidí olvidarlo, aunque la realidad era que no me había
podido contener. Soy como un gordo a dieta que siempre termina
atragantándose medio pastel más de la cuenta. Un porno-adicto
visitando su página preferida a la medianoche, qué sé yo… Sentí
hambre, decidí ir a la cafetería del “Nevada Inn” del cual era
regular pues estaba ubicada al cruzar la calle de mi empleo de
entre semana. La ciudad parecía desierta. Me tocaron semáforos en
verde. Algo había pasado en el “The Venetian”, pues había un montón
de patrullas estacionadas afuera del casino. Puse la direccional,
doble en la avenida Flamingo Road y me estacioné en la calle, casi
metí fichas al parquímetro en lugar de monedas. Caminé por la acera
y entré al Nevada. Ya adentró fui al área de restaurantes. Se me
antojaron unos huevos con jamón y queso. Panecillos y café negro.
No funciono si no bebo un café matutino cargado. Como les dije, era
uno de los asiduos del lugar y hubiera sido un día cualquiera, sino
hubiera sido por la presencia de Patricia. Cuando llegué ya estaba
en la barra; a media milanesa y en su segundo café.
Karla, la chica que atendía la barra me saludó con un
cantadito:
-¡Buenos días, buenos días!
-Hola Karla- respondí jovial. -¿Cómo va la mañana?
-De maravilla mi estimado, no se puede uno quejar- sonrió en
grande.
-Que bien.
-¿Qué tal el trabajo?- fue su turno.
-Nada muy especial, una convención y la reunión nacional de las
ligas de béisbol en un casino privado.
-Lo segundo suena interesante. ¿Vinieron los jugadores?
-No, para nada, quienes llegaron fueron los burócratas de los
equipos, los de traje que están en las oficinas, especulan con la
plata y nunca vemos.
Me miró con interés; hizo un gesto de
aprobación y dulcemente me preguntó:
-¿Lo de siempre?
-Sí Karla, gracias, sólo que esta vez con papas.
-A la orden.
Karla era una buena persona; amable, regular,
acomedida. Tomé asiento y levanté la vista hacia la televisión. En
algún lugar del centro del país un hombre había entrado con una
metralleta y matado a una veintena de personas en una iglesia.
Estaba en todos los canales; “otro acto de violencia insólita”,
dijo el presentador televisivo quien dramatizó un poco y soltó
algunas lágrimas de cocodrilo.
-¿Lo de siempre? ¿Todos los días desayunas lo mismo?
Escuché junto a mí, voltee la cabeza. Nos
separaba un asiento en la barra. Era una chica sin lugar a dudas
guapa, de buen cuerpo y actitud de chica mala, esto último el rasgo
que más me llamó la atención. La miré estudiándola y le
respondí:
-Vengo aquí porqué guisan bien, la comida tiene buenos insumos y el
precio es razonable.
Pasó el bocado en la boca y volvió a
embestir:
-La pregunta fue si todos los días desayunas lo mismo, no si es
barata o sabe bien.
La miré interesado. Me gustaba su
desenvolvimiento y su forma de provocar. Además de gustarme las
apuestas tengo otras malas costumbres, entre ellas el gusto por las
mujeres broncas y arrogantes; en mi tierra abundan y amé por lo
menos a tres de ellas, entre otras a una prima del lado de mi
madre, en secreto claro.
-Se sobre entiende, pero con diferentes variaciones de acuerdo al
menú; a veces con papas, a veces con jamón, a…
-Yo no sé si podría hacer eso todos los días. ¿Es aburrido no
crees?
Me gustaron sus ojos.
Dejó los cubiertos sobre el plato, levantó la taza de café y le dio
un sorbo lento, todo sin dejar de mirarme.
-Ah, bueno, también vengo aquí porque me queda cerca del hotel
donde trabajo, es allá enfrente, el de la entrada de nave espacial
de los 70s.
-“El Cosmos”.
-El mismo.
-¿Dónde las meseras van vestidas como en trajes espaciales de
diferentes épocas?
-Exacto.
-¿Y qué haces? ¿Eres camarero, cadi, saca borrachos o engaña
viejas?
-Nada de eso. Lo mío es la comida.-Mastiqué al aire mirando su
busto e imaginando le mordía la teta.
Le gusto mi mímica y sonrió.
-Cocinero.
-Sí, eso. El arte de la comida.
-Ja, no te las des de tanto.
Karla llegó con mi pedido en una charola y puso frente a mí, huevos
revueltos con jamón, patas fritas y col con mayonesa. Una humeante
taza de café cargado y panecillos tostados.
-Provecho Sergio, ya después le vengo a contar que dice su
horóscopo.
-Mmmm. Gracias Karlita tengo un hambre de lobos, anoche no cené
nada.
-Muy mal, muy mal. Ande, empiece, se va a enfriar.
-Sí, eso es lo que digo, la base de la vida es la comida- intervino
Patricia, metiéndose un trozo de carne a la boca.
Karla y yo intercambiamos miradas. Volteé a ver a Patricia y le
cerré el ojo. A veces pienso que ese fue mi primer error,
habérmelas dado de castigador con una experta en tortura.
Me desperté a las 4 de la tarde. Salí por algo
de desayunar ante el refrigerador vacío, compré también papel de
baño y pasta de dientes. Estaba en la caja ya para pagar, cuando
una noticia en primera plana del Vegas News me dejó pasmado; a mi
antiguo manager, Ross, lo había agarrado con varias menores de
edad, las explotaba. Cogí un ejemplar del vespertino y pagué. Se
describía con lujo de detalles la intrincada red de pederastas,
traficantes de humanos, representantes de artistas y oficiales de
la policía involucrados. Tras seis meses de investigación, el FBI
había desenrollado la madeja de complicidades, asociaciones
delictuosas y vínculos entre unos y otros. La mayoría de las chicas
eran enganchadas en México y Centroamérica bajo falsas promesas,
estas iban de un trabajo como niñeras, a ofertas en el mundo del
modelaje y del cine. Todo parecía muy legal y decente, hasta bien
cruzada la frontera en Tijuana donde las víctimas descubrían su
condición. Se habían requisado tres casas de seguridad con más de
doscientas chiquillas custodiadas por ex-policías mexicanos y
fronterizos. Entre los involucrados se encontraban altos
funcionarios del gobierno de Baja California, agentes migratorios,
representantes de artistas y dueños de empresas dedicadas al
entretenimiento. Además de una empresa de transporte, una agencia
de modelaje y un sitio de pornografía en la internet, además de
policías, traficantes y mafiosos. Llegué a casa, desempaqueté todo,
puse una sopa instantánea en la estufa y me senté en el sofá a
continuar la lectura. A Ross le habían caído los federales por
sorpresa en casa, donde tres chiquillas de trece años se
encontraban de paso rumbo a otra locación. Lo habían encontrado en
la cama con dos de ellas, drogadas, y a una más amarrada con
cadenas dentro del baño. Así mismo, se habían confiscado cuatro
casas de seguridad en el área de las Vegas y otras más en
California y Arizona. Tenían en custodia a diez de los angelitos,
aunque otros pájaros más habían volado. El asunto apestaba y ya los
políticos se aprestaban a deslindarse. A Ross y a sus compinches se
les imputaban cargos de violación, pederastia, privación de la
libertad, secuestro y abuso de confianza entre otros agravios.
Recordé a Ross, su amplia sonrisa, sus dedos anillados, sus cadenas
de oro y su actitud de padrote barato. El colmo fue cuando sin
avisarme quería que participara en un evento privado de masoquismo.
Me negué rotundamente. Nunca me ha interesado, soy de los que
piensan que el amor no debe mezclarse con la violencia.
-Son chicas, se trata de golpearlas un poco…- trató de convencerme
con su voz de coralillo.
-¿Y qué tal quieren al revés?
-Pues te dejas golpear un poco.
Recuerdo mirarle incrédulo, no di crédito a lo
que acababa de decir.
-Las mujeres ya están adentro esperando. La luz es medio oscura,
así que no verás a nadie en realidad, por si eso te preocupa…
Además, sé que eres un buen performer y no me dejarás con el
público esperando…
Era una rata. Tomé el traje de látex negro que
me extendía con una mano y se lo arrojé al rostro.
-¡Jódete Ross, eres un hijo de puta! ¡He hecho de muchas cosas
contigo, pero aceptar ser abusado sexualmente, eso jamás cabrón!-.
Fue la última vez que lo vi. Me congratulé de haberme deslindado de
él. El tipo era un manipulador de lo más grande; con voz de judas,
y labia de serpiente come-roedores. Recordé como era humillarse por
un poco de plata. A veces se encuentra uno en la vida con cada
calaña que hay que joderse. Una vez hice de testigo en una boda,
vestido de Elvis Presley. La novia, una cuarentona en su tercer
matrimonio, se había obsesionado con esa idea. Parte de la fantasía
era que ella me escupiese, pero como aquello no funcionaba en
aquella iglesia, resultó que el novio ya afuera, le daba dos
trompadas al rey, o sea a mi… nariz rota por unas monedas.
En short y camiseta me senté en la terraza a beber café. Por alguna razón extraña, recordé la caja musical de la abuela, casi intacta, de entre las pocas cosas que habían sobrevivido al incendio. Según la historia, el abuelo se la había regalado a mi abuela un aniversario de casados. Era una caja italiana, octagonal de cedro blanco, de la que ascendía del fondo poco a poco una bailarina dando vueltas alrededor de su eje al ritmo de la música. Conforme la música terminaba, los giros de la muñequita iban decreciendo también, hasta detenerse en el centro. Traté de hacer memoria de donde había quedado. Eso me llevó a pensar en Gaby, en Carlos, me entró nostalgia por mi casa, por mi tierra, por mi familia, por lo que pudo haber sido y no fue. ¿Les conté? Otra de las cosas que sobrevivieron a la quemazón fue un espejo humeado, un diccionario y un trofeo de futbol de cuando iba en la secundaria. Gaby encontró también unas llaves que por mucho tiempo estuvieron perdidas, abrían todas las puertas de la casa… Me puse la mano izquierda sobre el pecho y les envié a mis queridos un abrazo a través de la distancia y a través del tiempo. A la primera oportunidad llamaría a Gaby por teléfono. Paradojas de la existencia, ¿no? Se fue la casa con todas sus puertas y aparecieron las llaves; el espejo acabó ennegrecido sin nada por reflejar, y el diccionario fue el único libro sobreviviente de todos los libros acumulados por mi padre… Tal vez un día regresaría a Sonora, tal vez cuando todo estuviera olvidado, cuando ya no hubiera un precio por mi cabeza.
22Otro día, otra mañana, la misma vida. Crucé la
avenida y me dirigí a desayunar antes de irme a dormir. Ahí estaba
Patricia, en el mismo lugar sentada. Sonrió al verme.
-Lo mismo -dijo señalando el contenido del plato con el
cuchillo.
En efecto comía milanesa, papas y ensalada, lo
mismo que la vez anterior, aunque evidentemente su comentario era
una burla.
-Ya ves como no siempre es malo repetir- fue mi respuesta en el
mismo tono sarcástico.
-Hey… me convenció tu rollo sobre los buenos insumos, el sazón del
lugar, la mesera simpática quien lee tu horóscopo, y bla bla
bla.
-Claro, claro-. Me despojé del saco y subí las mangas de la camisa.
Recién había empezado a trabajar de gondolero.
En la televisión pasaban otra masacre, esta vez
en una secundaria, tres chicos habían irrumpido en el salón de
eventos con escopetas recortadas; el motivo, su virginidad intacta.
El saldo ascendía a diez personas muertas y muchos heridos. El
reportero había conseguido copia de las cámaras de seguridad. En la
imagen granulosa se observa a los asesinos entrar al lugar llevando
máscaras de diferentes presidentes norteamericanos; Nixon, Bush 2,
Reagan, Clinton. Visten gabardinas negras, gorras de béisbol. Desde
el proscenio hacen una reverencia al público y después disparan en
todas direcciones. Comerciales.
-¿Has probado el atomic cocktail?
-No, pero suena como que te revienta los oídos, o algo
así.
-Algo así, imagínate lleva vodka, coñac, sherry y
champagne.
-Que bestia… quien carajos quiere una explosión atómica en la
cabeza.
-Anoche lo probé.
-¿Y cómo te fue? ¿No estás radioactiva?
-Claro, por eso estoy desayunando lo mismo.
-Se ve, se ve.
-Es una bebida de los cincuentas, de cuando se experimentaba con
bombas nucleares bien cerca de aquí y venían turistas a ver las
explosiones.
-No te creo.
-Sí, lo juro.
-Joder, sí que eran imbéciles.
-Hola hola…- llegó Karla frente a mí del otro lado de la barra.
-¿Lo mismo?- preguntó de lleno con la libreta de pedidos en
posición de quien se dispone a escuchar y escribir.
Giré la cabeza y la miré a los ojos.
-No… no esta vez- dije.
Karla levantó sus anteojos y me miró extrañada.
-Dame una carne empanizada, sin papas, en lugar de eso cebolla y
jitomate.
-¿Qué pasó? – preguntó Karla intrigada, como si hubiera roto alguna
regla.
-Se me antojó, nada más… además, ella come tan rico que me dieron
ganas.
Karla anotó en su libretilla y volvió a acomodarse los
anteojos.
-¿Cómo rico, qué es eso? –Patricia me lanzó una mirada
coqueta.
Era coquetísima, lo hacía con gracia, quizá no del todo natural
pues se notaban ciertas actitudes aprendidas. Le sacaba jugo a los
ojos grandes, a ciertos modales femeninos y a pucheros graciosos
que sabía hacer, lo comprobé después.
-Sí, verte comer inspira a comer, quiero decir, cuando comes da
hambre… o algo así.
Karla cerró su libreta y se fue sin entender nada, había días en
que así le pasaba.
-Y a todo esto, ¿porque terminamos hablando de bombas atómicas y
todo ese asunto?
-Ah, es que me preguntaba a quién carajos se les ocurren tantas
estupideces, como los malditos cocteles esos.
-Te voy a decir a quien, a los chicos de los departamentos de
marketing, por venderte cualquier cosa son capaces de asociar dos
opuestos en una cosa positiva. ¿Qué jodida asociación tiene una
deliciosa bebida, como supongo es el daiquiri, con un acto tan
estúpido e irracional como explotar una o cien bombas
atómicas?
Patricia se me quedó mirando asombrada esta vez.
-No me digas que lo de la cocina era falso y en realidad eres
maestro de ciencias.
-No, para nada. Algún día seré un chef famoso.
-Así se habla… me cae bien la seguridad con que dices las
cosas.
-¿De verdad te parezco seguro?
Levantó los ojos del plato, giró la cabeza y me miró. Debí de
haberlo intuido al momento de preguntarle eso, me estaba entregando
solito; abrió su mano y como un muñequito en miniatura entré ahí.
Sus ojos me encantaron, su cuerpo sin duda.
Al mes ya vivíamos juntos, administraba mi cuenta bancaria –una de
ellas al menos- y yo me tragaba todas sus puterías, malos tratos y
desplantes. No sólo pagaba la renta y cocinaba, sino que me
convertí en su mirón, su guardaespaldas y su chofer. A veces me
pregunto porque aguanté tanto.
Para que negarlo, casarse es emocionante, supongo bonito para mucha
gente; cuando se encuentra a la persona adecuada y se siguen
ciertas reglas… no fue mi caso. Me hubiera gustado claro, aunque
las cosas a veces son diferentes. Con Patricia no sólo me desnudé
físicamente, sino como una cebolla, a la cual le quitan las capas,
me quedé sin piel. No le oculté nada, hasta cosas que debí callarme
le conté. Por ejemplo, que en eso del sexo había empezado desde muy
joven y mi primera experiencia había sido con una tía a mis once
años. Era una parienta de veinte abriles, grandes tetas de pezón
amplio y mucho pelo de lo que va del ombligo a la parte media del
culo. Un culo amplio y de un ojazo oscuro, el cual me obligó a
lamer, mientras ella me succionaba el pene a mí, según esto para
que se desarrollara y creciera a buen tamaño una vez siendo hombre.
A los trece años ya se la arrimaba no sólo a mi tía; quien a los
pocos años se casó y no volví a saber nada de ella, sino además a
dos de mis primas mayores cuando nos visitaban, y a una sirvienta
de mi madre. Tardes hermosas de sexo, en las que follaba en
ocasiones hasta cinco veces al día, todas ella a escondidas; ya en
el baño, en el closet, entre las cortinas de la sala o ya en la
alfombra de la recámara de alguno de los cuartos. Una de las primas
huyó con un ranchero y la otra se fue al Distrito Federal a
estudiar la universidad. Por aquellas épocas, una temporada, no
pensé en otra cosa, era mi juego favorito y la mejor forma de pasar
el tiempo. Llegué a distinguir entre un coño y otro, entre el sabor
de los líquidos de las cuatro mujeres que se disputaban mis
escarceos y entre el efecto de un empujón fuerte y rápido, y uno
lento y profundo con movimiento circular. Mi maestra indiscutible
en todo esto, fue Juana, la ayudante en la tienda. Me doblaba la
edad y tenía una larga experiencia en eso del sexo, pues había sido
prostituta desde muy joven para mantener a su familia; como un
montón de mujeres en mi pobre país lleno de sátrapas. Cuando todas
fueron desapareciendo poco a poco, mi afecto se centró en esta
mujer de piel morena, ojos aindiados y cuerpo robusto que me
atenazaba con sus poderosas piernas mientras me iba dando
instrucciones. Todo fue bien, hasta que mi abuela, quien la había
rescatado de no sé dónde, comenzó a sospechar de sus otras
funciones en casa. Además como mujer, sabía que una esposa enferma
no sirve para nada, tal era el caso de mi madre; pues es un hecho,
un hombre sin sexo puede ser un tipo triste. A Juana mi abuela la
había acogido como entenada y duró con nosotros hasta que grandma
descubrió que yo también de vez en cuando visitaba el cuarto donde
dormía. Una tarde, al regresar de la escuela, Juana ya no estaba,
lloré su partida, a escondidas claro, pues los secretos en México
se guardan bajo la cama, como las revistas pornográficas acumuladas
por varios años, hasta que empecé a tener novias, siempre más
adultas. Les repito, lo único interesante para mi hasta llegar a
los 16 años, fue el sexo. Como deporte, como entretenimiento, como
caso de estudio. Julita sustituyó a Juana, pero a diferencia de la
segunda, esta mujer era vieja, gorda y olía mal, así que tanto un
servidor, como mi padre, mantuvimos nuestra distancia. Él
volviéndose asiduo visitante del burdel de la ciudad, y yo, entre
masturbándome y conquistando novias feas que abrieran las piernas
fácilmente, algunas de las cuales me agencié durante mis horas de
labor en “La Picolina”, donde les servía un poco más de arroz, o
les daba un pilón en las naranjas, en los dulces; a espaldas del
abuelo primero y después, cuando murió éste, de mi padre. Todo esto
le conté a Patricia y más, pues para ella resulté ingenuo. Además,
pensé que eso se hacía en los matrimonios, aunque todo lo uso
después en mi contra. Le conté también de como al morir mi madre,
en una enfermedad eterna, mi abuela se hizo cargo de nosotros a
pesar de su edad. En esos años, hasta su muerte, mi padre se
concentró en trabajar como un verdadero enajenado en la tienda. Los
sábados por la noche jugaba cartas con sus amigos en la parte
trasera, una vez la cortina metálica bajada, y los domingos, íbamos
a pasear como una familia normal, de la que Gaby, mi hermana, era
la alegría. A Patricia me entregué, y pensé ella haría lo mismo,
hasta que supe todo poco a poco. No era de Arizona, no tenía tres
hermanos varones como me había contado, sino una hermana mayor con
quien no tenía contacto, y su padre no había sido un celebrado
arqueólogo de tumbas indias, sino un trailero desaparecido al
cumplir ella los seis años. Su madre había muerto de alcoholismo, y
desde muy pequeña, había aprendido que “dos tetas mueven más que
dos carretas” como diría mi abuela, y que a los hombres se le
hipnotiza más rápido con el ojo del culo que con una sonrisa. Tuvo
tres versiones, todas diferentes. ¿Por qué nos casamos? Para ser
legal y recibir mejor salario en el trabajo ya como ciudadano, para
ahorrar mejor, pero también por el seguro médico, y supongo, para
asegurarse que estaría en deuda con ella para siempre. Los
documentos en este país, es lo mejor que puede pasarle a todo
inmigrante de cualquiera origen… Esto es quizá lo único bueno que
hizo Patricia por mí y se lo agradezco, a pesar de todo lo demás.
La ceremonia fue de las más comunes en ciudad vicio; un juez
cocainómano que pidió disculpas dos veces durante la ceremonia para
llenarse las fosas nasales con polvo; un pianista desvelado que
golpeó desganadamente el órgano eléctrico y un cura de medio
tiempo, quien nos colocó los anillos de metal bañados en oro. Y
para sellar nuestro compromiso, un beso de lengüita, el cual nos
supo amargo, pues la noche anterior nos habíamos corrido senda
francachela. Nuestros testigos, como en muchos casos, fueron un
gordo a quien le dimos veinte dólares y una negra con cara de Tina
Turner a los sesenta años. En Las Vegas, me acostumbré a la vida
nocturna y los tragos fuertes, al trato con borrachos, apostadores,
chicas de la suerte, farsantes y masajistas. Aparentemente la vida
fácil, divertida, exprés. Yo diría difícil, riesgosa, lenta y falsa
como nuestro matrimonio, el cual duró menos de dos años y me dejó
una profunda herida. Sin contar la bancarrota. Dice un dicho que lo
sucedido en Las Vegas se queda en Las Vegas. Yo diría que es falso,
lo que pasa en Las Vegas te sigue a donde vayas y a veces por el
resto de tu vida.
Cuando apareció Patricia, tenía cierto dinero ahorrado, una camionetita y compartía casa con Peter. Era lo que se dice medianamente feliz –sinceramente nunca he sido completamente feliz, supongo como la mayoría de los seres humanos en este planeta; plagado de injusticias y cinismo- , pero digamos, flotaba con la cabeza fuera del agua y era dueño de mi tiempo y emociones, en general, sin muchas quejas. Para ese momento ya le había encontrado gusto a la ciudad, soy muy fácil, unos meses me bastan para enamorarme del lugar. Los primeros meses estacionaba el vehículo y caminaba por “Las Vegas boulevard” fascinado. Por supuesto mi pasatiempo favorito, ver a las mujeres, algunas sencillamente divinas. Gente extravagante ni se diga; no era extraño encontrar en la acera a chicas con prisa vistiendo como vedetes rumbo a dar show; a conejitas del playboy; a gordos vestidos de Elvis Presley o a negros en disfraz de Michael Jackson. Me detenía en alguna esquina y me entretenía viendo a la fauna. Grupos de hombres en frack de la mano de chicas enfundadas en vestidos de noche y zapatillas. Payasos, acróbatas, malabaristas. En menos de una hora, era posible ver por lo menos a tres famosos; saliendo de los lujosísimos hoteles; descendido de sus enormes limousines; escondiéndose detrás de gafas oscuras y sombreros. Nunca había visto una limousine del tamaño de un tráiler extra largo, a la que según Peter le cabía una alberca y una sala de cine compacta. Mis primeros meses, sin entrar a los casinos, me divertía. Me plantaba en las fachadas, en las espectaculares marquesinas luminosas; miraba los anuncios, y a veces, entraba a beber una cerveza o a ponerle diez, quince dólares a alguna máquina. Esto más bien era el pretexto, dado que entraba a refrescarme del calor abrazador y volvía a observar registrándolo todo. Me detenía embobado a ver a los elegantes jugadores de ruleta; a los borrachos que empeñaban hasta la camisa en las cartas; a quienes como enajenados, echaban pestes frente a los monitores con carreras virtuales de galgos y caballos. Yo le tengo mucho respeto a las apuestas y algo de miedo para ser sincero, pero me gustan. Dos personas en mi familia, fueron jugadores empedernidos, un hermano de mi abuela y un primo lejano de mi padre, ambos terminaron mal. El primero se dio un tiro en la cabeza y el otro, mató a sus hijas y a su mujer a las cuales apostó, después de eso enloqueció. No sé a ustedes, pero a mí se me enciende la sangre, sobre todo cuando voy ganando. Por eso mismo me controlo. Por supuesto que he ganado, no en grande claro, pero algo y por eso mismo es peligroso, pues el estado de animo de un ganador es tan embriagante como la sensación post orgasmo con una linda chica. He llegado a ganar hasta doce mil dólares en los dados. Creo tener suerte con los cubos, desde siempre, y eso aquí en Ciudad Vicio puede ser preocupante. Por eso y no otra cosa, traté de mantenerme alejado de las apuestas, lo más que pude, hasta que apareció Patricia. A ella no le importaron mis razones y me puso a jugar como su gallito. Tuvimos muy buenas rachas, para que negarlo, pero me desgasté. Dejé mi suerte en sus manos hasta que la consumió toda. Desde el principio me vendió la idea de que era mi talismán. De que nuestras suertes conjuntas podrían lograr grandes números. Al inicio nos fue bien. Gané en el kino, en la ruleta. Completé para comprarme un auto semi-nuevo, ropa de marca, rentar un apartamento para los dos. Ganamos en los caballos, los perros, los gallos y en las peleas de box. Me sentí un hombre afortunado; con un Camaro rojo, dinero en el bolsillo y una hembra hermosa como aquella quien detrás me susurraba números mágicos al oído. Era cierto, formábamos una buena pareja y según Patricia, era un asunto de las estrellas, los signos zodiacales y la cercanía de la luna con el planeta. A veces los dos pensábamos la misma combinación, algo traíamos con los números, uno de nuestros juegos privados era decirnos números, el setenta por ciento acertábamos, a veces era lo primero al despertar, como decir buenos días. Pero ya saben, hasta el mejor chiste se desgasta, así pasó con nosotros. Muchas cosas se desgastaron, uno de los primeros indicios fue que los números ya no coincidieron. Nuestros favoritos, como el doce y el veintisiete, comenzaron a perder; el tres ni se diga, el treinta y tres que empezó como una broma erótica, como es evidente, y después se hizo número mágico, tampoco salía. Ni luces del once o el siete en la ruleta. Debo confesar algo, tengo suerte, pero no la gran suerte, sino una suerte digamos más bien mediocre. Ni lo suficientemente mala, para que me caiga un piano de arriba en la cabeza, o me hunda en una coladera abierta; ni lo suficientemente buena como para salir de pobre. Voy ganando, comienzo a soñar y a subir la apuesta, hasta que llega un punto donde empiezo a perder y entonces me retiro… como un raterillo con su pequeña ganancia. Una vez, a las semanas de haberla conocido, ya con ocho mil en el bolsillo, ella se puso a coquetear con otro tipo, entonces me salieron tres jugadas malas. No rescaté ni la mitad y salí huyendo del bar preguntándome que había pasado. La presencia de Patricia fue como la de un guardián, el cual me protegió por algo como nueve meses, hasta que el ángel mostró su otra cara.
En Las Vegas la Medusa se cortó el cabello y todas las víboras reencarnaron en personas, gente como Ross, como Patricia, como el Alcalde, como muchos otros sin corazón.
24Desde el primer día, mi casino favorito resultó “NY-NY”, el cual no es otra cosa que la panorámica de la ciudad de Nueva York y es alucinante; todos aquellos edificios replicando los edificios de la gran manzana, es un enorme lugar adentro. Me he tomado fotos junto a la estatua de la libertad y junto al puente Brooklyn, y confundido a mí cuñado Carlos, quien se quedó con la idea de que estoy en Manhattan. Otro sencillamente espectacular, es “Keops”, donde las meseras visten como Nefertiti y hay sarcófagos reales en la recepción donde también exhiben en pergamino auténtico con la leyenda de un faraón. Por supuesto todo aquí es una broma, como la ciudad misma donde además hay una Torre Eiffel y un canal veneciano, donde por cierto trabajé por varios meses; vestido con una camiseta a rayas de manga larga y un sombrerito negro; y mientras remaba por el lago aquel cantaba en italiano ¡Oh sole mio, la vida en rosa...! A mi hermana Gaby le encantaría algún día ver la Torre Eiffel, la real claro, me lo confesó en su última postal y espero algún día poder llevarla… Soñar no cuesta nada.
En las Vegas, la única persona que nunca
intentó timarme fue mi compadre Peter, a quien conocí en LA en una
lavandería. Ya conocerán aquella máxima de que los pobres coinciden
con los pobres. Resultó que no llevaba suficientes monedas de
veinticinco centavos y la encargada, una gorda de mala actitud no
quiso cambiarme. Vi a un tipo, leía una revista en inglés aunque
evidentemente era latino. Entablamos conversación. Salimos a fumar
mientras nuestra ropa en jabón daba vuelta en las máquinas. Nos
hicimos amigos casi al instante y antes de la hora ya éramos
“panas”. Peter tenía veinte años en este país. Trabajaba una parte
del año en Los Ángeles y la otra parte en Las Vegas, especialmente
en el verano durante temporada alta. Patricia me alejó de él por
una temporada y hasta trató de envenenarme en su contra, diciéndome
le había corrido la mano. Por supuesto no le creí. En Las Vegas,
antes de Patricia, Peter y yo nos hicimos hermanos. Sabía varios
trucos; como donde conseguir timbres de comida, cupones de
descuento en ropa y la entrada a eventos gratuitos. Además, era
parte de una red de empleados de casino. Tenían el pacto de hacerse
descuentos entre ellos, o sencillamente de la vista gorda con
ciertos boletos de algún show cuando se podía; cobrar dos en lugar
de cuatro y cosas así. “Si no nos echamos la mano entre nosotros
los de abajo, ¿entonces quién brother?, sobre todo nosotros los
latinos que nos tienen bien jodidos en este país”. Completamente de
acuerdo. Lo suyo era ser mesero; poner la mesa, los cubiertos,
hablarle bonito al cliente; había aprendido a llevar tres platos en
cada brazo. “En esta ciudad viene la gente a gastar plata bro, ya
sabes, lo que pidan y rápido si quieres una buena propina.” Al
principio se sorprendió de verme en Las Vegas, aunque se ofreció en
presentarme a un par de gentes, una era una chica de Sonora,
bastante atractiva la cual trabajaba de acompañante de vejetes
millonarios; y el otro, el dueño de un restaurantillo de comida a
domicilio. Yo todavía tenía medio tiempo en mi disfraz de Mickey.
Regresamos a mover la ropa de la lavadora a la secadora; dólar
cincuenta. Mientras esto pasaba, Peter me contó de un viaje a Machu
Pichu. “Tremenda energía que se siente estando allá arriba, si
alguna vez tienes oportunidad ve, no te arrepentirás”. Yo le conté
de mi experiencia en El Pinacate y de mi entrada al desierto; mi
exorcismo. “Cambié de planeta o de tiempo, no sé. Algo pasó conmigo
ahí, algo que aún no digiero del todo, a pesar de que sucedió hace
varios años”. Los lugares mágicos son únicos, coincidimos. Me
preguntó si tenía novia, casa, amigos, perro que me ladrase. “Nada…
y a veces me siento super solo, no sabes”- me sinceré. Cuando se
enteró que vivía en un hotelito de sexta, pues me había cansado de
compartir casa con doce personas, y de que estaba por cumplir casi
medio año en la ciudad, me propuso moverme a su casa, “pagando
renta claro”. Acepté, ya estaba cansado del hotelito mugroso donde
cada noche se escuchaba a gente follar.
-¿Y por qué me preguntas lo de la novia? ¿Acaso quieres deshacerte
de alguna?- cuestioné.
-Je je je, mexicanos tan simpáticos, ¿les gusta el favor completo,
verdad?
-Digo, si se puede, no me caería mal.
-Lo que tengo es una prometida y ella tiene amigas, ninguna es una
beldad verdad, pero bueno, a lo mejor alguna alcanza tus
expectativas.
Pedro era todo un personaje, al igual que a mí, la violencia lo había enviado fuera de su país. Emigrado del Perú, cuando Sendero Luminoso hacía de las suyas, había entrado a los USA como refugiado. En la universidad lo habían amenazado de muerte y había tenido que desaparecer para bien de la familia. Otra de las historias que contaba, era cuando un carro bomba había explotado dando vuelta a la esquina en su camino a casa. "Así como lo oyes, un minuto más hermano y no estuviera aquí contándotelo. La fuerza del maldito explosivo alcanzó a derribarme al piso, tuve la fortuna de no ser alcanzado por algún fragmento de metal." Por supuesto no había terminado la Universidad y sentía un profundo rencor por los políticos en general, en particular por los de su patria. En este país había aprendido a no cuestionar, a no ser un entrometido, y cuando era necesario ser camaleón, lo era y se ponía el camuflaje. A través de él entré a trabajar en las cocinas y dejé el difícil mundo del performance-circo-humillación-comicidad-show bussines-maroma y teatro. La oportunidad se dio cuando en la cocina del restaurante, donde trabajaba mi amigo medio tiempo, despidieron a un compa a quien agarraron escupiendo sobre la comida de un comensal mientras la llevaba a la mesa. “Al guevón lo tenían en la cámara hermano, ya sabes, a estos les gusta vigilarnos, así que ahí está el pendejo soltando el gargajo y ocultándolo entre la salsa… Close Up de él riéndose, hasta a la cárcel lo querían enviar…”. Por ser mi primera vez trabajando en un restaurante, me abrieron una posición de medio tiempo lavando trastes, para empezar como todos, dijo el jefe de la cocina. No había forma de rechazar el empleo. Pedro me había recomendado, y para ser sinceros, andaba más bien ahorcado de plata. Dos semanas buscando algo en el mundo del espectáculo, ya sin la batuta de Ross claro… y nada. Por supuesto lo ahorrado se fue entre darme de comer y pagarle mi parte de los gastos a Peter, a quien comenté mi situación y ni tardo ni perezoso como hacen los buenos amigos, cuando vio la oportunidad intercedió por mí. A los dos meses se dio la oportunidad de entrar de mesero en el mismo restaurante, pero me sinceré con el chef Esteves y decidí esperar hasta que abriera una posición en la cocina; me interesaba más aprender a cocinar. Así fue como empecé carrera en esta área creativa de la cultura, como me gusta llamarle, mi verdadera profesión. La descubrí al darme cuenta del arte implícito al mezclar sustancias y educar la lengua. Hablando con el chef Esteves llegué a concebir el plan de estudiar para chef internacional, y más tarde pedir trabajo en uno de esos cruceros para así poder visitar muchas ciudades. Cocinar y pasarla bien, era lo que quería. “Tener sustancias crudas e ingredientes y transformarlas en un platillo sabroso hecho por ti, es algo que llena de satisfacción a cualquiera”. Palabras de Estevez. Dicen que las personas no cambian de un día para otro, y es verdad. Una mañana me di cuenta, haciendo trabajitos insignificantes no iba a llegar a nada, apostando menos. Pedro tenía razón, me costó tiempo descubrir el tiempo. En cambio, si llegaba a ser Chef, podría tener prestigio, trabajo y llegar a una vejez digna, algo que empezaba a preocuparme.
El departamento de Peter no era muy grande, una
recámara chica y una sala-comedor, además de cocina y baño claro.
Me confesó, no hacía mucho rentaba la sala a un conocido suyo, el
cual por causas de fuerza mayor había tenido que salir corriendo a
su país. El sitio era agradable, se lo dije, pero eso de dormir en
el sofá era como estar de visita y eso no me gustaba, más cuando mi
plan era asentarme por lo menos un par de años en Las Vegas. Es
más, el problema no era el sillón, sino cierta privacidad mínima.
No contaba con mucha plata, pero sí me alcanzaba para comprar un
par de biombos y darle cierta privacidad al área que sería “mi
cuarto”.
-Es diferente me veas los pies, o la cabeza, a que veas encuerado,
¿no crees? Es un tanto bochornoso, tanto para mí como para
ti.
-Cierto… que tal si te quieres masturbar.
-Ja ja, suele suceder.
Movimos el viejo y pesado sillón de cuero a una
esquina, sobre una de las alfombras y reacomodamos los otros dos
sillones y la mesita de centro aparte.
-Justo Peter, dos biombos y este pedacito para entrar. ¿Cómo ves?
Así queda este otro espacio para ver la tele sentados en los sofás
individuales. Vamos, no es para ponernos a bailar, pero puede ser
una pequeña sala de usos múltiples.
-Carajo, eres un artista en acomodar bro, ¿a poco te lo enseñaron
en la escuela?
-Je je je. Estoy pensando en que tal si un día traigo a una chica…
así al menos sé que nadie nos está viendo, eso de estar viendo como
que no es lo mío.
-Si quieres podemos rotarnos.
-¿Rotarnos qué? ¿La chica?
-No, la recámara. Seis meses yo adentro y los otros seis tú aquí
afuera.
-¿En serio?
-Claro, si la renta es a la mitad.
-Me gusta, eso es camaradería- le extendí una mano.
Tomó mi mano e hizo una reverencia como en el
siglo XVIII.
-El sillón es increíblemente cómodo- dijo Peter. -Es de piel como
verás, es la herencia del inquilino anterior.
-¿Lo conocías?
-Sí, un argentino escapado de la dictadura, cuando el país regresó
a la democracia se regresó. Él lo traspasó a un rentador anterior,
y luego este me lo traspasó a mí; el sillón venía con el paquete,
ya sabes, nada viene sólo. La dueña del departamento es una mujer,
fue mesera en el Stardust, buena onda.
-Trato hecho, no se hable más.
Cerramos el trato con un apretón de
manos.
-Sólo una cosa, nada más no te desaparezcas como lo hiciste en Los
Ángeles. ¿Estamos…? ¿Qué pasó?
-Bah, es una larga historia, algún día te contaré.
-OK. Por lo menos no te olvides de despedirte.
-Claro, claro… -dije evaluando el espacio de aquel pequeño
departamento. ¿Dónde comprarías tú unos biombos a buen precio?- le
pregunté.
Peter sonrió.
-Yo sé perfectamente donde, es una tienda enorme donde venden un
montón de cosas, pocas verdaderamente antigüedades, pero cosas
viejas en buenas condiciones, nada chino. Yo laboré medio tiempo
ahí recién caí en Ciudad Vicio.
Precisamente ese sillón, según sé, es de ahí. Tienen muchas cosas,
son de gente vieja que muere y no tiene a quien dejarle sus
pertenencias, así que pasan a manos de la beneficencia, digámoslo
así, pero esta privada. El dueño compra lotes de cosas mes con mes.
Llega de todo, parte de mi jale era separar las cosas, repararlas y
limpiarlas, lo inservible a la basura claro. Ese espejo en la pared
es de allá, aquel florero y ese Van Gogh.
Caminé al Van Gogh, la reproducción estaba
desgastada, comida por el sol y debía tener muchos años detrás de
aquel marco a todas vistas barato. Pero era Van Gogh y seguía
siendo uno de los genios de la pintura al alcance de
todos.
-Cool bro, deberíamos darnos una vuelta. Reciclar cosas es lo mejor
que puede pasarle a este mundo.
-En la cocina del restaurante reciclamos casi todo; no solo
empaques de productos, sino la misma comida del día anterior, he
visto como el chef la monta en platillos diferentes.
-¿Y sabe bien?
-Claro, Chef Estévez es de los mejores, como te habrás dado
cuenta.
-Lo es.
Me imaginé mi espacio con biombos chinos
decorados.
-Haría falta aquí una mesita y una pequeña lámpara para leer
encima, ¿no crees?
-Claro. Vamos a encontrar algo simpático ya verás. Mañana mismo
vamos; a las nueve abren.
-No se hable más. ¿Dónde pondré mi ropa?
-Hay dos closet chicos en este cuarto- lo seguí- en este tengo
cachivaches que puedo poner en la basura, como veras no es para
guardar un gran guardarropa, pero es decente.
Me reí para mí, Peter sonaba como un vendedor de bienes y raíces. Sobra decir que compartimos no sólo casa, sino momentos memorables. Una de nuestras actividades favoritas durante la semana era ir a las albercas de hoteles y casinos a tomarnos un trago, ver mujeres y nadar por supuesto. Íbamos de colados, bebíamos a mitad de precio y teníamos una probadita del lujo que el dinero ofrece. La red de amigos de Peter era bastante grande. Había que llegar a una hora específica, por una puerta específica y permanecer en un área específica de la alberca sin tratar de llamar mucho la atención. Fuimos a conciertos, al circo, a ver comediantes. Cuando estábamos libres nos íbamos en carro a California, otras veces nos disfrazamos de tipos elegantes, entrabamos a un Casino y nos paseábamos cortejando a las mujeres, sobre todo a las viejas –no demasiado claro- son las que llegan forradas de plata a volverse locas en Ciudad Vicio. Una vez terminamos dormidos en un cuarto de dos camas, con una condesa y su hermana gemela en un hotel del viejo Las Vegas, a la mañana siguiente nos turnamos camas para ver qué cara hacían las viejas de sangre azul, pero en vez de caras asombradas parecieron gustar de la bromita y así estuvimos ahí por tres días, brincando camas; rociados por champagne barato, comida china y piza. Peter no creía en Dios, detestaba a los españoles por lo que habían hecho los asesinos conquistadores y pensaba que los políticos eran el mal de todo en este mundo. Como a mí, le encantaban las mujeres, aunque bueno hoy en día está casado y es un fiel esposo. Para cuando aparece Patricia en escena, yo era parte de la red de amigos de Peter y sabía varios secretos, ya había tenido dos novias; una nicaragüense consumista en toda la amplia gama de en este país; productos chatarra, comida chatarra y cultura chatarra. Y una colombiana de hermosas nalgas, la cual sólo pensaba en banalidades y en dinero. Se llamaba Andrea, construía sueños en el aire y tenía fantasías poco originales. “Entrar a uno de esos lugares y sentarme en el bar me hace sentir rica por un momento y eso me encanta…” solía decir. “Un día regresaré a Colombia con una maleta repleta de dinero”. Con una duré dos semanas y con la otra, por las hermosas nalgas sobre todo, un mes. Las dos recamareras, una amiga íntima de la prometida de Peter, la otra una amiga del Facebook. Para el momento en que entra Patricia a mi cama, estoy libre de Ross, manejo una camioneta pick up de cuatro cilindros usada, acabo de terminar un cursillo sobre esculpido en hielo que dictó un chef alemán experto en postres y he comenzado a vivir sólo en el departamento compartido con Pedro, pues él ha decidido irse a vivir con su chica a Washington DC; con quien se casaría más tarde.
25A través de la red de Pedro compré boletos para
un concierto, entradas para un baile y reservé una habitación en un
hotel caro por dos noches con champagne y toda la cosa.
-Hola lindo- dijo Patricia acabada de salir del baño en calzoncitos
y camiseta, y de un ágil movimiento se metió bajo las cobijas donde
mis brazos la esperaban.
La miré, era hermosa, por eso una manada de
hombres la perseguía, otro tanto pagaban por verla y el resto
suspiraban a su paso.
-¿Cómo estas hermosa?- respondí.
-Con frío. Abrázame.
Patricia se acomodó entre mis brazos y mis
piernas. Quedamos a unos centímetros. Recuerdo pensar lo afortunado
que era en tener a una hembra como aquella.
-Con tres días adelante libres, para hacer lo que quiera.
-Mmm, eso suena peligroso. ¿Y qué se te ocurre hacer?-
dije.
-Estoy abierta a escuchar propuestas- dijo, sonrió y me dio un beso
apasionado.
Era nuestra primera cita sin ropa, nuestro primer fin de semana juntos, y estaba fascinado por aquel cuerpazo al que había visto girar en el tubo. Ese fue quizá uno de los más hermosos fines de semana de mi vida, eso creí, incluso pensé haberla enamorado, aunque después aprendí que hembras como aquella nunca pertenecen a un sólo hombre. Es cierto, desde el principio supe, era una mujer deseada y sexual, una mujer muy consciente de sus encantos. Lo que no sabía, es que también era mentirosa, ambiciosa y manipuladora. Nadie cambia, es un dicho bien cierto. Una reina mala por la cual no sólo perdí todo mi dinero y ahorros, sino para siempre la confianza y la suerte en las féminas. Pero bueno, quien entiende al corazón. Me hizo gozar como un perro, pero de la misma forma me puso de patitas en la calle de mi propio apartamento, se quedó con los ahorros para pagar la escuela culinaria de arte y conseguí ser un pelele. El primer indicio que no advertí, fue la venta del gran sofá en la sala, el mismo donde nos turnábamos a dormir Peter y yo. Un día llegué y ya no estaba, al principió dijo habérselo prestado a una amiga, pues dormía en el suelo. Después se le salió decir frente a otros amigos, que lo había vendido como una antigüedad. En otra versión, se había desecho de el para montar su estudio a través de una empresa asociada a la beneficencia pública. En una más, era un cachivache lleno de pulgas.
Por lo regular despreciamos a quién nos quiere, a quién se preocupa de nosotros y hace un esfuerzo por complacernos, no sé la causa. Así que ahí vamos por la vida, valorando poco el cariño desinteresado cuando se nos ofrece; quizá porque estamos demasiado acostumbrados a que las cosas cuestan y nada sea gratis. Si me hubiera quedado con la colombiana... En cambio, a quién nos trata como a burros más queremos; es una forma de relación entre los seres humanos, caí redondito; le cocinaba, limpiaba el sitio donde vivíamos, era su chofer y su guardaespaldas, y cuando quería dinero, lo sacaba de mi cuenta. – Después abrí otra, la cual por milagro logré salvar, gracias a los consejos de Peter-. Al principio el sexo fue maratónico, poco después me lo redujo, tanto como los baños juntos y las salidas los fines de semana, por cuestiones de trabajo. Al final me enteré, tenía un novio rico el cual la invitaba a lugares caros; un vejete por supuesto, lo había conocido en uno de los antros donde daba show; algunos de esos sitios realmente denigrantes. Huelga decir que Las Vegas tiene su parte turística en Downtown, pero como toda ciudad tiene sus sitios para los locales; los bares mugrientos y cochambrosos, los casinos pobretones y a veces fuera de la ley de los barrios bajos, las casas de apuestas montadas en domicilios particulares donde las meseras a veces llevan ropa puesta y otras no. Los barrancones para las peleas de perro, los gallos. Las Vegas que no sale en las películas, la parte más sórdida de un lugar sórdido muy bien iluminado y de buen humor. Dormíamos de día, a eso de las 4:30 empezaba a cocinar y comíamos como a las seis. Comentábamos tonterías; de las noticias, de amigos y de cosas que a otras gentes pasaban. Ella lo prefería así, casi no le gustaba hablar de nosotros; menos del futuro. En ocasiones cuando nos tocaban diferentes turnos, apenas nos veíamos, nos dábamos un lacio beso en los labios y ella a seguir durmiendo o yo, según. Después de comer nos bañábamos, nos poníamos listos y salíamos juntos. Pasaba a dejarla y a veces a recogerla. Ir a cenar a las cinco de la mañana era normal para nosotros, tomar una copa a las ocho AM cosa regular. Patricia conocía a un montón de chicas con problemas, mariconcillos ruidosos y tipos mal encarados que regularmente estaban afuera de los antros, casinos y bares. Entre las maripositas que la rodeaban había una, Sharon, me daba realmente pena, era hermosa, pero tonta como ella sola y con la peor autoestima que he visto en nadie. Su representante la explotaba a lo lindo y sospechábamos la utilizaba para hacer porno duro, aunque ella no lo aceptaba. Tomaba Oxycont con regularidad para el dolor según esto y llevaba una prescripción vigente consigo todo el tiempo, además comía como un pájaro. Patricia la había tomado bajo su protección y a veces, se quedaba a dormir toda pasoneada en un sleeping bag; en lo que después de vender el sillón –es la versión real-, montó su estudio de ensayos, según esto. Uno de sus amigos filmmakers le regaló dos luces y un fondo azul, para hacer fotografías, aunque esa es ya otra historia.
Sharon me daba lástima, así que le cocinaba cosas deliciosas aprendidas de Don Estévez y ella lo apreciaba. Patricia llegó a ponerse celosa. Fue quizá la primera mujer a quien enamoré con la comida. Llegó a confesarme que comer mis guisos era mejor que tener sexo. Fue mi tercer amor platónico después de mis primas Mariluz y Fernanda, no la toqué, aunque si la vi desnuda. Se metía a la cama con nosotros mientras dormíamos, y al menos, un par de veces irrumpió en la regadera mientras nos bañábamos. No es que fuera fea, al contrario, pero me parecía tan frágil que me producía más un tipo de amor filial. Creo ambos lo entendimos, había escarceos de su parte, de mi parte, pero ambos sabíamos que el sexo acabaría con nuestra amistad. Una vez me dijo, en una de aquellas frases que soltaba; algunas tontas, otras muy interesantes: “cuando mastico tu comida, como una parte de ti.” “A veces te veo como alguien que me penetra en el paladar.” Patricia la miraba reprobándola y se reía, a veces era cruel. “No digas tonterías, tontita y come…” Si hubiera tenido más recursos la hubiera ayudado, aunque era difícil por su proclividad a las malas decisiones; a la gente nefasta alrededor. No supe se acostaba con Patricia de vez en cuando, sino mucho después, ya cuando Sharon había desaparecido de nuestras vidas. Unos decían que se había casado con un rico, el cual había pagado la rehabilitación, otros que había terminado de prostituta callejera, y otros más, que había muerto de una sobredosis en un hotel. Encontré por casualidad el video en un folder de la computadora, las vi. Un tercero había sido el camarógrafo, Patricia y Sharon dándose besos y desnudándose una a otra sobre una silla donde terminan follando lanzando gritos. Reconocí el lugar; todo había sido filmado en la esquina del departamento, el mismo espacio convertido en estudio. Por supuesto el camarógrafo debí haber sido yo, pero era otro, la muy zorra metía hombres a mi lugar, aquello me llenó de rabia. Metía a otros, mientras yo trabajaba en mi cocina. Producía su pornografía por dinero en mi casa y se divertía con sus amigas.
Una cosa, creo ya les dije, mi suerte fue mejor que nunca en esa época. Cada noche ella detrás echándome porras, besándome en la boca, susurrándome cositas, poniendo celosos a mis contrincantes, provocándolos. Una noche hice cinco mil dólares en tres jugadas, contrario a mis reglas continué apostando y subí a los diez mil dólares, pero volví a caer y a subir por varias horas; esa noche nos dieron habitación en el casino y todo el champagne que se nos antojó. Éramos como dos partes de un mismo talismán, me dijo después de hacer el amor por dos horas.
26
¿Cómo llegué a vivir con Patricia a las semanas de conocernos?
¿Cómo me convenció de casarme con ella? Supongo por su escultural
figura, por la maravillosa forma en como nuestros cuerpos se
amoldaron, o su coño de grandes labios que me succionaron; no sólo
los principios inculcado por la abuela, sino el alma misma… ¿El
cómo llegó a administrar mi cuenta bancaria…? no lo recuerdo. Lo
cierto, es que me tragué una a una todas sus puterías, sus malos
tratos y desplantes, porque de verdad llegué a amarla como a nadie.
Al principio de nuestra relación fue muy linda persona. Me rompió
el alma lo de su orfandad a los doce años, lo del tío bondadoso que
se hizo cargo de ella a cambio de sexo dos veces por semana. Lo del
padre alcohólico asesinado por otro borracho con una botella de
cerveza. Lo de su hermana con seis hijos de un marido abusivo, y a
quien enviaba dinero. Lo de su deseo de salir del ambiente del tubo
y ponerse a estudiar, lo de casarse conmigo si me entregaba a ella.
No sé cuánto fue verdad y cuánto mentira; de lo que estoy seguro,
es que algo hizo la muy bruja y no hay duda… Lo de bruja no lo digo
en sentido figurado, usaba la magia, el vudú y la herbolaria. ¿Qué
no creen en eso? Yo tampoco lo creía hasta vivirlo.
Una mañana me tomó mucho tiempo ponerme de pie,
era como si una lápida me lo impidiera, mi respiración se detuvo,
comencé a sudar, me encontraba sumido en el colchón hasta los
resortes; era consiente, pero estaba inmóvil. No fue sino hasta que
apareció en la recámara y me habló, que volví en mí, tragando aire
como si emergiera del fondo de una alberca. Otras veces comenzaba a
ponerme pendejo, esto es; las cosas se me caían de las manos, se me
quemaba la comida, iba rumbo a algo sin recordar con qué objetivo,
compraba cosas innecesarias, andaba de lo más distraído, cuando
naturalmente no soy así. Lo que me convenció, fue el descubrir,
buscando una acta de nacimiento entre viejas cajas y bajo unos
trapos, dos muñecos de tela. Eran dos muñecos bastante burdos,
hechos de trapo con pedazos de ropa y pelo. Estaban atados por
separado, con agujas clavadas en las manos y en los pies,
amordazados. Los observé en detalle. Descubrí que uno llevaba pelo
mío, los trozos de ropa atados a él provenía de una muda de ropa
perdida, fue un shock. No entendí bien, parecía parte una broma de
mal gusto; parte una tomadura de pelo, aunque también algo más
macabro. Me brotaron espinas en el lomo al darme cuenta; uno de los
muñequitos aquellos, era yo en definitiva. ¿Quién era el otro?
Aquella aguja en la parte posterior del muñeco, era la razón por la
cual me dolía la espalda, la otra en mi pecho, el por la cual
estaba enfermo de la garganta. Me quedé frío, la mujer con quien
vivía me tenía embrujado. Mi primera reacción fue reclamarle,
armarle un escándalo, meterla en orden a la muy gitana. Pensé en
matarla, me entró miedo. Medité bastante, no cabía duda, se me
adelantaba. Me irritó no sospechar que tendría su guardadito, su
alquimia, sus olores sexuales, los pinches muñecos y sus pendejadas
ritualistas. Estaba muy molesto. Nunca he tocado a ninguna mujer
con los puños, quizá jaloneado, gritado, pero golpeado nunca, no se
me da. Además, mis padres fueron muy estrictos respecto a eso, aún
recuerdo, nadie me dirigió la palabra por una semana, fue el
castigo impuesto por golpear a Gaby. Los muñecos vudú fue la gota
que derramó el vaso. Quise estrujar a Patricia, tomarla por el
pescuezo como a una gallina y arrancárselo. Aquel descubrimiento me
hizo darme cuenta de mi estado hipnótico, fue como quitarme una
venda de los ojos. Comencé a atar cabos, a descubrir un montón de
juegos y
manipulaciones. La pinche Patricia había jugado conmigo todo el
tiempo. Decidí entonces no decirle nada, seguirle el juego. La muy
zorra llegó muy quitada de la pena, nos dimos un lacio beso en los
labios, se puso su ropa de casa y comenzó a servirse un trago. La
miré de reojo estudiándola. ¿Cómo era posible que una chica
occidental, norteamericana, resultara una pinche bruja total, con
conocimiento del toloache y el vudú? Fui amigable por última vez y
le serví la comida. Me sonrió con aquella sonrisa que en otros
tiempos me había derretido; la misma utilizada en sus rituales, le
sonreí también, no quería despertar sospechas. Para cuando esto
pasó, ya había hecho algunas cosas de las cuales moralmente me
arrepentía; entrado en una relación desgastante, y de celoso había
pasado a ser un voyeur. No les iba a contar esta escena, pero aquí
les va.
Terminé de masturbarme, mis espermas en todo el piso y en mi mano donde brillan como aceite bajo la luz mortecina. Al fondo los jadeos de Patricia, a quien se la follan dos hombres jóvenes y vergudos como animales. Lo que minutos antes me excitó, ahora me duele profunda- mente. Se trata de un asunto moral por supuesto, algo que me está afectando más de cuanto pensé al iniciar el jueguito. Sin embargo y debo reconocerlo, yo mismo fui culpable de aquella maldita situación mezquina. Nunca estuve más confundido, fue una aberración. El caso es que no tenía erecciones si no veía como otros la poseían. Patricia encantada por supuesto, sobre todo si me veía sufrir, era una puerca y cada vez más degenerada, aunque la amé como un loco; me enfermé. No fue necesario... todos aquellos bastardos, carajo. Me convenció de cambiar las reglas, no sé porque acepté.
Estábamos en el bar, era nuestra segunda “luna de miel”. Habíamos bebiendo desde muy temprano, y ya para la hora de la cena me sentía borracho, aunque también excitado... Insistió en invitar a nuestro cuarto a una mujer que conoció rumbo al baño, según me dijo. Se salió con la suya, fue una noche divertida y repleta de sexo, aunque una mañana difícil y llena de reproches. Entonces me planteó lo de los hombres, si dos mujeres habían sido divertidas para mí, ¿qué tal a la inversa? En los siguientes dos meses intimamos con otras personas por lo menos en diez ocasiones. En una de ellas, me di besos con un vato, mientras Patricia jugaba con nosotros. Me inició en las relaciones con tríos y en el intercambio de parejas, y nuestras fantasías sexuales dejaron de ser eso para materializarse. Si no la hubiera amado, quizá no hubiera sido tan difícil.
Me limpié las manos con una toalla sucia, crucé el umbral de la recámara y escuché los gemidos apagados de Patricia y el chapalear de los tres cuerpos. Una vez descargado mi libido, apreté la quijada para evitar la náusea que me producía aquella escena. Entré a la cocina. Abrí el refrigerador y tomé una cerveza. Desnudo como estaba, me detuve en el umbral y observé a los tres moverse al unísono, como si fueran una sola bestia. Uno la penetraba por atrás y el otro disfrutaba de los dulces labios de Patricia. El espejo me regresó la imagen de una Patricia con los ojos puestos en blanco ante los embates de aquellos dos animales, pujaban como si estuvieran levantando pesas en un gimnasio. Iniciaron un movimiento circular, un nuevo tipo de baile y los hombres alternaron posiciones; apestaba a cuerpo, a culo. Volví a cruzar la sala y fui hasta la puerta del porche, no podía más. En el camino a la terraza cogí mis calzoncillos. Me tumbé en uno de los sillones de mimbre, mirando a lo lejos las montañas. Encendí un cigarro. Me sentía mal... Finalmente la moral y la ética son lo que nos mantiene en orden y funcionando, lo sabía, y había roto con las dos impulsado por aquella golfa. Me dejé lavar la cabeza y manipular. Además, siempre he sido curioso. Di una segunda aspirada al cigarrillo, sufría, me era difícil reconocerlo, pero sufría abismalmente; tenía la sensación de quien se ha lanza de un avión y no sabe cómo abrir el paracaídas. Arrojé el humo por la boca como si lanzara un último suspiro. Me cogí la cabeza. Ya me habían advertido, no todas malditas fantasías sexuales pueden llevarse a cabo, siempre hay que dejar algo a lo imposible.
Habíamos quedado de vernos para ir al cine. La
encontré platicando con un rubio joven, al parecer había perdido
mucha plata en las apuestas. Según él, apostaba a todo; los galgos,
los caballos, el fútbol, las luchas, el béisbol, el kino, dos
moscas si se peleaban, lo que fuera. En invierno descansaba, y por
lo regular, viajaba a casa de sus padres en California, donde
aprovechaba para surfear, le
encantaba. Terminé mi segundo vaso de gin. Durante todo ese tiempo
no hablé, ni hice comentario alguno, fingí no conocerla, aunque
noté una erección. Era extraño, el verla platicando tan cerca con
aquel tipo me producía un gran placer. Ella se contoneaba, reía,
miraba de manera provocativa al rubio desabrido aquel, le mostraba
las piernas. Me acomodé el pene bajo el pantalón, verla ahí como a
cualquier otra hembra en busca de macho y sin mi participación
directa, era una nueva experiencia. Levanté mi copa y fui a
sentarme a un lado de ella. El rubio reaccionó colérico.
-¡Hey amigo, la chica y yo estamos juntos! ¡Así que muévete!
Esbocé una sonrisa y dije:
-La chica, es nada menos que mi mujer, surfer... por si ella no te
lo ha dicho.
El rubio la miró extrañado. Fue ella quien
habló.
-Ok, ok... es verdad, pero estamos molestos, así que has de cuenta
que no está.
-Pero estoy ¿lo entiendes?
-No estás- dijo fríamente y me congeló con la mirada. Después rio y
empinó la copa hasta el fondo, se veía ebria.
-Me hice de piedra, me quedé mudo.
-Ciao bello- me escupió con la peor de sus caras. Se acercó al
rubio y le dijo al oído. “Si quieres venir, sígueme” Patricia se
acomodó la falda dejándole ver al rubio su amplio y bien
proporcionado trasero, el cual movió hipnótico hasta salir por la
puerta. El rubio se puso de pie. Extrajo unos billetes del bolsillo
y los arrojó sobre la barra, posteriormente corrió hasta la puerta.
Ya conocía el camino hacia donde se dirigían, así que bebí mi copa
con tranquilidad y esperé por los comerciales en la televisión.
“Dicen que fuego se apaga con fuego…” recuerdo pensar. “¿Qué tal,
cinismo con cinismo?”- Pagué y llevé conmigo una botella de
tequila, la escondí bajo mis ropas hasta llegar a casa. Cuando abrí
la puerta, mi mujer se encontraba besándose con el rubio, quien ya
se había despojado de la camisa y los pantalones. Ambos me miraron
con extrañeza. Patricia, seguramente pensando en porque me había
atrevido a subir y no esperado hasta que aquel mequetrefe
descolorido saliera cuarenta minutos más tarde. El rubio, parecía
confirmar lo que había tomado como una broma. Les enseñé la
botella, sabía que en casa no había una sola gota de alcohol. Mi
mujer se soltó de los brazos del otro y vino hacia mí sonriendo,
con los brazos abiertos, se notaba de verdad bebida. Fuimos a la
cocina, mi mano abierta sobre sus amplias nalgas. El rubio llegó
detrás de nosotros, hasta la borrachera se le había bajado, llevaba
la camisa en una mano, el pantalón puesto. Se notaba alterado,
quizá pensando que era objeto de una mala broma, así que le extendí
una de las copas. Los tres bebimos apresuradamente y volvimos a
llenar las copas. Patricia se veía colorada, muy ebria. Fui al
estéreo y puse un CD de música romántica, un blues. La tomé entre
mis brazos y cadenciosamente comenzamos a movernos. Me miró un
tanto confundida desde su ebriedad, quizá evaluaba mis respuestas.
No abrí la boca… error grave. El rubio volvió a ponerse su camisa,
quizás un tanto desconsolado porque le había echado a perder su
fiesta, y ya caminaba hacia la salida, cuando Patricia lo llamó y
vino a unírsenos. El rubio comenzó a lamerle las piernas, mientras
yo le sacaba el vestido por los brazos. Se notaba temblorosa,
húmeda. El rubio se sacó los pantalones nuevamente y la camisa como
un experto. Los dejé jugando un rato y bailando, fui a servirme
otra copa. Mi mujer lo besaba trémula, se le replegaba. El rubio la
levantó en vilo y pude ver su erección, tenía más bien un pene
pequeño; la deposito en el sillón y comenzó a hurgarle el coño,
mientras el mismo se la jalaba, se veía muy caliente. Por mi parte
me despojé de la ropa y fui a sentarme junto a Patricia, me recibió
con la boca abierta. Me miró a los ojos, esta vez no entendí su
mirada. Ella misma fue quien extendió la mano a la lámpara y la
apagó para quedar a oscuras. Entre el rubio y yo, ella, el resto
ustedes ya podrán imaginarlo, al final ambos la poseímos, nos
besamos los tres.
No voy a negarlo, aquella primera vez fue algo extraño, especialmente después de todo el numerito; para nosotros dos digo, dado que el tipo salió furtivamente una hora más tarde cuando Patricia comenzó a llorar supuestamente arrepentida. Yo también sentí vergüenza. Ella principalmente, dijo, aunque hoy en día sé qué mintió, pues ella tras bambalinas me hizo hacer cosas y a tomar decisiones que me afectaron. Por más de tres días hablamos poco, siempre con la luz apagada, sin tocarnos ni tocar el tema, el cual empezó a crecer como una pared entre los dos... Aquello me afectó. Como todos sabemos, una vez desatado un efecto, lo más que puede hacerse, es retrasar la causa. El caso, es que nada volvió a ser igual entre nosotros.
Para nadie son una sorpresa los clubes de parejas, los bares, los cruceros, las reuniones de ex-alumnos, los coloquios sexuales, o las orgifiestas privadas a niveles muy altos. Tampoco lo son a estas alturas las parejas que intercambian a su esposa por la esposa del socio, el amigo o el compañero del Gym. Todo eso es normal hoy en día, incluso, hay miles de swingers en el planeta que viven sin problemas por años y a veces para toda la vida, crean hijos, se aman entre ellos, etcétera. Patricia quiso arrastrarme a eso, afortunadamente no pudo, quizá mi inevitable carga de catolicismo, mis complejos, lo que ustedes quieran. El caso, es que llegado el punto, ya no lo disfruté. No fue que de pronto me puse moralista, pero en cuanto me descuidaba ya estaba chupándosela al primero que se ponía enfrente; se perdió un par de fines de semana supuestamente de trabajo en un casino privado ganando muy bien. Para Patricia todo era por dinero. Decía cosas como: “me dieron una habitación hermosa, toda para mi sola…” y me enseñaba la paga, un montón de billetes de veinte dólares del interior de su cartera. Una noche de copas me lo dijo mirándome a los ojos: le gustaba darle placer a dos machos a la vez, lo reconocía, le encantaba. Se sentía bella. Ser amada por dos hombres al mismo tiempo, era un acto supremo... Rogué, insistí, imploré por que las cosas volvieran a su cauce original, pero fue imposible. Los últimos dos meses con ella, fueron los meses más largos y más dolorosos de mi vida.
Escuché a Patricia gritar, parecía faltaba poco para que terminaran su jueguito. La maldita cerveza me supo a cianuro. Aquellos animales no se cansaban, uno de ellos comenzó a aullar como un perro herido. Cubrí mis oídos. Era terrible sentirme impotente. Quien sabe la razón, pero el caso es que apenas me tocaba, ya estaba eyaculando, mmm, como una fuente, era ridículo. La veía caminar desnuda por el cuarto y pum, los dejaba por ahí. El colmo, empezó cuando dejé de participar en los jueguitos y ella me indujo a ver y a jalármela; mientras se retorcía en medio de aquellos nuevos hombres, siempre dispuestos y a su alcance; era como si viera una película tres equis, sólo para mis ojos y con la mujer con quien me había casado. Todo aquello, todos aquellos tipejos que entraban y salían cada fin de semana. Eran los fines de semana cuando más sufría, era un martirio al que diariamente me acercaba, hasta los rostros de los nuevos hombres que se follarían a Patricia... Una tarde de viernes la encontré sudando con tres. No pude aguantar la escena y me fui al cine a ver una película de acción, sólo para olvidar. Cuando regresé preparaba la cena, cenamos como cualquier otra pareja normal en el planeta. Una cosa si debo decir, en cierta forma me dio mi lugar frente a sus amigos, conocidos y clientes, ninguno se quedaba a dormir en casa, ni se sentaban a comer en nuestra mesa y tampoco ninguno usaba mi ropa, y ni siquiera mi bata de baño. Al principio iban y salían, a veces tomaban una cerveza pero de ahí no pasaba y menos mal, si no, no sé cómo hubiera aguantado... Se preguntaran si no desee matarle, por supuesto, lo pensé, asesinarle mientras aquellos puercos se la follaban, ustedes cree que no, pues si no soy de hule. Sin embargo, en el fondo, sólo deseaba volver a mi matrimonio tradicional, en lo que cabe claro.
Oí la puerta cerrarse. Supuse los dos tipejos
se estaban largando. Menos mal, lunes y enfrente otra semana
tranquila. Di un sorbo a mi cerveza, la sirena de una patrulla
rompió la tranquilidad de la tarde y se alejó hasta desaparecer.
Escuché ruidos en la cocina. La puerta del porche se abrió y cuando
supuse vería a Patricia en una de sus despampanantes batas,
apareció un tipo en pelotas de unos veinticuatro años, piel morena
y complexión regular. Traía una de mis cervezas en mano. Tomó
asiento en uno de los sillones. Nos saludamos con un movimiento de
cabeza. Lo observé. Se veía bien dotado y en buena forma.
-Espero no le moleste...tomé una de sus cervezas del
refrigerador.
Lo miré a los ojos. Pensé que si podía montarse
en mi mujer, porque no podía beberse una de mis cervezas.
-No hay problema... - le dije. Se me hizo conocido. No era quizá la
primera vez que lo veía en casa. Hice un poco de memoria. Al menos
lo había visto por ahí en dos ocasiones. Algo andaba mal. Eso iba
en contra del acuerdo. No regulares, no los mismos hombres... ¿Con
el consentimiento de quién venía aquel payaso a sentárseme
enfrente? ¿Qué estaba tratando de decirme aquel bastardo cogelón
que se acariciaba su pene enrojecido como un perro haciéndose la
limpieza? El tipo era fuerte, aunque no me intimidaba, soy bueno
con los golpes, sobre todo cuando quiero darlos. Lo miré de reojo,
se veía sediento, aun transpiraba. En fin –pensé- que se tome su
cerveza, después que se largue. Noté en su pene gotas de esperma,
goteaba. De pronto sentí asco de aquel tipo en pelotas frente a mí.
Apuré el líquido en la botella y la deposité sobre la mesilla en
medio de los sillones. La puerta de terraza volvió a abrirse y
apareció el rostro de Patricia, se veía radiante, de verdad hermosa
y no pude evitar sonreír. La amaba, aquellos podrían tenerla un
día, un fin de semana, morderla, chuparla, eyacular en su boca,
pero aquella hermosa mujer era mía, dormía conmigo, hacia vida
conmigo y compartíamos aquel
departamento. Aquellos bellísimos ojos almendrados, aquella voz que
estallaba en risas y decía mi nombre, y me hacía encantos, me
pertenecía.
-¿Más cerveza chicos?- dijo ahora acomodándose un rizo sobre la
cara.
-Si... - dijimos casi al unísono, eso me molestó un poco. ¿Qué
estaba yo haciendo? Miré el reloj, era hora de que el tipo se
largara... De pronto pensé: o él era un cínico de mierda, o yo un
pendejo por partida doble... Aunque por otro lado no quería
molestar a Patricia, se veía tan bien, tan espléndidamente hermosa
que no hice más nada. En fin, otra cerveza, después lo pondría de
patitas en la calle.
Patricia regresó con dos botellas destapadas,
masticaba algo, venía en una bata azul muy corta, le cubría apenas
un poco arriba de los muslos. Me extendió una cerveza, otra al
tipo. Tomó asiento en mis piernas y me atrajo con sus brazos: “Te
amo”- susurró en mi oído, me besó con los labios cerrados y me
acarició el pené bajo los calzoncillos.
-Puse pasta y voy a hacer una ensalada... estoy hambrienta como una
leona- dijo y mordió suavemente mi oreja –todos aquellos arrumacos
enfrente del invitado no dejaban de sorprenderme-. Volvió a
besarme. Me abracé a su cintura, la besé en la mejilla, olía a
sexo, a hembra satisfecha. Observé como le lanzó una mirada al
tipejo aquel, al que comenzaba a crecerle el pene otra vez.
Patricia separó un poco las piernas, no llevaba pantaletas. Sonrió,
se puso de pie y fue con el hombre y lo besó en la boca también. Él
extendió sus brazos para atraerla, pero ella se soltó juguetona y
después dijo algo que no entendí bien, o que no quise escuchar con
claridad.
-Hice un espacio en el closet... - Caminó hasta la puerta de acceso
a la cocina. -Lloyd se queda a comer con nosotros- soltó esta vez
mirándome fijamente a los ojos.
Casi arrojo el buche de cerveza por la
boca.
-¿Cómo? ¿Qué?- me ahogué
El tipo le lanzó un beso, mientras continuaba acariciándose la
verga. Moví la cabeza, seguía yo sin poder coger aire, mis manos
temblaban. Patricia se acomodó la bata, volteó a mirarnos, esta vez
como si su mirada pudiera cubrir un área muy grande, suspiró y
dijo:
-Soy la mujer más feliz del mundo... – sonrió nuevamente, nos cerró
un ojo y desapareció por la puerta hacia la cocina donde el agua
hervía para cocinar pasta.
Fue con ese mismo bastardo de Lloyd con quien se largó, con quien
compartí mujer por algo como quince días, hasta que encontré los
muñequitos en el desván, hasta que me cansé. De cualquier forma fue
demasiado tarde; ya le había entregado todo mi dinero, rematado mi
Camaro y perdido mi orgullo. El dinero me lo pidió prestado para
pagarle a la mafia una deuda, según su versión. Don Cellucio, su
patrón le habían hecho firmar un contrato a ciegas. El contrato
incluía exclusividad y la habían descubierto haciendo cosas para
otra “compañía”. El caso es que debía pagar su error en efectivo.
Si no cumplía con el pago, le romperían las dos piernas o algo
peor. Con la venta del auto, y mis cosas, las cuales también remató
a través del internet; se llevaría con su novio unos doce mil
dólares en cash, más una tarjeta que colmó al límite y dos rentas
vencidas. Cuando intenté con los dados, descubrí que también había
perdido la suerte.
Malas compañías traen malas compañías dice el refrán, y no sé no
supe muchas cosas-, a que grado Patricia se involucró con los
mafiosos, porque si ustedes no saben, los casinos no sólo
pertenecen a cadenas hoteleras, grandes corporaciones del
entretenimiento, inversionistas de Wall Street y a gente “decente”
como Hugh Hefner; sino a oscuros personajes relacionados con la
prostitución, el narcotráfico y el lavado de dinero. Hombres
elegantes que viven en mansiones, manejan costosos autos, tienen
conexiones políticas y un brazo armado para los casos difíciles. En
las Vegas no está mal visto ser mafioso, de hecho hay un museo del
hampa donde el gánster Bugsy Siegel, dueño del Flamingo es la
estrella principal y está considerado un visionario.
El caso es que no pagó a la mafia, dijo que yo les pagaría. Una
mañana, me despertó el cañón de una pistola en la frente. Eran los
hombres de Don Cellucio, querían su dinero. Por más que les dije no
sabía nada, y me cansé de explicarles que yo le había dado el
dinero a ella para el pago, por más que intenté de convencerlos, de
nada me valió. Los dos hombretones no me creyeron, y a empellones y
bofetadas, me obligaron a vestirme, hube de acompañarles, no sin
antes poner patas arriba el departamento. En el auto, uno se sentó
conmigo detrás y no cesó de apuntarme con su gran arma. Entramos
por una puerta lateral del casino, me recibió Don Cellucio en
persona.
-Además de la plata, quiero los videos del hijo del Alcalde
teniendo sexo con una amiga de ella.
-¿Videos? ¿El hijo del alcalde?
-También hizo video o fotos de uno de los concejales de la ciudad-
dijo un segundo hombretón, teniente del viejo capo.
-¿De qué carajos están hablando?- alcancé a decir.
-No te hagas tonto cabrón, tú y el otro maricón que vive en tu casa
son cómplices.
-Les juro, yo no sé nada... y no soy maricón.
-¿Ahora lo niegas?
-Trabajo en una cocina ocho horas al día y a veces en la
noche.
-Todo se hizo en tu casa, por orden mía.
Ni como explicarles que había sido engañado, usado, manipulado y
que de verdad, yo era sólo un pobre cocinero inocente en manos de
aquella bruja.
-No sé nada.
Un tercer hombretón vino y me asentó un golpe, me sacó el aire y me
hizo atragantar.
En Hermosillo la violencia llegó en un abrir y cerrar de ojos, tocó a la puerta de mi casa y entró con las pistolas desenfundadas. Primero pasó como el aire, se posó encima como una nube amorfa y al final cayó sobre nosotros como un telón de fondo. Fue una espiral qué se salió de su contenedor, como los demonios habitantes en la caja de Pandora y nos devoró en sus paredes curvas. La violencia, la que pocos conocíamos, descargó su pesada carga, taló la palmera del oasis y se metió al agua con todo y botas.
Nos encontrábamos cenando mi padre, Gaby y un
servidor, nos servía doña Julita, cuando escuchamos balazos. Cenar
juntos, era una de las pocas tradiciones que conservábamos de la
época de cuando aún vivía mi abuela. Lo primero que pensamos, fue
en el típico borracho celebrando su cumpleaños con cohetes, o
alguien practicando tiro al blanco en alguno de los establos
sobrevivientes del primer cuadro de Hermosillo. Nos dimos cuenta de
que era una batalla, cuando los tiros subieron de intensidad y
escuchamos el sonido de una explosión. Mi padre nos obligó a
tirarnos bajo la mesa y ordenó a doña Julita apagar la luz. Los
cuatro nos arrastramos al cuarto entre el comedor y la escalera.
Los disparos comenzaron a escucharse más cerca, y los vidrios de
las ventanas a la calle empezaron a quebrarse en fragmentos.
Escuchamos gritos, motores de auto, chirridos de neumáticos. Mi
hermana se soltó a llorar y mi padre la abrazó. Julita se puso a
rezar junto a mí en voz baja y me tomó de la mano. -Julita fue la
señora que trabajó en casa, desde que enfermó mi madre de cáncer; y
auxilió a mi abuela en su lecho durante los años en que el tiempo
la consumió-. Serían algo como cuarenta minutos de batalla y otro
tanto de tensión, cuando la balacera decreció y después vino un
silencio de muerte, en los cuales no nos movimos. El primero en
ponerse de pie fue mi padre, en cuclillas regresó al comedor y se
asomó a la calle por una de las ventanas. Le seguí y me puse a su
lado. Afuera todo era de color rojo, como si la luz blanca del
alumbrado público hubiera sido sustituida por la luz roja de una
disco. Algunos autos ardían en fuego, había gente muerta tirada en
el asfalto. Escuchamos la campana de la iglesia, las sirenas de las
patrullas y después el sonido de la ciudad volviendo a
restablecerse poco a poco. Al igual que otros de los vecinos,
salimos a la calle y descubrimos con horror a unos diez hombres
colgando de los postes del alumbrado público. Los narcos, en un
desplante teatral, habían pintado de rojo las luces con espray. Las
víctimas llevaban la misma leyenda pintada en un cartón colgado al
cuello: nosotros fuimos ustedes, las sombras
terminarán con el paisaje y los cobardes morirán de terror, porque
el miedo reina en este mundo, prepárense a pagar por él.
Todos presentando signos de tortura y se encontraban semidesnudos.
Había también otros muertos, junto a los autos con el motor aun
encendido; era una escena tétrica. Mi padre no pudo contener una
lágrima y nos abrazó, como si presintiera algo peor estaba por
ocurrir. Carlos Alpizar, el vecino, y novio de mi hermana -a
espaldas de mi padre por supuesto-, se acercó a nosotros y mi
hermana corrió a abrazarlo. Carlos era buena persona, nos
conocíamos desde chicos y éramos amigos de toda la vida; su casa
estaba al lado de la nuestra. Él y su familia eran parte del montón
de gente que conocían a mi padre por la tienda “La Picolina”,
primero del abuelo Bernardino y después de mi padre. La noticia de
la toma por la plaza, así le llamaron,
ocupó no sólo las primeras planas de los diarios locales sino
también fue noticia nacional en las televisoras; y los
comentaristas de la radio la masticaron por varias semanas hasta el
cansancio. La guerra continuó por varios meses. Cada noche
balaceras en diferentes calles, barrios de la ciudad convertidos en
campos de batalla. Patrullas incendiadas, gente muerta,
persecuciones, carros chocados, sonido de ametralladoras.
“Cuchillos Largos” versus “Los Hombres del medievo” se
autonombraban las bandas en disputa. A eso le siguieron otros
muertos colgados en los puentes peatonales, no sólo miembros de un
bando y otro, sino policías, periodistas y servidores públicos. La
escalada de violencia comenzó a no tener fin y se convirtió en una
cosa cotidiana. Un experto de la Universidad de Sonora, dijo en
entrevista radial: "el problema con la
violencia es qué cuando uno piensa ha llegado a su punto más
álgido, siempre nos sorprende, pues siempre hay formas nuevas de
hacerle honor". De muertos colgados en postes y árboles,
pasaron a ser cabezas separadas de sus cuerpos, manos y brazos
amontonados sobre los toldos de los carros, afuera del palacio
municipal, a la entrada de la iglesia y sobre las bancas de la
alameda. Contenedores con ojos, con lenguas, con penes y
testículos, órganos internos en ollas pozoleras afuera de la
estación de policía. Terror puro. Aunado a eso llegaron los
secuestros, la extorsión, la venganza y el vigilantismo. Y aunque
la ciudad y nosotros, sus ciudadanos, nos empeñábamos en llevar una
vida normal, el manto de la noche nos recordaba que eran otros
tiempos, y debíamos de ser precavidos y escondernos. Como un
acuerdo, al momento en que el sol se ocultaba, iniciaba la guerra.
La gente dejó de ir a fiestas, de tomarse la copa, de asistir al
cine, de llevar serenata a la novia, de salir, sencillamente de sus
casas, dado que la violencia fue una nube obscura en el cielo, y
entonces comenzó la sangre a reclamar por víctimas. Así fue como la
ciudad se convirtió en un páramo de sombras, donde lo único
floreciente era el miedo a nosotros, a los otros, el miedo al
miedo; el miedo total que no perdona y acorrala. Durante ese
periodo hubo un par de escándalos de circulación nacional; la
fotografía del gobernador del estado cenando con el jefe de los
nuevos capos que asolaban la zona "Los cuchillos Largos" y el otro,
el de la reina de belleza del estado señorita Carmen Delgado
detenida en la frontera con más de medio kilo de coca en su maleta
personal. La tal señorita, resultó amante de un poderoso hombre de
negocios de la bahía de Kino. El escandalo aumentó de dimensiones y
reveló que el inversionista prestaba sus instalaciones al narco
para hacer ciertos envíos y almacenar armas largas enviadas de los
Estados Unidos. Un almirante también resultó involucrado, el
presidente municipal y parte de su administración. El crescendo de
la violencia fue la aparición de treinta cuerpos en el depósito del
basurero municipal, “acomodados” sobre las dunas del desperdicio.
“Una pieza de arte”, se atrevería a decir un importante crítico en
una revista especializada. Los cadáveres se encontraban
maquillados, vestidos de diferentes formas, algunos desnudos, con
medio cuerpo enterrado en la basura y medio cuerpo a la sucia
intemperie; como si representaran una obra de teatro, una obra
mortuoria. Entre esos treinta, encontraron a mi primo Fero. Le
habían puesto un traje y una corbata, tal y como yo lo había visto
cuando salió de la secundaria -nunca más lo vi vestido así pues era
medio bohemio-. Fero, el primo que detestaba los trajes, ahí en
“aquel performance” -continuaba el crítico-, vistiendo uno color
azul marino. Entre los hombres desnudos, aparecieron dos
magistrados con el rostro desfigurado; los habían reconocido apenas
por sus huellas digitales y el DNA. Por supuesto periodistas, a
quienes les habían cortado las manos, cuatro comandantes de la
policía vestidos con sostén y pantaletas, y así por el estilo; las
cinco mujeres en este despampanante acto teatral, habían sido
violadas. Todo mundo se preguntó por el significado de aquella
puesta en escena del absurdo, “una obra nihilista” remataba el
experto en arte. Dos niños, cuatro ancianos, dos doctores, tres
bellísimas mujeres, un cura, dos cineastas, dos payasos, el
vocalista de un grupo de banda norteña, cuatro extranjeros, un
poeta, tres estudiantes, cinco campesinos, dos profesores, y un
peluquero. Treinta cadáveres perfectamente colocados en un área de
media hectárea, medio enterrados con medio cuerpo sobresaliendo en
la intemperie. A los magistrado lo habían encontrado boca abajo, al
igual que al cura, así que sólo se veían sus piernas. A tres de las
mujeres las habían enterrado con los zapatos puestos, zapatos
altos. Aquello había sido planificado, no era como arrojar un
cuerpo a la vera del camino. Esto era obra de un grupo, con un
plan, un diseño. A lo mejor el cerebro de aquellos crímenes era un
instalador, volvió a comentar el crítico en una segunda entrega, o
el hijo de un narco con tendencias estéticas. La prensa había
llegado al tiradero gracias a una llamada anónima. La policía
detrás de la prensa, como siempre. Uno de los reporteros del
vespertino había recibido la llamada en la mañana mientras bebía su
primer café. La voz de una mujer con acento chilango le había dado
la noticia. El comandante no daba crédito a lo que estaba viendo.
Entre la podredumbre y el desperdicio que la ciudad generaba,
aquellas gentes. En definitiva aquel acto barbárico tenía un
mensaje. ¿Qué pasa cuando el crimen se vuelve
simbólico? El crítico no paraba. Lo evidente, es que esto no
era sino un retorno a la edad media. ¿Qué relación podría haber
entre un cura pedófilo y un estudiante de excelentes
calificaciones? La policía no lograba entender. Un día como había
llegado, la violencia cambió como una salamandra y se metamorfoseó.
La plaza estaba tomada, lo supo el pueblo cuando hombres toscos y
provocadores, altaneros y amenazantes aparecieron en camionetas
blindadas, desde las cuales tomaban nota y nos miraban a todos con
desprecio. Resultaron los cobradores de la renta por servicios de
seguridad, como llamaron a su tipo de extorsión. A través de la
campana de la iglesia convocaron a los comerciantes del primer
cuadro de la ciudad, esto es: de Avenida Sufragio Efectivo No
Reelección, al Bulevar Luis Encinas Johnson, y de Avenida Jesús
García a Avenida Rosales. En lugar del cura bonachón de los
domingos, un tipo mal encarado les dio la bienvenida y sin
preámbulos, les soltó que deberían pagar una mensualidad, si no
querían perder su negocio, un hijo o a la esposa. Hubo quejas; con
qué ley, con que güevos, dijo mi padre. Con los güevos de las
armas, respondió el tipo y diez de sus compinches cortaron cartucho
al unísono. La cuota seria mensual y cualquier retraso se pagaría
con castigo, o con pago en especie. Don Marcos, el dueño de la
ferretería, les dijo que no participaría, que hablaría con el
comándate de la zona militar pues aquello era todas luces ilegal
y... No alcanzo a decir más, fue derribado de un culatazo en su
intento por salir hacia la calle y por poco se muere. Tenían un mes
para juntar la plata, fue el ultimátum. Todos salieron entre
molestos y ofendidos, ante tal desplante de abuso. Al final el tipo
les repitió el nombre de sus hijos, esposas y otros parientes, así
como sus direcciones y actividades. “Los tenemos fichados
cabrones”. Las faltas grandes se pagaban con la muerte, así de
simple, ellos mandaban ahora y quien se opusiera inmediatamente se
convertía en enemigo, matemática simple. Mi padre cumplió con los
primeros tres pagos, se retrasó un poco con el cuarto y para el
quinto, ya estaba harto del chantaje del que era objeto. Comenzó a
sospechar que los criminales pretendían quedarse con la tienda, con
todo el trabajo de su vida, con nuestra herencia. “La Picolina”,
era el negocio que el abuelo había iniciado, continuado mi padre al
frente casi con el mismo ahínco y se suponía algún día yo, pues era
el mayor y el varón. Por segunda ocasión, vi a mi padre compungido,
decaído y triste. Sólo lo había visto así, al fallecer mi madre.
Por vez primera en toda su vida, pasó por su mente vender la tienda
y por supuesto nuestra casa que descansaba arriba… El problema fue
que mi padre no era muy fácil de manipular y secretamente citó a
los vecinos; les hizo entender, aquello no tendría fin, había que
escribirle una carta al presidente de la república. Se redactó la
tal misiva, se firmó y se envió a primera hora de la mañana al
correo… Sin embargo, la carta fue interceptada y mi padre fue
llamado a comparecer. Era el tercer firmante de una lista de quince
personas. Cuando regresó de su encuentro con los mafiosos, mi padre
desempolvó los rifles de cacería del abuelo y cargó con balas su
pistola en el ropero. Hizo los preparativos para enviarnos a
Guanajuato con una de sus primas hermanas, la tía Carmela... Pero
no hubo tiempo. Lo que mi padre no midió, es que estaba
enfrentándose contra un arsenal grandísimo y a todo el sistema en
su conjunto. Dos noches más tarde, la tienda ardió… Tres tipos
lograron colarse por la ventana del baño y rociado unos diez litros
de gasolina. Quien se dio cuenta del siniestro fui yo, siempre he
tenido un buen olfato, esa noche algo me olió a quemado y me
desperté cuando descubrí lo que pasaba. Alerté a mi padre, a Julita
y a mi hermana. Mi padre cogió la maleta donde tenía todos los
documentos oficiales; actas de nacimiento, pasaportes, escrituras
de la propiedad y declaraciones patrimoniales. Él siempre tuvo esa
maleta a la mano, lista como si siempre hubiera esperado ese
momento. Cogió la pistola también y nos empujó hacia las escaleras.
Yo alcancé a guardar mi billetera, mis identificaciones y un marco
doble con la foto de mi abuela y otra de mi madre… Nuevamente el
cáncer; esta vez en forma de fuego provocado por grupos de hombres
capaces de todo. Antes de abrir la puerta hacia la calle, mi padre
nos hizo esperar y salió con la pistola en la mano, apenas dio tres
pasos fuera y cayó abatido por los balazos. Gaby gritó y quiso
correr hacia él, pero la detuve; la tomé fuertemente de la mano y
regresamos esta vez escaleras arriba, recordé una forma de escapar
por la azotea. De niños, Carlos mi amigo de infancia y en ese
momento novio de mi hermana, nos visitábamos para continuar
nuestros juegos. Mi hermana y Julita reaccionaron muy bien y en
minutos estuvimos arriba. Cuando llegamos a los lavaderos, la
lumbre ya salía por las ventanas al patio; había humo y el crepitar
de las llamas era ensordecedor. Escuché la sirena de los bomberos y
de la policía. Corrimos con suerte, apenas cruzamos la puerta hacia
la azotea, una flama entró por el cubo de la escalera. Miré a Gaby
directo a los ojos, se veía impávida. La tranquilicé. Había un
truco. La parte peligrosa, era caminar en ele prácticamente por
encima de las paredes de las dos propiedades, hasta una torre,
encima de la cual los vecinos tenían un tinaco con agua, y de ahí,
por una escalera metálica bajar hasta el jardín de la casa de Los
Alpizar. Para sorpresa mía, doña Julita lo hizo todo con bastante
temple. Tosiendo por el humo y como pudimos nos pusimos a salvo.
Irrumpimos en la sala de los vecinos con una expresión de terror
supongo, dado que la madre de Carlos vino a reconfortarnos. Cubrió
a Gaby con una cobija. Hasta entonces rompimos en llanto. La imagen
de mi viejo siendo abatido por aquellos matones; su rostro de
perplejidad, la mueca de la muerte y la sorpresa del momento. Caía,
caía en cámara lenta. Me limpié las lágrimas y fui a la puerta
frontal de la casa de mis vecinos. La abrí lentamente, las
camionetas negras habían desaparecido, los bomberos ya arrojaban
agua a mi casa que se consumía en llamas. Salí a la calle, la
policía también había arribado, detrás de mí, lo vecinos salieron
conmigo, se me crispó el alma y se me enchinó el cuero cabelludo de
ver las flamas salir por las ventanas de la fachada de la casa de
la familia por varias generaciones desde la llegada del bisabuelo
italiano. El patrimonio de mi hermana y el mío se hacía humo y
cenizas. Corrí hacia donde mi padre se hallaba tirado, me hinqué a
su lado, le levanté la cabeza y lo sostuve, le cerré los ojos y no
podía parar de llorar, entonces ladré al cielo:
-¡Dónde está la maldita ley en este pinche país! ¡…Dios, demonio,
lo que seas, dónde está la justicia! - Mis lágrimas caían sobre su
rostro, miré la pistola en el piso, la tomé y guardé entre mis
ropas. Mi dolor supo a cenizas y bilis. Julita y Gaby llegaron
hasta donde estaba con mi padre y se hincaron junto, hechas un mar
de lágrimas también. Mi hermana se tiró encima de él y manchó su
frente con la sangre de mi viejo; y pareció como si ella misma
sangrara. Su llanto incontenible me rompió el corazón y la abracé.
Las personas nos rodearon morbosamente y cuchicheaban... Me limpié
los ojos, recordé una lección aprendida en la escuela de voz de un
maestro: “la cabeza en lo alto a pesar de todo y por sobre el
abuso”. Los de la cruz roja llegaron con una camilla y montaron a
mi padre encima, a mi hermanan en otra, no paraba de llorar,
subimos a la ambulancia los tres. Julita sufrió un desmayo y el
paramédico la abrazó.
Estando en el hospital nos agarró la mañana, vi
el amanecer más triste de toda mi vida abrazado a la maleta de mi
padre. Con un vacío universal expandido en el estómago; viendo a mi
madre en la fotografía donde sonríe lánguidamente desde alguna
estación de tren; a mi abuela en otra instantánea, pero ella frente
a “La Picolina” siendo aún joven. Me quedé sin lágrimas. Mi hermana
volvió a aparecer en la sala de espera, se veía abatida, recién
salida del somnífero; llegó arrastrando los pies, se sentó junto a
mí. No nos dijimos nada, éramos dos almas solitarias sentadas en
aquella sala de espera, sin esperanza. Le arranqué a Gaby el acta
de defunción de mi progenitor de entre los dedos y la guardé en el
interior de la maleta; junto a la fotografía de mi madre en la
estación de tren. Lo que había en aquella maleta era todo lo que
teníamos, y quizás claro, las ruinas aún humeantes de nuestra casa,
a tres cuadras del centro histórico de Hermosillo Sonora. Entró
Carlos por la puerta de la calle. Nos vio y tomó asiento sillas
atrás sin decir nada por respeto a nuestro dolor. Un doctor nos
hizo señas. Me puse de pie, obligué a mi hermana a hacer lo mismo.
Dejé con Carlos la maleta. Gaby y yo abrazados, caminamos hacia
donde nos entregarían el cuerpo. Cuando vi a mi padre tendido sobre
la plancha de cemento sentí miedo y coraje, una rabia muy grande
con sabor a formol que se diluyó en mi boca y fue difícil digerir.
Me encontraba seco, sin llanto. Gaby volvió a estallar en lágrimas.
La atraje, se abrazó a mí y apoyó su cabeza en mi hombro.
-¿Qué vamos a hacer?
-Tranquila, tranquila, ya nos arreglaremos.
Lo que continuó a esto, fueron trámites, un velorio rápido, un entierro triste al que asistió un montón de gente desconocida y una lenta recuperación sentimental; aunque mi rabia aumentó día con día. Los Alpizar se portaron muy bien y nos acogieron en su casa. A mi hermana la instalaron en la recámara de una de las hijas, y a mí me dieron un pequeño cuarto en el primer piso, junto a la cocina. Durante los meses que tardamos en recuperarnos del shock, hablamos mucho entre mi hermana y yo. Acordamos vender los restos de la casa como terreno, ese dinero se usaría para su educación. En la maleta de mi padre además encontré las escrituras de un terreno, los papeles de nuestra vieja camioneta pickup y una cuenta bancaria cuyos beneficiarios éramos nosotros claro, no mucho dinero en realidad, suficiente apenas para un primer deposito en la compra de una casa en la periferia. Gaby sugirió rentar un departamento, comprar muebles… o sólo visitar a la tía Carmela en Guanajuato como mi padre tenía planeado. Cuando Carlos escuchó esto, decidió hablar con su familia. Les dijo amar a Gaby con toda su alma. Deseaba casarse con ella lo más pronto posible, pues el amor era recíproco. Un domingo Carlos Alpizar padre, habló conmigo sobre las intenciones de su hijo para con mi hermana; me pedían su mano, a falta de padres, me correspondía a mi ese honor. Acepté inmediatamente. Los novios estuvieron de acuerdo en casarse antes de tres meses para evitar chismes y el qué dirán, de vivir en el mismo techo sin las santas bendiciones. Yo les dije a los Alpizar que para antes de la boda me movería de casa. La señora afirmó que no era necesario pues me consideraban un hijo, y el padre de Carlos remató que sería un honor tenerme ahí, y bla bla bla. Maravillosas personas. Mi hermana no podría estar en mejor compañía, Concluí. La verdad del caso, sentí que sobraba, pero también, que me habían librado de una gran responsabilidad. Estaba solo, era evidente, así que debía pensar por mí mismo y hacer un cambio… y parte de ese cambio, era dejar de ser pasivo y dependiente. Al carajo con el buen ciudadano que paga la extorción a tiempo, el impuesto a los gandallas, el timorato que no se queja del abuso o el desvalido que prefiere callar y sufrir en silencio. Al carajo con los criminales todopoderosos, al carajo con el sistema… Nunca he sido de los que se dejan, y me molestan los montoneros. De la secundaria me expulsaron más de una vez, y un par de ocasiones fui llevado al hospital; una vez por una fractura de nariz y la otra por un brazo roto. No me dejo y no me dejaré de nadie… Me vengaría, era una obligación moral, estaba en mi derecho, nunca más sería una víctima. Quizá después de eso haría otros planes… Un verdugo debería de morir como un verdugo.
Durante esos meses, en que los Alpizar –grupo
al cual mi hermana pasó a formar parte- se dedicaron a los
preparativos de la boda, yo ubiqué a quienes habían puesto fuego a
mi casa; los seguí y me enteré de sus actividades. Todos los
comerciantes pagaban cuota, desde el establecido, hasta el
ambulante; de la tienda, al estanquillo de periódicos. Todos, sin
excepción. Algunas actividades consideradas nocturnas, pasaron a
darse a plena luz del día; como la venta de drogas y la
prostitución. Supe de muchas cosas, entre otras, de la inauguración
de varios clubs para caballero, donde las chicas no eran otras que
jovencitas de Hermosillo secuestradas y obligadas a trabajar bajo
amenaza. Los cerdos eran los dueños del lugar. Entraban a comer
donde se les antojase, a beber, y si deseaban a la esposa, hija o
sobrina de alguien, la tomaban por sus cojones, la usaban para
posteriormente arrojarla al arrollo, como basura. El incendio de
“La Picolina” sirvió como ejemplo de lo que pasaba cuando no se
obedecía, y los otros comerciantes aterrorizados se aprestaron a
ponerse al corriente en sus pagos. “El Perro”, el asesino de mi
padre y sus secuaces se veían felices de la vida, orondos. Ellos
eran mis enemigos inmediatos, concluí.
Ante la tumba de mi padre había jurado vengarme y hacerles pagar su
crimen. A falta de justicia institucional, la otra, la que se toma
por propia mano. Como dice el dicho: ojo por ojo y diente por
diente, y les puse el ojo encima. Llegué a saber la marca de
cigarrillos que fumaban. No tengo entrenamiento militar de ningún
tipo, lo que sí sé es cazar, lo aprendí con el abuelo, a quien le
gustaba ir de cacería. Nos íbamos los tres, mi padre incluido.
Decía que yo era un cazador innato, como había sido el padre de mi
abuelo; pulso de cirujano, vista de águila y la sensibilidad de un
felino. La primera regla de un cazador, paciencia so pena de perder
la presa, la segunda, que el animal nunca te vea, sino ya hasta el
último momento. Yo había cazado patos, conejos, ciervos y hasta
borregos cimarrones. Una vez un gato montañés, pero nunca cuatro
gordos golpeadores que debían pagar su crimen. Carlos se ofreció
ayudarme, manejaría por mí si era necesario, pero él no se
ensuciaría las manos de sangre, no era su estilo. "No soy un
cobarde compadre, pero no podría dormir de noche". Donde era bueno,
era con las computadoras, así que le propuse me ayudara a
recolectar información en torno a los asesinos. Tuvo varias ideas.
Nos obligamos a ver un montón de películas de detectives y
misterio, conspiración y espías, programas como “Morgue” o “Escena
del crimen”. Aprendimos bastante, hubo días de siete horas pegados
a la computadora. Hicimos planes. Acordamos entonces, él sería el
chofer oficial de la operación, y así fue. Trajo a la mesa los
cinco carros de su familia, así que usamos diferentes autos
mientras los espiamos, además claro, de la vieja troca de mi
propiedad. Los cuatro marranos no eran muy creativos y repetían
casi día a día la misma rutina. Por razones de estrategia o no,
vivían muy cerca uno de otro, en el mismo barrio. Se juntaban para
tomar café, juntos, y después se encaminaban a recolectar el dinero
en los locales de sus aterrorizadas víctimas. A media mañana
visitaban al jefe supremo, lo supusimos pues era un rancho enorme
custodiado por hombres fuertemente armados; aunque logramos ver
dentro de la muralla gracias a una imagen por satélite la cual
Carlos conectó de algún sitio. Aquel lugar era un paraíso, incluía
un lago, un bosque y una cascada artificial. Además de una mansión
con dos albercas, cancha de tenis y zoológico. Don Pepe, el patrón,
era el dueño de aquel despampanante sitio en medio del desierto.
Don Pepe, poderoso hombre de la política y los negocios, intocable
por todos, un hombre de respeto y de cuidado. El Patrón, a quienes
todos rendían cuentas, sin excepción. Vimos salir de ahí al
presidente municipal, al comandante de la zona militar, al
presidente de la cámara de comercio, a mafiosos como el “Perro” y a
los otros cabecillas de “Los cuchillos largos”. Por la tarde “la
jauría”, como Carlos había bautizado al “Perro” y compañía, comían
en alguna cantina, realizaban más cobros, visitaban a los amigos y
ya para finalizar la noche, entraban a cualquiera de los
prostíbulos de los que eran clientes. El “Perro”, no era sino un
sub-jefecillo a quien los otros tres descerebrados obedecían. Nos
dimos cuenta además, de que el “Perro” y sus mastines estaban
limitados al área de cobros por chantaje, y de que había otras
células operando en diferentes rubros. Desde los encargaban de
negociar y distribuir drogas a los vendedores de menudeo, hasta los
encargados de las mercancías chinas que vendían los vendedores
ambulantes. Otras células sólo se dedicaban a lo relacionado con
tarjetas de crédito y otras más sólo a los prostíbulos y así. Cada
jefe matón se reportaba con el hombre dueño de la casa amurallada;
ellos funcionaban como los concesionarios de ciertas áreas. Gracias
a los GPI instalados en las camionetas, pudimos trazar un diagrama
de actividades, los teníamos.
Matar al primero fue bien difícil, dudé un par de veces ya estando posicionado, sencillamente no pude accionar el gatillo… Sudé, me tembló el pulso, aunque me di valor. Hube de esperar una tercera ocasión. A quien había vaciado los botes de gasolina dentro de la tienda; un tipo no muy alto, aunque de complexión gruesa, le metí un tiro en la frente saliendo de su casa, tal y como ellos habían cazado a mi padre. Fue todo un proyecto practicado y repasado más de una vez. Subí a la azotea del hotel Bahía Kino, en donde me registré con un nombre falso. Pagué en efectivo llevando un bigote falso, como de revolucionario; permanecí ahí por dos días. Los rifles del abuelo resultaron ser unas antiguallas a pesar de que lucían en buena forma. Unas semanas atrás, manejamos hasta Tijuana a comprar un rifle de cacería en cash. Un rifle Condor, caro, a mi gusto, y suficiente para matar a un oso a una distancia de 1600 metros. Mira telescópica de precisión infrarroja, y lo mejor de todo, el rifle se armaba en partes y cabía en un portafolio metálico color plata. Una hermosura. No sentí remordimiento alguno, acaso euforia.
Al segundo, Carlos lo siguió vía el GPI durante
una semana. Me aposté en la azotea de un taller mecánico
abandonado, así que cuando llegó al Seven Eleven a comprar café y
cigarros, en pleno estacionamiento lo reventé. Los dos primeros
fueron fáciles, para matar a los otros dos me embarqué en todo un
lio. El día de la muerte del segundo oso, alguien había visto mi
camioneta en las inmediaciones del centro comercial y ni tardos ni
perezosos los policías judiciales vinieron por mí y me sometieron a
un careo, no me tocaron un pelo para ser sinceros. Raro, ¿verdad?
Les conté lo que sabía. La historia de la extorción y de cómo
gracias a mi buen olfato continuábamos vivos, de cómo había
despertado antes de que las llamas consumieran todo. Me preguntaron
si el día del accidente premeditado les había visto el rostro a los
autores, dije que no. Aunque por supuesto les había visto las
caras, a veces despertaba con ellos mirándome en sueños,
incendiando otra vez “La Picolina”. Me mostraron fotos, yo no sabía
quién era el tipo y no sabía nada, esa fue mi declaración y la
sostuve hasta el final. Uno de los policías trató de intimidarme,
pero no resultó; la verdad es que no tenían pruebas, ni arma
homicida, nada. Efectivamente, había estado en el centro comercial
para comprarme una bufanda, les mostré el recibo. Una vez
finalizado el interrogatorio, el oficial Dávila me acompañó a la
calle, caminó conmigo y entonces me hizo detenerme bajo la sombra
de un árbol.
-Sabes una cosa muchacho… lo que estés haciendo no me importa, lo
que hicieron a tu familia fue una infamia.
Guardé silencio.
-Conocí a tu abuelo, una finísima persona… En fin, te deseo suerte,
quiero sepas. Recuerda, a pesar de las evidencias, todavía de este
lado hay policías decentes.
Caminamos media cuadra más y nos detuvimos
frente a mi vieja camioneta, saqué las llaves de la chaqueta de
mezclilla.
- Hablemos, en unos días- propuso. -Otra cosa, te he dejado de
regalo un par de chalecos antibalas en la caja de la troca, cuando
llegues a casa no te olvides de bajarlos, y menos aún usarlos...
como los calcetines, cada vez que salgas. Esto se ha convertido en
zona de guerra.
Casi vacié la cuenta de ahorros invirtiendo en mi venganza. Me justifiqué ante Carlos: “Vamos, no es como que estoy gastándome la plata en ropa, zapatos caros y parranda, estoy haciendo justicia.” Por supuesto Gaby nunca se enteró, el ajustarse a ser huérfana y el mantenerse en sus estudios le tomaba todo su tiempo. Carlos arremetió, diciendo que no sólo era irresponsable de mi parte, sino que estaba poniendo en peligro a Gaby y a todos los Alpizar. “En todo caso estoy tomando mi parte, y no pienso tomar un céntimo de la venta de lo que quedó de nuestra casa… Es un asunto de honor. Por lo demás, esos cerdos tienen tantos enemigos como toda la ciudad de Hermosillo. Una vez completado mis propósitos, desapareceré”.
Regresamos a Tijuana a comprar más armas, esta vez dos pistolas, cartuchos y un juego de granadas. Carlos parecía asustado con mi transformación, me había convertido en un animal resentido. Corría varios kilómetros al día, levantaba pesas, le aventaba patadas y puñetazos a una pera de box que había en el patio trasero de la casa de los Alpizar. No hacia otra cosa que pensar en la muerte del “Perro” y su segundo. Ellos mismos estaban enterados y alertas, me atrevería a decir que espantados, sabían que alguien, no sabían quién por supuesto, pero alguien, con muy buena puntería, los quería joder. Ahora se desplazaban en tres camionetas, diez hombres armadísimos cuidando al “Perro”, imposible acercársele. Mientras esto les cuento, aumenté el tiempo de ejercicio y preparación. Me fui a vivir al rancho de los Alpizar con el pretexto de que me interesaban los animales, la pastura y la vida del campo; para poder practicar con las pistolas. Don Carlos dijo no tener problema, a lo mejor era buena idea, sobre todo antes de la boda de su hijo y mi hermana. En cualquier caso, pensaban que era un joven raro al que la impresión de la tragedia se lo había digerido. Quizá en parte era cierto lo que decían de mí, aún soñaba con mi padre siendo abatido, aún me llenaba de rabia saber que dos de sus asesinos se paseaban a plena hora del día en el pueblo. Cargué la vieja camioneta con una maleta de ropa, zapatos tenis y botas, y otra más donde guardé las pistolas y los cartuchos. El rifle, usado para ocuparme de los dos primeros marranos lo oculté entre las ruinas chamuscadas de mi casa, en un lugar secreto. Si me cogían con el arma, mi venganza nunca se consumaría y yo me iría directo, sin juicio ni nada, al penal a pudrirme de por vida… o a una fosa común.
En el rancho me pasé casi cuatro meses comiendo
bien de manos de la encargada, quien posteriormente se hizo mi
amiga. Una viuda con la cual desde la segunda noche compartí
recámara. Doña Agnes, era su nombre; se las agenciaba bien con los
cinco peones y la administración del lugar. Traía un rifle dentro
de la propiedad y se hacía lo que ella decía. Su marido había
muerto hacia algo como un año y meses, tenía un hijo de doce a
quien le gustaba ver a escondidas como se follaban a su madre
mientras él se masturbaba. Su marido había sido el capataz, pero
desde su muerte ella había asumido ese papel, con bastante éxito de
acuerdo a los patrones y por eso continuaba ahí. En el rancho,
además de animales, se cosechaba cactus, principalmente de corte
decorativo, un negocio que la misma Clara Alpizar administraba. De
entrada, le dije a Agnes que me gustaba el tiro al blanco, que
había ido ahí a practicar y a ponerme en forma. Le di cinco mil
pesos, no quería depender del gasto asignado a ella. Al principio
no quiso aceptar, le expliqué que era mi colaboración por poder
comer de su comida, vivir ahí, usar el baño. Lo único que le pedía,
era su silencio para cuando los Alpizar le preguntaran por las
pistolas. Tomó la plata, y enrollada la guardó entre los senos. Una
cosa buena de esta mujer, no hablaba mucho. Lo del hijo voyerista
lo descubrí una noche, sentí alguien nos observaba; giré la cabeza
mientras follábamos, la imagen en el espejo frente a nosotros
reboto en otro espejo y ahí lo vi, era el ojo de Jaimito su hijo,
extasiado de placer. Agnes por supuesto era mayor que yo, unos diez
años al menos y lo que pasó, no lo planee, y ni siquiera me cruzó
por la mente cuando la conocí. Llegué al rancho muy temprano en la
mañana, me presenté y hablamos casi todo el día. Me enseñó el baño,
me llevó a mi cuarto y todo bien, hasta que pasada la media noche
del segundo día una mujer super ardiente se deslizó en mi cama y me
folló de maravilla, pasó una tercera noche y una cuarta. Antes de
que pasara media semana ya dormía en el cuarto de Agnes; más grande
claro y con baño adentro. Me trataba como a su marido, y después de
cada sesión erótica afirmaba renacía. Se empeñó en enseñarme cosas
y en contarme leyendas.
-Dicen que hace muchos, muchos años, lo que hoy es el desierto, fue
una jungla de altísimos árboles y vegetación espesa, donde grandes
animales convivían y hacían casa, que el clima era fresco y llovía
a menudo.
-¿Quién dice?
-Eso dicen, nadie sabe, no hay indicios cuando eso cambió y dejó de
llover, ni cuando los grandes árboles y la vegetación se
pulverizaron hasta formar esta inmensidad de arena.
-¿De qué hablas Agnes?
-Cuando estás dentro de mí, presiento en ti a un espíritu viejo…
como un otro ser más que tú. ¿Te has puesto a pensar en eso? ¿Lo
sabes?
-Sólo no te enamores de mí Agnes, ¿OK?, no sería justo.
-Tú no crees lo que digo, a lo mejor porque no crees en ti… pero
estas habitado por algo.
-¿No alguien?
-No, por algo… por eso buscas venganza.
-No me vengas con rollos esotéricos.
-Quizá deberías poner más atención a lo que te dicta el
corazón…
-¿Y tú sabes cómo podría hacer eso?
-Entrando al desierto quizá… bien adentro, hasta que te encuentres
a ti mismo… y lo enfrentes.
-¿Enfrentar qué?
-Yo no sé, lo que sea necesario, depende de la relación con el
silencio… con el miedo… con la nada.
-Parece complicado y peligroso.
-Lo es, pero no veo otra forma, a lo mejor algo quiere decirte tu
conciencia.
-Me han dicho de eso, pensé que era necesario andar bajo la
influencia de alguna droga.
-¿Hablas de peyote? No necesariamente… es cosa de hablar con el
espíritu que ahí habita.
La miré, parecía completamente convencida de lo
que decía, como quien profesa una religión y habla de eso con mucho
respeto.
-A veces me hablas en chino Agnes, pero me caes bien. Deberías
enviar a Jaimito con la familia de su padre, a veces estar tan
cerca de la madre no es tan bueno- dije como si quisiera cambiar de
tema. La verdad, es que yo tampoco sabía mucho de tener madre y de
pasar el tiempo con ella. Mucho menos, nada, en absoluto, de entrar
al desierto.
Una tarde se presentó con una jaula llena de
pájaros, todos grises. Le pregunté la razón por la cual había
comprado las aves. Su respuesta fue que yo no podía entrenarme bien
si continuaba disparando a latas inmóviles. Le dije que no podía
matar toda aquella cantidad de pájaros; quizá a la mitad, a unos
cuantos, tres, cuatro. Agnes me miró y se rio de mí. Le dije que yo
gustaba de los pájaros, de su canto y de todo lo que representaban,
pues son un elemento fundamental en la cadena alimenticia. Agnes
dejó su pistola sobre el buró y se aprestó a despojarse las botas
mientras me escuchaba. Descalza caminó al baño y antes de cerrar la
puerta lanzó:
-Olvídate entonces de tu venganza, niño, comienza ahorrar para tu
funeral.
Al día siguiente, pues a dispararle a los
pájaros; tanto insistió y no tuve otra opción.
-Son pájaros comunes y corrientes, hay un chingo- volvió a decir
ella con voz grave.
-¿Entonces por eso debo matarles?
-No por eso, te voy a decir porque, dos razones fundamentales: te
apresta a disparar objetivos en movimiento y dos, si vas matar
personas, debes aprender matando seres vivos.
Su lógica me sorprendía y me
aterrorizaba.
-Además, bueno, tienes la ventaja de que el pájaro no va a
desenfundar una pistola y disparar de regreso.
Maté unas cuarenta aves, a unos de plano si los dejé ir vivos, por lástima, o porque eran muy ingenuos. Hubo un pájaro, con algún tipo de infección en la piel, que después de haberle disparado tres veces sin acertar, regresó a pararse en una barda de adobe junto a mí... como si quisiera sacrificarse. Agnes compartió algunos secretos de cacería y me ayudó a ajustar mejor mi puntería. Sin decírmelo, era claro, le preocupaba el que quisiera enfrentarme a unos asesinos profesionales. Me sinceré con ella y le dije que ya había matado a dos de ellos, aunque al parecer no me creyó.
Tuvo una idea, la cual no compartió conmigo sino hasta que estuvimos en Nogales. A lo mejor porque pensó la iba a rechazar. Fue un viaje de dos horas donde salió otra Agnes; una mujer con muy buena voz y gracia para cantar, una mujer autónoma, una mujer con compasión. Se despojó de su pantalón vaquero, sus botas y su camisola, para salir por la puerta de la casa llevando un bonito vestido floreado, el pelo suelto y mocasines. Se veía atractiva, subió rápido a la camioneta como si quisiera que nadie la viera vestida de fémina, y me apresuró como si alguien nos esperase en algún lado. Cruzamos la frontera sin problema, ambos teníamos pasaportes y visas al corriente. Agnes sabía dónde vendían lo que buscaba, era la ocasión perfecta. Entramos a un Mall y nos estacionamos en la sombra. En el segundo piso del centro comercial dimos con el sitio, entre una boutique de tatuajes y otro de comics. Nos paramos frente a un güero con barriga de cervecero. Buscábamos un juego de armas, de pintura claro, para entrenarnos, Agnes habló. El tipo saltó de felicidad. Vendía desde uniformes, hasta armamento pesado real; como AK47, rifles R15, chalecos, simuladores virtuales, visores nocturnos y granadas de todos los colores, claro. Al tipo le caímos bien, nos mostró armas y nos dejó usar varios “juguetes”, como llamó a las pistolas que disparan pintura, en la parte trasera de la tienda, donde tenía montado todo un kit para tirar al blanco. Disparé varias pistolas, me decidí por una escuadra. Me dejó disparar también con una ametralladora real, aunque estaba fuera de nuestro presupuesto. Apretar el gatillo de aquel instrumento, era como para sentirse invencible; nos sólo el sonido del arma, su poder, la continuidad de ráfaga; entendí porque cualquier tipejo podría sentirse lo máximo amedrentando a otro ser humano con una ametralladora. Me divertí como un chiquillo. Al pelirrojo le pareció buena idea la de entrenarme con pistolas de pintura; era como el juego de matar a otro, sólo que con manchas de color. “Así debían de ser las guerras, pintándonos, los pintados como los perdedores” dijo y sonrió. Me pareció raro para un vendedor de armas, pero bueno, el mundo está lleno de contradicciones. La boutique nos encantó, así la llamó el pelirrojo y nos prometimos regresar. Mientras envolvía nuestro pedido aproveché para hacerle algunas preguntas. Entre otras cosas, me enteré que en USA dispararse con armas de colores es considerado un deporte. Que grupos de seguridad usan pistolas de colores para entrenar a su personal. Que había competencias internacionales, e incluso clubs privados donde se llevaban a cabo apuestas. Agnes compró un montón de municiones de varios colores, un revólver y una escuadra, más dos protectores de ojos. Ya con nuestro paquete en mano le prepuse beber una cerveza y comer hamburguesas, aprovechando que estábamos de este lado. Le encantó la idea y eso hicimos.
Como habíamos acordado, Agnes se puso a jugar
conmigo; era ágil, fuerte, tenía buen tiro, varias veces me dejó un
manchón en pleno pecho, o en un costado. La pasamos bien, al jugar
a dispararnos nos poníamos cachondos, así que después de cada
balacera, terminamos revolcándonos furiosamente. Definitivamente mi
puntería mejoró diez veces, mis reflejos ni se diga y en lo
concerniente a mi físico también di un cambio. Al final del primer
mes ya era un experto con la escuadra, arma que no ha dejado de ser
mi preferida. Una de esas tardes, tirados dentro de la cabaña, la
cual se encontraba al final de la propiedad, Agnes me hizo mirarle
a los ojos y dijo:
-Tú sabes que en la cama a las mujeres nos gusta hablar de cosas
delicadas… ¿o no lo sabías?
-Sí, lo sé.
-Entonces permite hablarte con la verdad y hacerte una pregunta:
una vez completada tu venganza, ¿qué sigue? ¿Serás un
matón?
-No, claro que no. No son mis aspiraciones.
-¿Entonces?
-No sé, paso por paso… eso es lo primero.
-¿Crees estar listo para la venganza?
-No, por supuesto que no, pero me estoy preparando a mis medios y
en lo que puedo…
-¿Te estás preparando para algo grande, o sólo
es que quieres ser fuerte y atlético?
-Estoy en serio con lo que te dije.
Se me quedó mirando seriamente y entonces dijo:
-Te puedo conectar con un chino, trabaja para los narcos.
-¿Para qué carajos quiero conocer a un chino?
-Para que te enseñé a pelear, a defenderte mejor.
-Yo sé pelear -dije orgulloso –en la escuela fui del equipo de
boxeo.
-Eso que tú haces es deporte, no es pelear.
-Ahora, pero yo sé que en su momento...
-En el momento no te servirá para nada. Deporte es para verse, hay
un
árbitro, luces… lo otro es para sobrevivir y se juega
sucio.
La miré a los ojos, tenía razón.
-¿Qué sugieres?
-Que olvides lo de la venganza...
-Eso nunca, como puedes pedirme eso.
-Espera, eso o te presento al chino este, es un maestro del karate
y otras
artes marciales, además un tipo muy interesante.
-¿En serio?
-Es un buenazo en el arte de dar patadas, te convendrían unas
clasecitas.
-¿Y este chino del que hablas, cómo llegó hasta aquí?
-Entrena a las huestes de los narcos te repito, en un rancho de por
aquí.
-¿A poco…? ¿Y cómo lo conoces?
-Como tú sabes el negocio del rancho es el ganado, les he vendido
varias
cabezas, muy a lo discreto.
-¿Ganado? ¿Para qué?
-Deben alimentar a la gente que viene a entrenarse; nadie sale,
nadie entra hasta que no han terminado. Además, deben aparentar que
es un rancho ganadero y pues les he prestado animales para que
andén en sus campos también…
-Los Alpizar no saben de eso supongo.
-Supones bien, los Alpizar no viven aquí. Además, nos conviene
llevarla bien con ellos, son vecinos y pues…El caso es que le
conozco, es digamos mi amigo. ¿Entiendes?
-Claro.
-Lo que sí, es que me debe favores, le puedo pedir que te de
algunos consejos, un par de clases.
Giré la cabeza y la miré a los ojos:
-Si es un narco no me interesa.
-Primer lugar él no es un narco, en segundo, trabaja para los del
cartel opuesto, no para los que te la hicieron.
Lo pensé unos minutos, quizá tenía razón.
-Tendría que ser muy discreto, la verdad es que no quiero
relacionarme con esos tipos.
-Claro, claro, seria aquí en la propiedad y con toda la discreción
del mundo… Yo creo que eso mismo va a exigirme.
-Ya.
-Vamos, no es como que vas a ser un experto en karate y artes
marciales, pero de algo ayudará saber qué es lo que saben ellos,
¿no? Un mes, dos de entrenamiento con este vato no te caerán
mal.
-Claro, claro. ¿Y cuánto cobraría, o como sería la cosa?
-No te preocupes, yo me encargo de eso.
Guardé silencio unos minutos.
-Espero no te equivoques.
-Para nada, si algo te dan los años es cierta sabiduría. Ahora
duérmete,
mañana debo que ir a una subasta de animales y tú tienes que
levantarte
a correr antes de que el sol se ponga insoportable.
En la misma cabaña a medio derruir que habíamos convertido
en
nuestro nido de amor, Agnes me mandó a encontrarme con el chino
Chian
Ho. Este me esperaba afuera, venía solo y si no hubiera sabido que
era un
tipo peligroso, habría dicho que parecía un hombre agradable. Vi
cómo
me estudió también. Me presenté:
-¿Tú eres el sobrino de Agnes?
-Sí- si esa era la versión, había que seguir el juego.
-Me dice que no sabes meter las manos.
-Digamos que sé un poco.
El chino rio y se despojó de los lentes oscuros, los guardó en
el
interior del saco delicadamente, vestía un traje blanco, de
algodón, muy
ligero, un sombrerito cubano.
-¿Si…? Atácame.
Lo miré a los ojos.
Chian Ho retrocedió varios pasos, se paró firme en el piso
y
meneó una mano invitándome a golpearle. Así, sin más preámbulos.
Levanté la guardia y me acerqué a él con la intención de
colocarle
un jab a la mandíbula, pero antes de que mi puño siquiera se
acercase, el
chino me colocó una patada en la espinilla y otra más en el
estómago y
caía al suelo.
El chino reía, reía divertido.
Me puse de pie de un brinco, y moviendo los puños me lancé al
ataque, pero se repitió la acción y volví a quedar en el suelo,
esta vez de una patada en el costado y una bofetada que entró a mi
guardia con una facilidad insólita.
Volvió a reír, no paraba de reír, se doblaba en dos.
Esta vez ya no intenté levantarme y desde el piso me di por vencido
con las manos al aire.
-Está bien, está bien… me rindo.
-Antes deberías de pedirme una disculpa, mira que levantarme los
puños.
-Tiene usted razón, lo siento… fue su idea.
-Los puños no se levantan, a menos se esté seguro se va a
ganar.
-De acuerdo, nuevamente lo siento.
-Maestro.
-Lo siento maestro.
-Eso que tú haces se llamó boxeo y ya no se usa… Piensa, ¿qué pasa
cuando sólo usas los puños y olvidas las piernas?
-Se hace más difícil ganar una pelea.
-No, lo que pasa, es que sólo usas una parte del cuerpo y la otra
mitad la dejas inmóvil.
-Bueno, no completamente, las piernas se usan para brincar, darle
impulso al golpe y…- trate de argumentar desde mi posición en el
piso.
-De la forma en como peleas, te expones a cualquier contrincante.
El hecho de que el otro use todas las extremidades para golpear, de
entrada te pone en desventaja.
Me tendió una mano y me ayudó a ponerme de pie.
-Tendremos que enfocarnos en cómo usar esas extremidades inferiores
tuyas.
-Lo agradecería.
-Dice Agnes que corres, que eres muy deportista…
Asentí con la cabeza.
-Eso quizás ayude, aunque necesitas volver a conocer tu cuerpo,
entender cómo funciona y qué relación tiene con la
gravedad.
Me hizo parar junto a él.
-¿Has oído hablar del yoga, del Thai Chi…?
-Sí, claro… mi hermana asiste a clases de yoga, dice que la hace
muy feliz. Chian Ho hizo un saludo, después un movimiento de manos
frente a su cara y abrió las piernas, girando en un pie ciento
ochenta grados.
-Repite este movimiento conmigo.
Lo hice, lo más parecido que pude, aunque en el movimiento casi
pierdo el equilibrio.
-Bien, bien. No mires tus pies, mira hacia adelante. Hazlo de
nuevo. Lo intenté, aunque esta vez salió peor y bajé las manos por
completo.
-Las manos y los brazos siguen a las piernas. Es un sólo
impulso.
-OK. ¿Qué tal así?
-Mejor. Desde que bajas las manos, aquí, ya estas levantando la
pierna aca.
-Ok, bajo los brazos, muevo la pierna y subo la rodilla… creo que
ya entendí.
-Te voy a dejar cinco movimientos básicos, mismos que vas a repetir
por varias horas sin parar hasta salir perfectos, mañana a esta
misma hora me los muestras y yo te dejaré otros cinco
movimientos... cuando hayamos completado una serie, entonces
empezaremos a golpear.
Intenté un segundo movimiento, en este, era el tronco el que giraba
lanzando un puño al frente.
-Concéntrate muchacho, Agnes me dice que tienes en mente hacer
justicia… que sea ese tu objetivo mientras practicas.
-¿Cómo se hace eso?
-¿El qué? ¿Concentrarse?
-No, practicar teniendo en mente hacer justicia.
-Si la justicia es por venganza, en la venganza entonces, o en el
dolor que esta te acarreó.
Me dejó una serie de cinco giros y los practiqué hasta que me los
aprendí de memoria. No supe sino mucho más tarde, que el segundo
movimiento, no era sino el inicio de una mortal patada en la zona
del hígado.
Me embarqué en una rutina; correr, disparar, montar a caballo, hacer sentadillas, lagartijas, practicar los movimientos del maestro Chian Ho y ciertas actividades del rancho, como dar de comer a las gallinas y a las cabras muy temprano. Lo de entrar al desierto aun no me lo planteaba, pero era como una llamada y no podía quitármela de encima; quizá producto de la idea plantada en mi mente por Agnes. A lo mejor, también por una leyenda mencionada por mi abuela, el caso es que estaba convirtiéndose en una obsesión. Había escuchado en mi casa que el desierto guarda secretos no accesibles a todos los hombres. Cuando vivía mi padre visitábamos un lugar mágico denominado “El Pinacate”, para muchos la entrada al vasto desierto de Altar que continua más allá de Arizona y es una de las zonas más calientes del mundo. El área alberga unos doce cráteres enormes y profundos perfectamente circulares, los cuales contribuyen a la belleza del lugar, es como una vista lunar, única. Mi abuelo insistía en la energía del lugar, y cuando veníamos, nos hacía a todos tirarnos en el piso sobre unas toallas y mirar el cielo, con gafas para el sol por supuesto y protector solar. Cuando lo pienso, creo que bien pudo haber sido una buena portada de un disco de rock. Con Chian Ho terminamos los movimientos básicos y comenzamos a golpear.
Una tarde sin mucho pensarlo manejé hasta Caborca, donde pernocté en un hotelito mugroso que tiene en esta área toda la vida. Al día siguiente desayuné frugalmente, compré dos naranjas, tres manzanas y nueces, botellas de agua. Manejé por la 37 hasta Puerto Peñasco, el cual ha pasado de ser un pueblo de pescadores agradable y tranquilo, a toda una ciudad turística de grandes hoteles y bares, sin faltar los turistas altaneros que a todos tratan como sirvientes. Compré protector para el sol, aspirinas, una brújula, algunas latas de comida, baterías para la lámpara de mano y un sombrero de paisano. Estacioné la camioneta en el parking del Centro de Visitantes de “El Pinacate”. Cuando estuvo cerrada la camioneta y yo listo, desde ahí llamé a Agnes. Le dejé un mensaje explicándole mi decisión; sin intentar sonar muy dramático. Le dije además, que si no aparecía en unos días por favor me despidiera de Gaby y Carlos, en el caso de no llegar a la boda. Ajusté la mochila de campaña a la espalda, me calcé el sombrero y eché a caminar y a caminar. Cayó la tarde, hubo un momento en que fue tan oscuro que me vi obligado a encender la lámpara de mano para abrirme paso en las profundidades de la noche, fue un viaje muy largo. Me tiré junto a un Saguaro, me bebí toda una botella de agua, dormí algunas horas. Al amanecer me encontré por vez primera con la muerte; en forma de alacrán venenosísimo, el cual por poco termina con el viaje en que me había embarcado; era un gran paso. A unos centímetros de mi mano derecha, el insecto cerró sus tenazas, me levanté como un resorte. La tierra se movió sobre su eje. El sol encima, pesadísimo, yo desconcertado y sin estar del todo preparado para tal empresa…Desistí de aplastar al animalejo y cuestioné mi decisión… por un instante pensé en regresar. Recordé el mensaje en la contestadora de mi amiga, me vería ridículo. Hay un dicho holandés que dice: “quien está afuera de la puerta ya ha iniciado parte del viaje”. Fue mi primer día frente a frente con el desierto. ¿Cómo describir la experiencia del miedo a la muerte? ¿De la desolación? Mentiría si dijera estoy de acuerdo con quien jura que la vida pasa como en una sucesión fotográfica... La verdad, no se recuerda mucho, es parte del pacto. Lo que sí sé, es que al salir de la experiencia, se es otro, en mi caso no fue sino siete días más tarde, cuando Agnes y dos de los peones me encontraron semidesnudo comiendo cactus, con diez kilos de menos y cubierto de lodo. Vagamente, de esos días, tengo varios recuerdos, aunque como entre la niebla. Lo que aún me mantiene despierto, es el enfrentamiento con una bestia, la cual me persigue, y yo corro aterrorizado intentando subir una duna gigantesca en la que mis piernas se hunden hasta las rodillas… Cuando vuelvo en mí, estoy en un reloj de arena a punto de pasar por el cuello, entre los dos espacios del tiempo.
30Me encuentro con la boca seca, la sed ha llegado a ser dolorosa, la idea de meterme al desierto en perspectiva ha resultado una estupidez abismal. Estoy perdido, he agotado mi agua, no sé dónde he olvidado la mochila con las provisiones. Camino, pero no avanzo, al menos eso creo. Al bajar de una duna con yerbajos, en una colina, encuentro a un grupo de gente. Una chica con el vestido manchado de sangre, mira en redondo y no da crédito, tiene la expresión de alguien que acaba de despertarse de un sueño. Lo mismo le pasa a un joven a quien le falta parte del cuero cabelludo, y a un tipo con un hueco en donde alguna vez tuvo el corazón. Caigo en la cuenta de que están muertos, aunque ellos creen que están vivos. Una mujer vistiendo un mandil de ama de casa, coge su bolsa del piso, no presta atención al boquete que lleva en el estómago, camina en redondo formando un círculo perfecto en el espacio de su tumba. Me detengo pasmado; he dado con un entierro clandestino, está a cuatro metros abajo de donde estoy. Me siento sobre una roca a observar, me tomo un descanso. Quizá todo el desierto sea un páramo de almas. Un hombre, con un agujero de bala en la sien, busca dentro de su portafolio con una expresión preocupada, como quien ha perdido un legajo de documentos valiosos. Cada muerto no tiene noción del otro junto a sí. Incluso, una pareja de hombres enterrados espalda con espalda, ambos con el rostro desfigurado por los golpes, se tocan pero no se sienten. Estoy a unos pasos de una tumba masiva, abierta a flor de tierra… eso, o todo es producto de la sed y he comenzado a tener alucinaciones. Abro y cierro los ojos con el propósito de salir del trance, pero cuando pretendo regresar a la realidad, ahí continúan aquellas personas enterradas juntas, en aquel espacio en medio de la nada. Una chica pálida de facciones elegantes, parece ser la única que ha reparado en mi presencia; me llama, sonríe, con señas me indica vaya hasta donde se encuentra y tome asiento junto a ella. De verdad es linda, pienso, aunque no debo creer en lo que veo, mi intuición me avisa, es una mala idea entrar al sitio. Me pongo de pie, lo mejor es largarse, rodear la tumba y alejarse lo antes posible. Doy unos pasos, en otro abrir y cerrar de ojos, dos zopilotes vienen y hacen presencia, se paran sobre unas rocas y me miran. No están ahí por los otros, están ahí por mí. A los pocos minutos hace su aparición también un águila, se posiciona sobre un saguaro. Por un momento quiero pensar que aquello tiene un significado, pero las aves no me quitan los ojos de encima, sobre todo los dos carroñeros, que de cogerme me arrastraran por un rato hasta asegurarse estoy bien muerto, y después empezaran a picotearme y a destazarme con sus garras, tal y vi una vez en el Discovery Channel. El miedo se apodera de mí. ¿Es qué estoy viviendo los últimos momentos de mi vida? ¿Es esto una especie de prueba? Tengo que tranquilizarme. Me encuentro definitivamente en una encrucijada… O me sobrepongo, o me abandono a las aves; el águila vendrá por mi corazón y mis extrañas, es lo que más les gusta, y las otras asquerosas, vendrán por el resto; me azotarán en el piso para romperme los huesos y devorarme más fácil… cruzo el cuello del reloj.
Es cuando decido orinar y beber mi orines. Me
quito una bota, me pongo de pie y me concentro con mi pene en la
mano. Pasan segundos, pasan minutos, pasan horas, pasa un cometa.
Por fin logro un poco de orina, algo como un cuarto de vaso. El
líquido es caliente, nada agradable, pero lo necesita mi cuerpo; es
increíble lo que hace un poco de agua de riñón. Entro en razón,
debo encontrar la salida del desierto, no he venido a morir… no sin
antes completar mi venganza y ver al “Perro” arrastrándose y
pidiéndome perdón; ver a mi hermana vestida de novia, celebrar con
mis amigos, decirle adiós a la ciudad de Hermosillo. El sol
rojísimo en el horizonte es de un tamaño gigante, es la caída de la
tarde. He llegado a este punto, otro día más, esta vez antes de
ascender una duna de unos cien metros de altura; es una ola
petrificada en este mar de arena y yo soy un surfear, con los
labios llenos de ámpulas, la piel lacerada por el sol. De pronto me
doy cuenta: Yo he estado aquí antes,
recuerdo. ¿Es que acaso he caminado en círculos? Pasado y presente
se entrelazan las manos, este soy yo. Debo encontrarme no muy
dentro del Desierto del Altar, o al menos eso espero. Miro en
redondo; a un lado las montañas, al otro, el vasto mar de arena.
Veo lo visto. Los lejanos cerros arenosos adquiriendo un hermoso
tono azul. Doy un paso, mi pie se hunde en la arena casi hasta la
rodilla, cuando retrocedo y sacó la pierna, llevó enrollada una
serpiente de tonos amarillos. Estoy a punto de gritar, pero una
parte de mí se opone a esa reacción y me hago de piedra, sé que
cualquier movimiento brusco y el reptil clavará sus dientes de
mortal carga en mi ser. Me mira, comienzo a hablar para llamar su
atención y distraerle. Meto el brazo por detrás de mi pierna y
logro enrollar al ofidio, con la mano. De pronto me doy cuenta,
todo continua siendo parte de la prueba. Me muevo a una lentitud
pasmosa, yo mismo estoy asombrado, la serpiente apenas se percata
cuando la deposito en el piso. Lentamente doy un paso atrás y nos
miramos, la víbora agita su cascabel y mueve su lengua, me la
enseña amenazante. Haciendo eses se aleja sin dejar de mirarme, es
evidente que ninguno confía en el otro. Retrocedo temiendo
encontrarme con el resto de la familia y regreso un poco sobre mis
pasos. Un saguaro a unos metros de mí, me espeta.
-Muy pocos son capaces de actos heroicos.
Es sencillamente imposible que el gran cactus
de tres brazos me esté hablando.
-Si pretendes ir al centro del desierto, ese lugar no existe, nadie
lo conoce. Ni nuestro amigo el borrego cimarrón, los coyotes, los
zorros o el venado burra han estado ahí. Tampoco los gorriones, los
pájaros carpinteros, las palomas, las codornices o los
correcaminos. Es más, ni las liebres, las tortugas o los roedores…
quizá el alacrán por equivocación, pero nadie más.
Miro al cactus, debe tener mínimo unos cien
años de existencia. Eso dicen su tronco de árbol y sus espinas
gruesas. Me saca por lo menos un metro cincuenta, un hermoso
ejemplar. Me acerco, le doy una vuelta buscándole la boca, los
labios, algo que me diga cuál es el frente y cual la espalda. De
donde ha salido aquella frase.
-Dicen que en el mero centro del desierto hay un pequeño oasis
–continua el saguaro -también conocido como la fuente de la
juventud.
Me siento junto a él, un tanto bajo su sombra.
Vuelve a decir algo. La voz del cactus resuena en todo su cuerpo, y
la capto no sólo a través del oído, sino también del tacto. De
hecho no sé cómo nos estábamos entendiendo, pero lo
hacemos.
-El único problema, es que el centro no está precisamente en el
centro, y además se mueve. Es uno de los cráteres perdidos de “El
Pinacate”.
Esta vez el Saguaro parece mover el brazo del
centro de su cuerpo. Me parece imponente. La voz del cactus me
llena de paz, no es un entendimiento, es un sentir. Es como si el
tiempo se hubiese detenido aunque en un trascurso cae la
noche.
-¿Cómo es eso del cráter?- No recibo respuesta.
Un ejército de saguaros me rodea imperceptiblemente. Tienen una conversación en un idioma antiguo y extraño el cual no entiendo, es un murmuro. Me encuentro en un estado de contemplación pura, me parece de lo más natural que todos aquellos cactus, moviendo los brazos y asintiendo con la cabeza sin cara, intercambien mensajes. Una tortuga se percata de no estorbar y cruza lentamente el escenario. Me entra un sopor muy grande, no puedo sostener los ojos y duermo. Sueño que he llegado al mismo punto; he caminado en redondo, es otro día, otra mañana. Levanto la cara, las espinas hacen sangrar al gran saguaro con el cual he conversado, el cactus parece aceptar su castigo estoicamente; miro en redondo y el paisaje de saguaros es como un campo de cristos sangrantes bajo un amanecer rojo. Mi abuela está sentada en su mecedora y me dice mientras hilvana un rollo de hilo negro con el que está tejiendo un suéter; “Hijo, estamos rodeados de trampas y mentiras, no creas todo lo que ven tus ojos, pueden ser espejismos. Camina hacia las montañas y protégete contra los poderes psíquicos; no eres sólo el espectador, sino el sujeto que realiza la acción. Eres un ser dual”.
Cuando abro los ojos estoy desnudo. No tengo sed, no tengo hambre, me encuentro tirado dentro de una formación rocosa, es un cráter de piedra ennegrecida. Brincó al darme cuenta del cambio de realidades. Intento, como venía haciendo, abrir y cerrar los ojos para ubicarme bien… pero entonces ya no puedo abrirlos, me entra una desesperación grandísima; con los dedos intento separa los parpados en mi cara, pero están como cocidos. En mi desesperación camino, me golpeó con algún objeto, no sé qué es y caigo al piso. Me levanto, extiendo lentamente los brazos, los pies, no sé dónde estoy y de donde han salido estos objetos petrificados que me circundan; reconozco una silla, un buró, el espejo humeado del cuarto de la abuela. Esta vez choco con algo, supongo es una puerta, doy un mal paso y aterrizo en una superficie fría. Me pongo de pie como un resorte, pero caigo en un pozo, no tengo de donde asirme, aprieto los ojos, las mandíbulas, estoy sudando. ¿Será esto la muerte? Debo tomarlo con calma, recuperar el control, entiendo: en definitiva esto es parte de lo que vine a aprender. Controlo mi respiración y pienso en cortar papas en cuadritos para una sopa de legumbres, es mi estrategia. Cuando creo tener el control del aire entrando por mi nariz y de mi sangre circulando por mis venas, la imagen de mi madre en cama muriendo, me asalta y me pone tristísimo, comienzo a llorar. Mi llanto se convierte en un aullido animal cuando mi padre vuelve a ser abatido por las balas frente mis ojos; mi casa hecha un montón de cenizas, los hombres colgados en los postes del alumbrado. Lloro hasta que me canso y mi llanto es apenas un zumbido. Intento abrir los ojos y esta vez se abren, como si las lágrimas hubieran disuelto el pegamento en los párpados. Trato de recordar la cara de mi hermana Gaby, aún niña, riendo feliz frente a su pastel de cumpleaños, no es sino auto motivación, pienso, necesito volver a andar. Me pongo de pie y giro el cuerpo 360 grados. Aquel es un paisaje de otro mundo, estoy en el centro de una formación terrestre que hace un círculo perfecto. La luna en lo alto relumbra en medio creciente como un potente foco. De pronto recuerdo el sitio. ¡Yo he estado aquí!, pienso y dejo de sentirme perdido. ¡Yo he estado aquí con el abuelo, con mi padre! Me encuentro en “El Pinacate”. El sitio me es familiar, venimos en un puente de semana santa a celebrar mi cumpleaños; con tres de mis novias de mi primera juventud a darnos besos. Asciendo la pared de roca y llego a la cima de aquella mole de granito que se eleva sobre la tierra como una enorme escultura natural. La vista desde la cima es grandiosa. Tomo asiento y contemplo aquel valle rocoso cubierto de cráteres de diferentes tamaños, me parece sublime, es como si estuviera viéndolo todo desde otra perspectiva. El cuerpo celeste en el cielo, ya es un círculo cercano, proporciona buena luz. Sigo embelesado, tal si estuviera en otro planeta.
En este panorama, el silencio se hace presente.
Noto una presencia enorme, es como si por vez primera me percatase
de la ausencia de sonido, el cual asocio a un buque encallado, al
bloque negro caído de las estrellas que soñé hace algunas noches.
Un gran barco sin banderas ni chimeneas abriéndose paso en el mar
de Baja California. No me preocupa el tiempo; no puedo estar
muerto, eso me digo. ¿Es que mi cerebro ha dejado de asimilar los
acontecimientos? Estoy en el punto más alto del cráter, es sin duda
un lugar cargado de energía, siempre lo he creído; lo sé ahora,
puedo sentirla como emana del piso; de los granos de arena fina.
Estoy embelesado de tan sensible, estoy frente a una visión. ¿Qué
hizo a este paisaje ser lo que es? Según la guía turística del
estado, “El Pinacate” es el producto de una fuerte actividad
volcánica hace miles y miles de años. Pensando esto, no sé si he
viajado adelante en el tiempo o retrocedido, es un hecho que algo
ha pasado, esta vez soy consciente de los minutos, de su aparente
lentitud. Jamás he sido tan consciente de mi entorno. La energía
del lugar bajo el efecto de la luz lunar es asombrosa, me conecta
de pronto con una figura, parece vestida en un traje espacial.
Llego a la conclusión de que es un extraterrestre. Al contrario de
lo que pudiera pensarse, no tengo miedo. Al principio estamos
sorprendidos, él es quien acorta la distancia que nos separa y se
planta a un metro de mí. Es alguien a quien conozco y no recuerdo.
Nos miramos extrañados, aún no salgo de mi asombro. Aquellas
formaciones, me explica, han sido causadas por los fragmentos de su
planeta que se ha desintegrado y caído a la tierra en forma de
meteoritos muchos años atrás. Tiene sentido si se ve con atención
aquel valle. Me dice que él viene a visitar el sitio como tributo a
sus ancestros.
-¿Has perdido a tu padre? – pregunta.
Las mil imágenes de mi padre pasan por mi memoria. Asiento con la cabeza, los lejanos cerros arenosos adquieren un hermoso tono dorado ante los primeros rayos de sol… Entonces duermo. Regreso por el cuello del reloj de arena, y sumido en una gran paz, cierro los ojos.
Esa tarde, bajo el cuidado de Agnes me recuperaba en cama como un rey. El médico me colocó suero, me recetó una dieta especial y reposo. Durante varios días no soñé. Agnes guardó mi secreto de no decirle a nadie de cuando me perdí en el desierto, aunque nunca aceptó que me salvó la vida.
Mi estructura ósea jamás cambió, aunque algo pasó a mis músculos, los cuales se pusieron más flexibles y más fuertes; a mis sentidos que se agudizaron casi al doble; pero sobre todo, a mi percepción. No sólo adivino cosas, sino a veces, siento un tipo de transformación, cuando la sangre me circula a mil por hora y tengo la necesidad de correr, brincar y gritar que estoy vivo, feliz de haber tenido la suerte de salir del desierto y poder contarla… como si fuera otro.
31Me miro por última vez en el espejo del baño, mis facciones han adquirido forma ante mis ojos. Me siento vacío por dentro, hueco. Me he lavado la sangre de las manos. Me aliso el cabello, me calzo la gorra, me pongo los lentes oscuros y tomo aire. Cuando salgo del baño, brinco el cuerpo de un hombre sin orejas vestido de frac flotando en un charco de sangre. Hay más hombres tirados en el piso, sangre en las paredes. Don Cellucio cuelga de una soga en el stage donde ha presentado cantantes, magos, payasos, cómicos y chicas en poca ropa. Me detengo a mirarle, el temible capo se encuentra ahora balanceándose de una soga en su propio negocio con la cara amoratada y la lengua de fuera como una res, no es nadie. No siento la más mínima compasión, por aquel criminal, ya lo dice el refrán; cada uno merecemos la muerte que tendremos. Varios de sus compinches tienen las orejas arrancadas también. “Si vives en la violencia ésta te perseguirá hasta cumplir su objetivo…”- me ha dicho Gaby poco antes de mi triste partida de Hermosillo en secreto, una noche muy oscura… Más gente muerta tirada en el piso, destrozos. Aquello es una carnicería. Sillas tiradas, vasos rotos, abrigos olvidados, zapatos de mujer. Sobre el silencio escucho el sonido de las sirenas. Mi instinto me dicta que debo salir de ahí cuanto antes, me abro paso entre más gente herida y al final alcanzo la calle, corro hacia la pirámide de Keops. La ciudad de Las Vegas está desintegrándose a mis espaldas.