Entré a la cabina, puse la caja de herramienta en su lugar y fui al micro-baño; donde para bañarse hay que incrustar el lavamanos en la pared y viceversa. No pude evitar sonreírme en el espejillo, había sido una muy buena mañana y toda una sorpresa. Aunque como sabemos, las sorpresas pueden ser armas de dos filos. Sólo esperaba que no hubiera malas repercusiones, sobre todo por lo de perder la chamba y empezar de nuevo en busca de otra, en otro estado de este gran país. Hacía menos de un mes había aterrizado en mi Greynhound desde Las Vegas, vía Nashville, cubierto de una nube de polvo. Uso el posesivo, pues en esos viejos camiones he cambiado de ciudad varias veces, como supongo un montón de gente en busca de algo, nuevo o no. Yo iba tras la chamba - a fin de cuentas acabé siendo lo que mi bisabuelo materno siempre fue; un trabajador migratorio, un hombre de paso; quizá hasta mis últimos días, como él mismo-. En fin. Ciudad: Albany, Georgia. Trabajo: en un complejo donde se preparaba -o cocinaba si prefieren- la comida servida en los aviones de pasajeros. No questions about it. Es decir, no importaba tu estado migratorio, contratado de entrada y de palabra. Salario: cuatro dólares la hora, buen deal comparado con otros lugares donde explotan a nosotros los latinos como a bestias por menos de dos dólares. Ciudad tranquila, gente amable. Todo esto lo sabía por el compadre Pedro, quien ya había volado hacia otra ciudad por broncas, claro, que más. Según Peter, un milico se le había ido encima a los golpes en un bar, suele suceder; adrenalina, testosterona, trompadas, alcohol. Pedro es de los que no se dejan, además sabe defenderse, así que si huyó, fue porque el soldado ha de haber perdido. Por lo demás, Albany era pasable e idéntica a un sinfín de pequeñas ciudades de los Estados Unidos. Lo que desconocía, era que además de todo, la ciudad albergaba un enorme complejo militar con dos escuelas, deportivo, campo de entrenamiento, área residencial y supermercados. Algo así como una ciudad dentro de otra ciudad. De hecho, los militares eran la segunda entrada de dinero al pueblo, después de las fábricas de alimento procesado para los usuarios de aviones. Claro, los militares iban al cine, a los restaurantes a cenar, al mall, y sobre todo, a los bares que cada noche estaban hasta el tope. En mi vida había estado tan rodeado de milicos. Pensé en irme claro, a las pocas horas, a mí los soldados me producen reacciones encontradas, no precisamente miedo, más que nada inseguridad, cautela, desconfianza, aunque también cierta incitación a la violencia. No sé, es algo que tengo, no soporto mucho a los sardos, ni a los policías, ni a los guardias. Quizá porque en todo América Latina representan intimidación, dictaduras, crimen encubierto, asociación delictuosa, abuso institucional, etcétera, etcétera. Fui a donde el Peter me había recomendado. De la estación de camiones caminé unas calles. La casa era de una anciana con un montón de gatos, se acordaba de mi amigo, aunque creo que lo confundía con un antiguo novio suyo o algo. Le di cuerda a la señora y la dejé hablar. Dijo que Peter era un hombre sencillo, modesto, limpio y nada borracho; cualidades que por supuesto no correspondían con el Pedro que yo conocía. Aceptó rentarme por una semana primero, aunque con la posibilidad de alargar el alojamiento indefinidamente. Le expliqué mi situación; venía a un trabajo en las cocinas de “Cooking on air” aunque no era del todo seguro pues no tenía aún un contrato. Se quedó con la impresión de que era un chef especialista en burritos y quesadillas especiales. Le quedaba un sitio en el sótano con acceso al jardín trasero. Resultó un cuarto medio húmedo, con una pequeña ventana, una cama sencilla, un closet más bien chico, una vieja silla recubierta de plástico y una tina de baño amarillenta por la que seguramente no habían pasado en varios años una fibra con jabón. Regresamos por el pasillo, rentaba otros dos cuartos en el basement. Subimos las escaleras. En la sala, los gatos habían decidido hacerse presentes y nos esperaban parados en los sillones, la mesa, el chifonier y en todas partes. Gatos negros, cafés, blancos, grises y moteados. Me miraban con cierta desconfianza, sólo uno vino y se restregó en mi pantalón ronroneando. Cerramos la transacción, una semana y otra de depósito por adelantado. Me hizo firmar un papel y me tomó una foto tan de sorpresa como se los digo, con una delgadísima cámara digital. Me explicó; era algo recomendado por su sobrina. Me dio una llave y me leyó el manual de reglas. No podía traer chicas o amigos a beber, no podía subir muy alto el volumen de la radio y tampoco podía hacer uso de la cocina más allá de la media noche. Fumar ni pensarlo. Y otra cosa, el piso superior; que era donde ella dormía, estaba vedado para los huéspedes, así me llamó. Podía lo mismo entrar por la puerta de enfrente, o por la de atrás, según quisiera; una vez dentro asegurarme de cerrar bien. Nos pusimos de pie y nos estrechamos la mano. Se despidió de mí y subió lentamente la escalera seguida de los mininos. Un par de ellos me miraron curiosos antes de desaparecer como por arte de magia. Bajé al cuarto, cerré la puerta, vacié mi maleta y me tiré en la cama unos cuarenta minutos. Decidí salir a dar una vuelta para familiarizarme con mi nuevo poblado y comer algo. Además me hacían falta pasta de dientes, papel de baño, jabón y una maquinilla de rasurar. Salí cerrando la puerta del jardín a mis espaldas. Rodee la casa y me detuve a mirar la fachada, memoricé el número pues la casa era idéntica a casi todas en el bloque. Dos plantas, dos aguas, tabique rojo en la fachada y ventanas pequeñas. Sentí los ojos irritados, estornudé un par de veces. De unos años a la fecha era alérgico a muchas cosas. No tengo nada contra los gatos, pero algo como doce en un sólo lugar es demasiado en mi opinión. En casa tuvimos gatos; Tábata la madre y después la hija, Garnacha, esta segunda una gata super buena onda, gris con pecho y patas blancas. Dejen les cuento la historia de su nombre; se lo había ganado a causa de la madre, como todos supongo. Imagínense, una gatita con el nombre de Tábata y protegida de la abuela, en manos del gato sucio y malo del pueblo, el cual según esto, la había violado en un estado de arranque animal. Gato negro, gato malo. Garnacha, una vil tortilla con chile encima, cero pedigrí, como el ochenta por ciento de los humanos en el planeta supongo también. El rollo del pedigrí, la sangre azul, joder, los humanos, ¿cuándo superaremos todos nuestros atavismos? Caminé varias cuadras, encontré la oficina de correos, tres ferreterías, varias tiendas de abarrotes, una zapatería, la farmacia, seis restaurantes, dos armerías y por lo menos diez bares. Una escenografía vista muchas veces en los varios años que llevo vagando en este país. En su mayoría gente blanca, pocos negros, pocos asiáticos y algunos latinos. Camionetas grandes, carros americanos, banquetas estrechas y sólo un par de autobuses; los cuales le daban la vuelta al centro de la ciudad y a otros lugares importantes. El hecho de que hubiera transporte público ya era ganancia, máxime para quien se han quedado sin carro, como en mi caso. Localicé un paradero. Me tocaba investigar el costo y los horarios de parada. Me encaminé hacia el Downtown. En un restaurantito que no parecía costoso, me metí a comer y bebí dos cervezas. Como un perfecto desconocido pagué y regresé sobre mis pasos. En la farmacia compré los productos que necesitaba, más dos botellas de agua. Entré por la puerta de enfrente con la llave que me había la señora Robbins, y como un fantasma me dirigí a mi cuarto escaleras abajo, un gato blanco brincó a mi paso y maulló dándome la bienvenida.
Encendí la luz, cerré la puerta y me desvestí lentamente pensando en lo aburrido que iba a ser aquel lugar empaquetando comida o cocinándola. Pero bueno, tener trabajo hoy en día es considerarse afortunado; y trabajo es dinero y éste, techo, comida y todo lo demás; el dios todo. Me cubrí con las cobijas y me apresté a dormir, aunque soñé a medias.
Estando en el puerto veo un bloque negro flotando en el mar, acercándose a la tierra, un cubo de granito puro que crece, la marea comienza a subir y las olas golpean fuertemente contra las rocas. La presencia del bloque gigantesco, del tamaño de un barco, me produce malestar. Me pregunto entonces: ¿qué contiene? ¿Quién viaja adentro? ¿Por qué flota?
3Me levanté temprano, me bañé, rasuré y vestí con mi mejor ropa, pensando en la posible entrevista que me esperaba. Subí a la cocina, los gatos me miraron por unos instantes con desconfianza como si estuviera invadiendo su espacio físico, pero después continuaron en lo suyo; como si comprendieran que sería una cara familiar por una temporada. La señora Robbins había preparado café, tomé una taza y me serví un poco. Abrí el refrigerador, nada mucho. Algunos cacharros con comida de varios días. Tres papas, dos zanahorias, una cebolla. Frascos de mermelada, crema de cacahuate, mayonesa y kétchup. En la alacena un montón de latas de comida, ¿de quién creen? Claro, los consentidos de la casa. A lo mejor mi casera también comía eso todas las tardes, rodeada de sus niños, como había llamado a los felinos. No encontré azúcar, así que bebí el café negro, cargado eso sí, menos mal. Tenía como una hora y media antes de mi entrevista, pero como no conocía el horario del autobús, me di prisa. Salí de la casa y caminé hasta la parada, donde sólo una muchacha negra de doble rodada esperaba. Estuvimos ahí como treinta minutos, el uno parado junto al otro, aunque no intentamos hacer plática, era evidente que no estábamos dispuestos a eso. Hacia un poco de frío, esperaba no se pusiera peor pues no tenía un abrigo. Me miré los zapatos, se veían viejos, aunque conservaban un poco de la crema que les había puesto hacia como un mes antes de salir de Oklahoma City, en la terminal de autobuses. Me preocupaba un poco lo que me preguntarían, así que llevaba más o menos memorizadas las posibles respuestas. Odios las entrevistas de trabajo.
¿ Cómo se inició en la cocina? De lavaplatos primero, parrillero y después de cocinero de línea. ¿Cuál es la posición más alta que ha ocupado en un restaurante? Ayudante primero de chef. ¿Conoce usted las reglas de higiene deben observarse en los sitios que preparan alimentos? Por supuesto; lavarse las manos antes de entrar a la cocina, vestir el gorro y el tapabocas por aquello de los microbios. No mezclar lo utensilios de la carne con los de los vegetales y lavar estos antes, y después de ser cortados. ¿Qué se hace cuando la carne de puerco cruda, ha estado más de cuarenta minutos a la intemperie? Debe meterse por precaución al microwave para matar cualquier posibilidad de toxina, e incluso lavarse, antes de ponerse al aceite. Repetí la perorata durante el trayecto, me dije estar seguro y responder con confianza en la prueba que seguramente me harían. ¿Qué comidas sabe usted preparar? Algo de comida italiana, algo de comida mexicana y algo de comida china que son las más comunes. Arroz, granos, pastas. Repasé de memoria los ingredientes para un arroz con granos de maíz y ejotes. La receta de un pollo al vino dulce. La de espagueti en salsa roja… Llegar a ser chef profesional era mi gran sueño.
El autobús pasó por el centro de la ciudad, se
detuvo frente a la estación de Greynhound donde subió un montón de
gente, detrás de la biblioteca pública -de la que me haría socio- y
continuó su parsimonioso trayecto con más gente bajando que
subiendo y poco a poco salió de la ciudad. La fábrica de alimentos
estaba a las afueras de Albany y ocupaba un gran complejo de doce
grandes galerones, dos enormes
estacionamientos y un edificio de seis plantas para las oficinas.
El chofer nos informó a través de la bocinas, se acercaba a la
última parada y el autobús dio una vuelta en U sobre la carretera y
se colocó en sentido inverso. La chica negra, un servidor y otras
cinco personas descendimos por la puerta trasera, la cual se cerró
a nuestras espaldas lanzando un bufido. Un grupo de gentes se
aprestó a subir al camión perfectamente en orden, posiblemente los
del turno nocturno. Sólo esperaba no ser uno de ellos, prefiero
trabajar de día, está comprobado que soy muy malo en la noche y
difícilmente hubiera sido velador o chofer de tráiler, aunque me
gusta manejar. En la entrada el guardia separó a los trabajadores
de los aspirantes a empleados. Un segundo guardia nos condujo hasta
otra puerta más pequeña; donde un tercer guardia verificó nuestras
pertenencias e identificaciones y nos llevó a una oficina, esta
estaba en el sótano, donde nos recibió un tipo risueño con la cara
llena de cicatrices de viejo acné. El sonrisas, nos hizo sentar y
llenar una solicitud de tres páginas. La primera en pasar a la
entrevista fue la chica negra. Terminé de llenar el documento, ella
tardó quince minutos dentro y salió sonriendo. Seguramente había
apelado a la ley antidiscriminación -que se había ampliado a los
obesos- para quedarse con el trabajo. Se vale, todo se vale por un
poco de plata, por un maldito empleo en este mundo cada vez más
mecanizado. Una secretaria bastante seria me hizo pasar a la
oficina donde se llevaría a cabo el interrogatorio. Me senté en la
silla vacía, recorrí el lugar con la vista. Por una otra puerta,
apareció un latino, tomó asiento detrás del escritorio y hojeó
algunos documentos. Me preguntó mi nombre, donde vivía, como sabía
del trabajo, etcétera, todo en inglés. Le mostré mi currículo, lo
leyó lo más rápido que pudo, me lo regresó, y en frio, me dijo que
no había plazas para sub-cocineros. -El buen Peter me había corrido
demasiado tarde la voz, o yo había aterrizado a destiempo, una de
dos. Todo un viaje inútil, infructuoso, una mudanza en balde, me
reproché… Pero en fin, nadie es adivino-. El tipo pareció leer mis
pensamientos o mi molestia, pues me ofreció un puesto en la
carnicería de la misma empresa. Casi estuve dispuesto a aceptar su
oferta, pero tratar con animales muertos es un trabajo
sencillamente sucio. Cuando lo hice, cogí una infección cutánea,
así que decliné su oferta, le di las gracias y me puse de pie. El
hombre me miró de pies a cabeza, entonces dijo que conocía a un
contratista amigo suyo, estaba buscando gente para un puesto en
otro sitio, The Albany MC Logistics
Base. Estudié la oferta; necesitaba un trabajo, había hecho
gastos y tenía un cuarto con la renta adelantada por dos
semanas.
-Hey muchacho, ¿te interesa? Volvió a decir el tipo sin dejar de
escrutar mis ojos.
Si algo dan los años, es que aprendes más rápido a leer y a captarla. Se le veía, era uno de los que hacen negocio y plata explotando a otros pobres. El intermediario cabrón que no falta en este planeta; el que cuenta sus billetes bajo la oscuridad y se las agencia bien.
Se me acercó:
-Seis dólares cincuenta, para empezar.
Me quedé pensativo.
-Suena bien, el problema es que los soldados me ponen nervioso – me
sinceré.
-No estarías muy cerca de ellos, además, tú también llevarás un
uniforme y una gorra, así qué cosa de evitarlos lo más posible, si
te concentras en tu trabajo lo demás pasará desapercibido. No abras
la boca mucho, se discreto y aquellos ni te verán.
Tenía táctica. En cierta forma era irse a meter a la boca del
lobo.
-¿Que dices?
Necesitaba el jale, había venido de tan lejos para ganar plata y
soportar milicos no era como para irme con las manos vacías y la
cola entre las patas.
-OK, acepto la chamba.
Sonrió.
-Va, de tu primer salario me cobro el 30% por conseguirte el jale.
¿Qué dices?
Lo miré serio, sabía su tranza. Iba a joderme, aunque lo estuviese
vendiendo como que me estaba ayudando. Pensé en cómo es
precisamente por eso que no progresamos en este país los
hispanohablantes, por jodernos entre nosotros. Acepté, en realidad
no me quedaba de otra. El venezolano o lo que fuera, se puso feliz.
Cogió el teléfono, se levantó de su asiento y habló con alguien,
aunque no puse atención.
Una cosa buena de trabajar en una cocina es que siempre estás con
la barriga llena... En fin, ya me había hecho ilusiones de seguir
con lo que a mi parecer podría ser un plan al futuro: ser chef,
jefe de una cocina, educar el paladar. El tipo dio una vuelta
alrededor de mí y dijo:
-Excelente muchacho, se te dará adiestramiento –dijo esta vez en
español-. Te ocuparás con otro compa del mantenimiento de la zona
residencial en la base. El trabajo consiste en hacer reparaciones
pequeñas, limpiar, cortar el pasto, cambiar los interruptores, las
chapas y otras cosas, ya sabes, dar servicio a las casas de los
militares y de los jefes de rangos superiores que viven ahí
temporalmente. Nada muy complicado.
Lo pensé. Era hacerla de jardinero, plomero y carpintero entre
otras cosas. Era una otra línea de trabajo que también conocía,
aunque no era mi favorita. Ya lo había hecho en Los Ángeles y en
San Diego.
-OK, ni modo, necesito la chamba- dije yo también en el idioma de
Sancho Panza.
Nos estrechamos las manos y quedé de presentarme al día siguiente
en la base. El resto él lo arreglaría por teléfono y alguien
estaría esperándome. Le pregunté cómo llegar. La base se encontraba
fuera de la ciudad, en el extremo opuesto. Me explicó: el camión de
Albany a la base partía a las seis de la mañana y no había otro
sino hasta pasado el mediodía. Por la tarde, uno a las cinco, uno
más a las ocho treinta, y el último a las diez de la noche. De
regreso igual, cinco camiones nada más, el último a la media noche.
Si había algún evento especial en la base, como juegos, festivales
o lo que fuera, asignaban camiones extras. Debía entrar por la
puerta de empleados, mi jefe ahí se llamaba Joel y era un chicano.
“No puede compensar el ser antipático con estar gordo”. Rio el
mismo, “en fin”. Joel me daría una credencial con una cinta
magnética y la llave de un locker. Asentí. Not problem. Me deseó
buen fin de semana. Salí a la calle más tranquilo. No sé, saberme
empleado siempre me reconforta, sobre todo porque tengo la
seguridad de que podré continuar llevándome comida a la boca y
teniendo una cama donde dormir, por lo pronto en la casa de los
gatos. Me senté con otros hombres a esperar el camión, tardó casi
una hora en llegar. Miré el reloj. No quería regresar a la casa de
la vieja, aún era temprano, daría una vuelta por el pueblo. Pasaría
a la biblioteca pública, me tomaría una cerveza. Subimos al camión
todos en perfecto orden y de regreso me la pasé mirando por la
ventana. Campo, árboles, casas de una planta, ranchos. Un tractor
trabajando, unas vacas pastando, pick ups de todos los tamaños. Se
veía, en general no era un pueblo con mucho dinero; quizá golpeado
por la crisis económica mundial; por la recesión que trae consigo
la inflación; por la muerte del capitalismo, o la fuga de
inversiones, por algo debía ser. En Downtown descendí del autobús y
caminé sin rumbo fijo como por veinte minutos, hasta dar con la
biblioteca pública, se encontraba cerrada. La ciudad era similar a
otras pequeñas ciudades sureñas, nada fuera de lo común, excepto
por la fuente dedicada a Ray Charles de cuyo piano brotaba agua
como música; muy nice. Me conduje hasta una banca en la que me
senté a mirar. Llevado por mí eros y echando lumbre por cuánta
hembra pasaba, me decía a mí mismo: qué tetas, que culo, qué
piernas, mira la cintura de aquella otra, mmm. Hacia algo como tres
meses que no me acostaba con nadie. En Nashville había estado cerca
de contratar a una prostituta, pero al último momento me había
echado para atrás. Extrañaba a Patricia y me seguía como una
obsesión. No podía quitármela de la mente… a pesar de todo el daño
que me había hecho, el dinero que me había robado, la cara de tonto
que me había puesto, a pesar incluso de la distancia. Aquí estaba,
con medio continente por en medio y la seguía recordando, me puse
melancólico. Me pregunté nuevamente cual había sido el error. La
solución era conseguirme una novia… al carajo con Patricia.
Ambiente tranquilo, casas bonitas, muchachas suficientes. Lo malo,
eso sí, hombres de verde olivo por aquí, más allá. Era un pueblo de
uniformados. Entré a un bar que me pareció económico. La puerta
hizo sonar una campanita. Un par de hombres voltearon a mírame. Me
escabullí hasta la barra, no sin dejar de mantener el vistazo de
trecientos sesenta grados, ojos en la espalda como se dice. Pedí
una oscura. La mayoría eran hombres jóvenes con el mismo corte de
pelo, aunque había también algunos viejos y mujeres, también
militares. Me sentía tan vulnerable como un ratoncito en un cuarto
lleno de gatos. Comencé a beber mi cerveza, lentamente, no quería
dejar saber que no me gustaba la compañía. En eso estaba, cuando un
soldado se acercó a llenar su vaso del líquido ámbar que circulaba
gustosamente de los tarros a la boca por todo el lugar.
-Una más- dijo. Volteó a mirarme y me saludó con un movimiento de
cabeza. Le respondí igual. Le sirvieron su cerveza y entablamos
conversación, en español por supuesto. Era de Phoenix y sus padres
eran de origen guatemalteco. Iba a la guerra en realidad porque
necesitaba la oportunidad de pagarse una educación, acceder a la
ciudadanía. Le gustaban las armas claro, la aventura y si se
mantenía con vida, podría labrarse un futuro… sólo, si se mantenía
con vida, lo tenía claro. Hablamos de Latinoamérica de forma
generalizada, la verdad es que no sabía mucho, confesó, aunque no
descartaba la idea de visitar Colombia y Argentina, donde le habían
dicho, las hembras eran bellas y de pechos grandes. Secretamente
admiraba al Che, aunque nunca lo había dicho a ninguno de sus
amigos soldados, sobre todo por su valentía y honor. Terminé
bebiéndome tres cervezas con él, la última, acompañados de una
chica regordeta que sería enviada a Afganistán en unos días. Una
chica pecosa, simple y bebedora compulsiva que entró en polémica
con mi amigo respecto a si un avión era capaz de destruir un tanque
Brandley. Me despedí de ellos, pagué y sin hacer el menor ruido me
escabullí, esta vez hacia la salida. Ya en la calle respiré
profundo, me alisé el cabello y continué mi recorrido por Albany
hacia la casa de los gatos. En el cine daban dos películas nuevas.
Miré algunos aparadores; pasé por otros bares, tiendas. Una vez
terminado mi recorrido, y ya de regreso a mi alojamiento, pensé de
verdad en si podría aguantar más de seis meses en aquel lugar,
trabajando en la base. En fin, el contrato estaba firmado y pues
que otra, las cosas son como son.
Toqué a la puerta. Era la segunda llamada de aquella tarde. La vivienda quedaba ubicada en el área exclusiva para los militares de altos rangos. Estas casas eran más grandes por supuesto y se caracterizaban por tener un estilo californiano; ladrillos rojos, techos de dos aguas, jardín más amplio, porche y garaje. Al parecer, las llaves del baño estabas goteando y debían cambiarse. Pulsé el timbre en dos ocasiones, discretamente. Escuché pasos, puse mi sonrisa estúpida, la misma que se nos había aconsejado poner todo el tiempo; la carita del prestador de servicios. Me abrió una negra como de un metro ochenta y doble rodada. La tipa era de verdad grande; aunque olía bien, llevaba ropa cara, joyas de oro y una sonrisa tan blanca como la de un anunciante de dentífricos. Me hizo pasar, no sin antes señalarme el tapete donde debía limpiarme las botas. Era una casa elegante. En el comedor una mesa de doce sillas, vitrinas con vajillas de porcelana, platos decorados y copas de vidrio cortado. En la sala, sillones de piel y en las paredes, imitaciones de grandes artistas como Leonardo, Monet, Van Gogh. Además, una colección de viejas pistolas, rifles, cuchillos y medallas en estuches de piel, seguramente las condecoraciones de su marido. Estaban de paso según entendí. Arrastré tres veces las botas sobre el tapete y voltee a mirar a la señora, debía de tener unos cuarenta años, quizá un poco más, aunque iba maquillada como una mujer de menor edad. La seguí. Por costumbre, le miré el trasero; era enorme, amplio, contenido apenas en unas mallas azules de donde salían rollos de carne, imposibles de ocultar, a pesar de la faja debajo de la falda. Me sonrió, era claro que pretendía ser sexi, aunque no le salía. Entramos al baño, bastante grande por cierto, apenas para contener aquel mujerón. Todo era big, la silla, el lavamanos y la tina, pero sobre todo el espejo. Dejé mi caja de herramienta en el piso, me disponía a abrirla, cuando sentí primero un golpe en la cabeza y después un fuerte manotazo, el cual me dejó sin aire. Cerré los ojos y caí en un pozo profundo.
Estoy en el camposanto. Ya he estado aquí y miro en detalle todo a mi derredor, desde la simple cruz clavada en la tierra, hasta las tumbas elegantes. El panteón está lleno de velas, las cuales crepitan a un mismo ritmo. Busco a mi abuela. La veo sentada en una lápida muy blanca, me llama. Lentamente tomó asiento junto a ella. Primero me regaña por no le darle agua a las plantas del pasillo en casa, por llegar tarde. No tengo excusa, sencillamente no puedo hablar, estoy mudo. Me habla de las velas y de porque las debe cambiar constantemente, pues los entierros han aumentado. Me platica de una joven mujer que trae flores todas las mañanas; me habla de los espíritus, de la Santa Muerte, de esto, de lo otro, mientras caminamos entre las tumbas. Mi abuela habla pausado, con énfasis. Comienza a contarme de su hermano Ignacio, quien fue un fantasma en la revolución. Pero también un espía, y no recuerda si primero lo uno que lo otro. Ignacio, quien se volvió loco cruzando las paredes, el que coleccionaba libros viejos, decía leyendas, dichos y trabalenguas. La abuela se detiene en una tumba humilde y suelta una frase: “se preserva lo que importa”. De pronto mi vieja guarda silencio. Se sumerge en su pasado, chapoteando como una jovencita en una reunión de familia. Su rostro se transforma, es claro, lo que veo en sus ojos son fragmentos de tiempo. Le paso el brazo por detrás y le abrazo, descansando mi cabeza en su hombro. “Despierta hijo”- me dice… Escucho a los lejos. Despierta…
Cuando abrí los ojos estaba esposado a una gran cama de pies y manos, completamente desnudo. Me dolía la cabeza, los ojos continuaban dándome vueltas. Con trabajos me ubiqué, una luz tenue ilumina el escenario. Se escucha una música a un bajo volumen, parece venir de algún otro lugar. Hasta entonces me doy cuenta, un bozal cubre mi boca y un objeto como un chupón de textura agradable contiene mis dientes. “Que putas madres”-pienso pues no puedo gritar por auxilio; me cago de miedo. También de vergüenza por mi desnudez expuesta, por la impotencia de no poder moverme. De pronto recuerdo los últimos minutos antes del ataque. Sin duda estoy en la cama de la gorda aquella. Es una gran habitación de cortinas rojas, con una enorme televisión plana y un gigantesco espejo. Una colección de penes de diferentes tamaños en el chifonier, relucen untados de grasa. Pienso lo peor. Imagínense ustedes la escena… hay uno de por lo menos el tamaño de mi brazo. Jalo de las cadenas e intento gritar: “¡¡Gorda de mierdaaaaaaaaaaa!!”
Quien entró fue ella, venía con un antifaz y un
apretado bikini de dos piezas, hasta ese momento me di cuenta de
sus enormes senos.
- Hola papi, mira quien llegó… Tu domadora.
A quien entre nosotros, la verdad es que a mí las negras no me gustan, no soy racista ni nada por el estilo, pero a mi quien me vuelven loco son las latinas claro y las güeras, pero las morenas no despiertan en mi nada de placer, y menos una mujerona de aquellas proporciones. Me gustan un poco las chinitas. No sé, supongo que cada hombre tiene sus propias preferencias y nada se puede hacer contra eso. Venía con un látigo, con unas botas negras que le llegaban más allá de las rodillas. Le dio la vuelta a la cama, siempre mirándome; se contoneaba toda queriendo ser sensual, aunque de plano a mí aquella escena me parecía ridícula y quería largarme de ahí lo antes posible. Entré en razón. De nada servía desgañitarme. Estaba yo a su merced.
Se puso de pie sobre la cama y me mostró a centímetros su gran trasero primero y después su busto. Nada. Quiero decir que mi pene seguía igual, tal si estuviera viendo crecer las flores, salir el pasto. Nada de todo aquello me erotizaba. Hizo un nuevo intento, esta vez se abrió un poco las bragas y se puso sobre mi rostro, pensé que me orinaría o algo por el estilo, esperaba lo peor, me sentí tan indefenso como un chiquillo menor de edad. Era velluda de su parte intima, bien velluda, y a lo mejor pensó que mi pene brincaría como el frijol saltarín recién regado con agua, pero no fue así, nada, seguía tan flácido como si estuviera yo haciendo cuentas, cortándome el cabello… Eso la ofendió sin duda, ya que de un brinco, bajó de la cama, desapareció un momento de mi ángulo de visión y regresó con una botella de píldoras. Ya sin sonreír, me quitó el bozal, intenté ladrar y hasta lanzarle una tarascada pero fue inútil, mi gesto sólo sirvió para que me arrojara dentro de la boca un puñado de pastillas, las cuales me obligo a digerir. Me apretó la nariz y colocó su mano en mi boca; a falta de aire me atraganté y pasé aquel amargo puñado de pastillas, no sin lastimarme la garganta, lo supe por el sabor de la sangre.
5Me presenté en la base para conocer a Joel mi
supervisor. Un tipo bajo de estatura pero arrogante, a quien le
complacía tratar mal a todo el mundo. De entrada me leyó el manual
mientras caminábamos. “Me disgustan lo errores, así que
ahórratelos”. Cada viernes debíamos entregarle unas hojas firmadas
con el número de llamadas atendidas durante la semana. Las
reparaciones sólo podían efectuarse a orden expresa de él. Para
hacerse efectivo el cobro, el cliente debía firmar una hoja una vez
completado el servicio. “Es la forma en como sabemos que ustedes
trabajan”. El sábado se tomaba como día extra y se pagaba un dólar
cincuenta más, por la hora. Limpieza, buena actitud y eficacia se
valoraban sobre todo. Entramos a un taller. Había de todo. Desde
palas para hacer hoyos en la tierra, martillos y clavos, hasta mini
tractores que servían para cortar el pasto. Me preguntó si sabía
manejar, respondí que por supuesto, sin problema. -Y de verdad,
manejo desde muy joven, llegué a tener un Camaro rojo de película
cuando viví en Las Vegas-. Me llevó a un mapa en la pared. La Base
incluía: un supermercado, una escuela primaria y una secundaria,
oficinas, biblioteca, gimnasio, canchas de tenis, bowling, albercas
y campos para actividades al aire libre y pesca, pues contaba con
un lago artificial. Había tres talleres más pequeños para el
servicio a los clientes, se les conocía como unidades. A mí se me
asignaría al área residencial, básicamente para atender llamadas a
reparaciones, pero también cosas como cortar el césped, las ramas
de los árboles, cambiar los focos del alumbrado, etcétera. Había
zonas restringidas al personal militar, y pobres de nosotros si nos
atrevíamos a dar un paso en el área limitada a los soldados. Me
entregó un pantalón y una camisola azul, unas botas, las llaves de
un locker y un pase de entrada. Yo mismo debería ir a solicitar un
código de barras y a tomarme una foto con un teniente encargado de
eso. “El número treinta y dos es tu casillero. Bienvenido a
Segurity Services Asociation. Los
vestidores están de este lado; cámbiate, espero para llevarte a tu
unidad”.
-Gracias- dije y me encaminé a los vestidores. Me gustaba el
treinta y dos, tengo algo con los números, aunque no soy bueno en
matemáticas. Me puse el traje con el logo de la empresa. Me miré en
el espejo; a la medida, no cabe duda, a los pobres nos queda lo que
sea y de donde venga. Las botas, eran eso sí, un poco grandes, cosa
de ponerse unos calcetines gordos, sugirió después. Me miré otra
vez en el espejo. “Sergio en su nuevo disfraz”, dije viéndome con
burla. Me metí la gorra en la cabeza, para completar el cuadro.
Ajusté las facciones. “Uno va por la vida cambiando de payaso a
maromero toda su vida… qué carajos”. Era sólo un trabajo más;
comida, techo, cervezas. Enrollé la ropa y la acomodé dentro de mi
mochila. Salí a encontrarme con Joel, el manager. Lo encontré
regañando a una mujer, esta limpiaba el piso con mucho esmero.
Esperé hasta que terminó de decirle cosas. Intenté mantenerme fuera
de su marco de visión escondido en una sombra, hasta que entré en
el:
-Hey, tú el nuevo- sígueme.
Cruzamos un campo de futbol, pasamos por fuera de la biblioteca, un estacionamiento, más oficinas y finalmente llegamos a la parte residencial de la base. Un conjunto de unas doscientas, trecientas casas, un vecindario cualquiera, excepto que éste instalado ahí mismo. Joel me indicó, aquella sería mi área de trabajo y a donde se me había asignado; supuestamente porque mi inglés era menos malo que el de otros. Sobre una pequeña colina, a todas luces artificial, se encontraba una cabaña prefabricada de dos rectángulos y hacia allá nos dirigimos. La cabina del equipo de mantenimiento, me dijo, se ubicaba a unos trecientos metros de la entrada principal del complejo, donde había un módulo de vigilancia con dos hombres de la policía militar dentro. En el trayecto me volvió a repetir, en la base había áreas exclusivas a los milicos. Los contratistas, o sea nosotros, debíamos seguir las mismas reglas que los visitantes y amigos de los residentes. Esto era, todos estábamos sujetos a inspección por la Policía Militar al entrar y salir de la base, y en cualquier momento incluso. Tocó con los nudillos y empujó la puerta entreabierta. Un hombre vestido como yo, vino hacia nosotros enrollando un cable de electricidad. Se llamaba Antonio y cubriríamos cada uno un turno, compartiríamos el escritorio, el baño, las herramientas y el equipo. Nos auxiliaríamos uno a otro si era necesario. El sería el encargado de los primeros días de adiestramiento, pues llevaba dos años en el puesto; nos dimos la mano. El supervisor regañó a Tony, así lo llamó, por no limpiar las tijeras de podar y por no tener en orden las herramientas sobre el tablero en la pared. El otro se disculpó y corrió a poner las cosas en orden. Antes de retirarse, el jefe me dijo fuera inmediatamente por la identificación, y que al final del día pasara a verle; algo relacionado con mis documentos. Asentí con la cabeza.
Ya solos, Tony me advirtió que no esperase
clases, entrenamiento y toda la onda en torno a cómo hacer las
cosas por allí, pues tarde o temprano las aprendería. Le respondí
que se despreocupara, alguna vez viviendo en California la había
hecho de plomero y también sabía bastante de electricidad. El tipo
se congratuló y me dio la mano. Señaló un carrito, como los que
usan en los campos de golf, aunque éste con una caja metálica
adaptada atrás.
-Es la forma en como nos trasladábamos dentro de la base y movemos
nuestros chunches de jardinería y plomería… y ya que te gusta
manejar, ese es tu carro. Tiene tres velocidades y reversa, no
carga mucho, pero es mejor que caminar como un burro.
Le di una vuelta al carrito pintado de azul y
me subí. Dos plaza, un motorcito de 500 cm cúbicos, parecía
divertido. “¿Divertido? –repitió-, pues la próxima llamada es para
ti hermano”. Antonio fue a la silla y encendió una mini televisión
de colores deslavados con un control. Se encontraba a mitad de una
telenovela. “Las ruinas del amor”, un típico bolero cursi aunque
con carros nuevos y actrices vestidas a la última moda. Desde el
principio aceptó, le gustaban las telenovelas y las veía a veces
toda la tarde cuando no había llamadas. Me senté junto a él, en la
otra silla mugrosa que cerraba nuestra oficina. Pasaron un par de
minutos de comerciales y reinició la historia, la cual mantenía
extasiado a Toño. La trama era la de siempre; la chica raterilla
encuentra el amor en el patrón, quien la seduce, la mete en
problemas y la engaña. Sonó el teléfono, Toño me lo aventó y apenas
alcancé a pescarlo;
-Es para vos… Tranquilo, si no puedes cambiar la chapa, me echas un
telefonazo, o vienes por mí… Ah, otra cosa, no dejes la llave en el
encendido del carro, y no la pierdas porque es la única copia… Y
recuerda, entre tú y yo es una cosa, y con el jefe Joel es
otra.
Bostecé. Uno de los vecinos me había regalado un libro: “Estrategias para un desembarco”. Así se llamaba, y no era sino otro de esos libros utilizados en las escuelas militares como West Point o la Escuela de las Américas. Esa mañana había asistido al llamado de un viejo capitán de nombre y apellido Thomas. Una de las cerraduras se había quedado con el seguro dentro y el cuarto no podía abrirse. Remplacé la cerradura y le entregué dos llaves. Al principio este capitán me pareció altanero, aunque poco a poco se moderó hasta caer bien y ser amable. Un libro más bien técnico de cómo era el desembarco de tropas en una invasión. No entendía porque me había regalado tal libro, quizá porque habíamos hablado de leer y el gusto de tal actividad. Me aburrí y lo regresé a la mochila. Volví a bostezar. No mucho tráfico aquel día. Esperaba el camión en la banca de la parada, cuando un auto reluciente, aunque no nuevo, se detuvo chirriando llanta. El conductor descendió el vidrio. Me supuse iba a preguntarme por direcciones, o algo, pero no.
-Hey tú, ven- me llamaba. Al principio pensé le
hablaba a otro, pero era a mí. Tardé en reaccionar -voltee de un
lado, volteé del otro, nadie, estaba yo solo ahí sentado, así que
hablaba conmigo obviamente.
-Hey tú, ven acá-. Volvió a decir. La reconocí, era Martina.
Comenzó a mover el dedeo índice apurándome, y como jalado por un
hilo invisible me levanté como un arlequín de la banca y caminé
hasta el vehículo; un Mustang clásico azul metálico, realmente
hermoso, llantas anchas, rines especiales.
-Hola, ¿Cómo estás? – dije sonriendo, era una agradable sorpresa.
Pensé que me odiaba, que a lo mejor traía una pistola y me metería
un tiro.
-Sube.
La miré un instante, di vuelta al carro, abrí
la puerta del vehículo y me senté a su lado.
-¡Guau, hermoso vehículo…-. “Que hermosa eres tú”, pensé aunque no
lo dije. En otras circunstancias le hubiera plantado un beso en la
boca, pero estábamos en la puerta de la base; no habíamos hablado
nada después de “lo nuestro”, y yo debía de andar, por sobre todo,
con pies de plomo.
-Cinturón de seguridad, sir –dijo,
sonrió e hizo despegar aquel bólido.
Me ajusté el cinturón de seguridad y puse la
bolsa de lona a mis pies.
Rugiendo, el Mustang subió a la carretera. Le pisaba fuerte, rebasó
un tráiler, varios carros. Pasarían unos diez minutos de tenso
silencio, encendió la radio, pero inmediatamente la apagó. Volteó a
verme y soltó:
-Discúlpame… por lo de la última vez.
Me olió a problemas. Respondí un poco a la defensiva.
- Yo también, en serio…
Me miró con gravedad.
Se hacía necesario medirle el agua a los tamales y lancé:
-Yo nunca te obligué a nada, ¿verdad? Estamos de acuerdo en eso.
Además, no estás tú para saberlo, ni yo para contarlo, pero soy el
hombre con menos dinero en el mundo, por lo menos ahora mismo-.
Dije esto último por si estaba pensando en demandarme, o buscaba
plata de mí, o algo, uno nunca sabe.
Martina se despojó de los anteojos oscuros, sonrió y
dijo:
-No por lo sucedido, sino porque te hice sentir mal, porque no
hablé al final y actué como una jovencita.
Respiré profundo.
Martina continuó:
-Eso, lo sucedido, estuvo bien, gracias. Al principio me sentí mal,
pero he caído en cuenta, hay necesidades básicas del cuerpo y una
de ellas, tanto como el sexo, es el afecto que conlleva el contacto
carnal.
Guardé silencio. ¿Qué iba a decir? Un estúpido gracias. ¿Afecto? Yo
había ido ni más ni menos que a destapar el caño de la cocina,
según la orden firmada por ella, todo lo demás era
suerte.
-Para mí también fue una sorpresa, quizá el agradecido debía ser
yo, tu eres una mujer muy hermosa.
-Gracias…-puso su mano en mi rodilla- …tú también eres
guapo.
Sonreí. Por lo menos, sí un tipo recuperando su suerte poco a poco,
esta vez fui yo quien encendió la radio.
-¿Y a todo esto, a dónde vamos?
-Ay, perdón, no te pregunté, voy al Walmart. ¿Quieres ir?
Bajé el respaldo del asiento ya entrado en confianza:
-Si claro, vamos-. Esta vez ya no sonreí, sino que me acerqué a
ella y le planté un beso primero en la mejilla y después uno rápido
en la boca cuando volteó a verme. Si no había problema, no había
problema.
-Cuidado león, voy manejando- dijo y sonrió.
Sonreí de regreso, me subió el ánimo al cielo y pregunté:
-Por cierto, ¿de quién es el carro?
-Es de Lee, mi marido. Del idiota que tiene nueve meses fuera y no
tiene planes de regresar… anyway- agregó y rebasó a un tráiler
doble con un tercerazo que hizo reparar al ocho cilindros. Se
escuchaba rencorosa, despechada.
Llegamos a nuestro destino. En uno de los seis estacionamientos
encontramos lugar. Caminamos hasta los ascensores, descendimos un
piso, cogimos un carrito y nos dedicamos a uno de los deportes
favoritos de ciertas sociedades hoy en día a principios del siglo
XXI: comprar, acumular cosas, poner dinero en la basura. El lugar
estaba lleno, como si regalaran los productos; o todo aquello no
fuera sino un tipo de socialización de la que padecen cierto número
de esquizofrénicos, según leí. En la mega tienda compró un estante
armable, cosas como jabón, papel de baño, comida, cerveza y
vino.
-Que cerveza prefieres, ¿Sergio, verdad?
Sabía mi nombre.
-Sí, Sergio, como mi bisabuelo, un italiano que por alguna razón
terminó en México, aunque el mismo nunca supo la verdadera causa,
muchos dicen que por la abuela, otros que porque en la venta de
comestibles le iba bien y pudo hacerse de una tienda en pleno
centro de Hermosillo, y otros más, porque había decidido cambiado
el mar por el desierto.
-Rrmasilo.
Saqué mi teléfono y subí al internet, busqué por
imágenes.
-Aquí está –le mostré un mapa de México- Hermosillo. En español la
hache no suena.
-Cool.
Alguien había llamado y escuché el mensaje, el buen Pedro saludando
y preguntando cosas.
-¿Qué cervezas te gustan?
-Mmmm, deja ver, deja ver. Estas. Me gusta la cerveza oscura… y las
mujeres blancas- esto último se lo dije al oído lanzando el vaho
caliente de mi cuerpo para que sintiera mi temperatura. Martina
levantó el hombro y sonrió coqueta bajo los anteojos oscuros que la
hacían verse guapísima; enfundada en unos descoloridos jeans,
zapatos deportivos y blusa blanca. Noté que Martina mantenía cierta
distancia entre nosotros, pero no le molestaban mis
escarceos.
Terminamos de las compras y nos formamos en una de las largas filas
para pagar. Un martirio. Habremos cambiado de posición unas cien
veces. Martina terminó de leer una revista y yo me cansé de ver a
las mujeres a mi derredor. Cajeros torpes, clientes lentos y
mercancías baratas de bajo precio y procedencia sospechosa. En el
futuro se nos recordará como la era abaratada, así como hoy sabemos
de medievo o del renacimiento. La era de la chatarra en empaques
ingeniosos.
Cargamos la cajuela del carro con las mercancías, excepto las
cervezas, Martina sugirió llevarlas en el asiento trasero. Ya
sentando y antes de arrancarse, me hizo abrir dos latas y
brindamos.
-Nada más sube tu vidrio, prendo el aire acondicionado, es lo bueno
de traer cristales polarizados. Vamos a hacer lo que hacía con mis
amigas de secundaria cuando era joven.
-¿Qué era?
-Dar vueltas por el pueblo mientras bebíamos cerveza con el radio a
todo volumen.
-¿Qué pueblo es ese?
-Soy de un pueblo cerca de Michigan-. El auto se detuvo al igual
que todos los otros cuando la luz cambió a rojo.
-¿Lo extrañas?, digo, a tu familia, amigos, no sé.
-Claro, y eso es parte de mi problema…- dio un largo sorbo a su
cerveza. Puso la direccional y se aprestó a subir al Highway.
–Vamos a un lugar. Es un pequeño lago, íbamos en ocasiones cuando
recién llegamos aquí, te va a gustar.
-Ok, a donde quieras. Soy todo tuyo-. Puse un énfasis cachondo en
lo último.
Volteó a mirarme y me enseñó los dientes.
-OK… ¿Te gusta el rock clásico? ¿Soportarías a Guns and
Roses?
-Claro, me gusta el rock, los conozco, pon lo que
quieras.
El radio se tragó el disco y pronto comenzó a sonar aquel viejo hit
de la radio: “Welcome to the Jungle”. Subió el volumen y hundió el
zapato en el acelerador. Llegamos al lago. Era un lugar tan
apacible como hermoso. Se podían alquilar lanchas. Rentamos una y
tomé mi posición detrás de los remos.
-¿Sabes remar?
-Claro, fui gondoliere.
-¿De verdad? ¿En Venecia?
-No, en Las Vegas.
-¿En Las Vegas?
-Sí, hay un casino, simula ser Venecia, otro es como la Torre
Eiffel y así, hay hasta una pirámide egipcia… Y claro, me gustaría
ir a Venecia, nunca he ido, a ver si algún día voy.
-No te preocupes, no he ido a Venecia, ni a Las Vegas… Nosotros
vivimos un tiempo en South Corea -soltó como si se acordara de un
tiempo feliz-, bueno, la verdad es que no salía mucho de la base…
Mi padre fue marine también.
El ruido de los remos rompió la tranquilidad del lugar. Sentí como
los músculos de mis brazos se pusieron en funcionamiento; había
olvidado todo el deporte que implica mover una balsa. Ella extrajo
dos cervezas de su bolsa y las abrió como un experto. Me miró a los
ojos y sonrió. Brindamos. Me señaló unos arbustos, me encontraba
embobado por el lugar. Detuve la lancha en una sombra y subí los
remos. Martina se recostó en la base del bote. Supuse cerró los
ojos bajo los lentes oscuros, o quizá sólo miraba el cielo
embebida. La lancha se mecía suavemente y nos arrullaba. Nos
mantuvimos un rato en silencio, escuchando el sonido de los pájaros
y de la naturaleza en general. Yo miraba a la lejanía sin pensar en
nada. Martina se despojó de sus zapatos. Con uno de sus pies, me
acarició una rodilla. Le tomé el pie y le saqué la calceta, su pie
desnudo quedó entre mis manos como un pececillo del rio. Eran unos
bonitos pies de dedos largos y delicados.
-En la base del pie tenemos un montón de conexiones con el cuerpo,
¿sabías?
-¿De qué hablas?- preguntó.
-OK. Me explico. Nuestro sistema nervioso es como un árbol que
crece dentro de nosotros y como un árbol tiene raíces y ramas. Los
pies no sólo soportan nuestro peso, sino están llenos de
terminaciones nerviosas a las cuales se les puede relajar si se les
masajea. ¿Sientes? -Apreté su planta.
-Ah, es muy rico.
-Ahí estoy masajeando tu hígado, aquí tu espalda.
Subió sus piernas sobre mis piernas. Ya sin calcetas comencé a
darle un masaje de pies, el cual la puso a dos estadios previos al
orgasmo.
-Ah, es tan agradable. ¿Y dónde aprendiste esto?
-En Las Vegas, mi novia se dedicaba al masaje… entre otras
cosas.
-Vaya que si te enseñó algo. ¿Qué más te han enseñado tus novias?
–Se levantó los anteojos y me miró coqueta.
Mis ojos fueron a sus senos, se veían duros, florecientes. A leguas
se veía que no la habían tocado en mucho tiempo. Le masajee la
espalda, las piernas, el hígado, el riñón y la vagina claro. Noté
que cuando volví a los dedos del pie, se encontraba dormida. La
dejé en paz y me complací disfrutando de la vista; de todos aquello
árboles, de la neblinilla flotando sobre el agua. Pude ver a lo
lejos a un hombre, se encontraba pescando. Más allá, otro más. Al
fondo las montañas cubiertas de verde. Me invadió una tranquilidad
que en mucho tiempo no disfrutaba. Definitivamente no extrañaba el
desierto. Me fijé en el agua, debajo también continuaba la vida;
una pequeña tortuga nadaba de piedra a piedra y se quedó ahí por
minutos, después desapareció de mi vista. Cerré los ojos, dejando a
mis sensaciones a merced de la vida. Me acosté a su lado y dormí
junto a ella.
Desperté cuando sentí sus dedos en mi rostro. Abrí los
ojos.
Martina se había despojado de los anteojos y me miraba divertida;
quizá por mi boca abierta que regularmente pongo cuando duermo.
Estábamos frente a frente. Me encantaba aquella reina. El marido
debería estar loco; dejar algo como aquel paquete de lujo,
abandonado, joder, de plano era ser idiota. Nos tocamos la cara
mutuamente. Ella pasó uno de sus dedos por una de mis cejas,
después sobre la otra. Ella hacía, yo repetía la acción hecha por
sus dedos sobre mi cara. Así estuvimos tocándonos, hasta que
vinieron los besos. Primero besitos leves, roces de labios, poco a
poco más humedad, ya después boca dentro de boca y dientes,
lenguas, saliva. Le toqué los senos, la apreté las nalgas, las
piernas. Paramos un minuto para acordar que sexo no, porque podrían
caer de sorpresa los vigilantes. Decidimos irnos, además estaba
poniéndose frío. Volvimos a tomar asiento en las sillas de la
lancha uno frente a otro, yo remando, no rápido pero tampoco
lento.
-De chamacos íbamos con mi padre a un lugar llamado “Estero las
Jaibas”, así fue como aprendí a remar. Había otros esteros, cuando
el Golfo de California se llenaba de agua, aquello era hermoso,
como un gran lago, pero de agua salada- le comenté, mientras
Martina volvía a vestirse las calcetas y ponerse los zapatos.
Mencioné a mi hermana y a mi abuela.
Regresamos la lancha con el encargado de las rentas. Pagué, me dio
un recibo deducible de impuestos y me regresó mi licencia de
conducir que había quedado en prenda. Tomados de la mano regresamos
al Mustang. Acordamos de ir a mi cuarto. Llegamos en menos de lo
que canta un gallo, por alguna razón el regreso se mi hizo más
corto; quizá porque ambos veníamos medio erotizados. Martina
estacionó el vehículo y lo cerró. Caminamos por la acera, estaba
anocheciendo. Como dos ladrones, nos colamos al patio donde la
señora Robbins sembraba catnip para los gatos y otras especies.
Empujé la puerta sin hacer ruido y Martina me siguió. Bajamos los
escalones hacia el sótano de la casa y cerré las dos puertas; la
del pasillo y la de mi cuarto. Uno de los gatos, el que se había
hecho mi amigo, saltó de la cama cuando Martina se dejó caer en el
viejo colchón aquel, riendo. Le hice la seña de bajar la voz, todo
tenía que ser a bajo volumen. Me tiré junto a ella y nos
desnudamos. Ella atrapó mi boca y una de mis manos se acercó a su
pubis acariciando su cabello ensortijado, palpando su humedad. Mi
pene comenzó a crecer y a crecer, y a llenarse de calor. Comencé a
besarle los pechos, a meterlos en mi boca, a succionarlos
delicadamente. Desde su boca, arrastré un beso con la lengua hasta
su ombligo y lo deposité dentro. Ya hincado, dirigí mi cara a su
entrepierna, comencé a lamer su sexo. Se estremeció. Mordí
levemente con mis labios los otros labios. Un olor fuerte comenzó a
impregnarnos, un olor a mar, a lago lleno de vida. La penetré, lo
deseaba, estaba al cien por ciento. Entré y nos perdimos. Cambiamos
de posiciones. En un giro, ella quedó boca arriba y comenzó a
bailar encima, después volví a estar de rodillas, la forma de su
cintura y sus caderas me volvieron loco; sus nalgas rebotando sobre
mi pelvis. Termínanos, ella recargada en mi cara, sudando,
exhalando aire.
-Que rico, me haces sentir hermosa… Había olvidado que follar me
controla los nervios.
-Tú también me encantas.
-No te confundas, no estoy diciendo que ya me enamoré de ti…
Estaría yo loca, apenas nos estamos conociendo.
-Y eres casada –reí- …no te preocupes, entiendo todo perfectamente,
las explicaciones sobran. Además sigo creyéndolo, quien está
viviendo un momento mágico, soy yo… Me fascinas.
-¿Si?
-Para ser exactos; el cómo hueles, tus quejidos… eres un regalo del
cielo y la constancia de que mi buena suerte ha
regresado.
-Ah, mexicano romántico, sólo te falta un sombrero. Je je
je.
Comencé a tararear una canción de Jorge Negrete, el gran charro
cantor.
Se rio, se reía como los ángeles. Bebimos agua de una botella que
siempre conservo ahí, volvimos a la cama e iniciamos una nueva roda
de besos. Esta vez bajo el ojo voyerista de mi gato amigo -al que
bautizaría como Tigrillo por obvias razones- el cual como un
perverso vino a olernos los pies y la cabeza, antes de volverse a
tirar en los zapatos deportivos de mi amiga. Yo y Martina nos
fundimos y nos dijimos cosas bonitas hasta que el sueño nos
derrotó.
-Pasa, pasa.
Me dijo un hombre en silla de ruedas. Traspasé
el umbral y me esperé. De un manotazo cerró la puerta. No debía
tener treinta años, era rubio, bien parecido. Cogió por las ruedas
la silla y la hizo girar sobre su eje, era ágil, se veía fuerte de
brazos, grande de hombros. Se encaminó hacia el baño donde estaba
el desperfecto y le seguí; vestía una de las camisetas verdes del
army. La casa era como cualquier otra casa del conjunto A1; una
sala-comedor estándar donde cabía una mesa de cuatro sillas, dos
sillones, una televisión plana de tamaño mediano, una mesilla de
centro, un pequeño buró y una lámpara de pedestal. En las paredes
reproducciones cualquiera y un montón de fotografías enmarcadas
sobre un librero empotrado en la pared. Dos recámaras no muy
grandes donde podrían caber una cama matrimonial o dos camas
individuales, un escritorio con su silla y una mesa para televisión
o libros. El baño era también estándar, por no decir básico, aunque
éste contaba con aditamentos especiales en la regadera y en el WC
donde le habían adaptado unos tubos metálicos a los lados, para que
el hombre pudiera sentarse ayudándose con los brazos. Me señaló el
problema; la taza se había aflojado. Coloqué la caja de herramienta
en el piso, me puse en cuclillas y extraje una llave inglesa. Las
cuatro tuercas parecían flojas.
-En otra época, lo hubiera hecho solo bro, pero the fucking war
man- dijo como si se justificara.
Sonreí. Era un tipo de cara angulosa, ojos
azules y supuse que con piernas debía haber sido un hombre alto;
tanto por su complexión como por el tamaño de sus brazos.
-Claro-. Acerté a decir. Los muñones de sus piernas tenían la
epidermis plegada y eran un tanto grotescos a la vista; podía verse
el tejido de un color entre rosa y violeta, como si la piel hubiera
sido puesta al fuego vivo. El tipo era básicamente cadera, dorso y
cabeza. Mostraba también una cicatriz en la cara, le cruzaba desde
la ceja izquierda hasta mitad de la mejilla. El hombre, o lo que
quedaba de él, salió del baño y me dejó solo. Me vestí los guantes
de trabajo y me apresté a desatornillar las tuercas. Decidí agregar
una rondana de ajuste a cada tornillo para aumentar la presión.
Rebusqué en la caja, recordaba haber visto rondanas de presión,
finalmente di con ellas en otro compartimento debajo de una bolsa
de clavos. “Eso de compartir la caja de herramientas con otra
persona es un desmadre”- pensé. De la sala escuché música country,
el tipo había encendido la radio o puesto un CD. La música country
ni me gusta ni me disgusta, sino todo lo contrario; como había
dicho aquel presidente mexicano en un alarde de demagogia extrema.
“Pinches presidentes mexicanos, como se las gastan los cabrones”.
Extraje las tuercas una por una y no fue necesario usar la llave.
Coloqué las cuatro rondanas, una en cada tornillo y encima comencé
a apretar las tuercas con la llave de media pulgada y las pinzas
hasta el tope, le di fuerza. Cuando el minusválido apareció
nuevamente por la puerta del baño, sonreía, yo casi había
terminado. Llevaba en las manos un balón de basquetbol el cual
apretaba entre sus dos manazas. A pesar de todo me pareció un tipo
positivo, sonriente, en forma si no fuera por la falta de piernas.
Terminé de apretar las cuatro tuercas que sostenían el WC y de pasó
apreté también los tubos metálicos incrustados al piso. Terminé de
apretar todo, coloqué las cubiertas plásticas encima de los
tornillos, me despojé de los guantes y volví a meter la herramienta
en la caja. Me puse de pie con intenciones de irme, todo ante su
mirada suspicaz que parecía estudiarme.
-Listo mister- dije orgulloso de mi
trabajo.
-¿Ya quedó?
-Como nuevo.
Me observó y dijo:
-Te ofrezco una cerveza.
Negué con la cabeza:
-Gracias, pero está prohibido por la empresa, digo, el que beba con
los clientes.
-Mmm. Nadie lo sabrá.
-De todos modos, no gracias… Le he agregado unas rondanas de
presión a los tornillos, para que las tuercas se mantengan en su
lugar- agregué refiriéndome al trabajo recién terminado.
-¿Crees que soy un delator?
Había puesto una cara seria, ahora sus ojos parecieron ser más
azules.
-No, por supuesto no, pero…
-Las tengo en la nevera.
Lo miré a los ojos, obviamente era por demás rechazar la oferta y
dije:
-Ok, sólo una.
-Espero hayas apretado bien la mierda esa, mira que si me caigo te
cobro el cuerpo que me falta… je je- bromeó, dio un giro sobre la
silla y salió disparado hacia la cocina.
Abrí el grifo del agua y me lavé las manos. Cogí la caja de
herramienta y me encaminé a la cocina también, donde el hombre me
esperaba con dos cervezas sobre la mesa.
-Toma asiento amigo, dijo en español. Soy Terry, cabo segundo
compañía terrestre móvil.
Dejé mi caja en el piso detrás de la puerta, tomé asiento y me
presenté de igual manera:
-Me llamo Sergio, mucho gusto.
Asintió con la cabeza y chocamos las cervezas.
-¿De dónde eres?
-De Hermosillo Sonora.
-Eso está al norte de México, ¿no? También hay un desierto,
¿verdad?
-Sí, el del Altar, abarca una buena área del norte del país y una
parte de Estados Unidos, de este lado se le llama el Desierto de
Arizona, aunque es el mismo.
-Detesto los desiertos, no sabes, es una lástima que el planeta
tierra se convertirá en uno de ellos algún día no muy
lejano.
-Al ritmo que vamos es posible.
-¿Posible?, ya está pasando.
-Los desiertos tampoco son mis preferidos paisajes, pero se aprende
a vivir bajo su sombra, válgase la metáfora. Cuando éramos niños mi
padre nos llevaba a mirar la caída del sol, a recolectar cactus que
después plantábamos en nuestro jardín, a mi madre le gustaban. En
ocasiones, sobre todo a principios de invierno, íbamos a ver los
colores a un lugar denominado “El Pinacate”. Posteriormente ya en
la secundaria, con la palomilla, nos largábamos de pinta cuando
queríamos disparar, o beber, o fumar. Con el abuelo fuimos a cazar
borrego cimarrón.
Movió la cabeza:
-Parece que la pasaste bien. Yo soy de Texas, de un sitio desértico
también, quizá por eso no me caen.
-¿De Texas, como el tex-mex?
-Si, por eso sé algo de español. De niño nuestros vecinos eran
todos mexicanos americanos. Mi primera novia fue una latina. Lo que
más conozco son malas palabras. Puta, pinche… pendejo.
-Ja ja, entiendo, es lo más fácil de aprender. La primera palabra
que aprendí en inglés fue fuck. Fuck esto, fuck lo otro.
-Linda palabreja, ¿qué no?
-Fuck, que si… Salud, Terry.
-Salud, Sergio.
-¿Qué traes contra el tex-mex?
-Nada, al contrario, la comida me parece una excelente fusión entre
lo picante y lo dulce.
-Más te vale pues es mi favorita.
Noté que llevaba tatuajes en los brazos, un anillo de casado y un
arete en la oreja izquierda. Yo intentaba de no fijarme en su falta
de piernas, así que mantenía mis ojos en su cara, en sus
manos.
-¿Quieres saber cómo me pasó esto?
Lo miré a los ojos. Unos ojos azulísimos.
-La verdad sólo si quieres, sino está bien también… no soy tan
curioso. Entiendo, eres un veterano de guerra y lo respeto, y con
eso me basta.
Puso ambas manos sobre la mesa y tamborileo con los dedos, se echó
para atrás.
-Te voy a contar porque ya lo superé, no fue fácil. Me he hecho a
la idea de que mis piernas salieron corriendo de mí y me consuela
pensar que aún siguen en el desierto, haciendo jogging, subiendo y
bajando aquellas montañas. ¿Me sigues?
Asentí, aunque la verdad no sabía de qué estaba hablando.
-Fue en un polvoriento pueblo cerca de Basora. Era una inspección
de rutina, algo simple, al menos eso nos dijeron. Parecían los
restos de una choza y se creía que el enemigo la usaba como puesto
de vigilancia… fue tan rápido, aun cuando lo veo me cuesta trabajo
creerlo. Es cuando aprendes que de un minuto depende la eternidad.
Éramos cinco, de todos ellos el único sobreviviente soy yo. Dos de
mis compañeros volaron por los aires, muertos instantáneamente. Uno
más se voló la tapa de los sesos meses más tarde al descubrirse
ciego, y él cuarto, cayó en tan profunda depresión que los fármacos
le consumieron, primero el hígado y después, el estómago y al final
los riñones. Despertaba a media noche lanzando aullidos de pánico
al volver a ver a sus camaradas desintegrarse por los aires. Murió
esperando un donante, aunque su cerebro se hizo mierda
también.
Bebimos, Terry con los ojos clavados en el color ambarino de la
bebida.
-¿Sabes?, detesto a los doctores.
Menee la cabeza:
-Sé algunas cosas, como que en este país trabajan para los
laboratorios y empresas de seguros.
-Hey, motherfuckers. Te arreglan algo y te enferman de otra cosa. A
otro amigo, con una simple infección en la piel, le metieron tantos
antibióticos que después se hizo inmune a todos, al final se curó
con un remedio indígena basado en barro y limón.
-No lo creo.
-Te lo juro.
-Hijos de puta, los cabrones lo único que quieren es plata, y como
trabajan en asociación delictuosa con las compañías farmacéuticas,
entre más mierda te metan al cuerpo más ganan.
-Asquerosos.
-Siento lo de tu amigo, siento lo que les pasó a todos
ustedes.
Sus ojos se tornaron de un azul acuoso:
-¡Jodeeeeer! gajes del oficio bro, si eres carpintero te vas a
machucar los dedos. ¿Qué no?
Di un sorbo a la botella. La verdad no sabía que decir. Me vi en su
lugar por un momento y me entró escalofrío.
-¿Has matado a un prójimo?
Lo miré con extrañeza. Su pregunta me parecía un tanto fuera de
lugar.
-Sí, ratones, mosquitos, cucarachas…
-No jodas, digo algo real.
-¿Cómo así?
-¿Has matado a alguien?
Apreté la botella de la cerveza con nerviosismo, era una pregunta
extraña, más para un civil… Además no pretendía inculparme en algo
tan delicado.
-No, la verdad no… gracias a dios-. Mentí.
Me miró fijamente, como si me estuviera analizando. Frunció los
labios y dijo:
-Pues haz de cuenta es lo mismo, sólo que el cuerpo es más
grande.
Estábamos en eso cuando escuchamos la cerradura y luego un azotón
de puerta.
-A de ser Regina-dijo.
En la cocina hizo su aparición como aterrizada del cielo, una
hermosa rubia. Vestía unos pantaloncitos cortos que dejaban ver sus
bien torneadas piernas. Llevaba botas altas y una camisa de franela
a cuadros anudada a la cintura. Depositó las bolsas con los víveres
en la mesilla del fregadero y volteó a vernos. No pude evitar
echarle un vistazo de pies a cabeza, era una beldad. Terry volteó a
mirarme y no pude esconder mi nerviosismo, por acto reflejo levanté
mi botella y le di un gran sorbo; hice como que ella no existía.
Puse los ojos en la mesa.
-Hola chicos, ¿qué hacen?
-Aquí bebiendo unas frías, que más se puede hacer en estos días-.
Fue la respuesta de Terry.
Ella vino, le plantó un beso y se dejó abrazar por el musculoso de
su marido. A mí me extendió la mano.
-Hola, me llamo Sergio, del equipo de mantenimiento. Soy el nuevo,
digámoslo así, ésta es mi tercera semana en la base y vine a
reparar el inodoro.
-Gracias Sergio, muy amable-. Dijo con su melodiosa voz; bien
podría ser la soprano de un coro de ángeles.
Evité verle los senos o cualquier otra cosa. Me concentré en su
cara. Tenía unos profundos ojos verdes, enmarcados en grandes cejas
y su piel era como de nácar, cero imperfecciones. Quería mostrarme
respetuoso, Terry era un tipo amable y no deseaba ofenderlo de
ninguna manera. Menos aún provocarle celos, y ni siquiera dejarle
sospechar que su mujer me había impresionado horrores. Regina se
soltó del brazo de Terry, fue hasta una de las bolsas y extrajo un
paquete de frituras, vació un tanto en un plato y colocó éste en el
centro de la mesa. Abrió el refrigerador y dijo a su esposo
enseñándolo una cerveza:
-¿Me invitas una?
-Por supuesto honey. ¿Sergio, me alcanzas el destapador
porfa?
Me di la vuelta y tomé el destapador, descansaba en una mesilla
detrás de mí. Tomé la botella de su mano y descorché la cerveza de
un movimiento.
-Ah, el amigo es un experto.
Los tres reímos. Regina mostró una hermosa dentadura de
blanquísimos dientes y me dio las gracias.
-Bueno chicos, salud.
“Salud”, dijimos al unísono y bebimos. Regina comenzó a poner los
comestibles en los anaqueles y acomodó los trastes en el
escurridor. Terry miró con desprecio la fritura, me miró a mí, y
como vio mi falta de interés dijo:
-Vamos honey, ¿vas a darle de comer chatarra a un atleta como
yo?
-Je je je, no, traje comida real, espera.
Regina volvió a abrir el refrigerador y esta vez extrajo un paquete
de la nevera y nos lo mostró.
-¿Estas bromeando? ¡¿Comida para microshit?!
-Es comida real, no toda la comida para microwave es mala cariño,
mira aquí dice.
-¿Vas a creer lo que dice el maldito paquete? Me daban de comer
mejor cuando estábamos en el desierto.
-Que va… esto es orgánico, lo juro, por lo menos eso dice aquí
atrás.
-Es parte del marketing, quieren que consumas la mierda, ¿tú qué
piensas?
Regina ignoró su comentario, desempaquetó el contenido y lo acomodó
en un plato. En un segundo plato, acomodó unas verduras y les roció
un tipo de salsa encima, desde otro paquete. Terry arrastró su
silla y la abrazó por detrás recargando la cabeza en su
espalda.
Por primera vez el hombre me dio lástima, aquello era injusto. Se
besaron en la boca, se veía que se amaban, ella lo miró con
ternura, le acarició la cabeza y se le escabulló graciosamente de
dos brinquitos ágiles y fue al trastero, de donde cogió unos
cubiertos. Terry trajo servilletas a la mesa, una botellita de
salsa picante y un paquete de pan. Terminé mi cerveza, había
llegado la hora de irse y dejarlos comer.
-Terry, pues gracias, me voy.
-¿Cómo qué te vas amigo?
-Sí, tengo pendientes, me faltan dos llamados por
atender.
-No te puedes ir todavía- dijo Regina- hay suficiente comida para
los tres, que digo, para todo un pelotón.
Joder, además de bonita y amable, exudaba buen humor.
-No gracias, no puedo, no sé si está en el reglamento de la
empresa, pero no se me hace correcto; técnicamente ustedes son mis
clientes. Me voyme puse de pie.
-Vamos amigo, no jodas, nadie va a decir nada a nadie.
-¿Y si se entera mi jefe?- dirigiéndome a Regina.
-¿Quién le va a decir? ¿Acaso Terry?
-Sí, le voy a decir que te bebiste toda nuestra cerveza y te
comiste toda muestra comida, mexicano tragón.
-Sí, sí sí, como en el cuento de los ositos, ja ja ja.
Sonreí.
-No, pero no es correcto. Además…
-Bah, no pongas tantos peros muchacho, nunca se dice no a una
deliciosa comida de microshit.
-Ja ja ja –rio Regina- no creas que siempre comemos microshit, no
me dio tiempo de cocinar.
-Es experta en meatballs con
espagueti.
-Ah, no hagas caso a Terry, cocino bastante bien tomando en cuenta
que nadie nunca me enseñó, tengo un repertorio bastante
amplio.
-Siéntate –ordenó Terry. Abrió el refrigerador y extrajo tres
cervezas, las colocó en la mesa.
El horno de microondas comenzó a sonar indicando que la comida
estaba lista para digerirse. Tomé asiento, en tanto Regina instaló
platos, vasos y cubiertos. Me apresté a destapar las cervezas y
Terry hizo espacio para los platos salidos de la máquina. Regina
tomó asiento entre los dos.
-¿Quieres decir una oración o algo Sergio?
-La verdad es que no acostumbro, pero si ustedes lo hacen, por mi
está bien.
-No bro, en esta casa hemos perdido la fe. Si existiera un Dios, no
existiría la guerra.
Los tres nos miramos. Quien habló fue Regina:
-Comamos pues.
Aquella revoltura de cosas en una salsa oscura, incluía pollo,
hongos, cebolla y espinacas.
-No esta tan mal para ser comida de microshit como dice
Terry.
-No, si les digo, es orgánica y toda la cosa.
-Mmm, cierto, nada mal para comida instantánea.
-No Terry, no es instantánea, alguien en algún lugar la cocinó para
nosotros, y sólo la puso en el congelador para ser disfrutada ahora
mismo.
No quise hacer ningún comentario en la forma en como aquella comida
se preparaba, dado que en la versión de Regina un chef la cocinaba
en un sartén delicadamente, como en un restaurante y al terminar la
metía al refrigerador. En la película sin editar, eran enormes
contenedores en un galerón donde gente iba cortando, pelando
vegetales y mezclando todo con saborizantes artificiales de acuerdo
a los cálculos de una computadora. No por nada la industria de la
comida es una de las más amafiadas en el planeta.
-¿Y tú, cocinas?- preguntó Regina.
-Sí, claro.
-¿Qué? ¿Rice and beens? ¿Beens and Rice?- dijo Terry con la boca
llena de comida.
-Sí, entre otras cosas. Trabajé en restaurantes, un tiempo en
California y después en Las Vegas.
-¿Estuviste en Las Vegas? ¿En serio? ¿Y cómo es?- brincó ella en su
silla.
-Mmm. Es divertido para los que tienen dinero, para los jugadores
compulsivos o los personajes famosos; para el resto es como
cualquier otro sitio donde vivir y trabajar-. Me acordé de Patricia
mi novia striper, de mi obsesión por sacarle un millón de dólares a
las malditas maquinitas, de mi suerte con los dados.
-¿Muchos famosos?
-Toneladas.
-¿Y cuál es tu especialidad?- preguntó Regina.
Finalmente la respuesta a la pregunta aquella no iba a quedarse en
el aire:
-Algo de comida italiana, algo de comida mexicana y algo de comida
china, pues son las más comunes.
Terry y Regina se miraron entre si, asombrados.
-Deberías de cocinarnos un día de estos bro.
-Con gusto, claro.
-¿De verdad?
-Por supuesto, cosa de organizarnos.
-Si quieres nosotros compramos los ingredientes… y te ayudamos
clarodijo Regina.
-OK.
-En Irak uno de nuestros cocineros era un latino, guisaba sabroso
el cabrón.
-A ustedes se les da eso de la cocina, ¿no? –dijo Regina, se
levantó y regresó con más servilletas.
-No a todos, tuve un amigo que hasta el pan tostado se le quemaba-
dije pensando en Pedro.
-¿Y tomaste un curso, o en tu casa te enseñaron?
-Pues así como que me enseñaron en casa no, pero mi abuela y mi
madre eran muy buenas en la cocina y a mí me gustaba ver como
preparaban las cosas. Mi abuela tenía su propio jardín con
diferentes yerbas y especies. La señora te hacia lo que quisieras
en la línea de la comida mexicana, si hubiera escrito un libro de
recetas se hubiera hecho millonaria.
-A mí me encanta la comida mexicana, siempre y cuando no pique
mucho claro, no soy muy dada al chile, a diferencia de Terry, le
pone salsa de botella casi a todo.
-En Texas, si no comes chile te dicen que eres maricón.
-Bueno, el chile es uno de los ingredientes básicos de la comida
mexicana, pero no todo lleva picante, hay platillos que no lo
necesitan.
-A mí se me da mejor la comida italiana, a Terry le sale mejor la
carne asada y es el rey de las hamburguesas. ¿Verdad
Terry?
-Cuestión de tener el carbón al punto y cerveza oscura a la
mano.
-Quiere ponerle cerveza a todo, hasta a los wafles, ja ja
ja.
-Da buen sabor, le pone color a la comida y siempre quiere uno más.
Ahora que tengamos un cookout te vienes y me das tu
opinión.
-Hablando de cervezas, ¿deseas una más?
-No Regina gracias, tengo que regresar al trabajo… y como dice
Terry, uno siempre quiere otra y otra.
-¿Te gustó el pollo Terry? No esta tan mal, ¿verdad?
-Me encantó, ¿dónde compraste la comida, aquí en la base?
-Cómo crees, en una nueva tienda, cerca de mi trabajo.
-¿Dónde trabajas Regina?-pregunté yo.
-En un Starbucks, está a la vuelta de la biblioteca pública y
apenas tiene como tres meses de inaugurado. Soy la que
cobra.
-En el mismo lugar donde antes hubo otra cafetería, una de verdad,
aunque todo el mundo prefiere hoy en día el Starbucks, no sé por
qué, quizá porque le ponen azúcar a todo.
-Come on, el café no es tan malo Terry.
-Sólo un poquito, además entiendo que defiendas tu negocio, son tus
patrones.
-Es verdad, el café no es tan malo.
-¿Verdad?
-Quizá un poquito aguado a mi gusto… y caro- dije yo que prefería
el buen café de Veracruz.
-Si vienes al local, te prometo darte del bueno- dijo Regina
cerrándome un ojo.
-Gracias, tomaré tu palabra.
Los tres sonreímos.
-Lo que no me gusta de ese tipo de locales, es que siempre te están
presionando para que bebas rápido y te largues. Para mí un café es
un lugar donde puedes leer el periódico tranquilamente, fumarte un
cigarrillo con calma y platicar con la gente- dijo Terry.
-Todo cambia cariño... además hoy en día sólo se fuma en los cafés
que aparecen en las novelas.
-Y en mis recuerdos.
-No podemos aferrarnos al pasado, a lo imposible- soltó
Regina.
Intercambiaron miradas entre sí, quizá aquella frase contenía todo
otro significado, y consideré el momento oportuno para ponerme de
pie.
-Bueno, pues gracias por la buena comida, la cerveza y sobre todo
por la invitación, y la confianza… me voy.
-Mi casa es tu casa- dijo Terry en su español agringado y sonrió
con todos los dientes.
-Gracias.
-Vamos, te acompañamos a la puerta.
Cogí mi caja de herramienta, mi chaqueta y caminé hacia la sala
seguido por Terry y Regina. Ya en la puerta extendí la mano a
ambos. Terry me sacudió la mano con un fuerte apretón, y Regina me
dio un beso en la mejilla, pude aspirar su perfume.
-¿Por qué no vienes al partido de basquetbol este domingo? Jugamos
contra los técnicos, los vamos a apalear, para que nos eches
porras.
-Terry es el capitán del equipo, ¿no sabías?, van invictos- Regina
le pasó el brazo a su marido por la espalda orgullosa.
-Ven, te la vas a pasar bien bro. También habrá porristas… de
largas piernas claro.
-Terry…
-Gracias, si el domingo estoy libre ahí les veo… también depende de
si hay camión.
-Claro que habrá, como es un evento abierto al público, están
obligados a tener un camión de regreso a Downtown- explicó
Regina.
-Cierto, pero no te sientas obligado, si no puedes no pasa
nada.
-Ah, y no se te olvide, prometiste cocinarnos algo eh- dijo Regina
por último haciendo un puchero.
-Claro, lo prometido es deuda. El domingo hablamos.
Crucé el jardincillo frontal. Puse en funcionamiento el carrito y
acelerador a fondo me dirigí a la cabina, ojalá hubiera llegado el
Toño para cargarle alguno de los pendientes; se estaba haciendo
pato a últimas fechas. Yo solo estaba atendiendo casi todas las
llamadas y acababa muerto. En el camino sentí admiración por
aquella pareja, por el amor que se mostraban, pero sobre todo, por
haber superado la adversidad y las secuelas de la guerra.
Toqué el timbre y esperé a que el capitán
retirado Thomas Thomas viniese a abrir. Había quedado con él, en
que le ayudaríamos a vaciar el garaje. Venía solo, el pinche Toño
me había fallado. O estaba crudo, o pasaban alguna de sus
telenovelas las cuales no podía perderse. “Panzón holgazán
pendejo”, dije a mis adentros cuando me di cuenta de su ausencia.
Pero ahí estaba yo, para la chamba extra, el poco más de money que
siempre anda unos correteando; los dólares antes de dios y después.
El capitán abrió y lo primero en decir fue:
-Llega usted tarde ¿Qué pasó con esa palabra de honor?
Me regañó, hacía tiempo que nos hablábamos de
tú. Ya le habíamos hecho la chamba de limpiar su basement y él
en
agradecimiento me había regalado por lo menos tres libros
militares, no leía de otros.
-Lo siento capitán, se me hizo tarde esperando a mi
compañero.
-Entra-. Fuimos directo a la cocina para salir por la puerta
trasera de la casa. La cochera se encontraba con la puerta abierta,
adentro había una cantidad exorbitante de cosas, de verlas me
dieron ganas de huir.
-Montón de cosas como puedes ver- dijo el capitán rascándose la
cabeza-. Es inevitable no acumular, imagínate, doce años viviendo
en esta casa.
-Se nota, se nota- estudié el asunto; no menos de cuatro horas de
trabajo.
-Por supuesto no todo se va a la basura, me gustaría donar algunas
cosas; regalar otras… Si ves algo a tu gusto, puedes
quedártelo.
-Gracias por la oferta.
-¿Por dónde empezarías?- me preguntó.
Eché otro ojazo:
-Qué le parece si primero vaciamos esta área capitán… al menos que
usted tenga otra sugerencia.
Caminó de un lado, de otro, se quedó pensativo
un momento y dijo:
-Parece lo más viable ¿verdad?
-Por lo menos son cosas que podemos mover entre dos
personas.
-Es una lástima lo de tu amigo caray, entre los tres hubiera sido
más rápido.
-Cierto, pero a lo mejor se enfermó, o algo.
-Aja, las enchiladas le cayeron mal, je je, güevón.
-Seguro.
-OK, metete y veme pasando mugres, así puedo decidir que se va a la
basura y que quiero conservar.
-Excelente capitán, usted manda-. Como pude me abrí paso; escalé
una montaña de objetos. Empezamos a mover cosas. Había tal cantidad
que daba pereza; era un ejemplo mínimo, si se quiere, minúsculo del
consumismo del primer mundo. Había tres o cuatro unidades de todo.
Aires acondicionados inservibles, televisiones viejas y menos
viejas, reproductoras de casetes, ventiladores sin botones,
lámparas de varios tipos y materiales, radios, algunos con bocinas,
mesillas de centro, aspiradoras descompuestas, árboles plásticos de
navidad de varias épocas, podadoras, silla de playa, tapetes,
etcétera. Tal y como lo había calculado, nos llevó un par de horas
sacar parte de las porquerías de la mitad de la cochera; otras dos
horas para poner algunas en orden en el área del jardín y una hora
más para separar todo. Hicimos tres grupos; lo inservible y se iría
a la basura; lo que el capitán donaría a una tienda de segunda; y
lo que posiblemente podría venderse en una venta de garaje, o a
través de la internet, esta última fue una idea mía. En ese lapso
de tiempo me contó de su esposa muerta, de sus dos hijos; Marian
viviendo en Canadá y de Dan, quien se hallaba cumpliendo una
condena de diez años por agresiones en alguna cárcel de Texas,
donde las penas son duras, según me enteré, y es el estado con más
penas de muerte al año en la unión americana. Se lamentó de tener
poco contacto con sus cachorros, como llamó a sus vástagos. Habló
de sus años en el ejército, de sus viajes a diferentes partes del
mundo, particularmente dijo amar Hawái. Algunos objetos los tomaba
y se quedaba mirándolos como si a su memoria vinieran recuerdos. Yo
le conté de mis orígenes como mexicano, de la ciudad de Hermosillo,
de mi estancia en Las Vegas. Intimamos un poco más y me contó que
secretamente toda su vida le habían gustado las asiáticas. Que
había estado enamorado durante muchos años de una coreana casada
con un amigo suyo muerto en combate, pero que entre el qué dirán, y
el respeto a su mujer, nunca se atrevió a dar paso firme para tener
un affaire con ella; indecisión de la que se arrepentía con toda su
alma. Habló de la tristeza de ser viudo, de lo difícil de envejecer
y terminar solo. Bebimos tres cervezas y me invitó piza
recalentada. Después de terminar de comer trabajamos un poco más.
La basura se fue a la basura, lo vendible entró a la casa y las
donaciones las cubrimos con una vieja lona. Me miró satisfecho y
palmeó mi espalda. Haría falta un domingo más, acordamos. En la
segunda parte de la cochera se encontraba una vieja sala de seis
piezas, tres lavadoras oxidadas, una escalera desarmada, sillas de
varios tipo, herramienta en cajas de madera, botes de pintura y
cajas de cartón alineadas contra la pared, serruchos, etc. Además
un viejo Cadillac cubierto con una funda de plástico llena de
polvo; lograba verse la parrilla del auto.
-¿Qué modelo es?- solté refiriéndome al vehículo.
-Es un clásico. Fue un regalo de aniversario, para mi esposa… Ya le
habían diagnosticado el cáncer, estúpidamente pensé que un Cadillac
podría hacerla olvidar un poco el dolor.
Guardé silencio, caminé hasta el carro y
levanté un poco la cubierta. Era de un color verde metálico, casi
oscuro.
-En ese carro dimos un paseo hasta Ocean City y otro a Washington
DC.
-¿Y funciona?- pregunté.
-Debe… la verdad no lo sé. Hará cosa de seis años que entró ahí y
por lo menos dos que no se enciende, casi el mismo tiempo de no
abrir la puerta del garaje.
-¿En serio? A lo mejor ya se pegó el motor.
-Ojalá y no, ese carro me gustaría dárselo a Dan. Como veras, no
hay mucho que dejarles a ninguno de los dos. Marian puede quedarse
con lo que encuentre de valor en la casa, ya sabes, las joyas de su
madre, algún cuadro, el reloj de la abuela…
-¿Por qué no vemos si anda?- sugerí.
-¿Sabes de mecánica?
-Sí, un poco, es otra de las cosas aprendidas en este
país.
-¿Cuánto tiempo llevas en el país?
-Algo como siete años- mentí.
El capitán corrió el cierre de la cubierta del
auto y yo me enfoqué en mover algunas cosas para poder abrir la
puerta. A la voz de tres descubrimos el vehículo. Estaba
reluciente, se veía impecable. Un solo rayón no mostraba la
carrocería, me quedé perplejo.
-Guau, es sencillamente hermoso- no pude ocultar mi asombro. Me
asomé por la puerta. Los interiores eran de piel, y el tablero era
el de una vieja máquina del espacio.
-Lo importante es el motor.
El capitán subió al carro. Hizo algunas cosas
como abrir la cajuelita de los guantes, mover la palanca de las
velocidades, pisar los pedales, encender las luces…
Muerto.
-Para empezar la batería no sirve, es un hecho.
-Debe ser, dos años sin mover un carro es mucho tiempo capitán,
esperemos que los pistones no se hayan pegado. O la marcha.
El capitán jaló el seguro del cofre y este se
abrió;
-Esperemos funcione, porque si no, Dan ya se quedó sin
carro.
Destrabé el seguro y levanté el capote. El motor de ocho cilindros
estaba algo polvoso y seco. El capitán se paró junto a
mí.
-Estos eran carros, motores, no las pendejadas de plástico de los
dizque autos armados en China.
-Sí señor, esto era un tanque- le di la razón. Era un lindo carro
antiguo.
-No hay un automóvil hoy en día que pese tres toneladas. Me refiero
a los autos familiares, como lo fue este en su momento.
-Cierto, además tiene una línea particular- no me cansaba de
admirarlo.
-¿Y cómo sabemos si el motor trabaja?
-Déjeme ver algo capitán- dije y metí casi medio cuerpo en el
capote. Cogí la banda y logré darle vuelta al cigüeñal. -Está un
poco duro, pero gira, eso es una buena señal. Habrá que cambiarle
el aceite y las bujías antes de encenderlo, y esperar las válvulas
no tengan problemas… Comprar una batería nueva por
supuesto.
El capitán Thomas cerró la puerta del vehículo, miró en redondo la
cochera y dijo:
-Tienes razón muchacho, hay que ponerlo a funcionar, no tiene
sentido este aquí arrumbado.
-El domingo si quiere, podemos dedicar un tiempo al
carro.
-Me parece perfecto.
-Sólo una cosa, ¿por qué en la semana no le pide a uno de sus
amigos lo lleven a cargar la batería, comprar aceite, bujías y las
otras refacciones?-. Bajé el capote.
-Para serte sincero muchacho, amigos no me quedan muchos. Los pocos
que sobreviven se han tenido que mover a casas para ancianos, pues
no pueden llevarse a sí mismos solos… y el resto de mis conocidos
están muertos o en el proceso.
-Bah, no sea tan pesimista Capitán- le palmee la espalda. -El
próximo domingo tendrá un Cadillac funcionando, podrá irse de
viaje.
Sonrió, entornó los ojos divertido, y dijo:
-Joder, vaya sorpresa, hasta mecánico experto me saliste.
-Pues no experto, pero sé algunas cosas. Antes de querer ser chef,
le hice a la mecánica.
-Deja le voy a pedir de favor a la vecina de junto, o al esposo. No
me llevo de maravilla con ellos, pero hay confianza y tenemos el
pacto de ayudarnos unos a otros si es necesario.
-Una vez con la batería cargada, el resto es sencillo.
-No se diga más.
-Capitán, deje lavarme. Mi camión sale en algo como treinta
minutos.
-Sí, sí, claro, en la cocina, vamos.
Echamos a andar juntos. En la cocina abrió el grifo del fregadero y
me puso jabón líquido de trastes en las palmas de las
manos.
-Otra de las razones principales, por la cual estoy limpiando, es
porque así como en campaña uno no debe nunca dejar rastros
evidentes de estancia en el lugar, así en la vida… Pudiera ser
información utilizada para rastrearnos.
No entendí a qué se refería, sin embargo dije:
-Interesante perspectiva, me gusta.
Terminé de secarme las manos con tres servilletas.
-Listo capitán, la primera parte terminada, ya quedamos, el próximo
domingo dejamos ese garaje limpio.
-Es un trato… sólo llega temprano, ¿OK?
-Claro, claro.
-Ahora bien, a todo esto, ¿cuánto te debo? ¿No lo cubre la empresa
para la que trabajas?
Lo miré ya sin sonreír:
-Ya le había explicado, cuando hablé con el jefe Joel, me dijo que
sólo podíamos ayudarle a vaciar su garaje en domingo o en nuestro
tiempo libre… La empresa no asume ese tipo de gastos.
Se sonrió, me estaba poniendo a prueba según entendí. Si te ven
cara de mariachi van a querer cantes. You know?
-Entiendo, entiendo… sólo preguntaba- buscó en su cartera y me
extendió dos billetes de veinte dólares.
Los tomé un poco con desprecio mirándole a los ojos.
-El domingo próximo te paso algo más, no hagas lio, además ya
quedamos, si algo se vende vamos a un porcentaje de eso
también.
-OK, pero entonces queda claro. El domingo, nuevo trabajo, nueva
plata. Esto no cubre los dos domingos, ¿OK?
-Por supuesto- me miró burlón.
-Bien, pues hasta entonces.
-Hasta entonces… y gracias muchacho. Vaya con dios- dijo esto
último en español.
Serían las tres de la mañana cuando desperté al
sentir las patitas de tigrillo, así lo había bautizado por ser
medio atigrado. Es lo que llamo amistad a primera vista; nos
caíamos bien y soñábamos juntos. Nos hicimos amigos en la primera
semana. Después de eso vino a saludarme casi todas las noches, raro
era que no lo hiciera. Por supuesto la señora tenía sus preferidos,
el principal era un gato blanco, bastante gordo, consentido y
perezoso, no se despegaba de su regazo. Y el otro, un gato gris de
pecho blanco, se creía la reina, y era agresivo con los gatos más
débiles. Pronto lo deduje, tigrillo era de los menos agraciados en
cuanto a los sentimientos y preferencias de la señora Robbins.
Dicen que los gatos adoptan a sus dueños. El caso es que pronto se
hizo un regular de mi espacio. Me levanté, oriné y al regresar vi
al gato sentado en el lugar caliente que recién había dejado.
Sonreí.
-Ora pues, sólo hazte para allá-. Le acaricié la cabecilla y
dócilmente se dejó hacer a un lado. Me envolví y él se pegó a mi
espalda. Comenzamos a ronronear otra vez. Dormí algo como tres
horas más. Me levanté a las seis. Me puse la ropa de la noche
anterior. Acomodé algunas cosas, cogí al gato y salimos del cuarto.
Cerré la puerta con llave. Me despedí de mi amigo. Esta vez decidí
escapar por el jardín. Subí los escalones del desnivel, rodee la
casa y salí a la calle. Estaba en mi derecho de hablar con mi
casera, y aquella mañana no me sentía de humor. Me compré un café
en el “Seven Eleven” y después me tendí a caminar hasta encontrar
la parada del autobús.
Llegué temprano a la base, pues mi plan era salir unas horas antes. Daban una película en el pueblo y no me la quería perder, ya saben; peliculita de acción, chicas de gran busto, sangre, volteretas de autos y balazos. Me cambié, me puse el uniforme y decidí hacerme un segundo café, le robé dos galletas a Toño. Había dos llamadas, una de la mujer de un comandante que deseaba le cambiasen las cortinas, de preferencia como a las tres de la tarde, justo una hora antes de irme. Y la otra, en casa de un minusválido y su esposa, sin hora específica. Toño me había contado el chisme. Al marido de esta mujer una bomba le había arrancado ambas piernas de un tirón y ahora el pobre se movía en una silla de ruedas. Sonó el teléfono y me apresté a contestar, era Joel, el manager, buscando a Toño; le había llegado una carta de migración, me dijo le informase para que pasara a la oficina a recogerla. Colgué. Pasé una esponja por el baño, limpié el polvo de los anaqueles y saqué la basura a los contenedores grandes. Llené algunas cubetas de agua y regué los arbustos, y las flores. De la parte trasera de la cabina levanté los restos de botellas de cerveza y colillas de cigarrillos que seguramente alguien había dejado la noche anterior. El estacionamiento para dos carros ahí detrás y que nadie usaba, era el lugar ideal para beberte unas cervezas y follarte a tu novia una vez metido el sol. Un punto ciego para los vigilantes de la entrada, un buen escondite. Por alguna razón volví a recordar a Patricia.
Pasé un trapo húmedo por nuestro Cadillac de
campo de Golf, como lo había bautizado mi compañero, y lavé sus
llantas con jabón. Toño se reportó retrasado, así que atendí a
todas las llamadas solo. Asistí a una emergencia. Dieron las dos de
la tarde. Me vi en la necesidad de regresar a la cabina por
combustible. Estacioné el vehículo en la parte cubierta. Ya había
llegado Antonio. Se escuchaba la televisión encendida. Antonio
salió abrochándose la camisa del uniforme y me saludó:
-Hola Sergio qué tal.
-Nada Toño, regresando. Unos gandules derribaron un árbol a la
entrada de las canchas de tenis y fui a replantarlo-. Descargué
unas palas y las llevé a su sitio.
Había dos uniformes azul marino distintos en el
tubo del vestidor.
-Uno de esos uniformes es para ti, supongo el de menor talla- y se
cogió la panza, entre avergonzado y orgulloso.
Cogí el nuevo uniforme:
-¿Y esto qué?
-El nuevo uniforme bro.
-¡En serio!
-Nuestra empresa fue adquirida por otra empresa.
-¿Hablas de la empresa para la que trabajamos?
-Sí, ésta fue adquirida por otra, seguramente más grande, o con más
plata o mejores conectes o ve tú a saber.
-Claro, claro.
Tomé el nuevo disfraz:
-Pinches uniformes, son casi fosforescentes los hijos de
puta.
-Cierto. Además nos vamos a asar en ellos, ¿ya checaste el
material?
-Si hombre. Son de maldito poliéster, vamos a andar
electrificados.
Toño pareció no entender el chiste y siguió
dándose vueltas en el espejo, viéndose.
-¿Y a partir de cuándo hay que llevarlo puesto?
-A partir de ya. Vino Joel en persona y me lo informó.
-Well, no están tan mal, igual de feo uno que el otro.
-Si verdad. ¿Cómo ha estado la mañana?- preguntó Toño.
-Normal, más allá de lo que te conté. Dos empaques, una cerradura
trabada.
-¿Qué del árbol?
-Unos pinches chamacos lo echaron abajo anoche, seguramente
briagos.
-Aja.
-Sólo hubo un encargo de vida o muerte. Así decía la voz en la
grabación. ¿Qué crees que era?
-No sé.
-Bajar al gato de la vecina del número setenta y dos, el muy cabrón
se subió a un árbol y ya estando arriba se cagó de pánico y empezó
a chillar.
-¿La casa donde vive la chica neurótica con su abuelita? ¿La
loquita pelirroja que nos trató como a retrasados mentales cuando
fuimos a reparar el tubo de gas en la cocina?
-Exacto. Me arañó el cabrón mira. Ya lo tenía, cuando el cobardón
volvió a brincar-. Había estado a punto de decir gordo, pero
Antonio era bastante rechoncho y no quería herir susceptibilidades.
Aunque a decir verdad, la obesidad en la que estaba embarcándose
Antonio parecía importarle un carajo a él, pues siempre llegaba con
bolsas de comida chatarra, especialmente para los viernes y sábados
cuando se dedicaba a devorar el solo entre tres y cinco bolsas de
basura frente a la pequeña y vieja televisión montada en el estante
junto a las cajas de herramienta, los botes de pintura y las
extensiones de electricidad.
-A mi regularmente todos los gatos me gustan, pero ese gato en
particular, me parece tan antipático como su dueña.
-Coincido contigo- dije.
-Ese gato anduvo comiéndose a los pajaritos el verano pasado. Es
más, ni siquiera se los comía, sólo los mataba el desgraciado y los
dejaba en el piso como si fueran preseas. Le dije a la señora lo
que había visto con mis propios ojos. Una mañana, le pedí de favor
que no lo dejara salir tanto tiempo ni tan temprano, sólo hasta que
los nuevos pajaritos pudieran volar, etc. No escuchó, no pude
convencerla y menos aún creyó que su gato es un gandalla, un
cobarde que corre agachado cuando hay que enfrentarse a los padres
pájaros.
-Cabrón. La verdad no estaba muy arriba en el árbol. Sólo que el
pinche gato se caga de miedo, llora y se paraliza. Ya es la segunda
vez que lo bajo del mismo árbol y de la misma rama.
-¿Del roble localizado en la esquina de esta calle con general
Paton?
-El mismo… Por cierto, el capitán me preguntó si podemos ayudarle a
vaciar la cochera el domingo.
-¿Hablas del viejo que se llama y apellida igual?
-El mismo.
-Vive en una de las casas que limpia Ana Graciela, la nalgoncita de
mantenimiento.
-¿Qué Ana Graciela?
-La morenita colombiana hombre, chaparrita, de bonita nariz. Limpia
casas con otras dos mujeres también latinas, las “Maid Easy”.
-¿Andan las tres en un carrito blanco?
-Esas. Limpian las casas de los retirados.
-Ya.
-A veces pasan por aquí enfrente y voltean hacia acá.
-Je je je, ¿en serio? Ya sé quién dices, es la más jovencita, tiene
una nariz muy linda, buena pechuga, chiquita, casi perfecta. Un
llaverito.
Reímos, chiste de machos.
-Le dije al capitán contara con eso... Cien por todo el trabajito;
mitad y mitad. ¿Qué dices? Cincuenta dólares por unas de horas de
trabajo.
Toño me miró rascándose la panza.
-Pinche capitán, siempre nos quiere agarrar de sus achichincles.
¿Por qué no pone a trabajar a los huevones de la PM? Se la pasan
dormitando en las casetas de vigilancia días enteros. La vez pasada
nos aventó unos billetes en la cara como a rameras.
-No es verdad, si bien es cierto trabajamos un montón, nos pagó lo
estipulado.
-Pinche viejo.
-Además hermano, es domingo y dinero extra, nos cae bien a los
dos-. Era claro. –Además, hasta donde sé no hay partidos de futbol
pasando, ¿o sí? ¿Y tú vas a la iglesia los domingos muy temprano,
verdad? –Pregunté a Toño- Si te parece lo hacemos después de
eso.
-OK. Pero tú negocias con él, no pienso abrir la boca-
advirtió.
-OK, yo trato con él. Hacemos la chamba y no lo escuchamos mucho.
Que nos mande y dirija un ratito, que carajos.
-OK, como al medio día.
-Ya, no se hable más compadre.
Se sentó frente a la tv, me ofreció comida
chatarra.
-Gracias bro pero me traje almuerzo y la vieja del gato me dio
galletas de agradecimiento. Me comí cuatro deliciosas coquíes.
-Esa condenada vieja siempre gana los concursos de
galletitas.
-¿Qué concursos?
-Los concursos de cocina que se organizan en la base. Se llevó dos
de los premios más importantes el año pasado; galletas de chocolate
y galletas de anís. Hubieras visto la cantidad de comida, nos
quedamos con gran parte de lo que nadie se comió; desayunamos por
más de tres días como jefes. Nuestro refrigerador estuvo lleno por
primera vez.
-Buena onda… pues ojalá y lo organicen este año, porque eso de la
cocina me interesa.
-Por lo regular los concursos se llevan a cabo dónde están las
canchas de basquetbol exteriores. ¿Te ubicas? Ahí se colocan unas
carpas con mesas y sillas, stand de venta de cosas y se organizan
diferentes actividades. Todo es una gran fiesta y todos son parte
de una gran familia. Al menos dos bandas militares tocan, hay
concursos de baile y el general en jefe de la base, se tira un
discurso de talla. Además, los militares hacen algo que les
encanta; darse medallas unos a otros, especialmente de
héroes.
-Claro.
-¿Y que hay pendiente?- preguntó Toño mientras iba vaciando su
primera bolsa de chatarra del día.
-Un cristal, hay que cambiarlo, Custer tres. Nunca he ido por
ahí.
-Los clientes son nuevos en el vecindario, me lo comentó el
manager.
-Aja.
-Otro compa, también minusválido y un poco loco.
No les he dicho, Antonio era hondureño. Tenía
viviendo en los Estados Unidos más de quince años, aunque su inglés
era limitado y casi no abría la boca si no era absolutamente
necesario, prefería escuchar. Era un hombre obediente, el modelo de
inmigrante que todos gustan; tranquilo, callado, consumidor de
chatarra; lo mismo alimenticia que ideológica. Un tipo bueno,
solitario, reservado y ahorrativo, el cual siempre usaba pantalones
de mezclilla y camisas a cuadros, cuando no llevaba el uniforme.
Cara redonda, bigote, cejas pobladas, nariz ancha, barriguita. Un
tipo incapaz de despertar las bajas pasiones, incitar a la
violencia, o generar la mínima sospecha.
-¿Y qué me dices de las camisetas mojadas?- lo provoqué.
-No, como crees… el rollo es familiar. Los chiquillos juegan
basquetbol, volibol, las abuelas vienen y todo el mundo come helado
o pastel de chocolate. Tetas mojadas, je je je, estás loco.
-¿Cada cuando ves tú a la Ana Graciela? ¿A
dónde está asignada?
-Ella y sus comadres están limpiando la casa de un viejo, se murió
hará como una semana. Van a vender la casa, o a rentarla, no
sé.
-¿La casita ubicada en la esquina de avenida MacArthur y Earl
Blaik; como si fueras a la bodega?
-Esa misma.
-¿Ya llegarían las chicas ahí?
Toño miró su reloj y dijo:
-Ya han de estar allá. ¿Quieres ir a verlas?- se le iluminó el
rostro- ¿Cómo que estamos revisando las llaves del agua?
Lo miré, a lo mejor lo subestimaba:
-Ándale, muy bien Toñito, me leíste la mente.
Toño sonrió como tonto; a veces hacia caras raras, las cuales en el
marco de sus mejillas redondas le hacían parecer como un paciente
de Síndrome de Down. Me cambié de uniforme. Dentro del nuevo,
parecía yo un saltimbanqui. No era precisamente la mejor ropa para
ir a ver a unas chicas. Me vestí las botas de trabajo nuevamente y
me calcé la cachucha. Toño se bañó en desodorante barato y se
enjuagó los dientes.
-No le hagas tanto al cuento bro, no creo que vayas a besarles- lo
espetéNi tú, ni yo.
-Quien sabe, quien sabe.
Montados en el carrito enfilamos hacia nuestro encuentro. Sugerí
tomáramos un atajo, en lugar de dar toda la vuelta de tres manzanas
hasta MacArthur avenue. Tal y como Toño lo había previsto, las
“Maid Easy” ya se encontraban en la casa; el auto blanco con los
letreros a los costados se encontraba estacionado afuera. Gente con
iniciativa, chambeadora.
-Entonces Toñito, tranquilo, ¿estamos? Todo es una coincidencia y
llegamos a revisar los empaques de las llaves del agua y las chapas
de las puertas.
-¿Entramos con las cajas de herramienta?
-Claro, si vamos a hacer la farsa tiene que ser completa.
-Enterado mi buen Sergio.
-Tampoco te lances inmediatamente sobre la conversación, o a
quererles caer bien. Mesura y paciencia, porque si no, el pájaro
vuela.
-Hasta cazador resultaste.
-Yo sé lo que te digo.
Toño sonrió e intentó sumir la panza. Yo me coloqué los anteojos
oscuros y me despojé de la odiosa gorra parte del
uniforme.
-Trajiste la llave de la puerta ¿Qué no?
-Claro, claro, a poco me crees tan tonto… algo tengo acá –señaló su
cabeza- no te creas.
Cuando estuvimos frente a la puerta, Toño tocó con los nudillos
tímidamente.
-Abre con la llave- le indiqué.
Dos de las chicas estaban limpiando la alfombra con una máquina, y
Ana Graciela se encargaba de quitarle las manchas a los vidrios de
la puerta del jardín. Tenían un radio encendido, a un volumen más
bien bajo.
-Buenas tardes, chicas- dije en español con mi mejor voz.
-Hola- respondieron en coro las dos que se hacían cargo de la
alfombra. Ana Graciela nos agitó una mano. Se veían menos
compungidas y apuradas. A lo mejor porque ya habían terminado de
pagar el carrito, como me había chismeado Toño.
-Toño, y este es Sergio, venimos a checar todas las llaves del agua
y a poner los empaques en las ventanas- dijo mi compañero sin poder
ocultar su nerviosismo.
-Hola- dije yo-. Ya nos habíamos visto, ¿no?
-Si ya nos habíamos visto- dijo la mayor de ellas.
Nos presentamos de mano y hablamos un poco. Les eché un ojo rápido
pero certero a mis nuevas amigas. Carmen, una señora de unos
cincuenta y tantos años, Esther de unos treinta, y Ana Graciela en
sus veinte y algo. Carmen tenía quince años de no ver a sus hijos
en persona, aunque les hablaba cada fin de semana al Salvador.
Esther era una madre soltera, llevaba diez años en este país desde
Ecuador. Y Ana Graciela, venía desde Bogotá, llevaba en este país
cinco años y tenía grandes sueños. Jalé a Toño a la cocina, le hice
abrir la caja de herramienta y empezamos nuestra supuesta revisión.
Por fortuna a él le gustaba Esther, así que no hubo problema. Le
expliqué a señas el siguiente paso. Fui a revisar la puerta cerca
de la ventana donde limpiaba Ana Graciela, y como no queriendo, le
hice charla. Me contó que uno de sus tíos había muerto de un
bombazo. Que había estudiado como yo, hasta la mitad de la
preparatoria y que como yo, había emigrado a los Estados Unidos por
una combinación de violencia social y precariedad económica. Que
vivía en casa de Carmen desde hacía ya un año, y que la iniciativa
del pequeño negocio, el sitio en la internet y las tarjetas a
domicilio habían sido de ella. La felicité. Me hizo preguntas. Le
conté de como Hermosillo había pasado a ser “Terrorsillo” por las
balaceras a media calle y a todas horas del día; los secuestros,
los asesinatos y las decapitaciones. Le conté también del incendio
de mi casa, de la “muerte accidental” de mi padre como decía el
reporte de la policía, y de cómo, desde mi salida de México soñaba
con mi abuela más que nunca. Ana Graciela hizo mención del
eufemismo; “muertes colaterales”, como llaman a todos los rehenes
muertos por incompetencia policiaca. Guardamos silencio un momento.
Yo continué desarmando la chapa y ella limpiando los cristales con
papel periódico. Cambiamos de tema. Ella fue quien habló primero;
dijo bailar muy bien y que le encantaba mover el cuerpo. Toño ya se
había acomodado junto a Carmen y Esther y parecía feliz de la vida.
Volví a armar la chapa, por supuesto no tenía ningún desperfecto.
Nos acercamos al grupo. Ana Graciela llevaba también ropa de
trabajo, así que no pude apreciar bien sus formas aunque las
imaginé. Toño, Carmen y Esther echaban chisme y comían galletas
sentados en el piso. Esther hablaba de un viejo manager, un tipo supuestamente correctísimo y
exigente, el cual había sido acusado de molestar a un niño y de
cómo en su computadora habían encontrado un montón de fotos de
niños teniendo sexo y barbaridades. Toño comentó de un tío que
había sido agarrado follándose a las burras allá en su pueblo, una
noche por otro tío, mismo que después resulto gay. Todos rieron
aunque no había nada de gracioso en ninguna de las dos historias.
Levanté el radio y jalé a Ana Graciela muy discreto hacia otra área
de la casa, un cuarto grande, sin ventanas, a espaldas de la
cocina. Coloqué el radio encima de un bote de pintura y la invité a
bailar. Parecía divertida, hizo una reverencia y me cogió la mano.
Cuando terminó la canción, Ana Graciela fue al radio y buscó una
estación, hasta que dio con algo a su gusto. Brincó sobre sus pies
y comenzó a moverse sensualmente. Me acerqué a ella y nos movimos
al ritmo de una cumbia muy sabrosa. En los comerciales me explicó
un par de pasos, los cuales me salían mal y cuando esperábamos la
próxima cumbia, nos salió una romántica. Ella levantó los hombros.
Con todo respeto la enlacé por la cintura y comenzamos a bailar
lentamente. Más que una escena de película, era una escena cómica.
Dos figuras en uniformes llamativos, bailan en horas de trabajo una
melodía romántica dentro de una casa vacía con un radio de baterías
sin suficiente volumen.
Me gustaron sus cejas, sus labios. Escuchamos el grito de Doña
Carmen, la llamó por su nombre. Nos detuvimos, sonrió, tomó el
viejo radio y echó a correr graciosamente hacia donde los otros
esperaban. La observé en cámara lenta y en definitiva llegué a la
conclusión de que la chica tenía lo suyo. Pensé en pedirle su
número de teléfono, en hacerle una cita, en invitarla a bailar más
en forma… Una mujer cuando sabe bailar me vuelve loco, quizá en la
otra vida, fui de una secta de bailadores, de una tribu de
movedores del cuerpo. Me reuní con el grupo y seguimos platicando
como por una hora más. Después nos despedimos. Yo le pedí su número
a Gracielita. Al día siguiente nos vimos y la invité a comer.
Volvimos a salir y a la semana después de eso, nos metimos a la
cama; nos besamos, olimos y fue maravilloso. No duró mucho. Había
un detalle, tenía un novio en Chicago, llegó un mes más tarde y
ella hizo como que nada había pasado y yo no existía. Para decirlo
en otras palabras, me borró del mapa. A veces así pasa.
Llegué a la base como todos los días, aunque
esta vez no venía a trabajar, sino al juego de basquetbol entre los
Canguros y los Leopardos, este último el equipo donde jugaba mi
amigo Terry, el soldado inválido a quien había prometido asistir.
Había dos filas, una para adquirir boletos y la otra para acceder
al recinto. Regina y Terry me habían pasado a dejar dos boletos a
la cabina durante la semana, aunque venía solo. Había pensado
invitar a Toño, la verdad era que mi compañero de labor después de
un rato me aburría y era un hombre muy básico. La cola resultó
considerable. Familias enteras; padres, hijos, abuelos, nietos.
Parejas, muchas de ellas. Soldados, chicas militares o relacionadas
con ellas. Grupos de hombres en sillas de ruedas. Uno que otro
periodista y un ambiente de fiesta. Me sentí un poco raro en mi
papel de civil, de extranjero en medio de toda esa gente. Lugares
124 y 125 abajo. Los acomodadores me señalaron el área de mis
asientos. Casi al centro, entre las dos canastas, una buena vista
sin duda. El lugar comenzó a llenarse. Dos gradas abajo aparecieron
Regina y otras dos mujeres, llevaban la camiseta de los Leopardos.
Cargaban matracas, trompetillas, banderines. Antes de tomar
asiento, Regina giró la cabeza en redondo a sus espaldas y nuestros
ojos se encontraron, sonreímos, nos saludamos discretamente. Me
hizo una seña, la cual entendí, como nos vemos al rato y se sentó
junto a sus amigas. Hacía por lo menos tres años que no estaba
físicamente en una cancha, la última vez había sido para ver perder
a los Celtics frente a NY estando en Las Vegas con cien dólares de
apuesta. En Las Vegas hay apuestas para todo, si se trata de
dinero, lo que sea. Una vez gané cincuenta dólares apostando a que
un tipo se comía veinte hotdogs más que otros en menos de diez
minutos. Junto a mí, se sentó un moreno con una gigantesca bolsa de
palomitas, venía con sus dos hijos, también gorditos. Del otro lado
un chamaco, con el asiento destinado a Toño de por medio, en donde
puse mi chaqueta y mi bolsa de lona. Del túnel comenzaron a salir
los jugadores en dos líneas. Se dejaron escuchar las porras, las
matracas, los chiflidos, los hurras y el himno de los USA. El
equipo de Terry vestía uniforme verde, los Canguros amarillo. En
una de las pantallas vi a mi amigo en Close
Up. Regina y un grupo de gente nos pusimos de pie y
aplaudimos. De cuando en cuando, la gente se ponía de pie cuando su
jugador familiar, o favorito salía en pantalla. Uno de los Canguros
comenzó a girar su silla velozmente, de pronto la detuvo y la
sostuvo casi en el aire en una sola llanta por cosa de un minuto.
Aplaudimos. Uno de los Leopardos trato de hacer lo mismo, aunque se
quedó corto, de todos modos le aplaudimos. Los jugadores comenzaron
a aventarse la pelota uno a otro, a lazarse pases y a calentar; los
del equipo contrario hicieron lo mismo en la parte de la cancha les
correspondía defender. Mientras esto pasaba, las porristas
comenzaron a levantar las piernas, mover el trasero y motivar a los
espectadores con sus porras y coreografías sexys. Doce pimpollos en
short y camisetas haciendo movimientos sensuales. ¡Buum Buum, va va
vamos, ten ten! De todas, quien me fascinó fue una chica con el
pelo negro, piel muy blanca y unos profundos ojos azules que
lanzaban destellos a la concurrencia. Una fantasía de piernas,
pechos y nalgas duras. Altas todas, de extremidades largas; si
había un sueño americano todavía, debían ser aquellas muñecas. El
novio de una de ellas estaba en la concurrencia, y comenzaron a
lanzarse besos uno a otro; besos que los otros hombres intentaban
atrapar aunque sin resultado, yo mismo me lancé sobre de uno, pero
llegó a su destinatario metros atrás, un soldado de anteojos y
mirada feliz, a leguas enamoradísimo de la linda porrista. Se
escuchó un silbato y todo pareció silenciarse. Las bastoneras
dieron la espalda al público y apareció el árbitro al centro.
Vinieron los dos capitanes del equipo en sus sillas y se colocaron
brazo a brazo. El árbitro lanzó la pelota al aire dando inicio al
partido. Eran jugadores agiles, de manos grandes y brazos fuertes
–los cuales en realidad hacían todo el trabajo-. Terry ganó el
balón y su equipo lo tuvo en un intercambio imperceptible, se
aventaron el esférico un par de ocasiones más y avanzaron hacia el
tablero contrincante. Terry y otro se quedaron al cuidado de la
casa, mientras en un pase uno de sus compañeros encestaba la
primera de veinte canastas. Comencé a interesarme. El otro equipo
no era de aprendices tampoco, así que regresaron el tanto a sus
contrincantes en algo como cuatro jugadas. Las porristas del equipo
contrario brincaron en el aire y comenzaron a dar maromas, mientras
eran aplaudidas por sus admiradores. Los Leopardos en un círculo
intercambiaron información y se aprestaron para el ataque.
Avanzaron primero lentamente, de pronto en un cambio de estrategia,
aceleraron los pases y Terry anotó desde abajo del aro en una
acción elegante. Todos nos levantamos y aplaudimos, Regina lanzó
una hurra larguísima y arrastró la matraca en el aire. Terry
levantó los brazos en alto y chocó las manos con sus compañeros de
equipo. Ardió el caldero y comenzaron a jugar pero en serio.
Balones rápidos, tiros certeros. Era la primera vez que asistía a
un juego de basquetbol donde los jugadores se desplazasen sobre
ruedas. La verdad es que estaba sorprendido viéndolos jugar y
seguía los close ups en las pantallas,
la manos queriéndose arrancar el balón, los rostros sudorosos de
los jugadores y no podía pensar en otra cosa que en el coraje y el
valor de aquellas personas. Me levanté a aplaudir cuando terminó el
primer tiempo. Dejé mi chaqueta en la silla y me levanté con un
montón de personas, algunos se dirigían al baño, otros como yo a
comprar una soda o algo de comer. Escuché mi nombre, era Regina,
quedamos de encontrarnos en el lobby. El chamaco me sopló su
corneta en el oído y por unos minutos quedé sordo. Voltee a mirarle
con ojos criminales, pero fue a refugiarse en brazos de su padre.
Recordé que mi cartera estaba en la bolsa de la chaqueta; la
extraje y la guardé dentro del bolsillo de mi pantalón. Pedí
permiso y salí de la hilera. Bajé las gradas, descendí por un
pasillo, unas escaleras y me encontré en el lobby. Regina estaba
ahí esperándome, bebía un refresco de cola.
-¡Oye tú, que diferente te ves cuando no andas metido en el
horrendo traje que les hacen ponerse!
-Gracias, gracias. Este es el verdadero yo.
-Claro… ¿Cómo ves al equipo de Terry?
-En definitiva son superiores a los otros...- dije como un experto-
digo, se ve que tienen más concepto del juego en equipo.
-¿Lo crees? Pensé que a ustedes los latinos, no les gustaba nada,
excepto por el futbol soccer.
Sonreí:
-Claro, el futbol es el rey de los deportes, pero tampoco somos tan
cerrados. Especialmente en cuanto a deportes se refiere. Yo
personalmente jugué básquetbol en la secundaria.
-¿De veras? …Que bueno que viniste. Le voy a decir a
Terry.
- Creo ya me vio, sino dile que gracias por la invitación. Y en
serio Regina, lo estoy disfrutando un montón.
-¿Lo de cocinarnos continua en pie, o ya cambiaste de
opinión?
-Claro, continua en pie, hagamos un plan. Es más, dime cuando
estaría bien para ustedes.
-Deja la pregunto a Terry, aunque no creo que haya problema. Sólo
tiene cita con el terapista físico en algo como dos semanas. Su
próximo juego, pierdan o ganen, no es sino hasta dentro de unos
quince días.
-Van a ganar, van a ganar, ya verás.
-Se lo merecen, no sabes todo lo que han entrenado. A Terry se le
ha metido en la cabeza, quiere el trofeo nacional en casa… y si
todo sale bien, participar en los Olímpicos.
-Yo estoy con él, ese Terry sabe lo que quiere…-la mujer de mi
amigo era una muñeca la verdad y no pude contener un juego de
palabras, un ojazo a sus firmes senos.
-¿Viniste solo?
-Sí, el amigo al que invité no pudo venir a última hora.
-¿Y qué, no hay novia?
-No, no todavía, pero a ver si una de las bastoneras de los
leopardos.
-¿Bastoneras? si como no, vaya a preguntarles… je je je.
-La chica del cabello negro y los ojos azules es
guapísima.
- ¿Cuál? ¿Samantha?
-Samantha, ¿así se llama?
Me interesé:
-¿Es tu amiga?
-Pues así como mi íntima no, verdad, pero si, es mi
amiga.
-Oye…. Y ¿no tendrás su teléfono de casualidad?
-Si claro, como no, y su dirección… ¿no quieres también sus
medidas? Ja ja ja. Vaya que ustedes los hombres son
cínicos.
-Caray, si me la presentaras sería de mucha ayuda.
-Un día de estos… ja ja.
-No te creas, estoy bromeando.
-Claro, claro- bebió de su lata y dijo- Me voy, nos vemos entonces
en la semana.
-Váyanse pensando en algo, recuerden, no soy un chef titulado,
quizá algún día, pero de que sé cómo se mezclan los ingredientes,
eso sin duda.
-Comida mexicana, a Terry le vuelve loco, a mí también me gusta
pero no cuando es muy picante.
-Recuerdo eso… De acuerdo, mexicana será.
-Bueno, me voy, mis amigas están esperándome. Adiós.
Me formé en la cola de los refrescos. Pedí uno
de limón. Cuando regresé a mi lugar mi chaqueta estaba doblada
sobre mi asiento y en la silla destinada a Toño una mujer de unos
cuarenta años, aunque de no mal ver, me esperaba con una gran
sonrisa.
-Hola.
-Hola- dije tomando mi chaqueta y poniéndola sobre las piernas.
Tomé asiento. Las bastoneras seguían moviendo el cuerpo, lanzando
patadas al aire, bamboleando las tetas.
-Me llamo Candice- estiró la mano.
-Mucho gusto Candice- se la estreché y di un largo sorbo a mi soda
sin quitarle los ojos de encima.
-Disculpa que haya tomado tu lugar, pero lo vi vacío y me dije; es
un buen lugar, no creo le importe a…
-Sergio, me llamo Sergio.
-Encantada, Candice Slack.
-El gusto es mío-. Le eché un vistazo, era evidente, estaba ahí por
mí, no por el lugar. La faldita; los tremendos muslos a la vista,
una pierna cruzada sobre la otra en dirección a mí rodilla, el
zapato alto sacado y sostenido apenas con los dedos, la blusa
apretada, el movimiento estudiado de las manos. Sonreí. Era la
típica cougar en plan de caza. A mi solían encantarme las cougars,
debo confesarlo, hace años de eso. Tuve una novia, se llamaba
Maritza, por lo menos diez años mayor que yo, eso fue en San Diego,
me mudé a vivir a su departamento y toda la cosa. Otra fue Agnes,
una sonorense a quien debo la vida, podría decirse. Las mujeres
maduras son todo un capítulo aparte en la vida de muchos hombres,
en la mía ni se diga.
-Te he visto platicar con Martina y con Regina, y me pregunté: ¿de
que hablará con ellas?
Esta vez leí con más atención su cara. La
cabroncita ya me había visto:
-Bueno, ambas son mis clientes, trabajo en la base y he hecho
reparaciones en sus casas- me justifiqué.
-¿Reparaciones?
-Sí, reparaciones a domicilio. Fontanería, carpintería, jardinería,
electricidad y otros.
-¿Trabajos a domicilio?
-Sí, claro, es parte de mi trabajo en la base.
El juego reinició con saque de los Canguros,
pronto alcanzaron la cacha contraria. Hubo acarreo de pelota y el
árbitro silbó dos veces. Terry tomó el balón, avanzó con dos pases
hasta la cancha enemiga y lanzó desde una distancia considerable.
La bola dio unas vueltas en el aro y finalmente entró, arrancando a
la concurrencia gritos de júbilo. Los Leopardos regresaron a la
mitad de la cancha y se reagruparon.
-¿O sea que si te llamo, vendrías a mi casa?
-Sólo si el jefe lo considera necesario, y hay algo por reparar de
emergencia.
-¿Tendría que ser una emergencia?
-Una emergencia casera por supuesto, algo que necesite ser
remplazado o esté roto.
-¿Emergencia, eh?
Me veía con una cara de pícara increíble. Algo
me estaba diciendo que yo no quería entender, o mejor dicho me
estaba haciendo el desentendido. Le eché un segundo ojo. Buenas
piernas en zapatos llamativos, tetas grandes en blusa cara. La
señora debería de hacer algo de ejercicio, comer no tan mal y usar
buenas cremas. Mi pene a través de mí, telepáticamente, le mando un
mensaje, el cual ella entendió sin duda, sonreímos.
-Sí, es un trámite muy simple. Mi jefe debe enviarme al dar el
servicio, llego a la casa y reparo o cambió lo que ya no funcione;
el cliente firma una forma de satisfacción una vez hecho el trabajo
y a mí me pagan.
-Entiendo, entiendo- Giró la cabeza como si buscara a alguien -Voy
a llamar a ese jefe tuyo.
-Estoy para servirte Candice… a domicilio.
-Je je je. Que simpático eres Sergio.
Los Leopardos volvieron a anotar y la gente
rugió poniéndose de pie. Automáticamente ambos nos levantamos con
la multitud en su mayoría vestida de verde.
-Cuídate Sergio, y ya se me descompondrá la cerradura-. Me dijo
Candice al oído -quizá en doble sentido- y pidiendo permiso para
salir al pasillo, desapareció.
¿Qué había sido todo aquello? Me pregunté y sonreí a mis adentros; aquel coqueteo me había caído bien, subido la autoestima y el ego. Parece increíble que el ego sea tan importante para el espíritu, tanto como la suerte para seguir en la vida. El juego continuó con vaivenes entre uno y otro equipo, hasta el final. Los Leopardos lograron tres encestadas de corrido. En la primera Terry interceptó una bola y eso les dio la ventaja. Vinieron después dos tiros libres y un fuera de lugar que les permitió encestar un último punto antes del silbato final. Los Leopardos y todos nosotros sus fanáticos bricamos de gusto ante el resultado. Terry y el resto de su equipo celebraron con las manos en alto. El loco de las piruetas volvió a lograr dos giros de trecientos sesenta grados sobre una rueda. Habían jugado como campeones, por eso iban invictos. Aplausos, fotografías, la prensa, las bastoneras brincando hermosamente provocando la porra final, el himno, la apoteosis del partido ganado, el pase a los nacionales. Las esposas de los jugadores bajaron a la cancha para recibirlos con besos y abrazos; se lo tenían bien ganado. Los jugadores del otro equipo vinieron en orden y estrecharon las manos con el equipo ganador y entre sí, más de uno intercambiaron camisetas. Vi a Regina y a Terry besarse, levantar el banderín del equipo, se veían felices. Intenté de llamar su atención pero fue inútil, de pronto se los tragó la muchedumbre. Salí con las otras personas al estacionamiento y me formé en la línea para abordar el camión de regreso a Albany.
11Desperté en el carrito de golf de la empresa, vestido como si nada y toda la cosa. De hecho me despertó el frío de la mañana, estaba estacionado debajo de un árbol junto en la zona dónde se encontraba el lago artificial, medio escondido en unos arbustos. Las llaves estaban puestas. La primera impresión me desconcertó. ¿Qué hacía ahí a esa hora de la mañana? ¿Cómo había llegado hasta este lugar? Repasé los acontecimientos de la noche anterior. Me toqué el pene y me dolió, debajo de la camisa olía a sexo. La imagen de la gorda aquella montada sobre de mí y contra mi voluntad, golpeó mi mente. De hecho me dolían las muñecas y los tobillos. Me levanté el pantalón, aún se veía la marca de la cadena, poco debajo de las espinillas, en una de marcas tenía sangre. Recordé todo… algo quizá. ¿Qué debería hacer? ¿Denunciarla? Deduje que era inútil. Todo estaba en mi contra. Yo un latino sin influencias, ella la esposa de un militar de alto rango, amigo del general jefe de la base. Lugar del incidente, dentro de su casa y dentro de la jurisdicción de la policía militar... Maldije la hora en que había atendido la llamada de la gorda violadora aquella… Lo que más me molestaba, era el hecho de haber servido como consolador humano. Se había montado en mí después del puño de viagra en mi boca. Me había utilizado como su juguete. Recordé los toys y me toqué el recto alarmado, no me dolía, eso era buena señal. Salí del carro y me agarré el trasero en más detalle; normal y sin dolor. Al menos todo el daño había sido por enfrente, de acuerdo a los expertos de West Point era muy importante cuidar la retaguardia. Me amarré las botas y subí al carro; me sentí de mal humor. En el carrito regresé a la cabina, me di un baño y me vestí con ropa interior limpia. Me sentía golpeado, maltratado, abusado, violado pues. “Por maldito ingenuo”, me dije. Pensé en los esclavos y en los rehenes; gente mal tratada, a latigazos, a golpes e insultos, a desprecio. Me tiré en la alfombra. Cerré los ojos, traté de relajarme y casi inmediatamente comencé a dormir.
Estoy en el desierto, sobre un cactus muy grande, vigilante, quizá soy un pájaro aunque es algo que no puedo ver. Mis ojos cubren 180 grados, veo los cactus particulares de este desierto; los Saguaros. Estos son entonces un ejército de hombres momificados y en silencio. Otra cosa extraña, no hay sol arriba, ni nubes, no hay nada, sólo un cielo rojo sangre. Arena en forma de remolinos y el silencio, petrificado, mortal.
Desperté inquieto por el sueño aquel y por el hecho de estar ofendido por la violación de la que había sido objeto. Traté de imaginar la cara de los cabrones abogados cuando les dijera que acusaba de violación a la esposa de un héroe nacional con tres estrellas. No sólo se reirían de mí, sino capaces eran de voltearme la jugada, y a la cárcel por violación a tamaño mastodonte; por lo menos de cinco a diez años de purga sin apelación. Ser mexicano en los USA está cabrón.
Me puse un poco de crema en mi maltratada
verga. Con las pelotas al aire hice desayuno, lavé los trastes,
limpié un poco por aquí y por allá. No sabía mucho de cicatrización
en esa área del cuerpo, pero de menos dos semanas sin sexo, deduje.
Regresé mis calzoncillos a su lugar y me puse los pantalones, me
calcé los zapatos. Evitaría caminar mucho, me haría el enfermo un
par de días y aprovecharía para reposar. Encendí la televisión.
Esperaría a Toño, aunque no le contaría ni una sola palabra, sobre
todo por chismoso y comunicativo. Le pediría de favor me cubriese
por lo menos tres días, me debía al menos un par de favores el muy
cabrón y pues ahora era yo quien se sentía indispuesto. Chequé mis
mensajes en el teléfono, había uno del manager, otro de la señora
Roobins y uno más de Martina. ¿Le contaría a Martina? Hablé por
teléfono a la casera, me había llamado diciendo que tigrillo se
había quedado encerrado en mi cuarto y lloraba. Le pedí de favor le
aventara una rebanada de jamón por debajo de la puerta. Toño llegó
tarde, venía comiéndose unos cacahuates enchilados. Toño era dueño
de un viejo Tercel, el cual a cada determinada distancia o tiempo,
pedía detenerse para tomarse un respiro, o exigir agua. Se
calentaba peor que una olla exprés, no había reparación alguna para
la carcacha; estaba viejo y punto, sobre trabajado. Toño había
pagado demasiado, era lo que se dice en inglés, un lemon; de buena
carrocería, buena suspensión y un tocadiscos despampanante. En
ocasiones al final de la jornada, Toño lo lavaba, lo pulía y se
sentía un hombre realizado. Su araña, como le decía de cariño,
representaba para el ahorros, comodidad, estatus. El momento íntimo
en el cual Toño subía a todo volumen su canción favorita y se
realizaba su sueño americano sobre la interestatal de camino a
Albany. El auto, con el cual conquistaría a la madre de sus hijos y
se iría de luna de miel; aunque aventara pelotas de humo negro. La
araña se había parado tres veces y requerido aceite y agua, me
dijo. No hice ningún comentario, era por demás. Toño estaba
enamorado del condenado carro viejo y lo usaba como una manda; como
los que se casan con una mujer gruñona. Cuando le sugerí lo
vendiera por cualquier suma de dinero, se ofendió. Apenas estuvo en
su uniforme, le pregunté que de donde había sacado la caja de la
televisión para cien canales. Sonrió como quien se dice más listo
de todos. Lilith, una de las ancianas vecinas, se la había regalado
con todo y la suscripción por dos años. Rehíce en mi mente la
imagen de la viejecita de cabeza blanca que a veces nos traía pasta
o pollo recalentado.
-¿Entonces ella se quedó sin televisión?
-No, agarró una oferta de dos por uno. No sé si dos son las cajas o
las suscripciones. Pero de cualquier forma.
-Cool.
-Si quieres, un domingo venimos a ver el partido con unas frías a
puerta cerrada.
-OK, me gusta la idea.
-Además, tengo tres canales extras de telenovelas y como cinco de
películas, incluido uno de porno.
-No pues de lujo- dije para no desanimarlo; a mí la verdad me
importaban un verdadero pepino los cien canales y el porno. –Puse
mi mano en su espalda. -Toño, quería pedirte un favor bro.
-¿Si?
-Necesito un favor.
-¿Yo te debo dos favores, no?
- Si, pero no es por cobrar el favor, ni nada por el estilo… ayer
me golpee
la rodilla y necesito descansar, creo que se me
infectó.
-¿En serio? Mala onda bro. ¿Cuántos días?
-Desde mañana.
-Es martes ¿verdad? O sea no vendrías tampoco miércoles, jueves y
viernes.
-Exacto, estaría al pie del cañón el lunes próximo. Si quieres toda
esa semana, si no hay muchas llamadas claro, te cubro y tú
aprovechas para ver novelas y pendejadas.
-No insultes, no insultes.
-¿Entonces?
-Va.
Fui por mi mochila. Me vio caminar medio
jorobado y medio arrastrando la pierna. El dolor era en los
genitales y caminado así era la única forma de evitar la fricción
con el pantalón. Aún me sentía molesto con mi agresora.
-¿Te duele?
-No tienes idea, es la rodilla.
- Recupérate, yo también se hacer favores. Si viene Joel le diré
que estás de misión en alguna de las casas, o que llevaste a uno de
los viejos de compras.
-Chingón.
-Pero con este favor te pago los dos que te debo.
-OK, dos por uno. Te lo agradezco un montón compadre. Te veo la
próxima semana.
Nos despedimos y salí lentamente de la base y arrastrándome llegué a mi casa. Gorda abusiva. Me sentía mal, eran chingaderas. Lo que me seguía preguntando era: ¿cómo había transportado el carrito de golf sin ser vista a través de la calle Paton? ¿Cómo me había puesto la ropa? De pronto se me ocurrió que la violadora a lo mejor tenía ayuda de alguien. Cuando llegué a mi casa, supe que había completado una hazaña. Entre por la puerta del jardín, me tiré en la cama y dormí como doce horas continuas; mismas en que mi abuela aprovechó para enviarme un mensaje en forma de sueños, a veces difíciles de descifrar.
12Atendí finalmente al llamado de Candice, ya la
había hecho sufrir lo suficiente con dos plantones. Como los
primeros días no puse atención a sus recados en el teléfono de la
oficina, comenzó a llamar a mi jefe hasta que este nos envió un
ultimátum. Mandé incluso al Toño en mi lugar, pero se había
aferrado y lo envió de regreso con palabrotas, y cuando una mujer
se aferra no hay poder humano la haga cambiar de parecer.
Finalmente llegué a su casa, venía preparado, sabía que la supuesta
llave rota del agua era falsa, así que ni me molesté en bajar la
caja de herramienta, pero sí condones. La herramienta iba a ser yo,
bueno, un ápice de mí para ser más exactos. La tal Candice no
estaba del todo mal, con sus añitos encima claro, pero hacia
natación, una hora diaria de ejercicio en el gimnasio y meditación,
después supe. Su marido era un mayor con medalla al valor, aunque
eyaculador prematuro, a quien periódicamente engañaba. Esta última
información la supe por la boca de Martina, ambas habían coincidido
en al menos dos bases. En la primera ocasión habían sido vecinas de
una casa a otra, así que se conocían de algo y más. Según Martina,
escogía hombres que no representaran problemas; solteros
inexpertos, viudos, empleados domésticos, tipos no muy listos.
Encontré la puerta emparejada y entré a la casa. Estaban las
cortinas cerradas, no había luz eléctrica, pero si unas veinte
velas en todas partes, distribuidas estratégicamente, flores
regadas en el piso, en el ambiente un olor a incienso de lavanda.
Llevaba apenas una batita transparente, unos zapatos altos azules
de tacón delgadísimo y el pelo suelto. Me recibió con un largo beso
húmedo y me desnudó lentamente. Me dejé hacer, mientras le tocaba
los pezones y le daba nalgadas. Rodamos sobre las flores. Cuando me
despojó del pantalón, besó mi abdomen, mi pelvis y se metió mi
miembro en la boca más rápido de lo que esperaba. Así estuvimos. De
pronto me puse de pie, la levanté en vilo de los cabellos y la
arrojé sobre el respaldo del sillón y procedí a penetrarla de
espaldas. De un sólo empujón se la metí y lanzó un grito de dolor,
el cual poco a poco resultó de placer conforme lubricamos.
Empujones fuertes y profundos al entrar, movimientos lentos al
salir. Le subí la pierna sobre el respaldo y le di un fuerte
empujón circular, volteó a verme con ternura y se mordió los
labios, tenía las uñas clavadas en el sillón. Se la dejé adentro y
comencé a besarle la espalda, le pasé la lengua por los oídos, los
hombros, le sobé las tetas. Cambiamos de posición y de ritmo, esta
vez me moví a un ritmo rápido, empezó a jadear y sentí como su
vagina se cerraba sobre la cabeza de mi pene, vi sus ojos
extasiados, lanzó un grito y descansó la cabeza sobre sus brazos.
Me detuve. Le di otra vuelta, me sobraba un poco más de gasolina,
por lo tanto la tumbé sobre la cama de flores y sus piernas
quedaron recargadas sobre mis hombros. Ella me ayudó guiando mi
pene hacia su vagina. Esta segunda embestida empezó lenta, tan
lenta como un blues lento. Me rasguñó la espalda… Lo que sigue de
aquí son tres o cuatro posiciones sexuales aprobadas por el Kama
Sutra; gritos, saliva y sudor, besos claro, muchos besos, caricias
todas y onomatopeyas ininteligibles en nuestros lenguajes. Dos
horas y media más tarde nos mirábamos a los ojos tendidos uno al
lado del otro. Candice pareció revelar su verdadera edad y su
ser.
-It was amazing! – me dijo con sus ojitos llenos de lágrimas de
placer. Me vine cuatro veces, en mi vida había sentido tan sabroso.
Me besó y dijo: ¿Cómo te llamas? Perdón, olvidé tu
nombre.
-Sergio, el mago.
-Nice.
Como siempre, una vez pasada la llamarada del
deseo, éramos dos extraños. Ella la esposa de un militar activo del
ejército de los USA y yo un mexicanito con cara de pene y güevos
grandes.
-Well… I think you have to go.
Entendí, me puse de pie, me vestí y caminé
rumbo a la puerta. Me sentí como una puta a quien le han aventado
un puñado de billetes en la cara. Lo más triste, es que no era sino
una forma de trabajo con su firma. Vil y puro chantaje por haberme
visto platicar con Martina y con Regina. Tomé mi teléfono
discretamente de donde lo había dejado, le puse play y vi un poco
de lo que había grabado, la secuencia de los hechos.
-Bueno, ahora soy yo quien tiene esto –se lo mostré- estamos
pagados.
-Pero… ¿qué?- Puso cara de asombro, por supuesto no se lo esperaba,
tomó asiento en la cama cubriéndose los senos con la sábana y
pareció muda; ahora en papel de víctima.
Me amarré las agujetas de los zapatos y me
acomodé el cabello en el espejo. Volteé a verla con desprecio;
golfa, ni un vaso de agua me había invitado, claro era, se le había
caído el teatrito, pensé y dije antes de irme:
-I am not your toy anymore. A mano, no más llamadas… estamos
pagados... ¿Cómo te llamas?- dije y le cerré un ojo dirigiéndome a
la puerta de salida. –Debut y despedida reina, que dios te bendiga-
le grité en español y azoté la puerta. En buena onda lo que sea,
por la fuerza ni salmón.
Como habíamos acordado previamente me presenté
a donde el capitán Thomas para vaciar la segunda parte del garaje.
Aparté lo que iba a quedarme; una lámpara de base, un mini
refrigerador y una máquina de masaje. “Cuando no se tiene quien te
de un masaje, pues ya de perdida una máquina”, recuerdo pensar; se
veía casi nueva y funcionaba, todo funcionaba. Volvimos a beber
cervezas y a comer piza recalentada. Al parecer el capitán tenía
por costumbre ordenar piza por teléfono todos los sábados y el
domingo recalentarla. Me explicó:
-Cuando uno llega a viejo decide quedarse con ciertas manías… A
cierta edad es difícil hacerse de nuevas costumbres, ya lo veras tú
mismo.
Cuando estábamos por terminar la segunda
cerveza, llegó un viejo, caminaba ayudado por un bastón. Era un ex
teniente, habían estado juntos en la primera guerra de Irak y era
un cascarrabias. Llegó manejando una vieja pick up con la base
oxidada la cual apenas se sostenía, una carcacha humeante. Se
estacionó en el driveway. El soldado descendió de ella aventando
escupitajos. Traía consigo cinco litros de aceite del número
cuarenta, ocho bujías, platinos, condensador, y filtros de gasolina
y aceite. Además, una batería nueva.
-Hey motherfuckers, what´s up!- nos gritó. –Denme una mano.
El capitán se puso de pie lentamente, caminó a
recibir a su contemporáneo y se abrazaron.
-En la cajuela- me dijo a mí enfatizando con el pulgar; en mi
calidad de empleado.
Fui a la camioneta, traía placas de Florida de dos años atrás, seguramente el viejo la usaba sólo dentro de los perímetros de la base. Eran dos cajas y la batería. Hice dos viajes.
El cascarrabias era sabelotodo. Al principio quería dirigirme, pero pronto se dio cuenta; el experto en carros era yo, y además no era muy dado a escuchar necedades. Se quejó del clima, de los precios de las cervezas en el supermercado, de los adolescentes que salían de la cancha de basquetbol en sus patinetas, de las chicas casi niñas que se tostaban en unos mini bikini en el área de la alberca y de cómo no habría aumento a la mugrosa pensión que recibía. Pero sobre todo, de cómo las minorías raciales estaban tomando el control de América. Me dejaron hacer lo mío y fueron a sentarse bajo uno de los parasoles recuperados de la cochera; el otro ya estaba en la basura.
Remplacé las bujías viejas por las nuevas.
Limpié lo base del platino y los inyectores del carburador. Cambié
la vieja batería y limpié los cables del arranque. Todo el proceso
me llevó algo como una hora cuarenta minutos, en los que el capitán
y el gruñón de su amigo estuvieron recordando buenos tiempos
rociando agentes químicos y torturando sospechosos. De sus
correrías con prostitutas, soldadas y detenidas. Me metí abajo del
carro con un recipiente para sacar el aceite viejo y remplazarlo
por el nuevo. Con un desarmador di vuelta al tornillo debajo del
cárter y el viejo aceite con olor a quemado comenzó a caer primero
lentamente y después más fluido. Me acosté en el piso cuan largo
era, a esperar a que el motor se vaciara. Eché un vistazo, el
maldito Cadillac hasta por debajo del chasis lucía impecable, y si
no fuera por el polvo y el aceite viejo, podría decirse, estaba
recién salido de la agencia. El gruñón algo había hecho para la
CIA, un trabajo de logística. Comenzó a jactarse de cosas que poca
gente haría. Cortarle los dedos a otro ser humano, colgarlo de los
testículos con sadismo, o arrancarle los dietes con pinzas de
mecánico. Ninguno de los dos era ningún abuelito a quien debiera
uno abrirle la puerta del consultorio con ternura; par de gandules.
Yo los escuchaba desde abajo del auto, donde por un momento cerré
los ojos. Mis oídos también se aislaron… De pronto me levantaba del
piso con el Cadillac entre los brazos, lo sostenía en lo alto,
donde le daba dos giros y lo lanzaba contra la cochera, la cual se
hacía pedazos con un gran estruendo. Daba de patadas a los viejos
cabrones, destrozaba las sillas y el parasol… Volví a escuchar
sonidos. Abrí los ojos, vi el motor de ocho cilindros sobre mi
cara; continuaba acostado abajo del auto. Sonreí a mis adentros.
Algo le estaba pasando a mi imaginación, a últimas fechas me veía a
mí mismo en sueños o en momentos como este, haciendo cosas
increíbles. Cosas tan reales y claras que me parecían vividas en un
tiempo pretérito, o en otra vida. Esperé hasta la última gota de
aceite y volví el tornillo y el empaque a su lugar. Agregué
gasolina manualmente al carburador. Puse la llave en el encendido y
le di marcha, se atoró un poco, pero al tercer intento lo logró,
arrojando volutas de humo por el escape. Pisé varias veces el pedal
del acelerador, bombeando. El viejo carro ronroneó unos instantes y
después poco a poco el ritmo de su motor fue regularizándose. El
capitán brincó de gusto como un chiquillo y palmeó la espalda de su
amigo, cuándo escuchó su auto andar, rugir. El par de vejetes
volvieron a ser dos chamacos jugando a las manitas calientes, en
pieles arrugadas. Sabelotodo torturador dijo que al motor le
sonaban las válvulas. Quizá era verdad, aunque no di importancia a
su comentario. En lo concerniente a mí, el trabajo estaba hecho, el
motor funcionaba. Lo más desagradable del tipo era su tono de voz,
su despotismo evidente. Pero bueno, se aprende, con los soldados, a
veces es mejor hacerse el tonto, el despistado y sonreírles; están
educados para ser mierdas.
-¿Listos para una vuelta?- dije a ambos.
-Yes sir.
–Vayan, les espero bebiéndome una cerveza, creo la merezco. Empujé
al capitán Thomas dentro del vehículo.
-Por supuesto, por supuesto- dijo fascinado agarrado el volante.
Cerró la puerta del auto sonriendo. Sacó la cabeza un poco por la
ventanilla y me preguntó: -¿Seguro no quieres venir?
-No, no, vayan ustedes. Finalmente yo tengo mi propio Cadillac
estacionado allá mismo- señalé el carro de golf adaptado para
acarrear nuestras herramientas de trabajo dentro de la base.
Sabelotodo ex torturador tomó el asiento del
copiloto.
-Tú te lo pierdes muchacho.
El Cadillac salió en reversa y elegantemente desapareció en la
calle.
Fui a la mesa debajo de la sombrilla, tomé una cerveza del
refrigerador portátil y me senté en una de las cuatro sillas del
conjunto. Me limpié el sudor. La lámpara, con la que había decidido
quedarme, estaba en muy buenas condiciones, y ya sabía el lugar que
ocuparía en mi cuarto en la casa de los gatos; junto a la silla
fuera del baño. Detrás de la puerta, pondría el pequeño
refrigerador y ahí guardaría cervezas para cuando Martina me
visitase. Giré la vista hacia la cochera vacía, había sido bastante
trabajo, aunque me consoló la idea de los sesenta dólares en el
bolsillo. Lo de la mecánica lo había hecho por gusto. Por un
momento me sentí en paz conmigo mismo, en definitiva la suerte
estaba regresando por su caudal. Pensé otra vez en Martina, la
invitaría a pasar conmigo el fin de semana. Sonreía a mis adentros:
la suerte que es todo en la vida. La suerte de no haber muerto, la
de no estar loco, o lisiado, o prisionero. Pero también la del
dinero, la de las mujeres, la de la salud, la del buen humor, la de
la buena comida. “Puede nacerse rico, pero si se tiene mala suerte
se pierde todo; o puede serse muy pobre, pero si se tiene suerte,
todo es posible”- palabras de Pedro. En ciudades como Las Vegas
todo depende de ese factor. Me había tocado ver tipos un día en
limousine y al otro, parados en la calle pidiendo para un café.
Empiné la botella. Martina me sonrió una vez más, terminábamos de
hacer el amor. Finalmente el cambio no había sido tan malo, ni el
trabajo en la base, me congratulé a mí mismo, en definitiva me
consideraba un tipo con suerte… Quizá no la suerte grande del que
se gana el millón de dólares en la primera jugada sin saber
siquiera como se lanzan los dados, pero si la suerte de quien puede
mantenerse jugando sin tener que dejar la ropa interior, o peor
aún, el orgullo en prenda. Terminé mi cerveza cuando el Cadillac
volvió a aparecer. Los dos vejetes venían riéndose, el carro
funcionaba a la perfección y yo era un genio en opinión de ambos.
No habían podido salir de la base; placas y licencia vencidas. Me
limpié la grasa de las manos con gasolina. Preparé mis cosas y me
acerqué al capitán Thomas, para pedirle mi justa remuneración
después del trabajo cumplido.
-Ok. Bueno pues, hasta la vista señores, capitán, teniente, me voy,
mi camión está por salir- me despedí de mano, apurado, como si
tuviera prisa.
El capitán se puso de pie, me empujó hasta la calle, se buscó
dentro de la bolsa de la camisola y me extendió un sobre doblado
conteniendo mi dinero. Miré adentro, discreto, lo acordado, tres
billetes de veinte dólares y algo extra.
-Muchacho, gracias por lo del auto, aquí entre nos, pensé enviarlo
a la chatarra.
-Pero como, si es un hermoso carro, su hijo se va a poner feliz en
cuanto lo vea.
-Lo sé, lo sé… en estos días tramitaré las nuevas placas.
-Buena idea.
-Entonces vendrás por una vuelta, ¿verdad? ¿Tienes
licencia?
-Sí, de Nevada y está vigente claro.
-No se hable más. No creo que te van a dejar subir al autobús con
esa lámpara y el refrigerador tal, inmediatamente el nuevo auto
tenga placas te llevaré a tu casa con las cosas que te
pertenecen.
-Es un trato- dije y caminé hacia mi Cadillac, por lo menos el que
manejaba en esa zona.
Abordé mi carrito y fui a la cabina. Lo del camión era falso, el
próximo no pasaba sino hasta dentro de dos horas, la verdad es que
el torturador aquel me había caído mal y no creí prudente sentarme
a escuchar sus estupideces, vamos, hasta para nosotros quienes
siempre tenemos que andar sonriendo hay un límite. Al menos el
capitán Thomas tenía vergüenza de lo que había hecho, lo había
escuchado en su voz. Me despojé del uniforme y en calzoncillo me
senté frente a la televisión de Toño. Por supuesto la puerta estaba
cerrada y las cortinas. Con el control di la vuelta a los cien
canales a nuestra disposición gracias a un cable “puenteado” de una
de las casas y no encontré nada más que banalidades. A mí en lo
personal me importa un pepino los chismes de los famosos, las
cuentas bancarias de la realeza británica, o los reality shows que
no son sino vulgares realidades diminutas para estúpidos. Opté por
una vieja película de vaqueros que pronto me aburrió y opté por un
canal de videos musicales. Me puse de pie y fui al escondite donde
guardábamos la botellita de ron que no faltaba. Ya fuera Toño quien
la trajera o yo, dado que a ambos siempre a final de la jornada se
nos antojaba un traguito. Me serví en un vaso; teníamos tres, dos
bajos y uno para jaibol. Regresé a mi lugar en la televisión,
cuando tocaron a la puerta. ¿Qué hacer? Podía nada más no abrir,
técnicamente era domingo y ese día no se trabajaba; no era mi
obligación responder. Volvieron a tocar, esta vez con más
insistencia. Quizá era el capitán para una última cosa, o Martina
que me había visto en el área, aunque eso era una estupidez -pero a
veces los enamorados cometemos estupidecesrecapacité. Desee lo
segundo con todo mi corazón. Nada de eso. Era una vecina, se le
había caído un apagador y lo traía en la mano. No pareció
sorprendida al verme sólo en calzoncillos, pero a mí sí me entró
pena, así que medio cerré la puerta:
-¡Sorry, sorry!- dije y corrí a ponerme los pantalones.
Entró detrás de mí, cerró la puerta a sus espaldas y me miró como
una mujer deseosa.
-Hola, soy Jaire.
-Mucho gusto.
Nací con la buena gracia de saber leer a las mujeres. Por supuesto
hay mujeres difíciles, otras más complicadas, pero casi siempre
entiendo sus mensajes; los pequeños enigmas escondidos, o quien
sabe que carajos. ¿No es un don? No estoy diciendo que es sólo algo
relacionado con bajarles las pantaletas a las damas, sino va más
allá. Es digamos, un tipo de conexión sensorial. Por supuesto en mi
vida han existido un montón de mujeres con las cuales no he dormido
jamás; amigas, algunas primas, tías, compañeras de trabajo,
vecinas. Y mi abuela, la mejor de todas las mujeres… Cabía la
posibilidad y yo hubiese sido una mujer en la otra vida, como
Patricia había insinuado alguna vez con el afán de joder.
La mujer aquella me miraba de arriba abajo. “Jaire”, la reconocí,
era una de las vecinas; una chica asiática bajita pero de
proporciones perfectas, lo que se dice en el argot masculino, una
galletita con mensaje adentro. No entendí cuál era la reparación.
Algo era claro, había captado algo entre Candice y un servidor;
algo íntimo, a través de la ventana de su cocina creo, eran
vecinas. Además, me había visto hablar
confidentemente con ella en el partido de los minusválidos y había
atado cabos, según ella… No entendía si buscaba plata por su
silencio, o algo a cambio. Su inglés tampoco era perfecto como
supondrán. Mientras me ajustaba el pantalón y me subía el cierre,
dio algunas vueltas alrededor de mí, como si me evaluara. Esto me
permitió verla, no estaba mal, aquel pantalón de yoga untado al
cuerpo le hacía verse sexy. Noté algo, no llevaba ropa interior,
tampoco sostén sobre la blusa azul con tres botones desabrochados.
Recordaba a las asiáticas como ardientes, aunque frágiles. Sería la
tercera excepción en mi lista. Di un paso al frente y le cerré el
paso, ya en plan de hombre. Corrí el seguro y todo sucedió a puerta
cerrada.
Cuando supo estaba enfermo, ni tarda ni
perezosa Martina apareció en la casa de los gatos. Traía flores,
chocolates, una botella de vino, panecillos y besos todos. Ante su
insistencia de hacer el amor y mi negativa, hube de contarle todo
lo que había pasado. Me escuchó con ojos abiertos por el asombro.
Se molestó muchísimo, se levantó y le dio tres vueltas al cuarto.
Se sentía ofendida por mí. Amenazó con denunciar a la gorda Vanesa
a la PM, con el general y contarle. Le dije que yo también lo había
pensado, y que todas las veces había llegado a la misma conclusión:
era inútil, quizá hasta peligroso. La jalé hacia mí, me abrazó. Le
hice jurar no hacer nada. La tranquilicé; agradecía el seguir con
vida, el continuar virgen de mi ano. Me miró de frente. En un
arranque de molestia volvió a ponerse de pie y me echó en cara
cierta cooperación en el numerito de la gorda. Se equivocaba, le
dije. A este punto, el ofendido fui yo, y la mandé al carajo en mi
acentuado inglés, a final de cuentas no tenía por qué rendirle
explicaciones a nadie y menos a ella, la decisión de no decir nada,
estaba tomada. Se sentó nuevamente y pidió disculpas. Me levantó la
camisa del pijama y vio a mi pobre pene irritado y adolorido.
Aceptó, unos días sin sexo no nos caerían mal y sonrió. Me besó
primero la frente como a un niño y después la boca. Nos
disculpamos. Le conté de mis días off en la chamba y propuso un
viaje a Atlanta. Acepté, pero necesitaba por lo menos dos días en
cama… solo. A regañadientes agarró la onda y se ofreció a llevarme
libros de la biblioteca pública. Le pedí que antes de irse subiera
a dejarle la caja de chocolates a mi casera, quien por su parte
había prometido hacerme sopa de pollo, creyendo un padecimiento
estomacal y fiebre.
-¿Y si me pregunta quién soy?
-Nada, una amiga del trabajo. Además sabe de ti, creo nos escuchó o
algo, tuve que decirle existías, como compañera de trabajo
claro.
-¿Y si me interroga o me hace preguntas?
-No, no es su estilo. Además esta medio sorda, medio ciega y olvida
cosas.
-Ok, subiré los chocolates. Le diré que tienes diarrea y fiebre.
Mañana te traigo los libros, ¿alguna preferencia?
-Sí, excepto libros románticos o de
autoayuda.
-Ya está. Entonces prepárate porque el fin de semana nos vamos de
paseo-. Volvió a levantar la camisa del pijama y le dijo a mi pene
–Que se alivie señor, cuídese, adiós-. Le mandó un besito de
aire.
-Gracias, gracias- dije yo- te manda besos también.
Martina sonrió, me dio un ardiente beso de
despedida en la boca y casi rompe mi voto de castidad.
En esos días de lectura, meditación y sopa de pollo recargué pilas,
dormí mucho y reflexioné bastante. Pensé incluso en cortar con
Martina pues lo que hacíamos no era correcto y para un tercero
injusto; el marido luchando en la guerra, mientras me aprovechaba
de la soledad de la esposa, de la distancia entre ambos. Por los
tres días que estuve en mi cuarto a puerta cerrada y con las
pelotas al aire, no la vi, pero la extrañé… fue cuando supe,
aquello era una mala señal. El viernes pasada la hora de la comida,
llegó la susodicha por la puerta de enfrente, con pastel para la
señora, comida gourmet para los gatos y una camisa nueva para mí.
Su desbordante energía se sintió en toda la casa y hasta Tigrillo
que es bastante apático, corrió escaleras arriba a recibirla.
Platicó un momento con mi casera, escuché el taconeo de sus botas
sobre el piso de madera y después apareció en mi cuarto. Cerré el
libro que me encontraba leyendo, levanté la vista, se veía
despampanante. Me sonrió y literalmente se lanzó sobre la cama. Nos
dimos besos, nos acariciamos, y a pesar de estar casi del todo
recuperado, como no quería arriesgarme, le pedí que esperáramos un
poco, quizá un día más.
Resignada se puso de pie y me conminó a hacer lo mismo. Preparé una
maleta pequeña, me vestí con calzones grandes y pantalones
holgados, nos despedimos de mi casera y salimos tan felices como
dos chiquillos. Abrió el portaequipajes del Mustang, acomodé mi
maleta junto a la suya.
-¿Joder, pues qué tanto llevas?- solté jovial.
-Sólo lo necesario. ¿Qué tal si en el hotel hay donde nadar? ¿Y qué
tal si vamos a bailar?
-Ok, Ok… ves, esa es otra cosa que nos diferencia de ustedes las
mujeres.
-Yo diría, no es que somos diferentes, pero si más
precavidas.
Martina tomó el asiento del piloto y salimos de Albany ya entrada
la noche, hablamos de mil cosas, reímos y hasta entonamos un par de
canciones. Paramos a cenar en un restaurante de camioneros, el cual
resultó bastante bueno; devoré un filete con ensalada y papas, todo
me supo a gloria después de la dieta de sopitas desabridas. Martina
bebió una cerveza y yo una coca cola grande, acordamos que esta vez
manejaría yo para no dejarle todo el trabajo. Pagué, salimos y
miramos la luna llena y las estrellas por varios minutos, Martina
sabía los nombres de algunas de ellas. Abrazados, mejilla con
mejilla vimos pasar un cometa y se nos erizó la piel, no dijimos
nada pero ambos lo supimos: aquello era un augurio. Ajusté el
asiento del chofer a mis necesidades y regresamos al highway. Le
conté como había aprendido a manejar, desde muy chamaco, pues mi
padre me había encargado a la abuela y relegado ciertas cosas; como
llevarla a la iglesia, al panteón a visitar al abuelo, a las
compras, aquí y allá todo en una camioneta vieja asignada para el
uso de la casa. Finalmente en la última parte del viaje, Martina se
quedó dormida. En un punto mis manos sobre el volante, la cara de
Martina sobre el respaldo y todo el paisaje, se cubrieron de una
luz anaranjada. Cerca de Atlanta, el sol estaba en el horizonte y
me moría por un café. Me detuve en una gasolinera, aproveché para
llenar el tanque y comprar dos cafés con leche. Cuando regresé, el
hombre del servicio limpiaba los cristales, me dijo que ya había
checado el aire a las llantas; todas estaban bien. Le di dos
dólares y monedas de propina. Entré al auto, miré a Martina, dormía
plácidamente y no despertó hasta que le puse el vaso de café cerca
de la nariz; sonrió. Era la mejor forma de darle la bienvenida al
día: sonriendo. Se acomodó en el asiento y tomó el café entre las
manos, me preguntó dónde estábamos y como cuantas horas había
dormido. Puse el vehículo en funcionamiento y lo alejé de las
bombas varios metros, hicimos planes. Guardaríamos el auto en un
garaje seguro, Martina no quería arriesgarse a que lo reconocieran.
Intentó darme explicaciones en torno a la importancia del carro
para el esposo y todos los etcéteras. La paré en seco, estaba de
acuerdo en guardar el auto, y en no tomar el riesgo de que lo
robaran, era una joya. Pero más importante aún, no deseaba meterla
en problemas.
Volvimos a cambiar de lugares, me besó en la boca y nos pusimos en
movimiento. Nos acercamos a Downtown, nos detuvimos en un hotelito
de media categoría y ahí nos dijeron de un garaje, funcionaba las
24 horas del día y era seguro. Ya sin auto y libre de
responsabilidades, pasamos el resto de la mañana caminando por la
ciudad. Mirando esquinas, subiendo escaleras, cruzando calles,
mirando grafitis, nombres de calles, deteniéndonos a contemplar
fachadas, vitrinas, besándonos. Nos detuvimos en un aparador, vimos
un lindo vestido y acordamos se le vería bonito. Comimos en un
restaurante italiano, ella pidió camarones empanizados y sopa de
papa. Yo comí pasta y sopa de tomate. Me contó de su padre, había
sido soldado de oficina por cuarenta años. De sus hermanos, uno era
policía de azul y vivía en California; era tan gordo como su esposa
y los dos sobrinos. El segundo hermano, había terminado de
guardaespaldas de un político, era abusivo y maltrataba a la esposa
e hijos, como él mismo había sido abusado por el padre de
ellos.
-Mi padre la traía contra él, por cualquier cosa lo sancionaba,
quizá por rebelde… Mejor dicho, lo golpeaba, hasta que un día las
cosas cambiaron y él empezó a abusar de mí ya viejo padre. En mi
familia hubo mucho abuso, sobretodo verbal, pero de vez en cuando,
también físico.
-¿Y ambos hermanos terminaron como policías?
-Más o menos, sí.
-Curioso, ¿qué no?
Martina me miró con aquel puchero que hacia tan bien y hablé de
mí:
-En mi caso fue diferente… bueno, no puedo negar a una madre
católica y lo que eso implica; represora, moralina y poco
condescendiente.
-¿Cómo era tu padre?
-Estoy orgulloso de mi padre. Con él hablaba, con mi madre
discutía. Ella llegó a agredirnos, a golpearnos claro. Por mucho
tiempo dejé de hablarle, sobre todo el principio de su enfermedad…
pero poco después la perdoné. Uno tiene que perdonar a sus padres
para estar en paz con uno mismo, ¿no crees?
-Sí, tienes razón.
-Mi padre era ateo, pensaba que el gobierno no era sino una partida
de ladrones oficiales asociados. No creía en el estado, ni en los
policías mexicanos. Lo más importante, era un hombre que sugería y
no regañaba; dejaba a uno ser.
-Me gusta tu padre- comentó Martina.
-Aunque de todos, mi favorita fue mi abuela, un ser muy especial y
con mucha sabiduría, nunca me abandonó.
-Yo no conocía a mis abuelos.
Vino el mesero, puso la cuenta en la mesa y se alejó. Martina tomó
la libretilla de piel negra con el recibo y se la acercó. Abrió su
bolso de mano y dijo buscando adentro:
-Los he perdonado a todos, incluido a Lee- Se apresuró a pagar con
tarjeta de crédito.
Ni siquiera me dejó ver si me alcanzaba.
Salimos de ahí y abrazados echamos a caminar; actuando como novios
de los primeros días; sintiendo gusto el uno por el otro; en la
ensoñación total. Nos detuvimos a escuchar a un músico callejero,
un violista que hacia llorar su instrumento mientras cerraba los
ojos inspirado. Arrojé cinco dólares a la maleta del violín en el
piso abierta. En el cristal de una armería nos paramos a ver
pistolas, una colección grande. “¿Cuál es la atracción siniestra
que los hombres tenemos hacia las armas?” me pregunté en silencio.
Martina vino por detrás y me mordió la oreja muy suave. Me encendí
y la tomé de la mano rumbo al hotel.
Apenas esperamos a cruzar la puerta, para arrojarnos el uno en los
brazos del otro. Me arrancó la camisa y le ayudé a sacarse los
pantalones. Le quité las pantaletas y rodamos por la colcha de
aquella cama tamaño king size. Al quedar desnudo me encontré con
una grandísima erección. El daño casi había desaparecido pero debía
tener cuidado. Martina también venía húmeda, así que esta vez sin
mucho preámbulo, la penetré de un sólo empujoncito lento pero
dulce. Gimió y comenzó a besarme. El baile se hizo lento, rápido,
hacia arriba, hacia abajo, de un lado de otro... Nos queríamos
fundir. Yo estaba loco por entrar en ella no sólo con el pene, sino
con todo mi cuerpo. Sudábamos, gozábamos, era una combinación de
olores que acrecentaba nuestro placer. Rodamos y Martina quedó
arriba; tomó asiento y dijo:
-Golpéame.
Le propiné dos nalgadas no muy fuertes, más bien suaves.
-Harder.
-What?
-Que me golpees más fuerte.
-Volví a moverme en redondo y a golpearle las nalgas, en una
coordinación perfecta.
-Mmmm, me encanta- me dijo al oído donde metió su lengua.
-Tú también me encantas Martina, eres un dulce.
-Golpéame de verdad.
-What!
-¡Que me golpees carajo!
La hice a un lado y salí de ella, ofendido.
-¡Estás loca, no pienso golpearte, ni siquiera para que alcances un
orgasmo!
-¿No te gusta golpear a las mujeres, o sólo tienes miedo de que
pueda venir la policía?- me gritó siniestra.
-No me gusta golpear a las mujeres, no me siento capaz. En mi casa
me enseñaron que a las mujeres se les respeta y protege.
Se cubrió los senos y se recargó en los cojines. Después de unos
minutos dijo:
-Lo siento…
Nos volvimos a tender frente a frente. Le acaricié la cicatriz en
el brazo. Con un dedo seguí la línea de la herida desde donde
empezaba hasta el final. Mi miró incógnita y dijo:
-Es una caída- aunque en su voz había un profundo dejo de
justificación. Entendí, a lo mejor había sido uno de aquello
orgasmos inolvidables… y dolorosos, aunque no dije nada, me abstuve
de cualquier comentario. Esta vez mi dedo recorrió sus cejas y bajó
por su nariz hasta sus labios. Los hermosos labios; todos los
labios de Martina.
-¿Y la cicatriz en tu espalda?
Ella pareció preocupada, así que le ayudé un poco:
-¿Parte de la misma caída?
-Si- respondió.
Aunque supe era mentira. Lee era un esposo abusivo. El padre de
Martina había sido un abusivo también y los hermanos seguramente.
Martina y su marido se habían conocido en la High School, donde
habían sido novios por dos años y después contraído matrimonio
perdidamente enamorados el uno del otro. Para Lee, el ejército
había sido la única opción para mantener a una esposa y un hijo que
venía en camino. Estaba en pleno apogeo la guerra con Irak y la
demanda de hombres jóvenes dispuestos a morir como valientes era
alta. En poco menos de seis meses llevaba ya puesto un casco de
soldado, un fusil con doscientas balas, varias granadas, e iba
montado en un avión rumbo al Medio Oriente. Algo encontró Lee en la
guerra, al contrario de lo que Martina pensaba, a su regreso, no
renunció, sino que se preparaba para ascender a teniente. Vinieron
más viajes largos, algunos juntos, pero también ausencias en las
cuales Martina también cambiaba y pensaba mucho. Siguieron bases
militares, países, personas, amigos temporales que también
cambiaban. Martina, Lee y el pequeño Lee habían vivido en Corea, en
Dubai, en San Diego, en Virginia, en North Carolina y en otros
lugares. Fue en uno de esos lugares donde el pequeño Lee cogió un
bacilo, el cual lo consumió en meses, ante la mirada impávida de
los doctores que aseguraban, era un virus muy extraño para el cual
obviamente no encontraron cura. Hacía dos años de su muerte y aun
el recuerdo del niño la ponía a llorar. La violencia de Lee se
había acrecentado desde la muerte del niño e indirectamente la
culpaba de su deceso. Ella había llegado a desarrollar cierto gusto
por los golpes y los abusos durante el acto sexual, lo
aceptaba.
-¿Sabes…? con nadie había hablado de esto.
La estreché.
-Es triste cuando uno abusa del otro, porque entonces ya nos hay
punto de regreso, se pierde el respeto- me lo dijo la terapista que
me quitó los fármacos.
-¿Fármacos?- pregunté.
-Comencé a tomarlos cuando mi pequeño falleció.
-Siento mucho eso, de verdad.
-Siempre me he preguntado y me preguntaré; cuál fue el jodido virus
que mató a mi pequeño. Cuando recomendé una investigación criminal,
los de la PM se rieron de mí y sugirieron fuera al psicólogo. Así
fue como terminé abotagándome de fármacos.
-Son unas bestias, no saben de otra cura.
-Tengo una teoría; alguien que nos tenía envidia en esa época,
envenenó a mi niño con algo que le dieron de comer, o de beber. No
sé si en la escuela alguna de las maestras, algún vecino o alguna
de las novias de Lee, o los novios de ellas, no sé. Me he quebrado
la cabeza en adivinar quién sería capaz de algo de tal
envergadura.
-Suena muy macabro.
-¿Cómo es que el maldito virus no fue detectable, sino justo hasta
el último momento? ¿Cómo pudo un bicho creado en un laboratorio
iraquí terminar en el cuerpo de mi hijo?
-A lo mejor alguien con acceso a los laboratorios del
ejército.
-Lo mismo pensé… la verdad es que no quería ocasionar un problema
mayor, afectando la carrera de Lee, era a fin de cuentas sólo una
sospecha. Hubo un hombre, me veía con ojos de lujuria, era un tipo
insignificante, un don nadie y hasta después supe era el vigilante
de los laboratorios del Bioweapons National Program. Pensé en
decirle a Lee, pero que podría yo ganar. ¿Qué matara al tipejo?
¿Qué terminara alguien más en el cementerio y otro más en la
cárcel? ¿Qué me acusara de infidelidad? De cualquier forma mi niño
ya no regresaría a mis brazos. El tipejo se obsesionó conmigo, me
seguía con sus sucias miradas, me acosaba… aunque nunca se me
acercó directamente ni me dijo sus intenciones.
-Eres un sueño… cualquiera podría obsesionarse contigo.
-Me das miedo.
Sonreí:
-No te preocupes, no soy ese el tipo de persona. Si una mujer no me
da entrada, entiendo; me doy la vuelta, busco otra y se acabó…
Nunca he acosado a una mujer, no es mi estilo.
-Eso espero.
-¿Y nunca pensaste en otra persona? Digo, alguien más bien
relacionado con Lee.
-Sí, lo pensé también. Y si, hubo una mujer, estuvo en la misma
unidad que mi esposo, en Irak y ella definitivamente pudo tener
acceso a ese tipo de monstruos de laboratorio.
-¿Qué de ella?
-Estoy segura tuvieron un affaire. Estoy segura también, que ella
siempre pensó, Lee sería más feliz con ella que conmigo. En una
fiesta los vi besándose.
-¿Y qué pasó?
-Se lo eché en cara a él, pero lo negó rotundamente…. Es más, para
darme gusto nos movimos de base y por eso estoy acá.
-Lo cual no significa que ellos no sigan viéndose.
-Claro, eso mismo le dije a él.
-¿Nunca pensaste en contratar a un investigador privado?
-Hubiera sido imposible para un civil meterse a investigar
cualquier cosa relacionada con lo militar. Es un mundo aparte;
tiene sus propias reglas, su propia ley, su propia forma de hacer
las cosas.
-De cualquier forma lo siento… a lo mejor lo más sano es olvidar
todo como sugieren los terapistas. ¿No has buscado embarazarte otra
vez?
-Lo he intentado… pero nada más no, quizá no he tenido suerte,
quizá necesitamos más tiempo, quizá es que nuestra química ya no es
la misma... Es algo de la naturaleza, a lo mejor su mensaje es que
no volveré a ser madre otra vez- sus ojos se pusieron lacrimosos y
una lágrima escurrió de sus ojos.
Puse mi boca en sus ojos y bebí sus lágrimas, me supieron a
tristeza:
-No lo tomes así.
-Algunas mujeres perdemos la oportunidad.
-Todavía eres joven… vamos las esperanzas son muchas.
-No sé qué pensar… Estoy curada del rencor, eso sí lo sé,
principalmente contra dios. Curada del odio contra las personas que
me parecieron sospechosas, del amor a golpes que tuve por muchos
años con Lee y de mi desinterés por él… de arrepentirme de todo lo
que no hice.
-Qué bueno, eso es importante.
-Estas últimas semanas han sido especiales, me siento como en una
burbuja.
-También yo… El haberte conocido me ha devuelto la confianza, no
sólo en mí, sino en la suerte, la cual pensé había perdido por
completo en Las Vegas.
-¿Algún día vas a contarme qué pasó en Las Vegas?
-Algún día… je je, no sé a ciencia cierta lo que pasó ahí, de
verdad. Sólo sé que algo muy grave, algo que ni yo mismo he puesto
todavía en perspectiva.
Guardamos silencio unos minutos.
-Estar contigo me llena de paz.
-¿Sólo eso?
-No tonto, pero es algo diferente, algo desconocido. Me siento como
una jovencita… quizá porque me inspiras mucha confianza. Quizá
porque nunca había sido infiel y de pronto descubro no es tan
malo.
-¿Sólo eso?
-Se me ha quitado la vergüenza de la primera vez, el sentido de
culpa.
-Es importante no tener miedo, más si esta mujer esta
desamparada.
-¿Te parezco una mujer desamparada?
-No, me pareces una mujer hermosa, una mujer con un futuro muy
grande enfrente.
-¿De verdad?
-Claro... Esta el divorcio, podrías regresar a estudiar, quizá
regresar a tu pueblo o moverte a una ciudad grande donde buscar
trabajo y ser independiente. Volverte a enamorar, no sé… Escaparte
conmigo.
-Je je je, gracias, lo pensaré.
Me besó, mordí sus labios, le palpé los pezones y dije a su
oído:
-Ahora sólo cierra los ojos y relájate, abandónate a las
sensaciones, vamos a entrar al templo de la ternura.
El domingo llegué a donde Terry y Regina, les
iba a cocinar fajitas, ensalada de chayote y quesadillas de tres
quesos. El mismo Terry había pasado por la lista de ingredientes
una semana antes. Llegó pasada la hora del lunch, venía en una
silla de ruedas con motor, llantas gordas, luces y claxon. Me tomó
de sorpresa, estaba precisamente leyendo en el WC, cuando escuché
llamaban a la puerta, después mi nombre. Si hay algo que me
disgusta, es me interrumpan mientras fabrico heces. De hecho
defecar es casi un acto sagrado, siempre y cuando vaya unido a una
buena lectura. Aventé de mal humor no recuerdo que libro de García
Márquez, me limpié el ano con papel de baño y salí a ver quién
carajos estaba jodiendo. Al abrir la puerta mi amigo con una gran
sonrisa.
-¡Terry! Que tal hombre.
-Sergio, como estas amigou- dijo en su español agringado- me
extendió la mano.
-Bien, bien- espera- le dije-. Fui al lavabo en una esquina y me
lavé las manos con jabón de ropa, mismo que usábamos para lavar
jergas y trapos de limpieza. Nos estrechamos las manos.
-Fui al juego, ¿te dijo Regina? Felicidades.
-Sí, me dijo. Buen partido, ¿qué no?
-Si hombre, buenísimo, la última parte fue de suspenso
absoluto.
-Les dimos una paliza, se lo merecían. Anduvieron diciendo que
éramos pan comido y tenían el juego en el bolsillo.
-Claro, eso les pasó por hocicones.
-Más vale no andar diciendo nada por ahí, porque después se te
revierte y te jodiste.
-Además terminas cayendo mal. Felicidades otra vez Terry.
-Gracias bro.
-Si bien entiendo el juego los colocó como campeones regionales,
¿qué no?
-En efecto, vamos por la copa.
-Sí señor, así se habla.
-¿Cómo ves? Mi nueva adquisición- dijo refiriéndose a la
silla.
-Carajo bro, ahora si vienes en el Mercedes.
-Claro; aerodinámica, ergonómica y automática, con direccionales y
escucha esto- hizo sonar el claxon.
-Es muy cool- le di una vuelta en
redondo. Si no hubiera sido una silla de ruedas habría podido decir
que era bonita.
-Prefiero mi silla de competencia claro, pero de vez en cuando hay
que llevársela suave, ¿no crees?
-Claro, claro… ¿Y a qué se debe la visita? –puse mi mano sobre su
hombro.
-A Regina se le ha metido en la cabeza que cocines para nosotros.
Dice lo volviste a prometer el día del partido.
-Claro, cocino para ustedes con mucho gusto… Es más, les puedo
pasar algunas recetas si quieren, también.
-Le va a encantar. ¿Cuándo? Dime una fecha, para que aquella no me
esté dando lata.
-¿Qué tal el próximo domingo?
-¿Hablas del domingo en cinco días?
-Sí, el lunes es off para mí, así que me queda bien… ¿pero no sé a
ustedes?
-Domingo… domingo… a veces vamos a Savannah, a ver a la media
hermana de Regina. Pero no creo que este fin de semana…
Hagámoslo.
-OK, no se diga más, el domingo pues. ¿Te gustan las fajitas? ¿Las
tortillas de harina? ¿El guacamole?
-Me encanta, sobre todo con unos buenos nachos.
-Entonces amigo, prepárate para las fajitas más ricas que hayas
probado en toda tu vida.
-Ja ja ja. Pásame un la lista entonces.
-¿Qué lista?
-De ingredientes.
-¿Ingredientes?
-Claro, para comprarlos, no vamos a dejar que tú gastes en algo
así.
-No hombre, si voy a cocinar yo compro todo.
-No insistas bro, no puedes dar y preparar… además, la verdad, aquí
en la tienda de la base nosotros tenemos mejores precios y bastante
buena calidad.
Era cierto. Además, con lo que me pagaban
aquellos desgraciados apenas iba flotando.
-Tienes razón, me gusta tu punto de vista. La próxima vez, cuando
cocines tus increíbles hamburguesas, yo compro la carne.
-No se diga más.
-Apuntemos entonces- entré a la oficina, cogí un lapicero y un
pedazo de papel, salí a donde Terry me esperaba, mirando
lánguidamente un árbol. Anoté: carne de res y de puerco para freír,
cebollas morada, ajos, pimiento rojo y verde. Aguacates, tortillas
de harina, limones, zanahorias. Chile serrano, chile piquín. Arroz
blanco, maíz en frasco y chicharos. -Con eso. Si llegara a faltar
algo y después me acuerdo, lo llevo.
-Excelente, entonces ya está. El domingo. ¿Supongo bebes tequila,
no?
-Tequila y cerveza, vodka y ron, cualquier cosa bro…
-Bien, porque tengo ahí un tequila que te va a volver loco.
El domingo me levanté tranquilo; me rasuré, bañé y me quite los pelos de las orejas y de la nariz. Me corté las uñas, me unté perfume y desnudo salí del baño con intención de regresar a la cama. Tengo por rutina levantarme a las siete en punto, llueva o truene, es una mala costumbre adquirida en todos mis años como empleado. Tigrillo ya me esperaba, ya saben, a la expectativa. Nos habíamos adoptado mutuamente. Iniciamos conversación. “¿Cómo éstas, cómo te ha ido?”. Tigrillo me respondió con un maullido y levantó una pata enseñándome las uñas. Del librero, acondicionado con cajones de fruta encontrados en la calle, tomé una de las dos latas de comida especial estilo gourmet que la noche anterior había comprado para mi amigo peludo. “Tripas, hígados de pollo y otras menudencias, seguramente con sabor artificial”. Cada lata había costado cincuenta centavos más que la comida de los otros gatos en casa, por el precio, suponía era mejor. Abrí la lata y olí. “Si no es mejor, por lo menos tiene mejor empaque. Prueba hermano, esto es saber comer, ven acá. ¿Notas la diferencia?” Se relamió los bigotes. Éramos realmente camaradas, no por nada me había ganado su compañía y su confianza. Le acaricié la cabecita mientras golosamente engullía su manjar. Lo dejé en paz, en eso me parezco a los gatos; soy individualista, no me gusta la intromisión. Aún húmedo, me metí bajo la cobijas y me puse a leer. Me levanté dos horas más tarde, el gato estaba ahora echado a mi espalda, cuan largo era. Me estiré y bostecé placenteramente. Me vestí con lentitud, me unté desodorante en las axilas y me amarré los zapatos. Miré la foto de mi madre desde la estación de trenes, cuando era jovencita. La de mi hermana abrazada a Carlos, su esposo y mi amigo de toda la vida el día de su boda en Hermosillo. Recordaba haberme puesto borracho, bailar, cantar, chillar; un día especial en mi lejano Sonora. Cogí un mandil, lo enrollé y metí a la bolsa de lona. Salí del cuarto, cerré la puerta a mis espaldas y subí las escaleras. La vieja miraba su tercer programa de domingo en la televisión. Había hecho panqués, me dijo. Les eché un vistazo en el sartén, se veían como unas cosas pálidas, amorfas de harina, feas. En definitiva mi casera no tenía talento para la cocina, pobrecita, pero le agradecí. Le acepté un café. Miré la televisión sentado en la sala con ella unos treinta minutos. A veces hacíamos comentarios sobre tal o cual actriz, o tal o cual historia; ella era una enciclopedia de banalidades. Material chatarra con el cual establecer una conversación con tu inquilino. Dije cualquier estupidez. A veces ella era quien me decía cosas, ya de los vecinos o de los programas. La morena de junto se había metido al jardín a robar albahaca y yerbabuena. Curioso, pregunté cómo es que lo había descubierto. “Por las pisadas en el lodo, como más”, fue su respuesta. Me sorprendió su conocimiento de boyscout, quizá todo lo de ser despistada era sólo una pantalla, o quizá demasiada televisión le estaba afectando. Seguimos chismeando. Otro de sus inquilinos, a quien rentaba el cuarto bajo la escalera, estaba por irse. Me preguntó si le conocía, le respondí que no. Al parecer, el tipo era un diseñador aeronáutico y había estado ahí para un contrato en la misma base donde yo trabajaba. “¿En la base diseñan aviones?” pregunté. “Como no, aviones, tanques, dicen que abajo tienen un bunker del tamaño de un estacionamiento lleno de sofisticadas armas. Hay hasta varios submarinos”. Me le quedé mirando, falso o verdadero, siempre cabía la posibilidad. Dos de los gatos comenzaron a entablar una pelea y rodaron por el piso gruñendo. Mi casera, ni tarda ni perezosa, los espantó con una de sus pistolas de agua que siempre tenía a la mano. “No hagas eso Mateo, es tu hermano”. Los gatos se llamaban todos como los doce apóstoles y sólo ella sabía quién era quien. Estuve tentado en preguntarle porque los había nombrado así, pero decidí que esa era una conversación para otro día. Fui a dejar la taza en el fregadero y me despedí de ella antes de salir de la casa, cerré la puerta con llave desde afuera. Había quedado con Regina y Terry, me recogerían pasado el mediodía, en the Ray Charles plaza, era una referencia común. Conecté los audífonos al teléfono y me tendí a caminar por la calle, soy un buen caminante, más si hay música en los oídos; me hace sentir como que la realidad es una película.
Regina llegó sola, me tocó el claxon dos veces
y subí al auto ya sin audífonos y sin anteojos oscuros. Ella vestía
unos descoloridos jeans y una blusa rosa. Me dio un beso en la
mejilla y yo se lo regresé. Me dijo que Terry se disculpaba, no se
había sentido bien aquella mañana. Ya habían comprado todo, sería
una tarde maravillosa. Me agradeció también cocinar para ellos.
Vendría otra pareja a la fiesta, sería la primera fiesta en su casa
desde el nuevo Terry, así lo llamó. Hablamos del partido, del
significado del triunfo y de lo importante que resultaba para su
esposo sentirse parte de una misión, de un proyecto. Entramos a una
gasolinera, se estacionó en una de las bombas, apagó el encendido
del motor y bajó del vehículo. Por el espejo retrovisor vi como
insertaba la tarjeta de crédito en la misma bomba. Descendí del
carro, tomé la manguera y la introduje en el tanque de la gasolina
hasta que se llenó. Regina tomó su recibo y regresamos al
carro.
-Te vi platicando con Candice el día del juego- soltó.
Me agarró desprevenido, no entendí el tono de
aquello.
-¿Candice? ¿Qué Candice?
-La mujer que vino a sentarse contigo por ahí del segundo
cuarto.
-Ah, la señora.
-¿Señora? Ahora la llamas señora. Vi cómo se te iban los ojos
mirándole las piernas, je je je.
-Bueno, es cierto, tiene bonitas piernas, pero de ahí a cualquier
otra cosa, sería exagerar. Además ella vino a presentarse, yo no la
conocía.
-¿No la conocías?
-Lo juro.
-Pero si pareció que eran íntimos.
-Falso, en mi vida la había visto.
-Bueno, anyway, pero una cosa si te digo, ándate con cuidado. No
sólo porque es de lo peor, sino porque el marido está loco y no sé
qué hará si te ve merodeando muy cerca de su cougar
esposa.
-A mí que me esculquen. Eso es exactamente lo que me pareció, una
cougar desesperada. Cuando regresé a mi asiento ya estaba ahí, en
el de junto, sonriéndome.
-A mí no tienes porque explicarme nada, lo que sí sé, es que el
loco de su esposo no va a escuchar tus excusas ni un minuto. Es un
ex boina verde muy talentoso; en lo que hace. Esta activo como
entrenador de contraespionaje y va dando cursos en diferentes
bases.
-Guau. Rambo se queda pequeño, ¿no? Te repito, a mí la cougar no me
interesa, como el loco, me importan un pepino. A mí quien me
encanta es la bastonera… tu amiga, ¿Cómo dices se llama?-
pregunté.
-Samantha.
-Si hombre, la de los ojos azules más hermosos que me visto en toda
mi maldita vida, joder.
-Le comenté de ti, le dije que eres su admirador número
uno.
-Ja ja ja. Admirador número uno... ¿En serio?
-Si no te hubieras desaparecido el día del partido te la habría
presentado.
-¿De verdad?
-Claro, que me costaba. Cuestión de decir, mira te presento a
tal.
-¿Si? así de fácil. ¿Y qué le dijiste?
-Pues que eras su más grande admirador, que eras mexicano, que te
gustaba la cerveza y que eras chef, esto último le encantó pues
ella no sabe hacer ni huevos, según me dijo.
-Chef, así como chef, pues no todavía verdad, pero eso si con un
sazón como el mejor.
-Claro, además un papel no necesariamente avala lo que se dice
ser.
-¿A poco de verdad le dijiste qué existía?
-Claro. Existes, ¿no? No me vengas ahora con que eres un
fantasma.
-A lo mejor… a lo mejor.
Scot, el compañero de Terry en el equipo y un
servidor, no nos caímos bien. Al principio me quiso hacer sentir
como el simple cocinero pela papas. Regina tuvo que intervenir y
hacerle la aclaración de que también estaba invitado, con todo y
eso no cambió su actitud altanera. La verdad soy muy
condescendiente, pero hasta el límite cuando me colman el vaso. Un
tío racista, ya saben no falta, ni siquiera entre los inválidos. Me
la llevé por la suave. No quería ocasionar problemas, la verdad, y
mucho menos con los anfitriones. Regina me ayudó a cocinar,
agarramos buen ritmo. La otra mujer puso aceite en el sartén, dio
varias vueltas por la casa, tomó café y salió a fumar cigarrillos.
Cuando la cena estuvo lista, ésta pasó sin pormenores. Mi
participación en la charla fue casi nula, me concentré en cocinar,
observarles y bromear un poco con Regina y un poco con la otra
mujer, quien resultó un manojo de nervios. Además de la nicotina,
quizá otra de las razones por las cuales parecía tan acelerada, era
por la cantidad de café que bebía, casi compulsivamente. Desde su
llegada, hasta su partida, lo único que bebió fue café. Al final,
Regina sugirió me llevaran de regreso a Albany, pero respondí con
un gracias, prefería esperar el shuttle de la base para no
molestar. Terry quiso intervenir pero finalmente aceptó mi
decisión. Scot y su mujer se despidieron y los cuatro salieron por
la puerta de enfrente. Por un momento me quedé solo. Miré las
fotografías. Terry con piernas, un tipo alto, bien parecido, en
traje como estudiante del High School. Terry parado junto a otros
militares frente a un helicóptero. Escuché como la puerta se
cerraba y regresaron.
-¡Qué pasa!- gritó Terry, había notado la tensión entre Scot y
yo.
-Nada, nada.
-Gracias por la comida, deliciosa-dijo Regina.
-Es un placer. Me gusta alimentar a los otros.
-Nosotros lo agradecemos.
-En algún lado leí que hacer de comer es un rito muy antiguo, tú lo
sabrás mejor, lo que sí, es un don que no a todos se nos da…- dijo
un Terry ebrio, un poco enrojecido de la cara.
-Me gusta pensarlo como un regalo para compartir.
-Je je je, no seas presumido cabrón, ven vamos por una última
cerveza-. Nos dirigimos a la cocina, Regina fue a la computadora y
puso nueva música, esta vez una vieja canción de rock. Terry abrió
el refrigerador y me extendió tres cervezas, miré mi reloj, tenía
cincuenta minutos extras, entes de empezar a correr. Me dio el
destapador. Un blues de Freddie King se dejó escuchar. Abrí las
tres botellas, apareció Regina en la cocina. Se veía también medio
ebria, feliz. Se detuvo en el marco de la puerta y comenzó a
bailarnos, que no a bailar. De pronto dejé de verla como la
asistente de cocina de hacia unas horas, o la hermana confidente, o
la mujer de mi amigo... Su baile se veía a todas luces sensual, a
pesar de que no venía vestida de manera provocativa.
-Baila con ella… -me dijo Terry moviendo la cabeza hacia
Regina.
Dudé un poco, Terry volvió a insistir y Regina
ya me invitaba. Comenzamos a bailar, lo hicimos por dos canciones.
De reojo miré a Terry mirarnos con envidia. Noté la tristeza en su
expresión. Regina pareció también notarla, ya que paró y fuimos a
la mesa junto a él. Brindamos. Por primera vez me percaté del olor
de Regina, era agradable tenerla tan cerca. Nuestros ojos se
encontraron. Tomé asiento.
-Hey Terry, salud.
Regina pidió disculpas y salió de la cocina
rumbo al baño. Terry se acercó a mí y confidencial me
espetó:
-Te gusta mi mujer.
Brinqué en la silla:
-Caray, que estás diciendo.
-¿Te gusta Regina, verdad?
-Has bebido demasiado.
-No quieres aceptarlo verdad cabrón, te vi comiéndotela con los
ojos.
Me puse de pie.
-Tiempo de irme… cuídate bro. Nos vemos- Aquello comenzaba a
ponerse peligroso, era mejor huir. Ya dice un dicho: es mejor aquí
corrió que aquí murió. Salí de la cocina, tomé mi rompe vientos del
perchero en la entrada y me despedí de Regina cuando salía del
baño.
-Regina, pues gracias por todo, nos vemos. Ya me despedí de Terry,
me voy, mi camión no tarda en pasar, ya nos vemos. Suerte
mañana.
-Igual. Y recuérdate, me debes unas recetas, eh, no vayas a
olvidarlo.
-Nunca.
El tequila hacer ver a uno fantasmas, sombras, personajes inmateriales que se arrancan las ropas, locos que se estrellan en paredes acolchadas. Seguramente en unos días volvería a verlos y todo estaría como si nada. Salí de su casa, crucé las canchas, salí de la base y caminé hasta la parada del shuttle. La humedad era bochornosa y había subido a tal grado que resultaba valiente estar ahí escuchando el zumbido de los grillos, mosquitos y otros insectos; el canto de ciertas aves nocturnas. La imagen de Regina bailando aquel sensual baile a contraluz continuaba moviéndose en mis neuronas frontales. ¿En qué momento mi eros se había encontrado con el de Regina? Mis pensamientos no volvieron a ponerse en orden hasta que yo y otras tres personas subimos al camión, tomamos asiento y nos pusimos a disfrutar del aire acondicionado. Recargué la cabeza en el cristal y cerré los ojos. El bamboleo de aquella nave en penumbras atravesando la noche, me arrulló y caí en un sueño profundo.
17Otra vez estoy como saliendo de una pesadilla, de un mal viaje. Sin zapatos, con la ropa desgarrada, con una maldita amnesia preocupante, pues no recuerdo nada. Los puños adoloridos, como si hubiera golpeado a alguien. Sangre en la camisa, en el pantalón desgarrado. Con un mal sentido, con un sabor agrio en la boca, un dolor en el pecho. Me encuentro tirado en la arena, en posición fetal tratando de darme calor para soportar el frío de la mañana. No entiendo como he llegado hasta aquí, me siento tal si tuviera resaca, pero no he ingerido una gota de alcohol en varios días. Tomo la decisión de ponerme de pie. Lo hago en tres actos. Primero me siento en el piso seco, respiro profundamente tratando de acumular las fuerzas suficientes. Me coloco en cuclillas y de un último impulso logro con trabajos estar erguido, como el primer hombre. Sufro un mareo momentáneo, cierro los ojos y cruzo los brazos como si me abrazara a mí mismo. Me recupero y abro los ojos; el desierto me circunda, estoy solo en aquella inmensidad. No es sino hasta que estoy de pie, cuando me percato… algo pende de mi cuello. Lo palpo, al contacto me siento disgustado con la textura y procedo y quitármelo. Cuando lo tengo en la mano brinco para atrás y arrojo aquel collar hacia adelante, como si de una serpiente se tratase. Estoy sorprendido. Doy tres pasos y lo observo en detalle. Son orejas, una tras de otra, orejas humanas, ensartadas a un grueso alambre metálico a la altura del lóbulo, una docena, hasta formar un collar. Siento repugnancia... ¿Un maldito collar de oreja? ¿Es que acaso andan por ahí unos seis hombres sin orejas caminando por la calle? ¿O es que están muertos? Y si están muertos; ¿primero quien los ha matado, y segundo quien les ha arrancado los oídos del cráneo y con qué objetivo…? Mi mal sentir no es infundado, algo ha pasado, algo grave, me lo dice mi yo interno, alguien que lo ha visto todo. Intento hacer memoria, con todas mis fuerzas. No recuerdo nada, ni siquiera fragmentos. Siento escalofrío, me imagino arrancando aquellas orejas de las cabezas de mis víctimas como un salvaje. Miro al cielo, falta poco para que el sol salga y empiece a calentar hasta sobrepasar los 100 grados Fahrenheit. Lo mejor es ponerse en marcha. Vuelvo la vista al collar de orejas y siento la urgente necesidad de alejarme de ahí. Echo a andar. ¿Por qué he tomado las orejas como trofeo? ¿Qué oscuro motivo me ha llevado a quedarme con aquellas piezas corporales y ensartarlas en un alambre? Y lo peor de todo, ¿por qué me las he colgado al cuello? Hay una luna llena muy brillante, se esparce por una calzada de color gris, de la que brotan hierbajos sobre las grietas del piso. Deduzco es un amanecer en el espacio sideral. Detecto un olor fuerte a vitalidad, es como si la vida emergiera por todas partes de manera magnífica. ¿Dónde he estado, o de dónde vengo? Un grupo de Saguaros, de no menos de cien años cada uno, me rodea.