Capítulo 2
Empezar de cero
A la mañana siguiente me despertaron unos extraños ruidos que provenían del interior de nuestra propia casa. Medio adormilada me pareció distinguir unos sonidos metálicos, o quizás el entrechocar de platos y vasos. La cuestión era que se trataba de algo molesto, y no conocía su verdadera procedencia.
De todos modos habían dado casi las once de la mañana, ya era hora de levantarse. Me había pasado medio fin de semana durmiendo, menudo desperdicio de comienzo de verano. Abrí entonces la persiana y vi el fantástico día que se mostraba ante mí. No era demasiado tarde para desayunar algo, ponerme el bikini y bajar un rato a la playa. Tendría que ir sola ya que Noemí se encontraba fuera y no tenía intención de decirle a Enrico que me acompañara, por mucho que la noche anterior ganara algunos puntos.
Me sonrojé sólo de pensarlo. No me veía preparada para estar sólo vestida con un diminuto bikini delante de él, mientras me taladraba con esos profundos ojos negros que me alteraban de aquel modo. Vale, me había visto sólo cubierta por una toalla al salir de la ducha, e incluso era posible que me vislumbrara totalmente desnuda, pero daba igual. No era el momento, y menos después del numerito del viernes noche y la posterior discusión entre los dos.
Además, no podría competir con ese cuerpo tonificado que se gastaba el muchacho. Seguro que si íbamos a la playa sería él el que atraería la mayoría de miradas, por muy escueto bañador que yo me pusiera. Y eso no era bueno para el ego de ninguna mujer.
En ese momento, mientras me desperezaba y ponía algo de ropa más decente que la que utilizaba para dormir, distinguí mejor los sonidos extraños escuchados anteriormente. Sí, sin duda alguna se trataba de platos o utensilios de cocina, así como armarios que se abrían y cerraban. ¿Sería Enrico el que trajinaba en la cocina? Lo averiguaría en un momento, pero primero acudiría al baño para adecentarme un poco.
Con el tiempo los compañeros de piso imagino que pasan más de esas cosas, y les da igual su aspecto delante de los demás, pero en mi caso, y mucho menos después de lo sucedido, no me podía permitir ese lujo. No me iba a arreglar como si fuera a visitar a la reina de Inglaterra, pero algo habría que hacer con los pelos de loca con los que me había levantado y las profundas ojeras que afeaban mi rostro. ¡Por Dios, que sólo tengo 23 años!
Me escabullí como pude al baño, escuchando nada más salir al pasillo los inequívocos sonidos de alguien que trasteaba en la cocina. Noemí no regresaba hasta la noche, así que sólo quedaba un candidato. O Enrico andaba por allí o se nos había colado en casa un duende cocinero.
Tras arreglarme un poco me dirigí hacia la cocina con gesto sereno, intentando no reflejar demasiado mis emociones, todavía a flor de piel. Seguramente no podría engañar a alguien tan experimentado como el italiano, pero lo intentaría.
—Buenos días, Enrico. ¿Qué estás haciendo, hombre de Dios? —pregunté divertida nada más llegar allí.
Él se encontraba de espaldas cuando le hablé, y pareció sorprenderse un poco por tener compañía. Se dio la vuelta y lo encontré con unas pintas que no me esperaba para nada: un pantalón corto, una camiseta de hombreras y un delantal que le tapaba su imponente pecho. ¡Mi italiano favorito estaba cocinando!
—Vaya, Eva, me has asustado. Estaba aquí inmerso en la cocina, y no te he oído llegar —contestó algo confuso. ¿Se estaba poniendo colorado por mi presencia, o simplemente le incomodaba que le viera en ese trance?—. Espero no haberte despertado, soy un poco desastre con la cacharrería.
—No, tranquilo, ya era hora de moverse de la cama. ¿Qué estás haciendo? La verdad es que huele muy bien.
El cumplido pareció gustarle y Enrico se hinchó como un pavo. Relajó entonces el gesto, se limpió las manos en un paño azul que se encontraba a su lado, en la encimera, y avanzó un par de pasos dirigiéndose hacia mí. Pude sentir de nuevo su presencia, ese vigor invisible con el que llenaba el espacio a su alrededor, y entonces fui yo la que comencé a ponerme nerviosa.
—Hoy es el día de Enrico. Una vez al mes cocino yo alguna especialidad italiana, y Noemí me deja montar un zafarrancho en la cocina. Reconozco que lo mío no es la organización y pongo todo hecho un desastre, pero no te preocupes. Después recogeré y la cocina quedará inmaculada. Soy un poco caos pero yo me organizo, y desde luego el resultado culinario suele ser mejor de lo que te puedes imaginar al verme de esta guisa.
—Vaya, no sabía que cocinaras. No, si me parece bien, no voy a ser yo la que rompa vuestras viejas costumbres. Pero podías haber esperado a otro día, ¿no? Lo digo porque Noemí no está y creo que no llegará hasta la noche.
Enrico me miró de nuevo muy fijamente, evaluándome. Sabía que era una buena contrincante, y que no me dejaría tampoco engañar tan fácilmente. Quizás quería congraciarse conmigo a través de la gastronomía, y la verdad es que aquello olía de rechupete. Además, estaba muy sexy con esa pinta y saber que estaba cocinando sólo para mí me hizo salivar. Y no sólo por la comida…
—Ya, es una lástima que Noemí se vaya a perder mi sinfonía de sabores. Pero bueno, se lo podrá cenar esta noche. Ha coincidido que hoy tengo tiempo, que tú eres nuestra nueva compañera, y me pareció un buen modo de irnos conociendo. Quiero olvidar el pasado, comenzar de cero y mirar hacia delante. Y se me ocurrió que comer juntos un buen menú toscano, acompañado de un Chianti que tenemos por ahí, podría ser una buena manera de zanjar nuestra disputa. Espero que te guste la comida italiana y de nuevo, por última vez para olvidar este asunto, quiero pedirte disculpas por lo sucedido. ¿Te parece bien?
Me pareció ver un gesto de rubor en su rostro, incluso Enrico llegó a bajar los ojos. O era un excelente actor o el pobre lo estaba pasando realmente mal. Yo no iba a machacarle más, podíamos hacer tabla rasa y olvidarnos de todo. Además, me picaba la curiosidad averiguar lo que estaba cocinando.
—Claro, me parece bien. Y por cierto, gracias por el detalle de anoche. La rosa es preciosa, no te tenías que haber molestado.
—No fue ninguna molestia, te lo aseguro. Es lo menos que podía hacer. Muy bien, entonces tengo que pedirte un pequeño favor.
—Vale, tú dirás… —contesté intrigada mientras me ponía un café.
—Espero que no te siente mal, es que soy un poco maniático con mis cosas. Si te parece bien, una vez que desayunes, por supuesto, preferiría quedarme solo. Me gusta cocinar a mi aire, hacer ruido, cantar o soltar tacos según se me vaya dando la tarea. Muevo los cacharros de aquí para allá, mancho todo lo habido y por haber, y ese torbellino puede resultar un poco cargante. Si estoy solo no molesto a nadie, y puedo concentrarme mejor en la cocina. Además, igual me pongo algún Aria de Puccini para evocar mi tierra mientras le doy a los fogones.
—Esto…, no, claro si te entiendo —contesté algo anonadada—. Tenía pensado ir a la playa un rato esta mañana.
—Ah, muy bien, me parece perfecto. Con que vuelvas a casa para las dos y media o tres de la tarde ya me valdría. Espero no molestarte, pregúntale luego a Noemí y ella te dirá que estas jornadas gastronómicas italianas a veces se convierten en un auténtico desastre. Pero normalmente el resultado merece la pena, aunque eso tendrás que decidirlo tú misma cuando pruebes mis platos. Así que haz ejercicio esta mañana para que se te abra el apetito, que seguramente acabaré como siempre: preparando comida para un regimiento.
—La verdad es que me dejas intrigada. De acuerdo, te dejaré a tu aire aquí solito. Yo me voy a la playa, y después probaremos esas delicias italianas, a ver qué tal… —contesté con gesto pícaro.
—Perfecto, nos vemos luego, Eva. Si te acuerdas compra pan, que ya me he acostumbrado a acompañar la comida con pan como hacéis vosotros en España.
—Muy bien, no te preocupes. Luego nos vemos, Enrico. Espero que te sea leve en tu batalla contra las cacerolas. Ciao.
Le dejé algo más tranquilo y me fui a mi habitación tras desayunar. La verdad era que me había sorprendido bastante encontrarme a Enrico entre fogones, aunque ya me había dicho Noemí que, salvando su desmesurado apetito sexual, luego era el compañero perfecto de piso. Así que preparé una mochila, me puse el bañador y unos minutos después me despedí del italiano, camino de la playa.
Los domingos por la mañana, y más en una playa urbana como la de la Barceloneta, el flujo de personas era mucho mayor que en otros días. Pero bueno, yo sólo quería ir tostando mi piel ya de por sí morena, tomar el sol y disfrutar del día antes de volver el lunes al trabajo. Me di también algún que otro baño en el mar, algo encrespado en ese día, y después me distraje escuchando mi MP3 mientras me tumbaba en la toalla. Una mañana de lo más aprovechada.
De todos modos quería regresar a casa por muchos motivos: curiosidad por ver lo que había preparado Enrico para comer, viendo la cacharrería que tenía allí montada, y también un poco de ansiedad. Iba a ser nuestra primera comida los dos solos, y aunque no lo considerara una cita ya que era en nuestra propia casa, quería ver como se desenvolvía el florentino en semejante trance. Sin olvidarme de mis posibles reacciones, sabiendo el efecto devastador que causaba en mí tenerle tan cerca.
Para darle tiempo a Enrico llegué sobre las tres menos cuarto a nuestro domicilio, aunque tuve que volver sobre mis pasos al llegar al portal, ya que no había comprado el pan. Subí entonces al ático y nada más abrir la puerta me asaltó un maravilloso aroma que se colaba por todas las rendijas del inmueble.
—¡Ya estoy en casa! —grité alborozada para avisar a Enrico al no verle en la cocina—Umm, huele de maravilla, se me hace la boca agua…
—Ah, menos mal, ya estás aquí —replicó Enrico asomándose por el pasillo—. Estaba terminando de preparar la mesa en la terraza. He colocado todo debajo de la pérgola para que no nos moleste el sol, espero que tengas hambre.
—Sí, la verdad es que sí. Y aparte de hambre, tengo mucha curiosidad por saber lo que has cocinado.
—Bueno, aunque he querido ir a lo seguro, me ha costado tenerlo todo a mi gusto. Menos mal que no me has visto, cuando algo no salía bien gritaba incluso por encima del aria que estaba escuchando. Al final la cocina no ha podido conmigo y hoy vas a tener el placer de degustar una comida auténticamente toscana. De hecho la mayoría de platos son florentinos. ¿Conoces Firenze?
—No, que más quisiera yo —contesté muy a mi pesar—. Tengo muchísimas ganas de ir, me han dicho que es como un museo al aire libre. Espero poder visitarla pronto, tal vez en un futuro próximo…
Lo dejé en el aire, y Enrico me miró con gesto inquisitivo. Seguíamos midiéndonos con la mirada, como dos ciervos a punto de chocar sus cornamentas, dispuestos para la batalla. Aunque por supuesto una batalla mucho más sosegada que la de la tarde anterior.
Mi mente desvarió y se imaginó a un Enrico desnudo, cubierto únicamente por aquel sencillo delantal, mientras preparaba sus platos en la cocina. Después iba al salón y colocaba un CD en el equipo de música, dejándose llevar por los acordes de una ópera inmortal con la que se acompañaría mientras se aplicaba en la tarea.
El día anterior le encontré con un libro que vi más tarde sobre una repisa, uno de Paul Auster. Hoy cocinando para mí mientras disfrutaba de la música de Puccini o cualquiera de los grandes maestros italianos. Desde luego Enrico era toda una caja de sorpresas. No había duda: se notaba su fina cuna, Noemí ya me advirtió que era un chico de buena familia. Y sin embargo, malgastaba su vida trabajando por la noche en sitios que a muchos les hubieran parecido poco apropiados para una persona tan culta como parecía ser él.
¿Qué le habría ocurrido en su tierra? Por lo poco que sabía, había salido de Florencia varios años atrás, y tampoco tenía un gran trato con su familia. Seguro que alguna desavenencia, todos las tenemos con diferentes miembros de nuestras familias a lo largo de la vida. Pero debía ser algo grave para que hubiera elegido ese tipo de vida, bastante alejada de lo que yo suponía había sido su anterior existencia en Italia.
No quise elucubrar más sobre un asunto que no me concernía, y del que no pensaba mencionar ni una palabra para no estropear la tarde. Enrico había preparado esa comida en mi honor, y yo debía comportarme en consonancia con el momento.
—Venga, acompáñame a la terraza. Llevaré también la botella de Chianti que tenía reservada, espero que te guste.
—No sé si debería probar el vino después de la borrachera del otro día. Pero imagino que si no acompaño la comida con él no será lo mismo.
—Efectivamente, Eva, has acertado. Tranquila, con una copita será suficiente. Tienes que hacer hueco para todos los platos que he preparado. Al final me ha cundido la mañana.
Salimos juntos a la terraza y la primera visión me sorprendió aún más, y eso que ya llevaba un día lleno de sorpresas. Enrico había preparado una mesa primorosa, con una vajilla y cubertería dignas de un gran banquete, servilletas de hilo fino, y unas delicadas copas de vino. Un centro de mesa floral adornaba también la composición, y varias fuentes y cacerolas ocupaban una mesa auxiliar que el italiano había preparado con mimo para no tener que ir y venir de la cocina. ¡Impresionante!
Me acomodó la silla y se dispuso a servirme, tratándome como a una invitada especial. No sabía si ésa era su habitual desenvoltura, y si se comportaba igual en sus anteriores jornadas gastronómicas italianas con Paul y Noemí, pero a mi me daba igual. Yo me sentía como una reina y me imaginé que todo aquel espectáculo lo había montado sólo por mí. Desde luego mi compañera tenía razón: Enrico sabía tratar a una mujer y yo estaba en la gloria. Y eso que todavía no había empezado a comer.
—¡Madre mía, Enrico! —exclamé encantada—. Te felicito, menuda presentación has montado aquí fuera. Parece la comida de Navidad.
—Bueno, un día es un día, Eva —contestó disimulando—. Espero que te guste la comida, porque si no el resto no sirve para nada.
—Seguro que sí, no te preocupes. ¿Y qué tenemos hoy para comer, chef Manfredi?
—Para la señora hemos preparado hoy un menú típico toscano. De entrantes tenemos unos crostini di fegatini, espero que te gusten. Vosotros podríais llamarlas tostadas de higo, aunque no son sólo eso. Se prepara una salsa a base de hígado de pollo, alcaparras, anchoas, cebolla, mantequilla y un poquito de caldo, y se extiende sobre el pan caliente. Una auténtica delicia de mi tierra, y hoy creo que me han quedado geniales. Lo acompañaremos con embutidos de aquí, que hay que reconocer que tampoco son malos del todo.
—Vaya, y eso sólo para los entrantes, estoy anonadada. ¿Teníais todos los ingredientes para esta comida?
—No, y me ha costado encontrarlo todo. Evidentemente la vitella no es de Mugello, la carne de ternera quiero decir. Y con alguna otra cosa he tenido que improvisar. He salido esta mañana temprano y he ido a un par de tiendas, pero bueno, he podido encontrar casi todo a mi gusto.
—Ya veo, menudo despliegue —contesté cada vez más alucinada. ¿Se había molestado tanto sólo por mí?—. Bueno, y para continuar tenemos…
—Quería haberme puesto con mi famosa ribollita o una minestra, pero no está el tiempo para sopas. Además, si quería luego añadir pasta, carne y postre no me iba a dar tiempo a cocinarlo todo.
—No sé si te hubiera dado tiempo a cocinarlo todo, pero yo desde luego no puedo meter tanta comida en el cuerpo —protesté—. ¿Qué quieres, cebarme como a los pavos en Navidad?
—No era mi intención, signorina. Bueno, que me pierdo. Nos olvidamos de la sopa, y nos decantamos entonces por unos pappardelle al funghi. Quería haber preparado los típicos de la Toscana, pero necesitaba otros ingredientes más difíciles de conseguir. Por aquí no he visto liebre, jabalí ni otros acompañamientos que hubieran servido. Así que nos conformaremos con las setas.
—Claro, claro —contesté embobada. El italiano me iba mostrando las bandejas humeantes con todos aquellos platos tan sabrosos y yo babeaba literalmente, y no sólo por la comida. ¿Sería todo una vulgar manipulación? Siempre se ha dicho que a un hombre se le conquista por el estómago, pero no había oído frase similar refiriéndose a las mujeres.
—Después tenemos el bistec a la florentina, pero adaptado a los gustos españoles. Allí se suele hacer con la cocción a sangre, algo que suele impresionar a los no florentinos. Pero tranquila, no está tan crudo como parece a simple vista. Y un poco de ensalada para acompañar, que las judías típicas ya eran demasiado.
—Tranquilo, me gusta la carne poco hecha. Pero vamos, no sé yo si llegaré hasta ese plato, esto es una exageración. A la mierda mi dieta y mi línea.
—Anda, deja de decir tonterías. Todas las mujeres sois iguales, y que yo sepa tú tienes una silueta estupenda, no tienes que adelgazar. Aunque todavía queda lo mejor para rematar la faena.
—¿No pretenderás que coma también postre? —dije mientras comenzábamos con los entrantes antes de que se enfriara la comida.
—Bueno, tú te lo pierdes. No es algo típico florentino, pero mi tiramisú es digno de premios internacionales de repostería.
—No, eso sí que no…, no podré resistirme. ¡El tiramisú me encanta!
Enrico me mostró la increíble fuente de tiramisú que había preparado y tenía razón: mostraba un aspecto espectacular. Era uno de mis postres preferidos y no podría resistirme a su llamada. De hecho, estaba tentada de pasar de la pasta, y lanzarme directamente a por el tiramisú. Total, ni los hidratos ni los postres era lo más aconsejable para mantener la línea, pero por un día no iba a suceder nada malo…
La comida fue deliciosa y la compañía mucho más. Disfruté como una enana de aquellos platos tan exquisitos y Enrico me demostró que era no sólo un perfecto anfitrión, sino también un agradable conversador. Además, consiguió que no me sintiera incómoda en ningún momento y eso ya era un logro dados los antecedentes entre los dos.
Tras hablar con él me reafirmé en mi suposición. Enrico provenía de una familia acomodada y aparte de una gran cultura, tenía una educación excelente, por mucho que lo intentara disimular con alguna salida de tono. Me contó algunos detalles interesantes sobre su familia, aunque sin ahondar demasiado, por lo que pude saber algo más de él.
Su madre había muerto cuando Enrico andaba todavía por la educación secundaria, y toda la familia sufrió terriblemente debido a la larga enfermedad que finalmente acabó con su vida. Su padre, un próspero empresario de la zona con participaciones en varios negocios, se había hecho cargo de él y de su hermana mayor, Nicoletta, pero sus obligaciones profesionales le impedían pasar demasiado tiempo con sus hijos. Eso les fue distanciando y otros temas que obvió concretar les encaminaron hacia un callejón sin salida.
Años después, Nicoletta se casó con su novio de toda la vida y se fueron a vivir a Estados Unidos. Enrico se sintió más solo que nunca, acabó los estudios secundarios y no supo qué camino emprender. Su padre quería que estudiara Arquitectura o Ingeniería, pero a él no le gustaban esas ramas ni se le daban demasiado bien el dibujo o determinadas ciencias que serían asignaturas obligatorias en la carrera universitaria. Así que las discusiones se sucedieron, pero finalmente se matriculó en una universidad privada no demasiado lejos de su casa.
—Fue un auténtico desastre, Eva, te lo aseguro. Yo había sido un buen estudiante hasta que murió mi madre, pero después me desmandé. Además, mi padre sólo quería imponerme las cosas, me coartaba mi libertad, y estábamos todo el día a la gresca.
—Sí, te entiendo. Creo que me suena de algo… —respondí embelesada mientras él iba desnudando su alma.
—Total, que al final me cogí una mochila y me puse a recorrer Europa con un amigo. Meses después acabé en Barcelona. Este chico regresó a Italia, pero yo me quedé aquí y ya han pasado siete años desde entonces…
Ignoraba si Noemí disponía de toda aquella información, pero Enrico se iba desahogando conmigo, contándome detalles de su vida que parecía no haber sacado de dentro en mucho tiempo. Viejos rencores y reproches asomaron a sus labios, pero según él, no quería amargarme la tarde.
—No te preocupes, no me has amargado nada. Si quieres te cuento yo un poco de mi aburrida vida, nada que ver con tus aventuras de mochilero.
—Claro, perdona, parece que sólo hablo yo. Es verdad, tú eres la nueva aquí y no sabemos mucho de ti, aparte de que trabajas en la misma revista que Noemí, claro.
—De acuerdo, pongámosle remedio ahora mismo —contesté con una sonrisa.
Le conté algo de mi vida, aunque yo también soy una persona reservada y no era plan desnudarle mi alma al primer intento. Y por supuesto, tuve cuidado de no dejar traslucir demasiado mientras temía que el italiano pudiera ver en mis ojos lo que realmente sentía por él. Pero no, Enrico parecía relajado y feliz charlando conmigo, y yo no pretendía arruinarle la tarde.
Lo que si tuve que hacer fue pellizcarme en alguna ocasión, ya que a veces me quedaba embobada contemplándole mientras hablaba, dibujando en mi mente la sinuosa curva de su mentón y de sus labios carnosos, prestos a ser tomados a la fuerza. Me venían incluso poderosos flashes mentales en los que veía como yo arrastraba a Enrico hasta la hamaca situada en el rincón y le poseía con una fiereza inusitada, como una amazona lista para entrar en combate.
—Eva, ¿te ocurre algo? Veo que te estoy aburriendo con mi charla.
—No, perdona, no es eso. Me había quedado en Babia un momento, nada más. Oye, si te parece recogemos todo esto antes de que venga Noemí y seguimos charlando dentro. ¿Te apetece un café?
—Sí, por mí perfecto. Hoy no tengo que ir a ningún sitio y no me apetecía salir. Si quieres seguimos charlando en el salón, vemos una peli o lo que sea mientras llega Noemí.
—Vale, me parece buena idea.
Yo estaba en una nube, aunque ya me había dado cuenta de que Enrico me trataba como a una compañera de piso. Sí, había sido muy gentil y caballeroso conmigo, pero nada más. Había empezado a notar ese fino muro invisible que separa a los amigos de los que pueden llegar a ser algo más, aunque entendía que Enrico tomara sus precauciones. El día anterior le había montado un auténtico escándalo y él había reaccionado estupendamente, minando mis defensas con el increíble comportamiento de aquel domingo tan especial.
De todos modos, él no estaba haciendo nada malo, ni poner barreras ni nada similar. Era sólo mi cruel imaginación, que veía unicornios donde no había más que simpatía y buen humor. Enrico era un chico muy agradable, y yo entendía perfectamente lo que Noemí me había comentado sobre él. También había podido entrever un lado más misterioso en el carácter del italiano, algún cadáver en cajones ocultos que le seguían martirizando aunque hubiera transcurrido el tiempo, pero mi labor no era la de psicoanalizarle. Para mí había sido una tarde muy provechosa, y me había sentido muy a gusto en su compañía. Sólo esperaba que no se estropeara…
Noemí llegó al piso sobre las ocho de la tarde. Nos encontró riendo, sentados cómodamente en el sofá mientras veíamos, sin prestar demasiada atención, una comedia romántica que estaban reponiendo en un canal de televisión. La informática se sorprendió un poco al vernos en esa pose tan amistosa, y eso que ella no sabía nada de nuestra monumental bronca.
—Veo que lo estáis pasando genial, chicos. ¿Me he perdido algo? —preguntó nada más llegar al salón.
—Ya te digo, amiga. Las jornadas gastronómicas de la Toscana han sido sublimes. Creo que he engordado tres kilos, pero me da igual. ¡Mataría por poder comerme esa fuente de tiramisú todos los días! —afirmé entre risas.
—¡Venga ya! —exclamó—. No me puedes hacer eso, Enrico, ya te vale. Sabes que me encanta la comida de tu tierra y…
—Tranquila, Noemí, queda suficiente en la nevera. Si tienes hambre ya sabes…
—Ojalá, pero he terminado de comer con mis primos hace un rato. Esta gente alarga las sobremesas una barbaridad, casi no salgo de allí. Por curiosidad, ¿cuál ha sido el menú de hoy?
—Ya lo conoces, amiga: crostini, papardelle, bistec y tiramisú…El típico menú de la Toscana, cocinado con mucho mimo.
—Buena elección, sin duda. ¿Te ha gustado, Eva? —me preguntó Noemí con algo de chufla. Me pareció ver en ella un gesto que yo identifiqué como “Menos mal que el italiano no se había fijado en ti, te ha preparado un menú más que especial…”.
—Espectacular, Noemí. Si hay que votar en democracia, yo secundo la moción para que a partir de ahora todos los domingos cocine Enrico en casa. O por lo menos cada quince días…
—Buff, eso es mucho, que luego os cansáis de mí. Una vez cada mes o mes y medio, que luego os acostumbráis y me esclavizáis. Hoy me he querido esmerar porque Audrey no había probado la comida de mi tierra y yo tenía más tiempo que otras veces.
—¿Audrey? —preguntamos Noemí y yo a la vez.
—Sí, Audrey, Audrey Hepburn. Ya sabéis, la de “Vacaciones en Roma”. ¡Mamma mía! No me digáis que no sabéis quién es…
—Claro que sabemos quién es Audrey Hepburn, italianini —contesté con algo de mala leche—. Tengamos la fiesta en paz, Enrico. ¿Por qué me has llamado Audrey? Que yo sepa no me parezco en nada a la actriz.
—Si tú lo dices… —contestó divertido Enrico mientras encajaba el puñetazo medio en broma medio en serio que le lancé contra su hombro—. Eres clavadita, la verdad.
—No, Enrico, creo que te equivocas. Juraría que Eva se parece más a la actriz española Elena Anaya. Fíjate en su pelo, los ojos, el corte de su cara…
—Me estáis cabreando, graciosillos —bufé mientras me levantaba del sofá para ir al baño—. Y menos cachondeito, que como empiece yo hoy no terminamos.
—Sí, mejor dejémoslo, Noemí. No queremos que nuestra nueva compañera se cabree con nosotros, ¿verdad? —contestó Enrico mientras me guiñaba el ojo. Lo decía por la bronca del día anterior, pero yo sabía que no diría nada más, por mucho que jugara conmigo—. Aunque puede que tengas razón, no había caído yo en Elena Anaya…
—Vale, ya, chicos, no lo voy a repetir. Me voy al baño y cuando vuelva espero que hayáis cambiado de tema.
Ambos se rieron y los dejé allí, hablando de sus cosas. Cuando regresé ya se había olvidado la broma, y un rato después cenamos todos juntos. Noemí quiso probar parte del menú toscano y Enrico y yo nos decantamos por algo más ligero después de la copiosa comida. Yo me hice una ensalada y me comí un yogurt, tendría que equilibrar un poco la dieta después de los excesos del fin de semana.
Cuando me quise dar cuenta ya era hora de acostarse. El domingo llegaba a su fin y yo debía estar preparada para una semana de trabajo que se prometía complicada. Todavía ignoraba cómo iba a reaccionar cuando tuviera de nuevo a Marta frente a mí, sabiendo lo que había visto el viernes por la noche. Sin contar con el recochineo que podría haber entre las chicas de administración, ya que me había largado del garito casi nada más terminar mi sonada presencia en el escenario junto a aquel boy que quitaba el hipo…