Capítulo 72

Constantino paseaba nervioso por la hermosa sala de los iconos, abriendo y cerrando los puños.

—Os ruego que la ayudéis, Anastasio. Está tan dolida por la traición que ha enfermado de pena. En mi opinión, lo mismo le da vivir que morir. He hecho todo lo que he podido, pero no ha servido de nada. Teodosia es una buena mujer, puede que la mejor que conozco. ¿Cómo es posible que un hombre abandone a la que ha sido su esposa durante varios años para irse con una… una meretriz de cara bonita, solo porque es posible que vaya a darle un hijo?

—Sí, claro que iré a verla —contestó Ana—. Pero yo no tengo ninguna cura para la pena. Lo único que puedo hacer es esperar a su lado, intentar persuadirla de que coma, ayudarla a dormir. Pero cuando se despierte la pena seguirá acompañándola.

Constantino exhaló un gran suspiro.

—Os lo agradezco. Sabía que aceptaríais.

Ana encontró a Teodosia Skleros sumida en un sufrimiento espiritual tan profundo como había dicho Constantino. Era una mujer de cabello castaño que poseía una gran dignidad, si no belleza. Estaba sentada en una silla junto a la ventana, con la mirada perdida.

Ana acercó otra silla y tomó asiento a su lado. Permaneció largo rato sin decir nada.

Por fin Teodosia se volvió hacia ella, como si su presencia requiriese una respuesta.

—No sé quién sois —dijo en tono cortés— ni por qué habéis venido. Yo no os he mandado llamar, y tampoco deseo el consejo de nadie. Aquí no hay ninguna función que podáis llevar a cabo, excepto aplacar vuestro propio sentido del deber. Os ruego que os consideréis libre de toda obligación y os marchéis. Es probable que en otra parte haya alguien a quien podáis ser de utilidad.

—Soy médico —explicó Ana—. Anastasio Zarides. He venido porque el obispo Constantino está profundamente preocupado por vos. Me ha dicho que sois la mujer más buena que conoce.

—No proporciona ningún consuelo ser buena a solas —replicó Teodosia con amargura.

—No proporciona mucho consuelo hacer a solas nada —repuso Ana—. No he supuesto que vos seáis así por consuelo. A juzgar por lo que ha dicho el obispo Constantino, he pensado que era simplemente vuestra manera de ser.

Teodosia se volvió despacio y la miró con una ligera expresión de sorpresa en la cara, pero sin luz y sin esperanza.

—¿Se supone que eso debe bastar para curarme? —dijo en tono de burla—. No tengo interés alguno en ser santa.

—Tal vez os gustaría estar muerta —dijo Ana—, pero carecéis de la rabia necesaria para cometer ese pecado, porque sería irrevocable. ¿O acaso simplemente os da miedo el dolor físico que acompaña a la muerte?

—No soy una pecadora —replicó Teodosia claramente—. Os ruego que dejéis de insultarme y marchaos. No os necesito. —Y se volvió hacia la ventana.

—¿Os gustaría tenerlo otra vez con vos, si regresara? —preguntó Ana.

—¡No! —Teodosia tomó aire bruscamente y se volvió otra vez hacia Ana—. No lloro por él, sino por lo que yo creía que era. Es posible que vos no lo entendáis…

—¿Creéis que sois la única persona que ha gustado la amargura de la desilusión?

—¿No me habéis entendido cuando os he dicho que os fuerais?

—Sí. Era una frase bastante sencilla. No dejáis de retorceros las manos. Tenéis los ojos hundidos y mal color. ¿Os duele la cabeza?

—Me duele todo el cuerpo —contestó Teodosia.

—No estáis bebiendo lo suficiente. Pronto os empezará a doler la piel, y luego el estómago, aunque imagino que este ya os duele ahora. Y sufriréis estreñimiento.

Teodosia hizo una mueca de desagrado.

—Eso es demasiado personal y no os incumbe.

—Sí me incumbe. Soy médico. ¿A quién intentáis castigar haciendo sufrir deliberadamente a vuestro cuerpo? ¿Creéis que a vuestro esposo le importa? ¿Lo estáis castigando a él?

—¡Dios mío, qué crueldad la vuestra! ¡No tenéis corazón! —acusó Teodosia.

—A vuestro cuerpo no le preocupa lo que es justo o injusto, sino únicamente lo que es práctico —señaló Ana—. Yo no puedo hacer que deje de doleros el alma, como tampoco podría hacerlo con la mía, pero sí puedo sanar vuestro cuerpo, si vos no lo dejáis demasiado tiempo abandonado.

—Vamos, dadme las hierbas de una vez y después marchaos y dejadme en paz —dijo Teodosia en tono impaciente.

Pero Ana se quedó hasta que a Teodosia la venció el sueño. Y a lo largo de la semana siguiente regresó a diario, y más adelante cada dos o tres días. La aflicción no desapareció, pero fue perdiendo fuerza. Hablaron de muchas cosas, rara vez de índole personal, más bien de arte y filosofía, de gustos a la hora de comer, de obras literarias y de ideas.

—Os doy las gracias —dijo Constantino a Ana cuando hubo transcurrido poco más de un mes—. Vuestra bondad ha vendado la herida; puede que con el tiempo Dios termine por curarla. Os estoy agradecido de verdad.

Ana había visto a Teodosia en su angustia más profunda, cuando se sentía más vulnerable y humillada. Entendía muy bien por qué no deseaba que continuase la asociación entre las dos; equivalía a despegar constantemente la costra de la herida para observarla una vez más. Era mejor dejarla en paz para que se curase a solas.

Aceptó el agradecimiento de Constantino y pasó a hablar de otro tema.

El brillo de la seda
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