Capítulo 31

Pocos días después, Ana acudió a un percance que había tenido lugar en la calle. Un anciano había tropezado y se había hecho una herida importante. Ana estaba inclinada sobre él, examinándole la pierna, cuando de pronto se produjo un tumulto entre el grupo de gente que se había congregado y un joven sacerdote, con el rostro ceniciento, se abrió paso a codazos apartando a todo el mundo y llamándola a voces.

—¿Es una urgencia? —preguntó Ana sin levantar la vista—. Este hombre ha sufrido un golpe muy fuerte y necesita que…

—Sí, puede que lleguéis demasiado tarde. —El sacerdote la agarró por el brazo y la obligó a incorporarse—. Está desangrándose. Le han arrancado la lengua.

—Llevadlo a su casa —dijo, señalando al anciano—. Dadle bebidas calientes y abrigadlo bien. Yo tengo que irme.

Ana tomó su bolsa y permitió que el sacerdote se la llevara consigo casi tirando de ella. Doblaron la esquina y subieron por una callejuela hasta una pequeña vivienda que tenía la puerta abierta y por la que salían toses y gemidos de pánico y angustia.

La escena que encontró era horrenda. Había un hombre arrodillado en el suelo, sangrando profusamente por la boca. La sangre iba formando un charco de color escarlata en las baldosas y le empapaba las manos, los antebrazos y la parte delantera de la túnica. Boqueó, tosió de nuevo, y volvió a expulsar otra bocanada de sangre. Tenía la cara grisácea debido al dolor y al miedo, y los ojos fijos. A su alrededor había otros tres monjes que permanecían impotentes, sin saber qué hacer.

Ana dejó su bolsa y le arrebató a uno de ellos el paño que tenía en la mano, le echó una mirada rápida para cerciorarse de que estaba limpió y corrió hacia el hombre que estaba en el suelo. Alguien dijo que se llamaba Nicodemo.

—Puedo ayudaros —le dijo en tono firme, rezando para que Dios permitiera que así fuera—. Voy a detener la hemorragia, y así no os ahogaréis. Tendréis que respirar por la nariz. Puede que os resulte difícil, pero podréis hacerlo. No os mováis y dejadme que apriete aquí. Va a doleros, pero es necesario.

Y antes de que él pudiera impedirlo, Ana lo rodeó con un brazo. Uno de los monjes comprendió de pronto lo que Ana pretendía hacer, y acudió en su ayuda. Entre los dos sujetaron al herido, mientras Ana le abría un poco más la boca e introducía el paño presionando con todas sus fuerzas contra lo que le quedaba de lengua.

Debió de causarle un dolor tremendo, pero tras las primeras sacudidas y convulsiones se quedó tan quieto como le fue posible.

Empleando un tono de voz sereno, Ana ordenó a los otros monjes y al sacerdote que la había hecho venir que fueran a buscar más paños limpios, que abrieran su bolsa y sacaran determinadas hierbas y líquidos que había en pequeñas ampollas, y también las agujas quirúrgicas y los hilos de seda. Indicó a dos de ellos que trajeran agua y limpiaran la sangre de las baldosas.

En ningún momento dejó de presionar sobre la lengua del herido, en un desesperado intento de impedir que muriera desangrado, se ahogara con la sangre o se asfixiara por no poder insuflar aire a sus pulmones.

Cambió el paño empapado de sangre por otro, sin dejar de sujetar al herido con el brazo izquierdo. Oía a su alrededor el murmullo rítmico de las plegarias, y deseó poder sumarse a ellas.

Por fin, al cabo de más de media hora, retiró el paño con gran cuidado y decidió que, si se daba prisa, podría coser la herida y sellar los vasos lo bastante para quitar el paño de manera permanente.

Fue una tarea laboriosa bajo la luz parpadeante de las velas, y Ana era muy consciente del dolor que debía estar causando al herido, al cual, a diferencia de otros pacientes, no podía dar de beber ninguna hierba que atenuase la sensación. La boca y la garganta eran una masa de carne hinchada y roja, terriblemente mutilada, pero lo único en que tuvo tiempo de pensar fue en salvarle la vida para que no muriera desangrado. Trabajó lo más rápidamente que pudo, cosiendo, tirando, anudando, cortando, empapando, todo el tiempo con demasiada sangre y en medio de un dolor que casi se palpaba en el aire.

Por fin concluyó la operación y limpió toda la sangre residual. Lavó la cara al herido con suma delicadeza, mirándolo a los ojos, teniendo presente que, aunque no iba a poder hablar nunca más, sí podía oírlo todo. Cogió varias hierbas medicinales y se las enseñó a todos al tiempo que les iba diciendo cuándo y cómo había que utilizarlas, y en qué proporciones.

—Además, debéis mantener húmedos los labios y la boca —instruyó—. Pero no toquéis aún la herida, sobre todo con agua. Si lo admite, dadle a beber un poco de vino con miel, pero con mucho cuidado. No dejéis que se atragante.

—¿Y de comer? —preguntó alguien—. ¿Qué puede comer?

—Gachas. Tibias, nunca calientes. Y sopas. Ya aprenderá a masticar y a tragar como es debido, pero hay que darle tiempo. —Esperaba que fuera cierto, no tenía experiencia con mutilaciones como aquella.

—Os estamos muy agradecidos —dijo de corazón el sacerdote que la había ido a buscar—. Tendremos vuestro nombre presente en todas nuestras oraciones.

Ana se quedó con ellos toda la noche, vigilando, escuchando las voces que procuraban tranquilizarse unas a otras y hacer acopio de valor para lo que sabían que los aguardaba, quizás a todos ellos. Nicodemo había sido el primero, pero no iba a ser el último.

—¿Quién ha hecho esto? —preguntó, temiendo la respuesta.

Los monjes se miraron unos a otros y después a ella.

—No sabemos quiénes eran —contestó uno—. Actuaban con el permiso del emperador, pero los mandaba un extranjero, un sacerdote romano de cabello claro y ojos parecidos al mar en invierno. —Respiró despacio, y bajó todavía más el tono de voz—. Tenía una lista.

Ana sintió que la recorría un escalofrío que pareció robarle toda la fuerza del cuerpo. Se equivocó al dudar de Constantino, tuvo demasiados miramientos, fue demasiado cobarde de espíritu para reconocer la verdad porque no deseaba ensuciarse las manos. Se sintió avergonzada de haber sido tan obtusa.

La fe exigía un precio muy alto: fe en Dios, en la luz y en la esperanza. La crucifixión era brutal. Se sintió enferma solo de imaginarla, de pensar en cómo tenía que ser realmente la lucha por respirar, el dolor insufrible en el vientre, en las caderas y en todos los músculos del cuerpo, el terror extremo. ¿Por qué las efigies suavizaban la crucifixión, como si Cristo no hubiera sido humano como todos, como si el agudo horror que sufrió Él hubiera sido diferente? La respuesta era obvia: para huir de tener que saber todo aquello, porque así nos resultaba más fácil traicionarlo.

Luego, la invadió una curiosa sensación de paz al pensar que se había equivocado al juzgar a Constantino, que además de equivocarse había demostrado ser ignorante y superficial. Se sintió aplastada por la penitencia. Todos iban a tener que luchar, iban a tener que hacer uso de unas armas que iban a herirlos también a ellos, además de al enemigo. Pero el conflicto que se agitaba en su interior había cesado, y en su lugar había dejado un amplio remanso de paz y tranquilidad.

La llamaron una segunda vez para que fuera a atender a otros monjes que habían sido torturados, pero ninguno le causó el mismo terror que le había causado el primero.

No salvó a todos. Hubo ocasiones en las que lo único que pudo hacer fue mitigar el violento dolor, permanecer al lado del herido en sus últimos momentos. Nunca era suficiente.

Odiaba que le dieran las gracias, aceptar la gratitud de las gentes incluso aunque fracasara. No se sentía valiente. Le entraban ganas de escapar, pero las pesadillas que sufriría para siempre, si abandonase a un moribundo, habrían sido peores que todos los horrores que pudiera ver cuando estaba despierta.

Una noche la pasó dando vueltas en su cama, y varias veces se despertó jadeando, con la cara húmeda por el llanto y sintiendo un escozor en los pulmones.

Saltó de la cama y se puso de rodillas para rezar.

—Padre, ayúdame, enséñame. ¿Por qué permites que suceda esto? Son hombres buenos, pacíficos, que intentan con toda su alma y todas sus fuerzas, todas las horas del día, servirte. ¿Por qué no puedes ayudarlos? ¿O es que no te importa?

Nada le respondió salvo el silencio, vacío como la noche. Si había estrellas auténticas, no meros sueños y fantasía, se encontraban infinitamente fuera de nuestro alcance.

Hubo una ocasión en que escapó por poco de los hombres del emperador cuando estos irrumpieron en la casa, y ella huyó, sacada medio a rastras por la puerta de atrás por otros que se oponían con la misma vehemencia a la unión con Roma. Estaban dispuestos a perder sus casas y sus posesiones para rescatar a los monjes que todavía predicaban en contra de la unión y que estaban convirtiéndose en mártires por su fe.

Corrió con ellos a través de la lluvia y el viento, chapoteando en los regatos de agua descendían de los canalones, tropezando con muros ciegos y saltando escalones a oscuras. Tiraban de ella, alguien cargaba con su bolsa y sus instrumentos. Tenía escasa idea de quiénes eran, tan solo sentía gratitud por el valor que demostraban.

Cuando por fin irrumpieron en una habitación silenciosa en la que había una anciana sola, junto a la chimenea, Ana vio a la luz de las antorchas que eran tres, dos hombres y una mujer joven de melena larga y mojada.

—Debéis tener más cuidado —jadeó la mujer luchando por respirar—. Habéis acudido a atender demasiados casos de estos. Ya os conocen.

—¿Por qué yo? ¿Quién me conoce? —preguntó, luchando contra la verdad.

—El obispo Constantino —respondió el otro—. La gente sabe que sois su médico y que le habéis prestado ayuda con los pobres.

Nadie dijo nada más. Por supuesto que era Constantino la mano que actuaba en aquellos rescates, las medicinas, toda la resistencia de la masa de gente común. Había sido él quien luchó para que Justiniano fuera exiliado en vez de ejecutado por su implicación en el asesinato de Besarión. Todos luchaban por la misma causa: la supervivencia de la fe, la vida, la existencia de Bizancio y la libertad de adorar a quien ellos juzgaran correcto.

Ana fue a ver a Constantino en la quietud de su casa, en la galería donde colgaba su icono favorito.

—Quiero daros las gracias —dijo sencillamente, hambrienta y dolorida, todavía agotada físicamente por la pérdida sufrida y la fuga de la noche anterior, por el amargo fracaso que supuso todo ello—. Daros las gracias por todo lo que hacéis, por tener el coraje de guiarnos, de sostener en alto la luz para que podamos ver el camino. La verdad es que no sé con cuánta pasión defiendo una fe más que otra, un credo sobre la naturaleza de Dios y del Espíritu Santo, pero sé con absoluta seguridad que me preocupa el amor a la humanidad que Cristo nos enseñó. Sé con todo mi corazón que eso se merece todo lo que podamos pagar a cambio. Por ello vale la pena vivir y morir. Sin ello, al final las tinieblas lo engullen todo.

Transcurrieron unos instantes de denso silencio, durante los cuales Ana se percató de lo que había dicho.

—Si el infierno no fuera tan hondo como para desgarrarnos el alma, el paraíso no podría ser tan alto. ¿Habríamos de desear que Dios hiciera descender el paraíso? —Ana hizo una inspiración profunda al ver que el obispo alzaba la cabeza e interrumpía su actitud orante para mirarla—. ¿Podría hacer eso, y seguir siendo Dios? —preguntó, aunque podría haberse respondido ella misma.

Constantino no dijo nada, solo hizo en el aire la señal de la cruz.

Pero no importó, Ana no necesitaba que le contestase.

El brillo de la seda
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