Capítulo 41

El barco de Giuliano atracó en el puerto siciliano de Palermo dos semanas más tarde. Giuliano permaneció unos instantes en el embarcadero bajo el fuerte sol que hería los ojos y miró a su alrededor. El brillo del agua se veía azul en el horizonte. La ciudad se erguía sobre unas colinas suaves: construcciones de tonos pálidos como la tierra blanqueada, salpicadas aquí y allá de vistosas enredaderas o ropas coloridas tendidas de una ventana a otra, cruzando la calle.

A su debido tiempo se presentaría en la corte de Carlos de Anjou, pero antes quería armarse con unos cuantos datos acerca de aquella ciudad y de sus habitantes. En ningún momento debía olvidar que se encontraba en una ciudad ocupada, francesa superficialmente, siciliana en el corazón. Y para eso necesitaba moverse entre la gente.

Se puso a la tarea de buscar alojamiento, con la esperanza de encontrar una familia corriente y oriunda de allí que quisiera acogerlo, y así tendría la oportunidad de compartir al menos algo de la vida de ellos y conocer sus opiniones, que seguramente expresarían con menos reservas. Las dos primeras no tenían ninguna habitación libre; la tercera lo recibió con agrado.

Por fuera, la casa no se distinguía de ninguna otra: simple, curtida por la intemperie, con redes de pesca y nasas puestas a secar. Pero en el interior se hacía más evidente la pobreza. El suelo, formado por baldosas de terracota, estaba desgastado y desigual a causa del roce constante. Los muebles, de madera, se veían muy usados, y los platos, de bella cerámica de tonos azules, presentaban alguna que otra mella. Le ofrecieron cama y comida por un precio que a él le resultó demasiado bajo; dudó en ofrecer pagar más, pues no sabía si el hecho de ostentar más riqueza que ellos podría resultarles un agravio.

Cenó con ellos: Giuseppe, María y seis niños de cuatro a doce años. Fue una cena ruidosa y feliz. La comida parecía abundante, aunque muy sencilla, compuesta sobre todo por verduras cultivadas en su propio huerto. Pero Giuliano advirtió que se apuraron todas las migajas y que nadie pidió más, como si ya supieran que no había.

De pronto, el niño de más edad, Francesco, miró a Giuliano con interés.

—¿Sois marino? —le preguntó cortésmente.

—Sí —respondió Giuliano. No deseaba mostrarse claramente veneciano, pero si mentía o respondía con evasivas se delataría a sí mismo de un modo que no podía permitirse.

—¿Habéis estado en muchos sitios? —siguió Francesco con la emoción pintada en la cara.

—Sí. —Giuliano sonrió—. He viajado desde Génova hasta Venecia, dando toda la vuelta, y también he estado en Constantinopla y en todos los puertos que hay hasta llegar allí, y dos veces en Acre, pero no he ido a Jerusalén. Una vez estuve en Alejandría.

—¿En Egipto? —preguntó el niño con los ojos muy abiertos. Giuliano se dio cuenta de que ya nadie prestaba atención a la comida.

—¿Habéis venido a ver al rey? —inquirió una de las niñas.

—¡Si hubiera venido para ver al rey, no se alojaría con nosotros, tonta! —replicó uno de los otros niños.

—¿Para qué iba a querer nadie ver a ese gordo, ese bastardo? —espetó Giuseppe en tono agresivo.

—¡Calla! —lo reprendió María con los ojos muy abiertos y evitando de forma muy elocuente mirar a Giuliano—. No debes decir eso. Además, no es cierto. Dicen que Carlos no está gordo en absoluto. Y su padre murió antes de que naciera él, pero es hijo legítimo. No es lo mismo que ser un bastardo.

Giuliano sabía que no estaba criticando a su esposo, sino intentando protegerlo de cometer una indiscreción en presencia de un desconocido.

Pero Giuseppe no era fácil de callar.

—Perdonadnos —dijo—. Nos cuesta mucho pagar los impuestos. El rey no impone a sus franceses cargas tan pesadas como las que nos impone a nosotros. —Giuseppe no pudo evitar un tono de amargura que delataba el odio que se agitaba por debajo de la superficie.

Giuliano ya lo había percibido, incluso en las pocas horas que llevaba en aquella casa.

—Lo sé —concordó—. Podría parecer una insensatez criticarlo, pero, en mi opinión, si lo elogiarais seríais un paria. Y un mentiroso.

Giuseppe sonrió y le dio una palmada en el hombro.

—Un hombre juicioso —dijo en tono jovial—. Sois bienvenido en mi casa.

Giuliano pasó cuatro semanas con Giuseppe y su familia, escuchando sus conversaciones, así como las de los demás pescadores y campesinos de las tabernas locales. Percibió un sentimiento latente de rabia, y también de impotencia. En una o dos ocasiones mencionó a Bizancio, y las reacciones que obtuvo fueron tan abiertas en cuanto a interés y solidaridad, al sopesarlas más tarde, que llegó a la conclusión de que contenían una intención inocente.

Pero la rabia era indudable. No haría falta demasiado para inflamarla, un acto de torpeza que se inmiscuyera en el tejido de la vida de aquellas gentes, la profanación de una iglesia, el maltrato a una mujer o a un niño, y se prendería la llama. Si él era capaz de ver aquello, Miguel también lo veía, sobre todo si tenía espías allí. La cuestión no estribaba en si existía la voluntad necesaria, sino en si se podría organizar un esfuerzo cohesionado para alcanzar el éxito. Si los sicilianos se sublevaban y eran aplastados, sería una tragedia que Giuliano no estaba dispuesto a incitar. Representaría la suprema traición a la hospitalidad; comer el pan de un hombre en su propia casa y luego venderlo al enemigo era algo que no tenía perdón.

Giuliano se presentó en la corte de Carlos de Anjou, o, como era conocido aquí en Palermo, del rey de las Dos Sicilias. No sintió asombro alguno al ver el derroche de belleza del palacio, ni ante la relativa austeridad de la corte. Los exorbitantes impuestos que extraía de las tierras eran para la guerra, no para el placer. Los hombres iban vestidos con simplicidad, y el propio Carlos contaba tan solo con el poderío de su presencia para imponer respeto. Bullía de energía igual que siempre, y dio la bienvenida a Giuliano recordando al instante y con toda exactitud quién era.

—¡Ah! Habéis vuelto de nuevo, Dandolo —exclamó con entusiasmo—. ¿Habéis venido a ver cómo van nuestros preparativos para la cruzada?

—Sí, sire —respondió Giuliano poniendo en su expresión mucha más pasión de la que sentía.

—Bien, amigo mío —dijo Carlos dándole una palmada en la espalda—. Todo va a la perfección. Europa entera está acudiendo a la llamada. Estamos a punto de unir la cristiandad. ¿Os lo imagináis, Dandolo? Un único ejército bajo Dios.

Solo había una respuesta posible.

—Lo imagino —repuso—. Anhelo que llegue el día en que sea algo más que una visión, que sea un ejército de carne y hueso.

—Más que de carne y hueso —lo corrigió Carlos mirándolo de soslayo súbitamente, con una aguda percepción—. Necesitamos que además sea de acero y de madera, de vino y sal, de pan. Necesitamos que posea voluntad y coraje, y también oro, ¿no creéis?

—Necesitamos todas esas cosas —corroboró Giuliano—, pero también necesitamos que las den de buen grado, y no a un precio que no podamos pagar. El fin es recuperar los Santos Lugares para la cristiandad, no enriquecer a todos los mercaderes y constructores de barcos de Europa… salvo lo que sea justo, como es natural.

Carlos lanzó una estruendosa carcajada.

—Vos siempre tan cauto y tan diplomático, ¿eh? Lo que queréis decir es que Venecia no va a prometer nada hasta que vea hacia dónde vamos todos los demás. Pues no seáis demasiado cautos, o invertiréis demasiado tarde. A la vista de cualquiera está que sois mercaderes, no soldados. —Lo último lo dijo con una sonrisa, pero seguía siendo un insulto.

—Yo soy un marino, sire —replicó Giuliano—. Lucho por Dios, por la aventura y por el botín. Ningún hombre que se enfrente al mar merece ser llamado cobarde.

Carlos abrió los brazos.

—Tenéis razón, Dandolo. Retiro lo dicho. Y cualquier hombre que se fíe del mar es un necio. Sois más interesante de lo que había pensado. Venid a cenar conmigo. ¡Venid! —Extendió la mano, y acto seguido se dio media vuelta y echó a andar, seguro de que Giuliano lo seguiría.

Cada vez que Carlos lo invitaba a un juego de azar, Giuliano aceptaba. Aparte del hecho de que no era cosa fácil rechazar a un rey, aunque uno no fuera súbdito suyo, necesitaba estar en compañía de Carlos para poder calibrar cuáles eran sus intenciones inmediatas. Todo el mundo sabía cuáles eran a fin de cuentas, él no las había mantenido en secreto, pero para Venecia era sumamente importante conocer las fechas previstas para las mismas.

Cuando jugaban a los dados o a los naipes, Carlos era sumamente hábil, pero Giuliano aprendió con facilidad que, aunque no le gustaba que lo vencieran, se resentía todavía más cuando lo dejaban ganar. Giuliano necesitaba recurrir a toda su inteligencia para jugar bien y aun así perder. En una o dos ocasiones falló, y ganó. Aguardó con los músculos en tensión, preparado para defenderse, pero transcurridos unos momentos de denso silencio, Carlos lanzó un breve juramento y, haciendo gala de un considerable ingenio, exigió jugar otra partida más, en la cual Giuliano se concentró totalmente en perder.

El nombre de «Bizancio» suscitó en los ojos de Carlos un brillo centelleante, como si se hubiera nombrado un tesoro legendario. Giuliano advirtió que se le tensaban las manos y que los músculos de sus gruesas muñecas se endurecían como si fuera a agarrar algo preciado pero infinitamente esquivo.

Fue en el mar, unos días más tarde, cuando se confirmó la faceta más contemplativa de la personalidad de Carlos. No estaba seguro de su destreza en el agua, y ponía cuidado en no intentar nada en lo que posiblemente fuera a fracasar. Giuliano lo vio en dos ocasiones hacer ademán de empezar y luego cambiar de idea. Aquello fue más elocuente de lo que él habría creído. Seguía siendo el hermano menor, no deseado, temeroso del fracaso, carente de la seguridad en sí mismo necesaria para retirarse de la competición con un encogimiento de hombros. Necesitaba que lo vieran triunfar en todo momento.

No obstante, Carlos no dudó en permitir que el timonel condujera el barco a través de un mar embravecido, pasando cerca de las puntiagudas rocas de un promontorio contra el cual chocaban las olas. Era el fracaso lo que temía el rey, no la muerte.

Giuliano experimentó un sentimiento de comprensión hacia él, que había nacido tras la muerte de su padre y no había tenido el cariño de su madre. Su hermano mayor había sido rey de Francia y considerado por muchos como un santo. ¿Qué le quedaba a él, un hombre devorado por el ansia y la pasión, sino llamar la atención logrando lo imposible?

Rebasaron el cabo y salieron a aguas más tranquilas y más profundas. La tierra firme quedaba lejos, al oeste, y las islas de Alicudi y Filicudi más al norte, Salina, Panara y más allá la corona humeante del Stromboli, manchando el horizonte.

Carlos giró en redondo haciendo caso omiso de la corriente, con el rostro vuelto hacia el este.

—Por allá se encuentra Bizancio —dijo en tono triunfal—. Iremos allí, Dandolo. Al igual que vuestro bisabuelo, saltaré de mi barco a la arena y dirigiré el ataque. Nosotros también atacaremos las murallas y las derribaremos. —Alzó los brazos en el aire, buscando el equilibrio sobre la oscilante cubierta del barco, con las manos cerradas en dos puños—. ¡Yo mismo seré coronado en Santa Sofía!

Seguidamente se volvió y sonrió a Giuliano, dispuesto por fin a hablar de los pormenores de dinero y de navíos, del número de hombres que transportar con toda su armadura, caballos, máquinas de guerra y demás equipos necesarios.

El brillo de la seda
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