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TROPIEZO CON UN GRAVE ESCOLLO

UANDO se hubieron pasado los primeros momentos de sorpresa y de cólera y, ya en la calle, pude reflexionar, caí en un profundo abatimiento. Creí que todo había venido al suelo, todo lo que constituía mi felicidad. La intención del malagueño no podía ocultárseme. Lo que seguiría después de doña Tula y el bendito señor se enterasen de mi intriga podía sospecharlo. Maldije la hora en que había conocido a aquel antipático sujeto, y le deseé de todas veras la muerte. Hecho lo cual, me dije con heroica decisión que yo no renunciaría por él ni por todos los malagueños diseminados por el globo al amor de Gloria y que nos veríamos las caras.

Sin embargo, el horizonte se presentaba muy oscuro, había que reconocerlo. Era menester comenzar de nuevo y urdir otras intrigas. Se urdirían. ¡Vaya si se urdirían! Pero ¿cómo empezar, si cortaban toda clase de relaciones entre Gloria y yo y se la llevaban a otro sitio, a un convento quizá? Pues la seguiría adondequiera que fuese y armaría un tejido tal de invenciones, que concluyesen por marearlos y hacerles ceder. Ceder, ¡ay! Si no estuviesen los cien mil pesos de Gloria por el medio, ya lo creo que cederían. «Pues yo no renuncio tampoco a ellos, aunque me hagan tajadas —dije con energía, entre dientes—. Podría renunciar si no se tratase más que de mí, y aun, si se quiere, de ella, pero hay que tener presente que mañana tendremos hijos, y que yo no puedo, en conciencia, despojarlos de lo que es suyo». Pensando en estos hijos nonatos, despojados sin culpa del haber materno, me enternecí. Pasé aquel día en un estado de fuerte excitación, ideando mil monstruosidades y majaderías. Por la noche, al llegar las once, a sabiendas de que Gloria no podía estar en la reja, las piernas me llevaron a la calle de Argote de Molina. Calcúlese mi sorpresa y alegría cuando al pasar por delante de la casa vi la ventana abierta y percibí, como todas las noches, blanquear la figura indecisa de mi adorado sueño. Acerqueme con precaución, temiendo una emboscada; pero en seguida me convencí, al escuchar su voz, de que eran infundados mis temores. Me saludó muy enfadada, llamándome chinchoso, feo, ente, fatuo…, ¡gallego! Este era siempre el último insulto y el que, en su opinión, resumía y compendiaba todos los demás. La razón de aquella granizada de denuestos: que hacía diez minutos largos que eran sonadas las once y que esperaba. Quedé estupefacto.

—Pero, chica, ¿no sabes?

—¿Qué?…

Quise contarle el encuentro que había tenido por la mañana.

—Toíto lo sé; no me cuentes… ¿Y qué hay con eso?

—Pensé que tu mamá y don Oscar, al saber el engaño, te regañarían…

—¿Regañar?… Me armaron una escandalera atroz… Por supuesto, yo te negué con más desvergüenza que San Pedro a su Maestro… ¡Qué quieres, hijo…, las circunstancias!… Me preguntaron si te conocía… «En mi vida le he visto», contesté. «Pues ha estado en Marmolejo cuando tú». «Pues no he reparado en él». No es fácil que se hayan tragado la bola, porque es muy gorda; pero Daniel no debió de decirles nada. Se ha portado mejor de lo que podía esperarse.

—Si no lo ha dicho, lo dirá —manifesté con mal humor, producido por oírle llamar al malagueño por su nombre de pila, lo cual me parecía ya una infidelidad.

—¡Pues que lo diga! Si me aburren mucho, me planto como los borriquillos gallegos… (¡perdona, chico!), y digo: Señoras y caballeros, hasta aquí he llegado…

Me enteré de la edad que tenía, diecinueve años cumplidos, y propúseme consultar a algún abogado para saber si podría casarme contra la voluntad de su madre. Le dije también que, aunque Suárez hubiera sido discreto, tenía el convencimiento firme de que tramaba algo contra nosotros y que pronto se había de ver el resultado. Convino conmigo en que era imposible que volviese a presentarme en su casa. Aunque ignorasen los pormenores, lo mismo don Oscar que su madre estaban seguros de que yo no era tal oficial carlista y que venía en seguimiento de ella desde Marmolejo. Cuando le expresé mi temor de que cortasen aquellos coloquios a la reja, me respondió con resolución:

—Si me quitan la reja, ya buscaremos otro medio.

El ánimo de Gloria y la confianza que mostraba en los recursos de su imaginación me la infundían a mí también y me tranquilizaban. Al día siguiente, no conociendo a más jurista en Sevilla que a Olóriz, que estaba en el último año de la carrera, le consulté sobre los requisitos del matrimonio. Aunque se atusó gravemente la preciosa barba y metió dos o tres veces los dedos por la rizada selva de sus cabellos, masticando algunas generalidades, comprendí que sabía tanto como yo sobre el particular. Fui con él a su cuarto y examinamos los libros donde se declaraban. Allí vi que mi adorada pronto estaría en edad de casarse con quien quisiera. Por la noche comuniqué a ésta la noticia; pero, en vez de recibirla con alegría, se me puso muy enojada.

—¿Qué? ¿Un año todavía? ¿Y me lo cuentas con esa tranquilidad?… Ceferino, mira que te lo digo yo, ¡tú no tienes corazón!

—¡Oh Gloria! —respondí, todo sofocado, llevándome la mano al pecho—. No me digas eso. Aquí lo siento latir sólo por ti. Si dejases de amarme algún día, tengo la seguridad…

—Pero, hombre, repara que te estás llevando la mano al lado derecho, y ahí no puede estar el corazón.

Después dijo proféticamente, con una resolución que me inundó de alegría:

—¿A cuántos estamos hoy? A cuatro de agosto, ¿verdad?… Bien; pues el día primero de octubre será nuestra boda.

Sin estorbo alguno, con igual seguridad y placidez que antes, proseguimos nuestros coloquios nocturnos a la reja. Yo estaba algunas veces inquieto, sin embargo, imaginando que la hora menos pensada una delación del malagueño podría concluir con ellos. Su mismo silencio me daba miedo, haciéndome pensar en terribles asechanzas. Pero Gloria no sentía preocupación alguna. Cuando le interrogaba acerca de Suárez, me respondía que frecuentaba, en efecto, la casa, porque traía negocios mercantiles con don Oscar, que le hablaba alguna que otra vez; mas nunca, en su conversación, había hecho alusión a nuestras relaciones, ni tampoco se había propasado a galantearla más que en los términos vagos que en Andalucía carecen por entero de significación. Poco a poco me iba serenando. Allá, en el fondo, estaba quizá contento por haber sacudido de los hombros el tremendo cuadro sinóptico de don Oscar.

Las noches eran calurosas, asfixiantes. Cuando no iba a casa de Anguita, después que dejaba al amigo Villa, me agradaba dar vueltas por la ciudad en espera de las once, a pasos cortos y lentos, arrastrando los pies. Pasear a aquellas horas por las calles de Sevilla era lo mismo que visitar lo interior de las casas. Las familias y los tertulios se hallaban reunidos en los patios, y los patios se veían admirablemente desde la calle, al través de las cancelas. Veía a las jóvenes, con trajes claros, columpiándose en las mecedoras, los negros cabellos en trenza, adornados con alguna flor de vivos colores, mientras sus galanes, montados sin etiqueta en las sillas, departían con ellas en voz baja o les daban aire con el abanico. En algunos patios se tocaba la guitarra y se cantaban alegres malagueñas o peteneras, de notas prolongadas, melancólicas, coreadas por los «¡olés!», y el palmoteo del concurso. En otros, una o dos parejas de niñas bailaban seguidillas. Los palillos sonaban con gozoso chasquido; las siluetas de las bailaoras pasaban y repasaban por delante de la cancela, en actitudes ora arrogantes, ora lánguidas y desmayadas, siempre provocativas, llenas de promesas voluptuosas. Estos eran los patios que podían llamarse tradicionales. Los había también modernos o modernizados, donde sonaban en el piano los valses de moda o los trozos más notables de las zarzuelas estrenadas en Madrid recientemente, cuando no se cantaba el Vorrei morir, o La stella confidente, u otra de las piezas que los italianos componen para recreo de las familias sensibles de la clase media. Habíalos, por último, de carácter misterioso, donde la luz andaba sobradamente regateada, silenciosos, tristes, en la apariencia. Fijándose un poco, solía percibirse, a la media luz que reinaba entre el follaje de las plantas, alguna pareja amartelada. Y si el transeúnte detuviese el paso, quizá llegara a su oído el leve, blando, rumor de un beso, aunque no lo doy por seguro.

De todos modos, aquellos fuertes toques de luz que salían de los patios, aquel soplo rumoroso que pasaba a través de la enrejada puerta, animaban la calle y esparcían por la ciudad ambiente de cordialidad y de alegría. Era la vida meridional, franca, bulliciosa, expansiva, que no teme la mirada curiosa del paseante, antes la solicita y se huelga con ella, donde aún late vivo, después de tantos siglos, el sentimiento de la hospitalidad, la religión de los árabes. Sevilla ofrecía a tal hora un aspecto mágico, un encanto que turbaba el ánimo y convidaba a soñar. Creíase estar dentro de una ciudad calada, transparente, de un inmenso cosmorama de aquellos que, cuando niños, inquietan nuestra fantasía y despiertan en el corazón ansias invencibles de lanzarse a otras regiones misteriosas y poéticas. Aspirábanse aromas embriagadores. Ni un leve soplo de brisa refrescaba la frente. Mis pasos eran cada vez más cortos y más tardos, recorriendo, mareando, el confuso laberinto de las calles, animadas con vivas ráfagas de luz, regaladas de músicas y vibrantes de gritos y carcajadas femeninas.

Llegaban las once, y entonces mis pies se movían presurosos por la revuelta calle de Argote de Molina, hasta alcanzar la casa de Gloria. El misterio daba a nuestras entrevistas un encanto infinito. Con la frente apoyada en las rejas de la ventana, sintiendo el hálito blanco de mi amada y el roce de sus cabellos perfumados, dejaba transcurrir las horas, que tal vez serán las más felices de mi existencia. Gloria hablaba, hablaba sin cesar. Yo, ofuscado por la luz de sus ojos, que, como dos acumuladores eléctricos, iban lenta y suavemente magnetizándome, la escuchaba sin pestañear, acariciado por aquel acento andaluz, dulce y salado a la vez, cuyo recuerdo hace suspirar a más de un inglés en las brumas de la Gran Bretaña. ¿De qué hablaba? Apenas lo sé: de los sucesos insignificantes del día, de las nonadas de la vida; algunas veces, de lo por venir, imaginando mil proyectos contradictorios que me hacían reír; algunas también, de sus recuerdos de convento. Gozaba extremadamente oyéndole contar las travesuras de su época de colegiala, los mil incidentes, tristes o cómicos, que le habían pasado en el colegio.

De niña era un diablejo irresistible, lo reconocía ingenuamente. Apenas se pasaba día sin que dejase de proporcionar algún disgusto a las hermanas. La vida triste y monótona del colegio no era para ella. Se levantaban muy temprano y hacían media hora de oración en la sala de clases. Luego oían misa. A la salida se hablaban, preguntándose por la salud únicamente. A la hora de recreo, o récréation, como allí se decía, también se hablaban. Fuera de estas horas estaba prohibido comunicarse. Pero ella nunca había cumplido esta orden, ni mientras colegiala, ni cuando hermana. «No podía, hijo, no podía. Se me agolpaban las palabras a la lengua, y, o salían, o estallaban». En cierta ocasión, por haberse burlado de la hermana San Onofre, la habían encerrado en la buhardilla. Desde allí se veía un cuartel, y, oyendo gritar al centinela: «¡Centinela, alerta!», contestó a grito pelado: «¡Alerta está!». Esto produjo un verdadero escándalo en el colegio, y le acarreó un castigo ejemplar. Pero se burlaba de los castigos lo mismo que de las hermanas. Muchas veces le imponían por penitencia entrar en todas las clases, hincarse de rodillas en medio de ellas y hacer algunas cruces en el suelo con la lengua. No le importaba. Al contrario, lo que hacía era excitar la risa de las otras niñas con sus muecas. Quise saber algo de la madre Florentina. Lo que me había dicho la monja francesa había despertado mi curiosidad.

—¡Ah! La madre Florentina era muy buena. Nos llamaba siempre filletas y nos dejaba hacer cuanto queríamos, menos cuando tocaban a trabajar. ¡Oh! Entonces no había más remedio que apretar durito. No consentía en nuestros cuartos ni un tantico así de polvo. Nos tenía barriendo hasta que quedaban como un espejo. ¿No sabes que ella también pagó caro el bailoteo de Marmolejo? Se la depuso y se la obligó a pedir perdón de rodillas a la comunidad. ¡Pobre madre! Por culpa nuestra…, quiero decir, por culpa tuya.

—He sabido que no era ya superiora por la monja que salió a abrirme en el colegio; una monja guapa, por cierto, con ojos muy severos y acento extranjero.

—¡Ah, sí! La hermana Desirée.

—Mal genio debe de tener.

—¡Condenadísimo! No somos amigas. Cuando era educanda no me dejaba vivir. Hasta que un día vino el trueno gordo, ¿sabes?, quiero decir, hasta que le rompí la cabeza. Desde entonces quedó como un guante.

—¡Romperle la cabeza! —exclamé, sorprendido.

Me lo explicó con lujo de pormenores. Un día, a la comida, advirtió que su cuchara tenía cardenillo, y lo dijo en voz alta. La hermana Desirée, que tenía la intención de un veragua, tomó la cuchara, la limpió y se fue a la superiora con el cuento de que no quería comer con ella por capricho. La superiora, entonces, le había mandado lamerla delante de la comunidad y de las otras niñas. Lo hizo por no dar mal ejemplo; pero en seguida se levantó y se fue a encerrar en su celda. La hermana Desirée la siguió y quiso traerla de nuevo a la mesa, a viva fuerza. Comenzó a reprenderla ásperamete, diciéndole mil insultos, y hasta trató de golpearla. Entonces, al sentir la mano de la profesora en la mejilla, había perdido la razón, cogió un taburete y se lo zampó sobre la cabeza. «¡Qué susto, chiquillo, al verla con la cara llena de sangre!». Se precipitó a socorrerla, limpiándola con el pañuelo, lavándole la herida, y, llorando como una Magdalena, se arrojó a sus pies, pidiéndole perdón. Luego, cuando quisieron que hiciese lo mismo delante de la comunidad, se negó a ello. La misma hermana Desirée intervino para que no se la violentase ni castigase. Desde este suceso parece que la miraba con mejores ojos o, al menos, no la reprendía tanto como antes. Gloria había advertido que alguna que otra vez, muy rara, la hermana se enternecía. Cuando pensaba que nadie la miraba, quedábase largo rato con los ojos en el vacío, pasaba por ellos una ráfaga de ternura y concluían por arrasársele. Entonces se ponía guapa de veras. Apetecía ir a besarla. Mas si se advertía que la estaban mirando, volvía a poner aquellos ojazos crueles que a todas nos asustaban. Más tarde se había enterado de que se había hecho monja por unos amores desgraciados.

Además de esta, pintábame con gracia el tipo de otras hermanas que había tenido por profesoras. Había una, francesa también, llamada la hermana Saint-Etienne, a quien remedaba con singular donaire: «Oh, silence, enfant! Oh malheureux enfant, je vous mettrai en cachot!». Era delicioso oírle pronunciar el francés. «Tenía razón la pobrecita —concluía riendo—, porque yo era un bicharraquillo muy malo».

En aquellas noches me enteró también de los pormenores de su profesión. Estaba tan aburrida en casa, que resolvió volverse al convento. No quería, sin embargo, profesar. Pero su estancia allí, de otra suerte, se haría imposible. Al fin, obligada por la necesidad y bajo la presión continua y persistente de cuantos la rodeaban, se decidió a hacerlo. Era el día 9 de mayo. Su madre y algunas tías y primas que tenía en Sevilla habían ido al convento para asistir a la toma de hábito.

Después que había oído una plática del confesor en la capilla y habían terminado todas las ceremonias, una hermana la llevó a su celda y la dejó sola para que se vistiera el hábito y se pusiera la cofia. El hábito se lo había metido sin vacilar; pero al llegar a la cofia le había entrado una repugnancia tan grande, que por tres veces la arrojó al suelo diciendo: «¡Yo no me pongo este gorro!». Y otras tres la había recogido. Por fin, se la puso. Llegó otra vez la hermana y le pidió un espejo. En el colegio no lo había; pero dijo que iba a llevarla a la sacristía, donde lo encontraría y podría verse bien. No quiso ir. Estaba de un humor de todos los diablos. Al pasar por delante de una puerta vidriera que tenía cortinillas encarnadas había podido ver su imagen reflejada.

—¿Y sabes que no me pareció que estaba feílla con la cofia?

—Al contrario —repuse yo—: Te sentaba admirablemente, estabas guapísima.

—¡Chitón! Déjame concluir. Después que me vi en la vidriera me animé un poquirritillo. Fui otra vez a la capilla y allí me abrazaron todas mis amigas. ¡Ay hijo, entonces comencé a soltar lágrimas a chorro! ¡Me dio una perrera, que pensé liquidarme!

Pero, como era una chiquilla, pasó al instante de la tristeza a la alegría. La comunidad celebró su toma de hábito con un refresco espléndido y una comedia en que trabajaron las educandas. Aquel día había estado fuertemente excitada: tan pronto reía como lloraba. Después que se vio monja se había modificado un poco. Hasta hubo temporadas en que se había creído realmente con vocación, en que exageraba como ninguna hermana las penitencias y los escrúpulos. Poco faltó para que la creyeran santa. La más leve falta le producía tal escozor en la conciencia, que no se contentaba con ir a pedir perdón de rodillas a aquella a quien había ofendido, sino que, al reunirse la comunidad a la hora de comer, se arrodillaba delante de todas y decía con lágrimas: «Hermanas mías, me acuso de haber ofendido a Fulana, de este o de otro modo, dando mal ejemplo a la comunidad», y también se acusaba de sus pensamientos malos: «Hermanas mías, me acuso de ser soberbia, de tener mucho amor propio y creer que hago las cosas mejor que ninguna. Hermanas mías, ¿me perdonan vuestras caridades el pecado de haberme distraído durante la misa?».

—En fin, hijo: que las traía fritas a perdones. No sé cómo me aguantaban.

Después pasaba al extremo opuesto. Había temporadas en que le daba por ser mala y mortificar a todo bicho viviente. Las niñas le temblaban. Buscaba pretextos para castigarlas. Armaba riñas entre las hermanas. Era el genio malo del convento. Estas temporadas terminaban, como las otras, por una gran crisis nerviosa, un fuerte ataque, que la dejaba postrada algunos días en cama. También tenía momentos de tristeza tan profunda, que apetecía y aun buscaba la muerte. En cierta ocasión se arrojó al pozo, y de allí la sacaron medio asfixiada; pero nadie supo, mas que el confesor, que había tenido intención de suicidarse. Los únicos días felices fueron algunos que pasó en el convento de Vergara, cuando había estrechado amistad con Maximina. El cariño ciego, mejor dicho, la adoración extática de aquella niña, la había consolado de bastantes pesares. «¡Dios perdone a quien me separó de ella!».

La charla incesante, suave, monótona, de Gloria, donde se percibía el silbido continuo de la ese, me producía un mareo lánguido, cierto retardo voluptuoso, al cual contribuía el ambiente abrasador que se respiraba, el perfume penetrante de las flores y plantas de almoraduj y albahaca, entre las cuales aquella se sentaba.

Durante estas confidencias íntimas, preocupada enteramente por sus recuerdos, me abandonaba la mano. El tibio contacto de su piel delicada, al través de la cual sentía palpitar el calor misterioso de la vida, me llenaba de dicha, una dicha profunda, incomparable, infinita; jugaba suavemente con los dedos torneados y creía sentir en ellos tan pronto febriles estremecimientos como languideces invencibles, ardientes promesas y ahogados anhelos de ternura. De cuando en cuando separaba la cabeza, porque me sentía sofocado, y aspiraba fuerte y prolongadamente el aire con un suspiro extraño que hacía reír a la hermosa. Según avanzaba la noche, iban cerrándose, uno a uno, los agujeros de luz que había en la calle. La atmósfera, quieta y abrasada, nos traía rumores confusos de puertas que se cierran, saludos que se cambian, pasos que se alejan; los ruidos todos que preceden al reposo. Y este llegaba al fin. El aire desierto y melancólico ya no vibraba con ningún sonido. Sólo de tarde en tarde el golpe lento del reloj de la Giralda lo estremecía de improviso con metálico clamor. La sultana de la Andalucía se entregaba al sueño debajo de su espléndido dosel de estrellas. Dentro de su recinto, no obstante, velaba siempre el amor. Hasta el amanecer podían verse en sus estrechas y misteriosas encrucijadas algunos galanes que, como yo, yacían inmóviles, con la frente pegada a alguna reja.

Las horas corrían veloces; pero nosotros no oíamos o no queríamos oír los golpes del reloj sonando lentamente en el silencio y soledad de la noche. Sin embargo, la seca campanada de la una nos estremecía y nos llenaba de inquietud. Aún permanecíamos hablando algún tiempo. Sonaba la una y media…

—Vete, vete.

—Cinco minutos nada más.

Pasaban cinco minutos, y otros cinco después, y yo no me movía. Entonces Gloria, de repente, a la mitad de una frase, se levantaba enojada consigo misma y me decía bruscamente:

—Adiós; hasta mañana.

—Dame la mano siquiera para despedirte.

Me la daba, y yo la retenía a la fuerza algunos minutos más. De pronto alzaba la cabeza en señal de susto, y decía en voz alterada:

—¡Siento ruido!

Yo, estremecido, soltaba la mano, y ella se alejaba riendo del engaño.

De malísima gana también me alejaba yo de aquel rincón oscuro y discreto, donde dejaba mi felicidad. A paso rápido iba salvando las estrechas calles anegadas en sombra, no viendo por encima de mi cabeza más que una banda de azul profundo sembrada de estrellas.

Todos los días me condecoraba, esto es, me ponía en el ojal la flor que llevaba en el pecho. Al día siguiente era menester llevársela marchita; la deshojaba cuidadosamente y me ponía la nueva. La idea de que pudiera regalar aquella flor a otra mujer la estremecía. Empezaba a notar con deleite que sentía celos, celos inconscientes y vagos que ansiaban formularse, sin llegar a conseguirlo. Hacíame mil preguntas acerca de la tertulia de Anguita, me obligaba a describirle minuciosamente todas las jóvenes que allí asistían, y luego, repentinamente, mirándome con fijeza a los ojos, me preguntaba:

—Vamos a ver: ¿y cuál es de todas la que más te gusta?

—Ninguna. Todas me gustan por igual.

—¿Por qué sueltas esas simplezas? ¿Crees que me voy a enojar porque te guste una más que otra? Al contrario, hijo.

—Yo no tengo ojos nada más que para mirarte a ti. Y desde que tú me gustas he perdido el gusto de todas las demás.

Ella, insistía con calor, llamándome embustero, gitano, comediante. Al fin, una noche, más por complacerla que por otra cosa, le dije:

—Pues, si he de serte sincero, la que allí me parece mejor es tu prima Isabel.

¡Dios eterno, qué hice! A pesar de la poca claridad que había, la vi ponerse densamente pálida.

—¡Ya me lo sospechaba! —exclamó con voz ronca y extraña, que me asustó—. ¡No había de gustarte una chica tan hermosa! Tú también le habrás gustado a ella, como si lo viera… ¡Lucido papel me habéis hecho representar! Pero esa es una infamia; sí, una infamia… Desde el momento en que has comenzado en recaditos con ella debí comprender que lo que ella quería era un novio más; mejor dicho, un esclavo más de los que lleva sujetos con un cordelito…

—Pero, Gloria, ¿qué estás diciendo ahí?

—No me trate usted de tú —exclamó, mirándome con ojos chispeantes de furor—. Yo no tengo ya nada que ver con usted… Márchese usted y déjeme el alma quieta…

Asombrado, dolorido, sin saber lo que me pasaba, traté de hacerla entrar en razón. Todo era inútil. No me escuchaba. Excitada por sus mismas palabras, que se atropellaban unas a otras, colérica, descompuesta, me cubría de denuestos, repitiendo a cada instante: «¡Márchese usted! ¡No quiero verle a usted delante!».

No hubo más remedio que aguardar a que se desahogase. Cuando lo hubo hecho, cayó en un singular abatimiento. Tapose la cara con las manos y comenzó a sollozar fuertemente. Aproveché aquellos momentos para decirle lo que creí del caso, demostrándole con razones irrefutables su engaño y el agravio que me hacía. Parece que mis palabras y mi actitud firme y serena hicieron sobre ella impresión, porque no tardó en parlamentar.

Sin embargo, me asaeteó a preguntas, procurando cogerme en contradicciones, observando mi rostro fijamente con ojos inquisitoriales. Después me hizo jurar más de cien veces, por todos los seres queridos que se me habían muerto, por todos los santos del Cielo, que sólo ella me gustaba de veras y sólo a ella quería. Uno de los juramentos, el último y más solemne de todos, me obligó a hacerlo de rodillas sobre las piedras de la calle.

—Si me engaña —concluyó diciendo, con la frente fruncida y mirándome severamente—, cuenta que te clavo un puñal en el corazón.

—Ahí va el puñal —dije, sacando el que me habían regalado en el Fomento de las Artes y que llevaba por precaución en mis excursiones nocturnas—. Te clavarás a ti misma clavando mi corazón —añadí, sonriendo.

—¡Ah gitano, macareno! —exclamó, mirándome al mismo tiempo con sorpresa y cariño—. Venga… Lo guardo… Ten por seguro que no escapas vivo si me haces traición.

—Casi me entran ganas de hacértela por el gusto de morir a tus manos.

Pasó del dolor a la alegría instantáneamente. Las carcajadas se sucedieron a los sollozos. Como si quisiera indemnizarme del susto y de las injurias que me había dicho, ninguna noche estuvo tan cariñosa y zalamera. Tirándome por las manos y sonriendo con sus ojos llorosos aún, exclamaba:

—¿No parece mentira que haya llegado a enamorarme de este modo de un gallego?

No obstante, desde entonces había días en que me hacía padecer mucho con sus celos injustificados. Tenía un miedo tan grande a que se la pegara, como ella decía, que sólo con la idea se estremecía y empezaba a injuriarme. Después me pedía perdón, riendo de sí misma.

Cerca de su casa había un establecimiento de bebidas, que solía estar abierto hasta hora muy avanzada. Una noche, hallándome, como de costumbre, en coloquio amoroso, se me presentó de improviso un chico, trayendo en la mano una batea de cañas de manzanilla. Acercose a mí y me dijo:

—De parte de unos señores que están ahí bebiendo, que haga usted el favor de beber a la salud de la señorita.

Quedeme estupefacto mirándole, y pensando después que era una broma, dije con malos modos:

—Yo no conozco a esos señores ni sé cómo se atreven…

Pero Gloria me tiró de la manga, diciéndome:

—Bebe.

La miré sorprendido.

—¿Hay que beber?

—Sí, hombre, sí; bebe.

Hice como me mandaba, apurando una caña, y luego dije:

—Deles usted las gracias.

Cuando se hubo alejado el chico, me dijo:

—¡Buena la hubieras hecho si no aceptas! ¡Menuda bronca te arman esos gachós!

Luego me explicó que aquello en Andalucía no solo no tenía nada de particular, sino que era un acto de cortesía y franqueza que debía agradecerse. Me recomendó que no dejase de pasar después por la tienda a darles las gracias, pero encareciéndome mucho que no permaneciese allí más tiempo que el indispensable, porque a menudo había reyertas. Algo maravillado de aquellas singulares costumbres, así que me despedí de ella, apresureme a cumplir su encargo. En la taberna hallé hasta media docena de individuos con trazas de personas decentes, que comían alcaparras y langostinos, remojándolos con tragos de manzanilla. Pregunté al chico si eran los que me habían convidado, y habiéndome respondido afirmativamente, le encargué que sacase unas copas de jerez, corriendo de mi cuenta. Fui a darles después las gracias, y me recibieron con una cordialidad tan rara como grata. A los cinco minutos de hallarme entre ellos parecíamos camaradas de toda la vida. Creo que si estoy allí una hora, salimos tratándonos de tú. Me hicieron de Gloria unos elogios que, aunque un poco vivos y si se quiere brutales, tuve que aceptar y aun agradecer, pues se comprendía que eran dichos de buena fe y con ánimo de agradar. Brindamos y bebimos por ella más de una docena de veces, y se invitaron con la mayor alegría para beber unas cañitas a la salud de los novios el día de la boda. Iba ya a despedirme, acordándome de la recomendación de mi novia, cuando creí escuchar ruido de dinero y murmullo de gente arriba.

—¿Qué hay arriba? —pregunté a uno.

—Timbirimba. Si usted quiere echar una miraíta, suba usted esa escalera.

Aunque no soy jugador, siempre he tenido alguna inclinación a los naipes. Subí, pues, por donde me señalaban, con cierta curiosidad, y al llegar a la sala de arriba vi, en efecto, hasta veinte o treinta personas reunidas en torno a una mesa de juego. Procuré ver las cartas asomándome por encima de los hombros, y lo primero que observé, ¡caso chistoso!, fue al famoso Llagostera, mi compañero de fonda, aquel catalán eterno detractor de la holgazanería andaluza, con la baraja entre las manos tirando un entrés. Si hubiera visto al arzobispo en persona en aquella forma, no me hubiese sorprendido más. Manejaba los naipes con singular maestría, como jugador de oficio. De cuando en cuando, así que las apuestas estaban hechas, decía en voz alta, con el acento rudo que le caracterizaba: «Juego, caballeros». Después de la sorpresa acudió a mí cierta irritación, no exenta de risa. ¿Este era el hombre que todos los días nos mareaba con el trabajo de Cataluña y mostraba tal desprecio al resto de los españoles? «Pues no te escapas sin verme», dije para mí, y a fuerza de trabajar con los codos logré ponerme en primera fila. Saqué un duro del bolsillo y, tirándolo sobre la mesa, dije: «Ese duro al cinco, señor Llagostera». Levantó la cabeza, y al verme se inmutó ligeramente; pero, reponiéndose en seguida, me saludó con la mayor desvergüenza: «Buenas noches, compañero».

Cuando le conté la aventura a Villa, se tiraba en la cama de risa. Luego, a la hora del almuerzo, comenzó a cantar las excelencias del trabajo, llamando a cada paso en su apoyo al catalán: «¿Verdad, señor Llagostera, que no hay otra fuente de riqueza? —al mismo tiempo hacía con disimulo el ademán de tirar de una carta—. ¿Verdad, señor Llagostera, que el único medio de prosperar las naciones y los individuos es el trabajo honrado? ¿Eh? ¿El trabajo decente? —la misma a mueca—. Yo no conozco más que a los catalanes que sepan tirar…, tirar bien del carro de la riqueza, ¿eh? —tirando de la carta imaginaria—. ¡Oh, si los andaluces tirásemos tan bien!…». Los comensales no podíamos reprimir la risa. Yo estaba temiendo un conflicto. Pero no lo hubo. Aquella misma noche se mudó el catalán de la casa.

Aunque no tan asiduamente como antes, continuaba asistiendo a la tertulia de las de Anguita, cuidando, por supuesto, de salir antes de las once. Joaquinita seguía persiguiéndome con sus cuartos de hora de conversación zalamera, empalagosa. Vagamente, sin embargo, porque lo mismo Villa que Isabel habían guardado reserva absoluta, entró en su mente la idea de que yo estaba enamorado en otra parte, y no me dejaba vivir con su «Uté etá chiflaíto, Sanhurho. Se le conose a uté en los oho. A vese lo pone uté entornaíto, entornaíto, que paese que se quea uté dormío». Y era verdad. Más de una vez y más de dos me tengo dormido escuchándola. Isabel se había ido aquellos días con su padre a Sanlúcar, a la boda de una prima suya. Pepita proseguía la persecución de Villa, y éste, desembarazado por la ausencia de Isabel, continuaba dando caza a la criadita de la casa en las mismas narices de la señorita. El señor Anguita, que no se calentaba, a pesar de hallarnos en los días más terribles de agosto, había adquirido recientemente un pandero con el retrato de una chula, y se había vuelto loco y casi nos había vuelto locos a todos. Ramoncita, siempre en conversación grave, importantísima, con sus amigas jamonas y solteras. Don Acisclo, esparciendo el humorismo a un lado y a otro, y con él un vivo deseo de venganza en los pechos de los pollastres a quienes maltrataba. Lo único que me interesaba un poco eran los amores del presbítero don Alejandro con su discípula.

A pesar de la vigilancia exquisita de Pepita, se los veía tan pronto en un rincón como en otro, cuchicheando lo mismo que en el confesonario. El presbítero andaba tan revuelto y acongojado, que apenas si había contestado a lo que le preguntaban. Se había puesto pálido, ojeroso, y cuando alguna vez cantaba cosas de ópera, arrastraba de tal modo las notas, que parecía que se las paseaba a uno por las tripas. Observé que Elenita no estaba acongojada ni mucho menos, antes se mostraba alegrísima, acribillándole a sonrisitas y miradas tiernas, lo cual no era óbice para que las prodigase también a todos los jóvenes «en disponibilidad» que asistíamos a la tertulia. Llegué a imaginar que aquella vivaracha joven se gozaba en las angustias y los desvelos de su maestro.

Un suceso inesperado vino a sacudir el letargo y aburrimiento que la tertulia me causaba. Daniel Suárez, el odioso malagueño que me había inspirado tantos recelos y que aún me los inspiraba, fue presentado a las de Anguita por un pollastre en que no me había fijado. Esto no tenía nada de particular. Por aquella tertulia pasaban todos los forasteros, como habían pasado ya todos los naturales. Sin embargo, me produjo cierta emoción y, ¿por qué no decirlo?, bastante malestar. Disimulé cuanto pude, mostrándome afable. Él, por su parte, observó conmigo una conducta irreprochable, hablándome con naturalidad, como a un conocido que se estima y que no llega a amigo, ni buscándome ni huyéndome.

Por supuesto, no dejaba aquel acento displicente y aquellos modales bruscos y frases cínicas que le caracterizaban. En los breves momentos que departía con él no me habló palabra de Gloria, ni de don Oscar, ni mentó para nada aquella casa. Se contentaba con despellejar a los dueños de la en que estábamos o a cualquiera otra persona que tuviéramos delante. De tan antipático, aquel hombre daba frío. Procuré que su presencia no alterase poco ni mucho mis costumbres; esto es, pasaba mis ratos charlando con Joaquinita o con Villa, y al llegar las once menos cuarto me despedía. Su mirada, fija, luciente, me seguía hasta la puerta; pero no me importaba. Al contrario, con cierta complacencia feroz decía entre dientes: «Ya sabes adonde voy. ¡Rabia, antipático; rabia!». Alguna vez, cuando estaba charlando con Joaquinita en un rincón, sentía posarse sobre mí sus ojos pequeñuelos y malignos. Mas al levantar la cabeza hacia él los separaba inmediatamente.

En estos días, la segundogénita de Anguita me dio una noticia que no dejó de causarme pena. Me dijo que estaba concertada la boda de la condesita del Padul con un primo suyo, el duque de Malagón.

—¿Y Villa? —le pregunté, sorprendido.

Joaquinita me dirigió una larga mirada burlona.

—Pero ¿usted se ha imaginado que Isabelita le trae al retortero para casarse con él?

—No lo sé…, pero sí creía que le profesaba algún cariño.

—Atienda usted al cariño…

Y con cierta complacencia, que me molestó, contome algunos pormenores recientes de los amores de Villa. Al parecer, éste había escrito últimamente una carta a la condesita suplicándole le desengañase de una vez. En vez de hacerlo, ella le había respondido de un modo ambiguo y artificioso. Le decía que la había puesto en un compromiso serio, que su corazón le estaba pidiendo una cosa y que le era imposible escucharle; que obstáculos gravísimos le impedían responder como quisiera, etc.; una serie de palabras melosas para disfrazar unas calabazas muy amargas. El pobre Villa, en vez de darse por enterado, había replicado que le dijese cuáles eran esos obstáculos, para salvarlos si era posible, tornando a hacer protestas vivas de su amor y constancia.

—Pero ¿por dónde se supo eso? —pregunté bastante desabrido.

—Pues por la misma Isabel, que se lo ha contado en confianza a Ramoncita.

Me pareció aquello muy mal y formé de Isabel idea distinta de la que tenía. Desde entonces no podía hablar con Villa sin sentirme animado de compasión, que, por supuesto no dejé traslucir.

Por una de esas simplezas que los hombres inexpertos solemos tener, viví aquellos días en un estado de feliz confianza, que aún hoy, al recordarlo, me irrita contra mí mismo. Creía de buena fe que todo marchaba a pedir de boca, que don Oscar y doña Tula no pensaban ya en el engaño que les había hecho, que Gloria inventaría algún medio para casarnos antes que llegase a la mayor edad, y (¡esto es lo más original!), que Daniel Suárez había desistido por completo de sus pretensiones respecto a ella y me dejaba el campo libre. Pronto tuve ocasión de arrepentirme de tal confianza.

El día de Nuestra Señora, 15 de agosto (siempre recordaré la fecha), estuve a primera hora de la noche en la Británica con Villa. A eso de las diez, aunque ya era tarde para mí, se empeñó en dar una vuelta por casa de Anguita, y le acompañé no de buen grado. Estaba allí Daniel, más locuaz y alegre que de costumbre, conversando animadamente en un grupo de niñas. Al entrar, su mirada, casi siempre agresiva, se clavó en mí, con expresión maliciosa de burla y desprecio, que me lastimó como una bofetada. Le pagué con otra fría y desdeñosa, y me dispuse a sentarme al lado de Joaquinita por no unirme a aquel grupo. Pero el malagueño vino a mí muy risueño y se sentó también al lado de la de Anguita, y le dijo con una rudeza que todos se autorizaban con aquellas jóvenes, y él, por su carácter, con más razón:

—¿Para qué me perzigue usted a este gachó, si ya está amartelaíto perdío por otra niña zevillana?

—¿De veras está usted enamorado, Sanjurjo? —me preguntó Joaquinita, visiblemente contrariada.

—Cuando el señor lo dice… —repuse muy fríamente.

—Diga usted que zí… Es una morena hasta allí…, con unos ojos como dos negros bozales…, ¡ham!, dispuestos a comérselo a uno… ¡Y unos andares…, que el suelo cruhe de gusto cuando se siente su taconeo!…¡Luego un arma que ni la de un violín… y más zentío que un miura!…

Aquellos elogios brutales, que más parecían dichos en son de menosprecio, despertaron en mí profunda indignación, y dije, sonriendo rabiosamente:

—Le falta a usted lo mejor.

—¿Qué?

—Que tiene cien mil duros de dote.

El sarcasmo no le hizo efecto alguno.

—¡Ezo e! Y, además, se encuentra uno con el inconveniente de los cien mil duros. ¡Diga usté ahora que este zeñó no es má zabio que Víctor Hugo!

No sé en qué hubiera parado aquella conversación si no llega a levantarse y despedirse. Mi sangre estaba dando más vueltas que un argadillo. Luego que se fue me calmé un poco, aunque todavía tardé algunos minutos en contestar acorde a las preguntas que Joaquinita me dirigía. Disimulando mal su turbación y enojo, me pedía noticias de mi novia con una insistencia y una melosidad tan empachosa que yo no sé si hubiera preferido las insolencias del malagueño.

—Vamos, Sanhurho, no disimule uté má… ¿Es tan guapa como Daniel la ha pintao?

—Señora, ya le digo a usted que no ha sido más que una broma para divertirse un poco a mi costa.

—¡Jesú, qué pesao y apestoso está uté hoy, amigo! ¿Se figura uté que por hablar de ella se va a disipá en el aire como el álcali volátil?

Sufrí aquella mosca el tiempo que pude, que no fue mucho, pues me llegaban las once menos cuarto. No me dejó hasta la puerta y me prometió enterarse de todo, «porque sacar algo de mí estaba visto que era imposible». Tomé, al fin, el camino de la calle de Argote de Molina. Según me acercaba a ella, se iba desvaneciendo la negra bruma de odio y de tedio que la desvergüenza del malagueño y la fatuidad de la de Anguita habían echado en mi espíritu. Cuando entré en ella y alcancé a ver la casa de Gloria, me hallaba en la misma feliz disposición con que acudí siempre a la cita. Pero en el mismo instante, al echar una mirada a la reja, veo arrimado a ella, o próximo a ella al menos, el bulto de un hombre. Me detuve estupefacto. Lo primero que imaginé fue que era el sereno. Después pensé que se trataba de un borracho; luego, que aquel hombre no estaba arrimado a la reja donde Gloria me hablaba, sino a la de otra ventana. Todo esto en menos de un segundo. Anduve tres o cuatro pasos más y me convencí de que, en efecto, era un hombre, que estaba arrimado a la ventana de mi novia, en la misma posición que yo solía estar. Di otros tres o cuatro, y vi que aquel hombre era, sin género de duda, Daniel Suárez.

Es horrible decirlo, pero lo diré, porque quiero que este libro sea una confesión. Si me hubiesen dicho en aquel momento: «Se ha muerto tu padre», no hubiera recibido impresión más cruel. Miraba y no quería creer a mis ojos. Estaba a unos veinte pasos de distancia. En la media luz que el farol de la esquina esparcía en aquel rincón se destacaba bien clara la silueta del malagueño recostado sobre la reja, con su americana corta, pantalón claro ceñido y sombrero cordobés de alas rectas. Sin darme cuenta de lo que hacía, avancé con lentitud, el paso vacilante, y me cercioré de que detrás de la reja se hallaba Gloria. Fui tan estúpido o estaba de tal modo aturdido, que, en vez de retroceder y alejarme pronto de aquel sitio, continué avanzando y pasé por delante de ellos con el rostro vuelto hacia la ventana. Daniel se volvió enteramente de espaldas. Luego que pasé oí un animado cuchicheo y risas comprimidas. No acierto a describir lo que pasó por mí entonces.

A pesar de hallarnos en una de las noches más calurosas de agosto, sentí la frente cubierta de un sudor frío y vacilé como un beodo. Necesité apoyarme en la pared un instante. Luego, por un esfuerzo, mejor dicho, un sentimiento de amor propio, seguí resueltamente mi camino. Anduve a paso largo no sé cuánto tiempo por entre calles; no recuerdo cuáles. Sólo tengo una idea de que estuve en el muelle y que me apeteció arrojarme al agua. Entré en un café y me bebí unas cuantas copas de coñac. En lugar de contribuir a turbarme, el licor sirvió para despejarme y aclarar mis ideas. Al menos, esto me pareció entonces. Contemplé con decisión el suceso y reconocí al instante que había tenido la desgracia de caer en manos de una redomadísima coqueta. El lance no era nuevo. Esto mismo había pasado a muchos millares de hombres antes y pasaría después. Confieso que me acometió un vivo sentimiento de venganza, no por el acto en sí, sino por la forma grosera y humillante en que había sido llevado a cabo. De ella no podía tomarla, al menos por entonces. Pero de él, sí. Él era, seguro estaba de ello, quien había imaginado tal escena vergonzosa. A él era a quien debía exigir la responsabilidad.

Luego que me hube aferrado bien a esta idea, bebí otra copa de un trago, me levanté y salí decidido a entendérmelas con aquel guapo. Mientras caminaba a paso largo hacia la calle de Argote de Molina, discurrí que acometerle de improviso a bofetadas era indigno. Además, una cachetina no era lo que yo apetecía. En aquellos momentos me sentía inclinado a lo trágico. Una estocada que le traspasase el corazón, un tiro que le deshiciese la cabeza; esto era lo que mejor representaba mis sencillos deseos, y en ello me detuve con voluptuosa complacencia. Si yo fuera un hombre aturdido, falto de previsión y de cálculo, quizá hubiera hecho aquella noche una barbaridad muy gorda. Mas, por mucho que me halagase la consoladora idea de abrir un boquete en la cabeza o en los intestinos de mi rival, comprendí al instante que los hombres civilizados no pueden proporcionarse estas puras satisfacciones sin tropezar con la Policía, el Juzgado y el presidio. Forzoso era renunciar a ella si no apelaba al desafío. Esto ya no me halagaba tanto. Sin embargo, aunque agucé cuanto pude el entendimiento, no hallé otro procedimiento.

Penetré en la calle por la parte baja, esto es, por la de Mercaderes y Conteros, y fui siguiéndola cautelosamente, ciñéndome bien a las paredes hasta poder avistar la casa de Gloria. Pude notar, sin ser notado, que Suárez continuaba en el mismo puesto. Fuerza de voluntad necesité para no correr allá y patearle. La tuve, no obstante. Esperé con paciencia un rato, asomando de cuando en cuando la cabeza para cerciorarme de que no se había movido. El corazón me latía fuertemente. Difícil me hubiera sido continuar en aquel estado mucho tiempo; pero quiso la suerte que no sucediese. Al dar el reloj las doce se cerró la vidriera de la ventana y Suárez se separó de ella. No debo ocultar que experimenté cierta satisfacción pueril al pensar que conmigo se estaba hasta la una y media y aún más algunos días. Me detuve un instante a ver qué dirección tomaba mi enemigo, y observando que seguía calle abajo, corrí cuanto pude delante, perdiéndome en sus recodos. Cuando di la vuelta a la esquina de la calle de Conteros, me detuve y esperé. No tardó en aparecer.

—Una palabra, amigo —le dije, saliéndole al encuentro y colocándole una mano en el hombro.

Se puso atrozmente pálido, retrocedió dos pasos y llevó rápidamente la mano al bolsillo de la americana, sin duda en busca de un arma. Mas al verme tranquilo y como sorprendido de su movimiento, la dejó caer otra vez y me preguntó:

—¿Qué se ofrece?

—Tengo que hablar con usted dos palabritas.

—Las que usted quiera.

—Aquí en la calle estamos mal. ¿Tiene usted inconveniente en que entremos en cualquier establecimiento? Muy cerca hay uno.

—Vamos allá.

La idea de entrar en un café le había serenado por completo, como es natural. Anduvimos algunos pasos por la calle arriba otra vez y penetramos en la taberna donde me habían convidado no hacía muchos días. Se encontraban en ella los mismos alegres compadres, que me recibieron con igual agasajo y cordialidad. Todos a un tiempo elevaron sus cañas, invitándome a beber. Uno de ellos me dijo:

—¿Qué tal la morenita?

La pregunta me turbó extremadamente en aquel momento.

—¡Pchs!… No anda mal.

Echamos un trago para no desairarlos y nos fuimos a sentar en un rincón.

Suárez y yo nos miramos un instante a los ojos sin disimular el odio. Yo fui quien rompió el silencio, diciendo:

—Ante todo, hablaremos bajito para que no se enteren esos señores… Quiero decirle a usted que, después de lo que ha pasado esta noche, usted comprenderá que necesito matarle.

—Compare, no comprendo esa necesidá; pero si uté lo ziente, no debía darme aviso, porque ahora va a coztarle una mijita más de trabajo.

—No soy un asesino. Aunque lo que usted ha hecho conmigo es una indignidad…, una porquería, voy a hacerle a usted el honor de batirme con usted.

—Eztimando ese honor, amigo. ¿Zabe uté una cosa que estoy pensando?… Que está uté un poquirritiyo… —apoyando el dedo índice en la sien—. No se ofenda uté.

—No me ofendo. Sí; loco debo de estar cuando, en vez de patearle a usted la cara hace poco, he aguardado para decirle muy cortésmente que es usted un canalla.

El malagueño cambió su natural color aceitunado por otro algo más bajo; pero no pareció alterarse. Guardó silencio unos momentos, dio un par de chupetones al cigarro, que eternamente tenía entre los dientes; separolo después de la boca, soltó el consabido chorrito de saliva por el colmillo, quitó la ceniza con el dedo meñique y dijo tranquilamente:

—Vamo; uté quiere, por lo vizto, buya.

—Bulla, no. Quiero matarle a usted. Ya se lo he dicho.

—E igual, porque yo no he de morir zin un poquito de buya. Pero voy a decirle a uté un sentimiento que tengo ayá dentro, y no lo eche uté a mala parte… Creo yo que todo ezo del duelo, y lo padrino, y la espada, y lo zable ez una guaza, ¿zabuté? Cuando un hombre le hace a otro mala zangre, para deshogarze no necesita tanto compá de espera. Pero, ademá, el matarse en este cazo me paece, ¿zabuté?, una gran zimpleza.

—Será lo que usted quiera —repliqué con viveza—, pero estoy dispuesto a que nos matemos.

—¡No ze apure uté, buen hombre! Nos mataremos.

Hablábamos en voz muy baja y procurábamos ambos sonreír diciéndonos estas ferocidades; de suerte que los que allí estaban creían que departíamos amigablemente.

—Nos mataremos, zi uté tiene tanto empeño… Pero conzte que yo cuando le he vizto a uté a la reha con eza niña no he ido a buscarle buya.

—¡Hombre, tiene gracia! ¿Y por qué me la había usted de buscar?

—Puez por la misma razón que uté me la busca a mí… ¿Es uté el marío de eza joven?… ¿Es uté zu padre o zu hermano?… Pue entonce, ¿con qué derecho me quiere uté privá de hablar con eya zi eya tiene guzto en hacerlo?… Uté la ha conocío en lo mizmo día que yo…¿A uté le ha guztao zu palmito y zu aquel? También a mí. ¿A uté le han apetecío lo cien mil duro de la dote?… Lo mizmito me ha sucedío a mí, compare. Uté ha comenzao a hacerle rozca… Yo también ze la he hecho. Por conziguiente, igualito. Llevará el gato al agua el que la niña quiera. Paece que ahora zoy yo. ¿Qué quiere uté hacerle?

—No estoy enteramente de acuerdo con esa opinión; pero no discutamos… Tiene usted un modo de apreciar las cuestiones demasiado…, demasiado prosaico, por no emplear otro calificativo… Se preocupa usted mucho de los duros…

—¿Y uté les ezcupe, compare?

—Voy a suplicarle a usted un favor…, y es que no me llame usted compadre.

—Hombre, uté me dizpensará que pida un vazo de limón para que uté reflezque… Etá uté muy nervioziyo… Cuando le haya a uté pazao eze fogonazo de celo que ahora le ha dao, ze reirá de lo que etá diciendo y haciendo… Que no le haga buena tripa el verme a la reha con la niña que uté creía chalaíta, se comprende bien; pero que uté se dizpare de ese modo, vamo, compare (uté dizpense, amigo), me paece a mí…, digo que no eztá en lo regulá.

—No me disparo porque esa mujer u otra cualquiera deje de quererme o prefiera a otro, entiéndalo usted bien. Es muy libre de hacerlo. Lo que no tolero es lo que usted ha hecho, con bien poca delicadeza por cierto…, preparar una escena tan fea y vergonzosa con el solo propósito de humillarme. Si usted se hubiera dirigido a mí, diciéndome: «Gloria ya no le quiere a usted; me quiere a mí», en cuanto lo comprobase convenientemente le dejaría a usted el campo libre y quedaríamos tan amigos, al menos en la apariencia.

—Alto ahí, amigo. La escena de que uté habla no ha zío preparada por mí, sino por eya. Por empeño zuyo fui a la reha un poco antes de las once. Es maz: quize oponerme a eyo porque zabía que eza era la hora en que uté echaba zu parrafiyo; pero la niña lo tomó por too lo alto, y no hubo má remedio que conformarze.

—Permítame usted que lo dude.

—Uté ez mu dueño. Zi uté quiere convencerze, véngaze mañana de noche conmigo a la reha y ze lo preguntamo. Seguro etoy de que no me dejará por embuztero.

—Yo no tengo para qué presentarme otra vez delante de esa p… —exclamé, poniéndome rojo.

Creí que aquel insulto dirigido a su amada le iba a exasperar. Nada de eso. Siguió tan tranquilo como si nada fuese con él.

Ambos guardamos silencio. Yo quedé profundamente pensativo. Las últimas palabras del malagueño me habían llegado a lo profundo del corazón. Era imposible dudar ya de que la ofensa había venido directamente de ella. A pesar de que tenía la mirada fija en la mesa, sentía sobre mí los ojos de Suárez, observándome, serios y recelosos. Levanté al cabo la cabeza y dije gravemente:

—Está bien. Puesto que es ella sola la que ha querido ofenderme, nada de lo dicho. Quede usted con Dios.

Al mismo tiempo me alcé del asiento y salí de la taberna, un poco sorprendido, en verdad, de que Suárez me dejase ir tan tranquilo, pues en nuestra corta plática le había dirigido algunas injurias que merecían explicación.