VII

PREPARATIVOS PARA EL BLOQUEO

ATILDITA, como he dicho antes, debía de sospechar el deplorable resultado de mi entrevista con el capellán del colegio del Corazón de María. No hacía más que dar vueltas en torno mío y tirarme cuanto podía de la lengua, a fin de cerciorarse de la verdad del caso, o por ventura para meter su naricita en mis negocios y satisfacer el inmoderado afán de dar consejos que la atormentaba. Como no tenía gran interés en ocultar la derrota, pues ya se había disipado en parte la vergüenza que me produjera, concluí por confesarlo todo. Fuertes aspavientos de la chiquilla. No cabía en sí de indignación. Me hizo repetir varias veces la repugnante grosería usada por el clérigo conmigo, y me dijo que ella no la hubiera sufrido. Esto no me pareció bien. Pero le hice ver en seguida los inconvenientes que habría traído consigo cualquier resolución violenta en tal momento, y concluyó por convenir en que mejor había sido «el despresiarle». Después de quedar unos instantes silenciosa en actitud reflexiva, abrió la llave de los consejos. En su opinión, lo que yo debía hacer ahora era presentarme a la madre de Gloria, pintarle mi pasión por su hija, echarme a sus pies y suplicarle que la sacase del convento y nos permitiese casarnos y ser felices. El consejo era poco práctico, y me convenció de que los amores del aspirante a telégrafos habían dejado en el espíritu de Matildita una huella indeleble de romanticismo.

Mejor lo tenía yo pensado. En esto de ver las cosas como son y conseguir lo que nos proponemos, me parece que nadie saca ventaja a los que hemos nacido en los valles pintorescos de Galicia. Ya diré más adelante lo que mi mente, apretada por la necesidad, urdió para alcanzar lo que apetecía.

Por aquellos días se había marchado el alcalde Cueto a su pueblo y había llegado un matrimonio de Écija. Sentábase, pues, a la mesa, a las horas de almorzar y comer, una señora, lo cual había hecho variar un poco el tono de la conversación. Esta dama se llamaba Raquel. No pasaría de los treinta años y era mujer hermosa como pocas, de arrogante figura, alta, mórbida, de tez morena, nariz aguileña, labios gruesos y ojos negros y grandes, tal vez demasiado grandes. Sus facciones, pronunciadas en demasía, su figura voluminosa, hacían que pareciese más hermosa de lejos que de cerca. Aquellos ojos cristalinos, abombados, de ternera, aquella nariz enérgica, borbónica, aquellos labios rojos abultados, a cierta distancia formaban un conjunto armónico, maravilloso. No obstante, aun de cerca se la podía diputar por un buen modelo de escultura femenina. Estaba casada con un viejo, D. José Torres, que, a pesar de la peluca y llevar teñido el bigote, nadie le haría bajar de los ochenta. Era un hacendado rico, según supe pronto, porque en las casas de huéspedes no suelen ignorarse mucho tiempo las circunstancias de cada cual. Había tenido el capricho de casarse con aquella joven, a quien había dotado en cuarenta mil duros al tiempo de hacerlo. Para ella, que era una desgraciada sin recurso alguno, fue gran fortuna, sobre todo teniendo en cuenta que el viejo no tardaría en dejarla libre. Tuve ocasión de convencerme muy pronto de que la hermosa no correspondía con agradecimiento a la generosidad y a las atenciones que constantemente guardaba con ella su marido. Tocome sentarme a su lado en la mesa, y no tardamos en trabar conversación y entrar en confianza. Raquel hablaba siempre con énfasis, hablaba mucho, y según avanzaba en el discurso se iba animando, yo no sé si natural o artificialmente, al punto de que siempre concluía en el diapasón más alto y muchas veces con el rostro enrojecido. Si esto era afectación, había concluido, por el hábito, en connaturalizarse con ella. Mostraba poseer gran presunción y un carácter susceptible y despótico. No tenía reparo en dirigir a su marido, delante de todos nosotros, frases irrespetuosas cargadas de desprecio. El señor Torres era un anciano suave, conciliador, discreto, que veía muy bien el ridículo que su esposa hacía caer sobre él a cada instante, y padecía y procuraba evitarlo templándola, cuando se enojaba, con frases cariñosas o con inocentes burlas. Recuerdo que una noche se trataba de sobremesa, entre bromas y veras, el problema del matrimonio, qué circunstancias debía reunir la mujer para ser buena esposa, etc. Todos habíamos emitido nuestra opinión, incluso Eduardito, cuyo parecer, favorable a las mujeres hechas ya y experimentadas, fue acogido con una salva de aplausos y carcajadas. Faltaba únicamente el señor Torres, a quien, según Villa, correspondía hacer el resumen de la discusión. Don José, después de excusarse un poco, manifestó, con los ojos bajos, quizá por no tropezarse con los de su mujer, que se fijaban en él nada halagüeños, que la mejor esposa era la más humilde, la que conocía sus deberes y sabía cumplirlos, haciendo del hogar doméstico un paraíso. Observé cierta contracción nerviosa en el rostro de Raquel, que no anunciaba cosa buena. Y, en efecto, con sonrisa forzada, que dejaba traslucir su irritación, principió a combatir las aserciones de su marido, sosteniendo que la humildad es una cualidad de las esclavas, no de las mujeres; que lo que les hace falta a éstas en la mayor parte de los casos es dignidad, y que si la tuvieran no se verían tantos desastres en los matrimonios. Según su costumbre, a medida que hablaba se iba enardeciendo con sus propias palabras. Esta vez concluyó de un modo tan violento, dirigiendo frases tan agresivas e inconvenientes a su marido, que lo mismo Villa que yo intervinimos para calmarla.

—Me irrito, porque sé bien por dónde viene el agua al molino. A mí me gusta que se hable con franqueza. El herir a una persona solapadamente es una cobardía, ¡sí, señor, una cobardía!

—Pero mujer —decía el pobre anciano con sonrisa tímida, —si nadie ha tratado de herirte aquí. No he hecho más que sentar una apreciación general, que nada tiene que ver contigo.

—Repito que es una cobardía, y permíteme que te diga que hacerlo delante de gente es aún otra cosa peor.

A todos nos causó mal efecto aquella escena, y hubo una pausa. Villa entabló otra conversación para que cesase el embarazo.

Desde que el matrimonio había llegado, Olóriz, el estudiante de Derecho que con nosotros vivía, se acicalaba aún más el pelo y la barba, cosa que parecía ya punto menos que imposible, pues estos dos aditamentos capilares eran objeto de preferente atención y de asiduos cuidados para el jurista. El pelo era rubio, lustroso, ondeado, y lo llevaba esmeradamente partido por el medio, dejando caer dos bucles primorosos sobre la frente. La barba rubia también, rizosa, larga, y la llevaba igualmente partida por la mitad. Felicia, la criada, nos decía que empleaba media hora larga en atusársela, untándola con perfumados aceites; que nunca dejaba, al llegar o salir de casa, de contemplarse al espejo con delectación, alejándose y aproximándose para gozar de su figura a distintos puntos de vista, y que el colocar el sombrero al salir a la calle era negocio largo. Por lo demás, parecía un infeliz, silencioso, sonriendo a todo lo que se decía, dejando escapar de vez en cuando alguna frase insignificante. Pues este mancebo delicado, según mis observaciones, abrigaba proyectos de seducción sobre la bíblica señora de Torres. Sentábase frente a nosotros, y mientras duraba el almuerzo y la comida no dejaba de envolverla en una red espesísima de rayos visuales. Y, confesando la verdad, debo añadir que Raquel no parecía hallarse mal prisionera dentro de ella; antes correspondía con otra, si no tan espesa, lo suficiente pura que el joven pensase con razón que sus notabilísimos cabellos y barba eran apreciados en su justo valor por la hermosa dama. En la mesa apenas cruzaban la palabra; pero les vi en diferentes ocasiones departir amigablemente, apoyados en la barandilla del corredor, mirando con ojos extáticos los azulejos del patio. También observé, una vez que fui a misa de nueve en San Isidoro, que Olóriz, situado en posición estratégica, cambiaba con la dama, arrodillada cerca de una capilla, sonrisas y miradas. No sé si el señor Torres habría hecho las mismas observaciones que yo. Presumo que sí, porque no era tonto, y se necesitaba serlo para no advertir las insistentes miradas del joven.

Fueme simpático el anciano, y le compadecía sinceramente. Entramos pronto en confianza, y en ocasión en que quedamos solos de sobremesa, tuve con él una conversación bastante íntima. Se quejaba del calor que hacía, al cual nunca se había podido acostumbrar a pesar de vivir en Écija, llamada la sartén de Andalucía, y decíame que le molestaba extremadamente la peluca.

—Nunca la he gastado hasta hace poco, y eso que he quedado sin pelo hace más de cuarenta años…¡Phs! Ha sido un capricho de Raquel —añadió sonriendo dulcemente. —Dice que sin ella y con la barba blanca que antes traía aparento tantos años que le da vergüenza ir conmigo por la calle…¡Como si a pesar de estos adimentos ridículos no se conociese que paso de los ochenta!… Yo bien comprendo que a ella le avergüenza estar casada con un ochentón, y usted mismo se habrá dicho al vernos: «¡Vaya un matrimonio estrafalario!… ¿Cómo se le habrá ocurrido a este viejo decrépito casarse con una joven tan linda?…». Nada; no me diga usted nada; quien dice usted, dice todos los demás que nos conocen. Ha sido una falta, lo reconozco; pero crea usted que hay algunas cosas que la atenúan un poco. En primer lugar, Raquel es hija de un antiguo amigo mío. Hace cuatro años se quedó huérfana y sin recurso alguno. Necesitó irse a vivir en compañía de una hermana que tiene casada. Yo, que frecuentaba la casa, me convencí pronto de que allí no la trataban como debían, y ella misma se me quejó con lágrimas muchas veces de que en casa de su hermana no era más que una criada sin sueldo. Entre vestir y lavar a los niños, hacer las camas, asear la casa, aplanchar la ropa, etc., no tenía un momento libre. Mientras tanto la hermana, como princesa, pasaba el tiempo columpiándose en una mecedora, reprendiéndole cualquier falta severamente… En fin, ya puede usted suponer lo que pasaría allí. Compadecía mucho su situación, y pensando en los medios de aliviarla, se me ocurrió traerla a casa. Mas esto ofrecía dificultades. ¿En qué concepto iba a venir a mi casa? Por muchas vueltas que le diese, sólo podía venir de dos maneras: o como esposa, o como criada. Proporcionarle dinero para que viviese aparte, era factible; pero ¿no sería herir su susceptibilidad que, como usted ha visto, es grande? Entonces se me ocurrió casarme con ella. Le hablé con toda franqueza. «Hija mía, soy un trasto viejo, tendrás que aguantarme un poco de tiempo. En cambio, a mi muerte quedarás libre y con una fortuna considerable. Por mucho que viva, tiene que ser muy poco. Mira si la perspectiva de una posición independiente y desahogada compensa para ti las molestias que yo te pueda ocasionar». Ella aceptó dando muestras de agradecimiento, y desde entonces, que fue hace tres años, he procurado serle lo menos incómodo posible y que viva no sólo con desahogo, sino con lujo, para que su situación sea más llevadera. Así y todo, parece que algunas veces se impacienta… Es natural. La pobre se ve joven, hermosa y adulada por los hombres. El pensar que se encuentra amarrada a un tronco tan viejo y carcomido le hace padecer.

La sencillez y franqueza del anciano me conmovieron. Desde entonces le tributé aún más respeto y consideración, y fuimos amigos. Por eso me atreví a decirle a Raquel un día en que ponderaba el sacrificio que había hecho casándose con él, y la tristeza de consagrar su juventud a cuidar a un anciano achacoso:

—Vamos, tenga usted paciencia, que eso no durará mucho. Al fin se encontrará usted joven y con una buena fortuna.

—Sí, sí, eso me decían mis amigas al casarme; pero va durando demasiado.

Aquella cínica respuesta nos dejó fríos a todos. Desde entonces me fue profundamente repulsiva a pesar de su belleza.

Pues volviendo a mis asuntos, digo que comenzó a germinar en mi mente una idea, y fue la de acometer de nuevo la vía del capellán del colegio para llegar hasta mi adorada Gloria. El genio astuto de la raza galaica, que late en el fondo de mi ser lírico, me suministró una traza apropiada al caso. Yo tengo en Madrid un tío carnal, hermano de mi madre, que es alto empleado en el Ministerio de Gracia y Justicia desde hace años. Goza allí de gran consideración, y ha repartido en su vida no pocas canonjías y hasta ha influido poderosamente en la elección de algún obispo. A este le escribí rogándole me enviase una tarjeta de recomendación para algún dignatario de la catedral. Mientras llegaba la respuesta, seguí asistiendo a la tertulia de las de Anguita. Y, cierto, no lo pasaba mal. A los tres o cuatro días, según me había anunciado Villa, era íntimo de la casa. Pepita me llamaba chinchoso y mal gallego a cada instante; Ramoncita me trataba con la misma gravedad campechana que a los amigos antiguos, y Joaquinita celebraba conmigo numerosas conferencias de quince minutos cada una. Éste era el punto negro de la tertulia. La asiduidad de aquella señorita me iba siendo cada vez más empalagosa.

A pesar de que le tenía muy recomendado a Villa el secreto de mis amores, imagino que le molestaba dentro del cuerpo, o que no pudo resistir a la tentación de informar a su adorada condesa de todo, porque observé que una noche ésta, mientras hablaba con él, fijaba sus hermosos ojos en mi con curiosidad y benevolencia. Poco después se acercó el comandante y me dijo risueño:

—Vaya usted con Isabel, que desea hablarle.

Me apresuré a cumplimentar la orden de la dama, quien me acogió con extremada amabilidad.

—Siéntese aquí, que tengo mucho que hablar con usted… Ya sé que está usted enamorado…

—¡Ese Villa! —exclamé con enojo.

—No se enfade con él, porque su indiscreción quizá redunde en beneficio de usted. Ha de saber usted que la monjita por quien pena es prima mía.

—¿De veras? —pregunté estupefacto y con poca galantería.

—No muy próxima, pero sí lo bastante para que pueda llamarla así. Su madre es prima segunda de papá.

Si algo pudiera faltar para que aquella hermosa y amable joven me fuera del todo simpática, fue este descubrimiento. La contemplé con embelesamiento, con un éxtasis religioso que no pasó inadvertido para ella.

—Así me gusta —dijo sonriendo. —Cuando se quiere a una mujer, ha de ser de veras.

Yo me reí también, ruborizado.

—Nunca hemos tenido un trato muy íntimo —siguió, —porque yo me he criado en Sanlúcar, y ella entró de interna en el colegio muy temprano. Sin embargo, recuerdo que cuando venía a pasar alguna temporada a Sevilla, he jugado con ella en su casa y hemos paseado juntas con frecuencia. Después que entró en el colegio no la he vuelto a ver más de tres o cuatro veces, que fui exprofeso a visitarla con una tía mía y de ella también… Tiene usted buen gusto. Gloria es muy graciosa y simpática. ¡Si viera qué bien bailaba de niña las seguidillas!

—Y ahora también.

—¿Cómo ahora? —preguntó con asombro.

Entonces le expliqué de qué manera la había visto bailar en Marmolejo, lo cual celebró vivamente.

—Siempre ha sido muy resuelta y un poco aturdida… Si no fuera por ese carácter alegre que Dios le ha dado, ya estaría muerta hace tiempo…

Quise saber pormenores de su vida. Los datos vagos que me había suministrado la madre Florentina habían excitado fuertemente mi curiosidad, y las reticencias de ahora no eran a propósito para calmarla. Isabel sabía poco, o no quiso decirlo. La tía Tula (madre de Gloria) era una señora bastante rara, con un genio diametralmente opuesto al de su hija. Parece que Gloria fue metida en el colegio contra su voluntad y que luego se hizo monja por no avenirse con su madre. De aquella insinuación que me había hecho Suárez en Marmolejo, referente a un señor que dirigía los asuntos de D.ª Tula y vivía con ella maritalmente, no me dijo nada, ni yo me atreví a preguntarle. Después me dijo mirándome a los ojos sonriente:

—Además, le prevengo a usted que mi prima es rica. Su padre pasaba por tener una buena fortuna.

Yo (¡oh gran hipócrita!), hice un gesto de indiferencia.

—No quiero decir que eso aumente poco ni mucho su interés por ella —se apresuró a decir. —Pero… vamos, el dinero nunca daña…

Se informó también del estado de mis amores, y con ella fui más franco que con Matildita. No le dije más de lo que había pasado. Tuve la satisfacción de escuchar que, en su concepto, era lo bastante para que pudiese imaginar, sin pecar de presumido, que no le era indiferente a su prima. De la entrevista con el clérigo no le hablé palabra, porque la verdad del caso la hubiera hecho reír a mi costa, y una mentira ninguna utilidad me traía. Por supuesto, por hacer como todos los demás, también me brindó protección.

—Estoy sumamente interesada en que logre usted lo que desea, tanto por mi prima, que es una lástima que consuma entre cuatro paredes su juventud, no teniendo vocación para ello, como por usted. Creo que de algo podré servirle en su campaña… Discurra usted, y vea si puede utilizarme, que tendré mucho gusto en ello.

Le di un millón de gracias, rebosando de gratitud, y le prometí que cuando llegase el caso la molestaría sin vacilar, pues me inspiraba una confianza absoluta. Desde la primera noche que la viera me había sido extremadamente simpática. Sus ojos dulces y benévolos revelaban un buen corazón, el timbre de su voz inspiraba desde luego cariño y confianza, etc., etc.

Manejé el incensario de lo lindo, aunque loando sus prendas morales con preferencia a las físicas, por parecerme de mejor gusto y no inspirar recelos.

Cuando pasaban estas razones entre nosotros, apareció Joaquinita, diciéndonos con sonrisita forzada:

—Isabel, hija mía, tú nos acaparas todos los pollos. Déjanos siquiera alguno, por compasión.

—El señor me estaba informando de unas parientes que tengo en Galicia —respondió la condesita rápidamente.

Le agradecí el disimulo, en el cual me pareció más maestra de lo que yo había imaginado, y me levanté para sufrir un rato el chorro de la de Anguita, que seguía cada vez con más ahínco interesándose por todo lo que me atañía. Si no fuese porque es un poco ridículo, diría que seguía requebrándome. Declaro que me iba aburriendo y que me distraía de un modo lamentable. Muchas veces mis respuestas eran incongruentes. Bostezaba escandalosamente, y llegué en ocasiones a dar cabezadas de sueño. Pero Joaquinita ni se enojaba ni cedía. Dirigiendo la mirada hacia un grupo donde estaba D. Acisclo, observé que nos miraban sonrientes. Después supe que éste les había dicho:

—Miren ustedes a Joaquinita con la caña.

Por fin llegó la carta de mi tío, y dentro de ella otra muy expresiva para un prebendado de la catedral llamado D. Cosme de la Puente, recomendándome. Recibí un alegrón y casi no almorcé, con el afán de ir a visitarle y poner en ejecución mi proyecto. Tan luego como engullí el último bocado y pasé por el cuarto para recoger el bastón y los guantes, abrí la cancela y me dispuse a salir a la calle. Mas al trasponer la puerta exterior, una mujer del pueblo, que sin duda me aguardaba, vino a mi encuentro, diciéndome con el acento exagerado de la plebe andaluza:

—Señorito, perdone su mersé. ¿No e su grasia don Seferino?

—Ceferino me llamo —respondí mirándola con sorpresa.

Era una mujer ajada, de buenos ojos, flaca, pálida y pobremente vestida, con un pañolito de seda blanco al cuello y la cabeza descubierta. Aparentaba bien cuarenta años; pero quedaba la duda de si sería más joven. Su rostro ofrecía más claramente las huellas del trabajo y la miseria que las del tiempo.

—¿Sanhurho?

—Sanjurjo.

—Pue tengo que darle a su mersé un recaíto…¿Quiere que entremo en el portal?

—Como usted guste —repuse, fuertemente excitada mi curiosidad.

Nos apartamos, en efecto, de la estrechísima acera, y ya dentro del portal, la mujer sacó del pecho una carta doblada y me la entregó. Rompí el sobre apresuradamente y fui derecho con los ojos a ver la firma. No la tenía.

—¿De quién es la carta?

—De mi señorita.

—¿Y quién es su señorita?

—¡Toma! La señorita Gloria.

No pude reprimir un movimiento de susto, y me puse, no a leer, sino a devorar la carta, apretada la garganta y las manos trémulas. La buena mujer debió de observar mi turbación, porque al levantar los ojos vi una sonrisa en sus labios. La carta decía lo siguiente, en una magnífica letra inglesa de colegio: «Muy señor mío: Habiendo sido severamente castigada por la superiora, hasta privarme por cinco días de toda comunicación con mis hermanas y con las educandas, después de rogarlo con muchas lágrimas, me han dicho que la razón del castigo era que un joven cuyas señas coinciden con las de usted se había presentado al P. Sabino diciendo que era mi novio y que venía a sacarme del convento. Si fuera usted, como presumo, el autor de la gracia, merecía le tuviesen toda la vida encerrado en un calabozo como me han tenido a mí cinco días. Le ruego que no vuelva a ocuparse de una pobre mujer a quien ha ocasionado y puede aún ocasionar serios disgustos».

Entre confuso y dolorido, pregunté a la mensajera:

—Pero ¿es verdaderamente de la hermana San Sulpicio?

—Así creo que se yama en el convento. Para mí e y será la señorita Gloria.

—¿Se la puede contestar?

—¿Por qué no?

—Pero ¿quién es usted, y cómo puede llevar cartas a una monja?

Me lo explicó con la brevedad y el lenguaje espontáneo y pintoresco que caracteriza a las menestralas sevillanas. Se llamaba Paca y «había sido siempre mucho» de la casa de la señorita Gloria. Su madre había sido nodriza de ésta, y ella niñera, por más que no llevaba a la señorita más de doce años. Doña Tula la protegía y la llamaba para recados cuando hacía falta. Tenía una prima, criada de unas niñas que asistían al colegio del Corazón de María, y por su mediación se comunicaba con la señorita Gloria, a la cual también iba a ver de vez en cuando. Esta prima fue la que le diera la carta que ahora me entregaba.

—Pero ¿cómo sabía usted que era yo y dónde vivía?

—Verá uté, señorito. Su mersé da casi toíto lo día tre o cuatro paseíto por la caye de San José y mira mu encandilao hasia la parte del convento, ¿verdá uté? Fue mi prima lo ha arreparao y se diho contra sí: «Ete e er señorito de la señorita», y le ha seguío lo paso hata da con la posá. Aluego me lo diho a mí… y aquí etamo.

—¿Y ha preguntado usted a alguien más?

—Uté e er primé señorito que sale de eta casa dende que aguardo.

—¿Y es usted criada ahora de la madre de la señorita?

—No señó; yo estoy casá y trabaho en la frábica.

—¿En qué fábrica?

—¡Toma! ¿En cuál ha de sé? En la de sigarro. ¿Quiere uté que vuerva por la repueta?

—Sí, venga usted al oscurecer.

Después que se despidió, yo, en vez de seguir hacia casa del canónigo, retireme a la mía poseído de fuerte turbación. La cosa no era para menos. Aquella carta daba al traste con todos mis proyectos amorosos. Comencé a pasear agitadamente en sentido oblicuo por la estancia. La tristeza, la cólera y el despecho armaban un verdadero motín en mi cabeza. Por encima de todo, como sentimiento más vivo, asomaba el odio profundo contra el miserable capellán y un deseo irresistible de vengarme de él a toda costa. ¡Quién sabe los proyectos asesinos que en un instante cruzaron por mi imaginación! Ahora iba derecho a su casa y le metía una bala en los sesos; ahora le aguardaba traidoramente por la noche y le daba con un palo de hierro en la cabeza, o bien le asestaba una puñalada con un puñalito cincelado que me regalaron la noche en que leí varias poesías en El Fomento de las Artes. De todos modos, aunque la forma variase, el fondo era siempre idéntico, ¡zas!, y al cementerio. Por fortuna, después que murmuré ¡zas!, ¡zas!, algunas docenas de veces de un modo fatídico, quedé más tranquilo y pude reflexionar. Al cabo de media hora de paseos, se me ocurrió una idea que, a no estar perturbado, debió ocurrírseme en cuanto leí la carta, a saber: que si bien en ésta se me trataba duramente y con cierto desprecio, el hecho positivo, tangible, era que la hermana me enviaba una carta y que para hacerlo necesitó exponerse mucho y buscar medios clandestinos. Si yo le fuese enteramente indiferente, no correría semejante riesgo. Con manifestar francamente a la superiora y al capellán que ella no era responsable de que a un loco se le ocurriera lo de la visita a aquél, ambos se darían por convencidos seguramente, y no tendría más que temer. Este pensamiento halagüeño fue creciendo en mi espíritu hasta llenarlo todo. Cuanto más meditaba sobre él, más verosímil me parecía. Entonces, bailándome el corazón de gozo, me senté a la mesa, saqué papel y me puse a escribir. No me salían más que protestas exageradas, ternezas empalagosas que al leerlas después me disgustaron. Tanto que, rasgados tres o cuatro pliegos, me decidí a esperar que las ideas se me compusieran un poco en la cabeza. Lo mejor me pareció salir a la calle y hacer la visita al canónigo. Según iba caminando hacia su casa, situada en la calle de la Mar, cerca de la catedral, me confirmaba más en la intriga proyectada, una vez adquirido el convencimiento de que la hermana no me rechazaría.

El prebendado D. Cosme, leída la carta de mi tío, me recibió cordialísimamente, manifestándome que tendría gran placer en servirme en todo cuanto pudiese. Era un señor ya anciano, con los cabellos enteramente blancos y rosetas encarnadas en los pómulos, ojos vivos y francos y boca grande, sonriente. Habitaba una gran casa, y observé en las habitaciones excesivo lujo, sobre todo para lo que estaba acostumbrado a ver en mi tierra en casa de los clérigos. Me declaró con franqueza que la prebenda se la debía a mi tío. Aunque sus ejercicios habían sido los mejores, sin la recomendación poderosa de aquél, un opositor de Teruel se la hubiese birlado. «¡Figúrese si yo tendré gusto en servirle de cabeza!». Animado por esta acogida, estuve por soltarle todo mi cuento y pedirle protección. Tuve, no obstante, prudencia para contenerme y limitarme por entonces a demandarle una tarjeta expresiva para el capellán del colegio del Corazón de María.

—¿Don Sabino Guerra?… Hombre, sí, le conozco. Fue sacristán algunos años en el Sagrario.

Sacó de un escritorio de roble tallado una tarjeta y se puso a escribir sobre ella. Aunque no me lo preguntase, por discreción, creí del caso decirle que necesitaba de los servicios de D. Sabino para ciertas particularidades referentes a una parienta que tenía profesa en la orden del Corazón de María.

—No dude usted que le atenderá —dijo entregándome la tarjeta. —Le prevengo a usted que no le tocó nada de lo de Salomón. Si le sacuden, suelta bellotas. Pero conoce bien la gramática parda. Le digo, por lo que pueda tronar, que es usted sobrino del señor Gemerediz, jefe de sección en el Ministerio de Gracia y Justicia.

Le di gracias repetidas, y le prometí, a su instancia, que volvería por allí a comer con él. No me invitaba a almorzar, porque las horas de coro le desarreglaban todos sus planes. Me convencí de que no tenía cariño al coro.

Cuando llegué a casa, después de dar algunas vueltas entre calles, me encontraba en buena disposición de espíritu para escribir la carta a Gloria. Me puse a ello y concluí de una vez sin vacilaciones ni tachaduras.

Hermosa y amabilísima amiga: En efecto, yo he sido el desdichado que ha tenido la ocurrencia de visitar al P. Sabino y proporcionarle a usted un disgusto. Tiene usted razón. Merecía por ello gemir toda la vida en oscuro calabozo. Pero es más terrible aún el castigo que usted me ha impuesto con su enojo. Me he atrevido a tanto porque mi pobre imaginación no halló otro medio de acercarme a usted. Además, como usted me había asegurado que estaba resuelta a dejar el convento, no me pareció un acto punible tratar de saber si, una vez libre, rechazaría mis instancias. Que estoy enamorado profundamente de usted, no necesito repetírselo, porque bien lo he demostrado. Por eso su carta me ha sumido en la desesperación; porque me persuade de que mis esperanzas han salido fallidas, y nuestras conversaciones de Marmolejo no han sido más que un sueño feliz, del cual conservaré grato recuerdo toda mi vida.

Suyo hasta la muerte,

S.

Postdata. He conocido en cierta tertulia a una prima de usted, la condesita del Padul, que, siendo de la familia, había de ser, claro está, hermosa y amable.

¿Contestará usted a esta carta?

Si así no fuera, esperaré pacientemente su salida del convento, para verla siquiera una vez más y marcharme.

S.

La carta, después de leída, me satisfizo, porque, sin las redundancias de las que antes había ensayado, tocaba los puntos necesarios. Era humilde y expresiva, y la inclinaba suavemente a contestarme, que era lo que yo con ansia apetecía.

Paca no fue todo lo puntual que hubiera deseado. Haría ya una hora que la noche había cerrado, y más de dos que yo espiaba su llegada a la ventana de mi cuarto, cuando al fin apareció. Salí precipitadamente al portal y le entregué el billete, y con él, haciendo un esfuerzo sobre mí mismo, un duro. Hubo lucha para que lo aceptase, y en ella tuve momentos de desfallecimiento. Al fin quedaron las cinco pesetas en su poder.

¡Qué de fatigas comenzaron para mí! La contestación, si la había, me la traería Paca a la misma hora del oscurecer. Al día siguiente no salí en toda la tarde de casa. Ni a la cervecería quise ir con Villa después de almorzar. Cuando el sol comenzó a declinar, no contento con espiar por las rejas de mi ventana, salime al portal, y desde allí, enfilando la calle, me sacaba los ojos por si atisbaba a la cigarrera. Nada. Aquella tarde hube de retirarme triste y cabizbajo. Al otro día lo mismo; al otro igual. Ya iba perdiendo la esperanza. Villa, observando mi tristeza, me preguntó el motivo, pero no quise manifestárselo, porque lo hizo sonriendo. A mí me parecía aquello el negocio más serio de la tierra.

Al fin, a los cuatro días mortales apareció Paca.

—¿Trae usted carta? —le pregunté temblando de anhelo.

—¿Qué me da su mersé por eya? —respondió la pícara mirándome con semblante risueño.

—¡Venga, venga! —exclamé con ansiedad, temeroso al mismo tiempo de que en efecto quisiera hacérmela pagar cara.

No contenía más que dos renglones. Decía así:

«Sigue usted tan gitanillo como antes. Después que salga del convento hablaremos».

El efecto que me causó fue delicioso. Corrió por todo mi cuerpo un estremecimiento de placer, y en los primeros momentos no supe mas que ponerme rojo de alegría y sonreír estúpidamente frente a Paca, quien a su vez soltó la carcajada.

—¡Madre mía del Rosío, y cuánto me alegraría que su mersé y mi señorita…! ¡Vamo! —exclamó juntando con un gesto expresivo los dos índices.

—Allá veremos, allá veremos —respondí con petulancia, afectando aire reservado. —Venga usted mañana, que tengo que darle otra carta.

Con la alegría acudió a mi la actividad. Casi me hallaba seguro de ser correspondido. Villa, a quien tuve la flaqueza de comunicar mi dicha, entre sorbo y sorbo de café, me confirmó en ella, diciéndome después de leer la carta:

—¡Olé por la monjita barbiana! Está usted de enhorabuena, compadre. ¿Ve usted el tiempo que Isabel y yo nos queremos? Pues todavía no he recibido carta suya.

El genio de la intriga volvió a arder en mí espíritu. Me propuse proseguir al día siguiente la que tenía comenzada. Provisto de la tarjeta del prebendado, como de un salvoconducto para atravesar una región peligrosa, me arriesgué a ir de nuevo a visitar al salvaje de D. Sabino. Esta vez no tomé la vía del convento, sino que fui a llamar por la puerta que daba a la calle. Saliome a abrir la criada sorda, que al verme puso muy mala cara. Sin duda su amo se había desahogado contra mí después de la primera visita; y desde luego me dijo, cuando yo le hube preguntado por el capellán a grandes gritos, que no se le podía ver, por hallarse rezando. Repliqué que de todos modos le avisase para después que concluyese. Vino diciendo que ni ahora ni después podía recibirme. Sospecho que el clérigo, al oír llamar, había mirado por la celosía de madera que cubría las ventanas de la casa y me había visto. Entonces le entregué la tarjeta y dije que aguardaba contestación. No se hizo esperar mucho. La sorda acudió a decirme que «tuviese la bondad de subir».

D. Sabino salió a recibirme fuera de la sala con sotana y gorro. Había cambiado la decoración. Aquellos ojos de cerdo, recelosos y malignos, que me habían perseguido pocos días antes bajando por la misma escalera, brillaban ahora con expresión de humildad y temor.

—Pase usted, señor Sanjurjo, pase usted —me dijo, quitándose el gorro y haciendo reverencias.

—Bueno va —dije para mí.

Y pasé con aire triunfal, mostrándome serio y un tantico desdeñoso, lo cual surtió admirable efecto. La expresión de temor se fue acentuando en el semblante del clérigo, contraído por una sonrisa forzada.

—Señor Sanjurjo, usted me perdonará si la vez pasada no le he recibido como correspondía. Si hubiese tenido el honor de saber que estaba delante de una persona tan respetable y decente, nunca me hubiera atrevido…

Hice un ademán para que no siguiese adelante, levantando los hombros y alargando la mano hacia él.

—Usted no me conocía —dije gravemente.

—Eso es, no le conocía a usted. Yo quisiera enmendar mi falta. Basta que me lo recomiende mi amigo don Cosme para que yo le sirva en cuanto pueda.

No se me ocultó que la recomendación de D. Cosme no era la que le obligaba a estar tan deferente, sino el ser yo sobrino de mi tío. Así que dije con tono protector:

—Don Cosme es una persona muy amable y simpática. Mi tío Anselmo le quiere mucho.

—Sí, ya sé… Creo que a su señor tío debe la posición en que se encuentra…

—¡Tanto como eso!… Pero, en fin, bueno es tener aldabas donde agarrarse.

El clérigo, al verme sonreír, se apresuró a hacer lo mismo, mostrando unos dientes podridos que causaban náuseas.

Comprendí que había tropezado con un hombre vulgar y servil, y que podía sacar de él buen partido. Por lo pronto, antes de llegar al punto concreto que allí me llevaba, dejé que la conversación siguiese por donde había empezado, hablando de D. Cosme y de mi tío. Con maña y disimulo supe introducir bien en su mente la idea del poderío de éste. Recordé al obispo Tal, al prebendado Cual, al ministro de la Rota D. N., amigos antiguos suyos. Sin decírselo, logré convencerle de que todos ellos le debían el cargo que ocupaban. De este modo desperté su ambición, y para inflamarla más empecé a hacerle preguntas referentes a su persona y posición. ¿Hacía muchos años que era capellán del colegio? ¿Cuándo había venido a Sevilla? ¿En qué se empleaba antes? ¿Estaba contento con su cargo? En seguida descubrió la oreja. D. Sabino era un hombre despechado, lleno de hiel contra la sociedad, y sobre todo contra el régimen actual de cosas, con el cual no medraban más que los intrigantes, mientras los hombres de carácter independiente quedaban postergados. Después de ser muchos años sacristán del Sagrario, había solicitado un beneficio en la catedral con empeño, y por dos veces se lo habían birlado otros. Algunos personajes de Sevilla, el marqués de Tal, el banquero Fulano, se habían interesado en su favor; pero nada habían conseguido.

—Eso —dije yo gravemente— consiste en que no tenía usted en el ministerio una persona que tomase con calor el asunto.

—Sí, señor. Eso es lo cierto.

Hubo una pausa, que prolongué adrede, para que el capellán reflexionase sobre lo que yo deseaba. Al fin, sacando la petaca y ofreciéndole un magnífico cigarro habano, abordé el asunto.

—Pues mi objeto al venir a verle —dije, como si no hubiera pasado nada antes— era que usted me enterase de ciertas particularidades referentes a una de las profesoras del colegio, la hermana San Sulpicio.

—Con mucho gusto —repuso algo avergonzado.

Afecté no advertirlo y, envolviéndome en una nube de humo, comencé a hacerle preguntas con fingida indiferencia. D. Sabino estaba con tantas ganas de servirme, que se pasó de amable. También daba feroces chupetones al cigarro para disimular su turbación, que no tardó en desaparecer. Me enteró de todo lo que quise y no quise saber. Me contó cómo había entrado la hermana en el colegio cuando niña y cómo su madre había recomendado a la superiora que la inclinasen suavemente a la vida religiosa. Esto era difícil. La chica era muy traviesa. Mientras niña, no se hizo gran reparo en ello; pero cuando se hizo mujer trataron en vano de corregirla. En esta época fue cuando él había entrado de capellán al servicio del colegio. La madre habló con él, manifestándole que se sentía enferma y deploraba en el alma dejar a su hija expuesta a los peligros del mundo; que en ninguna parte sería tan feliz, como en el convento; que la felicidad de su vida consistía en ver a la hija de su alma tan cerca de Dios, y otras muchas cosas que le habían decidido a influir sobre el ánimo de la joven. Esta no se mostraba muy inclinada a consentir en lo que de ella se exigía. Se la llevó entonces a casa. Pero a los tres meses, con gran sorpresa suya, se presentó de nuevo en el convento, solicitando entrar de novicia. Don Sabino creía que la habían impulsado a ello desavenencias con su madre. Pasado el año de noviciado, se la envió a Guipúzcoa, y allí estuvo ejerciendo su ministerio dos años. Luego la trajeron a Sevilla, y desde entonces no había ocultado su resolución de abandonar el convento tan pronto como transcurriesen los cuatro años del primer voto. Indicome también que su madre, una persona muy piadosa y respetable, la excitaba a renovar los votos, y que el superior la había llamado varias veces a su celda para hacerle la misma recomendación.

—Pero, ¿el superior del convento no es usted?

—¡Ca! No, señor. Yo no soy más que el capellán. Hay un superior general de todos los colegios del Corazón de María, lo mismo de los que existen en España que en los de Francia, donde se establecieron primero. Es francés, y constantemente está viajando, pasando temporadas en cada uno para inspeccionarlos y dirigirlos. A sus manos va a parar todo el dinero que se recauda…

—¡Ah! —exclamé.

—Sí, señor; todo el dinero va a Francia.

Advertí que pronunció estas palabras con un poco de despecho, por donde pude entender que estaba herido por el alejamiento de los asuntos económicos.

—Vamos, es una empresa donde el personal no cuesta nada —dije sonriendo.

El clérigo no contestó; pero en sus ojos brilló una chispa de malicia, que me indicó que sólo callaba por prudencia.

—Bien —dije después de chupar tres o cuatro veces el cigarro en silencio. —Pues lo único que le ruego, por ahora, es que no se moleste a la hermana. Yo estoy seguro, no sólo por lo que usted me ha indicado, sino por saberlo de sus mismas labios, que está enteramente resuelta a salir del convento, quiera o no su madre. Para cuando llegue el caso, que será pronto, espero que usted no pondrá obstáculos…

—Yo, señor Sanjurjo, he hecho hasta ahora lo que creía de mi deber, aconsejándola, guiándola por el camino de la piedad y de la devoción… Pero desde el momento en que ella no quiere renovar los votos, yo creo que mancharía mi conciencia si contribuyese a que se la molestase poco ni mucho… Ya ve usted, sería responsable ante Dios de formar una mala religiosa.

—Justo, justo —dije, bajando la cabeza con aprobación, y pensando mientras tanto:—«¡Ah, gran tuno, qué poco te acordarías de esos tiquis miquis si no fuera por el olor del beneficio!».

Despedime de él, no sin prometerle alguna otra visita para convenir lo que habíamos de hacer en aquel asunto. Al tiempo de salir, le dije:

—Muchas gracias, don Sabino, y cuente usted conmigo, que tendré gusto en demostrarle mi gratitud.

Escribí otra carta a la hermana y le conté lo que había pasado con el capellán, y volví a protestar de mi inquebrantable adhesión. Me contestó por el mismo conducto, diciéndome que me propasaba a hacer cosas que no me correspondían, que no tenía derecho alguno a mezclarme en sus asuntos, y que me dejaba toda la responsabilidad de lo que pudiera suceder. «Con esto, y con que yo le dé calabazas cuando salga del convento, está usted aviado», terminaba diciendo. No me desanimé por ello. Al contrario, detrás de esta salida humorística, vi claramente que aceptaba mis galanteos.

«Está bien —le repliqué; —vengan esas calabazas cuando usted salga del convento, pero déjeme usted antes contribuir a que salga». En suma, casi diariamente nos escribíamos. Comprendía el trabajo que a Gloria le costaba esto, porque todos los días venía el billete en papel distinto, en lo blanco de otra carta, en los temas de francés de las niñas; hasta en el dorso de un figurín me tiene escrito.

Lo que a mí no, se le ocurrió a ella: buscar la intervención del conde del Padul. En una de las cartas me dijo que, si bien el conde no visitaba casi nunca la casa de su madre, ésta le guardaba estimación y cariño, y le mentaba a menudo en la conversación. «Mamá está orgullosa de su sangre, y aunque es un calavera deshecho, creo que atendería mucho a lo que le dijese mi tío Jenaro. Hable usted con Isabel primero, pero no le diga que ha salido de mí la idea».

Así lo hice a la noche siguiente en casa de las de Anguita. Isabel se mostró muy propicia a ayudarme, y agradecida por la confianza que le hacía. Ella se encargaba de decírselo todo a su padre y rogarle que pusiese su influencia a mi servicio. Estaba segura de obtener buen éxito. El conde tenía un gran corazón, no había en el mundo un hombre más propenso a sacrificarse por los demás.

—Ya verá usted qué simpático es mi papá. Quedará usted encantado de él. En Sevilla no hay quien no le conozca y le quiera.

Me conmovió la ternura y el entusiasmo con que la condesita hablaba de su padre, que, según la voz pública, la estaba arruinando. Quedamos convenidos en que aquella noche, al retirarse a casa, le enteraría del caso, y en que al día siguiente, antes de almorzar, fuese yo a visitarle y proponerle lo que se podía hacer. Y en efecto, al día siguiente, correctamente vestido de levita negra abrochada, guantes, botas de charol y sombrero de copa alta (casi del todo inusitado en Sevilla), me personé en la mansión de los condes del Padul, situada en la calle de Trajano. La fachada no era suntuosa; un caserón de sillería deteriorada y ennegrecida, con algunas molduras toscas; los balcones de hierro toscamente labrados también; las armas de Padul en el medio, cerca del techo. Por dentro era muy distinta. El patio magnífico, con arquería de mármol primorosamente labrada: en el centro había un jardincito y por entre el follaje veíase blanquear una fuente monumental de mármol y se escuchaba el rumor del agua. Por una puerta de cristales columbrábase, tras larga y oscura galería, otro patio y jardín. Subí por una escalera de mármol igualmente, acompañado del criado que salió a abrirme. En lo alto de ella estaba Isabel, sonriente y hermosa, que parecía un sueño. Vestía una bata blanca con adornos azules, y sus dorados cabellos caían en gruesa trenza sobre la espalda, con un lacito azul también en la punta. Comprendí mejor que nunca el loco amor de mi amigo Villa. Mis ojos debieron expresar tan sincera admiración que se ruborizó levemente.

—Papá duerme todavía —me dijo.

—Entonces, me retiro; ya volveré.

—Nada de eso; pase usted, que no tardará en levantarse.

Me obligó a pasar a un salón lujosamente decorado con tapices y objetos antiguos de gran valor. Lo que le hacía deslucir un tanto eran ciertos muebles de moderna factura, que contrastaban ingratamente con aquéllos. Sentose en un diván y yo traté de acomodarme en una butaca; pero la condesa me señaló en el mismo diván asiento, y me coloqué a su lado.

Me dio cuenta de que aún no había hablado con su padre, porque éste se había retirado tarde. «No importa; en cuanto se despierte voy allá y en cuatro palabras le pongo al corriente de todo. Pierda usted cuidado, que ha de hacer en su obsequio lo que pueda. Pidiéndoselo yo…».

A pesar de las seguridades que me daba, no dejé de sentir cierta inquietud. Mucho más valiera que el conde estuviese prevenido ya. En fin, la cosa no tenía remedio y me dispuse a aguardar. La condesita entabló conversación sobre diversos asuntos indiferentes; la compañía que actuaba en el teatro de San Fernando; el real alcázar, a cuyas recepciones familiares por las noches solía asistir cuando la reina estaba en Sevilla; la casa de las de Anguita, etc. Isabel hablaba con perfecta naturalidad, la sonrisa en los labios, con entonación dulce y simpática que cautivaba. Sus frases envolvían siempre una cortesanía tan exquisita, una posesión tan cabal de todas sus facultades, que en ello se echaba de ver la egregia cuna en que había nacido y el comercio en que había vivido con elevadas personas. Jamás murmuraba de nadie. Hasta para las acciones más ridículas hallaba siempre palabras indulgentes de disculpa; exaltaba las buenas cualidades de sus amigas; a todas las encontraba hermosas, elegantes o discretas; los amigos eran ingeniosos, leales, cariñosos; de Villa dijo primores. «¡Qué persona más simpática!, ¿verdad? ¡Tan fino, tan servicial! Luego tiene un corazón de niño. Le encuentra usted siempre dispuesto a hacer el bien. A mí me hacen muchísima gracia sus bromas con Pepita… me río como una tonta…».

Indudablemente era una mujer a propósito para fascinar a cualquiera. Su hermosura singular estaba realzada no sólo por el brillo de su timbre nobiliario, sino por el atractivo del carácter. Sin embargo, al cabo de media hora de plática sentía como una impresión de fatiga. Había cierta igualdad monótona en su discurso; jamás una observación fina, ni un rasgo ingenioso, ni una frase que removiese la alegría en el corazón. La misma sonrisa, el eterno juego de ojos para acariciar al interlocutor, iguales elogios de todo lo creado. Creía adivinar que en el fondo no había más que una muchacha bastante vulgar, con un buen carácter y mucho y distinguido trato. ¡Qué diferencia de mi adorada hermana!, ¡de aquella gracia espontánea, de aquellos ojos parleros, siempre diciéndole a uno cosas distintas, de aquella frase impensada, vibrante, donde se condensaban todo el fuego y toda la sal de Andalucía! Sin disputa alguna, la condesita era más hermosa, pero no serían muchos los que la cambiasen por su prima. Al menos, esto me parecía a mi.

—Aguarde usted un momento. Voy a ver si papá se ha despertado —me dijo, saliendo de la estancia. Y al pasar por la puerta se volvió para añadir—: Si tardo un poco, es que le estoy enterando, ¿sabe usted?

En efecto, tardó en volver, y yo comencé a sentirme agitado y algo pesaroso de lo hecho. ¿Qué diría el conde al saber que un quídam, con quien no había cruzado la palabra siquiera, venía a molestarle para un asunto tan baladí e impropio de sus años y jerarquía? Entonces vi la fase ridícula de mi proyecto, y me sentí fuertemente avergonzado. Tuve tentaciones de escaparme de la casa; pero me pareció, al instante, necio y descortés. Isabel se había portado muy delicadamente conmigo, y parecía interesada sinceramente en mi empresa. Al cabo de diez minutos se presentó de nuevo sonriente, haciendo un signo con la mano para que me acercase.

—Venga usted… Ya se lo he dicho… Por su parte, no hay inconveniente; pero es necesario que le digamos lo que hay que hacer…

Atravesando algunos corredores y piezas, me condujo a la que ocupaba su padre. Observé gran diversidad en el mobiliario de la casa. Mientras el salón donde me habían recibido estaba amueblado, como ya he dicho, con lujo, de las cámaras que íbamos pasando no podía decirse lo mismo. Sólo contenían algunos trastos viejos; las paredes sucias; el pavimento de azulejos, roto y deteriorado. Isabel no quiso pasar sin explicarme tal contraste. Aquella casa había estado deshabitada largo tiempo, porque la familia vivía en Sanlúcar. Su papá, que pasaba largas temporadas en Sevilla, vivía en la fonda. Cuando, hacía cuatro años, se habían decidido a venirse a esta población, amueblaron de nuevo algunas piezas, las que necesitaban. El resto de la casa lo habían dejado tal cual estaba, en la previsión de que les viniese otra vez la gana de irse a Sanlúcar.

Empujó una puerta y penetró en la habitación de su padre. Luego me llamó. Era un gabinete espacioso, con balcón a la calle, suntuosamente decorado. Había la misma variedad de muebles antiguos y modernos. Los primeros, existentes tal vez en la casa; los segundas, recientemente comprados. Advertíase, en la riqueza y refinamiento de los objetos usuales y en el desorden que reinaba, que era la habitación de un hombre con instintos de gran señor y carácter desarreglado. El escritorio era lindo y pequeñito, como los que usan las señoras; butacas de formas diversas, forradas de telas preciosas; una fumadora; candelabros de plata tallados en el siglo pasado; las paredes forradas de damasco encarnado; en el balcón persiana de estilo modernísimo; sobre una butaca un sombrero cordobés de alas anchas y rectas; en el suelo un par de botas de montar, con las espuelas puestas aún; sobre el escritorio, en vez de papeles, un cajón abierto de cigarros habanos y un revólver niquelado. No se veía por ninguna parte un libro.

—Papá, aquí está el señor Sanjurjo.

—Voy allá —respondieron de la alcoba.

Y a los pocos instantes, levantando el portier de seda encarnada con greca amarilla, se presentó el conde a medio vestir aún, con un batín de color gris y vivos azules, y pañuelo blanco de seda cubriendo mal la desnuda garganta. Era, a pesar de este traje casero, la misma arrogante persona que había visto dos o tres veces en casa de Anguita. Sólo que aquella expresión de fatiga que había advertido en su rostro se mostraba ahora más claramente. El color de su rostro era moreno cetrino. En sus facciones había regularidad y decisión; ojos grandes, negros y opacos; la cabellera gris, abundante y ondeada. Era una figura enérgica e interesante. Me estrechó la mano con franqueza y cordialidad. Yo sentí crecer la vergüenza en mi pecho, y quedé turbado unos momentos en su presencia. No pareció advertirlo. Me obligó a sentarme, y acto continuo me presentó el cajón de cigarros. Comenzamos a fumar, y esto, y las miradas de aliento que me dirigía Isabel, contribuyeron a serenarme.

El conde se mostró sumamente fino y deferente. Me dijo que recordaba haberme visto en casa de Anguita, aunque no había tenido el honor de cruzar la palabra conmigo. Se informó de mi patria, de mi edad y profesión, mostrando un interés que me sedujo tanto como me sorprendió. Yo tenía idea de que era un hombre seco y desdeñoso en su trato, como suelen ser los calaveras famosos, tal vez por el tedio que les acomete cuando trasponen la edad juvenil. De D. Jenaro Montalvo (que así se llamaba) había oído contar las acciones más extravagantes y los casos más estupendos. La mayor parte de ellos no le acreditaban como hombre culto y bien educado. Algunos hacían presumir que sus sentimientos no eran muy delicados. Contábase en Sevilla que el conde se embriagaba a menudo, y en las juergas que corría con sus amigotes, casi toda gente soez, hacía cosas indignas de su nombre. Una noche había desnudado a las mujerzuelas que le acompañaban y las había zambullido en el río; otra vez había hecho violencia a una criada del establecimiento donde cenaba en presencia y ayudado de sus amigos. Decíase que en cierta ocasión había disparado el revólver sobre unos muchachos que le dirigían en son de burla el reflejo de un espejo a los ojos; se había batido con una pistola cargada de arena y otra de pólvora, y había matado a su contrario. Fue íntimo amigo del Naranjero, el célebre bandido de Córdoba, y se hacía acompañar por él en sus cacerías por la sierra. Todas estas cosas, y otras muchas que omito, habían formado en torno suyo una leyenda, mitad caballeresca, mitad rufianesca, que le hacía muy conocido y popular en la ciudad. Se me revolvían todas ellas en la cabeza al hablar con él, y le contemplaba con muchísima curiosidad y mezcla de repugnancia y admiración. Pero los modales corteses y la afabilidad extremada de D. Jenaro borraron tales impresiones a la postre. Cualquiera se resistiría a creer que aquella persona suave, atenta y cortés fuese el héroe de tanta anécdota brutal y escandalosa. Por su palabra grave y reposada, por sus modales aristocráticos sin altivez, pero donde se traslucía su linaje, por la leve insinuante sonrisa que acompañaba a su discurso, era el perfecto tipo del caballero a la antigua española.

—¿Conque voy a tener el gusto de llamarle pronto pariente?

—¡Oh!, señor conde —respondí todo sofocado, —el honor sería para mí… pero no hay nada de eso.

—¿Por qué no? Mi sobrinita le quiere a usted… Usted la quiere a ella… Se casan ustedes, y en paz.

—Para llegar ahí hay mucho camino que andar.

—Se andará —dijo Isabel.

—Bueno —manifestó el conde sonriendo y dirigiéndose a la vez a su hija y a mí. —¿Y qué quieren ustedes que yo haga en este asunto?

En la sonrisa que contraía sus labios advertíase benevolencia y también un poco de burla, que volvió a desconcertarme. Isabel respondió por mí.

—Queremos que trabajes para que Gloria salga del convento. Por confesión de ella misma, tiene deseos de salir. Hay obstáculos que al parecer se lo impiden. Quiero que tú averigües cuáles son y que los deshagas.

—¡Quiero! Mejor dirías ordeno y mando —dijo el conde soltando una carcajada. —¿Qué le parece a usted de la princesita? ¿Sabe o no sabe mandar?

Yo me contenté con sonreír.

—La tía Tula —prosiguió la joven, sin hacer caso— te quiere mucho. Estoy segura de que hará lo que tú le aconsejes.

—¡En seguida! ¡Si no la he visto hace un siglo!

—No importa. Te haces encontradizo con ella… Para eso es menester que te levantes un día temprano… Ya sabes que va a misa a San Alberto… Le dices que has estado, con cualquier motivo… conmigo, por ejemplo, en el colegio del Corazón de María, que has hablado con Gloria y que consideras que no debe permanecer en el convento por esto y lo otro… Que no tiene vocación de monja, y que sería cargo de conciencia tenerla allí contra su gusto. La tía, aunque no sea más que por vergüenza, se apresurará a sacarla… De lo demás yo me encargo.

—Todo eso está muy bien —dijo el conde después de una pausa, mirando con cariño a su hija. —Sólo hay un punto negro.

—Ya lo sé; el madrugar, ¿verdad? Yo me encargo de despertarte…

—¡No, no! —exclamó asustado. —Prefiero ir directamente a casa de la prima.

—¡Qué hombre tan perezoso!

—Siento en el alma, señor conde, ocasionarle a usted una molestia… mucho más cuando no tengo título alguno… —me apresuré a decir.

—Usted es muy dueño, señor mío… Pero ya lo haremos sin todos esos laberintos que pide esta chiquilla… Déjelo usted de mi cuenta, que yo me encargo de arreglarlo todo… Vamos a ver —añadió dirigiéndose a su hija, —este señor, seguramente, me ha de recompensar mandándome los dulces el día de la boda… Pero tú ¿qué vas a darme por ello?

—¿Yo? Un abrazo muy apretado y un millón de besos. ¿Te conviene el precio?

—Me conviene —respondió D. Jenaro, cogiéndole la cabeza con las dos manos y besándola con ternura sobre los cabellos. —Ahora ve a decir que nos pongan el almuerzo… Supongo que el señor almorzará con nosotros.

Traté de excusarme, porque me parecía demasiada confianza para el primer día; pero ante la insistencia afectuosa del padre y la hija, hube de rendirme. Mientras nos avisaban, continuamos conversando. El conde me pidió permiso para arreglarse en mi presencia. Hablamos de caballos y toros. Era peritísimo en estos asuntos, y daba gusto escucharle. En cambio, en cuanto mudé la conversación y le traje a la política, D. Jenaro no emitió más que ideas vulgares o disparatadas. España, en su opinión, no podía gobernarse sino a latigazos. Lo primero que hacía falta era barrer a todos los granujas que bullen por los ministerios, y poner en su lugar personas decentes y de arraigo. Luego, ¿para qué sirve el Congreso? Para que medren unos cuantos ganapanes que no saben más que charlar por los codos. Fuera el Congreso y fuera el Senado. Una persona arriba, llámese rey, presidente o Preste Juan, que tenga firme por la rienda y arree con el látigo al que se desmande. Luego, nada de indultos. Al que conspire, cuatro tiros y en paz. Cuando se tuvieran llenas las cárceles, se metía a los criminales en un barco viejo, se le llevaba a alta mar y se le daba un barreno. ¿Por qué ha de mantener la nación a los bandidos, vamos a ver?

Yo, que estaba pasmado de aquellas atrocidades, asentía sonriente con la cabeza. En aquel momento hubiera convenido con él en que era menester degollar a las dos terceras partes de los españoles. Luego que se hubo arreglado, pasamos al comedor, situado en la planta baja, con dos puertas vidrieras al patio. Era una pieza grande, un poco destartalada, donde había dos armarios de roble tallado antiguos, espejo grande de marco negro, una mesa elástica de estilo moderno y sillas de rejilla. Al lado de nosotros vino a sentarse una señora vieja, modestísimamente vestida, de semblante pálido y rugoso, cabellos blancos y anteojos ahumados. Nos hicimos una inclinación de cabeza, y apenas abrió la boca mientras duró la refacción. Ni el padre ni la hija me presentaron a ella. Después supe que era una parienta lejana, llamada Etelvina, que el conde había buscado para acompañar y autorizar a su hija, según los casos.

El almuerzo fue sencillo. En Andalucía no se da a la mesa la importancia que en los países del Norte. Observé que el conde comía poco, lo cual, según me dijo, le pasaba casi siempre a la hora de almorzar, quizá por levantarse tarde. En cambio, a la noche solía tener apetito.

—Eso es lo que yo no puedo atestiguar —dijo Isabel, sonriendo con tristeza.

—¡Claro, como que nunca me has visto comer! —dijo el conde, un poco contrariado por el oculto reproche.

—Poquitas veces —añadió la joven tímidamente.

—¡Phs! —murmuró D. Jenaro, levantando los hombros con indiferencia. —Supongo, señor Sanjurjo, que usted ya se irá acostumbrando a las exageraciones de las andaluzas.

Seguimos hablando de política. Luego volvimos a hablar de toros. Por último, recayó la conversación sobre poesía. La exquisita amabilidad del conde le impulsaba a ello, pues que yo le había sido presentado como poeta.

—En España hay muy buenos poetas —dijo el prócer con la mayor vaguedad posible.

—¡Phs!… Sí, sí, algunos.

Como este relato es una verdadera confesión, declaro que aquel «¡Phs!», pronunciado con indiferencia desdeñosa, quería significar que yo, como gran poeta también, no estaba obligado a admirarme de otros grandes poetas, sino a profesarles tan sólo la estimación debida a los compañeros. Que se me perdone esta flaqueza que confieso. Otros las tienen y no las confiesan.

—Me han gustado siempre mucho los versos… Leo pocos, ¿sabe usted?… Como uno tiene tantas cosas que hacer… ¿Y cuál es el poeta que usted prefiere?

—¿Yo? Zorrilla.

—Perdone usted, señor Sanjurjo; confieso que escribe muy bonitos versos. Algunos he leído, y aun sé de memoria, que me encantan… Aquello de

Pobre garza enjaulada,

dentro la jaula nacida,

¿qué sabe ella si hay más vida

ni más aire en que volar?

es precioso, ¡precioso!… Pero yo no puedo sufrir a ese señor. Creo que es quien tiene la culpa, hoy por hoy, de todo lo malo que sucede en España.

Quedé con la boca abierta.

—¿Cómo?…

—Sí, porque si no tuviese constantemente alarmado al país, éste disfrutaría de los beneficios de la paz. Las industrias prosperarían con los capitales que se retraen; la agricultura, la ganadería también…

Comprendí que el buen conde creía que el poeta Zorrilla y el revolucionario del mismo nombre eran una misma persona. Me apresuré a sacarle del error, tomando precauciones para que la lección no le molestase. Pero no pareció poco ni mucho humillado, como si el ignorar tales cosas no valiese la pena de fijar la atención. Y la plática volvió, es claro, a rodar sobre caballos. El conde preparaba dos para las próximas carreras. De allí, como por la mano, entramos otra vez en el terreno de los toros, y de nuevo tuve ocasión de admirar los conocimientos del prócer y la afición. En otro tiempo había sido uno de los más bravos aficionados, aunque nunca había querido torear en público. «Eso no es más que una guasa, ¿sabe usted?», me decía en tono desdeñoso. Lo que le placía, aun hoy, era tentar y derribar toretes en sus fincas y en las de sus amigos, montar buenos caballos, cazar venados y cochinos en el monte. Otras cosas sabía yo que le gustaban tanto o más que todo esto. Pero ésas no me las dijo, me las ofreció a la vista. Mientras tomamos café se bebió una botellita entera de cognac. Y hablando, hablando, también advertí que el conde no era muy fuerte en geografía. Saliendo a cuento el viaje de Cúchares a Cuba, si yo no entendí mal, D. Jenaro suponía que Buenos Aires estaba muy próximo a esta isla.

Pues a pesar de esta falta de cultura, que a cualquiera parecerá ridícula, era un hombre que se imponía. Nunca entraban deseos de reírse de él. Había cierta energía en su acento y un desdén oculto detrás de su refinada cortesía, que infundían respeto y hasta miedo. En su mirada opaca, distraída, leíase bien que había pasado por muchos casos raros y terribles, que había tratado gente de la más opuesta condición social y que no carecía de inteligencia y sagacidad. Era un hombre habituado al dominio, no tan sólo por su posición, sino por su valor, del que se decían cosas pasmosas en Sevilla. Su hija le envolvía, mientras hablaba, en una mirada de admiración y cariño que él no parecía observar. Sin embargo, la trataba con mimo: no la llamaba más que «chiquita», y la atendía en la mesa como a una dama festejada. De la prima Etelvina hacía poco o ningún caso. Ella parecía también que se bastaba a si misma, comiendo y callando, dirigiendo sus ojos, ribeteados de encarnado, al que llevase la palabra, por encima de las gafas ahumadas. La sobrina tampoco reparaba en ella, y cuando alguna vez se veía obligada a alargarle algún objeto, lo hacía sin mirarle a la cara. Únicamente cuando el conde quiso hablar de nuevo de mis amores, le hizo seña para indicarle que no convenía delante de testigos. Pero aquél, o no la vio o no quiso ceder a la indicación, porque siguió despachándose a su gusto acerca del tema.

—Mi prima Tula es muy rara… Aquí ésta la conoce bien…¿Verdad, Etelvina?

—Sí, la conozco bien —respondió la vieja con voz lúgubre, que semejaba la de un aparecido.

—Como se han criado juntas, ¿verdad?

—Sí, nos hemos criado juntas —volvió a responder el aparecido.

—¿Cuándo os habéis separado?

—Nos separamos hace treinta años.

—Y es muy rara, ¿no es cierto?

—Muy rara.

Pormenores de las rarezas de su prima no fue posible sacárselos. Confirmaba los que el conde relataba, con un movimiento de cabeza.

Cuando nos levantamos de la mesa, yo me apresuré a despedirme por no molestar. Isabel aprovechó el momento para rogar a su padre que fuese aquella noche con ella al teatro. El conde respondió, mientras encendía un cigarro:

—No puede ser: ya sabes que no me gusta la ópera.

—Vamos, papaíto; esta noche solamente —repitió la joven con mimo, besándole la mano que tenía cogida.

—No puede ser; me aburro y me duermo. ¿Por qué no vas con las de Enríquez?

—Pues por eso precisamente. He ido convidada una porción de veces, y me da vergüenza no llevarlas alguna vez.

—Manda por un palco, y llévalas.

—Bien sabes que eso no puede ser, papá. Parecería muy feo que tú no fueses autorizándome.

—Pues, hija, lo siento… pero yo no voy.

—¡Parece mentira que me niegues este favor! Si te lo pidiese todos los días, se comprende… ¡Pero una noche tan sólo! Bien podías hacer el sacrificio de dejar a tus amigos… —profirió la joven con voz alterada, pugnando por no llorar.

El conde volvió los ojos hacia ella, y le dirigió una mirada larga y dura sin decir palabra. Isabel bajó los suyos con temor, y por debajo de las negras pestañas asomó temblando una lágrima.

Aquella corta e insignificante escena me produjo mal efecto. Pareciome que el conde era un padre muy tierno sólo mientras no se tocase a sus gustos y placeres.