II
CONOZCO A LA HERMANA SAN SULPICIO

L ómnibus saltaba por encima de las piedras sacudiéndonos en todos sentidos, haciéndonos a veces tocar con la cabeza en el techo; yo llegué a besar, en más de una ocasión, con las narices el rostro mofletudo de D. Nemesio. El empedrado no es el género en que más se distingue Marmolejo. Por las ventanillas podíamos tocar con la mano las paredes enjalbegadas de las casas. El dueño de la Fonda Continental, hombre de mediana edad y estatura, bigote grande y espeso, ojos negros y dulces, no apartaba la vista de nosotros, fijándola cuándo en uno, cuándo en otro, con expresión atenta y humilde, parecida a la de los perros de Terranova. Cuando quiso Dios al fin que el coche parase, saltó a tierra muy ligero y nos dio la mano galantemente para bajar. Yo no acepté por modestia.
La Fonda Continental era una casita de un solo piso, donde se verían muy apurados para alojarse europeos, africanos, americanos y oceánicos, aunque viniese un solo hombre por cada continente. En el patio, con pavimento de baldosín rojo y amarillo, había cuatro o cinco tiestos con naranjos enanos. La habitación en que me hospedaron era ancha por la boca, baja y cerrada por el fondo, en forma de ataúd, lo cual revelaba en el arquitecto que construyó la casa ciertos sentimientos ascéticos que no he podido comprobar. La cama igualmente parecía descender en línea recta del lecho que usó San Bruno.
Cuando hube permanecido en aquel agujero el tiempo suficiente para lavarme y limpiar la ropa, salí como los grillos a tomar el sol acompañado del patrón, que tuvo la amabilidad de llevarme al paraje donde las aguas salutíferas manaban. Propúsome ir en coche, mas considerando la traza no muy apetitosa del vehículo que me ofrecía, y con el deseo, propio de todo viajero, de ver y enterarme bien del aspecto y situación del pueblo en que me hallaba, decidí emprenderla a pie. Mientras tanto D. Nemesio permanecía en su celda, entregado, quizá, a severas penitencias, por el pecado de haber ocasionado tan cruel disgusto a nuestro compañero de viaje. Porque fue él quien tuvo la culpa de dejar al jefe de Jabalquinto el sombrero y las botas del juez catalán. Les juro a ustedes que yo solo nunca me hubiera atrevido.
Marmolejo está situado cerca de la Sierra Morena, de donde salen las aguas que le han dado a conocer al mundo civilizado. Tiene el aspecto morisco como algunos pueblos de la provincia de Málaga y los de la Alpujarra. La blancura deslumbradora de sus casitas, que cada pocos días enjalbegan las mujeres, la estrechez de sus calles, la limpieza extraordinaria de sus patios y zaguanes, acusan la presencia, por muchos años, de una raza fina, culta, civilizada, que ha dejado por los lugares donde hizo su asiento hábitos graciosos y espirituales.
El pueblo es pequeñísimo: al instante se sale de él. Caminamos hacia la sierra, que dista dos o tres kilómetros. La Sierra Morena no ofrece ni la elevación, ni la esbeltez, ni el brillo pintoresco y gracioso de las montañas de mi país. Es una región agreste y adusta que extiende por muchas leguas sus lomos de un verde sombrío, donde rara vez llega la planta del hombre en persecución de algún venado o jabalí. Sin embargo, el contraste de aquella cortina oscura con la blancura de paloma del pueblo la hacía grata a los ojos y poética. En suave declive, por una carretera trazada al intento, bajamos al manantial que sale en el centro mismo del río Guadalquivir, el cual viene ciñendo la falda de la sierra. Hay una galería o puente que conduce de la orilla al manantial. Por ella se paseaban gravemente dos o tres docenas de personas, revelando en la mirada vaga y perdida más atención a lo que en el interior de su estómago acaecía que al discurso o al paso de sus compañeros de paseo. De vez en cuando se dirigían al manantial con pie rápido, bajaban las escalerillas, pedían un vaso de agua y se lo bebían ansiosamente, cerrando los ojos con cierto deleite sensual que despertaba en su cuerpo la esperanza de la salud.
—¿Se ha bebido mucho ya, madre? —dijo mi patrón asomándose a la baranda del hoyo.
Una monja pequeña, gorda, de vientre hidrópico y nariz exigua y colorada, que en aquel momento llevaba un vaso a los labios, levantó la cabeza.
—Buenos días, señor Paco… Hasta ahora no han caído más que cuatro. ¿Quiere usted un poquito para abrir el apetito?
A mi patrón le hizo mucha gracia aquello.
—Para abrir el apetito, ¿eh? Deme usted algo para cerrarlo, que me vendría mejor. ¿Y las hermanas?
Dos monjas jóvenes y no mal parecidas, que al lado de la otra estaban con la cabeza alzada hacia nosotros, sonrieron cortésmente.
—Lo de siempre, dos deditos —contestó una de ojos negros y vivos, con acento andaluz cerrado y mostrando una fila primorosa de dientes.
—¡Qué poco!
—¡Anda! ¿Quiere usted que criemos boquerones en el estómago, como la madre?
—¡Boquerones!
—Boquerones gaditanos. No hay más que echar la red.
El vientre hidrópico de la madre fue sacudido violentamente por un ataque de risa. Los boquerones que allí nadaban, al decir de la monja, debieron pensar que estaban bajo la influencia de un temporal deshecho. También reímos nosotros, y bajamos al manantial. Al acercarnos, la madre me saludó con sonrisa afectuosa: yo me incliné, tomé el crucifijo que pendía de su cintura y lo besé. La monja sonrió aún con más afecto y expresión de bondadosa simpatía.
Seamos claros. Si este libro ha de ser un relato ingenuo o confesión de mi vida, debo declarar que al inclinarme para besar el crucifijo de metal no creo haber obrado solamente por un impulso místico; antes bien, sospecho que los ojos negros de la hermana joven, atentamente posados sobre mí, tuvieron parte activa en ello. Sin darme tal vez cuenta, quería congraciarme con aquellos ojos. Y la verdad es que no logré el intento. Porque en vez de mostrarse lisonjeados por tal acto de devoción, pareciome que se animaban con leve expresión de burla. Quedé un poco acortado.
—¿El señor viene a tomar las aguas? —me preguntó la madre entre directa e indirectamente.
—Sí, señora; acabo de llegar de Madrid.
—Son maravillosas. Dios Nuestro Señor les ha dado una virtud que parece increíble. Verá usted cómo se le abre apetito en seguida. Comerá usted todo cuanto quiera, y no le hará daño… Mire usted, yo puedo decirle que soy otra, y no hace más que ocho días que hemos venido… ¡Figúrese que ayer he comido hígado de cerdo y no me ha hecho daño!… Pues esta filleta —añadió apuntando a la hermana de los ojos negros. —¡No quiero decirle el color que traía! Parecía talmente ceniza. Ahora tampoco está muy colorada, pero ¡vamos!… ya es otra cosa.
Fijé la vista con atención en ella, y observé que se ruborizó, volviéndose en seguida de espaldas para coger un vaso de agua.
Era una joven de diez y ocho a veinte años, de regular estatura, rostro ovalado de un moreno pálido, nariz levemente hundida pero delicada, dientes blancos y apretados, y ojos, como ya he dicho, negros, de un negro intenso, aterciopelado, bordados de largas pestañas y un leve círculo azulado. Los cabellos no se veían, porque la toca le ceñía enteramente la frente. Vestía hábito de estameña negra ceñido a la cintura por un cordón del cual pendía un gran crucifijo de bronce. En la cabeza, a más de la toca, traía una gran papalina blanca almidonada. Los zapatos eran gordos y toscos; pero no podían disfrazar por completo la gracia de un pie meridional. La otra hermana era también joven, acaso más que ella, más baja también, rostro blanco, de cutis transparente que delataba un temperamento linfático, los ojos zarcos, la dentadura algo deteriorada. Por la pureza y corrección de sus facciones y también por la quietud parecía una imagen de la Virgen. Tenía los ojos siempre posados en tierra y no despegó los labios en los breves momentos que allí estuvimos.
—Vamos, beba usted, señor; pruebe la gracia divina —me dijo la madre.
Tomé el vaso que acababa de dejar la hermana de los dientes blancos, y me dispuse a recoger agua, pues el que la escanciaba había desaparecido por escotillón; mas al hacerlo tuve necesidad de apoyarme en la peña, y cuando me inclinaba para meter el vaso en el charco, resbalé y metí el pie hasta más arriba del tobillo.
—¡Cuidado! —gritaron a un tiempo el patrón y la madre, como se dice siempre después que le ha pasado a uno cualquier contratiempo.
Saqué el pie chorreando agua y no pude menos de soltar una interjección enérgica.
La madre se turbó y se apresuró a preguntarme con semblante serio:
—¿Se ha hecho usted daño?
La hermanita del cutis transparente se puso colorada hasta las orejas. La otra comenzó a reír de tan buena gana, que le dirigí una rápida y no muy afectuosa mirada. Pero no se dio por entendida; siguió riendo, aunque para no encontrarse con mis ojos volvía la cara hacia otro lado.
—Hermana San Sulpicio, mire que es pecado reírse de los disgustos del prójimo —le dijo la madre. —¿Por qué no imita a la hermana María de la Luz?
Esta se puso colorada como una amapola.
—¡No puedo, madre, no puedo; perdóneme! —replico aquélla haciendo esfuerzos por contenerse, sin resultado alguno.
—Déjela usted reír. La verdad es que la cosa tiene más de cómica que de seria —dije yo afectando buen humor, pero irritado en el fondo.
Estas palabras, en vez de alentar a la hermana, sosegaron un poco sus ímpetus y no tardó en calmarse. Yo la miraba de vez en cuando con curiosidad no exenta de rencor. Ella me pagaba con una mirada franca y risueña donde aún ardía un poco de burla.
—Es necesario que usted se mude pronto; la humedad en los pies es muy mala —me dijo la madre con interés.
—¡Phs! Hasta la noche no me mudaré. Estoy acostumbrado a andar todo el día chapoteando agua —dije en tono desdeñoso afectando una robustez que, por desgracia, estoy muy lejos de poseer. Pero me agradaba bravear delante de la monja risueña.
—De todos modos… váyase, váyase a casa y quítese pronto el calcetín. Nosotras nos vamos a dar un paseíto por la galería, a ver si el agua baja. Quédense con Dios Nuestro Señor.
Me incliné de nuevo y besé el crucifijo de la madre. Lo mismo hice con el de la hermana María de la Luz, que por cierto volvió a ponerse colorada. En cuanto al de la hermana San Sulpicio, me abstuve de tocarlo. Sólo me incliné profundamente con semblante grave. Así aprendería a no reírse de los chapuzones de la gente.
Poco después que ellas, subimos nosotros a la galería y dimos algunos paseos contra la voluntad de mi patrón, que a todo trance quería llevarme a casa para que me mudase. Mas yo tenía deseos de permanecer allí para confirmar a las monjas, sobre todo a la jocosa morena, en la salud y vigor de que me había jactado. Cuando pasábamos cerca la miraba atentamente; pero ni ella ni sus compañeras alzaban los ojos del suelo. No obstante, observé que con el rabillo me lanzaba alguna rápida y curiosa ojeada.
—Es linda la monjita, ¿verdad? —me dijo el señor Paco.
—¡Phs! No es fea… Los ojos son muy buenos.
—Y qué colores tan hermosos, ¿eh?
—El color no me parece muy allá… Pero ¿de quién habla usted?
—De la hermana María de la Luz, de la pequeñita.
—¡Ah! Sí, sí… es muy bonita.
Debí suponer que a un patrón de huéspedes le placería más la corrección fría y repulsiva de ésta que la gracia singular de la otra hermana. Porque mi rencor hacia ella no llegaba hasta negarle lo que en conciencia no podía, la gracia. Era una gracia provocativa y seductora que no residía precisamente en sus ojos vivos y brillantes, ni en su boca, un poco grande, fresca, de labios rojos que a cada momento humedecía, ni en sus mejillas tostadas, ni en su nariz, levemente remangada: estaba en todo ello, en el conjunto armónico, imposible de definir y analizar, pero que el alma ve y siente admirablemente. Esta armonía, que acaso sea resultado del esfuerzo constante del espíritu sobre el cuerpo para modelarlo a su imagen, observábase igualmente en todos sus movimientos, en el modo de andar, de emitir la voz, de accionar; pero su última y suprema expresión se hallaba indudablemente en la sonrisa. ¡Qué sonrisa! Un rayo esplendente del sol que iluminaba y transfiguraba su rostro como una apoteosis.
Después de dar unas cuantas vueltas por la galería se fueron hacia arriba, y yo al poco rato manifesté al señor Paco deseo de subir también a ver el parque que en la orilla del río han formado recientemente para esparcimiento y recreo de los bañistas. Es una gran terraza natural sobre el Guadalquivir, con que termina la falda de la colina en que Marmolejo está asentado. En ella hay jardines y paseos, cuyos árboles, nuevos aún, no consiguen dar sombra y frescura; pero ya crecerán, y allá iré, si Dios me da vida, a recordar debajo de sus copas los deliciosos días que pasé a su lado.
La disposición de los paseos, la variedad de plantas que el señor Paco me mostraba con orgullosa satisfacción, no me la producía a mí extremada en verdad. Seguía los caminitos de arena y me perdía en su laberinto con paso distraído, la mirada enfilada a lo lejos.
Al doblar un sendero, en el paraje más solitario del jardín, me las encontré de frente. Venían acompañadas de un clérigo. Al cruzar a nuestro lado saludaron muy cortésmente: el clérigo se llevó con gravedad la mano al sombrero de teja.
—¿Dónde están alojadas estas monjas? —pregunté a mi patrón.
—¿Dónde están alojadas?… ¡Pues en casa! ¿No las ha visto usted?… ¡Ah! No me acordaba que ha llegado hoy… Ocupan dos habitaciones no muy lejos de la que usted tiene.
—¿Son hermanas de la Caridad?
—Me parece que no, señor… Tienen un colegio allá en Sevilla… La más vieja es la superiora… es valenciana. Las dos jóvenes son sevillanas y creo que primas carnales… ¿No conoce usted al sacerdote? Es un jesuita… un señor de mucha fama. Se llama el padre Talavera, ¡qué linda es la hermana María de la Luz!, ¿eh?
—Mucho.
Vagamos todavía un rato por los jardines, pero no volvimos a tropezar con ellas. En cambio, fuimos a dar a un cenador donde tres o cuatro bañistas leían periódicos. Mi patrón entabló conversación con ellos. Se habló de política: la proximidad de una guerra entre Francia y Alemania era lo que preocupaba la atención en aquel momento. Pesáronse las probabilidades de triunfo por una y otra parte. Uno de aquellos señores, hombre gordo, de piernas muy cortas y traje claro, apostaba por Alemania; los otros dos ponían por Francia. Cuando hubieron discutido un rato, mi patrón intervino, sonriendo con superioridad.
—No lo duden ustedes, la victoria esta vez será de Francia.
—Yo lo creo así también. Francia se ha repuesto mucho y se ha de batir mejor y con más gana que la primera vez —dijo uno.
—Pues yo creo que están ustedes en un error —saltó el hombre gordo. —Alemania es un país exclusivamente militar; todas sus fuerzas van a parar a la guerra; no se vive más que para la guerra… Además, ¿qué me dicen ustedes de Bismarck?… ¿Y de Moltke? Mientras ese par de mozos no revienten, no hay peligro que Alemania sea vencida.
—Yo le digo a usted, caballero —contestó mi patrón con sonrisa más acentuada, en tono excesivamente protector, —que todo eso está muy bien, pero que vencerá Francia.
—Mientras no me diga usted más que eso, como si no me dijera nada… Lo que yo quiero son razones —respondió el hombre gordo, un poquillo irritado ya.
—No es posible dar razones. Lo que le digo es que Alemania será vencida —manifestó mi patrón con grave continente y una expresión severa en la mirada que yo no le había visto.
—¿Qué me dice usted? ¿De veras? —replicó el otro riendo con ironía.
Entonces mi patrón, encendido por la burla, profirió furiosamente:
—Sí, señor; se lo digo a usted… Sí, señor, le digo a usted que vencerá Francia.
—Pero, hombre de Dios, ¿por qué? —preguntó el otro con la misma sonrisa.
—¡Porque quiero yo!… ¡Porque quiero yo que venza Francia! —gritó el señor Paco con la faz pálida ya y descompuesta, los ojos llameantes.
Nos quedamos inmóviles y confusos, mirándonos con estupor. Un mismo pensamiento cruzó por la mente de todos. Y reinó un silencio embarazoso por algunos segundos, hasta que uno de los bañistas, volviéndose para que no se le viera reír, entabló otra conversación.
—Allá va el padre Talavera con unas monjas.
Me apresuré a mirar por entre las hojas de la enredadera, y en efecto vi el grupo a lo lejos. El bañista que nos lo había anunciado metía el rostro por el follaje para que no se oyesen las carcajadas que no era poderoso a reprimir.
Mi patrón, avergonzado, y otra vez con aquella expresión humilde e inocente en los ojos de perro de Terranova, me dijo tirándome de la ropa:
—D. Ceferino, ya es la hora de almorzar; ¿nos vamos?
Despedímonos de aquellos señores, que apenas nos miraron, y subimos a una de las calesas que partían para el pueblo. Mientras caminábamos hacia él, el señor Paco me dijo con acento triste y resignado:
—Aquellos señores se han quedado riendo de mi… Bueno; algún día se arrepentirán de esa risa y se llamarán borricos a sí mismos… ¡Si yo pudiese hablar!… Pero no está lejano el día en que vendrán los más altos personajes a pedirme de rodillas que les revele mi secreto…
—¡Diablo, diablo! —exclamé para mí. —¡He venido a parar a casa de un loco!