La cuchara y el diablo

No sé si recuerdan ustedes aquella película, Atrapado en el tiempo, en la que un fulano se despertaba cada día para vivir siempre, una y otra vez, la misma historia en la misma jornada. Pues al arriba firmante le ocurre poco más o menos lo mismo. Sales de la ducha, preparas un café, pones la radio o abres las páginas de un periódico, y te sientes siempre en el amanecer del mismo día, en un país que diera vueltas dentro de un remolino; repitiendo idéntico movimiento día tras día, a dos dedos del desagüe y de la alcantarilla más próxima.

Estoy hasta arriba, con perdón, de tanta palabra inútil, tanto tertuliano radiofónico, tanto mercachifle de la política y tanta mierda. Es tan grave el desgaste que todo exceso de palabras, de sinvergonzonería y demagogia barata impone a los conceptos, que empiezo a preocuparme seriamente por el futuro de lo que en mis cuarenta y cuatro años de vida he venido llamando España. Me refiero a la tierra áspera y entrañable que me enseñaron a respetar desde pequeño: no cruz, ni espada, ni bandera, ni gloriosa unidad de destino en lo universal, sino lugar escogido por gente diversa como espacio de convivencia donde velar a sus muertos, su pasado y su cultura, y respaldar con eso el presente para hacer posible un futuro.

Nunca he visto a un francés, o a un alemán, o a un inglés, respetar tan poco a su patria como nosotros a la nuestra. Y sin embargo, a este país desgraciado nadie le regaló nunca nada. Aquí hubo que currárselo todo desde muy temprano, y hasta la maldita tierra que nos otorgó ese bromista llamado Dios hubo que regarla con sudor, a falta de agua, cuando no tuvimos que hacerlo con sangre. La convivencia que tan normal nos parece ahora cuando salimos a tomar unas cañas, costó crujidos terribles en los cimientos de la Historia, siglos de matanzas, expulsiones, injusticias y desafueros. Poco a poco, entre humo de incendios, lágrimas, cementerios, barricadas y trincheras, España fue conformándose tal y como es, con lo bueno y con lo malo. Nuestra Historia no es ejemplar. Pudo ser otra, pero es la que hay, y es la nuestra. Y nadie puede invertir el curso de los siglos.

No hace mucho, durante una conferencia en Viena, me felicitaron porque España, decían, ya es democracia y es Europa. Detesto hacer discursos patrioteros, pero tampoco me gusta que me perdonen la vida; de modo que repliqué que España existía ya hace cinco siglos, y ya entonces tenía a lo que ahora se llama Europa y entonces aún no lo era, bien agarrada por los cojones. De paso les recordé a mis interlocutores que Austria, sin ir más lejos, había pasado prácticamente del imperio austrohúngaro al nazismo, y que cuando yo nací los rusos todavía ocupaban Viena; así que no sabía —dije— de qué puñetas me estaban hablando.

Porque ya está uno harto de tanto complejo y tanta leche. Tenemos el sistema autonómico más desarrollado de Europa, y todavía andamos piándolas. Aquí nunca se arrasaron los fueros de las burguesías locales a sangre y fuego, como en otros sitios. Porque me van ustedes a perdonar, pero lo de los comuneros de Castilla, la guerra de Cataluña en el XVII o el borbonazo de 1714 fueron alegres romerías en comparación con la represión inglesa en Escocia e Irlanda o la francesa en Bretaña, sin mencionar los arreglos de cuentas centroeuropeos, italianos o balcánicos, por mucho que pretendan convencernos de lo contrario los mercaderes que tergiversan la Historia. Claro que hay ajustes por hacer. Pero ya quisieran un vasco francés, un flamenco, un galés, tener semejante cuartelillo. Vayan y echen un vistazo a los rótulos de carreteras y aeropuertos, a las policías, a la cultura y la lengua locales, a las instituciones de por ahí. Es que parecemos gilipollas.

España es un país muy peligroso, muy analfabeto y muy borde, insolidario y de navaja fácil, donde la gente que sólo aspira a trabajar honradamente y a vivir se ve, a menudo, aturdida por la palabrería de charlatanes y sacamuelas hábiles en manipular la ignorancia de unos y la memoria de otros. Un país de caínes hijosdeputa a quienes costó mucho tiempo, mucho esfuerzo y mucha sangre dejar de serlo. Un país hecho de pueblos, lenguas, e instituciones que los armonizan, por primera vez en su historia, en auténtica democracia desde hace veinte años. Y es intolerable que todo eso caiga en el descrédito, se desvirtúe y se destruya, porque una recua de pasteleros, sean quienes sean —y pardiez que sigo sin ver maldita diferencia de unos a otros, porque son los de siempre—, estén dispuestos a cargárselo todo con tal de asegurarse un privilegio, una transferencia o una legislatura. Para comer con el diablo hay que tener una cuchara muy larga. Y no ser un irresponsable, ni un imbécil.

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