Sobre ingleses y otros perros

Me escribe un lector inglés, con afecto y buen humor, tirándome de las orejas con mucha gracia —tanta que no parece inglés— mientras se interesa por mi afición a llamar perros ingleses a los hijos de la Gran Bretaña. Por qué, pregunta, no trago a los chuchos de sus compatriotas. Así que intentaré explicárselo: los perros ingleses son respetabilísimos. Me refiero a los que hacen guau, guau. Ésos, sean ingleses o no, merecen todo mi respeto; como varias veces he tecleado en esta página, más respeto que los humanos. Que ya me gustaría tuvieran —tuviéramos— la misma lealtad, la misma dignidad y la misma inteligencia. En cuanto a los cánidos estrictamente ingleses, mi afecto por ellos lo abona el hecho de que mi perro de ahora, como el que tuve antes, pertenece a la raza labrador, que es una raza inglesa. Los mismos que posan acompañando al Orejas cuando se hace fotos con falda escocesa en Balmoral.

En cuanto a los bípedos británicos, ése es otro cantar. Pero no quisiera que mi amigo inglés lo atribuyese a razones patrióticas o sentimentales. La patria, a estas alturas y tal como se ha puesto el kilo, me importa un huevo de pato. Al menos la patria tal y como la entienden los fanáticos, los soplapollas, los mercachifles y los asesinos. Lo que pasa es que uno tiene sus lecturas y su criterio. Y hasta su personal sentido del humor. Y ahí es donde situamos el asunto. A fin de cuentas nací en una casa con biblioteca, en una ciudad vinculada al mar y a la Historia, donde el inglés fue siempre la amenaza y el enemigo. En los libros, en los relatos de mi abuelo y de mi padre, aprendí a respetar a esos cabrones arrogantes como políticos, diplomáticos, guerreros y sobre todo marinos; y también a despreciar su hipocresía y su crueldad. A desconfiar sobre todo de su manera de reescribir la Historia a su conveniencia, y de su soberbia frente a los otros pueblos. En cada libro sobre la guerra de la Independencia española, la guerra en el mar o la piratería en América que me eché al cuerpo, toda mención a mis compatriotas se basó siempre en la descalificación y el insulto. Si uno lee las memorias de cualquier militar inglés en la campaña peninsular, concluye que Inglaterra venció a Bonaparte en España a pesar de los propios españoles, siempre sucios, perezosos, viles, cobardes, aún más fastidiosos y ruines como aliados que el enemigo francés. Cosa, por otra parte, que es perfectamente posible, porque quien conoce a mis paisanos conoce el paño. Pero de ahí a decir que Wellington liberó a España de Napoleón media un abismo.

Luego está la perfidia histórica, real y documentada, que no fue moco de pavo: los golpes de mano contra posesiones españolas, siempre disfrazando con razones humanitarias lo que fue rivalidad colonial o simple piratería. La canallada de las cuatro fragatas atacadas sin declaración de guerra en 1804. Los asaltos contra Gibraltar, La Habana, Manila, Cartagena de Indias. El silencio sobre los fracasos y el trompeteo sobre las victorias. Recuerdo a un profesor inglés afirmando en clase que Nelson no había sido derrotado nunca. Pero yo sé desde niño que Nelson fue derrotado dos veces por españoles: en 1796, cuando con la Minerve y la Blanche tuvo que abandonar una presa y huir de dos fragatas y un navío de línea, y cuando un año después quiso desembarcar en Tenerife por las bravas y perdió un brazo y trescientos hombres.

No hablo, y espero que lo entienda el amigo inglés, de patrioterismo ni peras en vino tinto, sino de simple memoria. Conozco mi Historia tan bien como algunos conocen la suya, y sé que si España tuvo Trafalgares otros tuvieron Singapures. Del mismo modo puedo afirmar que hispanistas británicos llamados Parker, Thomas o Elliott me ayudaron a comprender mejor mi propia Historia. Gracias a todo eso, cuando miro atrás no tengo orejeras ni complejos, pero sí buenas referencias. Eso me permite, entre broma y broma, poner un par de puntos sobre las íes, cuando las íes me las escriben hijos de puta con letra bastardilla. Por supuesto que no me siento enemigo de los ingleses, que además leen mis novelas. Vivo en mi tiempo y a mi aire, y sé que la memoria es una cosa, y la guasa al teclear esta página, otra. En lo de la guasa, por cierto, el culpable es mi vecino el rey de Redonda —a quien agradezco la caballerosidad con que se condujo hace unas semanas, tras mi arrebato acuchillador y sanguinario—, que hace tiempo me regaló un grabado antiguo titulado Malditos perros Yngleses. Y como él sí es anglófilo de pata negra, buena parte de nuestras murgas suelo arrimárselas por esa banda. También puntualizaré que la mentada referencia canina tiene solera: entre el XVI y el XIX era expresión habitual: simple toma y daca para quienes, como dije, dispensaron siempre motes despectivos a todo enemigo o vecino, reservándonos a los españoles lo de grasientos moros —Turner nos dibujó con turbantes en Trafalgar—, fanáticos papistas, demonios del Mediodía y cosas así. Algo que, con las obligadas actualizaciones, sigue haciendo la prensa amarilla de Su Majestad.

Los barcos se pierden en tierra
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